martes, 16 de octubre de 2018

DACRE STOKER E IAN HOLT. DRÁCULA EL NO MUERTO. (Fragmento).


DRÁCULA EL NO MUERTO. NOVELA

El monstruo murió hace 25 años desintegrado, convertido en cenizas pero no ha sido tan fácil borrar las huellas de aquello que ocurrió en los Cárpatos hace un cuarto de siglo. Seward es adicto a la morfina. Holmwood se ha convertido en un hombre hermético, que nunca superó la muerte de Lucy, el amor de su vida. Jonathan es alcohólico y Mina -quien sigue manteniendo su belleza y juventud intactas- sabe que hace tiempo que su matrimonio hace aguas. Y Van Helsing es tan excéntrico que incluso es sospechoso de ser el mismísimo Jack el destripador. 
Quincey Harker, el hijo de Jonathan y Mina, también tiene problemas. Es estudiante de derecho en la Sorbona por imposición paterna, pero su verdadera pasión es el teatro. En París irá a ver al más reputado actor del momento, el rumano Basarab, famoso y rodeado de misterio. Lo conoce y su relación de amistad con él se hace profunda, con lo que su deseo de perseguir una carrera en las artes escénicas reaparece. Quincey se entera de que una obra llamada Drácula, de un tal Bram Stoker, está en proceso de producción en el West End londinense y decide intentar que su amigo Basarab interprete al protagonista. Cuando lee la obra se da cuenta de que está basada en las vidas de sus padres y sus amigos y decide pedirles explicaciones. Es justo entonces cuando empieza la violenta caza de todos y cada uno de los que participaron en la persecución y muerte del vampiro, un peligro que también amenaza a Quincey y más de lo que él imagina? 
Pero ¿quién busca venganza? Y ¿por qué después de tanto tiempo? 
El no muerto está basada en las notas de Bram Stoker que fueron editadas de la primera versión de Drácula. 
A través de un exhaustivo proceso de investigación, Ian Holt y Dacre Stoker han conseguido dar vida de nuevo a estos personajes clásicos en una novela electrizante, digna de la primera parte.

Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

Drácula, el no muerto (Dracula, the Un-Dead) es una novela de vampiros, escrita por Dacre Stoker, sobrino-biznieto de Bram Stoker e Ian Holt, un estudioso de la figura literaria de Drácula y miembro de la Sociedad Drácula. El título está basado en el título original, The Un-Dead, que Bram Stoker tenía para su novela.
Aunque la novela pretende ser una secuela oficial de Drácula, basándose en varios apuntes breves de Bram Stoker sobre una posible continuación e ideas desechadas, se desvía en varios puntos, al mismo tiempo que profundiza en varias referencias del pasado de los personajes que aparecían en Drácula. Esto hace que la novela no parezca una secuela, sino otra historia, pero con los personajes de Drácula de Bram Stoker.
Drácula, el no muerto asume que Drácula es una ficción literaria escrita por Bram Stoker, pero que difiere de la realidad de los acontecimientos ocurridos en varios puntos. El propio Bram Stoker aparece entre los personajes de la novela. También introduce nuevos personajes, como la condesa Erzsébet Báthory o Jack el Destripador.

Sinopsis de la novela

Han pasado 25 años tras los acontecimientos de la novela de Drácula. Quincey Harker, hijo de Jonathan y Mina Harker, pretende seguir una carrera en el teatro contra los deseos de su autoritario padre, sumido en el alcoholismo y la depresión debido a que se considera traicionado por su esposa Mina, quien no ha envejecido desde que bebió la sangre del vampiro. Ambos progenitores han procurado mantener a su hijo oculto y apartado de la escena pública. Sin embargo, Quincey está dispuesto a hacer carrera como actor, asociándose con el enigmático Basarab, un atractivo actor de origen rumano, que está teniendo gran éxito en los escenarios de París.
El doctor Jack Seward, obsesionado con dar caza a los vampiros, ha arruinado su matrimonio y se ha convertido en un adicto a la morfina, dedicándose a perseguir a los no muertos. Siguiendo el rastro de la condesa Báthory en París, muere atropellado por su carruaje.
El profesor Abraham van Helsing, ya muy anciano, vive retirado en Ámsterdam, continuando con sus estudios sobre el vampirismo, y manteniendo apenas el contacto con el mundo exterior.
Arthur Holmwood, Lord Godalming, se ha encerrado en sí mismo, y vive deprimido y esperando la muerte, impávido y apático ante todo.
Al mismo tiempo la policía londinense sigue investigando los asesinatos de Jack el Destripador, sucedidos en 1888, al mismo tiempo que la estancia de Drácula en Londres. Uno de los policías que intervino en el caso relaciona un reciente asesinato con la reaparición del asesino y con el profesor Van Helsing. Su visita a la tumba de Lucy Westenra no hace sino incrementar sus sospechas.
Es entonces cuando vuelven a reaparecer los crímenes de Jack el Destripador, y el comisario Contford (quien había abierto la tumba de Lucy) comienza a perseguir con vehemencia a Van Helsing. Tras la muerte de Jack Seward, Jonathan Harker, como albacea del difunto, marcha a su despacho a preparar los papeles del testamento. Justo cuando va a retornar a casa, es encandilado por una prostituta, que realmente es una vampiresa, sierva de la condesa Báthory.
A su vez, Quincey, hijo de Jonathan y Mina, es tomado bajo la tutela de Basarab, y comienzan a prepararse para representar la obra de Drácula, dirigida por Bram Stoker. En un principio, Bram Stoker no quería darle el papel a Basarab, pero éste le amenazó acusándole de injurias y defendiendo a Drácula, diciendo que él no había matado a Lucy, sino que había muerto debido a las transfusiones realizadas por Van Helsing, y que tampoco fue Drácula quien mató a la tripulación del Démeter, sino que fue la peste traída por las ratas.
A Bram le da un ataque que le deja paralizado la mitad del cuerpo... y mientras Quincey Harker había descubierto ya la verdad sobre Drácula, y pretendía pedirle a Basarab que le ayudase a vengar la muerte de su padre, creyendo que había sido Drácula, y no Báthory. Se alía con Arthur Holmwood, y juntos van a ver a Van Helsing. Van Helsing les dice que Drácula no es el verdadero enemigo, sino que es Báthory... y luego se revela que ha sido convertido en vampiro por Drácula. Cuando Arthur le ataca con la cruz, Van Helsing la coge, y les explica que no le afecta la cruz porque sirve a Dios incluso después de la muerte, igual que Drácula, el cual podía tocar el símbolo de Cristo no por ser tan poderoso, sino porque luchaba en el bando de Dios contra el ejército de las tinieblas (en definitiva, los demás vampiros... e incluso se hace alusión a otros tipos de criaturas). Y también les dice que Basarab es Drácula, y que Báthory es Jack el Destripador. Al parecer, Drácula viajó antes a Londres para detener a Báthory, y cuando se marchó, no era porque huía de Val Helsing y los demás, sino porque Báthory huía y él la perseguía. Al final, su intervención sirvió para que Báthory escapase, y fingió su muerte para no tener que matarles, porque dijo que les respetaba y les tenía por hombres honorables que luchaban por lo que creían justo.
Sin embargo, se niegan a escucharle, locos de ira, y atacan al anciano, quien, a pesar de sus poderes de vampiro, descubre que Quincey también tiene poderes vampíricos, y tras ser atravesado por una flecha, es arrojado por las escaleras, encontrando a la muerte en su caída.
Tras matar a Van Helsing, van al teatro a ver a Basarab-Drácula, pero se encuentran que éste es presa de un incendio, y dentro arde Basarab, de quien creen que ha muerto. Mina también estaba allí, y es atacada por una vampiresa, pero haciendo uso de los poderes que le daba la sangre de Drácula, la mató.
Al final, resulta ser que Drácula no es el tirano que se creía, sino que es un "guerrero de Dios", y nunca se sintió como un verdadero no-muerto. Las pocas veces que mató a alguien fue por necesidad, y casi siempre fue a criaturas malignas. No mató a Lucy, no mató a la tripulación del Démeter... incluso cuando fue atacado al final de la novela homónima, Drácula prefirió fingir su muerte antes que matar a Jonathan Harker, Val Helsing y Arthur Holmwood.
Así, convierte a Mina en vampiro, y se entabla con Báthory en un duelo a muerte de espadas en la abadía de Carfax, que aún le pertenecía. Prosiguen la lucha cuando aún es de día, y le arranca a la condesa el corazón, matándola.
Sin embargo, Quincey (quien en realidad es hijo de Drácula, y que posee parte de los poderes vampíricos de su padre) intenta matarle. Drácula, recordando la promesa hecha a Mina (y que se trataba de su hijo), prefirió suicidarse antes que mantener con éste la contienda. Cuando Mina intenta hablar con su hijo, éste dice "Mi madre está muerta", obviamente no queriendo aceptar que la vampiresa seguía siendo su madre. Mina se arrojó al mar, de día, muriendo también mediante el suicidio.
La novela acaba con el joven Harker a bordo de un transatlántico, en viaje al nuevo mundo: América. Y, casualmente, dentro del barco se llevaba tierra experimental en cajas desde la abadía de Carfax... y decía que la propiedad era de Basarab (Drácula. Aunque la novela da a entender que Quincey Harker desconoce que el afamado vampiro va en el mismo barco que él).
La novela termina mostrando cómo un marinero ve alejarse al navío, quien lee en voz alta el nombre de éste: "Titanic".

