martes, 9 de mayo de 2017

CUENTOS FATALES Leopoldo Lugones Agueda. Corriente literaria: Modernismo.


DEFINICIÓN DE
MODERNISMO
Se conoce como modernismo un movimiento artístico que tuvo lugar a partir del siglo XIX y cuyo objetivo era la renovación en la creación; valiéndose de los nuevos recursos del arte poético, y dejando las tendencias antiguas a un costado, por no considerarlas eficientes.

Modernismo
Si bien el término es aplicable a los diversos movimientos que se basan en lo expuesto anteriormente, especialmente se encuentra relacionado con la corriente de renovación artística que se originó entre finales del siglo XIX en América Latina en el ámbito de la poesía. El cual se diseminó por todo el continente y llegó a ser adoptado por muchos poetas europeos durante el siglo siguiente.
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REFERENCIAS

Autores: Julián Pérez Porto y Ana Gardey. Publicado: 2009. Actualizado: 2009.
Definicion.de: Definición de modernismo (http://definicion.de/modernismo/)

CUENTOS FATALES

Leopoldo Lugones
Agueda


  A Arturo Cancela
 
  Al finalizar el siglo XVIII, fue terror de la Sierra Grande que dominaba desde su misteriosa guarida del Champaquí, el bandido cordobés Nazario Lucero.
  El cerro famoso, con su laguna que "brama" cuando lo pisa el forastero, sus nieblas de extravío, que "salen" justamente de la cumbre como espectros allí agazapados para inducir al caminante por el despeñadero fatal, y su permanente estado de repulsión eléctrica, que engendra el granizo sin nubes y ahuyenta a los cóndores, hallábase entonces cubierto hasta su mitad por tupida selva donde no lograba penetrar el mismo viento: tanta era, decían, la trabazón de la arboleda.
  No podía haber elegido el bandolero mejor fortaleza natural, y la leyenda habíase encargado de aislarla más, con el terror del sortilegio.
  Conforme a ella, el siniestro morador debía poseer las palabras que amansan al cerro, y que probablemente le había enseñado aquella vieja Donata de la vecina población puntana de Merlo, en cuyo rancho, según creencia general, pernoctaba a veces; pues sospechábanla bruja, a causa de sus conocimientos en hierbas y de sus ausencias inexplicables que un arriero aclaró sin querer, hallándola a gran distancia en cierta choza mal afamada del pago de Sabira, allá por la sierra cordobesa del Norte; y como según las fechas de la noticia, no puso ella más que una noche en volver, haciendo más de cien leguas, juzgáronla bruja voladora, de esas que transformadas en cuervos nocturnos suelen pasar por la obscuridad, aflautando con lúgubre confusión su charla sardónica.
  Poco a poco fue embrollándose también el tipo que atribuían al salteador.
  Unos dábanlo por rubio y casi endeble, asegurando haberlo conocido antes que se entregase a la vida bandolera. Otros pintábanlo ya maduro, moreno, picado de peste. Otros, todavía mulato, recio, mal engestado, presumido de cantor. Hasta mencionaban señas particulares: zarco de un ojo, cortado en el carrillo izquierdo…
  Lo cierto es que nadie conocía en los pagos su verdadera filiación, salvo los jueces y alcaldes comarcanos a quienes habíalo comunicado bajo reserva la autoridad superior; pues, por simpatía o por miedo, los vecindarios solían ayudar a los delincuentes de esa calaña.
  Uno que otro comerciante, enterado a su vez, avisaba siempre demasiado tarde la llegada del gaucho a su pulpería; no sólo porque éste presentábase siempre de sorpresa, sino al frente de la gavilla que se dispersaba al partir, dejando, probablemente, espías en el contorno. Los más preferían, en consecuencia, entregar las provisiones o el dinero que se les demandaba, y callar, aunque el bandido nunca imponía la promesa del silencio. En cambio, era durísimo su rigor con los delatores; y más de un cadáver colgado en las encrucijadas había acabado por infundir a todos el respeto de su venganza infalible. Degollados por un corte peculiar, que se llevaba la habladora lengua, aquel tajo era su marca: la marca de flauta, como decían, aludiendo simultáneamente a la muesca gargantil del pífano rústico, y al "canto" de la denuncia.
  Sólo por esto, y en pelea, mataba, y jamás había ofendido a criaturas ni a mujeres. Más de una vez, al contrario, hizo justicia por cuenta de desvalidos que nunca llegaron a ver la mano tremenda. Robaba siempre en grande, es decir, a los ricos, lo cual atraíale secreta popularidad que fomentaba tal cual rasgo caballeresco en sus aventuras de pillaje o de sangre.
  La última que se contaba era característica.
  Resuelto el saqueo de una estancia perteneciente nada menos que a la suegra del juez de alzada local, llega con su gavilla en el momento de un baile de cumpleaños; y por no molestar a las muchachas que se divertían, permanece gran parte de la noche tendido a poca distancia, con el montado de la rienda, casi sobre el patio delantero, hasta el fin de la diversión. Sólo cuando los concurrentes se han retirado en seguridad, rodea la casa y hunde las puertas a encuentro de caballo.
  Quince días después, atrevíase a presentarse en la propia casa de aquel funcionario, con motivo de otra reunión del mismo género, aunque en son de paz y dándose por comprador de ganados que recorría la comarca con sus peones: cinco paisanos de buen porte, quienes desensillaron lejos, por no estorbar, dada la gran concurrencia.
  El baile, diurno esta vez, como que iniciaba las fiestas de carnaval, hallábase en lo mejor, al sobrevenir de las quebradas olorosas que iban llenándose de serenidad azul, la frescura de la tarde.
  Nadie sospechó la audacia, como no fuese acaso, el juez, quien, entonces disimularía sintiéndose dominado por los bandidos; pero, esto fue mera suposición de los comentarios posteriores al incidente, y vale más presumir a la autoridad tan engañada como los otros, dado que ni conocía al gaucho personalmente, ni habríase acobardado, quizás, por carecer de fuerzas, sin intentar algo al menos con sus numerosos domésticos y convidados.
  Lo cierto es que el desconocido agradó desde luego con su simpática desenvoltura.
  Su pinta señoril no escapó a la primera ojeada de aquellos hidalgos montañeses, preocupados del linaje con absorbente prolijidad.
  Esbelto hasta parecer más aventajado en su mediana estatura, fundida en bronce a rigor de sol la tez, su obscuro cabello, partido a la nazarena, suavizaba con noble mansedumbre la tersura de la frente. Pero, bajo las profundas cejas que hispía por medio permanente contracción, imprimiendo a su fisonomía la torva fiereza de un ceño de gavilán, sus ojos verdes clavaban con lóbrega intensidad un rayo de acero. En aquel engarce felino, las pupilas de negra luz parecían retroceder tras la emboscadura de la barba que caía en punta sobre el pujante pecho, acentuando una impresión casi fatal de audacia y dominio. Dijérase que una elástica prontitud estaba vibrando en sus muñecas delgadas. Su elegancia retenía, sin abandonarse jamás, un evasivo apronte de salto. Pero todo esto sin ansiedad ni felonía, antes con una poderosa confianza que parecía exhalar su pausado aliento. Su traje gaucho, completamente negro, acentuaba la prestigiosa impresión.
  Y cuando salió a bailar con la hija del dueño de casa un gato de cumplimiento, disculpándose por no saber más danzas que las campesinas, y por no quitarse las espuelas, descortesía que sorprendió, aquel doble detalle gaucho tornólo más interesante, al contrastar con su pie de raza y con sus largas manos que granizaban la fuerza en castañetas inauditas. Nunca se vio cintura más fina bajo el tirador de ochenta patacones, ni gentileza igual en un arreo campestre.
  Mas, para satisfacción del orgullo comarcano, su pareja era digna de él.
  Andaba por esos pagos, quién sabe hasta dónde, la nombradía de muchacha tan hermosa.
  Y a fe que la merecía, no obstante su orgullo, justificado por la décima cuyo final lloraba la desdicha de un poeta inconsolable:
 
  Y hundido en mis desventuras,
  he de mirarla más bella,
  que es condición de la estrella
  brillar desde las alturas.
 
  Había que ver la líquida claridad de aquellos ojos garzos en aquella pensativa palidez de azucena. Y bajo los cabellos castaños que difluían un leve matiz de miel, la pureza angelical del rostro ligeramente entristecido de perfección, como todo lo que la belleza aísla al divinizarlo.
  A la ondulación de la falda cándida, parecía deslizarse, que no andar, como flotada en un lejano resplandor. Profundizábase en su mirada el misterio del agua crepuscular; y sonreía en sus labios de alzada comisura juvenil, aquella ironía virginal que se endulza, como soñando, a la sombra de la pestaña.
  Ternura no exenta de recóndita altivez que era el temple de la fibra castiza, visible, como el del acero, en el azul de la sangre hidalga.
  Así su encanto adquiría un predominio de excelsa flor, manifestando en su propia delicadeza aquella trágica vocación de las almas nobles, que parece erigir en su alabarda sangrienta la belleza casi cruel del lirio heráldico. Nada extraño, pues, que al pasarle la guitarra al forastero, éste le dedicara, visiblemente, las audaces décimas que el recuerdo ha conservado, y que sólo pudo disculpar el respeto de la poesía:
 
  Si pude tomar por vida
  lo que hasta hoy fue la cadena
  con que el hastío y la pena
  tuvieron mi alma rendida,
  ventura desconocida
  descubrí en mi propio ser,
  desde que llegué a saber,
  por tus hechizos cautivo,
  que para quererte vivo,
  porque vivir es querer.
  Antes que dejar de verte
  después que te vi, alma mía,
  gustoso preferiría
  las tinieblas de la muerte.
  Nudo al lazo de mi suerte
  quiso así el hado ceñir;
  con que, si llego a partir,
  ausente de ti me muero.
  Ley de Nazario Lucero
  te lo jura hasta morir.
 
