viernes, 20 de diciembre de 2019

Direcciones electrónicas para descargar las novelas: EL LABERINTO DEL VERDUGO y MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.





La novela del siglo XXI ha llegado a Costa Rica de la mano de Jorge Méndez Limbrick. El laberinto del verdugo -Premio Editorial Costa Rica 2009-, novela que bajo la apariencia de un relato policial se va construyendo en esta historia un espacio complejo y rico en el cual se retrata el mundo josefino de hoy y muy probablemente de lo que será en el futuro. El laberinto del verdugo entretiene al lector y lo desafía a solucionar múltiples claves de la compleja vida nacional, tras las cuales se han organizado los hechos narrados con maestría y paciencia por Méndez Limbrick. Sus personajes son seres astutos que no dan tregua al lector y lo mantienen bajo el desafío de sus cambiantes identidades. En un lúcido artículo dedicado al autor, Carlos Cortés ha dicho que "ser novelista es el arte de modular la exageración". La exageración original y bien administrada es uno de los dones de Méndez Limbrick, su camino hacia la creación de un cosmos costarricense que nunca antes habíamos hallado por escrito y que, por fin, el lector tiene en sus manos en el cuerpo de esta estupenda novela.

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Macbeth Jo Nesbø Traducción de Lotte Katrine Tollefsen. (Fragmento).


 

Macbeth

Jo Nesbø

Traducción de Lotte Katrine Tollefsen


 Primera parte

1

Una gota de lluvia brillante cayó del cielo y fue descendiendo a través de la oscuridad hacia las luces temblorosas de la sucia ciudad portuaria. Las ráfagas heladas de viento del noreste la arrastraron hacia el lecho del río seco, que atravesaba la ciudad longitudinalmente, y la vía del ferrocarril clausurada, que la cruzaba en diagonal. Los cuatro cuadrantes en que se dividía la ciudad estaban numerados siguiendo el sentido de las agujas del reloj, y más allá de eso no tenían nombre. O, en cualquier caso, nadie lo recordaba. Si te encontrabas con alguno de sus ciudadanos muy lejos de allí, sin duda afirmaría que no se acordaba de cómo se llamaba su ciudad de origen.
La gota de lluvia perdió brillo, se tornó gris a medida que traspasaba el hollín, el veneno que cubría la ciudad como una niebla constante, a pesar de que las fábricas habían ido cerrando una tras otra en los últimos años. A pesar de que los parados ya no podían permitirse encender las estufas. A pesar del viento impredecible, el aire impetuoso y la lluvia aparentemente inagotable que, según afirmaban algunos, se habían desatado cuando dos bombas atómicas pusieron fin a la última guerra mundial, un cuarto de siglo atrás. O lo que es lo mismo: en las mismas fechas en que Kenneth había sido nombrado director de la policía. Desde su despacho del último piso de la Jefatura de Policía, el director Kenneth había conducido la ciudad hacia el abismo con mano de hierro. Daba igual quién ocupara la alcaldía o lo que prometieran los jefazos de la metrópoli Capitol. Nunca lo cumplían. Nada podía evitar que la segunda potencia industrial del país se hundiera en una ciénaga de corrupción, quiebras, crimen y caos. No importaba si el cambio climático se debía a Kenneth, a las bombas atómicas o a la desmemoria, pues por fin la esperanza había hecho su aparición entre los ciudadanos. Habían pasado seis meses desde que Kenneth se cayera de la silla en su casa de veraneo, sufriera un ictus y muriera tres semanas después. La ciudad había sufragado el entierro, según una resolución del consistorio orquestada por iniciativa del propio Kenneth, por cierto. Tras unas exequias dignas de un dictador, el cabildo y el alcalde reclutaron como nuevo director de la policía a Duncan: de frente ancha e hijo de un obispo, estaba al mando de la sección del Crimen Organizado en Capitol.
Había sido una elección sorprendente porque Duncan no procedía de la vieja escuela policial basada en el pragmatismo político, sino de la nueva generación de mandos bien formados, partidarios de las reformas, la transparencia, la modernización y la lucha contra la corrupción. Ese no era el caso de la mayoría de los representantes electos, políticos obsesionados por enriquecerse.
La esperanza de los vecinos de tener un director de la policía íntegro, honrado y visionario que quizá sacara a la ciudad de la ciénaga se había visto reforzada porque Duncan había sustituido a los antiguos jefes policiales por su propio equipo, cuidadosamente escogido. Lo formaban jóvenes idealistas sin contaminar que de verdad querían que la ciudad fuera un lugar mejor donde vivir.
El viento se llevó la gota de lluvia hacia el Distrito 4 oeste, al lugar más alto de la ciudad: la aguja que remataba el estudio radiofónico de Walter Kite. Aquella voz de erres marcadas, solitaria y siempre moralmente indignada simbolizaba la esperanza de que a la ciudad le llegara su redentor. En vida de Kenneth, solo Kite se había atrevido a criticar abiertamente al director de la policía y a acusarle de algunos de los delitos que había cometido. Muchos opinaban que la única razón por la que Kite había sobrevivido era su extrema soledad. Era demasiado visible para que su desaparición no llamara la atención. Aquella noche, Kite remachó las erres cuando dijo que el consistorio haría lo imposible para recuperar las atribuciones que Kenneth acaparó a fin de que el director de la policía fuera el poder fáctico de la ciudad. Paradójicamente, eso implicaría que su sucesor, el buen demócrata y director de la policía Duncan, no dispondría del poder necesario para emprender las reformas que pretendía. Kite siguió afirmando que las inminentes elecciones para la alcaldía estaban en manos de «… Tourtell, el alcalde actual y, por tanto, el más importante del país, sin ningún contrincante. Absolutamente ninguno. Porque ¿quién podría competir con el galápago Tourtell cuando cualquier crítica resbala por su irritante caparazón de jovial populismo y superioridad moral? Si a pesar de todo alguien de verdad consiguiera atravesar esa concha y hacerle mella, me temo que nuestra tortuga está tan gorda y la puerta del despacho del alcalde es tan estrecha que resultaría materialmente imposible desalojarlo».