Fuente: Wikipedia.

(Fragmento. Novela. Drácula el no muerto).


Dacre Stoker y Ian Holt

DRACULA, EL NO MUERTO
















Prólogo

Carta de Mina Harker a su hijo Quincey Harker
(Para abrirla tras la muerte repentina o por causas no naturales de Wilhelmina Harker.)

9 de marzo de 1912
Querido Quincey:
Mi querido hijo, toda la vida has sospechado que ha habido secretos entre nosotros. Temo que ha llegado la hora de revelarte la verdad. Seguir negándola pondría en peligro tu vida y tu alma inmortal.
Tu querido padre y yo decidimos ocultarte los secretos de nuestro pasado para protegerte de la oscuridad que envuelve este mundo. Deseábamos darte una infancia libre de los temores que nos han perseguido durante toda nuestra vida adulta. Cuando creciste y te convertiste en el joven prometedor que eres hoy, decidimos no contarte lo que sabíamos por temor a que nos tomaras por locos. Perdónanos. Si estás leyendo esta carta es que el mal -del cual con tanta desesperación y quizás equivocadamente hemos tratado de protegerte- ha regresado. Y ahora tú, como antes tus padres, estás en grave peligro.
En el año 1888, cuando tu padre y yo aún éramos jóvenes, descubrimos que el mal acecha en las sombras de nuestro mundo, esperando para alimentarse de los no incrédulos e incautos.
Tu padre, entonces un joven abogado, fue enviado a la remota Transilvania. Su labor consistía en ayudar al príncipe Drácula a cerrar la adquisición de una propiedad en Whitby, un antiguo monasterio conocido como abadía de Carfax.
Durante su estancia en Transilvania, tu padre descubrió que su anfitrión y cliente, el príncipe Drácula, era en realidad una criatura de las que se pensaba que sólo existían en los cuentos y las leyendas populares, uno de esos que se alimentan de la sangre de los vivos para lograr la inmortalidad. Drácula era lo que sus paisanos llamaban «Nosferatu», el No Muerto. Te costará menos reconocer a la criatura por su nombre más común: vampiro.
El príncipe Drácula, temiendo que tu padre revelara la verdad al mundo, lo encarceló en su castillo. Poco después, el propio Drácula reservó un pasaje para Inglaterra en una goleta, el Demeter; pasó muchos días del trayecto escondido en alguna de las decenas de cajas de transporte que llenaban la bodega. Se ocultó de esta extraña manera porque, aunque un vampiro puede tener la fuerza de diez hombres y la capacidad de adoptar múltiples formas, la luz del sol podía reducirlo a cenizas.
En ese momento, yo me alojaba en Whitby, en la casa de mi más íntima y estimada amiga, Lucy Westenra. Se había desatado una tormenta en el mar y una densa niebla envolvía los traicioneros acantilados de Whitby. Lucy, incapaz de conciliar el sueño, vio desde su ventana el barco, que, impulsado por la tormenta, se dirigía a las rocas. Salió corriendo en plena noche en un intento de dar la voz de alarma antes de que el buque naufragara, pero no llegó a tiempo. Yo me desperté presa del pánico, vi que Lucy no estaba a mi lado en la cama y corrí a buscarla en medio de la tormenta. La encontré al borde del acantilado, inconsciente y con dos pequeños orificios en el cuello.
Lucy se puso gravemente enferma. Su prometido, Arthur Holmwood, hijo de lord Godalming, y su querido amigo, Quincey P. Morris, un visitante tejano al que debes tu nombre, corrieron a su lado. Arthur llamó a todos los médicos de Whitby y de otros lugares, pero ninguno de ellos supo explicar la enfermedad de Lucy. Fue nuestro amigo y propietario del manicomio de Whitby, el doctor Jack Seward, quien llamó a su mentor de Holanda, el doctor Abraham van Helsing.
El doctor Van Helsing, instruido hombre de medicina, también estaba versado en lo oculto. Enseguida diagnosticó que Lucy había sufrido la mordedura de un vampiro.
Fue entonces cuando finalmente tuve noticias de tu padre. Había escapado del castillo del príncipe Drácula y se había refugiado en un monasterio, donde también él estaba gravemente enfermo. Me vi obligada a dejar la cabecera del lecho de Lucy y viajé para reunirme con él. Fue allí, en Budapest, donde nos casamos.
Tu padre me habló de los horrores que había presenciado, y a raíz de ello averiguamos la identidad del vampiro que había atacado a Lucy y que amenazaba nuestras vidas: el príncipe Drácula.
A nuestro regreso de Budapest, nos enteramos de que Lucy había muerto. Pero lo peor estaba por llegar. Días después de su muerte se había levantado de la tumba. Se había convertido en un vampiro y se alimentaba de la sangre de niños pequeños. El doctor Van Helsing, Quincey Morris, el doctor Seward y Arthur Holmwood se enfrentaron a una decisión terrible. No les quedó otra alternativa que clavar una estaca en el corazón de Lucy para liberar su desdichada alma.
Poco después, el príncipe Drácula regresó de noche para atacarme. Después de ese ataque, todos juramos cazar y destruir al vampiro para liberar al mundo de su maldad. Y así fue como nos convertimos en la «banda de héroes» que persiguió a Drácula hasta su castillo de Transilvania. Allí, Quincey Morris murió luchando, pero, como el héroe que era, logró clavar un puñal en el corazón de Drácula. Todos vimos estallar en llamas al príncipe Drácula, que luego se convirtió en polvo con los últimos rayos del sol.
Éramos libres, o eso pensé. Sin embargo, un año después de que tú nacieras, empecé a sufrir pesadillas horribles. Drácula me acosaba en sueños. Fue entonces cuando tu padre me recordó la advertencia del Príncipe Oscuro, que había asegurado: «Me cobraré mi venganza. La extenderé durante siglos. El tiempo está de mi lado».
Desde ese día, tu padre y yo no hemos conocido la paz. Hemos pasado los años mirando por encima del hombro. Y temo que ahora ya no somos lo bastante fuertes para protegerte de su mal.
Has de saber esto, hijo mío, si quieres sobrevivir al mal que ahora te acecha; acepta la verdad que te cuento en estas páginas. Busca en el interior de tu joven ser y, tal y como tu padre y yo nos vimos obligados a hacer en una ocasión, busca al valiente héroe que se halla en tu interior. Drácula es un enemigo sabio y astuto. No puedes huir y no hay lugar donde esconderse. Has de enfrentarte y luchar.
Buena suerte, mi querido hijo, y no temas. Si Van Helsing tiene razón, los vampiros son auténticos demonios y Dios estará de tu lado en el combate.
Con todo mi amor inmortal,
Tu madre, Mina

