martes, 2 de abril de 2019

SANGRE DE ACTOR Ben Hecht. LITERATURA DE RESCATE.


SANGRE DE ACTOR

Ben Hecht
Ben Hecht (n28 de febrero de 1894 – 18 de abril de 1964fue un guionistadirector de cineproductordramaturgo y novelista estadounidenseLlamado "el Shakespeare de Hollywood", recibió créditos en la pantallasolo o en colaboraciónpor las historias o guiones de unas 70 películasComo autor prolíficoescribió 35 libros ycreó algunos de los guiones o piezas de teatro más exitosas de Estados UnidosSegún el historiador del cineRichard Corlissfue "el" guionista de cine de Hollywoodalguien que "personificó al mismo Hollywood." ElDictionary of Literary Biography - American Screenwriters lo llama "uno de los guionistas de cine más exitoso en lahistoria del cine."
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L
A muerte de una actriz famosa produce, casi siempre, una gran sensación. Las gentes que la conocían se agolpan para verla en su último escenario, donde yace con los ojos auténticamente cerrados, como si quisiese encarnar el papel de una muerta. Se hacen vivos comentarios y se poetiza en torno al ataúd, con patética excitación. Durante unos días, todos los que la conocieron rivalizan en el ditirambo necrológico, utilizando por lo general una retórica menos que mediana. El teatro es una institución importante y respetable, con todo lo que abarca. Y todavía acostumbramos a mostrarnos comprensivos con una actriz, sobre todo si esa actriz ha muerto ya.
El fallecimiento de Marcia Tillayou originó aún más lamentaciones y comentarios entre los profanos porque fue encontrada, cierta mañana de verano, en su departamento, con tres balazos en el cuerpo, uno de los cuales le había atravesado el corazón. Esto emocionó extraordinariamente a todo el mundo, y se consideró como un suceso espectacular el que una mujer tan hermosa, encantadora e inteligente pudiese añadir, al hecho de su fallecimiento prematuro, ya de por sí conmovedor, el incentivo de un asesinato.
Los que habíamos sido sus amigos sufrimos la impresión lógica, mezclada además con la extrañeza producida por las misteriosas circunstancias que rodearon su muerte. Incluso los más íntimos, tuvieron la sensación de que aquello más parecía una representación teatral que el final auténtico de una existencia humana.
En cuanto a la prensa, dio muestras, sinceras y hasta un poco candorosas, de una especie de patente gratitud. Es muy raro que sea asesinada una mujer inteligente, dejando a un lado su fama. Las víctimas femeninas de los asesinatos, por lo general, acostumbran a pertenecer a los ambientes más bajos y de menos brillo. Lo más que pueden ofrecer esas tragedias a los directores de los diarios locales suele ser, en contadas ocasiones, alguna chica de conjunto, y a veces, muy pocas veces, alguna mujer lo suficientemente bien vestida para justificar la palabra «sociedad» en los titulares de la noticia.
La muerte de Marcia hizo trepidar las rotativas. El tono misterioso que tenía, hizo derrochar una literatura sensacionalista y llena de truculencia, mucho más llamativa de la que, desde hacía un mes por lo menos, acostumbrara a verse en las columnas diarias. Un retrato de tamaño natural de Marcia vestida de «pierrot», que colgaba encima del «lecho del crimen», había aparecido cortado por el medio. Los coquetones muebles de la alcoba también estaban destrozados. El tocador tapizado de seda, con su mesita de cristal y sus cien frascos de esencias, había sido hallado materialmente arrasado. Todo daba la impresión de que Marcia había sido víctima de una manada de bisontes. Pero la policía y los periódicos prefirieron considerar aquel acompañamiento de desolación y ruina como obra de un maníaco sexual.
Pero, ya que todo esto, igual que el conjunto de pistas y conjeturas de la primera semana, no condujeron a nada positivo, es inútil que yo me detenga en ello. Mi relato del misterio de Marcia Tillayou no forma parte, en realidad, de ningún informe policíaco ni puede hallarse tampoco en los archivos de los periódicos.
Cuando Marcia murió, hubo una persona que lloró más que nadie, que se agitó más que nadie también, que desvarió y deliró sin medida y que resultó más convincente, humanamente pensando, que cualquiera de los plañideros de la empresa de pompas fúnebres que llevaron hachones en su entierro. Esta persona fue el padre de la difunta, Maurice Tillayou, una figura de las tablas de otro tiempo, un charlatán teatral que tenía el alma embadurnada de grasa de maquillaje y de latiguillos trasnochados.
Los viejos actores, probablemente son la gente más pesada que existe en el mundo; especialmente aquellos cuya época ha pasado ya y cuyo número de teléfono ni siquiera figura en las agendas de los representantes. Tillayou pertenecía a esa rara especie, y era un ser tan identificado con su profesión de actor, que nunca llegó a parecer un hombre, ni en el escenario ni fuera de él.
Aquel pomposo y altisonante individuo, con su cara arrugada por las muecas, había tenido una gran época a comienzos de siglo. Disfrutó, con mucha fanfarria, de su breve hora de gloria, igual que aquellos trágicos de voz campanuda, cuello de piel y tez lívida que nuestros padres suelen poner en las nubes como pretendidas maravillas, aunque ya se hayan olvidado sus nombres.
Al contrario de otros muchos de su generación, el viejo Tillayou no había podido adaptarse nunca al creciente realismo del teatro, ni había procurado jamás atenuar su anticuada grandilocuencia para ajustarse al tono, más directo y más sencillo, de la escena moderna. De resultas de ello, a los cincuenta años estaba prácticamente apartado de las tablas, y a los sesenta se había convertido en uno de esos mitos que deambulan por mal alumbrados rincones de algún club teatral de ínfima categoría, maldiciendo y llorando la muerte del verdadero arte.
¡Él, que había incorporado todos los grandes personajes —Hamlet, Lear, Romeo, Jekill, Montecristo, Richelieu, Ben Hur, entre otros—, se veía ahora arrinconado, sumido en la sombra, sin un papel, como si no sólo él, sino también todos los héroes fanfarrones y tonantes que había encarnado, participasen de su ostracismo! Esa amarga desilusión le hacía entornar los ojos, levantar las peludas cejas con gesto de misterio y rodearse de una especie de espectral dignidad. Se pasaba el día entero entregado a las quejas contra el destino; como todos los actores fracasados, estaba lleno de un egoísmo inofensivo.
Descuidado y enmohecido, no había nada en torno a su figura que pudiera resultar conmovedor en ningún sentido. Su pelo hirsuto de un gris amarillento, se erizaba en el cráneo como los bigotes de un gato. Usaba un gran cuello alto, pasado de moda, en el que podría haber ocultado la cabeza igual que una tortuga; y quizás eso era lo que hubiera deseado hacer. Sus trajes eran tan desgarbados como los de un camarero o los de un filósofo. Su ancha cara estaba plegada, como en estado de reposo, y parecía que en cualquier momento podía desplegarse y abrirse igual que un acordeón. Pero por muy aburrido que resultase; por muy pedante e ignorante que fuese casi siempre; por muy desvaídas que tuviese la mentalidad y la ropa, poseía, sin embargo, el atractivo de la autenticidad. Era él solo, «más teatro» que un centenar de anuncios luminosos resplandeciendo llamativamente en el frontispicio de otras tantas salas de espectáculos. Con sus insoportables jactancias, con su voz retumbante, con sus pomposos latiguillos, y con una cara que parecía de goma, tenía algo de monigote de guiñol escapado de uno de esos desvanes de los altos del teatro, en donde se almacenan confusamente los mil trastos olvidados que un día lejano lucieron en el escenario.
Durante el tiempo que yo le conocí, solamente le vi tres veces actuar en las tablas. La reposición de un viejo drama histórico, de tiempos de la Restauración, le sacó a la luz de las candilejas pocas semanas; otra vez, con ocasión de ciertas representaciones a beneficio de los actores que tomaban parte en ellas, floreció, con tanta brevedad como petulancia, en el papel, de Richelieu. Sacado de su agujero, Tillayou se desbordó y pretendió revivir todos sus marchitos laureles, no contentándose con el papel que se le había asignado en el programa y tratando de asombrar de nuevo al mundo con otra docena de notables caracterizaciones en las que había llegado a la cumbre de la maestría. La tercera vez que le vi actuar en escena fue en ocasión del hecho que estoy relatando.
Marcia Tillayou llegó al estrellato cuando tenía veinticinco años, lo cual significa mucho en el asunto del teatro. Esto representa una recompensa que, por lo general, se paga más a la personalidad que al talento. Es preciso distinguirse, ofrecer un nuevo estilo de recitación y accionamiento, y tener una dicción personal, aunque sea inaudible como la de un conspirador o chillona como la de un sacamuelas de feria; eso importa muy poco con tal que tenga alguna peculiaridad, sea la que sea. Es necesario disponer de una serie de latiguillos personales que impidan que uno desaparezca, por así decirlo, en cada caracterización, y hay que poseer una habilidad especial para dar a todas las representaciones un aire uniforme, independiente de lo que el autor haya escrito y le pida el director.
Marcia había estado representando el papel de Marcia Tillayou durante unos ocho años, la mayor parte de ellos en Broadway, ocupando tenazmente y con toda dignidad el ingrato puesto de dama joven. De pronto, una tarde aquella tenacidad tuvo su recompensa. Había tropezado con un papel que era más Marcia Tillayou que ella misma; una criatura irascible, de lengua fácil y espíritu frágil, llena de desencanto, creada por Alfred O’Shea; una mujer cuyos ojos verdes ardían de agudeza y de tedio y que amaba, burbujeaba y moría en escena, como el champaña que se desvanece en una copa.
Por medio de este drama especial, que se titulaba «La mujer olvidada», el público y los críticos vieron al fin por vez primera a la Marcia Tillayou que docenas de conocidos suyos ya habían visto antes; y este reconocimiento de una personalidad, ampliamente difundido, la convirtió en primera figura. Fue un «debut» fulminante, y todos los que lo presenciaron comprendieron que, en lo sucesivo, fueran cuales fueran los avatares de la fortuna y por muy malos papeles y adversas críticas que pudieran caerle encima, el estrellato de Marcia estaba decidido, y que ya siempre formaría parte del puñado de actrices cuyo nombre fulgura en los anuncios luminosos, tanto en los buenos tiempos como en los malos.
El nacimiento de Marcia Tillayou como estrella no fue el único acontecimiento teatral de aquella tarde. También sobrevino lo que podríamos llamar el nacimiento como padre de Mauricio Tillayou; y esto tuvo lugar poco antes de caer el último telón.
Se celebró una recepción en el camerino de Marcia. Pocas veces ha recibido nadie una tan espesa nube de incienso y lisonja como la que recibió la actriz aquella noche. El teatro produce rápidamente las emociones fáciles y los héroes y heroínas de las tablas reclaman verdaderos vendavales de adulación, que aterrarían a espíritus más realistas.
Maurice Tillayou estaba presente en el camerino de Marcia durante aquella especie de coronación entre bastidores. Permanecía arrinconado como un desconocido, oscuro y triste, con sus relucientes ojos fijos en los tarritos de maquillaje, en las primorosas ropas y los ramos de flores ofrendados, mientras sus oídos se llenaban de elogios que llovían sobre la cabeza de su hija, por primera vez en su vida. En sus ojos brillaban las lágrimas, como para añadir personal homenaje a los triunfos de aquella memorable jornada.
—Eres una gran artista —dijo, lleno de énfasis— y esta noche has ocupado tu puesto en la gran cohorte del arte escénico, junto a las figuras inmortales de Rachel, Siddons, Bernhardt y Modjedka ¿Puedo permitirme el honor de felicitarte, hija mía?
