jueves, 24 de octubre de 2019

Théophile Gautier La pipa de opio y otros cuentos El ojo sin párpado - 38











            Théophile Gautier

 La pipa de opio y otros cuentos

 

 

            El ojo sin párpado - 38












            Théophile Gautier, 1990

            Traducción: Elena del Amo

            Cuadro de cubierta: Joven sentado con las piernas en alto (André-Adolph Disderi)

           
             



 LA CAFETERA

 

 

            Cuento fantástico[1]



 I

 

 

            EL año pasado me invitaron, junto a dos de mis compañeros de trabajo, Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli, a pasar unos días en un lugar remoto de Normandía.
            El tiempo que, cuando nos pusimos en marcha, prometía ser excelente, cambió de repente, y cayó tanta lluvia, que los tortuosos caminos por los que avanzábamos eran como el lecho de un torrente.
            Nos hundimos en el cieno hasta las rodillas, una capa espesa de tierra resbaladiza se pegó a la suela de nuestras botas, y su peso aminoró de tal modo nuestros pasos, que llegamos a nuestro lugar de destino una hora después de la puesta del sol.
            Estábamos agotados; así es que nuestro anfitrión, al comprobar los esfuerzos que hacíamos para reprimir los bostezos y mantener los ojos abiertos, una vez que hubimos cenado, mandó que nos condujeran a cada uno a nuestra habitación.
            La mía era muy amplia; sentí, al entrar en ella, como un estremecimiento febril, porque me pareció que entraba en un mundo nuevo.
            Realmente, uno podía creerse en tiempos de la Regencia, viendo los dinteles de Boucher que representaban las cuatro Estaciones, los muebles de estilo rococó del peor gusto, y los marcos de los espejos torpemente tallados.
            Nada estaba desordenado. El tocador cubierto de estuches de peines, de borlas para los polvos, parecía haber sido utilizado la víspera. Dos o tres vestidos de colores tornasolados, un abanico sembrado de lentejuelas de plata alfombraban el entarimado bien encerado y, ante mi gran asombro, una tabaquera de concha, abierta sobre la chimenea, estaba llena de tabaco todavía fresco.
            No advertí estas cosas hasta después de que el criado, tras dejar la palmatoria en la mesa de noche, me hubo deseado felices sueños y, lo confieso, empecé a temblar como una hoja. Me desnudé rápidamente, me acosté y, para acabar con aquellos estúpidos temores, pronto cerré los ojos volviéndome hacia el lado de la pared.
            Pero me fue imposible permanecer en esa postura: la cama se agitaba como una ola y mis párpados y mis ojos se negaban obstinadamente a cerrarse. No tuve más remedio que volverme y mirar.
            El fuego que ardía en la chimenea lanzaba reflejos rojizos a la estancia, de modo que se podía sin dificultad contemplar los personajes de los tapices y las figuras de los retratos borrosos colgados de la pared.
            Eran los antepasados de nuestro anfitrión, caballeros con armaduras de hierro, consejeros con peluca, y bellas damas de rostro maquillado y cabellos empolvados de blanco, que llevaban una rosa en la mano.
            De repente el fuego cobró un extraño grado de actividad; un resplandor macilento iluminó la habitación, y vi claramente que lo que había tomado por simples pinturas se hacía realidad; porque las pupilas de aquellos seres enmarcados se movían, brillaban de forma singular; sus labios se abrían y se cerraban como labios de personas que hablaran, pero yo no oía sino el tic-tac del reloj de pared y el silbido del viento otoñal.
            Un terror invencible se apoderó de mí, se me erizaron los cabellos, los dientes me castañeteaban tan fuertemente que pensé que se me iban a romper, y un sudor frío inundó todo mi cuerpo.
            El reloj dio las once. La vibración del último toque retumbó durante un instante interminable y, cuando hubo cesado completamente…
            ¡Oh, no! No me atrevo a decir lo que ocurrió, nadie me creería y me tomarían por loco.
            Las velas se encendieron solas; el fuelle, sin que ningún ser visible lo pusiera en movimiento, empezó a soplar el fuego, carraspeando como un viejo asmático, mientras las tenazas? removían los tizones y la paleta levantaba las cenizas.
            Después, una cafetera se tiró desde una mesa en la que estaba posada, y se dirigió, renqueando, hacia la lumbre, donde se instaló entre los tizones.
            Unos instantes más tarde, las butacas empezaron a ponerse en movimiento y, agitando sus retorcidas patas de forma sorprendente, fueron a colocarse alrededor de la chimenea.

 II

 

 