  Y ante el asombro casi hostil de la concurrencia, ahuyentó los recelos, comentando en tono jovial:
  –Creía que anduviesen ya por estos pagos las décimas del bandido del Champaquí.
  Poco rato después, la joven debía conocer el secreto de aquella dedicatoria con que el desconocido le acababa de cantar la vida y la muerte.
  –¿Conoce usted a ese gaucho? –habíale preguntado con natural interés, en un aparte que los obligó la abundancia de parejas.
  –Bastante –dijo él con una sonrisa–, pero me interesa más hablar de otra cosa. Hace mal, Águeda –prosiguió, nombrándola con audacia–, en atender a ese muchacho que la corteja.
  –¡Pero si es mi novio!… –respondió ella, extrañadamente distraída ante aquella familiaridad que cualquier otra vez habría recibido como un ultraje, y que no advirtió, en la preocupación de seguir con los ojos a las criadas ocupadas de encender los candelabros.
  –¿Su novio? ¿Y dónde está ahora? –indagó el forastero, mientras observaba con veloz reojo la noche cerrada ya.
  –En Córdoba. Fue por las dispensas, porque somos primos.
  –Así me explico su indiferencia con usted la otra noche, en el baile de misia Marta.
  Bruscamente, había ella comprendido.
  –¿De modo que usted?… –musitó, guardando, sin saber por qué, el secreto terrible.
  El gaucho, sin contestar, sentóla delicadamente, contando con lo que tardaría en reponerse de su impresión.
  Ganó la puerta como una sombra, y deteniéndose allá, silbó tres veces, misteriosamente, a la noche.
  Luego, tornando ante la joven, inclinóse con una sonrisa, para decirle en voz baja, pero imperiosa:
  –¡Si se mueve o grita, los pierde a todos!
  Pasó un minuto en la distracción de la danza y de las conversaciones más animadas que nunca…
  Y de repente, mugió, afuera, anómalo torbellino. Brusca ráfaga embocóse por la puerta, apagando las bujías; cinco o seis trabucazos paralizaron toda acción entre el griterío; rodaron muebles, estallaron barrotes, la perrada cerró inútilmente contra el grupo de bandoleros que partía a toda la furia de los caballos –y cuando la joven volvió en sí, hallóse entre los brazos de un jinete desconocido, bajo el silencio y la sombra del monte, percibiendo el paso de varias cabalgaduras y oyendo sin distancia, en la soledad, el gemido de los pájaros nocturnos.
  Comprendió que estaban lejos de todo poblado, y tras un estremecimiento de horror y desolación, la valiente sangre de la casta le subió al pecho en una inflamación de odio. Siniestro regocijo le agrandó el alma, al sentirse sin ningún miedo. Sabría morir ante la canalla. No le pasó, siquiera, por la mente, la idea de gritar o revolverse desesperada.
  La gravedad del percance imponíasele con una sorda evidencia que templaba su voluntad en una especie de repliegue supremo.
  Salían en eso a un descampado, y el grupo subdividióse en tres parejas, según las órdenes de un jinete inmediato que indicó lugares de nombre desconocido:
  Las Estacas, El Despenao…
  Entonces comprendió ella, por esa voz, que no iba en brazos del salteador, como creía.
  Disimulada, agazapada mejor dicho en un repliegue del monte cubierto por molles centenarios, la guarida, aprovechando cuevas naturales, que habían ensanchado y techado con destreza, era invisible hasta muy corta distancia.
  Sólo dos habitaciones, propiamente dicho, dos amplias chozas unidas, pero sin puerta medianil, y muy bajas de techumbre, contenían muebles: la primera, una cuja tapizada de damasco, dos sillones incrustados de nácar pero desparejos, un espejo de buena luna y una cómoda con fina ropa de mujer. La otra una mesa, un escaño y un catre rústico; y arrimada contra la pared del fondo, una batea de lavar.
  No se encendía luego sino de noche, para disimular el humo, y en las hornallas de tierra para evitar reflejos. Los rodeos pacían en quebradas distantes, y sólo se carneaba allá, a fin de que los cóndores no remolinaran con vuelo indicador sobre la guarida.
  Para tomarla completamente inexpugnable, el único camino de acceso era un arroyo correntoso cuyo cauce debía seguirse más de una legua, y que, al llegar, borbollaba en verdaderos rápidos: con todo lo cual no había rastreador que pudiera.
  La pared de montaña, que daba fondo a cuevas y chozas, perforada en dos o tres puntos, permitía observar el valle del lado opuesto, como por las aspilleras de un bastión; y en todas las otras direcciones no había más que precipicios, negros de selva.
  Arriba, como un ancho río azul, corría el cielo, mezclado con los nubarrones del Champaquí.
  Un silencio abismal, uno de esos clarísimos silencios de montaña, en cuya cristalina sensibilidad canta la sangre al propio oído, perfeccionaba la soledad en una especie de pureza desolada.
  El murmullo del arroyo fundíase en la serenidad hasta desaparecer, de tal suerte que se oía el más leve cuchicheo de pajonal.
  No había un perro ni un ave doméstica; los gauchos, taciturnos, apenas hablaban, y sólo de cuando en cuando oíase ensordecido por la profundidad de las cuevas dispuestas como pesebres, algún relincho de caballo.
  Por el silencio y la disposición era insospechable, pues, toda vivienda humana a media cuadra de la guarida.
  Instalada en la habitación del espejo desde la noche fatal, había pasado Águeda su primera semana de cautiverio.
  El horror de aquellos días transformábase en quietud siniestra.
  Vencida por la intemperie, si fracasaron sus primeros propósitos de no descansar ni comer, el desdén de su alma ofendida sin remedio, no cedería jamás.
  En vano fingía el miserable caballeresca sumisión. Sus pocas palabras, quebradas de angustia con habilidad, su moderación suplicante, estrellábanse y estrellaríanse hasta el fin en su silencio de mármol.
  La audacia del salteador iba a saber lo que era la dignidad, que aun indefensa había contenido ya su pasión infame.
  Pero el tiempo corría, sin que modificara aquél su actitud, enteramente contraria a semejantes suposiciones. Desde el primer día, así que la joven, extraviada en la inanición, aceptó, más bien por instinto, un poco de alimento, habíase explicado con grave melancolía:
  –La he traído acá porque sin usted no podía vivir. Quince días me pasé sin pegar los ojos de inquietud, desde que la vi, sintiendo en todo lo que probaba el ardor sediento del corazón que se me venía a la boca en tragos de sangre.
  "No creo que este amor sea mi dicha, sino mi maldición de condenado. No quiero pintarle arrepentimiento ni pedirle compasión. Sé que no la merezco. Y lo que he hecho lo volvería a hacer para no matarme. Porque mientras usted viva, no quiero morir.
  "Tampoco abrigo ninguna esperanza. Este amor es mi castigo… desde que allá la vi… "
  Y con voz sorda, como hablándose desde una profundidad:
  –¡Con razón me dijo mamá Donata que no fuera! Luego, volviendo a hablar con su cautiva:
  –Desde que la vi allá, tendido en la sombra, resuelto a mi empresa de salteador, comprendí que estaba perdido.
  "Y dondequiera que mirase, sus ojos me salían hasta de las piedras.
  "A nosotros, en nuestra perra vida de criminales, las penas y los amores nos entran así, de golpe, como puñaladas.
  "¡Eso había sido el amor, que pierde al hombre! "¡Qué poder el de la pasión!
  "¡Tan linda usted! ¡Tan linda y tan pura!
  "¿Y no ve que estoy temblando como si le tuviera miedo?
  "¡Si yo quisiera no quererla!
  "Pero, con cerrar los ojos, no voy a apagar la luz que llevo en el alma.
  "Aunque usted, no lo va a creer ahora, nunca la tocaré. Nunca intentaré ganarme su afecto…
  "Pero tampoco la entregaré jamás. Aborrézcame, que es bien justo. Yo soy su desgracia. Pero usted es mi dolor. Queriéndola como nadie la va a querer, ninguno hay ante usted más vil ni más culpable. Y éste es mi amargo destino. Comprendo que así destruyo su vida, tan digna de ser hermosa. Es que yo nací para el mal. No, no, nunca la entregaré. Usted me pertenece como si fuera yo la muerte."
  Su negro traje, su abismada palidez, imprimíanle una grandeza fatídica.
  La joven sintió pasar en aquellas palabras la inexorable perdición. Mas, con una especie de heroísmo desgarrador, advirtió también que el alma se le hundía sin temblar, entera, como una gota sorbida, en el mármol de su silencio.
  Con frases en que parecía sollozar un ronco espasmo de aneurisma, el hombre continuó, inflexible, bajo esa lógica fatal del delirio lúcido:
  –Mande aquí a todos, disponga de todo. Estos muebles que sólo con mucho riesgo he podido conseguir, no son robados. Tenga confianza. Nunca me habría atrevido a hacerle parte en mis saqueos.
  "Yo no soy lo que usted cree: un gaucho vil. Mi familia es de linaje. Pero el destino me perdió. No tuve suerte… " Contúvose de golpe, como aterrado.
  Los nobles ojos de Águeda clavaban en él el desprecio de su limpieza.
  ¡Cómo! ¡Un hombre de su clase, con su honra y su sangre que cuidar, había podido volverse salteador de caminos! ¡Qué eran, entonces, sus disculpas, sino una vileza más despreciable todavía!
  Sintió él pasar ese pensamiento en la instantánea flagelación de un relámpago. Y con mayor sumisión a la fatalidad que lo dominaba:
  –No la tocaré nunca –insistió–. Por eso no la traje acá en mis brazos. Conozco las hierbas del amor y del sueño. Pero jamás se las daré. Puede estar segura. Descanse ahora un poco. Recuéstese. Podría enfermarse. Salió de repente, como arrancándose a su dolorosa fascinación.
  Una lívida tarde ateríase ya en la brusca frialdad del páramo.
  Y la soledad, el contacto de la helada sombra, angustiaron a la cautiva con súbita evidencia: iba a postrarla, sin duda, la acción narcótica del aire montañés, cuya sutilidad sofocábala con vago mareo.
  Entonces decidió pasar sentada la noche, sin desvestirse, arropándose con las colchas, en un acurrucamiento de hostilidad y de alarma.
  Mas, algunas horas después tras un sueño que fue más bien vértigo doloroso en el extravío de una pesadilla desmesurada, pasó por sus carnes el horror de la agonía.
  Punzábala de sien a sien un dolor turgente de martillazo. El corazón llenábale pecho y garganta con desordenado aleteo, y el alma se le iba, como socavándola en dispersa liviandad de humo. La penetración del frío hacía de todo su cuerpo un solo dolor. Sentíalo ya hasta dentro de la boca, como un glóbulo de granizo. Y los dientes castañeteáronle de tal modo, que el gaucho, oyéndolo, volvió a entrar, con un viejo candelabro de cuatro luces en la mano.
  Minutos después, reanimada por una tisana aromática que otro de los hombres sirvióle con mudo respeto, consentía en recostarse cuando quedara sola, bajo una seguridad cuya certidumbre empezó a sentir.
  –Dejaré la luz –había dicho el bandolero asentando el candelabro sobre la cómoda–. Mañana se pondrá una tranca a la puerta. Nadie entrará esta noche sin su permiso.
  –Está bien – respondió ella con voz seca–. Pero si alguien llega a entrar sepan que me arrancaré los ojos.
  –Nadie entrará – reafirmó el bandido, estremeciéndose ante la tremenda evidencia de aquella decisión.
  Y clavando, al salir, su daga en el umbral:
  –¡Ni el mismo diablo! –añadió sordamente.
  Así aseguraba su promesa ante la joven el puñal que no habría deshonrado ni el más infame salteador, y atajaba a Satanás la cruz de la empuñadura.
  Transcurrieron días, semanas, meses, en la misma monótona y sombría tristeza.
  La alcoba de la prisionera fue amoblándose más y mejor, la satisfacción de sus necesidades perfeccionándose con secreto automatismo, hasta que se halló, como dicen, servida al pensamiento, aun cuando casi no veía las manos diligentes.
