miércoles, 27 de noviembre de 2019

AYN RAND. EL MANANTIAL. FRAGMENTO.


Ayn Rand, seudónimo de Alisa Zinóvievna Rosenbaum (San Petersburgo, Imperio ruso, 2 de febrero de 1905 ` Nueva York, Estados Unidos, 6 de marzo de 1982), filósofa y escritora estadounidense de origen ruso, ampliamente conocida por haber escrito los bestsellers El manantial y La rebelión de Atlas, y por haber desarrollado un sistema filosófico al que denominó «objetivismo».

Era la mayor de tres hermanas de una familia judía, cuyos padres no eran practicantes de esta religión. Desde muy joven sintió un fuerte interés por la literatura y por el arte cinematográfico. Aprendió francés y estudió Filosofía e Historia en la Universidad de San Petersburgo.

En 1924 comenzó a estudiar en el Instituto Estatal de Artes Cinematográficas. Allí siguió escribiendo historias cortas, guiones y anotaciones esporádicas en su diario, en el que expresaba ideas intensamente antisoviéticas. Detestaba a Rusia, sobre todo desde la revolución de 1917, que había expropiado a su padre su negocio de farmacia y empeorado aún más sus condiciones de vida. Conociendo Nueva York por las películas estadounidenses, Ayn Rand tenía muy claro que quería emigrar a los Estados Unidos. Años más tarde escribió Los que vivimos, un relato de primera mano de esos años y de la atmósfera de la Rusia de entonces, sobre el cual dijo: «Es lo más cercano a una autobiografía que haya escrito nunca».

A finales de 1925, Ayn Rand consiguió un visado para abandonar el país y visitar a parientes suyos ya establecidos en Estados Unidos, a donde llegó en febrero de 1926, con 21 años. Estuvo un tiempo en casa de sus parientes en Chicago. Más tarde se trasladó a Hollywood, donde aceptaba cualquier tipo de trabajo para pagar sus gastos básicos. Casualmente conoció allí a Cecil B. De Mille, quien se interesó por esta rusa recién llegada a Estados Unidos y fascinada por el mundo del cine. Cecil B. De Mille le mostró el funcionamiento básico de un estudio de cine y le ofreció trabajo como extra, que Ayn Rand aceptó. Conoció, además, al que sería su marido el resto de su vida: el también actor Frank O`Connor, con quien se casó en 1929.

En 1931 Ayn Rand adquirió la ciudadanía de los Estados Unidos de América. Murió en 1982. Está enterrada junto a su marido en el cementerio de Valhalla (Estado de Nueva York).
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El manantial es una novela de 1943 de la filósofa-escritora Ayn Rand. Fue el primer gran éxito de Ayn Rand, a quien el libro primero y la película (1949) después hicieron rica y famosa.

Además de dedicar el libro a su marido, Frank O´Connor, Ayn Rand también se lo dedicó a `la noble profesión de la arquitectura`, escogiendo la arquitectura por la analogía que ofrecía con sus ideas: La supremacía del ego, y el individualismo y el egoísmo como virtudes.

El libro fue rechazado por 12 editores, hasta ser publicado en la editorial Bobbs Merill. Su título es una referencia a una cita de Ayn Rand: `El ego del hombre es el manantial del progreso humano`.
RECOPILADOR:
DR. ENRICO PUGLIATTI

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(Fragmento).