En el Distrito 4 este la gota de lluvia sobrevoló el Obelisco, un hotel con casino, acristalado y de veinte pisos de altura, que sobresalía como un dedo corazón iluminado entre los desangelados bloques marrones y negruzcos de cuatro plantas que predominaban en el resto de la ciudad. A muchos les parecía muy extraño que cuando menos industria y más paro había, más se pusiera de moda entre los ciudadanos jugarse el dinero que no tenían en alguno de los dos casinos.
«La ciudad que dejó de dar y empezó a exigir —insistían las erres de Kite a través de las ondas—. Primero clausuramos la industria y luego el ferrocarril, para que nadie pudiera largarse. Después atontamos a los ciudadanos con drogas que se vendían donde antes se compraban los billetes de tren. A fin de robarles en paz. Nunca creí que llegaría a decir que echo en falta a los señores de la industria, ávidos de beneficios, pero al menos pertenecían a un sector respetable, a diferencia de las tres áreas en que la gente sigue enriqueciéndose: casinos, drogas y política.»
En el Distrito 3 el viento azotaba la Jefatura de Policía, el casino Inverness y las calles, que a causa de la lluvia se habían quedado vacías. Solo unas pocas personas se apresuraban de aquí para allá, huyendo, buscando. El viento barría la estación central, de la que ya no salían trenes pero que seguía habitada por fantasmas y viajeros; los fantasmas de aquellos que un día construyeron la ciudad con fe en sí mismos, en la moral del trabajo, en la tecnología y en sus descendientes; los viajeros del mercado de la droga, siempre abierto, donde compraban poción, un pasaje al cielo y sin duda al infierno. En el Distrito 2 el viento aullaba entre las chimeneas de cemento de las dos mayores fábricas de la ciudad, recién clausuradas, Graven y Estex, en las que se habían producido aleaciones de metal. Aunque ni siquiera quienes trabajaban en los hornos sabían exactamente cuál era su composición, sí sabían que los coreanos habían empezado a fabricar esas mismas aleaciones a menor coste. Tal vez el clima de la ciudad provocara esa impresión de una decadencia ya visible, o tal vez fueran figuraciones. Quizá solo la certeza de quiebra y ruina acabó haciendo que las fábricas mudas y apagadas quedaran como lo que Kite llamaba «las catedrales del capitalismo saqueadas en una ciudad de apóstatas y descreídos».
La lluvia se desplazó hacia el sureste, cayó sobre farolas rotas entre calles donde los chacales se apoyaban en las paredes protegiéndose de la incontinencia crónica de los cielos, buscando con la mirada mientras las presas se apresuraban hacia zonas más iluminadas y seguras. En una entrevista reciente, Kite le había preguntado al jefe de la policía por qué la probabilidad de que te atracaran en aquella ciudad era seis veces mayor que en Capitol. Duncan había respondido que se alegraba de que por fin le hicieran una pregunta fácil de contestar: porque el número de parados era seis veces mayor y el de drogadictos, diez veces mayor.
En el puerto había contenedores llenos de grafitis y buques de carga desvencijados. Sus capitanes se citaban con representantes de las corruptas autoridades portuarias, en lugares poco transitados, para entregarles sobres marrones que acelerarían la concesión de los permisos para acceder al puerto y atracar. Cantidades que las navieras apuntarían a la partida de gastos varios, mientras se juraban que jamás volverían a aceptar un porte con esa ciudad como destino.
Uno de esos buques era el Leningrado, un barco soviético tan oxidado que al resbalar la lluvia por el casco daba la impresión de que estaba desangrándose en la bahía.
La gota de lluvia impactó en el haz luminoso de un foco atornillado al techo de un edificio. Un inmueble de madera, de dos pisos, y que albergaba un almacén, una oficina portuaria y un club de boxeo clausurado. Continuó descendiendo entre la pared y un casco de barco oxidado y aterrizó en un cuerno de toro, por el que se deslizó hasta el punto en que este se soldaba a un casco de moto, por el que corrió hasta llegar a la espalda de una chupa de cuero con la leyenda NORSE RIDERS bordada en caracteres góticos. Siguió hacia el asiento de una moto Indian Chief roja y acabó en la estela de la rueda trasera, que giraba despacio. Allí dejó de ser una gota, se vio lanzada al exterior otra vez, y acabó mezclada con el agua venenosa, con la ciudad, con todo.
La moto roja iba seguida de once motos más. Pasaron bajo una de las farolas que había en el segundo piso de los oscuros edificios portuarios de dos alturas.
La luz de la farola que entraba por la ventana de una oficina de enrolamiento de la segunda planta iluminó una mano que descansaba sobre un cartel publicitario. En el Glamis estaban buscando a un pinche. Los dedos eran largos y delgados, como los de un concertista de piano, de uñas bien cuidadas. El rostro se hallaba en la sombra, no podían verse los intensos ojos azules, la barbilla firme, los labios finos y poco generosos, la agresiva nariz en forma de pico, pero sí se advertía la cicatriz que cruzaba aquel rostro en diagonal, como el destello blanco de una estrella fugaz, del mentón a la frente.
—Es aquí —dijo el inspector Duff con la esperanza de que sus hombres de la sección Antidroga no percibieran el leve e involuntario temblor de su voz.
Había previsto que los Norse Riders mandarían a tres, como máximo a cuatro hombres a recoger la droga. Sin embargo, contó doce motos en la comitiva que emergió despacio de la oscuridad. Las dos últimas llevaban sendos pasajeros. Catorce hombres contra los nueve suyos. Había buenas razones para creer que los Norse Riders iban armados. Bien armados. Pero no fue la diferencia de fuerzas la que provocó el temblor de sus cuerdas vocales. Duff acababa de ver cumplido su mayor deseo: era él quien estaba al frente del séquito, por fin lo tenía a su alcance.