Pronunció esta alocución en el tono voluble y sonoro que le era habitual; pero, cosa rara, este elogio del hasta entonces fastidioso y menospreciado progenitor, emocionó a Marcia. Miró con ojos fatigados, pero siempre agudos, al viejo vanidoso, y comprendió la profunda significación de sus palabras. Él había venido allí para ofrecerle su egoísmo, aquel egoísmo maltrecho, cuando todas las palmas ajenas se habían apagado por completo. El mustio actor había sufrido una transformación aquella noche, y ya no era el astro Maurice Tillayou; éste había sufrido un temporal eclipse para dejar paso al viejo Tillayou, al padre de una nueva estrella que se levantaba en el horizonte teatral. Cuando le cogió las manos y se las besó, le pareció a Marcia que el pobre viejo dejaba hundirse para siempre su carrera, tan llena de valor para él, y que se la transmitía a ella, veinticinco años después de su nacimiento, como si fuese un talismán de genialidad, hereditario y cargado de glorias.
La historia de Marcia, durante los nueve años que siguieron a su promoción a la categoría estelar, es una historia que necesitaría un espacio mucho más extenso que éste. Fue la carrera de un alto corazón y de una inteligencia aún más alta. Para los que estuvieron junto a ella o intervinieron de algún modo en su vida, aquella muchacha resultaba tan complicada como la música de Strawinsky y tan perturbadora como una droga. Tenía una mentalidad agria como el limón a la vez que un corazón de colegiala. Era irónica y escéptica, pero, al mismo tiempo, era romántica de un modo que pudiéramos llamar inepto. Y por encima de todo, era hermosa. En su cabello parecía existir una luz, velada por el artificio de los peinados. En sus verdes ojos nunca faltaba la chispa de una expresión, ya fuese de encanto, ya fuese de burla. Tenía una pálida tez, sobre la que destacaba una boca grande, de labios inquietos. Como les pasa a todas las mujeres con personalidad, su cara parecía más enérgica, más fuertemente modelada de lo que correspondía a su cuerpo esbelto y enjuto. Su voz tensa y vigorosa se prestaba más bien a los golpes de ingenio y de agudeza que a los suspiros. Su belleza, en fin, era algo en que los hombres pensaban muy pocas veces con ligereza. Había demasiado carácter y demasiada fuerza epigramática detrás de ella. Las personas inteligentes tienen un modo de parecer siempre alegres, y ésta era la manera de ser de Marcia; se burlaba de las penas, tanto de las ajenas como de las propias. Su desenvoltura, sin embargo, era desconcertante, no sólo por la crueldad que encerraba, sino por el hecho de que hasta en sus mismas risas se escondía siempre la antinomia del tedio.
Durante esos nueve años de fulgor estelar, Maurice Tillayou revoloteó en el segundo término de la opulencia de su hija, de sus intrigas y de sus locuras. Vivía aparte, pero a menudo se le veía en su mesa, bebiendo gravemente, con su mirada de lejana felicidad puesta en los maestros, sabios, críticos y héroes de la pluma y de las tablas que adornaban tal mesa. Seguía siendo un «papá» rancio y melancólico, pero en el fondo desbordaba puntillo y reticencia.
Nadie sabía a ciencia cierta lo que pudiera haber de común entre aquel desvaído fantasma teatral y la encantadora hija a cuyo alrededor rondaba; pero resultaba evidente que ella lo soportaba y que él se desvivía por adularla en todo. La vida de Marcia no parecía muy a propósito para estar sometida a aquella continua vigilancia paterna; y, sin embargo, allí estaba él, atisbando continuamente por encima de su alto cuello, dentro de aquel mundo legendario con que había soñado toda su vida. Permaneció en el fondo, sin decir nada que alguien no debiese oír, cuando sobrevino aquel histérico casamiento de Marcia con Alfred O’Shea, el autor de «La mujer olvidada», primer éxito de la actriz. Y cuando después se produjo la fuga de aquel bribón en compañía de Rheena Kraznofí, la bailarina, también permaneció el viejo oculto. Y lo mismo hizo, finalmente, durante el curso de la otra docena de amoríos y enredos que la refulgente estrella fue coleccionando, llenos todos ellos de histerismo y de escándalo. Marcia era uno de esos seres cuyo corazón se inclina hacia las ilusiones que no tienen cabida en la alcoba, y que, en cambio, adquieren con dinero contante y sonante los momentos de sensualidad que les sirven de contrapartida. Como suele ocurrir entre la gente de teatro, quería adquirir desesperadamente la belleza pura y sólo se encontraba con el oropel.
El viejo Tillayou se vio envuelto, de un modo u otro, en todas aquellas desafortunadas hazañas de su hija, y aunque Marcia, en el terreno social, no sufrió mengua alguna de prestigio por su extravagante desenfreno, el viejo pareció perder categoría y convertirse en una especie de «gigoló» paternal.
Sin embargo, en presencia de la hija estaba siempre como hechizado, como embrujado por su talento, o intimado por sus pecados, o acorralado por los recuerdos de infancia que ella evocaba maliciosamente. Marcia trataba a su padre como a una especie de estrafalario juguete que sólo sirve para divertirse. Lo que no impedía que aquel hombre, tan quisquilloso para todo, se mostrase inaccesible para el menosprecio de su hija. Sonreía ante las salidas de todo de Marcia, y hasta añadía algún detalle picante a sus cuentos, permaneciendo siempre ante ella en una actitud de respeto e idolatría que llegaba al corazón de aquellos que se dignaban darse cuenta de su presencia. Era, en suma, un y melancólico espectador que se tumbaba en un rincón, al sol radiante de su triunfante vástago.

El año y medio que precedió a la misteriosa muerte de Marcia, resultó una época muy tormentosa para ésta. Una dura controversia sostenida con Phil Murry, su empresario, acabó con la comedia que entonces representaba. A esto siguió la torpe búsqueda de un nuevo empresario, el hallazgo de éste, una corta temporada bajo sus auspicios y una nueva defección igualmente precipitada. Otra segunda aparición bajo la dirección del expertísimo Morrie Stein había terminado con otro fracaso. Y Marcia se encontró, finalmente, al borde de esa segunda fase del estrellato en que los astros, de modo completamente inesperado y como si estuvieran embrujados, empiezan a sufrir tropiezo tras tropiezo. Todavía llena de encanto, con buena taquilla aún, fue trompicando con obras en las que la crítica hincó hondamente el diente.
Esa especie de combinación de alquimia que origina los éxitos en Broadway, es sumamente sutil. Su secreto se evapora a menudo, sin producir ningún cambio visible en los ingredientes, pero sin fabricar el oro. Y dramáticamente, surge, para una estrella que ha de enfrentarse con las salas vacías, el primer mordisco del fracaso. Todo esto empezaba a sucederle a Marcia. No era que se menospreciase el nombre de Tillayou; todavía había anuncios luminosos que centelleaban en la noche; pero se iban haciendo cada vez más opacos, y se deslizaban, aún encendidos, hacia las calles laterales de la fama.
Al mismo tiempo, sobre los asuntos financieros de Marcia corrieron malos vientos. A pesar de todo continuaron las extravagancias, sin que las refrenara el fracaso de algunas operaciones bursátiles y la implacable disminución de los sueldos. El crédito vino a ocupar el lugar del dinero. Al clamor telefónico de los amigos y de los enamorados, se sumaron las reclamaciones de los comerciantes, de las modistas, de los hoteleros y hasta de los criados. Fue, pues, un período tormentoso, lleno de esta clase de truenos y relámpagos que hacen arder la cabeza.
Durante aquellos meses aumentó la importancia del viejo Tillayou. Era él quien sostenía la conversación en los camerinos después de cada una de las noches tormentosas. Tenía salidas para todo y era una verdadera enciclopedia de excusas. ¿De dónde —decía— habían sacado a un director de escena tan estúpido, tan inexperto y tan nefasto? Por su culpa —seguía diciendo— habían fallado las dos escenas principales. ¿Y dónde —volvía a preguntar— habían encontrado a aquella característica? ¿Cómo era posible que triunfara una obra con semejante patulea de aficionados de mala muerte? La decoración —añadía en seguida— había hundido por completo el tercer acto. Y la lluvia, además, naturalmente, había retraído al público. La iluminación en la escena de amor había sido francamente desastrosa. Aquel director, ni siquiera había sabido echar a tiempo el telón en el primer acto. Porque, a pesar de todo, Marcia había estado maravillosa, como siempre; soberbia, insuperable, haciendo la mejor interpretación que nunca se había visto hacer a una actriz. Finalmente, el viejo se apresuraba a manifestar que las comedias flojas eran precisamente las que hacían que las verdaderas estrellas se lucieran más, y con ellas se daban las mayores triunfos personales.
Papá Tillayou permanecía en la brecha como un impertérrito granadero de la Vieja Guardia. Conocía perfectamente bien, ¡ay!, las mil y una excusas que existen para justificar el fracaso; todos los viejos trucos de taquilla y todo el fantástico contrabando que sirve para amortiguar los zarpazos de la derrota; y con su voz retumbante, con sus ojos echando llamas, con el mejor brío de su antigua caracterización de Hamlet, luchaba en aquellas Termopilas de los camerinos con el ardor de los auténticos veteranos.
El transtorno nervioso producido por el asesinato de su hija, hizo caer a Maurice Tillayou en una completa obnubilación. Se le vio en el entierro, presidiendo el duelo con la exageración de una vieja plañidera comanche, aullando de dolor y cayendo desvanecido en el húmedo suelo más de una docena de veces. Luego volvió solo en un coche a su feudo de Washington Square y allí permaneció en completo retiro, mientras policías y periodistas metían la nariz, como podencos, en la vida de Marcia, en busca del malvado que le había metido tres balas en el cuerpo.
Todo esto constituyó un tema de conversaciones emocionantes y lecturas fascinadoras para los «cognoscenti» de Broadway.
Aunque la policía estaba desorientada, Dios —y también algunos cientos de neoyorquinos que en estos casos son tan omniscientes como Aquel— sabían de sobra que en la vida de Marcia había material suficiente para producir una larga serie de asesinatos. La carrera de la difunta se había cruzado con las de un centenar de figuras igualmente electrizantes, que vivían en una especie de inquieta desnudez semi-pública, y que en todo momento se hallaban a un paso de verse zarandeadas por la conmoción del escándalo. Se esperaba con excitación que la mano de la ley cayera sobre alguna de ellas. Porque, ¿quién podía, en el terreno de la lógica, haber matado a Marcia mejor que alguno que hubiese intervenido en su vida?
El primero en que recayeron las sospechas fue Alfred O’Shea, que se había casado con ella y que hasta su muerte fue legalmente su esposo. Este caballero alto, moreno e inquieto, un Don Juan comediógrafo, imaginativo, seductor y maligno, lleno de sonrisas burlonas y buenas palabras, y, cuando se terciaba, irritable como un mendigo bajo la lluvia, era un notable sospechoso para nosotros, los amigos de Marcia. Sus duras facciones de señor feudal irlandés se realzaban con una nariz burlona, afilada y ligeramente torcida; con unos ojos fríos y de mirada concentrada, y con una boca delgada y cruel, prometedora de toda clase de altas hazañas… incluido el asesinato. Sabíamos bastante bien su historia. Absurdamente seducido por su Rheena —una bailarina con cara de cromo y un acento lleno del encanto de países lejanos—, había abandonado a Marcia reclamando tumultuosamente el divorcio. Marcia se había negado, porque le repugnaba, según dijo, entregar aquel hombre a una sucesora tan despreciable, y recordábamos haber oído hablar en dos ocasiones en que aquel celta seductor, borracho y vicioso, había irrumpido en el dormitorio de Marcia amenazándola con arrancarle el corazón si no le devolvía la libertad. Nunca pude averiguar qué reminiscencia burguesa, qué subterránea determinación, inspiraron a Marcia aquella resistencia, tan impropia de su modo de ser, y el oponerse a los deseos de aquel hombre a quien había amado tan locamente. Ella sólo contestaba con bromas a las preguntas que sobre el asunto se le hacían.