Ayn Rand
EL MANANTIAL


PRIMERA PARTE

PETER KEATING


Howard Roark se echó a reír.
Estaba desnudo, al borde de un risco. Abajo, a mucha distancia, yacía el lago. Las rocas se elevaban hacia el cielo sobre las aguas inmóviles, como una explosión de granito que se hubiese helado en su ascensión. El agua parecía inmutable; la piedra, en movimiento. Pero la piedra tenía la detención que se produce en ese breve momento de la lucha en que los antagonistas se encuentran y los impulsos se detienen en una pausa más dinámica que el movimiento. La piedra relucía bañada por los rayos del sol. El lago era solamente un delgado anillo de acero que cortaba las rocas por la mitad. Las rocas continuaban, inalterables, en la profundidad. Comenzaban y terminaban en el cielo. De manera que el mundo parecía suspendido en el espacio, semejando una isla que flotara en la nada, anclada a los pies del hombre que estaba sobre el risco.
Su cuerpo se recortaba contra el cielo. Era un cuerpo de líneas y ángulos largos y rectos, pues cada curva se quebraba en planos. Estaba de pie, rígido, con las manos colgándole a los costados y las palmas vueltas hacia fuera. Tenía la sensación de que sus omóplatos estaban estrechamente juntos, sentía la curva de su cuello y percibía el peso de la sangre en las manos. Sentía el viento atrás, en el hueco de la espina dorsal. El viento agitaba sus cabellos contra el cielo. Su cabello no era rubio ni rojo; tenía el color exacto de las naranjas maduras.
Reía de las cosas que le habían ocurrido aquella mañana y de las que después tenía que afrontar. Sabía que los días venideros serían difíciles, que tendría que enfrentarse con varios problemas y preparar un plan de acción. Pero también sabía que no necesitaría pensar, porque todo estaba ya suficientemente claro para él, porque hacía tiempo que había dispuesto el plan y porque necesitaba reírse.
Trató de pensar en ello. Pero lo olvidó. Estaba contemplando el granito. Cuando sus ojos se detenían atentamente en el mundo que lo circundaba, no reía. Su rostro era como una ley de la Naturaleza, algo imposible de discutir, alterar o conmover. Tenía pómulos pronunciados que se levantaban sobre las mejillas, hundidas y descarnadas; ojos grises, fríos y fijos; boca despectiva, firmemente cerrada, boca de santo o de verdugo.
Miró el granito. "Hay que cortarlo —se dijo— y transformarlo en paredes." Miró un árbol: "Hay que partirlo y transformarlo en cabrias." Contempló una estría de herrumbre de la piedra y pensó en las vetas de hierro que existían debajo del suelo. "Hay que fundirlo en vigas —se dijo—; en vigas que se levanten hasta el cielo."
"Estas rocas están aquí para que yo haga uso de ellas —prosiguió diciéndose—. Están esperando el barreno, la dinamita, y que mi voz dé la orden; están esperando que las arranquen, que las corten, que las machaquen, que las rehagan; están esperando la forma que les darán mis manos."
Después meneó la cabeza porque recordó lo sucedido por la mañana y pensó en las numerosas cosas que tenía que hacer. Avanzó hacia la orilla, levantó los brazos y se zambulló en el cielo que yacía abajo.
Cortó rectamente el lago en dirección a la parte opuesta de la costa, y llegó a las rocas donde había dejado su ropa. Miró con pesadumbre en torno. Durante tres años, desde que vivía en Stanton y siempre que tenía momentos libres, lo que ocurría a menudo, iba allí para pasar el tiempo, para nadar, para descansar, para meditar y sentirse solo y animado. En su nueva libertad, lo primero que deseó fue ir allá, porque sabía que ya no podría volver a hacerlo. Aquella mañana había sido expulsado de la Escuela de Arquitectura del Instituto Tecnológico de Stanton.
Se puso la ropa: pantalones viejos de dril ordinario, sandalias, una camisa de manga corta a la que le faltaban casi todos los botones. Descendió por una estrecha senda, entre cantos rodados, hacia un camino que a su vez conducía a la carretera por una verde cuesta.
Andaba rápidamente, con movimientos desenvueltos y descuidados. Descendía por el largo camino, bajo el sol. A lo lejos y al frente, en la costa de Massachussets, extendíase Stanton, ciudad pequeña que parecía no tener otra misión que alojar la joya de su existencia; el gran instituto, que se erguía más lejos, sobre una colina.
El término municipal de Stanton comenzaba con un basurero, un montículo gris de desperdicios que se levantaba sobre la hierba y humeaba débilmente. Envases de latas brillaban al sol. Yendo por la carretera, más allá de las primeras casas, se encontraba una iglesia. La iglesia era un monumento gótico de ripia pintada de color azul paloma, y tenía gruesos contrafuertes de madera que no sostenían nada, ventanales con vidrieras de colores y pesadas tracerías que imitaban la piedra.
A partir de allí comenzaban las largas calles orilladas de césped. Más allá del césped se veían casas de madera que torturaban todas las formas: complicadas con gabletes, torrecillas y buhardillas; con porches sobresalientes; aplastadas bajo enormes techos en declive. Blancas cortinas flotaban en las ventanas. Recipientes con basura, llenos hasta el tope, veíanse junto a las puertas. Un viejo perro pequinés estaba echado sobre una almohada, en el escalón de una puerta, soltando babas. Unos pañales tendidos revoloteaban al viento sobre las columnas de un pórtico.
Cuando Howard Roark pasaba, la gente se volvía para observarlo. Algunos clavaban la vista en él, con súbito resentimiento. No podían explicar por qué lo hacían; era una especie de instinto que su presencia despertaba en la mayoría de las personas. Howard Roark no veía a nadie. Las calles estaban desiertas para él. Hubiera podido caminar desnudo por ellas sin que le importase un bledo.
Cruzó el corazón de Stanton, un amplio espacio verde rodeado de los escaparates de las tiendas. En ellas exhibíanse nuevos carteles que anunciaban: "¡Bienvenido el curso del 22! ¡Felicidad, curso del 22!" Aquella tarde se realizaba la colación de grados del curso del 22 del Instituto Tecnológico de Stanton.
Roark tomó por una calle lateral donde, al final de una larga fila de casas, sobre una verde barranca, aparecía la de la señora Keating. Él era huésped de ella desde hacía tres años.
La señora Keating se encontraba en el porche dando de comer a una pareja de canarios, encerrados en una jaula que pendía sobre la balaustrada. Su regordeta mano se detuvo en el aire apenas lo vio llegar. Lo observó con curiosidad y trató de dar a su boca una expresión de lástima, pero únicamente logró poner de manifiesto el esfuerzo que estaba haciendo.
Howard Roark cruzaba el porche sin advertir su presencia. Ella lo detuvo.
—¡Señor Roark!
—¿Qué?
—Señor Roark, lamento lo... —dijo, titubeando con gazmoñería—, lo que pasó esta mañana.
—¿Qué pasó?
—Su expulsión del Instituto. No puedo decirle cuánto lo lamento. Quisiera tan sólo que usted supiera que lo siento.
Se quedó mirándola, pero ella sabía que no la veía. "No —se dijo—, no es que no me vea. Él miraba siempre fijamente a las personas, y sus infames ojos nunca omitían nada; quería hacer sentir a todo el mundo que para él era como si no existiesen. De ese modo se quedó mirando, sin querer contestar.
—Lo que digo —continuó ella— es que si uno sufre en el mundo es siempre a causa de un error. Ahora, naturalmente, usted tendrá que dejar la carrera de arquitecto. ¿No es verdad? Pero un hombre joven puede ganarse la vida decentemente siendo empleado, comerciante o cualquier otra cosa.
Él intentó irse.
—¡Ah, señor Roark! —volvió ella a llamarlo.
—¿Qué?
—El decano llamó por teléfono mientras usted estaba fuera.
Durante un momento la mujer tuvo esperanzas de que él demostrase una emoción, y una emoción equivaldría a verlo derrotado. No sabía por qué razón siempre había sentido ganas de verlo derrotado.
—¿Sí? —preguntó.
—El decano —repitió con alguna vacilación, buscando el tono apropiado para producir efecto—, el decano mismo por intermedio de su secretaria.
—¿Sí?
—La secretaria rogó que le dijese que el decano necesitaba verlo apenas usted llegase.
—Gracias.
—¿Para qué supone que lo necesita ahora?
Él había dicho: "No sé"; pero a ella le pareció oír claramente: "Me importa un bledo"; y lo contempló sorprendida.
—A propósito —agregó—; Peter se gradúa hoy. Lo dijo sin intención aparente.
—¿Hoy? ¡Ah, sí!
—Hoy es un gran día para mí. Cuando pienso cómo me he esclavizado y he ahorrado para que el muchacho pudiera ir al colegio... Y no es que me queje. Peter es un muchacho brillante.
Se echó hacia atrás. Su robusto cuerpecito estaba tan ceñidamente encorsetado bajo los pliegues almidonados de su traje de algodón, que daba la impresión de que la gordura le reventase por las muñecas y los tobillos.
—Naturalmente —continuó con rapidez, retomando con ansiedad su tema favorito—, no soy tampoco de las que se jactan. Cada uno está en el lugar que le corresponde. Observe usted a Peter de ahora en adelante. No soy de las que quieren que su hijo se mate trabajando, y por mi parte, daré gracias al Señor por cualquier éxito que tenga en su carrera; pero si este muchacho no llega a ser el más grande arquitecto de los Estados Unidos, su madre querrá saber el porqué.
Howard hizo un ademán de irse.
—¡Pero estoy entreteniéndole con mi charla! —dijo jovialmente—. Usted tiene prisa; ha de cambiarse y salir corriendo. El decano lo está esperando.
Se quedó mirándolo a través de la puerta, de tela metálica, observando cómo se movía su flaca figura por el vestíbulo rígidamente pulcro. Cuando él andaba por la casa, ella experimentaba un vago sentimiento de aprensión, como si temiese que repentinamente se abalanzara para destrozar sus mesas de café, sus vasos chinos, sus fotografías con marcos, aunque él nunca había demostrado tener tales inclinaciones. Pero, sin saber por qué, ella continuaba esperando que la catástrofe sobreviniera.
Roark subió la escalera y se dirigió a su habitación. Era una pieza ancha y luminosa a causa del brillo limpio de las paredes blanqueadas. La señora Keating nunca tuvo, realmente, la impresión de que Roark viviera allí. Él no había agregado ni un solo objeto a los muebles imprescindibles que ella había colocado; ni cuadros, ni gallardetes, ni un alegre toque humano. No había llevado nada más que su ropa y sus dibujos; tenía poca ropa y demasiados dibujos; estos últimos estaban colocados en alto, en un rincón. A veces ella pensaba que eran los dibujos y no un hombre los que vivían allí.
Roark se encaminó hacia los dibujos. Eran lo primero que iba a empaquetar. Levantó uno, después el siguiente. Después otro. Se quedó contemplando las grandes hojas. Eran bosquejos de edificios que nunca habían existido sobre la faz de la tierra. Eran como las primeras casas edificadas por los primeros hombres, que nunca habían tenido noticia de la existencia anterior de edificios. No había nada que decir de ellas, salvo que cada construcción era inevitablemente lo que debía ser. No daban la impresión de que el dibujante se hubiese puesto a meditar concienzudamente en ellas, juntando puertas, ventanas y columnas según el dictado de su capricho o según se lo prescribieran los libros. Parecía como que los edificios hubiesen brotado de la tierra por obra de alguna fuerza viviente, completos, inalterables, correctos. La mano que había dibujado las líneas con trazos finos, de lápiz tenía todavía mucho que aprender; pero ninguna línea parecía superflua, ninguno de los planos exigidos había sido omitido. Las construcciones eran severas y simples, pero cuando se las analizaba detenidamente se comprendía qué trabajo, qué complejidad de método, qué tensión de pensamiento habrían sido precisos para obtener esa simplicidad. Ni el más simple detalle obedecía a una regla. Los edificios no eran clásicos ni góticos ni renacentistas. Eran solamente Howard Roark.
Se quedó mirando un bosquejo. Era uno que no le gustaba. Había nacido de uno de los ejercicios que se imponía a sí mismo, fuera de su trabajo escolar, con frecuencia. Cuando encontraba un terreno especial y se detenía a pensar qué construcción se le podía adaptar, se dedicaba a realizar ejercicios semejantes. Había pasado noches enteras con la vista fija en aquel croquis, preguntándose qué había omitido. Mirándolo ahora, distraídamente, notó el error que había cometido. Lo arrojó sobre la mesa, se inclinó sobre él y trazó líneas rectas en el prolijo dibujo. Se detenía de vez en cuando y lo contemplaba, apretando el papel con las yemas de los dedos, como si sus manos asiesen el edificio. Sus manos tenían dedos largos, venas duras, articulaciones y muñecas prominentes.
Una hora después oyó un golpe en la puerta.
—Entre —masculló, sin suspender el trabajo.
—Señor Roark —suspiró la señora Keating, mirándolo fijamente desde el umbral—, ¿qué diablos está haciendo usted?
Él se volvió tratando de recordar quién era ella.
—¿Qué me dice del decano? —se lamentó—. Del decano, que lo está esperando.
—¡Áh, sí! —dijo Roark—. Me había olvidado. La señora Keating preguntó sorprendida:
—¿Se había... olvidado?
—Sí.
Había un timbre de sorpresa en su voz, algo así como la extrañeza ante la sorpresa de ella.
—Bueno; todo lo que puedo decir —agregó, sofocada— es que usted se lo merece. Se lo merece. ¿Y cómo espera tener tiempo de verlo si la distribución de los diplomas empieza a las cuatro y media?
—Iré al instante, señora Keating.
No era solamente la curiosidad lo que la impulsaba a intervenir; era el secreto temor de que la sentencia del Consejo fuese revocada. Howard se marchó hacia el cuarto de baño, situado al final del vestíbulo. Ella le vio lavarse las manos y echarse el cabello hacia atrás para darle apariencia de peinado. Empezó a bajar la escalera, antes de que ella comprendiera que se marchaba.
—Señor Roark —dijo con sonidos entrecortados, indicando su ropa—, ¿piensa ir "así"?
—¿Por qué no?
—Pero ¡se trata de "su decano"!
—Ya no lo es.
Pensó, estupefacta, que él decía aquello como si se sintiera realmente feliz.
El Instituto Tecnológico de Stanton estaba situado en una colina. Sus muros almenados se elevaban como una corona sobre la ciudad que se extendía abajo. Parecía una fortaleza medieval, con su catedral gótica injertada en la parte, anterior. La fortaleza, con fuertes paredes de ladrillos, convenía al propósito para el cual había sido hecha; pocas aberturas, con el ancho suficiente para los centinelas; terraplenes para que los arqueros pudiesen ocultarse para defenderla, y torrecillas en los ángulos para arrojar desde ellas aceite hirviendo sobre el atacante, siempre que tal eventualidad pudiera sobrevenir en un instituto de enseñanza.
La catedral sobresalía en su recamado esplendor como una defensa frágil contra dos grandes enemigos: la luz y el aire.
El despacho del decano parecía una capilla. La detenida luz crepuscular penetraba por un alto ventanal, con vidrieras de colores, a través de santos rígidos, en actitud implorante. Una mancha de luz roja y otra purpúrea se posaban en dos gárgolas genuinas agazapadas en los ángulos de una chimenea que nunca había sido usada. En el centro de un cuadro del Partenón, suspendido sobre la chimenea, había una mancha verde.
Cuando Roark penetró en la habitación, los contornos del rostro del decano flotaban confusamente tras el escritorio tallado como un confesionario. El decano era un caballero bajo, más bien gordo, cuya indomable dignidad limitaba la expresión de su carne.
—¡Ah, sí, Roark! —dijo, sonriendo—. Siéntese.
Roark se sentó. El decano entrelazó los dedos sobre el vientre y aguardó la disculpa esperada, pero ésta no llegó. El decano aclaró su voz.
—Sería innecesario expresarle mi pesar por el suceso desdichado de esta mañana —empezó—, pues supongo que usted ha conocido siempre el interés sincero que he puesto en su bienestar.
—Completamente innecesario —dijo Roark. El decano lo miró indeciso, pero continuó:
—No es necesario que le diga que no voté en contra de usted. Me abstuve totalmente. Pero quizá le agrade saber que tuvo en la reunión un resuelto grupito de defensores. Pequeño, pero resuelto. Su profesor de ingeniería de construcción actuó enteramente como un cruzado en su favor, y lo mismo el profesor de matemáticas. Desgraciadamente, los que creyeron que era su deber votar por su expulsión excedían en número a los otros. El profesor Peterkin, el crítico de dibujo, convirtió en cuestión personal el asunto, llegando hasta amenazar con la dimisión si usted no era expulsado. Tenga en cuenta que usted ha provocado grandemente al profesor Peterkin.
—Es cierto —dijo Roark.
—Éste, como usted ve, fue el inconveniente. Me refiero a su actitud en materia de dibujo arquitectónico. Nunca le ha concedido usted la atención que se merece. Y, sin embargo, ha sido un excelente alumno en todas las obras materias de ingeniería. Nadie niega, naturalmente, la importancia de la ingeniería de la construcción para un futuro arquitecto. Pero ¿por qué ir a los extremos? ¿Por qué desdeñar lo que se puede llamar la parte artística, la parte inspiradora de su profesión, y concentrarse en todas esas materias áridas de técnica matemática si piensa ser arquitecto y no ingeniero civil?