1

Océanos de amor, Lucy.
La inscripción era la única cosa en la que el doctor Jack Seward pudo concentrarse cuando sintió que la oscuridad le vencía. En la oscuridad estaba la paz, no había luces crudas que iluminaran los restos hechos jirones de su vida. Durante años se había consagrado a combatir la oscuridad. Ahora se limitaba a abrazarla.
Seward sólo encontraba paz por la noche, en el recuerdo de Lucy. En sus sueños, todavía sentía la calidez de su abrazo. Por un fugaz instante, regresó a Londres, a una época más feliz, donde encontraba sentido a la existencia rodeado de su entorno y dedicado a la investigación. Ésa era la vida que había deseado compartir con Lucy.
El estruendo matinal de las carretas de los lecheros, pescaderos y otros comerciantes que se apresuraban ruidosamente por las calles adoquinadas de París se infiltró en el sueño de Seward y lo devolvió de golpe a la dura realidad del presente. Se obligó a abrir los ojos. Le escocían más que si le hubieran echado yodo en una herida abierta. Cuando logró enfocar el techo resquebrajado de la vieja habitación alquilada de aquel albergue parisino, reflexionó sobre lo mucho que había cambiado su vida. Le entristecía ver que había perdido la musculatura de antaño. Su bíceps flácido parecía una de esas modernas bolsitas de té hechas de muselina cosida a mano después de sacarla de la tetera. Las venas de su brazo eran como los ríos de un mapa ajado. No era más que una sombra de lo que había sido.
Seward rezó por que la muerte no tardara en llegar. Había donado su cuerpo a la ciencia, para que lo usaran en un aula de su antigua universidad. Le reconfortaba pensar que su muerte ayudaría a inspirar a futuros médicos y científicos.
Al cabo de un rato, recordó el reloj, que todavía agarraba con la mano izquierda. Le dio la vuelta. ¡Las seis y media! Durante un instante le invadió el pánico. ¡Por todos los demonios! Había dormido demasiado. Seward se puso en pie, tambaleándose. Una jeringuilla de cristal vacía rodó desde la mesa y se hizo añicos en el sucio suelo de madera. Una ampolla de morfina de color marrón ahumado estaba a punto de sufrir el mismo destino que la jeringuilla, pero Seward cogió rápidamente el preciado líquido y se desató la cinta de cuero del bíceps izquierdo con un ágil movimiento. Recuperó la circulación normal en el tiempo que tardó en bajarse la manga y volver a colocarse los gemelos con el monograma de plata en su raída camisa de etiqueta. Se abotonó el chaleco y se puso la chaqueta. Wallingham & Sons eran los mejores sastres de Londres. Si el traje lo hubiera confeccionado cualquier otro, se habría desintegrado diez años antes. «La vanidad se resiste a morir», pensó Seward para sus adentros con una risita carente de humor.
Tenía que darse prisa si no quería que se le escapara el tren. ¿Dónde estaba la dirección? La había guardado en un lugar seguro. Ahora que la necesitaba, no lograba recordar dónde la había metido. Dio la vuelta al colchón lleno de paja, inspeccionó la parte inferior de la mesa que bailaba y miró bajo los cajones de verdura que servían de sillas. Pasó su mirada por las pilas de recortes de periódico viejos. Sus titulares hablaban de la preocupación actual de Seward: horripilantes historias de Jack el Destripador. Fotos de las autopsias de las cinco víctimas conocidas. Las mujeres mutiladas parecían posar, con las piernas abiertas, como si esperaran aceptar a su desquiciado asesino. Se tenía al Destripador como a un carnicero de mujeres, pero un carnicero es mucho más piadoso con los animales que sacrifica. Seward había releído infinidad de veces las notas de las autopsias. Páginas sueltas de sus teorías e ideas escritas en trozos de papel, cartón rasgado y cajas de cerillas desplegadas revoloteaban a su alrededor como hojas arrastradas por el viento.
El sudor que le resbalaba por la frente empezó a irritarle los ojos inyectados en sangre. Maldita fuera, ¿dónde la había metido? El Benefactor se había arriesgado mucho para conseguirle esa información. Seward no podía soportar la idea de decepcionar a la única persona que todavía creía en él. Todos los demás -los Harker, los Holmwood- pensaban que había perdido el juicio. Si pudieran ver el estado de su habitación, se habrían reafirmado en esa opinión. Examinó las desconchadas paredes de yeso y vio las pruebas de sus arrebatos inducidos por la morfina, sus disparatadas revelaciones escritas en tinta, carbón, vino e incluso con su propia sangre. Ningún loco sería tan ostensible. Y sin embargo, estaba seguro de que esos escritos algún día probarían su cordura.
En medio de todo aquello había una página arrancada de un libro, clavada en la pared con una navaja con mango de hueso, cuya hoja estaba manchada de sangre seca. En la página se veía el retrato de una bella y elegante mujer de pelo negro azabache. Al pie de la imagen se leía la inscripción: «Condesa Erzsébet Báthory, hacia 1582».
«Claro, ahí es donde lo escondí.» Se rio de sí mismo al desclavar la navaja de la pared. Cogió la página y le dio la vuelta. En su propia caligrafía, apenas legible, encontró la dirección de una villa de Marsella. Seward descolgó la cruz, la estaca de madera y varias cabezas de ajos que había puesto junto a la pintura de Báthory; finalmente, recogió del suelo un cuchillo de plata. Lo guardó todo en el doble fondo de su maletín de médico y puso encima diversos frascos de medicinas.
El tren partió con puntualidad de Lyon. Tras verlo arrancar justo cuando estaba pagando su billete, Seward corrió por el edificio embarrado por la inundación para alcanzar aquel behemot que no dejaba de resoplar y que salía del andén número siete. Logró alcanzar el último vagón y subirse a él antes de que cogiera velocidad. Se sintió orgulloso por haber sido capaz de dar aquel osado salto. Había hecho esa clase de proezas en su juventud con el tejano Quincey P. Morris y su viejo amigo Arthur Holmwood. «La juventud se desperdicia en los jóvenes.» Seward se sonrió al recordar aquellos días temerarios de inocencia… e ignorancia.
El médico tomó asiento en el barroco vagón comedor mientras el tren avanzaba lentamente hacia el sur. No iba lo bastante rápido. Miró su reloj de bolsillo; sólo habían transcurrido cinco minutos. Seward lamentó que ya no pudiera pasar el tiempo escribiendo en su diario, pues ya no podía permitirse semejantes lujos. No estaba previsto que el tren llegara a Marsella hasta al cabo de diez horas. Allí, finalmente, obtendría las pruebas necesarias para probar sus teorías y mostraría a aquellos que lo habían rechazado que no estaba loco, que siempre había tenido razón.
Iban a ser las diez horas más largas de la vida de Seward.
- Billets, s’il vous plaît!
Seward miró con los ojos como platos al revisor que se alzaba sobre él con una severa expresión de impaciencia.
- Discúlpeme -dijo Seward. Le pasó al revisor su billete, ajustándose la bufanda para tapar el bolsillo rasgado de la pechera.
- ¿Es usted británico? -preguntó el revisor con un fuerte acento francés.
- Pues sí.
- ¿Médico? -El revisor señaló con la cabeza hacia el maletín que Seward tenía entre los pies.
- Sí.
Seward se fijó en que los ojos grises del revisor calibraban la persona consumida que tenía delante, el ajado traje y los zapatos gastados. Sin duda no daba la imagen de un doctor respetable.
- ¿Puede mostrarme el maletín, por favor?
Seward le entregó el maletín, pues no tenía elección al respecto. El revisor sacó metódicamente los frascos de medicinas, leyó las etiquetas y volvió a dejarlos con un tintineo. Seward sabía lo que estaba buscando y esperaba que no hurgara demasiado.