Hacía meses que no se dejaba ver, pero solo existía una persona que llevara ese casco y la Indian Chief roja que, según decían, era una de las cincuenta que el Departamento de Policía de Nueva York mandara fabricar en secreto en 1955. El acero de la funda curvada sujeta al lateral de la moto lanzaba destellos.
Sweno.
Según algunos había muerto, según otros había huido al extranjero y cambiado de identidad. Se había cortado las trenzas rubias y se sentaba en una terraza en Argentina a disfrutar de la vejez y de sus cigarritos extrafinos.
Pero estaba aquí. El líder de la banda y asesino de policías que junto con el Sargento había fundado los Norse Riders después de la guerra mundial. Habían captado a jóvenes desarraigados, la mayoría procedente de las putrefactas casas que bordeaban el río apestoso, una cloaca, donde vivían los obreros de las fábricas. Los había entrenado, disciplinado, les había lavado el cerebro hasta convertirlos en un ejército de soldados intrépidos de los que Sweno se servía para sus fines: someter la ciudad, monopolizar el creciente mercado de la droga. Durante un tiempo pareció que Sweno lo conseguiría; no habían sido Kenneth ni la Jefatura de Policía, quienes lo habían detenido, más bien al contrario. Con ellos Sweno había podido comprar toda la ayuda que quiso. No, había sido la competencia. La droga casera de Hekate, la poción, era sencillamente mejor, más barata y siempre abundaba en el mercado. Si el chivatazo anónimo que Duff había recibido era cierto, esa partida de droga era lo bastante grande como para solucionar los problemas de aprovisionamiento de los Norse Riders por una buena temporada. Duff albergaba la esperanza de que fuera así, pero no se lo había creído del todo cuando leyó las breves líneas escritas a máquina y dirigidas a él en persona. Demasiado bonito para ser cierto. Un regalo que, bien administrado, podía impulsar su carrera de jefe de la sección Antidroga. Duncan aún no había podido cubrir todos los puestos importantes de la jefatura con su propia gente. Quedaba, por ejemplo, la sección de Bandas, cuyo jefe Cawdor, un viejo granuja del equipo de Kenneth, se aferraba al sillón porque todavía no habían podido encontrar pruebas que probaran su corrupción. Pero era cuestión de tiempo. Duff era uno de los hombres de Duncan. Cuando hubo indicios de que quizá a Duncan lo nombrarían jefe de policía, Duff lo llamó a Capitol y le dijo con aire algo pomposo pero muy claro que si el ayuntamiento no nombraba a Duncan y acababan eligiendo a uno de los acólitos de Kenneth, él renunciaría a su puesto. No podía descartarse que Duncan hubiera intuido motivos personales tras la declaración de fidelidad incondicional de Duff, pero ¿qué más daba? Duff era sincero en su deseo de apoyar a Duncan para crear un cuerpo de policías honrados que ante todo sirvieran al bien público, sin duda. Pero también ambicionaba un despacho en la jefatura lo más cerca posible del cielo, ¿y quién no? Y quería cortarle la cabeza a ese tipo que andaba suelto ahí fuera.
Sweno.
Era el fin y el medio.
Duff miró su reloj. Era la hora que indicaba la carta, el minuto exacto. Se pasó la yema de los dedos por la cara interna de la muñeca. Notó su pulso. La esperanza que sentía estaba convirtiéndose en fe.
—¿Son muchos, Duff? —susurró una voz.
—Suficientes como para que los méritos sean muchos, Seyton. Y uno de ellos es tan grande que su caída se oirá en todo el país.
Duff limpió el vaho de la ventana. Diez policías tensos y sudados en un cuartito. Hombres que no tenían misiones como aquella a diario. En calidad de jefe de la sección Antidroga, Duff había tomado en solitario la decisión de no mostrar la carta a nadie y utilizar solo a hombres de su propia sección para aquella misión. Los niveles de corrupción y de filtraciones eran demasiado elevados como para arriesgarse a otra cosa. Al menos eso le diría a Duncan cuando este le preguntara al respecto. Pero no le harían muchas preguntas críticas. No, cuando lo vieran llegar con la mayor incautación de droga de la historia y trece Norse Riders pillados con las manos en la masa.
Trece, sí. No catorce. Uno de ellos quedaría tendido en el campo de batalla, si se presentaba la oportunidad.
Duff apretó los dientes.
—Dijiste que solo serían cuatro o cinco —dijo Seyton acercándose a la ventana.
—¿Estás asustado, Seyton?
—No, pero tú sí deberías estarlo, Duff. Hay nueve hombres en esta habitación pero yo soy el único con experiencia en misiones de riesgo.
Lo dijo sin alzar la voz. Era un tipo delgado, fibroso y calvo. Duff no estaba seguro del tiempo que llevaba en la policía, solo de que había ejercido en tiempos de Kenneth. Duff había intentado deshacerse de Seyton. No es que tuviera nada concreto contra él, pero algo en su persona, algo que no lograba precisar, le provocaba un profundo malestar.
—¿Por qué no has movilizado a la Guardia Real, Duff?
—Cuanta menos gente esté involucrada…
—… con menos tendrás que compartir la gloria. Porque, si no me equivoco, o ese de ahí es un fantasma o se trata del mismísimo Sweno. —Seyton señaló con un movimiento de la cabeza la moto Indian Chief, que en ese instante se detuvo frente a la pasarela del Leningrado.
—¿Habéis visto a Sweno? —dijo una voz angustiada, procedente de la oscuridad que tenían a sus espaldas.
—Sí, y son una buena docena —dijo Seyton en voz alta sin apartar la vista de Duff—. Como mínimo.
—Joder —murmuró otro.
—¿No deberíamos llamar a Macbeth? —preguntó un tercero.
—¿Estás oyéndolo? —dijo Seyton—. Hasta tus propios hombres quieren que se haga cargo la Guardia Real.