  Pero, ceñida a lo estrictamente indispensable para el recato y el aseo, allá iban percudiéndose con el desuso la ropa de encaje, y cubriéndose de polvo, amontonadas en un rincón, las alhajas y prendas de lujo que el gaucho de tiempo en tiempo le ofrecía.
  Separada del mundo entre aquellos hombres siempre callados, bajo la vigilancia del trágico amante, más sumiso y torvo cada vez, consolábase rezando largas horas, como por una muerta. Que por muerta, o, peor aun, por deshonrada, la darían en los pagos familiares y en la vieja estancia de los días felices.
  El gaucho cumplía su promesa.
  No intentaba sin su permiso el más mínimo acercamiento, ni pronunciaba una palabra de amor, limitándose a mirarla inmensamente con ojos resecos que atenebraba la pasión, quemada la boca por el hondo anhelar, desolada la frente, devastado el gesto que de pronto encendían con febricitante resplandor, internos relámpagos.
  Pero nada podía con su helado desdén. Nunca mellarían aquella piedra de su voluntad la compasión ni la esperanza. Y esta certidumbre exaltábala a una luminosa impasibilidad de martirio. Su silencio era absoluto como la eternidad. Dijérase que el frío de la noche de horror había congelado su corazón para siempre.
  Una siniestra conformidad acabó por extinguir en ella hasta el deseo de muerte de los primeros días. Sólo allá, muy adentro, tras los bruscos arranques de impotente frenesí que de tiempo en tiempo sacudían su entraña, mordía acérrimo el odio.
  Entonces refugiábase más sombría en su voluntad, más dura, más helada, hasta adquirir paulatinamente una impasibilidad que no se hubiera conmovido de oír derrumbarse el mismo cielo a sus espaldas.
  Ciertas noches de insomnio y de frío, escuchaba en la habitación contigua la conversación parsimoniosa de los gauchos que se refugiaban, corridos por la intemperie, a comentar sus aventuras: indicación de que el jefe andaba de expedición con los otros.
  Nadie, estando él, entraba allá por la noche; y para evitar, sin duda, la sorpresa de aquella transgresión, nadie quedábase a dormir allá tampoco.
  El rancho, con todo, nada extraño contenía, fuera de la mesa, el escaño, el catre, la batea y un desusado candil en el hueco de la aspillera.
  Por allí debía verse alguna estrella a cierta hora de la noche, pues varias veces la reunión concluyó tras esta advertencia:
  –Muchachos, ya está la estrella en la ventana.
  Refunfuñando su frío, todos apresurábanse, sin embargo, a partir.
  Desde su siempre atrancada habitación, la joven recogía con doloroso interés exclamaciones y retazos de frase. Así habíase enterado de famosos crímenes, de misteriosos auxilios que no llegaba a comprender, parecidos a hechicerías; de su propio rapto y de la persecución a muerte emprendida contra el salteador por los suyos; y hasta de que ya andaban de pago en pago las décimas fatídicas que el Lucero había prohibido cantar con su nombre, como celoso del recuerdo de amor, substituyendo el verso por este otro: "ley de amante verdadero", que ellos respetaban también.
  Tras la cortina de bosque y piedra que parecía enterrarla en la soledad, rondaba, pues, la quizá inminente venganza.
  Imaginaba ver en la empresa al duro padre, de voluntad cerrada como un muro: al hermano, jovencito, pero ya temerario; al primo y novio, no muy querido en verdad, pero que sin duda le destinaban bien para esposo.
  Un deslumbramiento de esperanza acabó por embargar su espíritu. Cierta sospecha, vaga pero incisiva, revelábale algo así como un comienzo de abandono en la disciplina de los bandoleros, a quienes debía parecer indigna debilidad la pasión del jefe.
  Hasta que una vez, luego de calcularlo mucho en sus largas contemplaciones del valle por las troneras de espiar, única distracción de sus tristes días, decidió intentar la evasión. Seguros de su pasividad, inalterada durante un año, los hombres de guardia habíanse rendido al frescor de una hermosa noche.
  Atajando por los rápidos, y decidida a matarse si debía ocurrir, descolgóse con ese instinto montañés, rayano en inspiración, por el espantoso despeñadero. Las tinieblas evitábanle el vértigo y el horror que a la luz del sol no habría podido resistir, y la falta de perros le era también favorable. Sólo al empezar el descenso, habíala alarmado el sonoro remonte de una grande ave nocturna.
  La densidad del arbolado era, en suma, su mejor protección contra la caída, inevitable de otro modo. Pero nada más espantoso también que aquella maraña crispada en monstruosa torcedura de hostilidad al trasluz de las estrellas. Nada más tremendo que todo ese lúgubre ramaje donde parecían colgar harapos de silencio y de sombra, y todo ese pavor de inmensidad estrellada, sobre el mísero ser, tiritante en pleno abismo.
  Bamboleada ante hoyos de noche cuya profundidad sentía en el retumbo de los desprendidos guijarros; casi colgada de ramas que asía al tanteo; crispado a cada instante el pie sobre el riesgo mortal de tajantes deslizaduras; arañada por espinales que le arrancaban al pasar jirones y cabellos; desamparada hasta la demencia en la angustiosa inmensidad, llegó por fin al fondo del precipicio, entre peñas imponentes, donde le advirtió un remanso el reflejo de las estrellas.
  Un pedrusco saltó bajo su mano, al azar del roce, dio sobre el agua, revelando la hondura con sumido hipo musical.
  Y entre las rocas que parecían escollos de la tiniebla enorme, astillaron el sombrío cristal dos o tres puntazos de estrella.
  Entonces, bajo esa difusa claridad, uno de los bultos se movió, adquiriendo la forma de un jinete. Y al brutal repelón del miedo, la conocida voz grave y triste del salteador dijo tranquilizando:
  –No se asuste, por Dios. Soy yo. No se mueva, que arriesga ahogarse.
  Dulcemente, para no aterrorizarla más, sin una palabra de reproche que habría sido indigna de tan asombrosa arriesgada, el hombre desmontó al punto, alzóla como una pluma a los lomos de su caballo, envolvió con mimo en su manta los pobres lastimados pies, ya descalzos al rigor de la aspereza, y echó a andar, llevando al animal de la brida, por el fondo del valle.
  Como la primera noche, gemían en la sombra los pájaros de la soledad.
  Y la joven rompió a llorar en silencio su frustrada ilusión, con amarga pena.
  ¡Por qué le faltaron fuerzas para tirarse al agua y concluir, en vez de obedecer a la voz maldita!
  Tres días postróla en cama el envaramiento. Tres días malos, en los que el cerro, enojado tal vez por la evasión, estuvo lapidando rebramante granizo.
  Al caer la tercera tarde, bajo la recobrada temperie que parecía mullirse de golpe en una eterna serenidad, el gaucho había entrado a la alcoba, lo que hacía rara vez, con el candelabro encendido ya, por lo cercano de la noche.
  Y con su tono de sombría delicadeza:
  –No busque fugarse, habíale dicho. Aunque mis compañeros se duerman, hay gente en el aire que me lo sabrá advertir.
  ¡Gente en el aire! ¿Qué nuevo enigma atroz escondían esas palabras?
  ¿O no eran más que un subterfugio, para impresionarla tal vez?…
  Con esa penetración que sólo da el amor desdichado, el bandido discernió.
  Y poniéndose en el vano, ya casi obscuro de la puerta, silbó como aquella vez.
  –Va a venir el viento –dijo–. No tenga miedo.
  La calma era perfecta. El silencio clarísimo.
  Pero, casi al punto, palpitó un susurro en la línea más cercana de la arboleda.
  El aire hinchóse con tibio soplo, arrastróse bajito con la fatiga de alas de una garza crepuscular, penetró a la habitación abanicando calladamente, apagó las luces con suavidad, como una mano…
  Casi instantáneamente, a la voz del gaucho:
  –¡Otro candil! –un hombre apareció trayéndolo.
  La joven, muy pálida, pero siempre valerosa, habíase defendido de la diabólica presencia con un gran signo de cruz.
  Y él limitóse a afirmar con voz más sorda que de costumbre:
  –¡Ahí verá. Puedo y no quiero!
  Mas ella, al quedarse sola, recordó. Con razón, entonces, uno de los gauchos, durante cierta noche de aquellas en que, ausente el salteador, comentaban los restantes sus aventuras, había dicho riendo:
  –Parece que para curarse el mal de amor ha hecho trato con el mandinga.
  La calma de una larga ausencia, que el buen tiempo acentuó con fijeza no menos prolongada, mantuvo invisible al gaucho. Anómalo suceso que indicaba la importancia de su correría.
  O era, quizá, que despistaba a sus perseguidores, haciéndose ver en algún pago lejano.
  Una madrugada, por fin, sintióse en la guarida desusado movimiento. Hasta pareció oírse, entrecortada, una agria voz de mujer. La joven recibió del gaucho que la servía la orden de no salir; pero no tardó en comprender que el salteador volvía herido.
  Sobrevino después larguísimo silencio: luego, presuroso ir y venir de varias personas: luego, el silencio otra vez.
  Mas esa noche, en la conversación de los bandoleros, animada como nunca, supo la alentadora verdad.
  El heridor era su propio hermano. Habíanse encontrado en una pulpería que Lucero y dos de sus hombres acababan de saquear.
  Los otros eran seis; el hermano, el novio y cuatro vecinos que patrullaban con ellos.
  El gaucho, al frente, certero como nunca, despachó dos, en un verdadero relampagueo de puñaladas.
  Uno, el novio y primo, quedó arrastrándose por ahí, con las entrañas en la mano. El otro, a quien no conocían, cayó muerto al grito, ensartado por la garganta.
  Otro sucumbió a manos de un bandolero; otro, herido, huyó, seguido por el que ileso quedaba, y sólo el muchacho, con ser tan joven, le hizo pie al mismo Lucero, sediento de venganza.
  Al encontrarse en choque singular, el salteador había ordenado:
  –¡Nadie lo toque, suceda lo que suceda!
  Mas, a los primeros quites, advirtióse que el mozo no era de jugarreta ni desarme.
  El duelo entablábase a muerte, y aquel atacaba con tal pasión, que Lucero apreció al punto el dilema.
  Y entre huir por primera vez, manchando su fama, o matar a su adversario sin remedio posible, envainó resueltamente el puñal.
  Pero el otro no supo o no quiso entender la desesperada nobleza de aquella actitud que se le entregaba, más que en el abandono del ademán, en la mirada de arrogante melancolía.
  Y saltando sobre el bandido, le hundió dos veces el puñal hasta la guarda en el pecho.
  Entonces los otros, aunque respetando la orden, interpusiéronse, daga en mano, entre el jefe, que permanecía indefenso y firme, pujándole en el doble borbollón de sangre el corazón tumultuoso, y el audaz vengador, que se retiraba tranquilo hacia su caballo.
  Montado ya, volvióse todavía hacia el grupo; cruzó en silencio, con la del gaucho, su implacable mirada y, siempre desnudo el puñal, se perdió al tranco en el monte.
  Hubo un silencio, como de quienes escuchan. Y la voz del narrador comentó sentenciosamente, a modo de epílogo:
  –¡Bienhaya el modo de querer!
  La joven oyó apenas aquella frase. Un ansia de sollozos, en la que se mezclaban confusamente el orgullo y el dolor, descuajóle las entrañas. Dolor del pobrecito muchacho, quizá, a esas horas, muerto por ella; y orgullo, a un tiempo enternecido y feroz, por la bravura de su sangre. No era ella sola, pues, quien se atrevía con el bandido.
  Allá cerca agonizaba, castigado por el puñal del hermano que no la olvidó. Una solemnidad de expiación, de justicia capital, flotaba en la noche –la gloriosa siniestra noche de la muerte y de la venganza.
  No la engañaba el oído cuando creyó percibir una voz femenina, la madrugada del regreso.
  Algunos días después, entraba a la habitación una vieja de mísera catadura que, luego de saludarla con bondad, dijo, sentándose familiarmente:
  –Va mejor el hombre. Suerte que fue corto el cuchillo. Me encargó que la saludara y que viera cómo está.
  Calló un instante, y, suspirando:
  –¡Lindo, no más, tiene que estar un ángel del cielo!… Repugnóle la alabanza como un insulto, y bruscamente volvió la espalda a la entrometida.
  Cuando ésta salió, tras dos tentativas inútiles de entablar conversación, hízose cargo de las cosas.
  Sería la médica de quien había oído hablar en las conversaciones del rancho contiguo: la bruja, a no dudarlo.
  Nueva y más peligrosa inquietud, que venciendo su repugnancia del espionaje, inquebrantable hasta entonces, indújola a ensanchar con maña, durante la soledad de la siesta, cierto resquicio del tabique medianil.
  Faltaba el catre ahora; y por la ventanita del fondo, entraba y salía con el viento, un vástago de escorzonera. En el aire, donde zumbaba un abejorro explorador, parecía flotar remota quietud de ruina. El viento había arrinconado entre el polvo un puñadito de plumas negras.
  ¿Por qué le dio todo aquello en el corazón, estremeciéndola como una advertencia?…
  Dos días estuvo sin atreverse a mirar, dominada por esa extraña impresión.
  A la tercera noche, muy tarde ya, parecióle oír ligero ruido. Una vislumbre entraba a la vez por el resquicio del tabique. Debía ocurrir algo singular, porque los hombres salieron de allá mucho antes.
  Pudo, entonces, más su alarma que su miedo, y pegándose a la pared atisbó ansiosa.
  La batea hallábase de plano en el centro de la habitación, con uno de sus cabezales hacia la ventana abierta. Al opuesto lado, el candil lanzaba desde el suelo, junto a la pared, vacilantes resplandores.
  Entre él y el otro cabezal que rozaba con sus pantorrillas, la vieja, de espaldas a la batea, erguía su desnudez horrenda y verdosa.
  Solamente los cabellos, de negrura extraña para su edad, flotábanle partidos sobre los hombros.
  Cruzada de brazos, acababa, sin duda, un conjuro que en apagado gemido estremecíale los labios.
  Tremendo escalofrío la cimbró como un mimbre, sus ojos blanquearon en siniestro vértigo, y con clara estridencia lanzó al aire la fórmula de salir:
  ¡Sin Dios ni Santa Maria,
 al pedregal de Sabira!
  Soltóse, rígida, de espaldas sobre la batea, cayendo exactamente en la cuenca, con aplastamiento fofo; su cabeza dio de nuca en el borde, saltó, desprendiéndose, rebotó hasta la ventana, donde transformada ya en cuervo nocturno, violentó con seco aletazo el aire, apagando de retroceso el candil, y lanzándose a la obscuridad con lúgubre risotada.
  En el vano tenebroso, quedaba brillando, grande y clara, una estrella…
  Cuando Águeda volvió a encontrarse en su lecho, comprendió que estaba descubierta. Por primera vez desde que se hallaba en poder del salteador, sus fuerzas la habían traicionado.
  Sacudíala con intermitencia de fiebre, un incontenible sordo lamento.
  Volvía a ver, sin poder evitarlo, en la última llamarada de aquel candil, el cuerpo descabezado, lívido, las costillas resaltantes bajo el pellejo de rana; y el siniestro pájaro de la obscuridad, con su aletazo y su grito. Acompañado por uno de los bandidos, Lucero contemplaba aquella desesperación con grave tristeza. Leve delgadez, indicaba apenas el peligro de muerte que acababa de correr.
  –¡No quiero verla más, no quiero verla más! –gemía, incansable, el sordo lamento.
  Y el bandolero, de golpe, se decidió:
  –Está bien –dijo–. No la verá más. Cálmese ahora. La vieja se irá esta tarde. Todavía duerme, porque ha de haber volado mucho. La mataría si la despertara. No volverá nunca; aunque esto sí, ahora, va a causar mi perdición. ¡Pero qué importa!
  Águeda padeció, no obstante, su acceso hasta muy entrada la noche, cuando una de aquellas tisanas montañesas, que aceptó por fin, a medias enajenada, la hundió casi de golpe en negro sopor.
  –La vieja se ha ido –anunciaba al siguiente día el salteador, entrando en la alcoba.
  "No volverá nunca y yo me perderé. Pero así es justo, puesto que usted lo ha querido."
  Y para cambiar de conversación, al ver extraviarse fugazmente los amados ojos, dijo con su modo peculiar, en frases como tajadas:
  –¡Cuánto tiempo sin verla! Me hirió su hermano. Me pegó bien. Por suerte era corto el cuchillo. Pude matarlo. Jamás tocaré a uno de los suyos… Como no la toco a usted.
  La voz enronqueciósele de pronto, con quebradura tan honda, que más parecía hablar por la puñalada reabierta:
  –Fue mi destino. La mala estrella con que nací…
  Sacudió con abandono fatal la cabeza agobiada de cabellos lóbregos:
  –… Para perderme y perderla –añadió con voz más opaca–. Pero a esta pena la quiero como a mi mismo amor, porque al fin nos une.
  Muda, helada, como siempre en el aislamiento de su dolor, angustiaba ella sin mirarlo, hasta quién sabe qué profundidad de ausencia, tan lejos que parecía írsele a la eternidad, la mirada de sus ojos extrañamente claros.
  La vislumbre de la tarde poníase como dolorosa de limpidez en el silencio formidable del monte.
  Así corrieron tres años.
  Pero, ni tan largo padecimiento, consiguió alterar la firmeza, por cierto marmórea, de la hermosura serrana.
  Al contrario, ennoblecida por la pena, esclarecíase más nítida su palidez: su mirada azul era más líquida y más honda. La exaltación del dominio que ejercía sobre el alma siniestra, comunicábale, aunque involuntaria, una especie de resplandor, como la llama infernal transparenta en rosa el ala intacta del serafín.
  La devastación era, en cambio, profunda sobre el bandido.
  Aborrascado, ahora, de pelo y barba, empezaba torvamente a encanecer. Sus ojos no eran más que dos agujeros lóbregos. Su boca descaecida, crispábase con angustia casi animal, de tanto morder, para enfrenarla, la sollozante desesperación. Abatíase, asolada de tempestad, la rugosa frente. Notábase un amago de oblicuidad en el tronco de su fuerza. Su rostro endurecíase en una especie de palo grosero, como rajado a tajo de hacha. Y ni la barba escondía, tan profundamente labrábanle ya la tez, aquellos surcos funestos con que socavan por dentro al varón las lágrimas no lloradas.
  Las excursiones de la gavilla fueron haciéndose más frecuentes sin él. Conservaba, a no dudarlo, ante aquélla, el prestigio de su valor, pero tal vez ya no el de su energía.
  Una de esas veces, en que habíase quedado con tres hombres tan sólo, bramó el cerro al amanecer.
  Los gauchos partieron, contando por cierto volver de día, puesto que dejaban sola a la prisionera; ya que le sería completamente imposible evadirse a la luz del sol, sin ser vista desde lejos.
  El cerro bramó tres o cuatro veces más, hasta el mediodía, aunque no hubiese ningún indicio de tormenta. Señal de que andaban siempre forasteros en su macizo.
  Comenzaba a ladear el sol, cuando Lucero apareció de repente, empapado por el cruce del arroyo a pie, solo, deshecho de aspecto y traje, tuerta en su mano casi por mitad la daga.
  No intentó, siquiera, rearmarse, enderezando a la alcoba, donde entró por primera vez sin la habitual cortesía, para dejarse caer con desaliento en uno de los sillones.
  Al descubrirse, un hilo de sangre brotó de entre sus cabellos, rodó por la sien, hasta cuajarse en hebra espesa sobre la barba.
  –Faltó la vieja y me perdí –murmuró con amarga sonrisa–. Me han vencido. Van a llegar. Ya no importa. Lo único que anhelaba era verla antes de morir. Águeda, erguida junto al lecho, había palidecido con ansiedad mortal.
  ¡Van a llegar! ¿Quiénes?… ¿Ellos?…
  Llenó en eso la guarida un feroz tumulto, pataleado por violentos caballos. Súbita polvareda envolvió al rancho, entre un choque de armas y espuelas.
  Y en la puerta, al frente de apretado grupo que apuntaba con naranjeros y tercerolas, apareció el propio juez, cano del todo ya, pero siempre recio, inflexible, con su rudo ceño y su mandíbula de adobe.
  Al darse de pronto con el salteador, contúvolos un instante la sorpresa.
  Un instante, no mas…
  Cuando, como alzada en un vuelo, la joven interpúsose, abiertos los brazos, delirantes los ojos, desgarrada en supremo grito la voz:
  –¡No le tiren!
  Fue como si detrás se hubiera hundido de golpe el mundo.
  Y en el asombro de la situación que dominaba, alta en su blancura inmaterial, como un arcángel, añadió con dignidad sombría:
  –He resuelto ser su mujer. ¿No lo ven como está, vencido, herido, acabado, viejo y solo? Todo lo ha perdido por mí: su cuerpo y su alma. No le quedo más que yo. Por mí se perdió. ¡Por quererme a mí como nadie ha querido nunca!
  Pero, aquí, la tradición difiere.
  Unos dicen que el ofendido padre ordenó tirar, abatiéndolos con la misma descarga. Que de su sangre, así unida, brotó la azucena roja, siempre solitaria, y raras veces vista entre los riscos más arduos del Champaquí.
  Otros, que el amor logró triunfar del crimen y de la muerte.
  Yo encontré una vez la azucena roja; pero creo, asimismo, en el amor triunfante.
  Mejor es que lo decidas tú, lector amigo, en la generosidad de tu corazón…
  Los gauchos partieron, contando por cierto volver de día, puesto que dejaban sola a la prisionera; ya que le sería completamente imposible evadirse a la luz del sol, sin ser vista desde lejos.
  El cerro bramó tres o cuatro veces más, hasta el mediodía, aunque no hubiese ningún indicio de tormenta. Señal de que andaban siempre forasteros en su macizo.
  Comenzaba a ladear el sol, cuando Lucero apareció de repente, empapado por el cruce del arroyo a pie, solo, deshecho de aspecto y traje, tuerta en su mano casi por mitad la daga.
  No intentó, siquiera, rearmarse, enderezando a la alcoba, donde entró por primera vez sin la habitual cortesía, para dejarse caer con desaliento en uno de los sillones.
  Al descubrirse, un hilo de sangre brotó de entre sus cabellos, rodó por la sien, hasta cuajarse en hebra espesa sobre la barba
  –Faltó la vieja y me perdí –murmuró con amarga sonrisa–. Me han vencido. Van a llegar. Ya no importa. Lo único que anhelaba era verla antes de morir. Águeda, erguida junto al lecho, había palidecido con ansiedad mortal.
  ¡Van a llegar! ¿Quiénes?… ¿Ellos?…
  Llenó en eso la guarida un feroz tumulto, pataleado por violentos caballos. Súbita polvareda envolvió al rancho, entre un choque de armas y espuelas.
  Y en la puerta, al frente de apretado grupo que apuntaba con naranjeros y tercerolas, apareció el propio juez, cano del todo ya, pero siempre recio, inflexible, con su rudo ceño y su mandíbula de adobe.
  Al darse de pronto con el salteador, contúvolos un instante la sorpresa.
  Un instante, no mas…
  Cuando, como alzada en un vuelo, la joven interpúsose, abiertos los brazos, delirantes los ojos, desgarrada en supremo grito la voz:
  –¡No le tiren!
  Fue como si detrás se hubiera hundido de golpe el mundo.
  Y en el asombro de la situación que dominaba, alta en su blancura inmaterial, como un arcángel, añadió con dignidad sombría:
  –He resuelto ser su mujer. ¿No lo ven como está, vencido, herido, acabado, viejo y solo? Todo lo ha perdido por mí: su cuerpo y su alma. No le quedo más que yo. Por mí se perdió. ¡Por quererme a mí como nadie ha querido nunca!
  Pero, aquí, la tradición difiere.
  Unos dicen que el ofendido padre ordenó tirar, abatiéndolos con la misma descarga. Que de su sangre, así unida, brotó la azucena roja, siempre solitaria, y raras veces vista entre los riscos más arduos del Champaquí.
  Otros, que el amor logró triunfar del crimen y de la muerte.
  Yo encontré una vez la azucena roja; pero creo, asimismo, en el amor triunfante.
  Mejor es que lo decidas tú, lector amigo, en la generosidad de tu corazón…