Pero O’Shea no se encontró solo entre los sospechosos, en aquellas primeras semanas del misterio. Figuraba también entre ellos Phil Murry, el empresario, un hombre frío, de cara redonda, con sonrisita de conejo y voz ligeramente silbante, cualidades todas ellas muy falaces, pues era traidor como una serpiente cuando tenía que luchar contra alguien. Era un verdadero «maestro» famoso por su falta de escrúpulos con las mujeres y por sus golpes bajos.
Marcia había sido amante suya, hasta que fue suplantada por Emily Duane, durante mucho tiempo considerada como su más íntima amiga. La Duane era un «anuncio luminoso ambulante» y una especie de edición de bolsillo de la Duse, tenía una hermosa voz de contralto y estaba dotada de una ingenua respetabilidad. Había desplazado por completo a Marcia de la vida de Murry, tanto en el teatro como en el amor. Recordábamos la baraúnda que armó la pobre Marcia cuando supo la infidelidad de Murry y la complicada campaña de represalias que organizó. Aquello ocasionó una gran ventolera social y un continuo escándalo que llegó a poner fuera de sí a Murry en muchas ocasiones, y que nos mostró a Emily como una especie de Judas femenino. ¡Cuánto había llegado a odiar a Marcia esta pareja y cuántas veces habían jurado vengarse de sus cáusticas y ofensivas ocurrencias!
También era preciso contar a Félix Meyer entre los elementos sospechosos. Era un personaje canoso, con cara de polichinela, que se llamaba a sí mismo «abogado teatral de lujo»; un individuo escurridizo, perteneciente a la vieja escuela, como testificaban sus palabras siempre equívocas y sus corbatas pasadas de moda. Esta especie de «bravo» de edad madura era algo así como el enlace entre Broadway y un mundo misterioso llamado la ley. Aunque para él pocas veces resultaba necesario recurrir a este mundo, ya que, impuesto de los mil secretos del teatro, sus actividades se desenvolvían principalmente en el campo del chantaje y del contra-chantaje, y las que ejercía como árbitro, juez, defensor y Don Juan, sólo vagamente eran conocidas por sus íntimos, y absolutamente desconocidas por su mujer.
Su relación con Marcia había sido muy vidriosa, y se agravó ante la imposibilidad en que ella se viera de pagarle unos honorarios exorbitantes que el abogado pedía por ciertos servicios prestados. Aquella tirantez duró varios meses, y les dejó a ambos mutuamente atemorizados. El abogado Félix viró de bordo, por miedo a que Marcia, empujada por el despecho, le delatara a su esposa, a cuyo nombre había él transferido todos sus bienes como medida de precaución llevada hasta el extremo. Marcia, enterada de sus abyectos temores, le amenazó varias veces con ello. ¡Qué descansado debió de sentirse el cauteloso y resbaladizo sujeto al enterarse de la muerte de la actriz! Aunque también hubo de ser bastante su intranquilidad cuando los sabuesos husmeaban en la vida de la muerta en busca de pistas…
También se contaba a Fritz von Klauber, el que había retratado a Marcia vestida de Pierrot. Era un apuesto caballero del arte, con su bigote de mandarín, y con un monóculo que le ayudaba a intimidar a los empresarios teatrales nacidos en condiciones inferiores a la suya (y que eran bastante numerosos), para que le aceptasen unos decorados desusadamente caros. Las relaciones de von Kluber con Marcia habían terminado de un modo francamente desagradable. Nosotros sabíamos que él había recibido de la actriz, en concepto de préstamo, varios miles de dólares durante el tiempo que fue su amante, y que se había negado a reconocer la deuda después de encontrar a Marcia en brazos de Morrie Stein. Mr. Stein, un sujeto con aspecto frailuno, que hablaba siempre con un murmullo de voz, y que tenía unos labios de rojo intenso, un cuerpo de saltamontes y un prodigioso gesto despreciativo que le plegaba continuamente la boca, había sido el último de los sucedáneos amorosos de Marcia. Nosotros sabíamos muy poco de esta aventura, pero nuestras sospechas, en cuanto a Morrie se refería, fueron aumentadas por la aversión que parecían sentir hacia él todos los que le trataban más íntimamente.
Un poco más abajo en la lista de los sospechosos, pero lo suficientemente cualificado para que pudiera ser objeto de nuestros comentarios, estaba Percy Locksley, un periodista de irónico estilo, pero de una crueldad que helaba la sangre y que había figurado perturbadoramente en la vida de Marcia. Se había hablado de él como posible marido de la estrella, cosa que Marcia había desmentido con grandes aspavientos, muy ofensivos y burlones para Locksley. Desde luego, esto no era móvil suficiente para fundamentar una sospecha de asesinato, pero los que conocían bien al individuo en cuestión podían considerarle sospechoso de cualquier cosa, desde el homicidio hasta la genialidad.
Otro de la lista era el poeta Emil Wallerstein, que hacía un año había rondado por los umbrales de Marcia, muy enamorado de ella, y podríamos decir que deshaciéndose por conseguir sus favores. Wallerstein había amenazado con ahorcarse con una liga de su ídolo (como Gerad de Nerval), si sus pretensiones eran rechazadas. Había hecho un verdadero espectáculo de su desesperación ante la frialdad con que era recibido, pero, por razones que ignoramos, siempre fue rechazado de un modo tan categórico como diestramente llevado.
Al pie de esta relación de sospechosos podía figurar Clyde Veering un libertino encantador, un poco marchito ya, que antes había sido un verdadero artífice en su terreno, pero que ya no era más que una especie de Sileno con gafas, pegado siempre a su perpetuo «cocktail». En no pocos divertidos comentarios, Veering era considerado como un verdadero especialista de lo decadente. Su elegante piso de soltero estaba siempre a disposición de sus amigos de ambos sexos con tal que los propósitos de los visitantes fueran lo suficientemente anormales e indecorosos para justificar su hospitalidad. Resultaba bastante difícil representarse a Veering como a un asesino; pero, lo mismo que a alguno de los otros sospechosos, lo que le daba relieve en este terreno acusatorio era, más que la participación material en el crimen, la posibilidad de algún conocimiento oculto que pudiera tener del mismo.
A pesar de lo que queda expuesto, ninguno de los mencionados, ni persona alguna de otro tipo, cayó en las redes de la ley. Hubo ciertos interrogatorios secretos y gran número de insinuaciones en los diarios, rayanas con la difamación; pero no se produjo detención alguna. Nada sucedía a pesar de la actividad de los sabuesos. Una especial reserva galante parecía rodear a Marcia después de su muerte. No se encontraron cartas entre sus efectos, ni hubo ninguna voz de ultratumba que proporcionara una pista para la caza. De este modo, el misterioso fin de la famosa y atractiva mujer quedó borrado por otros sucesos que fueron excitando posteriormente el interés del público.

Cuatro semanas después del asesinato, y cuando el misterio ya se iba olvidando y sólo ocupaba en los periódicos el espacio de una gacetilla secundaria, Maurice Tillayou surgió de la sombra de una manera sumamente espectacular.
Los que habíamos conocido a Marcia a fondo, demasiado a fondo quizá, recibimos una invitación del viejo actor. Estaba redactada de un modo muy raro. He aquí su texto: «¿Puedo tener el honor de disfrutar de su compañía, el viernes por la noche, con motivo de una comida que he organizado en memoria de mi hija Marcia? Le ruego encarecidamente que asista, pues en mi casa serán revelados aspectos de vital importancia, tanto para usted mismo como en relación con el misterio que rodea la muerte de mi hija. Le ruego, pues, con todo interés, que esté presente o que se haga representar».
Algunos quedamos extrañados o divertidos ante aquella melodramática invitación, pero hubo casi una docena a los que yo encontré francamente intranquilos. Más de un cauteloso cambio de impresiones hizo vibrar los hilos telefónicos y nada consiguieron las tentativas de obtener una información anticipada del viejo Tillayou.
Aquel viernes por la noche llovió. Los truenos retumbaban en el cielo y las calles estaban llenas de esa confusión que las tormentas producen en las ciudades. Toqué el timbre de la puerta de la casa de Tillayou, y esperé hasta que me abrió un individuo asombrosamente viejo, encorvado, balbuceante y prácticamente momificado. Evidentemente era el criado, y con igual evidencia se advertía que se hallaba en un total estado de parálisis mental. A sus espaldas, y en una habitación que tenía el aspecto de un estudio, zumbaba, gritaba y reía el grupo más imponente de celebridades que el teatro puede ofrecer. Habían llegado puntualmente, cosa verdaderamente asombrosa en aquellos clásicos desbaratadores de comidas eternamente retrasadas. Observé que algunos se hallaban ya en su tercer «cocktail», y que el bullicio con que se me saludó estaba totalmente limpio de estos toques de mal humor, desdén e incluso grosería que generalmente caracterizan esa clase de reuniones.
Traté inútilmente de distinguir a Tillayou, y recibí por varios conductos la información de que el viejo no había aparecido todavía y que seguramente estaba preparando su entrada en escena con la teatralidad que le era tan propia.
El grupo resultaba bastante familiar. Era una especie de «rodeo» (para emplear ese término vaquero del Oeste), bastante morboso, de hombres y mujeres que habían amado a Marcia Tillayou, que la habían engañado, reñido con ella, mentido con su complicidad y bebido hasta la borrachera en su compañía. Gentes que la habían divertido o traicionado, y que formaban parte de aquel remolino estridente y sin sentido que es el Parnaso de Broadway. Tanto recordaban todos la figura de Marcia, tan parecidos eran a ella en sus características esenciales, que se diría que la desaparecida actriz se hallaba casi presente, que iba a aparecer de un momento a otro para reunirse con ellos, mientras ellos se dedicaban a criticar a los compañeros ausentes o a cambiar entre sí esos incansables recuerdos que siempre tienen en común las celebridades.
Yo sentí un estremecimiento ante aquel espectáculo, pues la intención de Tillayou no podía ser más palpable. Había reunido allí a un grupo de culpables, y sin duda pretendía coronar la fiesta con alguna acusación formal de participación en el crimen. Estaban allí unos cuantos, como yo mismo, que desde luego no podíamos aspirar a semejante distinción, pero que sabíamos lo que tenía aquel viejo en su vanidoso cerebro. Todos habíamos formado parte del mundo de Marcia y bien podía presumirse que tuviéramos algún atisbo del misterio con que había culminado su vida.
Este pequeño mundo al que Tillayou había dado cita en modesto alojamiento de actor constituía un cuadro uniforme. Sus componentes eran tan semejantes entre sí como los adornos de un árbol de Navidad. Tenían un aire idéntico y un corte similar, tanto en lo externo como en lo interno, igual que si hubieran salido de un solo molde. La fama y el éxito iban unidos a sus nombres, y de sus ademanes y de sus palabras, colgaba, como un apéndice, Nueva York, el Nueva York de los letreros luminosos, de la propaganda vocinglera, de las colas ante las taquillas, de la prensa escandalosa y chillona, de los comentarios y las discusiones en los pasillos, de las comidillas en los «foyers», de las carteleras llamativas… Todo ese torbellino ensordecedor y bullente que sólo se aquieta cuando se alza el telón y cuando la desnuda realidad de la escena queda sobre la mesa de disección de la atención del público. Eran la flor y nata de ciertos firmamentos alumbrados eléctricamente, sus sátrapas y sus nobles. El que amase a ese mundo, tendría que amarlos a ellos, y el que reverenciase a ese ambiente, como lo había reverenciado el viejo Tillayou, tendría que hincar la rodilla ante aquellos dioses. Era un mundo que giraba velozmente, resplandeciendo como un planeta.
Allí se fraguaba, por una noche, el brillo efímero del arte, las luciérnagas que, durante una hora, se disfrazan de fanales.