—Cierra la boca —siseó Duff. Se volvió y apuntó con el dedo al cartel de la pared—. Aquí dice que el Glamis zarpará rumbo a Capitol el viernes a las seis de la tarde y que están buscando a un pinche de cocina. Aceptasteis participar en esta misión, pero os daré mi bendición si preferís embarcaros. Por lo visto, tanto el sueldo como la comida son mejores. Que levante la mano quien quiera enrolarse.
Entornando los ojos, Duff oteó en la oscuridad hacia las figuras inmóviles, sin rostro. Intentó interpretar su silencio. Ya se arrepentía de haberlos desafiado. ¿Y si alguno de ellos alzaba la mano? Solía evitar las situaciones en que se veía obligado a depender de otros, pero en ese momento necesitaba a todos los hombres que tenía delante. Su esposa acostumbraba decir que él prefería trabajar en solitario porque no le gustaban las personas. Quizá llevara algo de razón, pero probablemente se daba la situación inversa: era él quien no gustaba a la gente. No es que disgustara a todo el mundo, pero algo, tal vez de su personalidad, provocaba rechazo, aunque ignoraba qué. Era consciente de que su aspecto y la seguridad que tenía en sí mismo resultaban atractivos para un determinado tipo de mujer. Era educado, culto y más inteligente que la mayoría.
—¿Nadie? ¿En serio? Bien, entonces haremos lo que teníamos previsto, cambiando un par de cosillas. Seyton y sus tres hombres se dirigirán hacia la derecha en cuanto salgamos y cubrirán el final de la comitiva. Yo iré hacia la izquierda con los míos. Mientras que tú, Sivart, saldrás hacia la izquierda, te pondrás fuera del alcance de la luz, correrás formando un arco en la oscuridad para acceder por detrás a los Norse Riders y te colocarás sobre la pasarela para que nadie pueda escapar y subir al barco. ¿Entendido?
Seyton carraspeó.
—Sivart es el más joven y…
—El más rápido —lo interrumpió Duff—. No he pedido que me pusierais objeciones, me preguntaba si lo habíais comprendido. —Observó los rostros inexpresivos que tenía delante—. Lo tomaré por un sí. —Se dio la vuelta para volver a mirar por la ventana.
Un tipo bajo, de piernas arqueadas y con gorra de capitán, recorría oscilante la pasarela bajo una lluvia que no cesaba. Se detuvo frente al hombre de la moto roja. El piloto no se había quitado el casco, limitándose a levantar la visera, y tampoco había apagado el motor. Escuchaba al capitán con las piernas obscenamente abiertas sobre el asiento. Del casco asomaban dos largas trenzas rubias que llegaban hasta el escudo de los Norse Riders.
Duff respiró hondo, comprobó la pistola.
Lo peor era que Macbeth había telefoneado. Le habían dado el mismo chivatazo mediante una llamada anónima y había ofrecido a Duff su ayuda y la de la Guardia Real. Pero Duff la había rechazado, argumentando que solo se trataba de la recogida de un camión, y pidió a Macbeth que guardara silencio.
Por indicación del hombre del casco vikingo, otro de los motoristas se adelantó. Duff vio las insignias de sargento en la manga de su chupa de cuero cuando el motorista abrió un maletín ante el capitán. Este asintió, levantó la mano y un segundo después se oyó un chirrido de metal necesitado de aceite y se iluminó el brazo de la grúa, que giraba hacia el puerto.
—Casi es el momento —dijo Duff, cuya voz ya sonaba más firme—. Esperaremos a que la droga y el dinero hayan cambiado de manos y saldremos.
En la penumbra movieron la cabeza para asentir en silencio. Habían revisado el plan al detalle, pero habían previsto un máximo de cinco correos. ¿Quizá a Sweno le habían advertido de una posible acción policial? ¿Serían tantos por esa razón? No, en tal caso habrían anulado la operación.
—¿Lo hueles? —susurró Seyton a su lado.
—¿Oler qué?
—Su miedo. —Seyton había cerrado los ojos y las aletas de la nariz le temblaban.
Duff miró hacia la noche cargada de lluvia. ¿Les habría dicho que sí a Macbeth y a la Guardia Real en aquel momento? Se pasó los largos dedos por la cara, siguiendo la cicatriz en diagonal. Ya no merecía la pena pensarlo; debía hacerlo, siempre había tenido que hacerlo. Sweno estaba allí, ahora, y Macbeth y la Guardia Real estaban en sus casas, metidos en la cama.
Tumbado boca arriba, Macbeth bostezó. Oía la lluvia atronadora sobre su cabeza. Entumecido, se puso de lado.
Un hombre de cabello blanco levantó la lona y entró a gatas. Se sentó tiritando y maldiciendo en la oscuridad.
—¿Mojado, Banquo? —preguntó Macbeth poniendo las palmas de las manos en la rugosa tela asfáltica.
—Es una jodienda que un viejo machacado por la artritis tenga que vivir en este agujero lluvioso de ciudad. Debería haberme jubilado y trasladado al campo. Haberme hecho con una casita en Fife, o por ahí, sentarme en una terraza al sol, donde zumbaran las abejas y los pájaros trinaran.
—¿En lugar de un tejado en el muelle de los contenedores en plena noche? ¿Estás de broma?
Rieron por lo bajo.
Banquo encendió una linterna.
—Esto es lo que te quería enseñar.
Macbeth la cogió y apuntó hacia los dibujos que Banquo le tendía.
—Ahí tienes la Gatling. Es hermosa para ser una metralleta, ¿o qué?
—El problema no es la pinta, Banquo.
—Pues entonces enséñasela a Duncan. Explícale que a la Guardia Real le hace falta. Ahora.
Macbeth suspiró.
—No quiere.
—Explícale que mientras Hekate y los Norse Riders estén mejor armados que nosotros, perderemos. Explícale lo que una Gatling puede hacer. ¡Explícale lo que pueden hacer dos!