domingo, 7 de mayo de 2017

Autor:Leopoldo Lugones (Villa de María del Río Seco, Córdoba, Argentina, 13 de junio de 1874 - Buenos Aires, 18 de febrero de 1938). Movimiento Literario: Modernismo.


El puñal


     I


     Nunca como aquella mañana, había dado mejor fruto mi laboriosa soledad.
     Acababa, efectivamente, de hallar por mis propios medios la palabra secreta de los iniciados drusos, el imperativo anagrama de la convocatoria, con que pretendían llamarse por influencia mental, a despecho de la distancia y de los obstáculos –verdadera llave de oro de su formidable hermandad– los discípulos del Viejo de la Montaña.
     Nadie ignora la existencia misteriosa, si no es mejor dicho obscura hasta lo legendario, de aquella Orden de los Asesinos, que durante los siglos XI a XIII aterrorizó el Oriente musulmán, imponiéndose a los propios cruzados, hasta engendrar entre ellos mismos la hermandad filial de los Templarios, no menos enigmática para la historia de la cristiandad.
     Difíciles estudios sobre su carácter sombríamente romántico, y sobre su fundador, el Viejo de la Montaña, acababan de llevarme a ese resultado más quimérico que histórico, pero, por lo mismo, más interesante para un poeta. Precisamente, el Viejo de la Montaña fue condiscípulo del famoso bardo persa Omar Khayam…
     Fruto, pues, de una empeñosa labor, no exenta de peligros, según me lo advirtiera como al pasar el egipcio Mansur bey, cuando me refirió la historia que titulé "Los ojos de la reina", creo inútil añadir cuán profundo era mi contento.
     Peligros, dije, ya que toda exploración del misterio los comporta, aun cuando sólo sean ellos la intranquiliad del alma o la excesiva tensión del raciocinio, fuera del también posible influjo eventual sobre fuerzas desconocidas. Así el descubridor de la pólvora cayó víctima de su propio invento, y Riemann, el matemático genial del espacio esférico, dio en el abismo de la locura.
     En aquel estudio habíanse aunado, por otra parte, la tendencia a las investigaciones cuyo absoluto desinterés constituye un lujo negativo –o sea la inutilidad espléndida que una mente productiva se costea con lo que deja de ganar– y esa especie de amor a la aventura que pudiéramos llamar la provocación del destino… Apresúrome a advertir que este autoanálisis, ya concluido por lo demás, explicará de suyo ciertas dificultades inherentes al relato.
     No intento desaparecer en éste, con la impersonalidad narrativa cuya eficacia reconozco, porque no se trata, a la verdad, de una novela, sino de una historia.
     Fatalista por temperamento y por experiencia, violé sin recelo la conocida prescripción de no pronunciar al azar las palabras secretas, que un descuido fonético puede volver contra el propio locutor, ensayando muchas veces el posible sonido de la que había descubierto: voz de curiosa semejanza con el célebre monosílabo am de los teósofos hindúes. Pero nadie ignora que todas las hermandades ocultas del Oriente tienen puntos comunes de intersección.
     En esto me hallaba, cuando, con gran sorpresa de mi parte, dada la estricta consigna de aislamiento que resguarda mi labor matinal, la mucama me anunció una visita.
     –Pero, por Dios, Maggie –empecé con impaciencia–, no tengo dicho que…
     –Sí, señor, lo he negado ya dos veces; pero se trata de un caballero que parece muy afligido y que dice venir de parte del emir Arslán.
     –¿Del emir? Eso es distinto –autoricé, no sin cierta extrañeza ante aquella insólita perturbación de mi disciplina que el prudente amigo conoce y respeta con estrictez de buen trabajador.
     Algo serio, indudablemente –pensé todavía; y confiando en que el mudo reproche de mis carillas húmedas y mis libros abiertos abreviaría la visita importuna:
     –Hágalo pasar aquí mismo –dije.

      II


     El desconocido, que representaba unos cuarenta y dos años, simpático de aspecto, elegante con sobriedad, vaciló ligeramente en la puerta.
     Habíalo, quizá, desconcertado algún reflejo de contrariedad en mi semblante que me apresuré a componer por cortesía; y atribuyo a esta fugaz preocupación la idea confusa de haberle oído murmurar en árabe, mientras tomaba el asiento que le indiqué:
     –Asáhu jairón! (más vale así).
     Pero, acto continuo, su voz de franqueza varonil, bien que muy suave, alzóse para decirme en castellano, apenas turbado por leve guturación:
     –Discúlpeme, señor, que haya invocado con abuso el nombre del emir, nuestro amigo. La verdad es que vengo por mi cuenta, o mejor dicho por la de usted. Pues, dado su conocimiento de la Santa Fidelidad, usted sabe perfectamente bien que se acude a un llamado suyo.
     Y ante el ademán de asombro que no intenté reprimir:
     –Pudo usted soñarlo anoche; pero esta mañana lo reiteraba despierto. Creí que algo lo amenazaba. Por esto insistí en ver a usted.
     Sentí un estupor más cercano a la veneración que al miedo.
     Efectivamente, la noción de la palabra secreta habíame venido al despertar, como esas lecciones que, de muchacho, abandona uno, para dormirse descorazonado, y que resulta haber aprendido durante el sueño.
     El desconocido añadió con naturalidad:
     –No es acierto casual, ni fruto de su estudiosa dedicación, por lo demás muy meritoria. Tiene que venir de más lejos, como usted mismo verá. Entretanto, permítame. Debe ser usted de raza española, sin mezcla. Por ahí se puede tener siempre algo de árabe. ¿Correspondió su nombre de pila al del santo que señalaba el almanaque el día de su nacimiento?
     –No; fue una ocurrencia de mi madrina.
     –Una ocurrencia es siempre una revelación. Así tuvo usted en su nombre la doble ele inicial que corresponde a su signo astronómico (los Gemelos, ¿no es cierto?) y repetida por contenido fonético, la influencia del León, que significa el imperio de la violencia en su destino.
     –Confirmada –añadí, tendiéndole la palma de mi mano izquierda con voluble abandono de la jovialidad– por una doble señal de muerte violenta…
     El desconocido echó una viva mirada sobre mi nítida red palmar.
     –¡Y todavía con el signo del puñal en el valle de Saturno! Diablo, señor Lugones –agregó, riendo a su vez–, su caso podría ser inquietante.
     –¿Por qué?– interrumpí–. Si es realmente la fatalidad, fuera inútil oponerse a lo inevitable.
     Mi serenidad, turbada un instante, había vuelto, impulsándome a esa especie de contraofensiva sobre mi sorprendente interlocutor.
     Sólo entonces pude reparar en algo no menos extraño:
     ¿Cómo era que estaba yo respondiendo sin fastidio a ese interrogatorio de impertinente singularidad?
     La fisonomía de mi visitante bastaba para explicarlo. No aparentaba, he dicho, más de cuarenta y dos años, aunque era, sin duda, de mucho mayor edad; pero ésta, a su vez, resultaba inapreciable.
     Tratábase, evidentemente, de uno de esos dominadores del misterio cuya impresión queda indeleble en quien ha visto alguno, siquiera fuese al pasar.
     Bajo el ondulante cabello, de intensa lobreguez, la frente erguíase con serena pujanza, al par que luminosa de sensibilidad, como si se le transparentara en limpidez de alabastro el pensamiento, ya encendido con irresistible esplendor en sus ojos pardos, estriados de oro. La nariz, de rectitud casi griega, acentuaba con su línea segura la firmeza del rostro esculpido con enérgica enjutez. Quijadas y pómulos, en ajustado remache, perfilábanse bajo la fluida tranquilidad de la barba. Su largo rostro era todo expresión, definida con la tajante nitidez de la espada por el filo. Su faz, consumida por dentro al ardor de la llama espiritual, animábase con la requemadura entre metálica y coriácea de los pámpanos curtidos por el sol. Una nobleza serenísima aislábalo sin rigidez, dignificando la autoridad de la lenta mano que corría por la barba con un ademán de fluidez paralela.
     Únicamente su boca manifestaba en la caída de las comisuras una amarga desolación de vencido. Pero ese rasgo alteraba la fisonomía entera con tanta pasión, que acto continuo infundióme una especie de dolorosa cordialidad. Por ahí era humano y próximo aquel hombre distante.
     Distante, a fe, como si estuviera constantemente acercándose sin llegar, desde el fondo de un espejo.

      III


     –La fatalidad –dijo, refiriéndose a mis palabras con grave tristeza–, es lo que impulsa a implorar su socorro en favor de un inocente.
     Y sin esperar respuesta:
     –¿Cree usted justa, según sus estudios, la denominación de asesinos que dieron los cronistas occidentales a los miembros de la Santa Fidelidad?
     –No, por cierto –respondí–. Es un equívoco bien conocido, sobre la voz arábiga "hashishin", o tomador de "hashish", y el sistema criminal que se atribuía a los afiliados, por su siniestro título de "Caballeros del Puñal".
     –¿Y sabe usted por qué tomaban el "hashish" y llevaban siempre un puñal consigo?
     –Lo del puñal sí, lo del "hashish" no, a menos de aceptar la leyenda según la cual se embriagaba a los iniciados para darles una impresión anticipada del Paraíso, poniéndolos en la misma situación que al "dormido despierto" de las Mil y una Noches…
     Mi visitante sonrió con desdén.
     –¿Y el puñal? –dijo.
     –El puñal, por resguardo contra las potencias hostiles de la sombra: un acero agudo, como los sikas de la India; y por necesidad patriótica, dado el carácter nacionalista de la hermandad.
     –Ignoraba que hubiera usted penetrado tanto el secreto de la doctrina.
     "¡Patriotismo desesperado, en efecto!
     "No éramos más de cien mil para defender el Oriente fatimita contra la invasión de los cruzados, la reacción de los abasidas, tan poderosos en Bagdad, y la usurpación de los ayubitas, capitaneados por Saladino, nada menos: el vencedor de Ricardo Corazón de León.
     "Impotentes ante el número, fuera de nuestros cerros fortificados, la defensa de la patria imponía la ejecución del puñal.
     "Por esto no elegíamos sino las cabezas responsables.
     "Reyes, sultanes, ministros enemigos: he ahí las víctimas de la Santa Fidelidad.
     "Asesinos, tal vez, héroes siempre, mártires con frecuencia, no hubo afiliado que rehuyera el peligro ni cediera al tormento.
     "Obligados a la ejecución de los poderosos en las ferias y ceremonias públicas, único medio de acercárseles, simulando el entusiasmo del admirador, la devoción del converso, la dedicación del criado, el adepto sabía que tras su puñalada justiciera, sobrevendría sin remisión su propia muerte.
     "Ninguno rehuyó jamás su deber terrible.
     "¿Y qué se les ofrecía en recompensa? Qué podía ofrecerles una orden proscripta a muerte por las potencias de la tierra; aislada en fortalezas que eran cerros desapacibles hasta para las águilas; abstinente del vino y de toda propiedad personal, fuera de las armas y del vestido puesto, y respetuosa de la mujer hasta la veneración…
     "No hay musulmán, con serlo ellos tanto, que pueda, en esto último, comparársenos todavía. La mujer, aun adúltera, es sagrada para el druso.
     "La leyenda del 'hashish', que anticipaba al iniciado la hartura sensual y los besos de las huríes, es, pues, absurda: juego de niños, inconcebible con aquellos bravos y aquellos sabios que hicieron de la primera gran logia, llamada Casa de la Sabiduría, una verdadera academia de ciencias, famosa en todo el Oriente.
     "Escuela libre para el aprendizaje de todas las ciencias profanas, su renta anual ascendía a doscientos cincuenta mil dinares de oro. ¡A principios del siglo XI, señor, cuando en la Europa bárbara no había rey que poseyera esa suma!"
     –¿No era –inquirí con cierta pedantería impertinente–, aquella academia del Cairo cuyas sesiones presidían los califas, y cuyos mantos doctorales conservan hasta ahora las universidades inglesas?
     –La de la banderola verde, la beca más antigua del mundo –confirmó mi visitante, sacando de su bolsillo una vieja cinta de ese color, sobre la cual descoloríanse letras de oro.
     En aquel instante, una alborotada ráfaga de otoño entró impetuosa por la ventana inmediata a él.
     Pero, con grande asombro mío, la cinta que colgaba de sus dedos permaneció inmóvil como un listón de madera. Acababa de verla desplegarse, sin embargo, y mis papeles estremecíanse aún con el brusco soplo.
     Supe, no obstante, contener mi sorpresa, mientras él proseguía, con naturalidad, arrollando el gallardete:
     –La iniciación prescribía el "hashish" al entrar en el tercer grado, con el fin de poner al adepto en trance de recibir la comunicación de ciertos poderes ocultos.
     "No era otro el objeto del 'kikeón' que tomaban los iniciados en los misterios de Eleusis; y los cristianos consagran con vino, que es también una bebida embriagadora. En el siglo II los acusaban de ebriedad mística, como a 'nuestros' hermanos novecientos años después."
     ¿De dónde me vino en ese momento la loca idea de que, no obstante su aspecto actual, aquel hombre había visto lo que narraba?
     ¿Fue su expresión remota, la seguridad de su palabra, el incidente singular de la banderola?…
     No lo sé. Pero, aquel "nuestros hermanos" de su frase final habíame desagradado ciertamente; ya que, ni en equívoco verbal, conveníame el vínculo con los asesinos, por decirlo así, clásicos.
     Empezaba a colegir, tarde quizá, la naturaleza del riesgo que Manzur bey me había advertido.
     Mi interlocutor comprendió todo, acto continuo; y tras una mirada cuya intensidad me produjo la impresión de vago mareo del color escarlata, respondióme por simpatía mental:
     –Saber la historia equivale a vivirla; ya que el tiempo es una ilusión de nuestra personalidad pasajera, como la fuga del paisaje ante el vehículo en marcha.
     Y con el mismo tono de sonora profundidad:
     –Lo que nos diferenció entre las hermandades secretas, con la única excepción de los Sikas hindúes, constituyendo a la vez nuestra fuerza y nuestra debilidad, fue que impusimos como condición para iniciar, la pureza de la sangre.
     "Nadie puede obtener los grados si no es de padre y madre drusos, a excepción de ciertos casos rarísimos de autoiniciación, que revelan, por lo demás, afinidades desconocidas. Pero éstos no logran dar más que con algunas claves sueltas: el anagrama de la evocación, por ejemplo…
     "Es que sólo así –prosiguió– se alcanza la unidad infalible, por el renacimiento de las mismas almas, durante miles de años, en la misma comunidad; pues en la reencarnación hay también cruzamientos y bastardías.
     "Pero, del propio modo, redujímonos al puñado que somos hoy.
     "Es la perfección de la nobleza, que impuso, y no por orgullo, ciertamente, el Viejo de la Montaña, aquel estupendo Hasán Sabah, quien, más poderoso que los reyes, jamás usó título ni gozó de ningún halago en la austeridad salvaje de su castillo montañés, cuyo mismo nombre era un símbolo: Al-Móut, la muerte.
     "Allá en su peñón de águila, sucumbe tras cuarenta años de dominio, sin más bienes que dos camisas de lienzo y un albornoz de pelo de dromedario, cara al cielo, sobre la roca desnuda."