Me acerqué a Veering, que era siempre una copiosa fuente de información. Estaba infantilmente enfurruñado, frente a su quinto «cocktail», cacareando contra la pesadez de Tillayou, quejándose de tener que perder una noche, cuando le quedaban tan pocas. Me acerqué después a Locksley, y nos dedicamos a mirar las fotografías de hacía cincuenta años que colgaban en la pared y que mostraban a Tillayou en todo su esplendor.
—Ha representado toda clase de papeles —dije—. Podría ilustrar un volumen de las obras de Shakespeare.
—Efectivamente —respondió Locksley—; su falta de talento como actor, le hace ser shakesperiano de un modo natural e incansable.
—Yo le vi una vez en el papel de Richelieu —terció O’Shea, acercándose a nosotros con Von Klauber—. Nunca olvidaré el gozo de Marcia cuando el viejo recitó a grito pelado los versos del tercer acto. Ella dijo que esa escena había salvado la obra.
Wallerstein, el poeta, que todavía no estaba borracho, se unió también al grupo, y se quedó mirando fijamente a Von Klauber.
—La destrucción de su retrato de Marcia vestida de Pierrot —dijo con visible desprecio— constituyó un gran golpe para el mundo del arte.
—Gracias —respondió el aludido—. No sabía que hubiera usted tenido la suerte de ver ese cuadro.
Veering se rió entre dientes.
—Marcia lo había detestado siempre —dijo, haciendo un guiño a los presentes. Aquel tipo, por motivos ignorados, sentía una verdadera animadversión hacia todos los artistas.
—Se tuvieron que vencer algunas dificultades para pintarlo —alegó, con calma, von Klauber.
—Miss Tillayou tuvo que ser una modelo muy difícil —observó el abogado Félix, que en aquel momento vino a engrosar el grupo.
—No era difícil de pintar —respondió el otro—, sino difícil de contentar.
—Y muy ingrata —cloqueó Locksley—. Creyó siempre que el cuadro había sido pintado con una pastilla de jabón. Al menos, eso decía.
Veering miró malhumoradamente hacia la puerta de una habitación contigua.
—Allí debe estar el cubil del viejo figurón. ¿No creen ustedes que si empezáramos a aplaudir saldría, por lo menos, a hacer una reverencia? Me estoy muriendo, poco a poco, de hambre.
La lluvia batía en los cristales de las ventanas, los truenos retumbaban y nuestras murmuraciones subían cada vez más de tono y se hacían más malhumoradas, con creciente tendencia a la sedición. Muchos empezaron a proponer que mandásemos al diablo aquella ridícula invitación. Pero en aquel momento apareció Tillayou. Iba vestido de media etiqueta, con americana de terciopelo negro, y, cosa rara, parecía mucho más joven. Ninguno de nosotros había visto jamás, ni aún en sueños, a un Tillayou tan brillante, ni nos podíamos imaginar nunca que, de aquel capullo marchitado, pudiera surgir una figura tan dominadora.
Nos callamos inmediatamente y escuchamos a Tillayou, como si todas las luces se hubieran apagado y sólo él hubiera quedado en la claridad. Traía consigo a un desconocido a quien nos presentó, identificando a su vez a cada uno de nosotros de un modo que podría calificarse de untuoso y, detallando nuestras profesiones y méritos. Su acompañante era Car Scheuttler, un nombre que nos impresionó tanto como si fuese el de Sherlock Holmes. Scheuttler pertenecía a la oficina del Fiscal del Distrito. Era quien había conducido la ineficaz caza del asesino de Marcia, y quien había prometido día tras día en las columnas de los periódicos, «importantes descubrimientos antes de esta noche». Su presencia hacía augurar una velada completa. El asesino de Marcia se hallaba entre nosotros, o al menos así lo pensaba Tillayou, y nos iba a ser servido como postre de aquella cena.
Entramos en el comedor con mucha gravedad. Allí habían improvisado una larga, mesa de banquete. Tillayou nos invitó a buscar nuestros respectivos lugares, señalados por las correspondientes tarjetas, y nos rogó que de ningún modo nos cambiásemos de sitio. Mr. Scheuttler nos observaba con mirada profesional, o así lo parecía, pero manteniéndose alejado para no trabar amistades que podrían obstaculizarle cuando llegase la hora de la acusación y del arresto.
Mientras nos sentábamos pudimos ver una serie de cosas raras que después se borraron de mi mente con lo que sucedió a continuación. Locksley fue el primero en hablar, una vez se apagó el ruido de las sillas.
—¿Quién es —preguntó, señalando la única silla que había quedado vacía— ese miserable?
Desde el extremo en que Tillayou presidía, con su chaqueta de terciopelo, vino la respuesta, lenta y sonora:
—Es el sitio de mi huésped de honor, caballero.
Locksley se acercó al lugar vacío y leyó la tarjeta.
—Bien, bien —rió entre dientes—; es un sitio reservado a una persona desconocida totalmente para nosotros.
—¿Y quién es? —preguntó Morrie Stein.
—Marcia Tillayou —respondió Locksley— que ha salido un momento en busca de su arpa.
—Sirva usted la comida, Harvey —ordenó nuestro anfitrión a la vieja momia—. Ya estamos todos.
La bailarina Kraznoff, que estaba sentada bastante cerca de la silla vacía, se levantó nerviosamente.
—Por favor —dijo—. Me gustaría cambiar de sitio.
Estalló una risotada.
—Vamos, vamos, siéntese —dijo sarcásticamente Morrie Stein—. Marcia tenía demasiado buen gusto para convertirse en fantasma.
Locksley miró alegremente a nuestro anfitrión.
—Esto es maravilloso —dijo—. M. Tillayou, a quien Dios bendiga, apagará las luces y la pequeña Marcia aparecerá para bailarnos un «tambourine».
—Eso es un insulto para Marcia —soltó Emily Duane.
—Se equivoca usted —corrigió von Klauber, con una sonrisa—. El insulto es para nosotros. Pero resulta estúpido; de modo que no tiene importancia.
El abogado Félix, viendo que las aguas empezaban a agitarse, derramó un poco de aceite.
—Quizá Mr. Tillayou no lo haga en serio —alegó—. Puede que solamente se trate de un gesto sentimental. ¿No es así, Mr. Tillayou?
La respuesta de éste, dada en suave tono, fue una cita del «Hamlet»:
—«Hay muchas cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, a las que no alcanza tu sabiduría.»
—Muy bien —dijo Locksley.
O’Shea, que estaba mirando tristemente hacia la silla vacía, se inclinó de pronto y habló dulcemente:
—Hola, amor mío. Esta noche tienes un aspecto magnífico. ¿Quién te ha dado esos lirios tan hermosos?
Un trueno retumbó fuera. Emily Duane dio un respingo. Pero las salidas de Locksley no podían ser acalladas por los truenos.
—Haga el favor de pasarme las aceitunas, Veering —dijo—. Para que pueda probarlas Marcia.
Como allí no había aceitunas ni tampoco estaba Marcia, la broma nos pareció doblemente graciosa. Reímos un poco. Von Klauber volvió su monóculo hacia aquél a quien llamó, con manifiesta impropiedad, «representante de Scotland Yard».
—¿Cree usted en los fantasmas, míster Scheuttler? —preguntó.
—Estoy seguro de que están fuera de su jurisdicción —terció Veering.
El viejo Harvey iba trotando alrededor de la mesa, llenando de vino los vasos. Wallerstein, con su cara oscura y amargada dirigida hacia la silla vacía, dijo bruscamente:
—La muerte no es una palabra definitiva. Marcia nunca estuvo más viva de lo que está ahora, en esta habitación. Sus más ocultos secretos están sobre la mesa. Nosotros somos un compendio de Marcia.
—Eso es una verdad como un templo —asintió O’Shea cavilosamente—. Todos la amamos, aunque de modos muy distintos.
Tillayou, suavemente, y con un extraño fulgor en los ojos, repitió las palabras «la amamos», mientras miraba alrededor de la mesa, entre lágrimas.
—Me parece que resulta de mal gusto —murmuró ahora Veering— eso de convocarnos aquí para darnos una sesión de espiritismo y de lágrimas.
—Un poco de pena pensando en la muerte de Marcia, creo que no está de más —objetó O’Shea—; especialmente entre sus amigos.
El valetudinario Harvey fue trayendo ruidosamente delante de llenos y casi fríos, y los fue dejando ruidosamente delante de cada invitado. Las enérgicas peticiones de cucharas que surgieron en un extremo de la mesa, le dejaron confundido y sin saber qué hacer; sus piernas temblaban, mientras miraba desconcertadamente a su amo, Tillayou le hizo un ademán con la cabeza para tranquilizarle. Después, enjugándose las lágrimas que llenaban sus ojos, pareció reafirmarse, separó la silla de la mesa y se levantó. Este movimiento inesperado produjo el silencio. Observé que Mr. Scheuttler había bajado la cabeza y miraba al mantel con el ceño fruncido.
—Soy un viejo actor —comenzó a decir Tillayou, con tono mesurado—. Y cuando estoy frente al público, que ocupa ya sus localidades, y se ha levantado el telón, me resulta muy difícil esperar. Nos dedicó una sonrisa halagadora, casi de adulación.
—El arte es largo y la vida breve —prosiguió—. Y hay aquí algunos que me piden que hable.
Sin embargo, todavía no habló, sino que volvió de nuevo a las citas literarias; esta vez le tocó el turno a la poesía:
«Óyeme amor. ¡Qué desolado está el corazón, que pregunta siempre sin que le respondan!
Y la negra lluvia va cayendo, antes, ahora, siempre».
Una vez terminada la mística invocación, Tillayou adoptó una actitud que parecía anunciar el comienzo del discurso. Pero, ¿cómo reseñar ahora aquella peroración? ¡Qué mala fue, y cómo se iluminó más tarde con una grandeza que nunca pudimos sospechar que tuviera! Pero descubrir su final sería privarla en cierta manera de la calidad de su desarrollo, del tono de bravata en el que fue expresada ante los que eran sin duda los más pulidos y melindroso charlatanes de la ciudad, del humor bufonesco que iba adquiriendo insensiblemente a medida que avanzaba, de la pesadez y las vacilaciones que sólo parecían buscar las risas despiadadas del auditorio.
Hubo lamentables faltas de lógica en aquel discurso, cuando la mente del viejo actor no lograba la transición correcta, y hubo ironías que hubieran resultado inexplicables si no se adivinase que estaban tomadas del elogio funerario de Marco Antonio. Y habría habido muchas más pausas de las que hubo, si Tillayou no se hubiera ayudado a sí mismo con Shakespeare. Oímos palabras del “Rey Lear”, de “Macbeth”, de «Romeo y Julieta», pronunciadas con murmullos y entonaciones que las hacían sonar a nuestros oídos como bufonadas caricaturescas. Escuchamos con desagrado y con temor, las expresiones untuosas de Shydock y los gritos de Espartaco frente al populacho romano. En suma: que fue una representación muy necesitada de la indulgencia del público. Solamente O’Shea, por desconocidos motivos, pareció disfrutar mientras escuchaba con la cabeza apoyada en una mano, en una de sus más indolentes posturas.
—Vosotros sois mis invitados —dijo Tillayou—, mis muy distinguidos invitados, y si os ofendo por lo que voy a deciros, suplico vuestro perdón como padre de una persona a quien admirásteis. Soy el fantasma de Banquo que viene a interrumpir vuestro festín.
»Estos, Mr. Scheuttler, son todos unos ciudadanos muy honorables y distinguidos que han torcido un poco su camino para complacer el capricho de un viejo actor, acudiendo a cenar a su casa. Son las grandes figuras de ese mundo al que yo he servido durante tanto tiempo con mis humildes facultades.