—¿No es superfluo todo eso? —preguntó Roark—. Pertenece al pasado. No vale la pena discutir ahora mi elección de materias.
—Estoy tratando de ayudarlo, Roark. Debe ser justo en esto. No puede decir que no se le haya prevenido varias veces antes de que esto ocurriera.
—Es cierto.
El decano se movió en la silla. Roark le hacía sentirse incómodo. Tenía los ojos fijos en los suyos cortésmente. El decano pensó que el mal no consistía en que él lo mirase así; en realidad, era completamente correcto; más propiamente, cortés; sólo que lo hacía como si él no estuviese allí.
—Todos los problemas que se le han dado —prosiguió el decano—, todos los proyectos que ha tenido que dibujar, ¿cómo los hizo? Los ha hecho todos, en fin, no puedo llamarlo estilo, a su increíble manera, contraviniendo los principios que tratamos de inculcarle, contrariando todos los precedentes establecidos y las tradiciones artísticas. Usted cree ser lo que se llama un modernista, pero ni siquiera es eso...; se trata de una mera locura, si no le molesta que le hable así.
—No me molesta.
—Cuando se le daban proyectos dejándole la elección del estilo, y usted los transformaba en una de sus extravagancias, bueno, francamente, sus profesores lo aprobaban porque no sabían qué hacer; pero cuando se le dio un proyecto con un estilo histórico determinado: una capilla Tudor, un teatro lírico francés, y los transformó en algo que parecía un montón de cajones, sin razón y sin ritmo, ¿podría decir que era la realización del trabajo que le habían indicado o una insubordinación lisa y llana?
—Era una insubordinación —replicó Roark.
—Queríamos darle una oportunidad en vista de sus brillantes éxitos en todas las otras materias, pero cuando usted transforma en esto —el decano golpeó el puño sobre una hoja que tenía delante—, en "esto", una villa del Renacimiento para su último trabajo del año..., realmente, joven, ya es demasiado.
La hoja tenía el dibujo de un proyecto para una casa de vidrio y hormigón. En un ángulo había una firma de rasgos finos y angulosos: "Howard Roark".
—¿Cómo espera que lo aprobemos después de esto?
—Yo no esperaba aprobar.
—Usted no nos deja elección en este asunto. Naturalmente, ahora sentirá rencor hacia nosotros, pero...
—No siento tal cosa —repuso Roark tranquilamente—. Le debo una excusa. Por regla general, no permito que las cosas me ocurran. Esta vez he cometido un error. Yo no debí esperar a que me echasen; debería haberme ido hace tiempo.
—Vamos, vamos, no se desanime. Ésa no es la actitud que le conviene adoptar, sobre todo después de lo que le diré —el decano se sonrió, se inclinó hacia delante, gozando el preludio de una buena acción—. Éste es el propósito real de nuestra entrevista. Estaba ansioso por hacérselo saber tan pronto como me fuese posible. No quería dejarlo marcharse. Desafié personalmente el carácter del presidente cuando le hablé del asunto. Considérelo usted, si bien es cierto que él no se ha comprometido, pero... así quedaron las cosas. ¿Se da cuenta de lo importante que sería si usted se tomase un año para descansar, recapacitar, podríamos decir, para hacerse más hombre? Entonces podrá haber una posibilidad de admitirlo de nuevo. Considérelo usted; yo no puedo prometerle nada; esto que le digo es estrictamente oficioso; sería un poco irregular; pero, en vista de las circunstancias y de sus brillantes éxitos, podría constituir para usted una verdadera oportunidad.
Roark se sonrió. No era una sonrisa alegre ni agradecida. Era una sonrisa sencilla, fácil, divertida.
—Creo que usted no me comprende —repuso Roark—. ¿Por qué supone que yo quiero volver?
—¿Eh?
—No volveré. No tengo nada más que aprender aquí.
—No le comprendo —dijo el decano firmemente.
—¿Queda algún punto por explicar? Eso no es asunto que le concierna a usted.
—Por favor, explíquese.
—Ya que es su deseo, lo haré. Yo quiero ser arquitecto, no arqueólogo. No veo el objeto de hacer "villas" de estilo Renacimiento. ¿Para qué aprender a proyectarlas si nunca las edificaré?
—Querido joven, el gran estilo del Renacimiento está muy lejos de haber muerto. Cosas de ese estilo se edifican todos los días.
—Se edifican y se edificarán, pero no seré yo quien las haga —repuso Roark.
—Vaya, vaya, eso es una chiquillada.
—Yo vine aquí a aprender construcción de edificios. Cuando me daban un proyecto, el único valor que tenía para mí era aprender a resolverlo como si se tratase de un proyecto que había que ejecutar en realidad. He aprendido todo lo que podía aprender aquí en ciencias de la construcción, en lo que ustedes no me aprueban. Un año más diseñando tarjetas postales de Italia no me serviría para nada.
Una hora antes el decano deseaba que la entrevista se desarrollase lo más tranquilamente posible. Ahora quería que Roark mostrase alguna emoción; le parecía ficticio que estuviese tan naturalmente tranquilo en tales circunstancias.
—¿Quiere usted decirme que piensa seriamente edificar de esa manera cuando sea arquitecto, si llega a serlo?
—Sí.
—Pero, amigo, ¿quién se lo tolerará?
—No es ésa la cuestión. La cuestión es quién me contendrá.
—Présteme atención, y esto es muy serio. Lamento no haber tenido antes una conversación larga y seria con usted... Ya sé, ya sé, ya sé, no me interrumpa; ha visto uno o dos edificios modernistas y eso le ha dado ideas. Pero, ¿no se da cuenta de que todo el movimiento llamado modernista no es más que una fantasía pasajera? Usted debe comprender, lo que ya ha sido comprobado por todas las autoridades en la materia: que todo lo hermoso que hay en la arquitectura ha sido hecho ya. Hay una rica mina en cada estilo del pasado; nosotros solamente podemos elegir entre los grandes maestros. ¿Quiénes somos para mejorar lo que ellos hicieron? Sólo podemos intentar repetirlo respetuosamente.
—¿Por qué? —preguntó Roark.
"No —pensó el decano—, no ha agregado nada; ha sido una palabra inocente, no me está amenazando."
—¡Es evidente! —exclamó el decano.
—Mire —dijo Roark, señalando hacia la ventana—. ¿Ve el colegio y la ciudad? Mire cuántos hombres andan y viven allí. Bien; me importa un bledo lo que cada uno de ellos o todos juntos piensen de la arquitectura o de lo que fuere. ¿Por qué tengo que tomar en cuenta lo que pensaron sus abuelos?
—Esa es nuestra sagrada tradición.
—¿Por qué?
—Por el amor de Dios, ¿continúa siendo tan ingenuo?
—Francamente, no lo comprendo. ¿Por qué quiere usted que yo piense que "ésta" es una gran arquitectura? —dijo, señalando el cuadro del Partenón.
—"Ése" —dijo el decano— es el Partenón.
—Ya lo sé.
—No dispongo de tiempo para perderlo en disputas tontas.
—Muy bien. —Roark tomó del escritorio una regla larga y se encaminó hacia el cuadro—. ¿Quiere que le diga qué es lo que está podrido aquí?
—¡Es el Partenón! —exclamó el decano.
—¡Sí, que Dios lo condene, el Partenón! Golpeó el cristal del cuadro con la regla.
—Mire —dijo Roark—, ¿para qué están ahí las famosas estrías de las famosas columnas? Para ocultar las junturas de la madera, cuando las columnas se hacían de madera; pero éstas no son de madera son de mármol. Los triglifos ¿qué son? Madera, vigas de madera dispuestas en la misma forma que ellos los colocaban, cuando empezaron a construir chozas de madera. Sus griegos, cuando emplearon el mármol, copiaron sus construcciones de madera, sin razón, porque otros las habían hecho así. Después sus maestros del Renacimiento hicieron copias en yeso de copias de mármol de copias de madera. Ahora estamos aquí nosotros haciendo copias de acero y hormigón de copias de yeso de copias de mármol de copias de madera. ¿Por qué?
El decano, sentado, lo observaba curiosamente. Había algo que lo confundía, no por las palabras de Roark, sino por la forma en que éste las decía.
—¿Reglas? —prosiguió Roark—. Mis reglas son éstas: lo que se puede hacer con un material no debe hacerse jamás con otro. No hay dos materiales que sean iguales. No hay dos lugares en la tierra que sean iguales. No hay dos edificios que tengan el mismo fin. El fin, el lugar, el material determinan la forma. Nada es racional ni hermoso si no está hecho de acuerdo con una idea central, y la idea establece todos los detalles. Un edificio es algo vivo, como un hombre. Su integridad consiste en seguir su propia verdad, su único tema, y servir a su propio y único fin. Un hombre no pide trozos prestados para su cuerpo. Un edificio no pide prestado pedazos para su alma. Su constructor le da un alma, que cada pared, cada ventana, cada escalera expresan.
—Pero todas las formas de expresión hace ya tiempo que han sido descubiertas.
—Expresión ¿de qué? El Partenón no servía para el mismo propósito que su predecesor de madera, así como un aeropuerto no sirve para el mismo propósito que el Partenón. Cada forma tiene su propio significado, así como cada hombre crea su sentido, su forma y su fin. ¿Qué puede importar lo que han hecho los otros? ¿Por qué tiene que ser sagrado por el mero hecho de no haberlo efectuado uno? ¿Por qué todo el mundo tiene que tener razón? ¿Por qué el número de los demás toma el lugar de la verdad? ¿Por qué hacer de la verdad una mera cuestión aritmética y, en realidad, una simple cuestión de suma? ¿Por qué está todo retorcido, sin sentido para adoptarlo a los demás? Debe de existir alguna razón. No la conozco y nunca la he sabido; sin embargo, me hubiera gustado comprenderla.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó el decano—. Siéntese. Sería mejor. ¿No le parece más conveniente dejar la regla sobre la mesa? Gracias. Ahora escúcheme. Nadie ha negado nunca la importancia que tiene la técnica moderna para un arquitecto. Tenemos que aprender a adaptar la belleza del pasado a las necesidades del presente. La voz del pasado es la voz del pueblo. Nunca un solo hombre ha inventado nada en arquitectura. El proceso creador es lento, graduado, anónimo, colectivo, y en él cada hombre colabora con los otros y se subordina a las normas de la mayoría.
—Mire —respondió Roark con serenidad—. Tengo, digamos, sesenta años de vida por delante. La mayor parte de este tiempo lo emplearé en trabajar. He elegido el trabajo que me gusta hacer. Si no hallo alegría en él, resultará que yo mismo me habré condenado a sesenta años de tortura. Y sólo encontraré alegría si hago mi trabajo de la mejor manera posible. Pero lo mejor es una cuestión de normas, y yo establezco mis propias normas. No he heredado nada, ni estoy al final de ninguna tradición. Quizás esté al principio de una.
—¿Cuántos años tiene usted? —preguntó el decano.
—Veintidós —contestó Roark.
—Bastante excusable —dijo el decano; parecía sentirse aliviado—. Ya se curará usted de eso —sonrió—. Las viejas normas han vivido miles de años y nadie ha podido mejorarlas. ¿Qué son los modernistas? Una moda pasajera, exhibicionismo. Han tratado de llamar la atención. ¿Ha observado usted el curso de sus carreras? ¿Puede nombrarme uno solo que haya logrado alguna distinción permanente? Fíjese en Henry Cameron. Un gran hombre, un arquitecto sobresaliente hace veinte años. ¿Qué es ahora? Puede considerarse feliz si restaura un garaje una vez al año. Un vagabundo y borracho que...
—No discutiremos acerca de Henry Cameron.
—¿Es amigo suyo?
—No. Pero he visto sus obras.
—Y usted las encuentra...
—Dije que no discutiremos acerca de Henry Cameron.
—Muy bien. Debe darse cuenta de que le estoy permitiendo demasiada... libertad, diremos. No estoy acostumbrado a tener discusiones con estudiantes que se conducen como usted; sin embargo, estoy ansioso por impedir, si es posible, lo que parece ser una tragedia: el espectáculo de un joven de sus dotes intelectuales, que trata de complicarse la vida.
El decano se preguntaba por qué le habría prometido al profesor de matemáticas hacer todo lo posible por aquel muchacho. Simplemente porque el profesor, señalando un proyecto de Roark, había dicho: "Éste es un gran hombre." Un gran hombre, pensó el decano, o un criminal. Después se arrepintió. No estaba de acuerdo con lo uno ni con lo otro.
Recordó lo que había oído del pasado de Roark. El padre de éste había sido pudelador de acero en un lugar de Ohio y había muerto hacía tiempo. Los documentos de ingreso del muchacho no ofrecían dato alguno, de parientes próximos. Cuando se le preguntó acerca de esto, respondió con indiferencia: "Nunca he pensado en ellos; puede ser que los tenga, no sé." Le llamó la atención que tal cosa tuviera allí algún interés. No había tenido ni había buscado un solo amigo en el colegio, y no quiso ingresar en ninguna asociación. Se había pagado sus estudios en la escuela superior y en los tres años del instituto. Desde la infancia había trabajado como albañil en la construcción de edificios. Había servido como enyesador, como plomero, y se había ocupado en trabajos en acero. Había aceptado todas las tareas que pudo conseguir en su marcha de poblado en poblado para llegar a las grandes ciudades del Este.
El decano lo había visto el último verano, durante sus vacaciones, remachando en un rascacielos que se construía en Boston. Su cuerpo descansaba bajo un grasiento overall; sólo sus ojos estaban atentos y su brazo derecho se balanceaba con pericia de cuando en cuando para coger al vuelo la bola de fuego, en el último momento, cuando parecía que el remache ardiendo le pegaría en la cara.
—Vamos —dijo el decano con gentileza—. Usted ha trabajado duramente para educarse. Sólo le falta un año para terminar. Hay una cosa muy importante que considerar, particularmente para un muchacho de su situación. Hay que pensar en la parte práctica de la carrera de arquitecto. Un arquitecto no es un fin en sí mismo; es solamente una pequeña parte del todo social. La cooperación es la palabra clave de nuestro mundo moderno y de la profesión de arquitecto en particular. ¿Ha pensado en sus futuros clientes?
—Sí —respondió Roark.
—El "cliente" —dijo el decano—. El cliente. Piense en él sobre todas las cosas. Él es el que tiene que vivir en la casa que usted construya. Su único propósito debe ser servirle. Debe aspirar a darle una expresión artística adecuada a sus deseos. ¿No es esto todo lo que se puede decir al respecto?
—Bien; yo podría decirle que aspiro a edificar para mi cliente la casa más confortable, más lógica y hermosa que se pueda construir. Podría decirle que trataré de ofrecer lo mejor que tenga y que también le enseñaré a conocer lo mejor. Podría decírselo, pero no quiero, porque no pienso construir para servir ni ayudar a nadie. No pienso edificar para tener clientes para edificar.
—¿Cómo? ¿Piensa forzarlos a aceptar sus ideas?
—No me propongo forzar ni ser forzado. Los que me necesiten, me buscarán.
Entonces comprendió el decano qué era lo que le había dejado perplejo en las maneras de Roark.
—¿Ha pensado —dijo— que resultaría más convincente si en sus palabras se advirtiese algún interés por mi opinión respecto al asunto?
—Es cierto —dijo Roark—. Pero no me preocupa si usted está de acuerdo conmigo o no.
Lo dijo tan simplemente, que no pareció ofensivo; sonaba como la manifestación de un hecho que él advertía, perplejo, por primera vez.
—No sólo no le preocupa lo que piensan los otros, cosa que podría parecer incomprensible, sino que ni se preocupa por hacer que piensen como usted.
—No.
—Pero eso es... monstruoso.
—¿Sí? Es posible. No podría decirlo.
—Estoy encantado con esta entrevista —dijo el decano repentinamente, con voz demasiado fuerte—. Esto ha aliviado mi conciencia. Creo, como dijeron algunos en la reunión, que la carrera de arquitecto no es para usted. He tratado de ayudarle, pero ahora estoy de acuerdo con el tribunal. A usted no hay que alentarle; es usted muy peligroso.
—¿Para quién? —preguntó Roark.
Pero el decano se levantó, indicando con esto que la entrevista había terminado.
Roark salió. Marchó lentamente a través de amplios salones, bajó la escalera y salió al jardín. Había conocido muchos hombres como el decano, pero jamás los había comprendido. Sabía solamente que existía una diferencia importante entre sus actos y los de ellos, pero hacía tiempo que ello había dejado de molestarlo. Buscaba siempre un motivo central en los edificios y un impulso central en los hombres. Sabía qué era lo que motivaba sus acciones, pero ignoraba la causa de los demás. No le preocupaba. No había conocido el proceso del pensamiento en los otros, pero deseaba saber a veces qué los hacía ser como eran. Le llamó la atención nuevamente la manera de pensar del decano. Había un secreto importante envuelto en esa cuestión; había un principio que debía descubrir.
Pero se detuvo. Contempló el sol en el momento en que iba a desaparecer, detenido todavía en la piedra caliza gris de una línea de molduras que corrían a lo largo de los muros enladrillados del instinto. Olvidó a los hombres y al decano y los principios que éste representaba y que él quería descubrir. No pensaba sino en lo hermosas que parecían las piedras iluminadas por la tenue luz y en lo que él podría hacer con ellas. Imaginaba un amplio pliego de papel y veía erguirse de éste paredes de desnudas piedras, con largas hileras de ventanales por los que entraba a las aulas la luz del cielo. En el ángulo del pliego había una firma de rasgos finos y angulosos: "Howard Roark."