—Duncan no quiere propiciar una escalada del uso de las armas, Banquo. Creo que en parte debemos darle la razón. Desde que es director de la policía es cierto que hay menos tiroteos.
—Esta ciudad sigue despoblándose a causa de la delincuencia.
—Es un punto de partida. Duncan tiene un plan, y lo que quiere es bueno.
—Que sí, que sí, que estoy de acuerdo, Duncan es un buen hombre. —Banquo soltó un gemido—. Pero ingenuo. Con esta arma podríamos abrir algo de camino en la selva y…
Un leve golpe en la lona los interrumpió.
—Han empezado a descargar, jefe —dijo alguien que ceceaba un poco. Era el nuevo, el joven tirador de élite de la Guardia Real, Olafson. Sumando al igualmente joven Angus eran solo cuatro, pero Macbeth sabía que los veinticinco de la Guardia Real habrían aceptado sin dudar estar allí pasando frío con ellos.
Apagó la linterna, se la devolvió a Banquo e introdujo el dibujo en el bolsillo interior de la cazadora de cuero negra de la Guardia Real. Luego apartó la lona y se arrastró hasta el borde del tejado.
Banquo se deslizó a su lado.
Frente a ellos, sobre la cubierta del Leningrado, a la luz de los focos, flotaba un camión verde militar de aspecto prehistórico.
—Un ZIS-5 —susurró Banquo.
—¿De la guerra?
—No, señor. La «S» es de Stalin. ¿Qué opinas?
—Creo que los Norse Riders han traído más gente de lo que Duff esperaba. Está claro que Sweno está preocupado.
—¿Crees que sospecha que han dado el chivatazo a la policía?
—En ese caso no habría venido. Hekate le da miedo. Sabe que los ojos y los oídos de Hekate son más grandes que los nuestros.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Esperaremos a ver qué pasa. Tal vez Duff pueda con esto él solo. En ese caso no intervendremos.
—¿Estás diciéndome que has traído hasta aquí a estos chicos en plena noche para que miren?
Macbeth rio por lo bajo.
—Era una misión voluntaria y os advertí de que podría resultar aburrido.
Banquo negó con la cabeza.
—Tienes demasiado tiempo libre, Macbeth. Deberías formar una familia.
Macbeth abrió los brazos. Una sonrisa iluminó su barba y su ancho rostro oscuro.
—Los chicos y tú sois mi familia, Banquo. ¿Qué más puedo necesitar?
Olafson y Angus soltaron una risita, satisfechos, a sus espaldas.
—¿Cuándo se hará mayor este chaval? —murmuró Banquo desesperado, secando la mira telescópica del rifle Remington 700.
Bonus contemplaba la ciudad a sus pies. La cristalera iba del suelo al techo, y de no haber sido por las nubes bajas habría podido verla en toda su extensión. Alargó la copa de champán y uno de los dos jóvenes en pantalones de montar y guantes blancos se apresuró a rellenarla. Debería beber menos, lo sabía. Cada gota era costosa, pero no pagaba él. El médico le había comentado que un hombre de su edad debía empezar a reconsiderar su estilo de vida. Pero estaba tan bueno… Sí, era así de sencillo. Estaba tan bueno… Exactamente igual que las ostras y las colas de cigala. El sillón hondo y mullido. Y los chicos jóvenes. No es que los tuviera a su alcance, pero tampoco lo había pedido.
Habían ido a buscarlo en la recepción del Obelisco, lo habían conducido a la suite del ático con vistas al puerto, por un lado, y a la estación central, a la plaza de los Trabajadores y al casino Inverness y por el otro. Lo había recibido el hombre fornido de mejillas flácidas, sonrisa cálida, cabello oscuro y ondulado y la mirada helada. El hombre a quien llamaban Hekate. También la Mano Invisible: «invisible», puesto que muy poca gente lo había visto; «mano», porque la mayor parte de la gente de la ciudad se había sentido afectada de alguna manera por su actividad en los últimos diez años. O, mejor dicho, por su producto: una droga sintética que él mismo producía y que llamaban «poción». Lo que, según los cálculos no muy exactos de Bonus, le había convertido en uno de los cuatro hombres más ricos de la ciudad.
Hekate dio la espalda al telescopio montado junto a la ventana.
—Es difícil ver bien con esta lluvia —dijo.
Alargó los tirantes de sus pantalones de montar y sacó una pipa del bolsillo de la chaqueta de tweed que colgaba del respaldo de la silla. Bonus pensó que si hubiera sabido que debían tener el aspecto de una partida de caza inglesa, habría elegido otra cosa que no fuera un traje anodino y corriente.
—Pero al menos la grúa está en movimiento, señal de que están descargando. ¿Te ceban a tu gusto, Bonus?
—Un pienso excelente —respondió Bonus tomando otro trago de champán—. Debo admitir que no estoy muy seguro de qué celebramos exactamente. ¿Y por qué puedo participar en ello?
Hekate se echó a reír, levantó el bastón y señaló la ventana.
—Estamos celebrando las vistas, mi querido pez. Como pez rémora solo tienes oportunidad de ver la panza del mundo.
Bonus sonrió. No se le ocurriría protestar por la manera como Hekate se refería a él. Aquel hombretón tenía demasiado poder para hacerle favores y otras cosas no tan buenas.
—El mundo es más hermoso visto desde aquí arriba —prosiguió Hekate—. No más verdadero, pero sí más hermoso. Y estamos celebrando eso, claro. —El bastón apuntaba hacia la grúa.
—¿Y eso es…?
—La mayor partida que se haya introducido nunca, querido Bonus. Cuatro toneladas y media de anfetamina pura. Sweno ha apostado todo lo que tiene su club y un poco más. Lo que ves ahí abajo es a un hombre que se ha jugado todo a una carta.
—¿Por qué?