- Morfina -anunció el revisor en una voz tan alta que los otros pasajeros los miraron. Levantó el vial marrón.
- En ocasiones he de prescribirla como sedante.
- Déjeme ver su licencia, por favor.
Seward buscó en sus bolsillos. El mes anterior se había firmado la Convención Internacional del Opio, que prohibía a las personas importar, vender, distribuir o exportar morfina sin licencia médica. Seward tardó tanto en encontrar la licencia que, cuando finalmente la sacó, el revisor ya estaba a punto de tirar de la cuerda para parar el tren. El revisor examinó el documento, torciendo el gesto; luego posó sus ojos acerados en el papel de viaje. El Reino Unido era el primer país que usaba fotos de identificación en sus pasaportes. Desde que habían tomado aquella foto, Seward había perdido muchísimo peso. Ahora tenía el cabello más gris y llevaba la barba descuidada y sin recortar. El individuo del tren era una mera sombra del hombre de la foto.
- ¿Por qué va a Marsella, doctor?
- Estoy tratando a un paciente allí.
- ¿Qué dolencia tiene ese paciente?
- Sufre trastorno narcisista de la personalidad.
- Qu’est-ce que c’est?
- Consiste en una inestabilidad psicológica que provoca que el paciente imponga un control depredador, autoerótico, antisocial y parásito sobre aquellos que lo rodean, así como…
- Merci. -El revisor cortó a Seward al tiempo que le devolvía sus papeles y el billete con un hábil movimiento. Se volvió y se dirigió a los hombres que ocupaban la mesa de al lado-. Billets, s’il vous plaît.
Jack Seward suspiró. Al guardarse los documentos en la chaqueta, miró de nuevo el reloj de bolsillo, en una suerte de tic nervioso. Parecía que el interrogatorio había durado horas, pero sólo habían pasado otros cinco minutos. Bajó la raída cortina de la ventana para protegerse los ojos de la luz del sol y se reclinó en el lujoso asiento tapizado en color Burdeos.
«Océanos de amor, Lucy.»
Jack Seward sostuvo el preciado reloj cerca del corazón, cerró los ojos y enseguida empezó a soñar.
?
Un cuarto de siglo antes, Seward acercó el mismo reloj a la luz para leer mejor la inscripción. «Océanos de amor, Lucy.»
Ella estaba allí. Viva.
- No te gusta -dijo haciendo un mohín.
Él no pudo apartar la mirada de sus ojos verdes, suaves como un prado estival. Lucy tenía la extraña manía de mirar a la boca de su interlocutor como si tratara de saborear la siguiente palabra antes de que pasara por los labios de éste. Tales eran sus ansias de vivir. Su sonrisa podía dar calor al más gélido de los corazones. Cuando ella se sentó en el banco del jardín ese día primaveral, Seward se maravilló de cómo la luz del sol iluminaba los mechones sueltos y rojizos que danzaban en la brisa, formando un halo en torno a su rostro. El aroma de las lilas frescas se mezclaba con el aire salado del mar en el puerto de Whitby. En los años transcurridos desde entonces, siempre que Seward olía a lilas recordaba ese día hermoso y amargo.
- Sólo puedo concluir -dijo Seward, que se aclaró la garganta antes de que su voz pudiera quebrarse-, puesto que has inscrito «mi querido amigo» en lugar de «prometido», que has decidido no aceptar mi proposición de matrimonio.
Lucy apartó la mirada, con los ojos húmedos. El silencio era elocuente.
- Pensaba que sería mejor que te enteraras por mí -dijo finalmente con un suspiro-. He accedido a casarme con Arthur.
Arthur era amigo de Jack Seward desde que eran muchachos. Seward lo quería como a un hermano, aunque siempre había envidiado lo fácil que le resultaba todo a Art. Era atractivo y rico, y jamás en su vida había conocido las preocupaciones ni las penurias. Y nunca le habían roto el corazón.
- Ya veo. -La voz de Seward sonó como un chillido en sus propios oídos.
- Te quiero -susurró Lucy-, pero…
- Pero no tanto como quieres a Arthur.
Por supuesto, él no podía competir con el rico Arthur Holmwood ni era tan atractivo como el otro pretendiente de Lucy, el tejano Quincey P. Morris.
- Perdóname -continuó Seward en un tono más suave, temiendo de repente haberla herido-. He olvidado el lugar que me corresponde.
Lucy se le acercó y le dio un golpecito en la mano, como si se tratara de su animal de compañía preferido.
- Siempre estaré aquí.
De nuevo en el presente, Seward se despertó de su sueño. Si al menos pudiera ver la belleza en los ojos de Lucy… La última vez que había mirado en ellos, aquella terrible noche en el mausoleo, no había visto nada más que dolor y tormento. El recuerdo de los gritos agonizantes de Lucy todavía le atormentaba.
Al bajar del tren, Seward caminó bajo un torrencial aguacero por el laberinto de edificios blancos de Marsella y maldijo su suerte por llegar en uno de sus raros días de lluvia.
Subió penosamente una cuesta, mirando ocasionalmente atrás para ver Fort Saint Jean, que se alzaba como un centinela de piedra en el puerto añil. Luego se volvió para examinar la ciudad provenzal, fundada 500 años atrás. Se habían encontrado restos de los colonizadores griegos y romanos de la ciudad en sus arrondissements medievales de estilo parisino. Seward lamentó hallarse en ese pintoresco remanso de paz con un propósito tan siniestro. Sin embargo, no sería la primera vez que la malevolencia había dejado sentir su presencia allí: en los últimos dos siglos, la ciudad costera había sido asolada por la peste y los piratas.
Seward se detuvo. Ante él se alzaba una típica villa mediterránea de dos plantas con grandes postigos de madera y barrotes de hierro forjado en las ventanas. La luna invernal que asomaba entre las nubes de lluvia proyectaba un brillo espectral sobre las tradicionales paredes blancas. Las tejas de arcilla roja le recordaron algunas de las viejas casas españolas que había visto cuando había visitado en Texas a Quincey P. Morris, hacía ya muchos años. La atmósfera era decididamente premonitoria, incluso inhóspita, para una ampulosa villa de la Riviera francesa. Tenía un aspecto completamente carente de vida. Seward sintió que se le caía el alma a los pies al pensar que podía haber llegado demasiado tarde. Volvió a leer la dirección.
Correcto.
De repente, oyó la estruendosa aproximación de un coche de caballos que retumbaba en los adoquines. Se agachó en un viñedo situado al otro lado del edificio. No había uvas en las ramas empapadas y retorcidas. Un carruaje negro con molduras de oro subía por la colina, tirado por dos refulgentes yeguas negras. Los animales se detuvieron sin recibir ninguna orden. Seward levantó la mirada y, para su sorpresa, vio que no había cochero. ¿Cómo era posible?
Una figura robusta bajó del carro. Las yeguas se mordisquearon la una a la otra y relincharon, con los cuellos arqueados. Luego, otra vez para asombro de Seward, echaron a trotar con paso perfecto, sin cochero que las dirigiera. La figura alzó un bastón con una mano enguantada en negro y hurgó en el bolsillo en busca de una llave, pero se detuvo de repente al darse cuenta de algo.
«Maldición», murmuró Seward.
La persona que estaba ante la puerta ladeó la cabeza, casi como si hubiera oído la voz de Seward a través de la lluvia, y se volvió lentamente hacia el viñedo. Seward tenía los nervios a flor de piel y sintió una oleada de pánico, pero logró contener la respiración. La mano enguantada sujetó el borde del sombrero de fieltro; Seward ahogó un grito cuando al retirar el sombrero apareció una sensual melena de cabello negro que caía sobre los hombros de la figura.
La cabeza le daba vueltas. «¡Es ella!» El Benefactor estaba en lo cierto.
La condesa Erzsébet Báthory se alzaba en el umbral de la villa, con un aspecto exactamente igual al del retrato pintado hacía más de trescientos años.