Fuente:
D
EDITORIAL PLANETA
EDICIONES G.R












Titulo original:
THE FOUNTAINHEAD


Traducción de LUIS DE PAOLA

Portada de GRACIA

© Ayn Rand, 1958
© Editorial Planeta, 1975

Depósito Legal: B. 40.793-1975
ISBN: 84-0143976-6 (Obra completa)
ISBN: 84-01-43282-0 (Tomo I)
ISBN: 84-320-5407-0 (Publicado anteriormente por Editorial Planeta)

Difundido por PLAZA & JANES, S. A.
Esplugas de Llobregat: Virgen de Guadalupe, 21-33
 Buenos Aires: Lambare, 893
 México 5, D. F.: Amazonas, 44, 2.° piso
 Bogotá: Carrera 8.a Núms. 17-41

LIBROS RENO son editados por
Ediciones G. P., Virgen de Guadalupe, 21-33
Esplugas de Llobregat (Barcelona)
e impreso por Gráficas Guada, S. A.,
Virgen de Guadalupe, 33
Esplugas de Llobregat (Barcelona) – ESPAÑA


martes, 26 de noviembre de 2019

CAPÍTULO 1. Mariposas negras para un asesino (2005): perversidad y locura.


UNIVERSIDAD DE COSTA RICA
SISTEMA DE ESTUDIOS DE POSGRADO
REPRESENTACIONES DE LA LOCURA EN TRES NOVELAS
COSTARRICENSES CONTEMPORÁNEAS: MARIPOSAS NEGRAS PARA UN
ASESINO (2005), EL GATO DE SÍ MISMO (2005) Y LARGA NOCHE HACIA MI
MADRE (2013)
Tesis sometida a la consideración de la Comisión del Programa de Posgrado en
Literatura para optar por el título de Maestría Académica en Literatura
Latinoamericana
SUGEYDI PAOLA PALMA MADRIGAL
***
CAPÍTULO 1. Mariposas negras para un asesino (2005):
perversidad y locura
“Y allí lo encontraron,
cubierto de sangre,
balbuciando palabras
inintelegibles, incoherentes
en contra de un tal Casasola Brown
y una conspiración en contra de él”
(Méndez Limbrick, 2015, p. 384).
62
1.1. Nacimiento de una obsesión: locura y expulsión social
En la década de 1980, buena parte de la literatura centroamericana
estuvo al servicio de causas sociales y/o políticas; después vino la literatura del
desencanto, cuyos autores mostraron que las metas utópicas trazadas
anteriormente no eran posibles. Críticos literarios como Leyva (2007),
Mackenbach y Ortiz (2008), y Cortez (2010), entre otros, señalan que, a partir
de la década de 1990, el tratamiento de la violencia en la literatura
centroamericana ha tomado nuevos rumbos, con lo cual se ha visto desprovista
del sentido político e ideológico que la envolvía antes. Se trata ahora de la
representación descarnada de lo peor del ser humano y de la sociedad.
Mariposas negras para un asesino está signada por ese nuevo
tratamiento estético de la violencia que mencionan los autores señalados en el
párrafo anterior. La evidencia de esta violencia se aprecia desde el mismo título,
donde se indica que las mariposas negras son para un asesino, es decir, las
mariposas son un presente que se obsequia al homicida. Este verdugo tiene
sus gustos particulares, pues elige cierto tipo de mujeres, con características
exclusivas y sus asesinatos no están imbuidos de violencia física ni de sangre.
Esta estética de la violencia, observada en Mariposas negras para un
asesino, muestra la decadencia social y el poco valor que se le otorga al ser
humano: no importa el asesinato de estas mujeres por el simple hecho de que
son prostitutas e incluso estas muertes pueden generar placer a algunos con
ciertas fantasías necrofílicas. Asimismo, dentro de este nuevo tratamiento de la 
63
violencia, el asesino puede ser visto como un artista macabro, obsesionado con
la muerte de prostitutas sin una justificación aparente.
El homicida de Mariposas negras para un asesino, muchas veces, se
asocia con un ser sobrenatural, una sombra imposible de ver, que escapa por
completo a la luz. Esta asociación es dada por el protagonista principal y por
Jacki, quien, en referencia al asesino, dirá: “al hombre por más que las luces lo
trataran de cubrir con sus vivaces colores era imposible, parecía que la luz
resbalara o se escabullera a sus formas, la luz no se proyectó en su cuerpo”
(Méndez Limbrick, 2015, p. 106). Se trata, pues, de una figura que parece ser
etérea, lo cual supuestamente constituye una de sus características
sobrenaturales más importantes.
Ahora bien, es necesario preguntarse si esta característica sobrenatural
del supuesto asesino, unida a su aparente inmortalidad o juventud eterna, se
puede asociar a lo divino. De ser así, se trataría de una divinidad cruel que
juega con el destino de las prostitutas. ¿Será una forma de castigarlas por sus
pecados? ¿Por qué son precisamente prostitutas las víctimas de este asesino?
¿Desea aleccionar o brindar una enseñanza moralizante?
Se debe profundizar también en las características de las víctimas, que
son mujeres, caucásicas, jóvenes, muy hermosas y, como ya se adelantó,
prostitutas. Sin embargo, estas no son prostitutas comunes, sino que ofrecen
sus servicios mediante una red exclusiva y cerrada creada por medio de
internet. Se paga un precio muy alto para poder ser cliente de estas damas. 
64
Marcela, transformista y prostituta, describe el funcionamiento de dicha red en
los siguientes términos:
Escuche, el asunto funciona de la siguiente manera: Primer paso:
a usted le dan la dirección de un portal en Internet, ya sea para
prostitutas o para prostitutos. Escribe la dirección y para tener acceso le
solicitan el nombre completo, ellos inmediatamente se informan y si la
tarjeta es diamante, entonces usted puede ingresar de forma gratuita por
varios días. Terminado el plazo de gracia debe afiliarse (Méndez
Limbrick, 2015, p. 198).
Se asume que al tener una tarjeta de crédito diamante, los clientes tienen
una gran capacidad de pago. ¿Esta capacidad de pago incluye el derecho
sobre la vida de las prostitutas? Al parecer sí, pues en la novela se relata un
desenlace similar para una de las mariposas negras; se trata de Kiara, quien es
asesinada en el primer retiro que realiza después de haberse unido al club.
Marcela también describe dicha red, en comparación con la prostitución
amateur, de la siguiente manera:
No estamos hablando de aficionados a la prostitución. Eso se lo
dejamos a los pobrecitos y brutos de los barrios del sur18, a las niñitas
descalificadas y mal olientes que se paran en las esquinas del Parque