            No sabía qué pensar de lo que veía; pero lo que me quedaba por ver era todavía más extraordinario.
            Uno de los retratos, el más antiguo de todos, el de un gordo mofletudo de barba gris, que se parecía, hasta el punto de confundirse, a la idea que siempre me había hecho del viejo sir John Falstaff, sacó, gesticulando, la cabeza de su marco y, después de grandes esfuerzos, habiendo logrado pasar sus hombros y su rechoncho vientre por entre los estrechos márgenes de la orla, saltó pesadamente al suelo.
            Todavía no había recobrado el aliento cuando sacó del bolsillo de su jubón una llave increíblemente pequeña: sopló dentro para asegurarse de que el agujero estaba bien limpio, y la aplicó a todos los marcos, unos tras otros.
            Y todos los marcos se ensancharon para dejar pasar fácilmente a las figuras que encerraban.
            Pequeños y sonrosados abates, nobles ancianas, secas y amarillas, magistrados de gesto grave, embutidos en enormes trajes negros, petimetres con medias de seda, calzón de lana y la punta de la espada en alto… todos esos personajes presentaban un espectáculo tan extraño que, a pesar de mi espanto, no pude evitar que me diera la risa.
            Los dignos personajes se sentaron; la cafetera saltó ágilmente a la mesa. Tomaron el café en tazas del Japón, blancas y azules, que acudieron espontáneamente procedentes de la superficie de un escritorio, cada una provista de un terrón de azúcar y de una cucharita de plata.
            Una vez tomado el café, tazas, cafetera y cucharas desaparecieron a la vez, y empezó la conversación, realmente la más curiosa que jamás había oído, porque ninguno de los extraños conversadores miraba al otro al hablar: todos tenían los ojos fijos en el reloj de péndulo.
            Yo tampoco podía desviar la mirada de él, ni evitar seguir la aguja, que avanzaba hacia medianoche a imperceptibles pasos.
            Por fin, sonaron las doce; una voz, cuyo timbre era exactamente el del reloj, se dejó oír y dijo:
            —Es la hora, bailemos.
            El grupo entero se levantó. Las butacas retrocedieron solas; entonces, cada caballero cogió la mano de una dama, y la misma voz dijo:
            —¡Vamos, señores de la orquesta, empiecen!
            He olvidado decir que el motivo de los tapices era: en uno, un concierto italiano y, en el otro, una cacería de ciervos donde varios criados tocaban el cuerno. Los monteros y los músicos que, hasta entonces, no habían hecho gesto alguno, inclinaron la cabeza en señal de adhesión.
            El maestro levantó la batuta, y una armonía viva y bailable surgió de los dos extremos de la sala. Primero bailaron el minué.
            Pero las rápidas notas de la partitura ejecutada por los músicos armonizaban mal con las graves reverencias: además, cada pareja de bailarines, al cabo de unos minutos, se puso a hacer piruetas como una peonza. Los vestidos de seda de las mujeres, arrugados en aquel torbellino danzante, emitían sonidos de especial naturaleza; era como el ruido de alas de un vuelo de palomos. El aire que se introducía por debajo los inflaba prodigiosamente, de modo que parecían campanas en movimiento.
            El arco de los virtuosos pasaba tan rápidamente por las cuerdas, que salían chispas eléctricas. Los dedos de los flautistas se alzaban y bajaban como si hubieran sido de azogue; las mejillas de los monteros estaban hinchadas como balones, y todo ello formaba un torrente de notas y trinos tan apresurados y escalas ascendentes y descendentes tan embrolladas, tan inconcebibles, que ni los propios demonios hubieran podido seguir dos minutos semejante compás.
            Daba pena ver los esfuerzos de aquellos bailarines por seguir el ritmo. Saltaban, hacían cabriolas, zalamerías, agitados pasos de danza y trenzados de tres pies de altura, con tal ímpetu que el sudor, que les caía por la frente hasta los ojos, les desdibujaba los bigotes y el maquillaje. Pero por mucho que hicieran, la orquesta siempre se les adelantaba tres o cuatro notas.
            El reloj dio la una; se detuvieron. Vi algo que se me había escapado: una mujer que no bailaba.
            Estaba sentada en una butaca a un lado de la chimenea, y no parecía en lo más mínimo tomar parte en lo que pasaba a su alrededor.
            Jamás, ni siquiera en sueños, nada tan perfecto se había presentado a mis ojos; una piel de resplandeciente blancura, el cabello de un rubio ceniciento, largas pestañas y unos ojos azules, tan claros y tan transparentes, que a través de ellos veía su alma tan nítidamente como un guijarro en el fondo de un arroyo.
            Y sentí que, si alguna vez llegaba a amar a alguien, sería a ella. Salté precipitadamente de la cama, donde hasta entonces no había podido moverme, y me dirigí hacia ella, llevado por algo que actuaba sobre mí sin que pudiera darme cuenta; y me encontré a sus pies, con una de sus manos entre las mías, charlando como si la conociera desde hacía veinte años.
            Pero, por un extraño prodigio, mientras le hablaba, seguía con una ligera oscilación de cabeza la música que no había cesado de sonar; y, aunque estuviera en el colmo de la dicha conversando con tan bella persona, los pies me ardían de deseos de bailar con ella.
            Sin embargo no me atrevía a proponérselo. Al parecer, comprendió lo que yo quería, porque, levantando hacia la esfera del reloj la mano que le quedaba libre, dijo:
            —Cuando la aguja avance hasta ahí, ya veremos, mi querido Théodore.
            No sé cómo ocurrió pero no me sorprendió en absoluto oír que me llamaba por mi nombre, y continuamos charlando. Por fin, sonó la hora indicada, la voz con timbre de plata vibró otra vez en la habitación y dijo:
            —Ángela, puedes bailar con el caballero, si te apetece, pero ya sabes lo que pasará.
            —No importa —respondió Ángela en tono enojado.
            Y me rodeó el cuello con su brazo de marfil.
            Prestissimo! —gritó la voz.
            Y empezamos a bailar un vals. El seno de la muchacha tocaba mi pecho, su aterciopelada mejilla rozaba la mía, y su suave aliento acariciaba mi boca.
            En toda mi vida había experimentado una emoción semejante; mis nervios vibraban como resortes de acero, la sangre me corría por las arterias como un torrente de lava, y oía latir mi corazón como si tuviera un reloj en los oídos.
            Sin embargo aquel estado no era terrible en absoluto. Estaba inundado de una inefable dicha y hubiera querido seguir siempre así, y, cosa extraordinaria, aunque la orquesta hubiera triplicado su velocidad, no necesitábamos hacer esfuerzo alguno para seguirla.
            Los asistentes, maravillados de nuestra agilidad, gritaban entusiasmados, y aplaudían con todas sus fuerzas, aunque no emitían ningún sonido.
            Ángela, que hasta entonces había bailado el vals con una energía y una perfección sorprendentes, de repente pareció cansarse; me pesaba en el hombro como si las piernas le flaquearan; sus piececitos que, un minuto antes, tocaban ligeramente el suelo, se alzaban muy lentamente, como si estuvieran cargados con una masa de plomo.
            —Ángela, estás cansada —le dije—; descansemos.
            —Me gustaría —contestó enjugándose la frente con su pañuelo—. Pero, mientras bailábamos el vals, todos se han sentado; sólo queda una butaca y somos dos.
            —¡Qué importa, ángel mío! Te sentaré en mis rodillas.

 III

 

 

            Sin hacer la menor objeción, Ángela se sentó, me rodeó con sus brazos como si de un chal blanco se tratara y escondió la cabeza en mi pecho para calentarse un poco, porque se había quedado fría como el mármol.
            No sé cuánto tiempo permanecimos en esa posición, porque todos mis sentidos estaban absortos en la contemplación de aquella misteriosa y fantástica criatura.
            Había perdido la noción de la hora y del lugar; el mundo real ya no existía para mí, y todos los lazos que me ataban a él se habían roto; mi alma, libre de su prisión de fango, nadaba en el vacío y el infinito; comprendía lo que ningún hombre puede comprender, pues los pensamientos de Ángela se me revelaban sin que ella tuviera necesidad de hablar. Su alma brillaba en su cuerpo como una lámpara de alabastro, y los rayos que salían de su pecho atravesaban el mío de parte a parte.
            Cantó la alondra y un pálido resplandor se vislumbró tras las cortinas.
            En cuanto Ángela lo vio, se levantó precipitadamente, me hizo un gesto de despedida y, después de dar unos pasos, lanzó un grito y se desplomó.
            Presa de espanto, me precipité a levantarla… La sangre se me hiela sólo de pensarlo: no encontré sino la cafetera rota en mil pedazos.
            Ante aquella visión, convencido de que había sido el juguete de alguna ilusión diabólica, se apoderó de mí tal pánico, que me desvanecí.

 IV

 

 

            Cuando recobré el conocimiento, me encontraba en la cama; Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli estaban de pie a la cabecera.
            En cuanto abrí los ojos, Arrigo exclamó:
            —¡Bueno, menos mal! Llevo casi una hora frotándote las sienes con agua de Colonia. ¿Qué diablos has hecho esta noche? Por la mañana, al ver que no bajabas, entré en tu habitación, y te encontré, cuán largo eres, tirado en el suelo, vestido de cuello duro y levita, abrazando un trozo de porcelana rota como si de una joven y bella muchacha se tratara.
            —¡Pues claro! Es el traje de boda de mi abuelo —dijo el otro levantando uno de los faldones de seda forrado en tono rosa y estampado en tonos verdes—. Estos son los botones de estrás y de filigrana de los que tanto presumía. Théodore lo habrá encontrado en algún rincón y se lo habrá puesto para divertirse. Pero ¿cuál ha sido la causa de tu mal? Eso está bien para una damisela de blancos hombros; se le afloja el corsé, se le quitan los collares, el chal: una buena ocasión para hacer remilgos.
            —No ha sido más que un desmayo; soy muy propenso —respondí secamente.
            Me levanté y me despojé de mi ridícula vestimenta.
            Luego fuimos a almorzar.
            Mis tres compañeros comieron mucho y bebieron todavía más; yo casi no comí, pues el recuerdo de lo que había pasado me distraía de forma extraña.
            El almuerzo terminó, pero como llovía a cántaros, no se podía salir; cada uno se entretuvo, pues, como pudo. Borgnioli tamborileó marchas guerreras en los cristales; Arrigo y el anfitrión jugaron una partida de damas; yo saqué de mi álbum una hoja de pergamino y me puse a dibujar.
            Las líneas casi imperceptibles trazadas por mi lápiz, sin que hubiera pensado en ello en absoluto, comenzaron a diseñar con la más maravillosa exactitud la cafetera que había jugado un papel tan importante en las escenas de la noche.
            —Es sorprendente cómo esta cabeza se parece a mi hermana Angela —dijo el anfitrión, que había terminado su partida y me veía trabajar por encima del hombro.
            En efecto, lo que antes me había parecido una cafetera era realmente el perfil dulce y melancólico de Ángela.
            —¡Por todos los santos del paraíso! ¿Está muerta o viva? —exclamé con un cierto temblor en la voz, como si mi vida dependiera de su respuesta.
            —Murió hace dos años, de una pleuresía, después de un baile.
            —¡Ay! —respondí dolorosamente.
            Y, conteniendo una lágrima que estaba a punto de caer, guardé el papel en el álbum.
            ¡Acababa de comprender que para mí ya no era posible la felicidad en la tierra!

miércoles, 23 de octubre de 2019

Alphonse Marie Louis de Lamartine


Alphonse Marie Louis de Lamartine (Macon, Francia, 21 de octubre de 1790 - París, Francia, 28 de febrero de 1869) fue un escritor, poeta y político francés del período romántico.