      IV


     Cruzó nuevamente por mi espíritu la impresión clara de que oía a un testigo presencial. Y con ello acentuóse todavía la contradictoria impresión de tenerlo a la vez próximo y lejano.
     –El nombre de asesinos que nos dieron invasores y usurpadores, fue, pues, tan calumnioso como la imputación de impiedad.
     "Sabrá usted que el secreto final de nuestra doctrina enseña la igualdad de todas las religiones en un común propósito de moral práctica, y la revelación de Dios en cada alma, mediante la posesión de la bondad: Dios está en ti mismo.
     "Así, el objeto supremo de la virtud es el hombre. El ejercicio de la fraternidad humana vale más que todas las prácticas rituales, inclusive la limosna y la castidad. La verdad es superior a la oración. El trabajo es la suprema dignidad de la vida.
     "He aquí la herejía que nos imputaban los fanáticos cristianos y musulmanes.
     "Consagrados únicamente a la defensa de la patria, éramos conformes a nuestra verdadera designación, los 'Fedavi': los sacrificados. Porque nuestro juramento de fidelidad comportaba la abnegación absoluta.
     "De ahí nuestros colores: el blanco del sacrificio sin límites y el rojo de la propia sangre ofrecida, que así resulta la suprema generosidad.
     "Esto es lo que aprendieron en nuestra iniciación, no cerrada entonces, aquellos cruzados que fueron después los Caballeros del Temple: los del manto blanco y la cruz escarlata.
     "Así quedó el rastro en los apellidos y en los blasones de Europa que, como es sabido, tomó del Oriente estos emblemas.
     "Los Sidney de Inglaterra llevan el nombre que dábamos en el primer grado de iniciación, al Viejo de la Montaña: 'Sidna', nuestro señor.
     "El creciente de blasonar, con las puntas hacia arriba, que tomamos de Egipto, donde era el signo faraónico del poder, figura en el escudo de los Anglure de los Vosgos, y de los Lunones de Asturias, que, según creo, fueron sus antepasados… "
     Mas, mi sonrisa de incredulidad ante aquella que me pareció socorrida mención heráldica, advirtióle la importancia que doy a tan fantásticas vanaglorias.
     –Sea como quiera –añadió, titubeando ligeramente–, hubo muchas iniciaciones de templarios que la misma orden conservó secretas, sobre todo al agravarse su persecución. A esos verdaderos ejecutores pertenecieron los puñales que por rarísima excepción han llegado hasta nosotros, y cuyo tipo, llamado Nakkashal-Móut, cincelador de la muerte, no lo fabricaban sino los 'fedavis' de Asia.
     "Así hallé éste que poseo en el tenducho de un judío de Angulema."
     Pasóme cortésmente el arma, que examiné con interés.
     Era una hoja triangular, como de quince centímetros, tan tersa que allanaba su cuádruple ranura en la nitidez de un solo reflejo.
     Pero, su impresionante mérito de pieza excepcional, estaba en la empuñadura de bronce.
     La guarda representaba una lápida roída a medias por el tiempo, en cuya cara exterior el dueño europeo, probablemente, había grabado después con toscos rasgos las palabras ci-git (aquí yace), el cuadrado con punto central, símbolo de la sentencia, y una antorcha caída.
     El puño era un esqueleto que, de pie sobre la losa, avanzaba con sesgo paso, echando hacia atrás el sudario sostenido por la mano izquierda sobre el descarnado esternón, mientras la derecha, caída al flanco, disimulaba en un pliegue del lienzo fúnebre el puñal pronto para herir.
     La anatomía, de asombrosa perfección, llegaba hasta detallar en la obscura cavidad del tórax la columna vertebral, suelta en aquel hueco que atravesaba oblicuamente la luz por el vano de la garganta y por los espacios intercostales. Sacro, pelvis, huesos de la pierna que avanzaba al descubierto, brazos y manos, eran de la misma acabada cinceladura.
     Bajo el desembozo del sudario, la calavera dilataba horrenda risa. Y el lienzo caía por detrás en largos pliegues de siniestra elegancia.
     Mas, a pesar de tantas excavaduras y relieves, era notable la comodidad manual de aquel puño.
     Sin perjudicar lo más mínimo al rigor anatómico y al desembarazo de la actitud, cada hueco de la figura afianzaba la posición natural de cada dedo, fuera directa o inversa la del puñal.
     –¡Maravilloso! –exclamé.
     –Y si usted fija con intensidad su mirada en la hoja –añadió el visitante– y piensa sin discrepar en una persona ausente, no tardará en verla cual si estuviese a su lado.
     –Como en los espejos negros –afirmé, recordando las esferas de esmalte obscuro que usan con dicho fin chinos y japoneses.
     –Efectivamente –afirmó mi interlocutor.
     No me representaba, pues, aquello mayor curiosidad; pero era naturalísimo que, desde luego, quisiera mirarlo a él.
     Entonces noté con asombro que, precisamente, al fijar mis ojos en el puñal, su figura desaparecía. La hoja no lo reflejaba en su inalterada limpidez.
     Para recobrarme sin hacérselo notar, evoqué la figura de un amigo cualquiera, que se presentó, como esperaba. Mas, él, tomándome ya el arma con delicadeza:
     –Érame indispensable –prosiguió– conocer su opinión sobre los asesinos". De otra suerte no me arriesgaría al encargo que me propongo dejarle. Habríame limitado a impedir las consecuencias de un descubrimiento que sólo tiene por fin la curiosidad.
     La fría decisión de su acento comportaba de tal modo una amenaza, que, sin dejar de alarmarse profundamente, sublevó mi indignación.
     Pero todo reproche murió al instante en mis labios.
     El semblante del desconocido habíase demudado con angustia mortal. Su visible dolor hallábase tan lejos de la ofensa, que cualquier sospecha hostil transformábase en compasión.
     Y con voz más cercana y más sorda:
     –Sepa usted –dijo–, que nuestra veneración por la mujer, proviene de atribuirle como causa fatal toda la dicha y toda la desventura.
     "No en vano procedemos de Fátima la Perfecta, la hija bendita del Profeta.
     "Por eso estamos bajo la potestad de la Mujer, que, ángel o demonio, es la puerta del Paraíso y del Infierno.
     "Y por ella es que somos, entre todos, los Caballeros de la Belleza y del Dolor.
     "Ha pasado al romance popular comunicado por los árabes de España, la antigua verdad de que, para el perfecto caballero, amar es morir.
     "Por esto, sólo alcanza la inmortalidad aquel que domina el amor de la mujer
     "Alguno, quizá, ¡cada cien años!
     "Salomón poseyó toda la sabiduría, y no lo pudo.
     "Los ángeles cayeron por el amor de la mujer, y los dioses de compasión encarnan en la delicia de su seno.
     "En ella está el secreto de todo heroísmo y de toda gloria.
     "Así nacieron la Santa Fidelidad de los 'fedavis', aquellos sacrificados de la bravura sin límites, y la dinastía fatimita que en la persona de Abu Famin dio al Islam el más glorioso de sus califas."

      V


     Cruzó el rostro de mi visitante una especie de sombrío relámpago, casi al punto apagado en el decaimiento de la desolación:
     –Fue una tarde, junto al Pozo de la Gacela, entre el Líbano y Damasco.
     "Una doncella drusa, según lo reconocí por la graciosa embozadura de medio ojo que cubría su faz, daba de beber a una yegua alazana. Magnífico animal, en cuyo cuadril derecho advertí la misma marca de mi caballo: el kiffeh o palo coronado por un círculo, con que señalan los Beni Rashid de Arabia.
     "Por ahí entré en conversación con la joven.
     "Al reconocer en mí un sheik blanco, es decir, un iniciado, habíame ella contestado respetuosamente el saludo, aunque mirándome de frente, con la serenidad de la verdadera nobleza.
     "Una luz celestial, esa claridad interior que es tan raro ver salir a la mirada, llenó su grande ojo azul entre las pestañas sombrías.
     "La gente común ve con la luz que le entra por los ojos. Pero la condición de iluminar sólo la posee la pupila del ángel.
     "En la limpidez del cielo crepuscular reinaba, cándida, la soledad de la luna.
     "Llegaba esa hora suprema de comunicación con las almas y las cosas, que podría llamarse el éxtasis del desierto.
     "Sonrosábase la tierra como una mejilla, y el cielo palidecía como una frente.
     "Había en el silencio de la inmensidad una inmediación de presencia.
     "La quietud sensibilizábase en una infinita sutilidad de cristal.
     "El Grande Aliento del mundo levantábase en la fragancia de la tarde.
     "Un pájaro obscuro llegó a la palmera del pozo –y fue entonces cuando se quebró en la eternidad la línea de mi destino.
     "Adquirí de golpe, con abismante lucidez, la certidumbre de mi caída.
     "Era mi día que llegaba en los siglos.
     "Revelábase ante mí aquel misterio que hacia temblar a los profetas: la presencia del ángel.
     "El ángel que todo hombre tiene escrito en su suerte, pero que con frecuencia no puede hallar sino a través de muchas vidas.
     "Por esto son tan raros los casos de verdadero amor.
     "Aquel ser presentábaseme bajo la forma de la mujer terrestre, que es la más terrible, porque necesariamente encarna la desventura.
     "Y fue así como aquel día, sometiéndome al amor de la mujer, acepté la ley de la muerte.
     "Mi primer paso al abismo fue el ansia incontenible de ver su rostro, que satisfice desmontando, con el pretexto de abrevar también mi cabalgadura, pero, en realidad, con el objeto de interponerla, para mirar al disimulo la hoja de mi puñal.
     "El rostro apareció, divino de belleza en su ternura juvenil.
     "No son raros en nuestra raza los ojos azules y los cabellos blondos.
     "Mas, si las pupilas de aquella criatura semejaban dos grandes gotas de cielo, su cabello era del castaño más hermoso: de ese matiz sombrío, tostado por reflejos de cobre, que daba un encanto ya oriental a las mujeres de Bizancio y de Sicilia.
     "El perfil delicado y la boca graciosa acentuaban la impresión angelical.
     "Trazaba el óvalo del rostro esa línea de belleza que sólo conservan las razas puras, y que es inconfundible rasgo de superioridad para el artista.
     "En el abandono de la actitud con que, aflojando el cabestro, esperaba que el animal acabara de beber, su cabeza inclinábase con esa pensativa naturalidad de flor, que es, quizá, la gracia más irresistible de la doncella.
     "Lánguida dulzura que el azul crepuscular teñía vagamente, como encarnando en un lirio.
     "Pero, en la frente clarísima, en el entrecejo ancho de inteligencia, en la vibrante sensibilidad de su gracia, ennoblecíase con ingenua altivez aquella estirpe del Líbano, más antigua que los cedros de Salomón; aquella raza heroica, que arranca sus propias quejas de amor, tañendo el laúd con la pluma de las águilas.
     "Su nombre, sacado por el horóscopo, era Nur: Claridad; pero ella ignoraba el decreto de los astros. Sus padres, conforme súpelo después, habíanlo callado para no afligirla o envanecerla, pues le predecía la tragedia y la gloria.
     "¡La tragedia!
     "Tengo motivo para creer que está en vinculación con mi destino; pero la gloria es el misterio que debo callar, porque aceptando la fatalidad del amor me rendí al peligro de muerte.
     "Es esto lo que me obliga a implorar su ayuda.
     "A objeto de asegurar la tranquilidad de aquella alma cuanto fuera posible, me expatrié, sabiendo, no obstante, que la fatalidad, ya desencadenada, volvería a ponerla en mi camino. Las líneas fundamentales de su mano son iguales a las de la mía, lo cual indica en nuestro destino el imperio de la misma estrella.
     "La fatalidad se ha cumplido. Nur está aquí.
     "Ha llegado en compañía de una señora armenia, buscando a su hermano, único deudo que le dejó la pasada guerra contra Turquía.
     "Pero, al saberlo, algunos compatriotas residentes acá decidieron impedir que una de nuestras mujeres –por primera vez en mil años, ¡señor!– comprometiera la parte que le toca en el destino de su raza, abandonando el país natal, y descubriendo su rostro a los extranjeros.
     "Nunca imaginaría usted lo que esto significa para la sangre de águila de esos montañeses de los cedros. Figúrese que dos ancianos modestos comerciantes que apenas levantan cabeza aquí, dispónense a abandonarlo todo para escoltar el regreso de Nur.
     "Pues el dilema está planteado: o retorna en el mismo buque, o le aplicarán la ley del puñal.
     "Mi situación de 'caído' impídeme evitarlo. Apenas, si regresa, podré acompañarla oculto en la misma nave, para no ser visto a mi vez por los dos ancianos que llevaría de escolta.
     "Pues, para salvarle así la vida, deberé arriesgar la mía definitivamente, sea arrastrándola a la fatalidad de mi amor, si éste, más fuerte que yo, me hunde en el crimen, hasta ahora evitado, sea combatiendo por la libertad del Oriente con los últimos 'fedavis' que encabezan al sublevado Afganistán… "
     –¿Y en qué forma cree usted que yo?… –interrumpí, subyugado por su gravedad dolorosa.
     –La vieja sangre de las águilas habla en Nur, que no quiere volver.
     "Solamente obedecería al emir Arslán, quien, no obstante su voluntario destierro, es el jefe de nuestra nación."
     –¿Y por qué, entonces, no se lo pide usted mismo?
     –Porque el emir no me conoce, a causa de que no es iniciado, ni puede serlo. Jefe de los drusos por la línea paterna, su madre, aunque de antigua nobleza arábiga, emparentada con el mismo Profeta, no era drusa.
     "Suplícole que no pierda tiempo, pues el buque debe zarpar mañana. Si no pudiera ver en persona al emir, me atrevería a indicarle, con mil perdones por mi audacia, este borrador de una carta eficaz."