18 Los barrios del sur son Desamparados, San Sebastián, los Hatillos, Alajuelita y algunos del
distrito Hospital, entre otros. Estos lugares se caracterizan por la pobreza, la delincuencia y las
drogas y están localizados en la parte sur de la capital de Costa Rica (San José). 
65
Morazán o del Edificio Metálico a las once o doce de la noche llevando
frío todo el año. Estamos hablando de prostitución de alto vuelo.
Imagínese que ni yo puedo calificar para entrar a este grupo de
prostitución por mi edad (Méndez Limbrick, 2015, p. 198).
Con la cita anterior, es posible notar las jerarquías que se establecen a lo
interno de dicho mundo. Asimismo, dentro de esta selecta red de prostitución,
nace un grupo de mayor dificultad de acceso: el grupo de las mariposas negras.
A este grupo pertenecen las víctimas que son atacadas por el asesino serial
que describe la novela. La búsqueda de este asesino es lo que genera la
obsesión en el personaje principal de esta trama: Henry de Quincey, Jefe de la
Sección de Homicidios del OIC cuando ocurrió el primer asesinato de una de
las prostitutas perteneciente al grupo mencionado.
Este primer homicidio ocurrió en 1989, pero los cabos de esta
investigación inconclusa se empiezan a atar diez años después debido a que
ocurren dos nuevas muertes con el mismo modus operandi. Este modo de
operar es visto por los especialistas en criminología y patología como un arte:
“el asesino había actuado en forma impecable: no dejó huellas, no había rastros
de sangre, tampoco demasiado desorden en el cuarto” (Méndez Limbrick, 2015,
p. 13). Es posible que el deseo de descubrir la identidad de un asesino, quien
liquida de forma aséptica, provoque la locura de de Quincey. Su amiga Jackie,
prostituta con la que se encuentra algunos viernes, asocia su comportamiento
con lo ocurrido diez años antes. 
66
¡Se me parece tanto al Henry de la época que fue incapacitado del
OIC: indeciso, dubitativo! En aquella época yo era solo una niña, pero
oía rumores, semblanzas de aquel investigador tan arrojado y decidido a
resolver crímenes y que después vino su debacle, el horror, la pesadilla,
el alcohol y las drogas que lo llevaron al psiquiátrico (Méndez Limbrick,
2015, p. 129).
Quizá no son las drogas y el alcohol lo que lleva a de Quincey a la
locura, a su encierro, sino más bien el hecho de no haber podido encontrar al
asesino de la primera víctima: la bella sin marcas. Esta hipótesis se fundamenta
en las repetidas ocasiones en las que de Quincey indica que capturar a este
asesino es su reto personal. “Quería ser la persona que diera con la Sombra19 y
nadie más. Era su reto, el desquite final” (Méndez Limbrick, 2015, p. 227).
¿Contra quién es el desquite en el que piensa de Quincey? Parece ser que es
contra el asesino que no pudo capturar diez años atrás, podría ser contra las
personas que decidieron su internamiento en el hospital psiquiátrico. ¿O será, al
fin de cuentas, un desquite contra él mismo? Pues, como se verá más adelante,
hay claras muestras en la novela de que el asesino es el mismo de Quincey. El
mismo detective obsesionado con la búsqueda de un asesino serial podría
tornarse ese homicida, ¿se tratará de una búsqueda incansable de sí mismo?

19 Henry de Quincey le asigna ese nombre al asesino de las mariposas negras, debido a lo
explicado antes sobre las luces que no pueden proyectarse en este sospechoso. 
67
Sin embargo, lo importante en este momento es que, al tomar la captura
del asesino como un reto o venganza final, un reto contra la astucia del asesino,
quien lo había engañado la primera vez (en 1989), y como una venganza contra
el ministerio que lo expulsó debido a su insania mental, Henry no se da cuenta
de que se está obsesionando, lo cual lo podía llevar nuevamente al encierro en
el que había caído diez años antes. Y esto es notado por las personas que se
encuentran cerca de él: una caída paulatina hacia la obsesión.
Por otro lado, a todas las prostitutas asesinadas se les asigna un
sobrenombre relacionado con la pose en la que fueron dejadas por el asesino.
El sobrenombre de la bella sin marcas se debe a que el asesino no dejó marcas
en su cuerpo, tal y como ocurrió con las víctimas de 1999. El forense, Rodrigo
Castileja de la Cuesta, explica las similitudes entre estos asesinatos y menciona
que,
la manera de muerte es: homicida por penetración de arma
punzante, con laceración del corazón. Orificio de medio centímetro.
Demás vísceras intactas. Asimismo, le informo que el examen de
toxicología mostró un psicotrópico en la sangre de la víctima.
Psicotrópico de venta comercial. Vallium … Debo indicarle que de las
fotografías tomadas en Medicatura Forense, se encuentra un pequeño
tatuaje en el muslo interno izquierdo en cada una de las víctimas y que
ampliando la imagen fotográfica se trata de una mariposa. Que de las 
68
otras mujeres … las maneras de muerte y demás datos son idénticos a
la primera (Méndez Limbrick, 2015, p. 216).
Estos datos que recibe de Quincey le confirman otros que ya había ido
recopilando anteriormente al adentrarse en los “bajos” mundos, uno de ellos la
necrofilia, mundo que le es mostrado por dos morgueros, Óscar y Juancho,
quienes lo llevan a conocer al señor Julián Casasola Brown. Es posible que
este personaje sea la reencarnación de La Sombra, asesino que es perseguido
por De Quincey. Parece ser que esos mundos bajos van envolviendo a Henry
en una investigación que decide hacer solo por orgullo o por venganza, pues el
mismo OIC que lo despidió antes, ahora requiere de su ayuda para resolver el
caso; sin embargo, él no quiere dar las pistas que va recogiendo, porque siente
que es su misión capturar al asesino él solo.
Lo anterior podría ser interpretado como el nacimiento de su obsesión.
Recordemos que la obsesión puede ser entendida como una “perturbación
anímica producida por una idea fija” o una “idea fija o recurrente que
condiciona una determinada actitud” (Real Academia Española, 2018).
Partiendo de esta definición, se puede ver cómo el personaje altera su estado
de ánimo y forma de ser natural para enfocarse en la búsqueda del asesino,
esto se convertiría en la idea fija de la que él no logra escapar. De Quincey
desea ser la persona que encuentre al asesino que lo burló diez años antes.
Para el personaje se trata de una venganza personal, pues esta situación es la
que provoca su primer internamiento y la pérdida de su jefatura en el OIC. 
69
En parte se estremeció y se sintió solo por no poder decirle a
Joaquín toda la verdad y confiar su secreto sobre los puentes entre el
comercio de Trata de Blancas y los asesinatos. No lo hacía porque su
orgullo se lo impedía (Méndez Limbrick, 2015, p. 227).
Se podría pensar que la soledad con la que emprende su búsqueda
obsesiva es la forma en que se demuestra a sí mismo que es mejor que las
personas que lo expulsaron de la sociedad en la que él se perfilaba como una
figura de poder. Ese sentimiento de soledad que se autoimpone el personaje
tiene ciertas referencias maternas en el texto, pues él crece en ausencia de su
madre y su abuela reemplaza dicha figura. También, esta ausencia provoca en
Henry la demanda de vientres maternos que tampoco logran salvaguardar el
vacío que siente. El mejor ejemplo de lo dicho es la tina que Henry compra en
Florencia:
Fue directamente al baño: a la tina del millón de colones. Se
hundía perezosamente para luego sobresalir en medio de pompas de
jabón. No era viernes por la noche, pero no importaba, una licencia para
el día sábado20. El agua estaba tibia, perfumada, siempre lo acariciaba
de esa manera en su útero de mármol gris [itálicas agregadas] (Méndez
Limbrick, 2015, p. 31).

20 Esta licencia se debe a que el ritual para los viernes de de Quincey consiste en darse un
baño en la tina y después verse con alguna de sus amigas prostitutas. 
70
La tina representa uno de los sustitutos maternos de de Quincey; sin
embargo, no usa la tina de manera antojadiza, sino que se autoimpone un
horario para su uso. Estas auto-imposiciones del personaje parecen estar
asociadas con su necesidad de autocontrol. La necesidad de encontrar al
asesino es la obsesión de de Quincey y esta se incrementará hasta niveles
insospechados, incluso lo llevará nuevamente al psiquiátrico, con lo cual se
muestra el primer eje conceptual de locura desde el cual se inscribe esta tesis:
la exclusión o expulsión social. Este eje se muestra debido a que el personaje
principal será recluido en un nosocomio porque se le considerará loco debido a
que afirma que el asesino es una sombra.
Desde la teoría de la Antipsiquiatría que se plantea en esta tesis, se
puede ver cómo cuando sus excompañeros del OIC notan al protagonista con
comportamientos anormales, se prefiere la reclusión por considerarlo peligroso
u odioso para la sociedad. Es decir, se muestra un hecho histórico de la locura,
tal y como lo describe también Foucault, pues la insania mental hereda las
características de aislamiento que le habían sido dadas a la lepra. Con esto, se
puede hacer una construcción analógica, pues del mismo modo en que se
temía que el leproso fuese un ente de contagio, se teme el contagio de la
locura; causa terror que la anormalidad que muestra el loco altere el orden
social establecido.
En este caso, la locura del personaje, de alguna forma, atrapa a algunas
de las personas que se encuentran cerca de él: su amigo, el periodista, el 
71
director del OIC y los morgueros. ¿De qué forma los atrapa? Es sencillo, estos
personajes se ven envueltos en la búsqueda obsesiva de un asesino. También,
hay un desorden en el ámbito social debido a que un grupo, prostitutas, se ven
atacadas por este asesino que, al final, parece ser el mismo personaje
obsesionado con su búsqueda.
A su vez, el personaje que presenta la ausencia de razón se muestra
como alguien que posee un conocimiento más allá de la ciencia: la inmortalidad
y la ausencia de corporalidad de la Sombra, quien de acuerdo con el testimonio
de de Quincey es el verdadero asesino de las prostitutas. De nuevo aquí hay
una coincidencia histórica con el recorrido foucaultiano de la locura, en este
caso con el Renacimiento, pues Erasmo de Rotterdam creía que la risa del loco
estaba atravesada por un conocimiento místico ajeno al entendimiento de los
“normales”. De forma similar, es la risa de quien ha salido victorioso la que es
escuchada por de Quincey al final de la novela: “riendo detrás de las sombras”
(Méndez Limbrick, 2015, p. 385).
Igualmente, desde el concepto de locura que inscribimos anteriormente,
es posible ver cómo el personaje no logra una verdadera adaptación social. Hay
que tener en cuenta que nuestra adaptabilidad social depende de ciertas
instituciones o agentes como el trabajo, el matrimonio, la familia, los amigos y
otros. Henry de Quincey no logra adaptarse socialmente debido a que es
expulsado de su trabajo porque era considerado como un insano mental, aún
después de haber sido dado de alta en el Hospital Psiquiátrico. Con lo anterior, 
72
se denota que la enfermedad de la locura logra la estigmatización de quien la
padece e, incluso, después de que la Ciencia avale la sanidad del enfermo, no
es posible recuperar el lugar que era ocupado anteriormente21
. En el caso de
Quincey ese lugar que ocupaba está relacionado con su trabajo, al cual no le
permiten volver.
Asimismo, Henry no logra triunfar en su matrimonio, pues se divorcia de
su esposa; sin embargo, en la novela no se explica muy bien cuáles fueron las
razones de ese divorcio. También, las relaciones amorosas que establece de
Quincey son con prostitutas; él se ve con dos exclusivamente: Jackie y Shirley.
De ellas, la que tiene mayor protagonismo en el texto es Jackie, no porque
Henry la vea más, sino porque ella se involucra sentimentalmente con una
prostituta que desaparece, situación que le cuenta a una amiga por medio de
correos electrónicos22
.