Su padre, que pertenecía a la pequeña nobleza, fue detenido en la época del Terror y puesto en libertad gracias a la acción termidoriana. Entonces, el hombre se refugió con su familia en Milly, una modesta propiedad cerca de Mâcon. Fue ahí donde Lamartine pasó su infancia en el seno de una familia armoniosa que dejó huella en la sensibilidad del que llegaría a ser un gran poeta. En el colegio religioso de Belley, se emocionó ante sus primeras lecturas. A los diecisiete años, ya terminados sus estudios, regresó a Milly, ya que no deseaba servir al régimen napoleónico.

Hizo un viaje a Nápoles en 1811 y otro a Saboya en 1816. Ambos prendieron la chispa de su imaginación y, poco después, tras enamorarse de Madame Charles, joven esposa de un médico fallecida por tuberculosis en 1817, hizo sus primeras composiciones líricas. Son aquéllas, melodías simples e ingenuas, las que alcanzaron pronta y mucha popularidad en una generación harta de luchas e inclinada a una religiosidad nostálgica. En 1820, aparecen `Le lac` y `Le vallon`.

En 1821, acepta el cargo de secretario de Embajada en Nápoles, donde le acompañó su joven esposa Marianne Birch, con quien formó un matrimonio que inició en su vida una etapa feliz y tranquila que se reflejó en `Nouvelles méditations poétiques`. Poco después, sería encargado de un puesto similar en Florencia y dividió su tiempo entre actividades diplomáticas y líricas. Fue durante aquella época cuando, en 1830, apareció `Armonías poéticas y religiosas`, en las que unió notas religiosas a las de carácter político. Se vio obligado a dimitir de su puesto tras la Revolución de Julio.

En 1832, partió con su esposa y su pequeña hija Júlia a un viaje hacia Oriente. Por desgracia para Lamartine, su expedición terminó en Beirut con la muerte de su hija a los diez años, quien tenía ya una salud mermada. Después, en 1836, apareció `Jocelyn` y, en 1838, `La chute d`un ange`.

Fue en 1839 cuando terminó el período contemplativo de su vida para dar paso al activo, siendo elegido como diputado electo y tomando una actitud personal independiente. Lo ineficiente que consideraba al gobierno le llevó hacia el pueblo y, al no poderse separar de la literatura, escribió en 1847 la `Historia de los girondinos`, en el que exalta la democracia. La Revolución de 1848 le llevó durante algún tiempo a la jefatura del gobierno, y el poeta se desplegó en tribuno que improvisaba discursos y llamamientos a toda Europa. Sin embargo, el contacto con la realidad no era su punto fuerte. A partir del 2 de diciembre de 1848 se retiró de la política. Su vejez fue un combate incesante contra la miseria y los detractores de su obra. En 1857, escribió en poesía `La vigne et la maison`.

Fuente:
Recopilador: DR. Enrico Pugliatti.
***
Antología Poética
Alphonse de Lamartine


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AISLAMIENTO


A menudo en el monte, bajo algún viejo roble,
viendo el sol que se pone tristemente me siento;
dejo que todo el llano mis miradas abarquen,
el cambiante paisaje que se extiende a mis pies.


Aquí el río con olas espumosas murmura,
serpentea y se pierde en oscuros confines;
allí inmóvil el lago es un agua dormida,
con la estrella de Venus adornando su azul.


En la cima, que bosques muy sombríos coronan,
el crepúsculo pone su fulgor postrimero;
y el brumoso carruaje que conduce las sombras
emblanquece, elevándose todo el amplio horizonte.


De la gótica flecha surge entonces un son
religioso que invade todo el aire; el viajero
se detiene y escucha la campana que mezcla
a los últimos ruidos de aquel día su canto.

Pero halagos así no conmueven mi alma,
que parece insensible, incapaz de emoción;
y contemplo la tierra como un vago fantasma:
no calienta a los muertos este sol de los vivos.


De colina en colina pongo en vano mis ojos,
desde el norte hasta el sur, de la aurora al poniente,
y me digo: «No existe ni un lugar en el mundo
donde pueda pensar que me espera la dicha».


¿Qué me importan los valles, los palacios, las chozas?
Sus encantos son vanos, para mí nada cuentan.
Ríos, montes y bosques, soledades amadas,
sólo un ser está ausente y todo es un desierto.


Miraré indiferente los caminos del sol,
qué más da si en su inicio o en su parte final;
si se pone o si nace entre nubes o azul,
¿a mí el sol qué me importa? Nada espero del día.


Si pudiera seguirle en su larga carrera
por doquier yo vería el vacío y el páramo.
Nada quiero de todo lo que el sol ilumina,
nada quiero tener del inmenso universo.


Mas tal vez más allá de su curva celeste,
donde el sol verdadero otros cielos alumbra,
si pudiera dejar mis despojos aquí
lo que tanto he soñado se mostrara a mis ojos.


Allí me embriagaría en la fuente deseada
y volviera a encontrar esperanza y amor,
ese bien ideal al que aspiran las almas
y que no tienen nombre aquí abajo en la tierra.


¡Si pudiera en el carro de la Aurora elevarme
vago fin de mis ansias, en el cielo hasta ti!
¿Por qué aún sigo atado a esta tierra de exilio?
Entre la tierra y yo nada existe en común.


Cuando la hoja del bosque cae sobre los prados,
cuando el viento nocturno la arrebata a los valles,
yo quisiera también ser esa hoja caída:
¡Arrastradme como ella, aquilones, borrascas!


EL VALLE


Hasta de la esperanza ahora se siente hastiado
mi corazón, no quiere pedir nada al destino;
oh, tú, préstame sólo, valle de mi niñez,
el asilo de un día para esperar la muerte.


Ésta es la senda estrecha de mi valle sombrío:
llenan ambas laderas unos bosques espesos
que cruzando sus sombras curvas sobre mi frente
por entero me cubren de silencio y de paz.


Dos arroyos ocultos bajo puentes verdosos
serpenteando dibujan los contornos del valle;
un instante confunden su murmullo y sus aguas,
y no lejos de aquí ya se pierden sin nombre.


Se han perdido también de mi vida las aguas,
que se fueron sin ruido, sin retorno y sin nombre;
mas la fuente es muy límpida, y mi alma enturbiada
no ha podido espejear luz de días hermosos.


El frescor de sus cauces y su manto de sombra
me encadenan por siempre cerca de estos arroyos:
como un niño mecido por un canto monótono
se adormece mi espíritu al murmullo del agua.


Allí estoy entre muros de verdor, con un corto
horizonte ante mí que ya basta a mis ojos,
sin moverme y tan solo con la naturaleza,
sin oír más que el agua, sólo viendo los cielos.


Demasiado en mi vida he sentido y amado;
aunque vivo, ahora busco del Leteo la calma.
¡Oh lugares tan bellos, dad también el olvido!
Desde ahora el olvido ya es mi única dicha.


Corazón aquietado como el alma en silencio;
oigo apenas el ruido muy lejano del mundo
como un eco remoto que se ahogó en la distancia
y que traen los vientos al oído inseguro.


La existencia la veo como en medio de brumas
deshacerse en la sombra del pasado perdido.
Sólo queda el amor, como queda una imagen
que perdura en el alba cuando un sueño se borra.


Alma mía, reposa en este último asilo
como lo hace un viajero que camina con fe,
que se sienta a las puertas de la nueva ciudad
y respira un instante el perfume del véspero.


Sacudamos como él de los pies todo el polvo;
nunca más volveremos a andar este camino;
respiremos como él al final de la senda
esta calma que anuncia una paz que no acaba.


Tan oscuros y breves como días de otoño
son tus días que menguan como sombras del monte.
La amistad te traiciona, la piedad te abandona,
solitaria desciendes donde están los sepulcros.


Mas aquí está invitándote la natura que te ama;
piérdete en sus entrañas que ella siempre te ofrece:
aunque todo es mudanza, la natura es la misma,
como el sol es el mismo que da luz a tus días.