—Porque está desesperado, naturalmente. Ve que el producto turco y mediocre de los Riders pierde por goleada contra mi droga casera. Una partida de anfetamina de ese tamaño y pureza procedente de estados soviéticos, el descuento por volumen y la reducción de los costes del transporte por kilo, les permitirá competir tanto por precio como por calidad. —Hekate clavó el bastón en la gruesa moqueta, acarició la empuñadura dorada—. Ha sido una buena idea de Sweno y, si tiene éxito, bastará para torpedear el equilibrio de poderes en esta ciudad. Así que brindemos por nuestro digno rival.
Levantó la copa y Bonus, obediente, hizo lo mismo. Pero cuando iba a llevársela a la boca, Hekate se detuvo, observó su copa con expresión asombrada, señaló algo y se la devolvió al chico, que se apresuró a sacarle brillo con el guante.
—Para desgracia de Sweno —prosiguió Hekate—, es difícil encargar una partida de esa cuantía de un proveedor nuevo sin que otros del sector se enteren. Lamentablemente, parece que ese «alguien» le ha dado a la policía un soplo anónimo pero fidedigno sobre dónde y cuándo.
—¿Tú, por ejemplo?
Hekate sonrió con ironía, aceptó la copa, giró su ancho trasero hacia Bonus y se inclinó hacia el telescopio.
—En este momento están depositando el camión en el suelo.
Bonus se levantó y se acercó a la ventana.
—Dime, ¿por qué no atacas a Sweno en lugar de ser un mero espectador? Así, además de librarte de tu único competidor, te harías con cuatro toneladas y media de anfetamina de la buena que podrías vender en la calle por… ¿cuántos millones?
Hekate bebió un trago de su copa de champán sin apartar el ojo del telescopio.
—Krug —dijo—. Se supone que es el mejor champán, así que es el único que bebo. Pero ¿quién sabe? Si sirvieran otro tal vez me gustara y cambiara de marca.
—¿No quieres que el mercado pruebe más que tu poción?
—El capitalismo es mi religión y el libre mercado, mi fe. Pero todos tenemos derecho a seguir nuestros impulsos y luchar por el monopolio del poder global. Y es el deber de la sociedad combatirnos. Solo cumplimos con nuestro papel, Bonus.
—Amén.
—¡Chist! Están entregando el dinero. —Hekate se frotó las manos—. Empieza la función…
Duff se encontraba junto a la puerta con la mano en el pomo, oyendo su propia respiración, mientras intentaba mantener contacto visual con sus hombres. Estaban alineados en la estrecha escalera que quedaba a sus espaldas. Ocupados en lo suyo. En quitar el seguro del arma. En dar un último consejo al compañero de al lado. En la última plegaria.
—¡Han entregado el maletín! —gritó Seyton desde la primera planta.
—¡Ahora! —gritó Duff, empujó la puerta y se pegó a la pared.
Los hombres se abrieron paso por su lado hacia la oscuridad. Duff los siguió. Sintió la lluvia en la cabeza. Vio figuras en movimiento. Vio un par de las motos sin vigilar. Se llevó el megáfono a la boca.
—¡Policía! ¡Quietos! ¡Manos arriba! Repito, policía, quietos…
El primer disparo rompió el cristal de la puerta, el segundo le mordió el interior del muslo. Luego se oyó un ruido similar al que producían sus hijos cuando hacían palomitas los sábados por la noche. Metralletas. Joder.
—¡Disparad! —gritó Duff. Tiró el megáfono, se lanzó al suelo boca abajo, intentó apuntar con la pistola al frente y se dio cuenta de que había aterrizado en un charco.
—No —susurró una voz a su lado. Duff levantó la vista. Era Seyton. Estaba inmóvil, con la escopeta colgando a un lado. ¿Saboteaba la misión? ¿Era un…?
—Tienen a Sivart —susurró Seyton.
Duff pestañeó para quitarse el agua del charco de los ojos y enfocó a un Norse Rider con la mira. El hombre estaba sentado tranquilamente en la moto con el arma levantada hacia ellos sin disparar. ¿Qué cojones pasaba?
—Si nadie mueve ni un jodido dedo, esto va a ir de puta madre.
La voz profunda llegaba del exterior del círculo de luz y no precisaba de megáfono alguno.
Lo primero que vio Duff fue la moto Indian Chief vacía. Luego las dos siluetas que se fundían en la oscuridad. Los cuernos que asomaban del casco del más alto de ellos. La figura que sujetaba frente a su cuerpo era una cabeza más baja que él, con posibilidades de acortarse una cabeza más. La hoja del sable que Sweno sujetaba contra el cuello del joven agente Sivart lanzaba destellos.
—Lo que va a pasar —atronó la voz profunda de Sweno por la abertura de la visera— es que vamos a coger nuestros trastos y marcharnos. Tranquilamente. Dos de mis hombres se quedarán aquí y se asegurarán de que nadie haga tonterías, como por ejemplo intentar seguirnos. ¿Entendido?
Duff hizo amago de ponerse de pie.
—Si yo fuera tú, me quedaría en el barro, jefe —susurró Seyton—. Ya la has jodido bastante.
Duff tomó aire. Lo soltó. Volvió a respirar. Joder. ¡Joder!
—¿Y bien? —dijo Banquo haciendo un barrido con la mira redonda de los prismáticos por los personajes del puerto.
—Parece que vamos a poner en marcha a nuestros jóvenes, a pesar de todo —dijo Macbeth—. Pero todavía no. Primero dejaremos que Sweno y su gente abandonen el escenario.
—¿Cómo? ¿Vamos a dejarles escapar con el camión y todo?
—No he dicho eso, querido Banquo. Pero si empezamos ahora, provocaremos un baño de sangre ahí abajo. ¿Angus?
—Sí, jefe —respondió enseguida el joven de intensa mirada azul, una cara inocente en la que todos sus sentimientos se plasmaban al momento y largo pelo rubio que ningún otro jefe que no fuera Macbeth hubiera consentido.