21 Esto se desarrolla con suma claridad en la novela que se analiza en el capítulo III: Larga
noche hacia mi madre, pues el miedo mayor de la madre es ser catalogada como la “loca del
pueblo”, pues entiende que después de esto, ya no hay vuelta atrás. En el caso de esta novela,
se muestra de forma desgarradora, pues el ingreso al asilo será considerado como una forma
de muerte.
22 Se aprovecha esta mención para incluir algunos detalles sobre los aspectos formales de la
novela, en la narración se incluyen recortes de los correos electrónicos de Jackie a su amiga
Guillermina, los cuales van numerados y constituyen otra perspectiva para entender los hechos
que van ocurriendo durante la novela. También se incluyen fragmentos del diario personal de
uno de los “zopilotes” que trabaja en la morgue judicial, quien posee tendencias a la necrofilia. 
73
Y Henry tenía sus preferencias de ambos lugares23: cuando sentía
alegría desbordante, con ese empuje de la juventud … entonces llamaba
a Jackie … Con Shirley… Amón era la zona nostálgica de su espíritu.
Amón invitaba a la reflexión, a la erotización de lo imposible (Méndez
Limbrick, 2015, pp. 272-273).
Finalmente, el concepto de locura propuesto implica un tercer eje que es
el de la comunicación fallida. La comunicación no es posible en el texto entre
las figuras de autoridad psiquiátrica y Henry debido a que los primeros no
escuchan a la persona que alucina. Simplemente, se encargan de medicar al
presunto asesino serial, quizá con personalidad disociada, quien es llevado al
psiquiátrico, donde ya cuenta con un expediente abierto. Lo anterior se denota
en que Henry es llevado al Hospital a pesar de que “insistiría [en] que él no
había asesinado a las prostitutas: ni a la Bella sin marcas, ni a la Parturienta, ni
a Medias de seda, tampoco a Kiara, mucho menos a Jackie. Los nuevos
agentes del OIC no estaban tan seguros” (Méndez Limbrick, 2015, p. 385).
Es así como, desde la postura de poder en la que se encuentran los
nuevos agentes, Henry no es escuchado porque lo que dice es considerado
como un “relato fantástico que … había inventado a medias” (Méndez Limbrick,
2015, p. 385). Desde el poder, las conclusiones se basan en argumentos
lógicos que se extraen de lo observable, de las pruebas encontradas. Por su

23 Se refiere a los hoteles en los que se ve con Jackie o Shirley: con la primera se ve en el hotel
Astoria San José Internacional y con la segunda principalmente en La Torre del Moro, ubicado
en barrio Amón. 
74
parte, lo que de Quincey cuenta no encaja dentro de esa lógica, pues a quien
señala como el asesino no puede serlo porque se trata de un hombre que
tendría más de cien años. Y el conocimiento de una forma de inmortalidad es
una creencia y no una realidad que pueda comprobarse, “entonces [Casasola]
no podía ser el asesino, a esa conclusión lógica llegaron todos los
investigadores” (Méndez Limbrick, 2015, p. 385). Finalmente, esto provoca que
Henry sea recluido por ser el sospechoso de los asesinatos y, además, por
afirmar hechos que se escapan de la lógica tradicional.
75
1.2. Necrofilia
La necrofilia puede ser definida como una forma de fascinación sexual
por lo muerto, ya sean objetos o personas. Durante el curso dictado por
Foucault en 1975, se describe la relación entre perversión y locura bajo
diferentes formas; aquello que encarna la perversión sexual, en la teoría
foucaultina, es el onanismo, pues con esto se inicia una serie de perversiones
sexuales que se despliegan de diferentes maneras (Foucault, 1975, p. 257). La
necrofilia sería una forma de perversión sexual asociada con el thánatos, es
decir, a una pulsión de muerte que, como se nota con Freud, es considerada
como natural, pues es el destino de la humanidad.
De acuerdo con Strachey ([1955] 1992), en el texto Más allá del principio
del placer ([1920] 1992), Freud “por primera vez plantea la nueva dicotomía
entre Eros y las pulsiones de muerte” (p. 6). Estas pulsiones de muerte después
serán denominadas thánatos. En los preliminares al texto, Freud indica que los
seres humanos se mueven hacia la búsqueda del placer y que, por lo tanto,
están motivados a evitar el displacer. Esta movilidad es denominada por Freud
como principio del placer, que consiste en lograr la estabilidad para evitar
disturbios que nos puedan alterar; sin embargo, Freud señala que la vida en
realidad se presenta de otra manera, pues hay más complicaciones que
estabilidad. Por lo anterior, advierte que “en el alma existe una fuerte tendencia
al principio de placer, pero ciertas otras fuerzas o constelaciones la contrarían,
de suerte que el resultado final no siempre puede corresponder a la tendencia 
76
al placer” (Freud, [1920] 1992, p. 9). Es en ese momento cuando se ven los
peligros del principio del placer para la autoconservación del ser humano, pues
no estamos preparados para enfrentar cambios de ambiente, sino que nos
quedamos cómodamente acostumbrados a la estabilidad y a la ausencia de
cambios.
En este texto, como en muchos otros de Freud, hay una referencia
constante al término “compulsión a la repetición”24. Aquí, el autor hace una
disertación sobre las formas de placer un tanto enfermizas, como por ejemplo
repetir compulsivamente una acción displacentera o los fetiches como única
forma de placer sexual. Freud indica que en el ser humano este tipo de
actitudes revela una pulsión por el regreso a lo inanimado (muerte), y señala:
Durante largo tiempo, quizá, la sustancia viva fue recreada
siempre de nuevo y murió con facilidad cada vez, hasta que decisivos
influjos externos se alteraron de tal modo que forzaron a la sustancia aún
sobreviviente a desviarse más y más respecto de su camino vital
originario, y a dar unos rodeos más y más complicados, antes de
alcanzar la meta de la muerte. Acaso son estos rodeos para llegar a la
muerte, retenidos fielmente por las pulsiones conservadoras, los que hoy
nos ofrecen el cuadro de los fenómenos vitales (Freud, [1920] 1992, p.
38).

24 Desarrollado en el texto “Recordar, repetir y elaborar” (1914).
77
De esta forma, con lo dicho se puede determinar que existen dos
pulsiones primordiales: por un lado, las de autoconservación o de vida, las
cuales están vinculadas con el eros, con todo lo sexual y los impulsos que están
destinados a lo placentero; por otro lado, están las de muerte o thánatos, las
cuales son el destino final del ser humano. Por lo tanto, se aspira a la muerte
también y, a veces, se toman caminos que, con una firme aceptación de ese
destino, buscan acelerar esa muerte, encontrándola, de ser posible,
apresuradamente. La necrofilia une el placer sexual, que pertenece al eros, con
la búsqueda de la muerte, el thánatos.
En la novela de Méndez Limbrick se muestra cómo se logra obtener
placer sexual mediante la sodomía con prostitutas. La sodomía por sí misma ha
sido vista como una perversión sexual, desde posturas religiosas o
psiquiátricas. Sin embargo, en esta novela el placer sexual se obtiene después
de decapitar a la persona que se ha sodomizado. Esto se aprecia en el relato
de lo que sucedió entre Lajos, cliente de la red de comercio sexual descrita
anteriormente, y Kiara, prostituta del club de mariposas negras y amiga de
Jackie.
Una vez que Lajos hubo tirado a Kiara al suelo y ponerla de cuatro
patas, el hombre como un sátiro le brincó encima y sodomizó a la pobre
chica… agachó la cabeza y entre sollozos entrecortados dejó que Lajos
continuara hasta que saciara su deseo. Y el hombre estando en el punto
más alto de su clímax llamó con voz de león en celo a Juan y Óscar… 
78
Juan sujetó a la joven de las manos con una correa, Óscar llegó con una
enorme espada… y terminando Lajos de fornicarla, le arrancó la cabeza
de un solo cuajo (Méndez, 2015, pp. 210-211).
No se explica mucho más sobre los personajes masculinos que aparecen
en la cita anterior; Kiara, sin embargo, es amiga íntima de Jackie, por lo tanto,
aparece otras veces durante la narración. Sin embargo, es importante señalar
que puede hacerse una asociación entre Juan y Óscar, vistos aquí como
servidumbre de Lajos, y otros dos personajes con nombres iguales, quienes
fungen como morgueros en el OIC. Además, el personaje de Lajos puede ser
asociado a Julián Casasola Brown, pues ambos son descritos con
características similares, además de que existe una relación similar a la de
padre e hijo entre este y los morgueros, como bien lo afirma Julián: “─Mire, don
Henry, a estos muchachos yo los quiero como si fueran mis hijos” (Méndez,
2015, p. 151).
En la novela, se desarrolla una conexión interesante entre estos
morgueros y Henry, pues uno de ellos, Óscar, descubre a Henry observando de
manera embelesada el cadáver de Medias de Seda25
, una de las prostitutas
asesinadas, mientras tiene una fantasía sexual con ella. Óscar lo encuentra y
Henry se ve envuelto, casi sin querer, en el mundo de la necrofilia de Óscar y