Ella sigue envolviéndote con sus luces y sombras,
sé insensible a los falsos bienes que ya has perdido,
ven y adora aquí el eco que adoraba Pitágoras,
presta oído con él al celeste concierto.


Con la luz sé tú el cielo, sé la sombra en la tierra;
en los llanos del aire sé aquilón volador;
con los pálidos rayos misteriosos de luna
sé cual alma del bosque en la sombra del valle.


Dios nos dio inteligencia para así concebirlo:
la natura descubre en sí misma a su autor.
Una voz en silencio al espíritu ha hablado:
¿Quién no ha oído esta voz resonar en su pecho?



EL LAGO


Así siempre empujados hacia nuevas orillas,
en la noche sin fin que no tiene retorno,
¿no podremos jamás en el mar de los tiempos
echar ancla algún día?


Lago, apenas el año ya concluye su curso
y muy cerca del agua donde yo le di cita,
mira, vengo a sentarme solo sobre esta piedra
donde ayer se sentaba.


Tú bramabas así bajo estas mismas rocas,
te rompías con furia en su herido costado;
así el viento arrojaba tus oleajes de espuma
a sus pies adorados.


Una tarde, ¿te acuerdas?, en silencio bogába
entre el agua y los cielos a lo lejos se oía
solamente el rumor de los remos golpeando
tu armonioso cristal.


De repente una música que ignoraba la tierra
despertó de la orilla encantada los ecos;
prestó oídos el agua y la voz tan amada
pronunció estas palabras:


«Tiempo, no vueles más. Que las horas propicias
interrumpan su curso.
¡Oh, dejadnos gozar de las breves delicias
de este día tan bello!


Todos los desdichados aquí abajo os imploran:
sed para ellos muy raudas.
Con los días quitadles el mal que les consume;
olvidad al feliz.


Mas en vano yo pido unos instantes más,
ya que el tiempo me huye.
A esta noche repito: "Sé más lenta", y la aurora
ya disipa la noche.


¡Oh, sí, amémonos, pues, y gocemos del tiempo
fugitivo, de prisa!
Para el hombre no hay puerto, no hay orillas del tiempo,
fluye mientras pasamos.»


Tiempo adusto, ¿es posible que estas horas divinas
en que amor nos ofrece sin medida la dicha
de nosotros se alejen con la misma presteza
que los días de llanto?


¿No podremos jamás conservar ni su huella?
¿Para siempre pasados? ¿Por completo perdidos?
Lo que el tiempo nos dio, lo que el tiempo ha borrado,
¿no lo va a devolver?



EL OTOÑO


¡Salve, bosques que ciñen los verdores postreros!
Amarillos follajes en la hierba esparcidos;
¡salve, breve hermosura! La natura enlutada
se acomoda al dolor y me es grata a los ojos.


Ando a pasos muy lentos el desierto camino
y por última vez vuelvo a ver este sol
palidísimo y bello cuya luz expirante
ilumina a mis pies la tiniebla del bosque.


Para mí hay más encanto en la luz del otoño
cuando todo se muere a su vista empañada:
el adiós de un amigo, la sonrisa postrera
de unos labios a punto de sellarse por siempre.


Ya dispuesto a dejar la ilusión de la vida,
y llorando los sueños esfumados que tuve,
vuelvo aún la cabeza y envidioso contemplo
esos grandes tesoros de que nunca gocé.


Tierra y sol, valles, bella, mansa naturaleza,
os debía una lágrima con un pie en el sepulcro.
¡Todo el aire es perfume y la luz es tan pura!
¡Al que muere este sol le parece tan bello!


Yo quisiera apurar hasta las mismas heces
este cáliz que mezcla con el néctar la hiel;
tal vez en esta copa donde bebí la vida
pueda haber todavía una gota de miel.

El futuro quizá para mí reservaba
un retorno a la dicha de la cual nada espero.
Es posible que un alma que yo ignoro aún hubiese
comprendido mi alma, respondiendo a mis ansias...


La flor muere entregando sus perfumes al céfiro;
a la vida y al sol, éstos son mis adioses;
ahora muero y mi alma cuando expiro se exhala
como un triste sonido lleno de melodía.




MEDITACIÓN SOBRE LOS MUERTOS


Ved las hojas que ya no tienen savia
y que caen encima de la hierba;
ved el viento que se alza con su voz
gemebunda, que suena por el valle;
ved también la viajera golondrina
que roza con las puntas de sus alas
el agua adormecida del pantano;
ved al niño que vive en una choza
y que va a recoger entre los brezos
esas ramas caídas de los bosques.


Ya no se oye el murmullo de las aguas
que encantaba a las fuertes arboledas;
bajo ramas que no tienen verdor
han perdido los pájaros su voz;
el crepúsculo está cerca del alba;
apenas nace el sol a nuestros ojos
cuando va a terminar su recorrido;
antes de su final aún nos depara
claridades muy pálidas y breves
a las que llamaremos todo un día.


No se siente ya el céfiro en la aurora
bajo sus nubes de color dorado;
y el rojo del crepúsculo se muere
sobre el agua incolora de la tarde.
El mar está vacío y solitario,
le vemos como un árido desierto
en el cual no hay ni sombra de un esquife;
y con sordo sonido allí en la playa
las olas borrascosas y tardías
no son más que un murmullo quejumbroso.


La oveja que recorre las colinas
a su paso no encuentra hierba alguna;
su cordero ha dejado entre las zarzas
las lanosas guedejas que le visten;
la flauta de la música campestre
ya nunca más alegrará el hayedo
con tonadas de júbilo o de amores;
han cortado la hierba de los campos:
ved cómo acaba un año, ved también
cómo acaba en tristeza nuestra vida.


Es ésta la estación que todo troncha
por la fuerza impetuosa de los vientos;
un aquilón que viene de la tumba
siega también a todo ser viviente;
se desploman entonces por millares
como si fueran esa pluma inútil
que el águila abandona mientras vuela
cuando otras plumas nuevas han nacido
que calientan sus alas otra vez
al acercarse el frío del invierno.


En ese tiempo fue cuando mis ojos
palidecer os vieron y morir,
¡oh tiernos frutos que no quiso Dios
dejar que madurasen a la luz!
A pesar de ser joven, en la tierra
me he convertido ya en un solitario
entre aquellos que son de mi edad misma.
Y cuantas veces llego a preguntarme:
¿Dónde están los que ha amado el corazón?
la mirada se vuelve hacia la hierba.


En aquella colina está su tumba,
bien conocen mis pies este camino;
pero, Señor, su esencia que es divina,
ellos mismos, Señor, ¿están allí?
Hasta las tierras indias tan lejanas
una paloma lleva su mensaje,
y acaba por volver hasta nosotros.
La vela cruza el mar y al fin regresa.
Mas del estrecho espacio que ahora ocupan
jamás puede volver el alma suya.


Pero, ay, cuando los vientos del otoño
silban entre el ramaje ya desnudo,
cuando tiemblan las briznas de la hierba,
cuando oímos la música del pino,
cuando el doblar de la campana oscura»
deja oír sus lamentos funerarios,
en la noche y en medio de los bosques,
a cada viento que levanta el soplo,
a cada ola que muere entre los guijos,
yo pregunto: ¿No sois su voz acaso?


Al menos, si su voz siendo tan pura
es a nuestros sentidos inaudible,
sé que su alma en secreto me murmura
más íntimos acentos todavía.
En unos corazones que dormitan
los recuerdos de antaño al despertar
se agolpan tumultuosos, en tropel,
como unas hojas secas y sin vida
que vuelven a traer esas tormentas
al tronco que las tuvo entre en sus ramas.


Es una madre que maravillada
a sus hijos dispersos para siempre
desde la otra ribera de la vida
tiende brazos que un día los mecieron;
hay besos que florecen en su boca;
sobre el pecho que un día fue su cuna
su corazón a sí vuelve a llamarlos;
hay lágrimas que empañan su sonrisa,
y les dice mil veces su mirada:
¿Es que hay alguien que os ame como yo?