      VI


     Puse mis ojos en el papel que me alargaba.
     Era una carta de súplica humanitaria, dada la gravedad del asunto, ante la solicitud de cierto amigo que deseaba permanecer incógnito.
     Mientras leíala despacio, por lo curioso de la solicitud y lo delicado de la intervención que se me pedía, mi visitante agregaba con un tono cada vez más opaco:
     –Si muero peleando allá en la frontera afgana, recibirá usted por recuerdo y por gratitud el puñal que ha visto, y quizá un mandato.
     Alcé vivamente el rostro para protestar contra esa arbitraria complicación. Pero la sorpresa me clavó en el asiento.
     Mi interlocutor había desaparecido.
     Desaparecido como un fantasma, sea dicho sin pretensión de evitar la vulgaridad novelesca.
     No sabría ni quiero sortear el escollo, deformando o aderezando literariamente las cosas, ante la prevista incredulidad del lector.
     Añadiré, para referirlo todo, sencillamente, sin abrigar la pretensión de que se me crea, pues en este caso habría compuesto –cosa fácil, por lo demás– un relato verosímil, que acto continuo me lancé a la puerta de calle, infructuosamente, como era de esperar.
     Pero, después del almuerzo, recobrada ya del todo mi tranquilidad, llamé a la mucama:
     –Vea, Maggie, el caballero que vino esta mañana… –empecé.
     Mas, ella enmendó, comedida, lo que, seguramente, parecióle una distracción de mi parte:
     –Sí, señor; el mensajero que trajo la carta a la puerta. Añadí cualquier vaga recomendación para salvar el asombroso trance y quedarme, cuanto antes, solo.
     No había existido, pues, visita alguna para la propia introductora del visitante.
     Pero el borrador, verdadero certificado, a fe mía, estaba allí con todas sus letras.
     Escribí al emir, sin embargo, en los mismos términos, que a pesar de una resistencia angustiada hasta la humillación resultáronme indispensables, y supe poco después, por él mismo, que la joven drusa navegaba hacia Beirut.
     ¿Qué sería del fantástico "fedavi"?
     ¿Habría consumado en el desamparo de la alta mar su tragedia de "asesino"?
     ¿Peleaba como los afiliados de otra época, en las tierras del remoto Afganistán?
     ¿No era todo aquello una ilusión de mi mente, extraviada por la tentación de las "ciencias malditas"?
     ¿Un sueño, quizá? ¿El diálogo con una sombra?…

      VII


     Algún tiempo después, una serena noche palpitada de estrellas y de brisa fragante, alguien ejecutaba, en el devoto recogimiento del salón familiar, una sonata de Beethoven.
     Mecíanos la onda musical en esa celeste melancolía del perfecto amor, más divino, acaso, porque no ha de durar, cuando tras un fortísimo atacado con potente brío, parecióme oír que caía un objeto tras del piano.
     Nada se movió, por cierto; pero, concluido el trozo, el ejecutante observó:
     –He creído oír que algo caía mientras tocaba.
     –No será nada – dije–. Algún cenicero puesto ahí por descuido.
     Mas, cuando el salón quedó desierto, retiré el piano con viva inquietud.
     No me había engañado el presentimiento. Era el puñal. Lo curioso de esto, amable lector, es que el puñal existe en mi poder, como lo saben todos los amigos de mi casa.
     Sólo que me llegó "muerto", es decir, con la hoja enteramente despulida.
     ¿Por exceso de uso? ¿Por pérdida de su mágica propiedad?
     El caso es que nada refleja su acero gris, salpicado por unas cuantas manchas rojizas.     

viernes, 5 de mayo de 2017

SELECCIÓN DE CUENTOS (CUENTOS COMPLETOS PUBLICADOS EN PERIÓDICOS) Rubén Darío.