Macbeth sabía que Angus y Olafson contaban con la formación necesaria; ahora solo necesitaban más experiencia en el mundo real. Sobre todo, Angus necesitaba hacerse fuerte. En la entrevista de trabajo Angus había explicado que dejó los estudios de teología cuando se dio cuenta de que Dios no existía, que los seres humanos solo pueden redimirse a sí mismos y entre ellos, y que debía ser policía y no sacerdote. Para Macbeth era razón suficiente; además, le gustaba su actitud valiente, que el chico asumiera las consecuencias de sus creencias. Pero Angus también necesitaba aprender a controlar sus sentimientos, asumir que en la Guardia Real eran pragmáticos, hombres de acción, la mano de obra de la ley. Que eran otros los que debían ocuparse de meditar sobre los acontecimientos.
—Baja por detrás, coge el coche y espera junto a la puerta trasera.
—Voy —dijo Angus, que se puso de pie y desapareció.
—¿Olafson?
—¿Sí?
Macbeth le miró de soslayo. La boca siempre entreabierta, el ceceo, los ojos entornados y las notas de la Academia de Policía hicieron que Macbeth dudara cuando Olafson se presentó ante él para rogarle que lo transfiriera a la Guardia Real. Pero el chaval quería ese traslado, y Macbeth había decidido darle una oportunidad, de la misma manera que se la habían dado a él años atrás. Porque Macbeth necesitaba un tirador de élite en quien confiar y, a pesar de que Olafson no destacaba en las asignaturas teóricas, era un tirador de enorme talento.
—En la última prueba de tiro batiste el récord de hace veinte años del que está ahí tumbado —dijo Macbeth, señalando con la cabeza a Banquo—. Enhorabuena, es una jodida hazaña. ¿Sabes lo que eso significa aquí y ahora?
—Eh… no, jefe.
—Bien, porque no quiere decir nada. Lo que harás ahora es mirar y escuchar al agente Banquo y aprender. Tú no eres el héroe del día. Eso ya llegará. ¿Entiendes?
Olafson movió el labio y la floja mandíbula inferior, pero estaba claro que no era capaz de acertar con una respuesta, así que se limitó a asentir.
Macbeth pasó una mano por los hombros del chico.
—¿Aun así estás un poco nervioso?
—Un poco, jefe.
—Es normal. Intenta relajarte. Y una cosa más, Olafson.
—¿Sí?
—No falles.
—¿Qué pasa? —preguntó Bonus.
—Sé lo que va a pasar —dijo Hekate irguiendo la espalda y apartando del puerto la mira del telescopio—. Así que esto no me hace falta.
Se sentó junto a Bonus, el cual ya se había fijado en que solía hacerlo. Sentarse a tu lado en lugar de frente a ti, como si no le gustara que lo miraran directamente.
—¿Han cogido a Sweno y las anfetaminas?
—Al contrario: Sweno ha cogido a uno de los hombres de Duff.
—¿Qué? ¿No estás preocupado?
—Nunca apuesto a un solo caballo, Bonus. Me preocupa más la visión de conjunto. ¿Qué opinas del director de la policía Duncan?
—¿De esa promesa suya de que te capturará?
—Eso no me quita el sueño precisamente, pero ha reemplazado a varios de mis antiguos colaboradores en la policía, lo que ya ha originado problemas en los mercados. Venga, tú conoces bien a la gente. Lo has visto, lo has oído. ¿Es tan incorruptible como dicen?
Bonus se encogió de hombros.
—Todo el mundo tiene un precio.
—Tienes razón, pero no siempre es dinero. No todo el mundo es tan simple como tú.
Bonus pasó por alto el insulto, pues no le pareció que lo fuera.
—Para saber cómo sobornar a Duncan hay que saber qué quiere.
—Duncan quiere servir al rebaño —dijo Hekate—. Ganarse a la ciudadanía. Que le erijan una estatua que no haya encargado él.
—Es difícil. Es más fácil comprar a plagas destructoras como nosotros que a pilares de la sociedad como Duncan.
—Aciertas con los sobornos, pero te equivocas con las plagas y los pilares.
—¿Y eso?
—Los cimientos del capitalismo, querido Bonus. El esfuerzo del individuo por enriquecerse beneficia a la sociedad. Es un proceso puramente mecánico y ocurre sin que reflexionemos sobre ello. Tú y yo somos los pilares de la comunidad, no los idealistas desorientados como Duncan.
—¿Lo dices en serio?
—Lo opinaba el filósofo de la moral Adam Hand.
—¿Que producir y distribuir droga es prestar un servicio social?
—Que todo aquel que cubre una demanda contribuye a construir una sociedad. La gente como Duncan, que quiere regular y limitar, a la larga nos perjudica a todos. ¿Cómo podemos volver inofensivo a Duncan por el bien de la ciudad? ¿Cuál es su punto débil? ¿Sexo, drogas, algún secreto de familia?
—Te agradezco tu confianza, Hekate, pero de verdad que no tengo ni idea.
—Pues qué pena —dijo Hekate golpeando el bastón con suavidad en la moqueta mientras observaba al joven que se esforzaba en abrir otra botella de champán—, porque he empezado a sospechar que Duncan solo tiene un punto débil.
—¿Cuál?
—La duración de su vida.
Bonus dio un respingo en la silla.
—Espero de verdad que no me hayas invitado a venir para pedirme que…
—De ninguna manera, querido pececito, dejaré que sigas inmóvil en el lodo.
Bonus suspiró aliviado contemplando cómo el jovencito le quitaba la redecilla metálica al tapón.
—Pero —continuó Hekate— estás dotado de la falta de escrúpulos, de fidelidad e influencia que te da poder sobre las personas a quienes necesitas controlar. Espero contar contigo cuando sea necesario. Que puedas ser mi mano invisible.
Se oyó una explosión.
—Parece que ya salió —rio Bonus, poniendo la mano en las lumbares del chico, que intentaba que la mayor parte del desbocado champán cayera en las copas.