O es acaso una joven desposada
con corona nupcial sobre la frente
que se llevó tan sólo un pensamiento
de lo que era ser joven a la tumba.
Y que, ay, está triste hasta en el cielo,
para volver a ver a aquel que ama,
y retorna hacia él para decirle:
¡Mi tumba está cubierta de verdor!
En esta tierra que es como un desierto,
dime, ¿qué esperas? ¡Yo no estoy contigo!


O es tal vez un amigo de la infancia
que en los días oscuros de desdicha
nos prestó la benigna Providencia
como sostén de nuestro corazón;
ya no está aquí, nuestra alma es como viuda;
sigue los pasos de tan dura prueba
y nos dice movido a compasión:
Amigo, si en tu alma ya rebosa
el júbilo o acaso la aflicción,
¿quién comparte contigo todo eso?


Es la sombra muy pálida de un padre
que murió pronunciando nuestro nombre;
o es tal vez una hermana o un hermano
que anticipan sus pasos a los nuestros.
Bajo el techo de nuestra feliz casa,
con aquel que ahora llora por su ausencia,
¡ay, parece que ayer aún dormían!
Y el corazón no sabe si creer
que el gusano devora en el sepulcro
esta carne que es carne también mía.


O el niño cuya muerte tan cruel
una cuna vacía deja pronto,
y cae de los pechos de su madre
a la helada yacija de la tumba.
Todos aquellos, pues, cuya existencia
se nos arrebató un día u otro,
llevándose una parte de nosotros,
murmuran desde el polvo que los cubre:
¡Oh vosotros que veis aún la luz!
¿os acordáis tal vez de los ausentes?



Ah, sé bien que lloraros es la dicha suprema,
espíritus amados, de quien puede llorar.
Si os olvido me olvido de mí mismo también.
¿Es que no sois acaso como un pecio de mi alma?


A medida que andamos en el viaje sombrío
es más bello el paisaje del pasado feliz.
Y partida por dos se divide nuestra alma,
y la parte mejor pertenece al sepulcro.


Dios benigno, su Dios, oh tú, Dios de tus padres,
tantas veces nombrado por su boca silente,
mira ahora las lágrimas de sus rostros fraternos,
¡oh, recemos por ellos, que nos dieron su amor!


Ellos te suplicaron en su vida tan corta,
sonreían también cuando Tú les heriste;
exclamaron: Bendita sea siempre tu mano.
Oh, Dios, toda esperanza, ¿no les vas a ser fiel?


Y no obstante, ¿por qué este largo silencio?
¿Es que acaso nos han olvidado del todo?
¿Ya no pueden amar? ¡Ah, esa duda te ofende!
¡Oh, Dios mío, Tú que eres todo amor para siempre!


Pero si ellos hablasen al mortal que les llora,
si pudieran decirnos lo dichosos que son,
viviríamos antes lo que Tú nos preparas,
volaríamos antes de tu día hacia ellos.


¿Dónde viven? Di, ¿qué astro ilumina sus ojos
con fulgores perennes y más dulces que el sol?
¿Van acaso a poblar esas islas de luz?
¿O se quedan flotando entre el cielo y nosotros?


¿Es que están anegados en el fuego eternal?
¿Han perdido los dulces nombres de nuestra tierra,
esos nombres de hermana o de amante o de esposa?
¿Por qué a nuestras llamadas no responden jamás?


No es posible, Dios mío, si la gloria celeste
les hubiese borrado los humanos recuerdos,
Tú también nos quitaras su memoria en nosotros;
¿es que en vano vertemos nuestro llanto por ellos?


¡Ah, que se pierda su alma en tu seno divino,
pero que conservemos en su pecho un lugar!
Ya que antaño gozaron de lo que es nuestro júbilo,
sin su dicha jamás vamos a ser felices.


¡Oh, sí, extiende sobre ellos esa mano clemente!
Es verdad que pecaron, pero el cielo es un don.
Y sufrieron también, y ésta es otra inocencia.
Y al amar les selló el perdón de los cielos.


Fueron lo mismo que nosotros somos,
sólo polvo y juguete de los vientos.
Frágiles como siempre son los hombres,
débiles como ha de ser la misma nada.
Si sus pies a menudo tropezaron,
si sus labios pudieron transgredir
algún punto concreto de tu ley,
¡Oh Padre, oh Juez supremo, te lo ruego,
ah, no veas en ellos cómo son,
ve solamente en ellos a ti mismo!


Si remueves el polvo de los cuerpos
el polvo será nada ante tu voz.
Y si alargas la mano hacia la luz
su falsedad te manchará los dedos.
Si tus ojos divinos sondearan
los hombres, las columnas de este mundo
y del cielo verías que retiemblan;
si dijeses un día a la inocencia:
Sube a la altura a defender tu causa,
velarían su rostro tus virtudes.


Pero, Señor, sé bien que Tú posees
una inmortalidad que es algo propio.
Toda la dicha que Tú das a otro
no hace más que aumentar tu propia dicha.
Tú dijiste al sol: brilla sobre el mundo
y la luz se derrama todavía.
Tú dijiste a los tiempos que engendraran,
y dócil a tu voz la eternidad
hizo siglos y siglos por millares,
sin tregua sucediéndose hasta hoy.


Los mundos que Tú quieres restaurar
sin fin rejuvenecen ante ti,
no separas jamás ante tus ojos
el tiempo del pasado y el futuro.
Eres la vida, vives, las edades
que para tus hechuras son distintas,
para ti son iguales, son lo mismo.
Y tus labios jamás han pronunciado
ay, estas tres palabras tan humanas:
que decimos: ayer, hoy y mañana.
¡Oh, Tú, Padre de la naturaleza,
abismo y manantial de todo bien,
nada puede medirse por ti mismo!

Más, ay, no quieras Tú medirte a nada.
¡Oh, divina clemencia, te suplico
que si pesas la nada no te olvides
de echar todo tu peso en la balanza!
¡Oh, suprema virtud, triunfa, pues,
contemplándote a ti en toda virtud,
oh, sí, triunfa al querernos perdonar!



MILLY O LA TIERRA NATAL


¿Por qué, pues, pronunciar ese nombre de patria?
En su exilio brillante se estremece mi pecho
y resuena de lejos en el alma afligida
como lo hacen los pasos o la voz de un amigo.


¡Oh montañas veladas por la niebla de otoño,
valles que entapizaban las escarchas del alba,
sauces cuya corona deshojaba la poda,
viejas torres doradas por el sol de la tarde,


muros negros del tiempo, lomas, cuestas abruptas,
manantial donde van a beber los pastores,
gota a gota esperando aguas raras y límpidas,
con sus urnas dispuestas mientras hablan del día!


Choza que hace brillar el fulgor de la lumbre
y que amaba el viajero por humear a lo lejos,
sólo objetos, ¿o acaso tenéis alma también
que se pega a nuestra alma y a la fuerza de amar?


Yo vi cielos azules cuya noche es sin brumas,
toda de oro hasta el alba bajo un brillo de estrellas
que en su curva infinita redondeaban la cúpula
de cristal que jamás ha empañado algún viento.
Y vi montes cargados de limones y olivas
reflejar en las aguas sus inquietos perfiles;
y en sus valles profundos al impulso del céfiro
balancearse la espiga y la cepa madura;
en los mares que apenas son un leve murmullo
vi del agua luciente la ondulante cintura
aprentando y soltando en sus pliegues azules
de sus riscos mellados los contornos inciertos
extenderse en el golfo como mantos de luz,
y blanqueando el escollo con sus flores de espuma
llevar hasta lo lejos de un poniente rojizo
islas» que eran el lecho como de oro del sol;
allí abriéndose a mí me mostraban sin límite
todo un mar infinito donde habita el misterio;
vi las cumbres altivas, cual del aire pirámides,
donde estío fundía el abrigo invernal,
descendiendo en peldaños hasta el fondo de valles
con laderas pobladas por aldeas y frondas,
con picachos y rocas que se yerguen, bajando
en pendientes de hierba para huir deslizándose,
mientras curvas humeantes, con un ruido de trueno
sus torrentes de espuma y sus ríos en polvo,
en sus flancos que son ya de luz ya de sombra,
con oleadas oscuras y con islas radiantes,
se ven valles profundos caros al soñador,
ascendiendo, bajando y ascendiendo otra vez,
y allí desde la raíz de sus amplias murallas,
entre abetos y robles por la tierra esparcidos,
en los lagos o espejos que a su sombra dormitan
dar sus verdes reflejos o su imagen oscura,
y en el tibio azul claro de estas límpidas aguas
ser la nieve un temblor y algo fluido los cerros.
Visité esas orillas y ese albergue divino
que la sombra del vate eligió como tumba,
esos campos que pudo la Sibila-" mostrarle,
y el Elíseo y Cumas; y a pesar de todo eso
no está allí el corazón...