»Vosotros preguntabais, señores, si yo creía que mi hija Marcia se encontraba presente entre esta constelación de sus amigos. Acaso sólo sea la razón vacilante de un anciano, pero yo la veo ahí, sentada. Trágica y bella, rodeada por el ruido de la lluvia y por el tañido discordante de las campanas (esto último no parecía tener ningún sentido). Está sonriendo a aquellos que la amaron, pero su mirada se detiene heladamente en uno de los que aquí se sientan. Sus ojos acusan a uno cuyo corazón ya está gritando: «¡Atrás! ¡Fuera de mi vista! ¡Que te trague la tierra!»
»Era dulce y suave, y el fulgor de sus pupilas avergonzaba al fulgor de las estrellas, como la luz del día avergüenza a la luz de las lámparas… Pero no quiero enojaros pidiéndoos que recordéis las virtudes que tanto apreciasteis, tanto como las aprecié yo. No habéis venido aquí esta noche para escuchar a un padre que ya chochea y que pone de manifiesto ante vosotros su sensibilidad. Estáis presentes para un asunto de más envergadura que estoy seguro habéis adivinado, a juzgar por vuestra cortesía y vuestra atención.
»Mr. Scheuttler me pidió que se lo refiriese privadamente, pero no quise hacerlo. Todos vosotros fuisteis amigos de ella, honorables amigos, y yo necesitaba que estuvieseis presentes.
»¿Quién mató a mi hija? ¿Quién le arrebató la existencia? Esta es la pregunta. Y yo tengo la respuesta. Pero no me contentare solamente con dar un nombre y gritar: ¡asesino! No; tengo todas las pruebas.
«Todos vosotros amasteis y admirasteis a mi hija. Todos le prestasteis vuestra ayuda en los años de lucha, le hicisteis la existencia más llevadera con vuestra ternura, con vuestra comprensión y con vuestro desprendimiento. Sin embargo, uno de vosotros la asesinó… ¡La asesinó!
»Ese está aquí. Ha acudido también a mi humilde morada, porque se considera demasiado astuto para ser descubierto. Se sienta ahora a mi mesa. ¡Harvey! —gritó de pronto, en una súbita transición, llamando al achacoso criado—. ¡Cierre usted las puertas! ¡Ciérrelas! No podrá escaparse. Enciérrenos dentro. Las ventanas también… ¡Excelente, magnífico, este Harvey! Siempre me sirvió bien. Estuvo junto a mí todos aquellos años en que, como mi hija luego, yo era una figura eminente. Porque Maurice Tillayou, caballeros, era una figura que perteneció a los grandes días del teatro… Gracias, Harvey —nueva transición con nueva interpelación al caduco sirviente—; puede irse a acostar, y que los ángeles velen su sueño…
»¿Por dónde iba, Mr. Scheuttler?… ¡Ah, sí! Las puertas están cerradas. ¿No parece esto un drama? Vuestras caras están preguntando el nombre… el nombre de Judas. Todos vosotros esperáis, cada uno desconfiando del que está a su lado. Mantengo mi promesa, Mr. Scheuttler. Tengo las pruebas, todas las pruebas, para enviar al culpable desde esta mesa a la horca. El hombre que mató a Marcia, que asesinó a mi Marcia, me está mirando ahora. El terror desorbita sus ojos. Su nombre es…»
Un trueno que se había iniciado al llegar a este punto del discurso, estalló ahora fuertemente, abogando sus palabras finales. Al mismo tiempo, la habitación en que estábamos se sumió en la oscuridad. Toda la escena se desvaneció como un sueño. Las luces se habían apagado. Las mujeres comenzaron a gritar. Algunas sillas cayeron con violencia, al ponerse en pie bruscamente sus ocupantes. Fue un momento de misteriosa confusión, de verdadero caos, lleno de gritos y hasta de carcajadas que estallaban en la oscuridad. Pero todos, de pronto, nos quedamos inmóviles al oír una voz que chillaba agudamente en medio de aquellas densas sombras. Era la voz de Tillayou:
—¡Suélteme! ¡Me está matando! ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Dios mío, me está matando, me está matando…!
La voz se apagó violentamente, como si unas manos estuviesen ahogando el sonido. Un gran relámpago incendió el cielo, y a su luz fosfórica nos pareció ver algo espantoso… Tillayou, estaba en el suelo, en un rincón, con las manos apretadas contra el pecho, y la sangre saliendo a borbotones por encima. El pavoroso cuadro desapareció al instante, con la luz del relámpago.
Sobrevino después una gran conmoción, algo como una pesadilla sin sentido. Creíamos que lo que acabábamos de ver no era cierto. La realidad se presenta siempre muy lejana a los que se pasan la vida escribiendo sobre ella. Emily Duane pidió luces en tono cortés.
O’Shea fue el primero en iluminar con su encendedor al hombre que se retorcía en el rincón. Caído de rodillas, emitía un ronco estertor y apoyaba una mano en el suelo mientras trataba de arrastrarse con la otra. Todos pudimos ver que, en efecto, se trataba de Mr. Tillayou. Al mismo tiempo, Scheuttler, que sin duda sabía muy bien cómo comportarse en circunstancias como aquellas, iluminó con su lámpara de bolsillo a O’Shea, convencido de que él era el asesino. Entonces empezaron a oírse los gritos de las mujeres y peticiones de luz formuladas con no escaso nerviosismo por el elemento masculino. Y predominando sobre el griterío se podían escuchar los estertores y quejidos del moribundo, de quien Mr. Scheuttler estaba obteniendo una declaración «in articulo mortis».
En realidad todos nosotros, incluidos Tillayou y Scheuttler, parecíamos interpretar un drama, uno de esos melodramas de Broadway llenos de sombras, asesinatos, sospechosos y todos los convencionales trucos de una obra de misterio. Algunos encendieron cerillas, otros sus encendedores, y otros buscaban los interruptores eléctricos o se apelotonaban en torno al moribundo haciendo preguntas al excitado Mr. Scheuttler, que a su vez las formulaba a plena voz. O’Shea proporcionó un instante de expectación fuera de programa al abrir de una patada una puerta y reaparecer ante el revólver empuñado por Scheuttler (que había ordenado que nadie se moviese) con un candelabro que encendió rápidamente, iluminando con su luz indecisa una escena que parecía más de ópera que la propia «Tosca».
—No veo nada —jadeaba Tillayou—. ¡Marcia! ¿Dónde estás? Mi niñita rubia, Marcia, hija mía…
Nos inclinamos todos sobre él apremiándole a coro para que dijera quién le había atacado. Nos mirábamos unos a otros llenos de recelo. Mr. Scheuttler por su parte, convencido de que la víctima estaba a punto de nombrar a su asesino, esperaba, revólver en mano.
Pero el viejo actor deliraba.
—¡Sangre! —exclamó con voz débil, alzando las manos y mirándoselas—. ¡Mi sangré!
Y cuando se le apremió de nuevo para que hablara, comenzó a sollozar nombrando a Marcia:
—Escuchad, escuchadla a ella… Está siempre llamando… Y nadie le responde.
Todo aquello era muy doloroso, y tenía un aspecto irreal, fantasmagórico.
Después vino un instante tremendo. Los ojos del moribundo parecieron buscar a alguien. Su mirada estaba entonces más tranquila y se detuvo en Mr. Scheuttler.
—Déjeme que le diga el nombre al oído —murmuró ansiosamente y en voz tan queda que apenas pudimos oírle—. No debe esperar. Más cerca… amigos míos… prestadme atención.
—¿Quién fue? —preguntó alguien desesperadamente, sin poderse contener.
Mr. Scheuttler impuso silencio con un rugido, para poder repetir él la misma pregunta.
—¡Ah! —exclamó Tillayou—. Fue… Fue…
Y guardó otra vez silencio. El hervor de las interrogaciones fue en aumento a medida que aquel silencio se prolongaba. Se llegó a un extremo de tremendo nerviosismo. Mr. Scheuttler ya no podía estar pendiente de sus sospechosos. Miraba al viejo, que lloraba quedamente. Y después sucedió algo increíble: Tillayou murió.
Había tosido antes seca y espasmódicamente, con ese carraspeo que resulta inconfundible incluso para los que nunca lo han oído. Pero, de todos modos, nadie esperaba aquella muerte.
Un pandemónium todavía más patético siguió al fallecimiento del viejo. Se avisó a la policía. Se nos dieron órdenes adecuadas. Mr. Scheuttler hizo grandes alardes de revólver. Harvey fue despertado de su sueño guardado por ángeles, y fue interrogado, mientras se lamentaba sobre el cadáver de su amo, se le preguntó sobre los interruptores de la luz que habían dejado de funcionar. O’Shea tomó la iniciativa de estas preguntas, a pesar de las violentas órdenes de Scheuttler, que estaba firmemente convencido de su culpabilidad. Pero Harvey fue incapaz de dar ninguna. O’Shea de pronto, se puso en cuclillas y empezó a arrastrarse bajo la mesa, mientras que Scheuttler, suponiendo que aquello era una tentativa de fuga, le amenazaba a gritos diciéndole que nunca saldría vivo de aquella estancia. Súbitamente, en medio de las amenazas, y mientras O’Shea manipulaba por debajo de la alfombra en un extremo de la mesa, las luces se encendieron. O’Shea se levantó y se dirigió al funcionario del Fiscal:
—Si usted me permite que me las dé un poco de oráculo y me aparta ese revólver, le diré que el misterio es muy sencillo. Fue el mismo Tillayou quien apagó las luces. El conmutador estaba justamente debajo de sus pies. Y luego, se mató él mismo.

Amanecía ya, cuando Locksley, O’Shea y yo entrábamos en el departamento del segundo. Habíamos pasado una noche muy movida y bastante ruidosa, como huéspedes de Mr. Scheuttler y de dos oficiales de policía. Harvey había acabado por decir lo que sabía. El día anterior, Tillayou había hecho instalar el conmutador a sus pies. Este importante extremo fue comprobado en seguida, gracias a los electricistas que habían hecho la instalación. Harvey contó también que Tillayou le había ordenado que no preparase ningún plato para nuestra cena, diciéndole que no sería necesario, y asegurándole que en aquel banquete no serían necesarios ni platos ni cubiertos. La ausencia de estos elementos fue una de las cosas extrañas que nos llamaron la atención cuando entramos en el comedor. Harvey identificó asimismo la daga que se extrajo del cuerpo de su amo como un arma que se había utilizado en una antigua representación de «Macbeth» y que el viejo actor había estado afilando en su dormitorio antes de la llegada de los huéspedes.
No había ninguna duda; Tillayou se había dado muerte a sí mismo. Pero Mr. Scheuttler y los dos policías tenían dudas respecto a los motivos de aquel suicidio. O’Shea les persuadió, con ayuda de las palabras y de las lágrimas de Harvey, de que la mente del viejo actor se había desequilibrado con el dolor ocasionado por la muerte de su hija, y de que todo aquel asunto podría explicarse con la locura del pobre hombre. Por fin se nos permitió marcharnos a todos, después de prevenirnos para que estuviésemos preparados a comparecer, si se nos necesitaba para algún interrogatorio posterior.
En el departamento de O’Shea, Locksley y yo esperamos pacientemente hasta que el fantástico celta abrió unas botellas y nos preparó unas bebidas. Después de haber cumplido con estos ritos, se acercó a un escritorio.
—Voy a leerles esta carta —dijo—. Es de Marcia, y fue cursada la misma noche en que la hallaron muerta.
Nos entregó un trozo de papel lleno de garabatos. Y nosotros leímos lo que sigue:
«Alfredo: Estoy aburrida, hastiada, dolorida, enferma. Llena de cosas feas y desagradables. Tú siempre fuiste el mejor de todos. Por eso te pido que seas buen chico y que cuides de mi padre. ¿Verdad que lo harás? Me hubiera gustado quedarme un poco más, pero la muerte me parece más sencilla que la vida. ¿Qué significa un puñado de píldoras para una persona que ya ha tragado tantas? Adiós, y recuerda siempre la noche de la «Mujer olvidada». Por última vez, adiós.- Marcia.»