Características

  • Título del libroDRÁCULA EL NO MUERTO
  • AutorDACRE STOKER E IAN HOLT
  • IdiomaEspañol
  • EditorialRoca
  • Año de publicación2010
  • FormatoPapel

Descripción

AUTOR: DACRE STOKER E IAN HOLT
TITULO: DRÁCULA, EL NO MUERTO
EDITORIAL: ROCA. 2010. 442 PÁGINAS.
-EJEMPLAR CON LEVE MARCA DE AGUA EN ESQUINA SUPERIOR DE ALGUNAS PÁGINAS-

domingo, 7 de octubre de 2018

Carlos Fuentes. Personas.


«Nada está a salvo del destino. Nunca admires al poder, ni odies al enemigo, ni desprecies al que sufre.» 
Esta obra reúne un conjunto de semblanzas en las que el autor recuerda y relata hechos, anécdotas, enseñanzas y peripecias vividas con, por o en torno a personas que fueron importantes en su vida, sus compañeros de travesía. El tono es íntimo, emotivo pero no sentimental, reflexivo y apasionado a la vez por obra y gracia de una prosa inconfundible e impecable. 
Todas las personas reunidas en este volumen son relevantes en el panorama cultural de México y del mundo, y ese rasgo también las une. Entre ellas están Alfonso Reyes, Luis Buñuel, François Mitterrand, André Malraux, Fernando Benítez, Susan Sontag, Pablo Neruda, Julio Cortázar, María Zambrano y Lázaro Cárdenas.

Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.