Pero existe también una estéril montaña
que no tiene ni bosques ni hontanares, con una
cumbre humilde minada por la acción de los años,
que por su propio peso día a día se inclina
y que pierde su tierra derramada en barrancos
conservando un boj seco de raíz descarnada,
con roquedos a punto de caer si los pisa
con su pata ligera algún chivo nervioso.
Con el tiempo esos restos al caer han formado
como un cerro que mengua y que va escalonándose
hasta muros que sirven de pared protectora
a unos campos avaros que ha regado el sudor;
unas cepas con brazos que no encuentran sus arces
por la tierra serpean o en la arena se arrastran,
y hay zarzales en donde el zagal de la aldea
coge un fruto olvidado que disputa a los pájaros;
allí ovejas escuálidas de las chozas vecinas
ramonean dejando entre espinos su lana.
Lugar donde la música de las aguas de estío
o el temblor del follaje que sacuden las brisas
o los himnos que entrega el ruiseñor a los aires,
no conmueven el pecho ni el oído seducen,
sino que bajo un cielo que es de bronce perpetuo
la cigarra ensordece con su grito escondido.
Hay en estos desiertos una rústica casa
que recibe tan sólo de este monte la sombra,
con paredes golpeadas por la lluvia y los vientos,
con los musgos antiguos ocultando su edad.
En su umbral pueden verse tres peldaños de piedra
y allí puso el azar de una yedra las raíces
que mezclando cien veces sus enredos de nudos
con sus brazos esconde las injurias del tiempo,
y curvando en un arco sus volutas agrestes
es el único adorno de aquel rústico porche.
Un jardín que desciende por el flanco de un cerro
muestra cara al poniente un sediento arenal.
No sujeta, la piedra que el invierno ha tiznado
es el triste jalón del recinto minúsculo.
Esa tierra que hieren las azadas exhibe
sus entrañas desnudas de la hierba y la sombra;
ni esmaltadas alfombras ni el verdor hecho bóveda,
ni un arroyo en los bosques, ni frescor ni murmullo;
solamente seis tilos que el arado olvidó,
con un poco de hierba extendida a sus pies
dan en tiempo de otoño sombra tibia y escasa,
que es más grata a la frente bajo un cielo tan duro;
árboles que en sus frondas, en mi infancia feliz,
albergaron los sueños más hermosos que tuve.
En aquellos lugares que suspiran por agua
hay un pozo en la roca que el frescor nos esconde,
y allí el viejo, después, de muy largos esfuerzos,
mientras gime descansa su urna sobre el brocal;
la era donde el mayal sobre tierra pisada
bate rítmicamente las dispersas gavillas,
y la blanca paloma y el humilde gorrión
se disputan la espiga que el rastrillo olvidó;
y esparcidas por tierra, herramientas del campo,
yugos rotos y carros que duermen bajo porches,
ejes ya sin los rayos que quebró la rodada,
y la reja inservible que embotaron los surcos.


Nada alivia la vista de su estéril prisión,
ni las cúpulas áureas de soberbias ciudades,
ni la senda de polvo, ni a lo lejos un no,
ni los blancos tejados a la luz de la aurora.
Solamente esparcidos de distancia en distancia
los refugios agrestes que los pobres habitan,
junto a sendas estrechas que dispuso el desorden,
con tejados de bálago y paredes ahumadas,
se ven donde el anciano que se sienta a la puerta,
en su cuna de juncos duerme al niño que llora.
¡Una tierra sin sombra, sin colores los cielos,
unos valles sin agua! ¡Y allí está el corazón!
Éstos son los lugares, los sagrados parajes
de los cuales el alma rememora la imagen,
y que forjan de noche mis ensueños más bellos
hechizando los ojos con antiguas visiones.


Allí cada momento, cada aspecto del monte,
cada ruido que se alza por la noche en los campos,
cada mes que retorna como un paso del tiempo,
y hace verdes o mustia esos bosques y prados,
y la luna que mengua o que crece en la sombra,
y la estrella que asciende por la oscura colina,
los rebaños del monte que la escarcha ha expulsado
y que vuelven al valle con su andar vacilante,
viento, espino florido, hierba verde o marchita,
y la reja en el surco y en los prados el agua,
todo me habla una lengua que resuena aquí dentro,
con palabras que entienden los sentidos y el alma:
resonancias, perfumes, tempestades y rayos,
y peñascos, torrentes, y esas dulces imágenes
y esos viejos recuerdos que en nosotros dormitan,
que un lugar nos conservan y devuelven más dulce.
Allí está el corazón que se vuelve a encontrar;
todo allí me recuerda, me conoce y me ama.



Allí abundan amigos en todo este horizonte,
en cada árbol releo una historia pasada
y también cada piedra tiene un nombre que es suyo;
«¿qué más da que este nombre, como Palmira o Tebas,»
no recuerde los fastos de un imperio grandioso
ni la sangre vertida a la voz de un tirano
o esos grandes que el hombre llama azotes de Dios?
El lugar cuya trama nos cautiva la mente,
que aún rebosa de fastos que no olvida nuestra alma,
me parece tan grande como el campo glorioso
que fue cuna o sepulcro de un imperio inseguro.
¡Nada es vil! ¡Nada es grande! Todo el alma lo mide.
Al nombrar una choza puede un pecho agitarse,
y sobre monumentos de los héroes y dioses
el pastor pasa y silba y desvía los ojos.