25 Esta prostituta adquiere este sobrenombre debido a que el asesino le ha dejado puestas sus
medias de seda, único atuendo con el que cuenta al momento de ser encontrada muerta. 
79
Juan. Este mundo, en el cual Casasola funciona como el referente más antiguo
e importante, se describe como una especie de grupo selecto.
La desviación necrofílica de los morgueros consiste en tomar fotos de los
cadáveres de mujeres jóvenes y hermosas que llegan a la morgue. Henry es
testigo de una de las sesiones fotográficas de estos dos personajes, por lo que
se vuelve parte de esta práctica al participar de ella y no denunciarla. Resulta
atrayente preguntarse por qué Henry no denuncia este acto, se podría decir que
lo que hacen los morgueros es una especie de deseo oculto de él mismo, una
forma de acercarse al thánatos que, como se decía anteriormente, es un deseo
que se muestra en el ser humano por la tendencia hacia lo estable.
Ahora, observaba como el Éfebo26 se ubicaba por la cabecera de
Medias de Seda seguido de frases y murmullos del Zopilote27 que le
proponía algunos ángulos –según su opinión, mejor que otros−, y
cambiaba a Medias de Seda de posición como hacen los fotógrafos con
las artistas porno [cursivas del original] (Méndez, 2015, p. 139).
Es así como se evidencia la fascinación que siente Henry por lo muerto y
se construye como un personaje oscuro, con lo cual también se fortalece la
tesis de que él es el asesino, pues se ve como una persona demasiado cercana
a estas tendencias. Y debido al perfil que se construye del asesino, se trata de
una persona con tendencias necrófilas similares a las que muestra Henry al ser

26 Sobrenombre que se le da a Óscar.
27 Apelativo con el que se identifica a Juan, a veces llamado también Juancho. 
80
atraído por los morgueros a sus sesiones fotográficas de los cuerpos inertes de
las prostitutas asesinadas. Posteriormente, Henry también visitará a Casasola y
se sentirá atraído por las narraciones de este personaje que están descritas
siguiendo formas clásicas (se acerca a la épica) y cuyo tema central es la
inmortalidad.
Finalmente, se debe agregar que la historia de Henry con los morgueros
hacia el final de la novela se desvanece, pues el investigador es llevado a San
José de la Montaña por los morgueros y es de esta forma en que conoce a
Julián. Pero ante las pesquisas de los oficiales, ellos “negaron haber ido con él
[de Quincey] a San José de la Montaña” (Méndez Limbrick, 2015, p. 383).
Entonces nos queda la duda de si lo que sucede realmente con los morgueros
tiene un referente real o es una historia que nada más sucede en el mundo
interior y cercano a la locura del personaje principal. 
81
1.3. ¿La Sombra a quien busco soy yo?
El tema de la locura es explícito en esta novela por las indicaciones del
malestar psicológico de de Quincey, sus internamientos en el psiquiátrico y su
obsesión por la búsqueda del asesino. Sin embargo, el padecimiento de de
Quincey no es la única forma de locura que se manifiesta en el texto; también
hay una especie de depresión colectiva, la gente se muestra aislada y
desinteresada de todo vestigio de humanidad. Se oculta este último rasgo en el
interés por lo superficial, el abuso de drogas, el cuerpo como instrumento de
trabajo placentero y las constantes fiestas como una forma de mostrarse bien
ante los demás.
A nadie le importa una discusión que pudiera tener una puta en
una esquina de San José, ni que un carro con ventanas oscuras y sin
placas, pasadas las diez de la noche disminuya la velocidad y enganche
a cualquier mujer del comercio fácil (Méndez Limbrick, 2015, p. 15).
El ambiente es violento, cargado de emociones negativas, y se evidencia
el desinterés por la humanidad, unido a la ambivalencia del mismo espacio
físico, pues San José de noche es otro San José, se transforma en una
prostituta, en la gran puta de Babilonia. Henry “atisbaba a aquella mujer que era
San José, lo hacía desde una perspectiva como si se tratara de un voyeur… y
ella como una gran prostituta que le ofrecía sus pechos desnudos” (Méndez
Limbrick, 2015, p. 324). La metáfora es clara; San José es ambivalente como 
82
una prostituta, se ofrece al mejor postor, deshumanizada, ya no importa la
humanidad, solo importan el dinero y el sexo.
Asimismo, el valor de las personas depende de su profesión: las
prostitutas, sin importar si son de alta clase o no, son ciudadanas de segunda
categoría. Se podría pensar que esta profesión se menosprecia debido a que es
la cara de San José, es decir, recuerda lo que son sus habitantes: prostitutos.
Todos se muestran con una cara hipócrita, todos se venden por dinero, poder o
lo que necesiten, dependiendo del momento. Las verdaderas intenciones no se
conocen nunca ni siquiera entre los amigos, tal y como se describió antes entre
Henry y su amigo el periodista, a quien le oculta información, pues necesita
satisfacer su obsesión egoísta: la captura del asesino.
¿Será todo este ambiente el que transforma a de Quincey en La Sombra
que él busca? Más adelante se hablará sobre la importancia de los sueños en
esta novela, pues a partir de ellos se va creando un mundo ficticio y fantástico.
En ese mundo onírico, La Sombra se dirige hacia Henry diciéndole:
–¿Henry de Quincey, nacido en Puerto Limón, nieto de Charles
Tipton de Quincey, inmigrante inglés, maquinista de la Northern, por qué
me persigues? ¿No ves que yo soy tú, que somos la misma persona? Es
por eso que no puedes mirar mi cara… ¿Quieres que me quite la
máscara que llevo puesta para que mires de frente tus temores en un
solo rostro? (Méndez Limbrick, 2015, p. 127). 
83
En los sueños, la Sombra, producto inconsciente creado por el soñador –
en este caso Henry–, juega con él: le dice primero que son la misma persona,
después le dirá que es Jacki y, así, irá jugando con él de forma psicótica al
presentarse como otras personas y como el mismo Henry. Al final, vemos cómo
la Sombra desea mostrarle a de Quincey sus peores miedos. Esta cita también
recrea un ambiente de terror que recuerda un texto bíblico del Nuevo
Testamento, con lo cual, Jesús es metaforizado como ese ser tenebroso, pues
las palabras iniciales de la cita son las que le dirige a Pablo de Tarso: “¿Saulo,
Saulo, por qué me persigues?” (Hechos, 9:4). Mientras que en el texto bíblico la
divinidad se presenta en forma de luz, en la novela es oscuridad, una sombra
que no puede ser asida. Ante esto, se puede retomar la afirmación realizada
con respecto a la decadencia, pues incluso los símbolos religiosos más
sagrados en la novela se vuelven oscuros.
En este caso, podemos notar la relación con el tema de la locura
volviendo a la idea de la obsesión, pues de la misma forma en que el personaje
bíblico de Saulo se obsesiona con encontrar a Jesús; de Quincey se obsesiona
con la búsqueda del asesino. Asimismo, los personajes que buscan (de
Quincey como detective) son increpados y doblegados por el ser que provoca
su obsesión.
El peor miedo de Henry, que se menciona en la cita anterior, sería que él
mismo sea el asesino que ha estado buscando. Razón por la cual recurre a la
locura y la fantasía para no ver ese miedo terrible: él es el asesino. Dentro de 
84
los desdoblamientos que toma La Sombra en ese pasaje del libro, también se
encuentra el desdoblamiento femenino, La Sombra se convierte en una figura
similar a la de las víctimas, es decir, una mujer rubia y hermosa.
¿Henry no ves que tengo rasgos femeninos porque soy una
mujer? ─y diciendo esto, miró cómo se quitaba el sombrero de fieltro y
una rubia cabellera se mecía en la negritud de la noche eclipsando todo
a su paso. No pudo más, un fuerte dolor en el pecho que se lo oprimía y
un fuerte ahogo le hicieron desmayar… luego vino la oscuridad total
(Méndez Limbrick, 2015, p. 127).
El momento de terror absoluto para el protagonista sobreviene al ver la
cabellera rubia, rasgo característico de las prostitutas asesinadas, entonces
cabría preguntarse cuál es la verdad que ve Henry de frente al mirar esa
cabellera. ¿Será que en ese momento él se descubre a sí mismo como el
asesino? Además, es interesante que los episodios de desmayos en oscuridad
total le suceden al protagonista con frecuencia, estos desmayos están
asociados con la pérdida de memoria. También, al despertar, el protagonista se
encuentra desorientado con la sensación de incertidumbre con respecto a lo
ocurrido durante la noche.
Asimismo, otro rasgo que sustenta la premisa de que Henry sea el
asesino es precisamente lo que sucede después de ese sueño terrorífico.
“Despertó completamente bañado en sudor… todavía temblaba” (Méndez
Limbrick, 2015, p. 131). Además se dice que de Quincey despierta “con un dolor 
85
de huesos como si le hubieran dado una golpiza por toda la humanidad”.
Posterior a esto, aparecerá muerta la prostituta con la que Henry soñó la noche
anterior, entonces, de Quincey sabía de este asesinato antes de que ocurriera,
la explicación más sencilla para ello es pensar que él lo sabe porque él es el
asesino.
Sin embargo, la evidencia mayor que nos permite asociar a Henry con el
asesino será que el protagonista “estaba convencido que la sucesión de sueños
como el primero hacía una década, tenían alguna relación con los asesinatos”
(Méndez Limbrick, 2015, p. 132). Es decir, hace diez años de Quincey también
tenía estos sueños premonitorios, hace diez años hubo asesinatos similares a
los que están ocurriendo en el presente narrativo de la novela. Por lo tanto, es
posible determinar que el asesino de hace diez años y el actual son el mismo,
se trata de Henry, a quien le resulta intolerable esta realidad y por ello la cubre
con su locura.
La Sombra se transforma entonces en Henry, protagonista de la novela,
quien debido a sus características decadentes puede ser visto como un
antihéroe. Con esto, también de Quincey se asocia con la tragedia clásica de
Sófocles, Edipo rey, pues de la misma forma en que Edipo desespera por
encontrar al asesino del antiguo rey de Tebas, Layo28, Henry desespera por