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Alfonso Reyes

Yo no he vuelto a ser feliz desde aquel día.
El día era el 9 de febrero de 1913, cuando en el Zócalo, la plaza principal de la Ciudad de México, murió acribillado el general Bernardo Reyes, padre de mi amigo don Alfonso. Una larga bala lo mató. Venía persiguiéndolo toda la vida. Desde que, joven militar, luchó contra la invasión francesa y el imperio de Maximiliano, y derrotó al terrible “Tigre de Álica”, mañanero y facineroso, Manuel Lozada, el invencible guerrillero de la Sierra de Jalisco que desde 1858 había combatido al ejército mexicano. Derrotado una y otra vez, cercado para que muriera de hambre, escapado, derrotado otra vez en San Cayetano, móvil y escurridizo, hasta la última campaña, la derrota de La Mojonera, nueva derrota en La Mala Noche, otra más en Arroyo de Guadalupe y al cabo la captura del “Tigre” en el cerro de los Arrayanes en 1873 y su fusilamiento en Tepic ese mismo año.
Bernardo Reyes combatió con Ramón Corona, luego con Donato Guerra contra la rebelión en Tuxtepec de Porfirio Díaz. Fue general del ejército a los treinta años y gobernador de Nuevo León, de 1885 a 1887 y, más tarde, de 1900 a 1903. Dicen que pacificó al estado (¿es, a la larga, “pacificable” México?).
Señalo esta turbulenta historia por dos motivos. El primero, que el general Bernardo Reyes, gobernador de Nuevo León, no sólo hizo obra pública, instaló telégrafos y creó líneas de ferrocarriles, sino que, adaptándose a la lección de Bismarck en Alemania, propició una legislación laboral, que en el caso de Bismarck, intentaba robarle el tema a los socialistas y, en el de Reyes, anticiparse a los reclamos obreros de la revolución por venir.
Dada la enorme devoción de Alfonso Reyes hacia su padre, es importante destacar, por una parte, la escasa relación del niño-joven con el general Reyes, y la intensa cercanía con el padre como “supremo recurso” al conocer las debilidades propias. “Junto a él —escribe—, no deseaba más que estar a su lado. Lejos de él, casi bastaba recordar para sentir el calor de su presencia”. Las ideas de su padre, continúa don Alfonso, “salían candentes y al rojo vivo de una sensibilidad como no la he vuelto a encontrar”.
Entonces, en ese día aciago en la memoria —9 de febrero de 1913— cae muerto Bernardo Reyes en el Zócalo. Viene del exilio, solo, a entregarse primero y a rebelarse enseguida, contra el gobierno de Francisco Madero. Su hijo sabe que “todo lo que salió de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día”. El padre siempre “vivió en peligro” y el hijo, desde niño, se enfrentó a la idea de no verlo más. Cuando vino “la inmensa pérdida”, el golpe se quedó en el hijo, vivo siempre, en algún repliegue del alma. Alfonso sabe que “lo puedo resucitar y repetir cada vez que quiera”.
El asesino de Madero, Victoriano Huerta, se transforma —como Pinochet en otro acto trágico, tras la muerte de Salvador Allende— de un sumiso militar a un tirano de dura faz que forma un gabinete de eminencias culturales y legislativas —José María Lozano, Querido Moheno, Nemesio García Naranjo, José López Portillo y Rojas y Rodolfo Reyes, hijo del general— e invita a Alfonso a formar parte del gobierno. Alfonso, al revés de su hermano, se niega y sale al exilio en Madrid, donde vivirá, con su mujer Manuela y su hijo Alfonso, desde 1914 y ya como secretario de la Legación de México en 1920, apoyado sin duda por su viejo compañero de estudios, José Vasconcelos, a punto de ser nombrado ministro de Educación por el caudillo triunfante Álvaro Obregón.
Vieja amistad. Antes de 1910, Reyes formó parte del Ateneo de la Juventud junto con Vasconcelos, Antonio Caso y Pedro Henríquez Ureña, en plena rebeldía intelectual contra la filosofía oficial de la dictadura, el positivismo de Augusto Comte que disfrazaba con una máscara de “orden y progreso” al régimen de Díaz y ocultaba la crueldad del tirano en el campo de concentración del Valle Nacional, en la expulsión del pueblo yaqui de sus tierras y la marcha forzada de Sonora a Yucatán, en la rebelión de Tomochic, en las prisiones de San Juan de Ulúa, en el peonaje y la tienda de raya, en la represión de las libertades.
La generación del Ateneo propuso, en vez, la nueva filosofía vitalista de Henri Bergson, intuitiva, evolucionista y claramente opuesta al positivismo conservador de los llamados “Científicos” del porfiriato. De esta época son los primeros escritos de Reyes, Las cuestiones estéticas de 1911 que condensan el pensamiento literario y artístico de su generación y en particular su devoción a Góngora, poeta menos preciado en los parnasos románticos y al cual Reyes dará una devoción natural (“mi poeta… este Góngora que se apoderó de mi fantasía”) y, casi, una misión intelectual contra el “hacinamiento de errores que la rutina ha amontonado sobre Góngora”. Quiere separar “el peso muerto que gravita sobre las obras de Góngora” de lo que es, strictu sensu, la poesía de Góngora: su idea del mundo, la presencia física de las cosas, la inteligencia de los objetos del mundo, la “emoción primera” de los poemas.
Subrayo acaso esta relación Reyes-Góngora para situar a don Alfonso en su experiencia primaria, la “experiencia literaria” como titula uno de sus libros, pero también para deslindar (otro concepto alfonsino) la vida del hijo de la del padre tan amado y la del ciudadano mexicano de la del escritor mexicano. En deuda siempre éste de aquél y aquél con éste.
No he vuelto a ser feliz desde aquel día.
No fue feliz. Fue escritor y debo añadir que fue un hombre risueño, sensual a la vez que cauto y amable. Sus años de Madrid fueron económicamente difíciles. Fue, junto con Martín Luis Guzmán, el “Fósforo” crítico de cine en la revista semanal España de Ortega y Gasset y fue el observador, por así llamarlo, novohispano de la madre patria en Canciones de Madrid, Las horas de Burgos y Las vísperas de España, aunque la obra mayor de esta época es la Visión de Anáhuac (1917), donde Reyes inicia una tarea y una tradición que no tienen fin. Retoma textos anteriores (en este caso, los del país inmediatamente anterior y luego contemporáneo con la Conquista) y les da una validez actual que ilustra tanto la necesidad como la descendencia de los textos.
Esta iniciación renovada iluminará toda la obra de Reyes. Su prosa nos ofrece una “visión” contemporánea (de la Grecia antigua, de la colonia novohispana, de Goethe y Mallarmé) que borra las distancias, nos enseña a entender hoy, en una prosa de hoy, lo que heredamos del pasado. Su enseñanza la hice mía al leerla. No hay pasado vivo sin nueva creación. Y no hay creación sin un pasado que la informe y ocasione.
La obra mayor de Reyes en este período es la Ifigenia cruel (1924), en la que el autor transfiere su drama personal —la muerte del padre, la ruptura con el pasado, el exilio, la tristeza íntima, la supervivencia en nombre del tiempo— a la forma clásica de Eurípides, dándole una profunda tristeza contemporánea, mexicana, personal, al gran tema del destino liberado de los dioses pero sujeto al evento histórico. Acaso Reyes hizo suyas las palabras de Agamenón: “Quiero compartir tus sentimientos justos, no tus furias”.