He aquí el banco rústico que servía a mi padre,
y la sala que oyó su voz fuerte y severa,
cuando aquí los pastores, en sus rejas sentados,
le contaban los surcos hechos en cada hora;
o tal vez palpitante de sus días de gloria
nos contaba la historia de los regios cadalsos;
y aún viviendo el combate en que había luchado,
al contarnos su vida la virtud enseñaba.
Y el vacío lugar en que siempre mi madre,
al suspiro más leve de su casa salía
para hacernos llevar o la lana o el pan,
y vestir la indigencia o dar vida al hambriento;
y aquí están las cabañas donde su mano amante
las heridas curaba con aceite y con miel,
y muy cerca del lecho del anciano expirante
no dejaba de abrir ese libro que da
todavía esperanza al que deja la vida,
recogiendo suspiros que eran casi estertores
y llevando hacia Dios su postrera ansiedad,
y cogiendo la mano del menor de nosotros,
a la viuda y al niño, de rodillas ante ella,
les decía enjugando de sus ojos las lágrimas:
«Os doy un poco de oro, devolvedlo en plegarias.»
Y el umbral a la sombra donde nos acunaba,
y la rama de higuera que curvaba su mano,
y el estrecho sendero que cuando las campanas
en el templo lejano atronaban el alba,
tras sus pasos subíamos al altar del Señor
con el fin de ofrecerle dos inciensos muy puros
que eran nuestra inocencia junto con nuestra dicha.
Y su voz aquí mismo, muy piadosa y solemne,
nos hablaba de un Dios que en la madre sentíamos,
señalando la espiga encerrada en su germen,
el racimo que daba su brebaje aromático,
la ternera" trocando plantas verdes en leche,
y la peña agrietada por manar de las fuentes,
y la lana de oveja que a las zarzas se roba
.para así tapizar dulces nidos de pájaros,
y aquel sol siempre exacto en sus doce mansiones
repartiendo en su entorno estaciones y horas,
y esos astros nocturnos salvo a Dios incontables,
mundos que el pensamiento casi no osa escalar,
enseñaba la fe hija de agradecidos,
y hacía admirar a nuestra simple infancia
que el insecto invisible a los ojos y el astro
en los cielos tenían padre igual que nosotros.
Esos brezos y campos, esos prados y viñas
tienen muchos recuerdos y sus sombras amadas.
Aquí mismo jugaban mis hermanas, y el viento
las seguía jugando con sus rubios cabellos;
allí con los pastores en la cumbre del cerro
encendía fogatas con ramaje y espinos,
y mis ojos, pendientes de las llamas del fuego
las veían ondear horas y horas enteras.
Allí contra el furor del temible aquilón
este sauce vacío nos prestaba su tronco,
y yo oía silbar en su fronda ya muerta
brisas que aún rememora como música el alma.
Y aquí el álamo está, inclinado al abismo,
que en el tiempo de nidos nos mecía en su copa,
y el arroyo en los prados cuyas aguas dormidas
lentamente inundaban nuestras barcas de caña,
y la encina, la peña, el molino monótono,
y aquel muro que al sol, en los días de otoño,
me veía sentado, cerca de los ancianos,
contemplando el crepúsculo con atenta mirada.
Todo aún sigue en pie y en su sitio renace;
aún seguimos las huellas de mi andar por la arena;
sólo un corazón falta que lo pueda gozar.
¡Ay de mí! Que la luz disminuye y se pierde.
Como espigas en la era, dispersó la existencia
lejos de la paterna heredad a los hijos,
y a la madre también, y ese hogar tan amado
se parece a los nidos de los cuales ha huido
la veloz golondrina en los largos inviernos.
Ya la hierba que crece en las losas antiguas
borra en torno a los muros los senderos domésticos,
y la hiedra, flotando como un manto de luto,
cubre a medias la puerta y hasta invade el umbral.
Tal vez pronto... ¡Oh Dios mío, oh presagio funesto!,
tal vez pronto un extraño al que nadie conoce,
con el oro en la mano del lugar se hará dueño,
oh lugares que habitan, según nuestra memoria,
tantas sombras queridas, familiares, y entonces
todos nuestros recuerdos de las cunas y tumbas,
huirán a su voz igual que las palomas
echarán a volar de su nido en el árbol
de los bosques que el hacha abatió para siempre,
y que ya no sabrán donde van a posarse.
¡No permitas, Señor, tanto llanto y ofensa!
No toleres, Dios mío, que nuestra humilde herencia
pase de mano en mano a vil precio comprada,
como el techo de gentes que vivieron del vicio,
arruinados, o el campo que fue de unos proscritos.
Que un extraño avariento venga con paso altivo
y que pise el humilde surco que años atrás
fue también nuestra cuna sobre un campo de hierba,
a expoliar a los huérfanos, a contar sus monedas
donde sólo tenía la pobreza un tesoro,
blasfemando tu nombre aquí bajo estos pórticos
donde antaño mi madre enseñaba a la voz
de sus hijos los cánticos que exaltaban tu gloria.
Ah, prefiero cien veces que entregada a los vientos
penda roto el tejado sobre el muro decrépito;
que las flores mortuorias, los espinos, las malvas,
broten entre las ruinas de los atrios deshechos.
Que el lagarto dormido allí al sol se caliente,
que en las horas del sueño Filomela allí cante,
que el humilde gorrión y las fieles palomas
allí junten en paz bajo el ala a sus crías,
y que el ave del cielo tenga allí su nidada
donde antaño durmió la inocencia en su lecho.
Ah, si el número escrito por los altos destinos
alcanzara la edad de los blancos cabellos,
ojalá, feliz viejo, allí mengüen mis días
entre tales recuerdos de mis simples amores.
Y ojalá cuando sean los benditos tejados
y estos tristes escombros para mí solamente
todo un pueblo de sombras, ojalá pueda entonces
reencontrar en los nombres, en los mismos lugares,
tantos seres amados que los ojos no ven.
Y vosotros que acaso viviréis cuando yo
sea helada ceniza, si queréis dedicarme
algo grato al recuerdo, elevadme algún día...
Pero no, no elevéis nada que me recuerde;
sólo cerca del sitio donde duerme la humilde
esperanza de aquellos que llamamos cristianos,
en los campos cavadme ese lecho que quiero,
como el último surco donde va a germinar
otra vida. Extended sobre mí un lecho herboso
que el cordero del pueblo ramonee en primavera,
donde todos los pájaros que años ha mis hermanas
consiguieron que fueran del lugar habitantes,
aquí acudan a amar y también a cantar
en mis noches tranquilas. Y para señalar
mi lugar de reposo, que despeñen rodando
de las altas montañas un fragmento de roca;
sobre todo que no haya un cincel que lo talle
ni que borre ese musgo de los días antiguos
que oscurece su cara, y que al paso de inviernos,
incrustado en la piedra, dé en sus letras vivientes
una fecha a sus años; y que no haya ni cifras
ni mi nombre grabado en tal página agreste.
Ante la eternidad toda edad se confunde,
y Aquel que con su voz a los muertos despierta,
aunque falte mi nombre sé que no va a olvidarme.
Allí bajo mis cielos, al pie de las colinas
que cubrieron antaño con sus sombras mi cuna,
junto al suelo natal, junto al aire y al sol,
con un sueño muy leve esperaré el despertar.
Mi ceniza mezclada con la tierra que me ama
volverá a tener vida incluso antes que el alma,
será verde en los prados y color en las flores,
en las noches de estío beberá los perfumes
y los llantos del aire; y al llegar de aquel día
que no tiene crepúsculo la primera centella
que podrá despertarme a la aurora sin fin,
cuando se abran los ojos volveré a ver lugares
que en mi vida adoré y que vi tantas veces,
nuestra aldea y sus piedras con el fiel campanario,
la montaña y el cauce seco de este torrente,
y los campos resecos; y juntando ante mí
con la nueva mirada tantos seres queridos,
cuya sombra dormía aquí cerca entre escombros,
mis hermanas, un padre y una madre que es alma,
no dejando cenizas que conserve la tierra,
igual que el viajero desembarca y dirige
al navío miradas en las que hay gratitud,
nuestras voces dirán al unísono entonces
a todo este lugar que rebosa delicias
nuestro único adiós ya sin mezcla de lágrimas.

lunes, 21 de octubre de 2019

François-René de Chateaubriand Memorias de ultratumba (libros XIII-XXIV)


Epopeya extraordinaria de unos tiempos convulsos que François de Chateaubriand vivió como testigo y protagonista, las “Memorias de ultratumba” son un documento literario atemporal. Melancólico y desengañado, aristócrata que presenció la Revolución Francesa, que viajó a la joven República americana y conoció el esplendor y la falsía del Imperio napoleónico, así como la Restauración, Chateaubriand fue un hombre polifacético, hábil y vehemente, cuyas “Memorias” —«un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos»— nacieron como confrontación personal con la Historia, como revancha contra el tiempo. Un escritor maravilloso y de culto capaz de construir, como el profesor Fumaroli dice en el prólogo redactado para esta edición, «una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución Americana y por la Revolución Francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre.»

Ficha técnica:
François-René de Chateaubriand Memorias de ultratumba (libros XIII-XXIV)
ePub r1.1 Titivillus 30-12-2016

viernes, 18 de octubre de 2019

James Fenimore Cooper



James Fenimore Cooper escribió esta novela en 1821 con la intención de que sirviera para preservar tanto la memoria como el significado de la revolución americana. El autor se inspiro en las acusaciones de venalidad dirigidas contra los hombres que capturaron al Mayor André (co-conspirador de Benedict Arnold, ejecutado por espionaje en 1780).
La novela centra su acción en el personaje de Harry Birch, un hombre común, que durante la guerra de Independencia Americana se convertirá en espía y agente doble pasando información de un bando a otro. A pesar de lo que su trabajo pueda presuponer, es un espía fiel, un hombre que se mueve por patriotismo, que sabe que su trabajo quedará sin reconocimiento público, y que incluso renunciará a cualquier compensación económica privada. En cierta forma esta novela se puede considerar la precursora de las novelas de este genero que años después podemos ver reflejadas en las obras de John Le Carre, Frederick Forsyth o Robert Ludlum.
El espía es una aventura histórica al estilo de las novelas de Waverley de sir Walter Scott, Es también una parábola de la experiencia americana, un recordatorio de que la supervivencia de la nación, al igual que su Revolución, depende de juzgar a la gente por sus acciones, no por su clase o reputación.