Cuando terminamos de leer la carta, O’Shea nos sonrió pensativamente.
—Esta es la verdad —nos dijo—. Ella se suicidó.
—Pero ¿y las balas? —pregunté.
—Adivínelo.
—Fue Tillayou —terció Locksley.
—Exacto —respondió O’Shea—. La encontró muerta, con las píldoras todavía en la mano. Y él no podía permitir aquello. Adoraba a su hija. Era una estrella y las estrellas no deben suicidarse nunca. Sólo lo hacen los fracasados, los miserables y los derrotados. Quiso que continuara siendo estrella aún después de muerta. Por eso acuchilló el retrato de Pierrot y desbarató toda la alcoba. Lo hizo por pura fanfarronada, para que nadie supiese que su hija había muerto tan poco gloriosamente.
»Por lo menos —prosiguió O’Shea—, esto fue lo que yo pensé desde el primer momento. Resolví no decir nada. Pero lo que hemos visto esta noche me ha desquiciado los nervios.
Acabó con una sonrisa y bebió.
—Ha sido terrible —dijo Locksley.
—Y maravilloso —añadió O’Shea, con un gesto que hizo estremecer su delgada boca por el ímpetu de la elocuencia—. En realidad yo interpreté mal las cosas. ¿De verdad no saben lo que pasó?
—No —respondió Locksley—. Lo único que sé es que ese pobre viejo estaba más loco que una cabra.
—No, no estaba loco —negó O’Shea—. Se hallaba en pleno juicio. Él no había creído nunca en el suicidio de su hija. Es cierto que la encontró muerta por su propia mano, pero eso no significaba nada para él. La consideró como verdaderamente asesinada… por todos nosotros, sin excepción. Asesinada por toda esa canalla de amigos, embusteros, chismosos y farsantes, que habían rondado alrededor de ella; incluyendo, claro está, a este su humilde servidor, Alfred O’Shea. Y es verdad. La matamos nosotros. ¿Recuerdan que el viejo nos llamó honorables amigos, llenos de ternura y desprendimiento para ella? Eso fue una cuquería del viejo. Nos miraba a todos, odiándonos profundamente, mientras nos iba anonadando con una serie de frases intencionadas. Éramos una bandada de vampiros que habíamos estado sorbiendo la sangre a su hija. Así nos veía él… Cuando la encontró muerta, consideró que la habíamos asesinado nosotros, que la había asesinado Broadway. Todas nuestras manos habían llevado hasta su boca el tóxico que la envenenó. Y el viejo se obsesionó con la idea de hacer justicia de algún modo para castigar a todos esos fantasmales asesinos.
Asentimos con un ademán, mientras O’Shea bebía de nuevo.
—Esta noche, en aquella mesa, hemos visto una magnífica representación teatral. El viejo se superó a sí mismo.
—¿Y qué fue lo que le hizo pensar que allí había un interruptor oculto? —pregunté:
—Sabía que en el escenario ocurría algo raro —contestó O’Shea con una mueca—. Quise interrumpir la representación, pero me volví atrás. Y no me arrepiento.
Nos quedamos mirando inexpresivamente al orador, como esperando posteriores declaraciones. O’Shea volvió a buscar inspiración en el alcohol, e hizo un ademán ponderativo con los ojos.
—¿Advirtieron ustedes —preguntó blandamente— que aquel viejo cómico estaba representando la escena de su propia muerte desde el momento en que entró en la habitación donde le esperábamos? Llevaba la daga en el bolsillo. Había ideado ya todo aquello, durante días enteros lo había ensayado en su dormitorio, había afilado el puñal de Macbeth y se sabía el papel de memoria. Se propuso llegar hasta el momento de decir el nombre del asesino, y luego clavarse la daga en el corazón. Las sospechas hubieran recaído sobre todos nosotros. Se nos habría encerrado en la cárcel, no sólo por su muerte, sino por la de su hija. Eso era lo previsto. El argumento era éste: el asesino de Marcia había apagado las luces y le había apuñalado a él en el momento en que se iba a oír su nombre… ¡Qué tipo más maravilloso! Nunca podré olvidar aquella escena.
—Tampoco yo —convine.
—Se estaba muriendo, pero representó su papel hasta el último instante. Una memoria admirable. Y había recitado mi poema favorito, «Lluvia en Rahoun», de Joyce. Me la había oído decir una vez solamente, durante mi luna de miel. Recordarán ustedes cuando se acurrucó en el rincón para morir, con el puñal clavado, gimiendo y murmurando el nombre de Marcia. ¿Saben ustedes que era aquello? Eran latiguillos de experto comediante, porque la muerte tardaba en llegar más de lo calculado y el telón no bajaba. Era la gran escuela antigua. ¿Y se acuerdan, como, por fin, con voz entrecortada, entre los estertores definitivos, dijo: «Fue… fue», y murió exactamente en el momento oportuno? ¡Que matemática regularidad!
—Me acuerdo de su despedida a Harvey —dijo Locksley—. Resultó muy… bonita.
Permanecimos un rato silenciosos en nuestros asientos, absorbidos por el recuerdo del discurso de Tillayou, como si lo estuviésemos escuchando de nuevo, ahora que el velo del misterio estaba descorrido.
—Ninguno de nosotros sería capaz de morir tan bellamente —dijo por fin O’Shea—. Morir entregado de tal manera a la esclavitud del amor y del arte.
Locksley tuvo un estremecimiento y se levantó. En su cara se dibujó una torcida sonrisa.
—Una admirable obra teatral del viejo estilo —dijo—. Pero nunca había visto yo un drama más inútil.

—Es verdad —respondió O’Shea—. El argumento tenía muchos fallos. Yo le podía haber ayudado mucho, poniendo algunas pinceladas en su desarrollo. Pero, de todos modos, fue una gran noche de despedida.

EL JUEZ CORROBORA J. S. Fletcher


EL JUEZ CORROBORA

J. S. Fletcher
D
ESDE el preciso instante en que Dickinson había detenido a Gamble, luego de acusarle de robo con escalo, el citado Dickinson tuvo la impresión de que en aquel asunto había algo fuera de lo corriente. La detención se efectuó con toda tranquilidad y sin el menor alboroto una tarde en que Gamble, completamente solo, salía del bar llamado «el orgullo de Londres» que se abría en Maida Vale. Lo que los transeúntes pudieron ver, si es que vieron algo, es que dos hombres correctamente vestidos se acercaban a un tercero, también correctamente vestido, y que, después de cambiar algunas palabras, se marchaban juntos como si les uniera una estrecha amistad. Pero Dickinson recordaba muy bien lo que Gamble le había dicho entonces.
—Está usted haciendo una tontería, muchacho… Y no se trata de una equivocación. Muy pronto lo comprobará… Mientras tanto…
Mientras tanto, naturalmente, no le quedaba otro remedio que acompañar a los dos policías hasta la comisaría más cercana, y esperar la acusación. Y esa acusación fue la siguiente: En la noche del 21 de noviembre último, él, Jack Gamble, había penetrado en el domicilio de Martín Felipe Tyrrell, en Avenue Road, St. John’s Wood, y robado diversos objetos, que se especificaban. Una vez más, Gamble volvió a menear la cabeza y a sonreír.
—No he sido yo, amigos —replicó—. Esta vez se han equivocado ustedes de tren…
Al policía que había acompañado a Dickinson se le despertó la curiosidad y miró a Gamble, que tenía una sólida reputación profesional.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó con acento amistoso—. ¿Tiene una coartada?
—Algo parecido, chico —contestó Gamble; y volviéndose a Dickinson, añadió—: ¿Cree usted haber sido muy listo? Pues no hay tal…
Aunque otras personas no opinaran igual, Dickinson se sabía inteligente; asimismo sabía que había derrochado habilidad y realizado grandes esfuerzos para la resolución de este caso particular, que, desde el comienzo, había sido puesto en sus manos. Lo había seguido con la paciencia y el talento que le concedieran un respetable lugar entre los miembros del Departamento de Investigación Criminal. Por lo demás, dicho caso era de características más bien vulgares. La casa del señor Tyrrell, que se alzaba independiente dentro de su propio jardín, había sido desvalijada una noche de todos los objetos de platería y joyería que había en ella. El robo se había realizado en absoluto silencio, sin que ninguno de sus moradores percibiese nada. Pero había quedado una huella…, dos huellas…, de la personalidad del autor. En el aparador del señor Tyrrell había una botella de whisky, varios vasos y una jarra de agua. El ladrón no había desistido la tentación de beber una copa. Y en la copa utilizada y en la jarra del agua había dejado la impresión de sus dedos. Dickinson, que tenía un extenso y especial conocimiento de los ladrones de alta clase que actuaban en la metrópoli, y que se pasaba horas estudiando los registros de huellas digitales, en cuanto vio rastros, se dijo: «¡Jack Gamble!»
Jack Gamble tenía una gran reputación. Era un inteligente muchacho, que vivía muy bien a expensas de sus habilidades. Cuando no estaba robando y escalando, andaba metido en otros oscuros negocios, especialmente en los relacionados con las carreras de caballos. A veces se mantenía dentro de la ley, y otras veces la dejaba a un lado. En una u otra forma, a menudo se había visto envuelto en dificultades; cuando fue detenido en la puerta de «El orgullo de Londres» hacía poco que había sido puesto en libertad, después de cierto tiempo de cárcel. Dickinson estableció sobre él una paciente vigilancia, y cuando vio aquellas huellas digitales no dudó ni un segundo de que Gamble iba a caer de nuevo en sus manos. Comparó las huellas con las registradas en los archivos policiales, y realizó después un minucioso trabajo para averiguar lo que Gamble había hecho la noche del robo. Cuando comprobó que Gamble había estado la mayor parte de la noche fuera de su casa, puesto que había salido de ella a las diez y no había regresado hasta las seis de la mañana siguiente, procedió a actuar… Dickinson era un ardiente partidario de la teoría de las huellas digitales y su entusiasmo se contagiaba a los que actuaban con él.
Sin embargo, ahora que ya tenía bajo llave al ladrón, Dickinson se sentía algo inquieto por la alegría de Gamble. Decidió, pues, no quitarle ojo de encima. Estuvo presente cuando Gamble fue llevado ante el magistrado, el cual, aunque no parecía firmemente convencido de la teoría de las huellas digitales, en aquella ocasión se dejó persuadir por la evidencia, y envió a Gamble a un tribunal. Y Gamble, esperando su traslado a la prisión hasta que se viese su causa, le hizo amistosos guiños a Dickinson, que había bajado a las celdas de la comisaría para echar un vistazo al ladrón.
—Cree usted que todo marcha bien, ¿eh? —exclamó Gamble—. Pues yo no opino así. Por el momento se ha salido con la suya, pero esperemos al final. ¿Cuándo se arreglará este lío? ¿La semana próxima? No puede usted imaginarse lo que va a salir de aquí…
Dickinson prefería sostener un trato amistoso con los criminales que caían en sus manos; adoptaba siempre la actitud de un profesor indulgente.
—Creo que su juicio se ventilará ante el juez de Stapleton —contestó amablemente—, y tendrá que convencerle a él con la coartada que tiene lista… ¿De qué se ríe?
Gamble había comenzado a reírse como si hubiera recordado repentinamente algo muy gracioso. Pero antes de que pudiera explicar el motivo de su hilaridad, un par de guardias se lo llevaron. Y Gamble se dejó llevar, sin dejar de reírse.
—Ya nos veremos, señor Dickinson —dijo, como despedida—. La próxima semana nos encontraremos en el Juzgado. ¡Y me temo que se llevará una sorpresa!