Y acaso, habiendo escrito la Ifigenia, Reyes pudo liberarse de sus propios demonios, aunque no de sus memorias ni de sus penas personales. Ingresa al servicio diplomático para encabezar, al cabo, la embajada de México en Brasil. Este encuentro de Reyes con la América portuguesa es tan fecundo como la convicción que anima esta parte de su vida: “Nunca me sentí extranjero en pueblo alguno, aunque siempre fui algo náufrago del planeta”. Reyes ve a Brasil como país de banderas que avanzan al frente de una tribu bíblica llevando consigo a sus seres y sus soldados. Es un país de auges: azúcar, oro, algodón, caucho, café. Es un país de escenarios deslumbrantes. Un país de fantásticas atracciones seguidas de bruscas desilusiones que acaban en desbandadas hacia nuevas regiones y otras fortunas. Y canta al “Río de Enero, Río de Enero, fuiste río y eres mar”. Reyes admira enormemente “el alma brasileña” y —¿quién no?— a los diplomáticos brasileños, “los mejores negociadores… nacidos para deshacer, sin cortarlo, el nudo gordiano”. Y se acoge, mexicano al fin, a la estatua del emperador Cuauhtémoc, en la playa Flamenco, convertida en refugio de enamorados vespertinos y en amuleto carioca: basta darle tres vueltas a la estatua quitándose el sombrero para conjurar todos los peligros.
Reyes convivió en Argentina con la presidencia de Agustín P. Justo. Se enamora de Buenos Aires —otra vez, ¿quién no?— y agradece “haber quedado aquí algunos años de mi vida”. En Buenos Aires, Reyes asume la carga especial de representar a la asediada y al cabo vencida República española. Distancia a México de la política pro-franquista del ataviado canciller argentino Carlos Saavedra Llamas, cuyos cuellos almidonados eran más tiesos y altos que su persona. El embajador de la República española es Joaquín Díez-Canedo. Reyes busca y obtiene la colaboración de Eduardo Mallea, Ricardo Molinari, María Rosa Oliver, Francisco Romero, Alfonsina Storni, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges en defensa de la República Española.
Hay una galería de escritores argentinos (los mejores de Hispanoamérica, a mi entender) que se hacen amigos de Reyes. Macedonio Fernández: “el gran viejo argentino pertenecía a la tradición hispánica de los raros —¡qué raros, Quevedo, Gómez de la Serna!”. Leopoldo Lugones: “Deja en Lunario sentimental el semillero de la nueva poesía argentina”. ¿Qué importa que sea impaciente, provinciano, criollo díscolo frente a España? Lugones quiere, “por su propia cuenta”, reconstruir al mundo, “atropelladamente magnífico… ser insaciable… su conversación era archivo abierto para recorrer los pasos de la vida argentina”. ¿Fascista? “Lo arrolló la ola del desencanto social y personal.” ¿Suicida? “Yo espero que lo respeten las hienas.” Y Alejandro Korn: “La posición argentina de dejar siempre una aportación nacional en todos los extremos de la acción y el pensamiento”. Los une el rechazo al positivismo, el acento puesto en el conocimiento y los valores, la persona como suma de necesidad y libertad.
¿Y Borges? “No tiene página perdida”, dice Reyes. Sus fantasías son utopías lógicas aunque estremecidas. Su testimonio social se halla en los más oscuros rincones de la vida porteña. Buenos Aires es Borges porque ambos son un hervidero de migraciones y lenguajes. La prosa de Borges no admite exclamaciones. La apariencia de Borges es la de un náufrago.
Y para Borges, Reyes no tiene página perdida.
¿Y México?
¿El México detrás de la máscara trágica de Ifigenia? ¿El México de “plumas, pieles y metales”? ¿El México de flautas y caracoles y atabales? ¿El México de aves de rapiña y hombres muertos en el mediodía de la Revolución? ¿El México de héroes que tardan en resucitar? Todo está en la obra de Reyes, como están Eurípides y Goethe y Mallarmé. El ataque nacionalista olvida, separa, reduce.
Charadas bibliográficas… Una evidente desvinculación de México.” Tal es la acusación nacionalista contra Reyes. ¿Por qué su ausencia de México? ¿Porque ha tenido éxito en el extranjero? ¿Porque no se enquista en las luchas de campanario? Decir esto del autor de Visión de Anáhuac y de ensayos críticos sobre Amado Nervo, Enrique González Martínez, Salvador Díaz Mirón y más allá, de Ruiz de Alarcón y Sor Juana, es un despropósito amnésico. La respuesta de Reyes —A vuelta de correo— sigue siendo, hasta el día de hoy, un texto vívido, diría yo indispensable, para la creación literaria en México y para la vinculación que nuestros escritores actuales (escribo en 2012) mantienen con la literatura mundial de la cual forman parte, ya sin necesidad de dar las explicaciones que Reyes dio por todos nosotros.
Nadie ha prohibido a mis paisanos —y no consentiré que a mí nadie me lo prohíba— el interés por cuantas cosas interesan a la humanidad… Nada puede sernos ajeno sino lo que ignoramos. La única manera de ser nacional consiste en ser generosamente universal, pues nunca la parte se entendió sin el todo.”
Y añade, para su tiempo y el nuestro: “La nación es todavía un hecho patético, y por eso nos debemos todos a ella”.
No he vuelto a ser feliz desde ese día”, diría a “la nación patética”.
A ella regresó en 1940, recordando que “nunca me sentí profundamente extranjero en pueblo ajeno, aunque siempre fui algo náufrago del planeta”.
Para Reyes, ser mexicano es un hecho, no una virtud. “Mi arraigo —dijo— es arraigo en movimiento. Mi escritura, convicción de que la palabra es el talismán que reduce al orden las inmensas contradicciones de nuestra naturaleza. La conciencia sólo se obtiene en la punta de la pluma”.
De regreso en México, Reyes crea la Casa de España y El Colegio de México. Es la época de sus grandes textos sobre el arte literario. La antigua retórica y La crítica en la edad ateniense son parte de su gigantesco esfuerzo por traducir la cultura de occidente a términos latinoamericanos. La experiencia literaria y El deslinde serán sus dos grandes síntesis de la teoría literaria.
Para Reyes la literatura no es estado de alma que conduce a la santidad o al melodrama. Es palabra trascendida, es lenguaje dentro del lenguaje. La literatura narra un suceder imaginario que no se corresponde necesariamente con lo real, pero que constituye lo real —añade a lo real algo que antes no estaba allí. La literatura no es sólo reflejo sino construcción de la realidad.
Don Alfonso, en una etapa final de su vida, encaramado en su vasta biblioteca —la Capilla Alfonsina— o enviado a Cuernavaca para apaciguar sus males cardíacos, nunca dejó de ser atacado por los chovinistas irredentos, los escritores inferiores, los resentidos y los que buscaban en su obra lo que no estaba, lo que no tenía por qué estar allí.
Cuento en otra parte mi relación personal con Reyes, continuación, en cierto modo, de la que mantuvo con mi padre. Le escribe a éste, en 1932, “¿Qué me dio usted? Le hago, en serio, una proposición: vaya pensando en que, en lo posible, en la Secretaría [de Relaciones Exteriores] nos dejen estar juntos siempre que se ofrezca. Yo estaba muy contento de usted, en lo personal como mi amigo y en lo oficial como mi colaborador. Esto se dice sin adjetivos, sin palabras ociosas, en serio”.
Sólo puedo decir de mi amistad con Reyes lo mismo que él dijo de su amistad con mi padre.
Y en su tumba, las palabras que el propio Reyes determinó: “Aquí yace un hijo menor de la palabra”.
Del Libro: PERSONAS. 