James Fenimore Cooper

 El espía

 

Episodio de la independencia norteamericana




Título original: The spy
James Fenimore Cooper, 1821


 PREFACIO

 

 

«¿Habrá un hombre de alma lo bastante insensible para no haberse dicho alguna vez: Este es mi país, la tierra donde nací?»

Sir Walter Scott.


Son muchas las razones que aconsejan a un americano que va a escribir una novela, que elija como escenario a su tierra; pero son muchas más las que le disuaden. Comenzando por el pro, se trata de un camino nuevo, sin frecuentar todavía, y que por lo mismo tendrá, cuando menos, el encanto de la novedad. Hasta hoy, entre las nuestras, sólo una pluma de cierta fama se ha ocupado del género; y como ese autor ha muerto, y la aprobación o la censura del público ya no pueden alentar sus esperanzas ni despertar sus temores, sus compatriotas han comenzado a reconocerle méritos[1]. Pero esta consideración se incluiría mejor entre las razones contra, y hemos olvidado que ahora estamos examinando las razones pro.
Es posible que la singularidad de esa circunstancia atraiga la atención de los extranjeros sobre la obra, pues nuestra literatura es como nuestro vino, que gana mucho viajando. Además, el ardiente patriotismo de nuestro pueblo garantiza la venta de las más modestas producciones que se ocupan de un tema nacional. Así lo demostrará muy pronto —tenemos la más profunda convicción— el libro de entradas y salidas de nuestro editor. ¡Quiera el cielo que esto no sea, como la novela, sólo una ficción! Por último, es razonable suponer que a un escritor le resultará más fácil trazar personajes y describir escenarios que ha contemplado continuamente, que pintar países por los que sólo pasó de largo.
Veamos ahora el contra, comenzando por refutar los argumentos en favor de la medida. Es cierto que, hasta hoy, sólo hubo un escritor de ese género; pero el candidato que aspire a los mismos honores literarios será comparado a ese único modelo y, desgraciadamente, nunca se elegirá al rival. Después, aunque los críticos pidan —y lo hacen con insistencia— novelas que describan las costumbres americanas, mucho nos tememos que se refieren a las costumbres de los indios. Y temblamos ante la idea de que un paladar que se encanta con la escena de Edgar Huntly en donde aparece un americano, un salvaje, un gato y un tonahawk —de un modo que nunca pudo suceder—, digiera unas descripciones en que el amor es sólo una pasión brutal, y el patriotismo un comercio. Y que, además, pintan hombres y mujeres que no llevan lana en la cabeza[2]: observación que, así lo esperamos, no sublevará a nuestro buen amigo César Thompson[3], personaje sin duda muy conocido de los que lean esta introducción. Pues sólo se ponen los ojos en un prefacio cuando no se pudo adivinar, leyendo la obra, lo que el autor quiso decir.
En cuanto a la esperanza de encontrar apoyo en el carácter nacional, hemos de confesar, casi con rubor, que la opinión de los extranjeros sobre nuestro patriotismo está mucho más cerca de la verdad de lo que fingimos creer en las anteriores líneas. Por último, ¿hay tantas razones para situar el escenario en América? Nos tememos que los lectores conozcan sus casas mejor que nosotros mismos, y esa misma familiaridad engendrará necesariamente el menosprecio. Además, si cometemos algún error, todo el mundo podrá advertirlo.
Después de considerarlo todo, nos parece que la luna sería el lugar más conveniente para situar una novela moderna fashionable, porque entonces sólo un número muy reducido de personas podría discutir la fidelidad de los retratos; y si llegamos a averiguar los nombres de algunos lugares famosos de ese planeta, sin duda hubiésemos intentado la prueba. Verdad es que, cuando comunicamos esta idea al modelo de nuestro amigo César, declaró rotundamente que no continuarla posando si su retrato era llevado a regiones tan paganas. Discutimos los prejuicios del negro con mucha insistencia, hasta descubrir que él sospechaba que la Luna estaba situada en cierto lugar de Guinea, y que tenía del astro nocturno casi la opinión que los europeos tienen de nuestro país: que no es una residencia conveniente para un hombre que se respete a sí mismo.
Sin embargo, hay otra clase de críticos cuyos elogios ambicionamos más, pero de los que esperamos recibir mayores censuras: nos referimos a nuestras bellas compatriotas. Hay personas lo bastante atrevidas para decir que las mujeres aman lo nuevo, opinión que nos abstendremos de discutir, por consideración a nuestra buena fama. Lo cierto es que la mujer es toda sensibilidad, y que esa sensibilidad sólo puede alimentarse con la imaginación; y esas cabezas novelescas necesitan castillos rodeados de fosos, puentes levadizos y una naturaleza de corte clásico. Los sinos más artificiales de una existencia tienen un especial encanto para ellas, y más de una opina que el mayor mérito de un hombre reside en elevarse a lo más alto de la escala social. Por eso más de un lacayo francés, un barbero holandés o un sastre británico deben sus cartas de nobleza a la credulidad de las bellas americanas. Muchas veces vimos a algunas, arrebatadas por una especie de vértigo, en medio del torbellino causado por el paso de uno de esos meteoros aristocráticos.
A decir verdad, está probado que una novela en que aparece un lord, vale doble qué otra en donde no aparece ninguno. Y eso incluso para el sexo más noble: quiero decir para nosotros, los hombres. La caridad nos impide decir que algunos comparten los deseos del otro sexo: atraerse las miradas del favor real; y, sobre todo, nos guardaremos mucho de insinuar que tal deseo suele ser proporcional a la violencia con que denigran las instituciones de sus antepasados. Los sentimientos del hombre siempre reaccionan como el zorro de Esopo: sólo dicen que las uvas están verdes cuando desesperan de alcanzarlas.
Con todo, no tenemos la intención de lanzar un guante a nuestras hermosas compatriotas, ya que sólo sus opiniones decidirán nuestro fracaso o nuestro triunfo. Pero diremos que no hemos puesto en la novela castillos ni lores, porque no los hay en nuestra tierra. Desde luego, sí oímos decir que un señor vivía a cincuenta millas de nuestra casa, y recorrimos tan largo trayecto para verle y tomarlo como modelo de nuestro héroe; pero cuando llevamos su retrato al diablillo de Fanny, nos aseguró que no lo quería aunque fuese un rey. Entonces fuimos cien millas más lejos, para contemplar un famoso castillo que hay en el Este; pero, con gran sorpresa nuestra, le faltaban tantos cristales y era, en todos los aspectos, un lugar tan poco habitable, que hubiera sido un cargo de conciencia alojar en él a una familia durante los fríos del invierno. Resumiendo, nos vimos obligados a dejar que la niña de los rubios cabellos escogiera a su pretendiente, y a alojar a los Wharton en un cottage cómodo, aunque sin pretensiones. Repetimos que no pretendemos injuriar a las bellas: después de nosotros mismos, de nuestro libro, de nuestro dinero y de algunos otros objetos, ellas son lo que más nos gusta. Sabemos también que son las mejores criaturas del mundo, y por su amor quisiéramos ser lord y poseer un magnífico castillo[4].
No afirmamos rotundamente que toda nuestra historia sea verdadera, pero podemos decirlo de gran parte de ella. Sí estamos seguros de que todas las pasiones que se describen en el libro han existido y existen todavía, lo cual es más de lo que suelen encontrar habitualmente los lectores. Yendo más lejos todavía, diremos dónde han tenido lugar: en el condado de West Chester de la isla de New York, uno de los Estados Unidos de América. Esa hermosa región del globo desde la que enviamos nuestros mejores saludos a quienes lean nuestra novela, y nuestra mejor amistad a quienes la compren.
New York, 1822.
FICHA TÉCNICA:

El espía

 Páginas: 351
 Publicado en: 1821
 Actualizado el: 02/03/2018
 Revisión: 1.2
Valoración 7.9 de 10

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