Todo eso contribuyó a que Dickinson se sintiera aún más intranquilo. Ante el magistrado, Gamble había adoptado una actitud, entre despreciativa y desafiante, que resultaba verdaderamente extraña. Ni siquiera se había preocupado de llamar a cierto hábil abogado que le había defendido en más de una ocasión. Con la mirada burlona y los labios sonrientes, había escuchado todo lo relativo a las huellas digitales y a su ausencia de casa durante las horas en que se cometió el robo. Al preguntársele que si tenía algo que alegar, replicó que lo diría en el momento y lugar adecuados. Había demostrado, en suma, tanta seguridad, que Dickinson comenzaba a intranquilizarse y hasta a dudar un poco. Pero recordó la indiscutible teoría —no hay dos huellas digitales parecidas—, y se sintió seguro de que las impresiones dejadas en el vaso y en la jarra del señor Tyrrell correspondían a las de los dedos de Jack Gamble.
Cuando la causa contra Gamble se vio en el Tribunal Central, ante la presidencia del juez Stapleton, sólo se presentaron evidencias circunstanciales y periciales. La verdad es que más de un espectador pensó que no se trataba de enjuiciar a Gamble, sino de enjuiciar la teoría de las huellas digitales.
Tales huellas estuvieron pasando una o dos horas por las manos del tribunal, de los jurados y del abogado; durante otro par de horas los peritos emitieron su informe y hablaron largamente sobre las teorías y procedimientos de autoridades tales como Bertillon, Herschel, Galton y Henri. Y mientras todo eso ocurría, Gamble —que había sido cortésmente invitado a ocupar una silla, porque se esperaba una larga duración de la vista—, escuchaba con expresión a ratos burlona, a ratos aburrida.
Había reiterado sus protestas de inocencia, y una vez más se había negado a contar con un defensor. Sin embargo, había preguntado con cierta ansiedad si podía alegar en defensa propia y llamar a un testigo; al contestársele afirmativamente, sonrió con burla y miró al sargento Dickinson.
Por fin, las cosas llegaron a su término. Todos los expertos habían declarado que las huellas halladas en casa del señor Tyrrell correspondían a las estampadas por el acusado en más de un registro oficial. Además, se habían presentado pruebas que demostraban que Gamble permaneció fuera de su alojamiento durante las horas en que el robo, sin duda alguna, se había cometido.
Sin embargo, no resultaba una causa muy sencilla. Los objetos sustraídos no habían sido hallados. Ni uno solo de ellos había sido encontrado en poder de Gamble. Tampoco se había podido demostrar que éste hubiera tenido en su poder tales objetos en algún momento determinado. Pero —aunque nada de eso fue mencionado en el Tribunal, de acuerdo con los principios de la Justicia británica—, todos sabían, hasta el juez y los jurados, que teóricamente nada deben saber, que Gamble era especialista en tales tramoyas, como los expertos en huellas digitales lo eran en su oficio, y la mayoría de las personas presentes esperaban escuchar el veredicto de culpabilidad que había de mandarle nuevamente a la cárcel.
Lo esperaban todos, menos Dickinson. El policía, después de declarar, se había retirado a un rincón, desde donde miraba recelosamente al acusado.
Dickinson se sentía desasosegado ante el aspecto de Gamble. En efecto; éste parecía demasiado indiferente, demasiado aburrido, demasiado superior a la situación. Dickinson pensó en un jugador que tiene todos los ases… y que cuenta, además, con otra carta escondida en la manga. Y cuando Gamble fue llamado a declarar en su propia defensa, y se dirigió sonriente a la tarima de los testigos, Dickinson comenzó a sentirse realmente desazonado. Quería condenar a Gamble, y empezaba a tener la sospecha de que esta vez no lo iba a lograr. Sin embargo, ¿por que?
Gamble prestó juramento con el fervor de quien en toda su vida no ha hecho otra cosa que prácticas religiosas. Posiblemente, en aquel momento se sintió de verdad importante. Sea como fuere, cuando se volvió hacia el juez, lo hizo con decoroso continente. El magistrado le observaba curiosamente.
—Como no dispongo de defensor —dijo Gamble—, quizá su señoría me permitirá hablar de acuerdo con mi criterio propio…
—Naturalmente, hable y explique lo ocurrido como mejor le parezca —replicó su señoría—. Es probable que usted sepa que podrá ser interrogado por la acusación al tenor de lo que usted declare, ¿no es así?
—Perfectamente, señor juez —contestó alegremente Gamble, sonriendo a los abogados que estaban frente a él—. Cualquiera de estos caballeros podrá formular las preguntas que desee.
Se detuvo, y trasladó su sonrisa a los doce jurados, que escuchaban con la boca abierta.
—Pues bien, señor juez, señores del jurado, lo que tengo que exponer aquí, en respuesta a la acusación que se me hace, es una coartada. Voy a probar una coartada, y cuando haya terminado de probarla, espero que se me absuelva. Con huellas digitales o sin ellas, lo cierto es que la noche en que se cometió el robo yo me encontraba a seis millas de St. John’s Wood. ¿Por qué? Pues porque estaba en otra parte.
Gamble, que tenía gran experiencia en el tejemaneje de los tribunales, ya fuera como actor principal o como espectador interesado, conocía muy bien la importancia que reviste en la oratoria una pausa dramática; y ahora hacía una, inclinado sobre la barandilla que rodeaba la tarima, mirando en torno con una sonrisa serena y triunfal. De pronto, reanudó su discurso, mientras llevaba con los dedos la cuenta de los extremos que aquél abarcaba.
—Para comenzar, señores —prosiguió—, se me acusa de haber penetrado en esa casa de Avenue Road, en St. John’s Wood, durante la noche del 21 de noviembre último; o sea, según la evidencia, entre las 10 de la noche del 20 de noviembre y las seis de la mañana siguiente. Pues bien, señores, desde las 10 de la noche del 20 de noviembre hasta las, 5’30 de la siguiente mañana, yo permanecí en Wimbledon.
Gamble pronunció la última palabra en un murmullo, mientras el juez le miraba escrutadoramente.
—¿Estaba usted… dónde? —preguntó, inclinándose hacia el acusado.
—¡En Wimbledon, señor juez! —repuso Gamble en voz alta—. En Wimbledon, donde vive su señoría.
El juez frunció el entrecejo. Era verdad que vivía en Wimbledon, en una hermosa residencia. Y su ceño fruncido significaba que no le placía demasiado el saber que el señor Jack Gamble había estado rondando por aquel selecto barrio.
—Continúe —ordenó con acento algo frío—. Decía usted…
—Decía que me encontraba en Wimbledon esa noche, señor juez —replicó Gamble, con una sonrisa que hizo que Dickinson se estremeciese en su rincón—. En Wimbledon, parte del tiempo, en verdad, y la otra parte del tiempo en Wimbledon Common, Pero, señores —continuó volviéndose a los jurados—, ustedes dirán que por qué me encontraba yo allí. Estoy aquí, señores, para decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad… Debo, pues, ser sincero… Fui a Wimbledon con un propósito ilegal… que no llegó a realizarse…
Gamble hizo una pausa. Luego prosiguió, con un dedo apuntando hacia el presidente del jurado, un insignificante hombrecillo, cuyos ojos parpadearon.
—Voy a confesar la verdad contra mí mismo, para librarme de una acusación injusta. No pretendo negar, porque de nada me serviría, que anteriormente me he visto envuelto en dificultades a causa de pequeños asuntos de esta clase. Sufrí los resultados de uno de ellos, el último, en octubre pasado. Y entonces me dije a mí mismo: «Voy a acabar con este juego…, ya es hora de hacerlo». Pero el 17 o 18 de noviembre, no puedo precisar el día, un buen amigo mío que conoce mis habilidades se tropezó conmigo en Long Acre y me dijo confidencialmente: «Jack, hijo mío, si quieres ejecutar un pequeño trabajo muy dentro de tu especialidad, yo puedo indicarte cómo hacerlo». «¿De qué se trata?», le pregunté. «Oh, no es nada extraordinario. Un trabajito muy sencillo…» «Me he enterado que vives ahora en Wimbledon, ¿no?» «En efecto», contesté. «Pues bien», dijo mi amigo, «hay una hermosa casa situada en Wimbledon Common que pertenece a alguien a quien tú debes conocer por… por razones profesionales: me refiero al juez señor Stapleton».
—Espero que no pretenderá usted burlarse del tribunal, ¿eh? —exclamó el juez, con acento irritado—. Si es así…
—Todo es la pura verdad, señor juez —respondió Gamble—. Ya lo verá su señoría dentro de un minuto… Bien —continuó con aire triunfante, mientras el juez se reclinaba resignadamente en su sillón—, he aquí lo que me dijo mi amigo, cuyo nombre y dirección no daré a menos que sea absolutamente necesario: «El juez Stapleton, ese viejo pájaro, no baja por las noches las persianas de su casa, y cuando he pasado, frente a su comedor he podido ver a su señoría sentado a la mesa. En ese comedor hay un aparador que parece va a hundirse con el peso de las copas y fuentes de plata y de oro que lo llenan. Me he enterado de que el juez fue atleta en su juventud y que ganó muchos trofeos; después ganó más con la equitación. Sea como sea, ese aparador tiene lo suficiente como para valer la pena que hagas una visita al viejo zorro…»
»Cuando oí semejantes palabras, señores, me dije a mí mismo: «Vamos, nada se pierde si me doy una vuelta por Wimbledon Common y hago un pequeño reconocimiento…» Y de ese modo, a las nueve de la noche del 20 de noviembre último (les ruego que no se olviden esa fecha, señores) me trasladé a Wimbledon, busqué a mi amigo, y juntos nos dimos un paseo hasta la casa de que habíamos hablado, o sea, hasta la casa de su señoría.
Al decir esto, Gamble se volvió repentinamente hacia el juez y los ojos de todos los presentes hicieron lo mismo. Era indudable que el magistrado estaba entre irritado y perplejo. Miraba al acusado con expresión inquisitiva, y por un momento pareció que iba a decir algo; pero continuó en silencio, invitando con un gesto amable a Gamble a que continuara su relato. Este sonrió graciosamente y prosiguió:
—Durante aquel paseo, mi amigo (que es un caballero) me dijo: «La casa de su señoría está junto al camino, y las ventanas del comedor dan a ese camino». Efectivamente, las persianas estaban levantadas y pudimos mirar al interior. Ahora me permitiré solicitar la especial atención de su señoría hacia lo que mi amigo y yo vimos en tal oportunidad. El cuarto estaba brillantemente iluminado con luz eléctrica y en la estufa ardía un hermoso fuego. El aparador, que es de roble negro, estaba repleto de oro y plata: copas, vasos, bandejas, etc. Todo centelleaba bajo las luces. Y en ese cuarto había tres personas sentadas ante el fuego. Tal vez su señoría sepa de quienes se trata, cuando escuche la descripción que de ellas voy a hacer. Uno de los presentes era el propio juez, vestido de etiqueta… No necesito describirlo. Otro era la esposa de su señoría; estaba tejiendo, y les juro que me hizo pensar en mi anciana madre. Y el tercero…
El juez Stapleton se inclinó ligeramente hacia la tarima de los testigos y pareció escuchar ávidamente las palabras del acusado. Gamble le miró con el rabillo del ojo, y continuó:
—El tercero era un caballero anciano, alto y de hermosa figura, extranjero a juzgar por su aspecto, con una barba blanca cortada en punta y un bigote recortado, que fumaba un gran cigarro sentado entre su señoría y su digna esposa… También vestía de etiqueta y lucía en torno al cuello una cinta roja de la cual pendía una especie de medalla o de estrella. Era un grupo sereno y hogareño, con sus cigarros y sus copas.
El juez Stapleton, lanzando una mirada sombría hacia los miembros del tribunal, se enderezó en su asiento y, metiéndose la mano entre los pliegues de la toga, extrajo de algún bolsillo interior un cuadernillo de apuntes que colocó sobre el pupitre. Gamble suspendió su relato, pero una señal del magistrado le obligó a proseguir.