28 Quizá otra reminiscencia de esta lectura intertextual puede ser vista en las similitudes de los
nombres de Lajos (aparente asesino de Kiara) y Layo (quien abandona a Edipo por el miedo
profundo que le produce ser destronado por su propio hijo). 
86
encontrar al asesino de las prostitutas. Al final, Edipo resulta ser el asesino de
Layo, quien es su padre biológico, y Henry parece ser el asesino de las
prostitutas.
En la Clínica, no quiso mirar las fotos… Un poco más restablecido
Henry se negó a reconocer los cuerpos en las fotografías.
De los asesinatos manifestó que no podía negar que él estuviese
allí porque ahí lo habían encontrado a la mañana siguiente. Como
siempre sucedía una llamada anónima decía por teléfono que había visto
movimientos “sospechosos” (Méndez Limbrick, 2015, p. 384).
Con lo anterior, se ven las relaciones intertextuales entre la novela y los
textos mencionados. Siguiendo la teorizaciones sobre intertextualidad, de
acuerdo con Julia Kristeva, “todo texto se construye como mosaico de citas,
todo texto es absorción y transformación de otro texto. En lugar de la noción de
intersubjetividad se instala la de intertextualidad, y el lenguaje poético se lee, al
menos, como doble” (1997, p. 3). También, siguiendo los aportes de esta teoría,
habría que considerar al texto bíblico como subtexto y a Mariposas negras para
un asesino como el exotexto. De acuerdo con lo anterior, el texto se constituye
como la suma del intertexto más el exotexto.
Quizá una razón para la actitud violenta de de Quincey en contra de las
prostitutas, podría ser el abandono de su madre. Su referente materno será su
abuela, mujer mayor, mientras que su madre, mujer joven, es quien lo
abandona. Y es precisamente a mujeres jóvenes a las que de Quincey asesina. 
87
¿Cómo entender entonces la entrevista que le concede Marcela a de Quincey
en la que relata que Lajos es el asesino de Kiara? Pues se podría pensar que
ese submundo, en el cual Henry se va inmiscuyendo de manera solitaria por no
querer compartir la información con su amigo el periodista Zúñiga, es otro de los
delirios del personaje. Sin embargo, este mundo onírico se vuelve importante
para fortalecer la tesis de que el mismo Henry de Quincey es el asesino. No
obstante, debido a que la novela se presenta como un texto abierto, también es
posible afirmar que ese ser maligno personificado como La Sombra es el
causante de los asesinatos y que ha usado a Henry como señuelo. Sin
embargo, cada lector podrá elegir la forma en que entenderá la novela, pues la
misma se presenta de forma abierta.
88
1.4. Mundo onírico
El simbolismo de los sueños de de Quincey inevitablemente tiene que
salir a colación para entender el sentido de esta novela. Freud (1911a y 1911b)
advertía sobre la forma en que los sueños deben ser analizados y su
importancia en la vida cotidiana. Para el análisis onírico, Freud consideraba que
los sueños deben ser segmentados para luego ser analizados como un todo.
Siguiendo las indicaciones del padre del psicoanálisis, es posible notar la carga
simbólica de estos sueños para el análisis del personaje de Quincey.
En el antepenúltimo sueño que aparece narrado en la novela, el tiempo
se detiene a las doce del día, es interesante hacer notar que esta hora ha sido
tradicionalmente entendida como un umbral. De Quincey deambula por el
centro de la ciudad de San José en busca de personas, pues la ciudad está
desolada, y visita varios lugares: la estación del ferrocarril al Pacífico, el Teatro
Nacional, el edificio del Instituto Nacional de Seguros, la Escuela Metálica y
otros. El acto de deambular, el sentimiento de desorientación que acompañan
esta escena serán también importantes de analizar, pues se puede entender
como una analogía de lo que está sucediendo en el mundo “despierto” de de
Quincey: la sensación de no encontrar el camino que lo guíe hacia el verdadero
asesino de las prostitutas de San José.
El primer lugar en el que se concentra es la estación del ferrocarril al
Pacífico y ahí recuerda su infancia, los días en que sus padres lo llevaban de
paseo a Puntarenas. Una imagen viene a su mente: la prohibición de sus 
89
padres, mientras él era niño, de caminar por unas baldosas. No recuerda si
existía, o no, una justificación para esta prohibición. Sin siquiera pensarlo, de
Quincey empieza a caminar por dichas baldosas, este hecho es sumamente
significativo, pues rompe con la prohibición paterna de la infancia: “se lanzó al
patio de la Estación, quería caminar por las baldosas, era una oportunidad
irresistible, sus padres siempre se la habían negado los veranos que iban al
puerto de Puntarenas, nunca supo el por qué” (Méndez Limbrick, 2015, p. 351).
El padre siempre puede ser resignificado como una figura divina. En la
tradición judeocristiana, una de los grandes mandamientos es “No matarás”. De
Quincey no se da cuenta de que al transgredir la prohibición paterna en el
sueño, puede transgredir las prohibiciones divinas también. De Quincey, a lo
largo de la novela, incurre en actos que no realizaba antes: primero se comenta
su aversión a las prostitutas y al licor, pero después se vuelve un lobo nocturno
que siempre disfruta de estos placeres. Esto mismo se puede notar con
respecto al haber sido detective de homicidios y, después, sospechoso de
asesinato.
También se habló previamente de cómo transgrede su regla
autoimpuesta sobre el uso de la tina. Es así como, una a una, las reglas que
impone el personaje van siendo violentadas. Entonces, cabría preguntarse si el
personaje no transgrede también la prohibición de matar. Aunque el texto no lo
diga claramente, tal parece que la respuesta ante esta duda debe ser afirmativa
por las pruebas que se encuentran en su contra y el hecho de que su defensa 
90
se basa en aspectos que se acercan mucho más a una narración con tintes de
delirio.
Por lo visto acerca de los sueños, se podría pensar que La Sombra y de
Quincey son similares. Mientras avanza su investigación, de Quincey se ve
envuelto en un mundo de fantasía, donde conversa con un hombre mayor,
Casasola Brown, a quien nunca le puede ver la cara, de la misma forma en que
no puede ver la cara de La Sombra. Zúñiga (2010) expone algunas precisiones
sobre el tema del doble y señala que “eliminar el doble equivale a evitar el
conflicto, la prueba que representa su existencia” (Jourde y Tortonese, 1996, p.
115 citados por Zúñiga, 2010, p. 2). Es así como, al final de la novela, la
eliminación de Casasola por parte de de Quincey se hace explícita, pues este
recuerda abalanzarse sobre Casasola con la finalidad de eliminarlo; después de
esto no recuerda nada más y despierta en el psiquiátrico.
¿Era de Quincey el asesino de prostitutas? ¿Era Henry La Sombra? Lo
dicho hasta acá conduce a pensar que sí. Los sueños de Henry hacen pensar
que él tiene un problema psiquiátrico de doble personalidad. Él es incapaz de
reconocerse a sí mismo como el asesino; por esta razón, cuando está cerca de
descubrirlo entra en crisis y termina en el psiquiátrico. Al final de la novela se
indica que, a raíz de las peticiones de Henry, se investiga a Casasola Brown,
pero el narrador señala que este hombre partió al extranjero y nunca regresó, y
que es imposible que esté vivo porque tendría más de cien años. Además, la 
91
dirección en San José de la Montaña, que de Quincey señala como la casa de
Casasola, es un lugar abandonado desde hace algunas décadas.
Por lo tanto, las pruebas mencionadas anteriormente son la contraparte
de la versión delirante que hace de Quincey sobre lo ocurrido. Se buscan las
pruebas de una versión fantasiosa que, evidentemente, no serán encontradas y
de Quincey terminará sus días encerrado en un manicomio y acusado de
asesinato. El análisis del mundo onírico de de Quincey fortalece la hipótesis de
que el personaje, investigador principal, es el asesino a quien se ha estado
buscando.
Sin embargo, el narrador omnisciente es el que indica estas
apreciaciones, pero dentro del mundo fantástico u onírico que ha sido creado
por de Quincey, es posible que exista Casasola y que sea el hijo predilecto de
Nakuf, un ser inmortal, descrito en alguno de los textos que el mismo Casasola
le leyó a Henry en una de sus visitas. El narrador omnisciente nos hace dudar
de Henry, pero dentro de la ficción creada por él (de Quincey), su versión
encaja de forma lógica. El final de la novela es coherente con Henry, quien está
en el Hospital, y el lector puede sospechar que él es el asesino.
Henry cerró los ojos y lo único que miró fue el anillo y su piedra
azul… y escuchó la voz de Casasola, la voz gutural del hombre riendo,
riendo detrás de las sombras, detrás de las sombras… [Los puntos
suspensivos son del original] (Méndez Limbrick, 2015, p. 385). 
92
Es así como el narrador de focalización externa se ubica desde la
perspectiva de de Quincey y nos hace dudar acerca de todo lo anotado
anteriormente. ¿Realmente existía La Sombra? Parece ser una duda que no
podemos responder de manera tajante. Pero lo que sí es real es que la
existencia de este ser sobrenatural vendría a alterar el registro verosímil de la
novela, pues Casasola Brown es un personaje visto únicamente por los
morgueros y de Quincey en medio de una atmósfera llena de misterio.
A pesar de esas dudas que subyacen, la realidad es que se encuentra a
de Quincey cubierto de sangre en la escena del crimen (p. 384). Con lo cual, el
narrador vuelve a tener una focalización no enfocada en el personaje de
Quincey. Habría que entender, entonces, que se trata de una prueba clara de la
culpabilidad de de Quincey, quien no recuerda nada de lo sucedido. Además,
en un acto de aparente paranoia, indica que todo es parte de un plan que
alguien ha gestado en su contra.
Antes de finalizar este análisis, se debe mencionar que esta novela
posee una gran riqueza en los aspectos estructurales de la narración.
Mackenback y Ortiz (2008) mencionan que la literatura centroamericana se ha
nutrido de nuevas formas de narrar que combinan lo que se ha aprendido
acerca de los géneros cultivados anteriormente −como el testimonio− con
elementos de la cultura popular −como series, canciones y otros−. Asimismo,
indican que hay una combinación en el nivel de los géneros, pues se crean 
93
novelas realistas en las que se evidencian algunos elementos, a veces
parodiados, de la novela policíaca o de la novela negra, entre otros.
Sobre este aspecto, se debe mencionar que Mariposas negras para un
asesino está narrada desde diferentes focos y voces. Por un lado, está el
discurso oficial representado por el periodismo y la investigación policíaca; por
otro lado, se encuentra el discurso del miedo que viven las prostitutas, en este
caso representado con los correos electrónicos que envía Jackie a su amiga
Guillermina. Sobre este último, se debe mencionar que, en ningún momento de
la novela, se muestra la respuesta que recibe Jackie sobre estos correos,
solamente, en los mensajes siguientes, la misma voz de Jackie hace mención a
las respuestas recibidas, transformando, de esta forma, a Guillermina en un
personaje extra-escénico (esta nomenclatura proviene del teatro).
Asimismo, hay componentes intertextuales, algunos bíblicos, como el de
Saulo, pero la gran mayoría se relacionan con la cultura clásica. La historia que
le lee Casasola a de Quincey es una digresión de muchísimas páginas, por lo
que se podría pensar que se está tejiendo, a manera de muñeca rusa, una
historia dentro de otra que encaja de manera lógica con la historia que cuenta
Henry. Finalmente, vale mencionar que en esta novela se entrecruza el género
fantástico con el detectivesco. Sobre este último, también se debe decir que
presenta una sutil parodia, pues el detective nunca logra encontrar al asesino, a
pesar de que trabaja arduamente para conseguirlo. Asimismo, esta parodia se 
94
cierra al lanzar la duda sobre si el detective siempre se anduvo buscando a sí
mismo. 

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  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

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