Duff permanecía inmóvil, tumbado sobre el asfalto. A su lado, los hombres estaban igualmente quietos observando cómo los miembros de los Norse Riders, que se encontraban a menos de diez metros de distancia, se preparaban para marcharse. Sivart y Sweno se hallaban en la oscuridad, fuera del haz luminoso, pero Duff veía agitarse el cuerpo del joven agente, preso del terror, y la hoja del sable de Sweno apoyada contra el cuello de Sivart. Duff se daba cuenta de que la más mínima presión o movimiento abriría la piel, la arteria, vaciaría al chico de sangre en unos segundos. Al pensar en las consecuencias, también fue presa del terror. No solo porque la sangre de uno de sus subordinados pudiera manchar sus manos y su currículum, sino también por cómo la misión que había organizado por su cuenta fuera a irse al infierno justo ahora, poco antes de que el director de la policía eligiera al jefe de la sección del Crimen Organizado.
Sweno hizo una seña con la cabeza en dirección a uno de los Norse Riders, que se bajó de la moto, se situó detrás de Sivart y le apuntó en la sien con una pistola. Sweno se bajó el visor del casco, salió a la luz, habló con el hombre que llevaba galones de sargento en la cazadora de piel, pasó la pierna sobre su moto, saludó llevándose dos dedos al casco y se deslizó por el puerto. Duff tuvo que controlarse para no dispararle. El Sargento dio unas órdenes y unos segundos después los motores rugieron en la noche. Solo quedaron dos motos vacías, cuando el resto siguió a Sweno y al Sargento.
Duff se dijo que no debía dejarse llevar por el pánico, que tenía que pensar. Respirar, pensar. En el muelle había aún cuatro hombres de los Norse Riders. Uno de ellos estaba a la sombra de Sivart, otro a la luz y los mantenía a raya con una metralleta, una AK-47. Dos hombres, probablemente los que iban de paquete, se montaron en el camión. Duff oyó el largo y forzado zumbido del motor cuando hicieron girar la llave y por un segundo tuvo la esperanza de que el viejo monstruo de hierro no fuera a arrancar. Cuando un primer gruñido de poca intensidad se transformó en un rugido sonoro y persistente soltó una maldición. El camión se puso en movimiento.
—¡Les daremos diez minutos! —gritó el hombre de la metralleta—. Así que pensad en algo agradable mientras tanto.
Duff fijó la mirada en las luces traseras del camión, que se desvanecía poco a poco en la oscuridad. ¿Algo agradable? No solo se alejaban de él cuatro toneladas y media de droga junto al que tendría que haber sido el mayor arresto desde la guerra, pues de nada servía que supieran que eran Sweno y sus hombres a quienes habían tenido delante, mientras no pudieran afirmar ante el jurado y el juez que habían visto sus caras y no solo catorce jodidos cascos. ¿Algo agradable? Duff cerró los ojos.
Sweno.
Haberlo tenido allí, al alcance de la mano. ¡Joder, joder, joder!
Aguzó el oído. Quería oír algo, lo que fuera. Pero cuanto se oía era el susurro absurdo de la lluvia.
—Banquo tiene a tiro al tipo que sujeta al chico —dijo Mac­beth—. ¿Tienes al otro, Olafson?
—Sí, jefe.
—Debéis disparar a la vez. Cuenta atrás desde tres. ¿Banquo?
—Necesito más luz sobre la diana. O un ojo más joven. Ahora mismo podría darle al chico.
—Mi diana tiene muchísima luz —susurró Olafson—. Podríamos cambiar.
—Si fallamos y el chico de ahí abajo muere, es mejor que sea Banquo quien falle. Banquo, ¿cuál crees que es la velocidad máxima que puede alcanzar un vehículo estalinista de esos cargado hasta los topes?
—Mmm… ¿Sesenta, quizá?
—Bien, aun así empezamos a ir mal de tiempo si queremos hacer el trabajo completo. Tendremos que improvisar un poco.
—¿Tienes intención de probar con tus dagas?
—¿A esta distancia? Gracias por la confianza. No, ahora verás, viejo. Verás.
Banquo apartó la vista del objetivo y descubrió que Macbeth se había puesto de pie y estaba impulsándose desde la barra de la farola que salía de la azotea. Las venas del fuerte cuello de Macbeth se marcaban, sus dientes brillaban en lo que Banquo no era capaz de determinar si era una sonrisa o una mueca. Esa barra estaba atornillada para que resistiera vientos iracundos del noroeste ocho de los doce meses del año. Pero Banquo ya había visto a Macbeth sacar un coche de una cuneta nevada.
—Tres… —gimió Macbeth.
Los dos primeros tornillos saltaron de la placa de hierro.
—Dos…
La barra se soltó y el cable se desprendió de la pared de un tirón.
—Uno.
Macbeth apuntó la farola hacia la pasarela.
—¡Ahora!
Se oyeron dos trallazos. Duff abrió los ojos a tiempo de ver cómo el hombre de la metralleta caía hacia delante sin poner las manos a modo de protección e impactaba con el casco de frente contra el suelo.
El lugar donde estaba el agente Sivart se había iluminado y ahora Duff veía con claridad a él y al hombre que tenía detrás. Ya no apuntaba a la sien de Sivart con una pistola, sino que tenía la barbilla apoyada en su hombro. A la luz Duff también pudo ver el agujero de la visera. Como si fuera una medusa, se resbaló por la espalda de Sivart hasta quedar tendido en el suelo.
Duff se volvió.
—¡Aquí arriba, Duff!
Se protegió los ojos. Una risa resonó tras la luz cegadora y la sombra de un hombre gigantesco se proyectó sobre el muelle.
Con la risa bastaba.
Macbeth. Por supuesto que era Macbeth
fUENTE:

Características


  • Título del libroMacbeth
  • AutorJo Nesbo
  • IdiomaEspañol
  • EditorialLumen
  • FormatoPapel
  • Género del libroLiteratura y ficción
  • Tipo de narraciónNovela
  • ISBN9788426405043

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