—Pues bien, señores; mi amigo y yo vimos eso, y después nos retiramos discretamente para ir a beber unas copas y comer algo. Y cuando terminamos la cena, me dijo mi amigo: «¿Qué opinas de ese trabajito, Jack? Se trata de algo sencillo, ¿no te parece? Sobre todo para un caballero de tu habilidad». «Tal vez», repliqué modestamente, «pero me gustaría examinar el terreno cuando la casa esté tranquila». «No hay ni un gato ni perro», me dijo él, «su señoría no los soporta». «Los gatos no me preocupan», dije yo; «incluso he llegado a trabajar mientras un par de gatos contemplaban con interés mis actividades. Pero con los perros ya no es igual. ¿Estás seguro de que no los hay?» «Podría jurarlo», contestó el otro. «Su señoría detesta a los perros. Sólo le gustan los caballos». «Muy bien», le dije. «Entonces esperaremos un poquito…» «Sí, conviene echarles un vistazo a las puertas y a las ventanas», agregué. «Pero no me propongo operar esta noche, sino en otra ocasión». Conversamos después sobre diversas cosas y a eso de las doce y media me fui a rondar la casa de su señoría.
Mientras tanto, el juez Stapleton había abierto su cuadernillo de notas y, después de consultarlo, lo volvió a cerrar. Ahora, con la barbilla entre las manos, observaba a Gamble con una mezcla de perspicacia y diversión. Estuvo mirándole así todo el tiempo que duró su alegato.
—Ahora bien, señores —dijo Gamble, inclinándose aún más sobre la barandilla, como si pretendiera hablar confidencialmente con los miembros del tribunal—. Ustedes han visto con qué sinceridad les hablo, acusándome incluso…, porque, desde el momento en que entré en el jardín de su señoría, estaba donde no debía estar… y con intenciones de cometer un delito. Sólo que no me proponía cometerlo esa noche, sino en otra ocasión, es decir, un par de noches más tarde. Por entonces, mis propósitos se limitaban a echar un vistazo. Y así lo hice, con mucho cuidado. Examiné las puertas y ventanas delanteras, traseras y laterales. Comprobé con satisfacción que no había perro alguno.
Y eventualmente lancé una mirada atenta a la ventana del comedor donde estaba el aparador de marras. Mientras me dedicaba a mis actividades, silencioso como un ratón, brilló de pronto una luz en el cuarto y apareció su señoría con un candelabro en la mano. Para probar que no miento, puedo decirles que su señoría llevaba un pijama con franjas blancas y rojas, y un chal de lana blanca sobre los hombros. Yo les pregunto a ustedes, señores, y también a su señoría, ¿cómo podría yo saber todo eso si no me hubiera encontrado allí?
Sobrevino otra pausa dramática que aprovechó Gamble para lanzar una mirada desdeñosa a Dickinson. Luego, en medio de un profundo silencio; continuó hablando:
—Y más aún, señores… Un segundo después, aparecía el otro caballero…, el de la blanca barba y el bigote recortado. También llevaba una luz. Comprendí entonces que ambos habían saltado del lecho por algo que yo no acababa de determinar, porque estaba seguro de no haber hecho el menor ruido, ya que sólo estaba mirando por la ventana. Ambos hablaron un momento, y después su señoría salió al vestíbulo para volver al cabo de unos instantes vestido con un grueso abrigo y trayendo en la mano una linterna. Al ver eso, señores, abandoné el jardín y me escondí entre los árboles del otro lado de la carretera. Haría un par de minutos que estaba allí cuando apareció un guardia, y oí que su señoría le llamaba desde la puerta principal. Entonces resolví volver a casa de mi amigo, y en ella estuve hasta la salida del tren de obreros, en el cual me embarqué camino de Londres. ¡Y ahí tienen ustedes! Ahora, me permitirán una pregunta: ¿cómo podría haberme encontrado en Avenue Road esa noche, si estaba en Wimbledon? Solicito de su señoría que, como un caballero que es, corrobore cuanto he dicho…
La atención del tribunal se transfirió del acusado al juez. Todos los ojos se volvieron hacia el señor Stapleton. Y éste comenzó a hablar:
—Se trata, ciertamente, de una notable declaración, la del acusado. Me coloca en una situación curiosísima. Se me solicita que sirva de testigo sin dejar de ser juez. Si esta causa hubiera sido encargada a alguno de mis colegas, supongo que el acusado hubiese hecho la misma defensa, y requerido mi declaración en favor suyo. Pues bien, he de decirles que cuanto el acusado nos ha dicho me parece la verdad más absoluta. Es verdad que tengo desde hace muchos años un prejuicio contra las persianas y cortinas que cierran las ventanas. Es también verdad que conservo sobre mi aparador cierta cantidad de artículos de oro y de plata, que imagino se verán desde el camino cuando las luces del comedor están encendidas. No atribuyo mucha importancia, en esta causa, a dichos detalles, porque el acusado pudo haberlos conocido en cualquier momento. Sin embargo —en ese momento el juez cogió su cuadernillo de notas—, es imposible negar que en la noche del 20 al 21 de noviembre acaecieron sucesos en mi residencia.
»Esa noche recibí a un amigo mío, el señor Paul Lavonier, el famoso sabio francés, invitado por mí a cenar y hospedarse en mi casa. Es, precisamente, el caballero descrito por el acusado. Usaba, en efecto, el collar y la estrella, de una condecoración muy apreciada por él. Es verdad que a eso de la una de la madrugada me pareció oír ruidos en el jardín, y que bajé al comedor, y que el señor Lavonier fue a reunirse conmigo, que me puse el abrigo y que cogí una linterna que guardo en el vestíbulo; y que éste examinó el jardín sin encontrar nada sospechoso. Y, sinceramente —continuó el juez sonriendo—, no veo como ese individuo, que sin duda presenció tales cosas en mi residencia, en Wimbledon, ha podido a la vez cometer un robo con escalo en el sector norte de Londres. Puede aducirse que partió de Wimbledon apenas huyó de mi casa, a eso de la una de la madrugada, para trasladarse en el acto a Avenue Road. Pero recordarán ustedes, señores del jurado, que según la evidencia del señor Tyrrell, él estuvo en pie hasta las dos de la madrugada, y que se acostó sólo durante dos horas porque tenía que tomar el tren en Kings’s Cross, y que es casi seguro que el robo tuvo lugar entre las dos y las cuatro. Ahora bien, a esas horas no circulan trenes entre Londres y Wimbledon, y es extremadamente improbable que el acusado pudiera trasladarse desde un punto como mi casa, en donde estaba sin duda a eso de la una y media o una y cuarto, a otro, situado a muchas millas de distancia, antes de las cuatro de la madrugada. Por supuesto, estoy confirmando informalmente la declaración del acusado… Realmente, no veo cómo podría evitarlo. La acusación se basa exclusivamente en esas huellas digitales, y haré algunas observaciones relativas a la materia. —Dirigiéndose al fiscal, inquirió—: ¿Desea usted preguntarle algo al acusado?
—Sí, si su señoría me lo permite —respondió el fiscal. Y volviéndose al acusado, preguntó:
—¿Por qué no dijo usted todo eso cuando el magistrado le interrogó hace unos días?
—Porque prefería decirlo aquí —replicó Gamble.
—¿Sabía usted que su señoría iba a venir a esta causa?
—Me enteré de ello cuando me lo dijo Dickinson —contestó Gamble, señalando al detective.
—¿Se proponía usted entonces llamar como testigo a su señoría?
—¡Naturalmente!
—¿Por qué no ha llamado usted a ese amigo suyo de Wimbledon?
—¿Cómo? ¿Iba a traicionarlo, después de hacerme un favor? Eso, nunca.
—No era necesario que usted nos hubiera hecho saber eso. Podría haberle llamado para probar que la mayor parte de la noche la había pasado en Wimbledon, sin revelar los motivos. Además de lo que ha dicho, ¿qué pruebas tiene usted de haber estado en Wimbledon?
Gamble sonrió e introdujo sus dedos en un bolsillo del chaleco. Tras breve rebusca, extrajo de él un trozo de cartón.
—Esta —dijo—. Un billete de Wimbledon a Waterloo. No me lo pidieron. Vea la fecha.
Hubo algunas consultas entre los miembros del jurado, y luego, el juez Stapleton, sacándose las gafas, se volvió y comenzó a hablar sobre el sistema de huellas digitales. Dickinson frunció el ceño y tocó con el codo a un colega que estaba sentado junto a él. Sabía que su señoría era bastante escéptico respecto a dicho sistema, y esperó que ocurriese lo que justamente iba a ocurrir dentro de los inmediatos veinte minutos. El jurado, después de deliberar, regresó con el veredicto de «No culpable». Y Gamble abandonó su estrado en calidad de hombre libre.
El ex-acusado buscó a Dickinson para reírse abiertamente de él.
—¿No se lo advertí, señor genio? —dijo, haciéndole una mueca—. ¿No le anuncié que iba a hacer una tontería?
Dickinson se limitó a dar media vuelta y marcharse a tomar una copa.
Dickinson estaba convencido de que Gamble había engañado al tribunal, de que había sido él quien robó en Avenue Road. Pero no acertaba a imaginar el procedimiento a que Gamble había recurrido. Le vigiló durante algún tiempo, y cada vez que se encontraban, el ladrón le miraba burlonamente. La burla en cuestión se refería tanto a lo que había ocurrido como al hecho de que Gamble se conducía bien y no daba motivos para que Dickinson le detuviera. A su vez, el policía le vigilaba estrechamente, pero sin poder conseguir indicio alguno en su contra. De pronto, Gamble desapareció de Inglaterra, y sólo algún tiempo después tuvo Dickinson noticias suyas. Se las confió uno de sus extraños individuos del hampa que no son criminales ni ladrones y que, por no ser ni lo otro, carecen del honor que existe entre los delincuentes.
—No sabe usted nada de Gamble, ¿verdad? —le preguntó el individuo aquel—. Y nunca sabrá más de él, se lo aseguro. Ahora vive en Australia.
—¿Es de veras?
—Claro que lo es —explicó el otro, riéndose como si se acordase de algo muy divertido—. ¡Qué jugada le hizo a usted con aquel asunto de Avenue Road! Muchos sabían cómo se llevó aquello. Yo también lo sabía. Y ahora que Jack está muy lejos de nosotros, creo que no importará que se lo cuente. Fue así: Cuando Jack salió libre de su última estancia en la cárcel, él y otro compañero se pusieron a estudiar una nueva hazaña. Decidieron intentar un golpe, muy bien fraguado, que debía llevarse a cabo simultáneamente en dos puntos muy alejado el uno del otro. La casa de Avenue Road y la casa del juez, en Wimbledon Common. Acordaron hacerlo la misma noche. Jack liquidó fácilmente el asunto de Avenue Road. El otro fue a Wimbledon, y no pudo cumplir sus propósitos. Fue él quien tuvo aquellas aventuras que Jack contara en el tribunal. Al día siguiente, informó minuciosamente a Jack de todo lo que le había ocurrido, sin olvidar el menor detalle, y le dio aquel billete de ferrocarril. Convinieron entre ambos que si alguno de ellos era detenido por el asunto de Avenue Road, aprovecharía lo ocurrido en Wimbledon para presentar una coartada. Le tocó a Jack, y relató ante el tribunal todo lo que le había sucedido a su compinche, afirmando que había sido él el protagonista de aquellas incidencias. ¡Algo muy sencillo y muy bien pensado!

Dickinson replicó diciendo que siempre había considerado muy inteligente a Jack Gamble. Y se marchó. Poco después, hacía una visita al juez Stapleton, y le daba noticia de las revelaciones que acababan de hacerle, con lo cual aumentó el bagaje de conocimientos de su señoría.

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