sábado, 6 de octubre de 2018

CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXXVI . FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA 22

EL CONDE ENTRA EN SOCIEDAD. Edmundo Dantés es visto como hombre de mundo, el bon vivant por antonomasia.
Nota: Antes de encontrar el tesoro".
"Un día, en la Isla de Montecristo, habiendo sospechado donde esta el tesoro, va a cazar una cabra para comer y finge caerse de las rocas, sus compañeros lo ayudan a moverse, pero el alega que esta realmente lesionado, y que no se puede mover. Con la excusa de que podría retrasar la inminente expedición de los contrabandistas, les pide que se marchen y que vuelvan a por él dos días despues, una vez terminado su trabajo. Una vez que Edmond pierde el barco de vista, se pone en pie y encuentra el tesoro.los locos

Tiempo después, habiendo ocupado parte de la fortuna en hacerse un nombre, investigaciones, y más dinero. Regresa a la ciudad de Marsella para retomar contacto con sus seres queridos, pero sólo halla desesperación. Tomando distintas personalidades, desde un abate italiano a un banquero inglés, Edmond Dantès puede confirmar sus sospechas a través de Caderousse, (un antiguo vecino que fue cómplice de Danglars y Fernando), al que visita disfrazado de abate, fingiendo cumplir el último deseo de Edmond. De su antiguo vecino descubre que todos los que le traicionaron han triunfado en la vida; Fernand se ha convertido en un conde y par de Francia, Danglars en un barón y en el banquero más rico de París, y Villefort en la personificación de la justicia parisina como Procureur du Roi (Procurador del Rey, es decir el Fiscal del Reino o Fiscal General del Estado). Aún más, Fernand se ha casado con Mercédès y tienen un hijo, Albert.

Mientras tanto, los amigos de Edmond han sufrido en manos del destino. Al principio de la novela, Julien Morrel es el rico y amigable propietario de un negocio naval en alza. Pero durante el encarcelamiento de Edmond, Morrel sufrió una trágica serie de desventuras, entre ellas el hundimiento de su barco Faraón, y en el momento en el que Edmond regresa a Marsella no tienen nada más que a sus dos hijos, Julie y Maximilian, y unos cuantos criados leales. La compañía está al borde de la bancarrota, y Morrel piensa en suicidarse. Al descubrir esto, Dantès restituye anónimamente la fortuna de Morrel y un nuevo Faraón justo a tiempo, bajo el seudónimo de «Simbad el Marino».

Fuente:Wikipedia y otros.
Investigador:Dr. Enrico Pugliatti.


miércoles, 3 de octubre de 2018

CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXXIV. FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA 21

CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXXIV. FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA 21

Nota: Se inicia la leyenda del Conde.

Comentario:
La historia tiene lugar en Francia, Italia y varias islas del Mediterráneo durante los hechos históricos de 1814–1838 (Los Cien Días del gobierno de Napoleón I, el reinado de Luis XVIII de Francia, de Carlos X de Francia y el reinado de Luis Felipe I de Francia). Trata sobre todo los temas de la justicia, la venganza, la piedad y el perdón y está contada en el estilo de una historia de aventuras.

Dumas obtuvo la idea principal de una historia real que encontró en las memorias de un hombre llamado Jacques Peuchet. Peuchet contaba la historia de un zapatero llamado François Picaud que vivía en París en 1807. Picaud se comprometió con una mujer rica, pero cuatro amigos celosos le acusaron falsamente de ser un espía de Inglaterra. Fue encarcelado durante siete años. Durante su encarcelamiento, un compañero de prisión moribundo le legó un tesoro escondido en Milán. Cuando Picaud fue liberado en 1814, tomó posesión del tesoro, volvió bajo otro nombre a París y dedicó diez años a trazar su exitosa venganza contra sus antiguos amigos.

Fuente: Wikipedia.

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