MOVIMIENTO LITERARIO: MODERNISMO.
AUTOR: RUBÉN DARÍO CC PRÍNCIPE DE LAS LETRAS CASTELLANAS.
BETÚN Y SANGRE

Todas las mañanas al cantar el alba, saltaba de su pequeño lecho, como un gorrión alegre que deja el nido. Haciendo trompeta con la boca, se empezó a vestir ese día, recorriendo todos los aires que echan al viento por las calles de la ciudad los organillos ambulantes. Se puso las grandes medias de mujer que le había regalado una sirvienta de casa rica, los calzones de casimir a cuadros que le ganó al gringo del hotel, por limpiarle las botas todos los días durante una semana, la camisa remendada, la chaqueta de dril, los zapatos que sonreían por varios lados. Se lavó en una palangana de lata que llenó de agua fresca. Por un ventanillo entraba un haz de rayos de sol que iluminaba el cuartucho destartalado, el catre cojo de la vieja abuela, a quien él, Periquín, llamaba "mamá"; el baúl antiguo forrado de cuero y claveteado de tachuelas de cobre, las estampas, cromos y retratos de santos, San Rafael Arcángel, San Jorge, el Corazón de Jesús, y una oración contra la peste, en un marquito, impresa en un papel arrugado y amarillo por el tiempo. Concluido el tocado, gritó:
–¡Mamá, mi café!
Entró la anciana rezongando, con la taza llena del brebaje negro y un pequeño panecillo. El muchacho bebía a gordos tragos y mascaba a dos carrillos, en tanto que oía las recomendaciones:
–Pagas los chorizos donde la Braulia. ¡Cuidado con andar retozando! Pagas en la carpintería del Canche la pata de la silla, que cuesta real y medio.
¡No te pares en el camino con la boca abierta! Y compras la cecina y traes el chile para el chojín. Luego, con una gran voz dura, voz de regaño: "Antier, cuatro reales; ayer siete reales.
¡Si hoy no traes siquiera un peso, verás qué te sucede!"
A la vieja le vino un acceso de tos. Periquín masculló, encogiéndose de hombros, un ¡cáspitas!, y luego un ¡ah, sí! El ¡ah, sí! de Periquín enojaba a la abuela, y cogió su cajoncillo, con el betún, el pequeño frasco de agua, los tres cepillos; se encasquetó su sombrero averiado y de dos saltos se plantó en la calle trompeteando la marcha de Boulanger: ¡tee– te– re– te– te– te chin!... El sol, que ya brillaba esplendorosamente en el azul de Dios, no pudo menos que sonreír al ver aquella infantil alegría encerrada en el cuerpecito ágil, de doce años; júbilo de pájaro que se cree feliz en medio del enorme bosque.
Subió las escaleras de un hotel. En la puerta de la habitación que tenía el número 1, vio dos pares de botinas. Las unas, eran de becerro común, finas y fuertes, calzado de hombre; las otras, unas botitas diminutas que subían denunciando un delicado tobillo y una gordura ascendente que hubiera hecho meditar a Periquín, limpiabotas, si Periquín hubiera tenido tres años más. Las botitas eran de cabritilla, forradas en seda color de rosa. El chico gritó:
–¡Lustren!
Lo cual no fue ¡sésamo ábrete! para la puerta. Apareció entonces un sirviente del establecimiento que le dijo riendo:
–No se han levantado todavía; son unos recién casados que llegaron anoche de la Antigua. Limpia los del señor; a los otros no se les da lustre; se limpian con un trapo. Yo los voy a limpiar.
El criado les sacudió el polvo, mientras Periquín acometió la tarea de dar lustre al calzado del novio. Ya la marcha del general Boulanger estaba olvidada en aquel tierno cerebro; pero el instinto filarmónico indominable tenía que encontrar la salida y la encontró; el muchacho al compás del cepillo, canturreaba a media voz: Yo vi una flor hermosa, fresca y lozana; pero dejó de cantar para poner el oído atento. En el cuarto sonaba un ruido armonioso y femenino; se desgranaban las perlas sonoras de una carcajada de mujer; se hablaba animadamente y Periquín creía escuchar de cuando en cuando el estallido de un beso. En efecto, un alma de fuego se bebía a intervalos el aliento de una rosa. Al rato se entreabrió la puerta y apareció la cabeza de un hombre joven:
–¿Ya está eso?
–Sí señor.
–Entra.
Entró.
Entró y, por el momento, no pudo ver nada en la semioscuridad del cuarto.
Sí, sintió un perfume, un perfume tibio y "único", mezclado con ciertos efluvios de whiterose, que brotaba en ondas tenues del lecho, una gran cama de matrimonio, donde, cuando sus ojos pudieron ver claro, advirtió en la blancura de las sábanas un rostro casi de niña, coronado por el yelmo de bronce de una cabellera opulenta; y unos brazos rosados tendidos con lánguida pereza sobre el cuerpo que se modelaba.
Cerca de la cama estaban dos, tres, cuatro grandes mundos, todo el equipaje; sobre una silla, una bata de seda plomiza con alamares violeta; en la capotera, un pantalón rojo, una levita de militar, un kepis con galones y una espada con su vaina brillante. El señor estaba de buen humor, porque se fue al lecho y dio un cariñoso golpecito en una cadera a la linda mujer.
–¡Y bien, haragana! ¿Piensas estar todo el día acostada? ¿Café o chocolate? ¡Levántate pronto; tengo que ir a la Mayoría! Ya es tarde. Parece que me quedaré aquí de guarnición. ¡Arriba! Dame un beso.
¡Chis, chás! Dos besos. Él prosiguió:
–¿Por qué no levanta a niña bonita? ¡Vamo a darle uno azote!
Ella se le colgó del cuello, y Periquín pudo ver hebras de oro entre lirios y rosas.
–¡Tengo una pereza! Ya voy a levantarme. ¡Te quedas, por fin aquí! ¡Bendito sea Dios! Maldita guerra. Pásame la bata.
Para ponérsela saltó en camisa, descalza. Estaba allí Periquín; pero qué: un chiquillo. Mas Periquín no le desprendía la mirada, y tenía en la comisura de los labios la fuga de una sonrisa maliciosa. Ella se abotonó la bata, se calzó unas pantuflas, abrió una ventana para que penetrara la oleada de luz del día. Se fijó en el chico y le preguntó:
–¿Cómo te llamas?
–Pedro.
–¿Cuántos años tienes? ¿De dónde eres? ¿Tienes mamá y papá? ¿Y hermanitas? ¿Cuánto ganas en tu oficio todos los días?
Periquín respondía a todas las preguntas.
El capitán Andrés, el buen mozo recién casado, que se paseaba por el cuarto, sacó de un rincón un par de botas federicas, y con un peso de plata nuevo y reluciente se las dio al muchacho para que las limpiara. Él, muy contento, se puso a la obra. De tanto en tanto, alzaba los ojos y los clavaba en dos cosas que le atraían: la dama y la espada. ¡La dama! ¡Sí! Él encontraba algo de sobrehumano en aquella hermosura que despedía aroma como una flor. En sus doce años, sabía ya ciertos asuntos que le habían referido varios pícaros compañeros. Aquella pubertad naciente sentía el primer formidable soplo del misterio. ¡Y la espada! Esa es la que llevan los militares al cinto. La hoja al sol es como un relámpago de acero. Él había tenido una chiquita, de lata, cuando era más pequeño. Se acordaba de las envidias que había despertado con su arma; de que él era el grande, el primero, cuando con sus amigos jugaba a la guerra; y de que una vez, en riña con un zaparrastroso gordinflón, con su espada le había arañado la barriga.
Miraba la espada y la mujer. ¡Oh, pobre niño! ¡Dos cosas tan terribles!
Salió a la calle satisfecho y al llegar a la plaza de Armas oyó el vibrante clamoreo de los cobres de una fanfarria marcial. Entraba tropa. La guerra había comenzado, guerra tremenda y a muerte. Se llenaban los cuarteles de soldados. Los ciudadanos tomaban el rifle para salvar la patria, hervía la sangre nacional, se alistaban los cañones y los estandartes, se preparaban pertrechos y víveres; los clarines hacían oír sus voces en e y en i; y allá, no muy lejos, en el campo de batalla, entre el humo de la lucha, se emborrachaba la pálida Muerte con su vino rojo...
Periquín vio la entrada de los soldados, oyó la voz de la música guerrera, deseó ser el abanderado, cuando pasó flameando la bandera de azul y blanco; y luego echó a correr como una liebre, sin pensar en limpiar más zapatos en aquel día, camino de su casa. Allá le recibió la vieja regañona:
–¿Y eso ahora? ¿Qué vienes a hacer?
–Tengo un peso – repuso, con orgullo, Periquín.
–A ver. Dámelo.
Él hizo un gesto de satisfacción vanidosa, tiró el cajón del oficio, metió la mano en su bolsillo... y no halló nada. ¡Truenos de Dios! Periquín tembló conmovido: había un agujero en el bolsillo del pantalón. Y entonces la vieja:
–¡Ah, sinvergüenza, bruto, caballo, bestia! ¡Ah, infame!, ¡ah, bandido!, ¡ya vas a ver!
Y, en efecto, agarró un garrote y le dio uno y otro palo al pobrecito:
–¡Por animal, toma! ¡Por mentiroso, toma!
Garrotazo y más garrotazo, hasta que desesperado, llorando, gimiendo, arrancándose los cabellos, se metió el sombrero hasta las orejas, le hizo una mueca de rabia a la "mamá" y salió corriendo como un perro que lleva una lata en la cola. Su cabeza estaba poseída por esta idea: no volver a su casa. Por fin se detuvo a la entrada del mercado. Una frutera conocida le llamó y le dio seis naranjas. Se las comió todas de cólera. Después echó a andar, meditabundo, el desgraciado limpiabotas prófugo, bajo el sol que le calentaba el cerebro, hasta que le dio sueño en un portal, donde, junto al canasto de un buhonero se acostó a descansar y se quedó dormido.
El capitán Andrés recibió orden aquel mismo día de marchar con fuerzas a la frontera. Por la tarde, cuando el sol estaba para caer a Occidente arrastrando su gran cauda bermeja, el capitán, a la cabeza de su tropa, en un caballo negro y nervioso, partía.
La música militar hizo vibrar las notas robustas de una marcha. Periquín se despertó al estruendo, se restregó los ojos, dio un bostezo. Vio los soldados que iban a la campaña, el fusil al hombro, la mochila a la espalda. y al compás de la música echó a andar con ellos. Camina, caminando, llegó hasta las afueras de la ciudad. Entonces una gran idea, una idea luminosísima, surgió en aquella cabecita de pájaro. Periquín iría. ¿Adónde? A la guerra.
¡Qué granizada de plomo, Dios mío! Los soldados del enemigo se batían con desesperación y morían a puñados. Se les habían quitado sus mejores posiciones. El campo estaba lleno de sangre y humo. Las descargas no se interrumpían y el cañoneo llevaba un espantoso compás en aquel áspero concierto de detonaciones. El capitán Andrés peleaba con denuedo en medio de su gente. Se luchó todo el día. Las bajas de unos y otros lados eran innumerables. Al caer la noche se escucharon los clarines que suspendieron el fuego. Se vivaqueó. Se procedió a buscar heridos y a reconocer el campo.
En un corro, formado tras unas piedras, alumbrado por una sola vela de sebo, estaba Periquín acurrucado, con orejas y ojos atentos. Se hablaba de la desaparición del capitán Andrés. Para el muchacho aquel hombre era querido. Aquel señor militar era el que le había dado el peso en el hotel; el que, en el camino, al distinguirle andando en pleno sol, le había llamado y puesto a la grupa de su caballería; el que en el campamento le daba de su rancho y conversaba con él.
–Al capitán no se le encuentra – dijo uno– . El cabo dice que vio cuando le mataron el caballo, que le rodeó un grupo enemigo, y que después no supo más de él.
–¡A saber si está herido! – agregó otro– . ¡Y en qué noche!
La noche no estaba oscura, sí nublada; una de esas noches fúnebres y frías, preferidas por los fantasmas, las larvas y los malos duendes. Había luna opaca. Soplaba un vientecillo mordiente. Allá lejos, en un confín del horizonte, agonizaba una estrella, pálida, a través de una gasa brumosa. Se oían de cuando en cuando los gritos de los centinelas. Mientras, se conversaba en el corro. Periquín desapareció. Él buscaría al capitán Andrés: él lo encontraría al buen señor.
Pasó por un largo trecho que había entre dos achatadas colinas, y antes de llegar al pequeño bosque, no lejano, comenzó a advertir los montones de cadáveres. Llevaba su hermosa idea fija, y no le preocupaba nada la sombra ni el miedo. Pero, por un repentino cambio de ideas, se le vino a la memoria la "mamá" y unos cuentos que ella le contaba para impedir que el chico saliese de casa por la noche. Uno de los cuentos empezaba: "Este era un fraile..."; otro hablaba de un hombre sin cabeza; otro de un muerto de largas uñas que tenía la carne como la cera blanca y por los ojos dos llamas azules y la boca abierta. Periquín tembló. Hasta entonces paró mientes en su situación. Las ramas de los árboles se movían apenas al pasar el aire. La luna logró, por fin, derramar sobre el campo una onda escasa y espectral. Periquín vio entre unos cuantos cadáveres, uno que tenía galones; tembloroso de temor, se acercó a ver si podía reconocer al capitán. Se le erizó el cabello. No era él, sino un teniente que había muerto de un balazo en el cuello; tenía los ojos desmesuradamente abiertos, faz siniestra y, en la boca, un rictus sepulcral y macabro. Por poco se desmaya el chico. Pero huyó pronto de allí, hacia el bosque, donde creyó oír algo como un gemido. A su paso tropezaba con otros tantos muertos, cuyas manos creía sentir agarradas a sus pantalones.
Con el corazón palpitante, desfalleciendo, se apoyó en el tronco de un árbol, donde un grillo empezó a gritarle desde su hendidura:
Y– ¡Periquín! ¡Periquín! ¡Periquín! ¿Qué estás haciendo aquí?
El pobre niño volvió a escuchar el gemido y su esperanza calmó su miedo. Se internó entre los árboles y a poco oyó cerca de sí, bien claramente:
–¡Ay!
Él era, el capitán Andrés, atravesado de tres balazos, tendido sobre un charco de sangre. No pudo hablar. Pero oyó bien la voz trémula:– ¡Capitán, capitán, soy yo!
Probó a incorporarse; apenas pudo. Se quitó con gran esfuerzo un anillo, un anillo de boda, y se lo dio a Periquín, que comprendió... La luna lo veía todo desde allá arriba, en lo profundo de la noche, triste, triste, triste...
Al volver a acostarse, el herido tuvo estremecimientos y expiró. El chico, entonces, sintió amargura, espanto, un nudo en la garganta, y se alejó buscando el campamento.
Cuando volvieron las tropas de la campaña, vino Periquín con ellas. El día de la llegada se oyeron en el hotel X grandes alaridos de mujer, después que entró un chico sucio y vivaz al cuarto número 1. Uno de los criados observó asimismo que la viuda, loca de dolor, abrazaba, bañada en llanto, a Periquín, el famoso limpiabotas, que llegaba día a día gritando: "¡Lustren!", y que el maldito muchacho tenía en los ojos cierta luz de placer, al sentirse abrazado, el rostro junto a la nuca rubia, donde de un florecimiento de oro crespo, surgía un efluvio perfumado y embriagador.

LA MUERTE DE SALOMÉ

I
La historia, a veces, no está en lo cierto. La leyenda, en ocasiones, es verdadera, y las hadas mismas confiesan, en sus intimidades con algunos poetas, que mucho hay falseado en todo lo que se refiere a Mab, a Brocelianda, a las sobrenaturales y avasalladoras beldades. En cuanto a las cosas y sucesos de antiguos tiempos, acontece que dos o más cronistas contemporáneos estén en contradicción. Digo esto porque quizá habrá quien juzgue falsa la corta narración que voy a escribir en seguida, la cual tradujo un sabio sacerdote, mi amigo, de un pergamino hallado en Palestina, y en el que el caso estaba escrito en caracteres de la lengua de Caldea.

II
Salomé, la perla del palacio de Herodes, después de un paso lascivo en el festín famoso, donde bailó una danza al modo romano, con música de arpas y crótalos, llenó de entusiasmo, de regocijo, de locura, al gran rey y a la soberana concurrencia. Un mancebo principal deshojó a los pies de la serpentina y fascinadora mujer una guirnalda de rosas frescas. Cayó Manipo, magistrado obeso, borracho y glotón; alzó su copa dorada y cincelada, llena de vino, y la apuró de un solo sorbo. Era una explosión de alegría y de asombro. Entonces fue cuando el monarca, en premio de su triunfo y a su ruego, concedió la cabeza de Juan Bautista, y Jehová soltó un relámpago de su cólera divina. Una leyenda asegura que la muerte de Salomé acaeció en un lago helado, donde los hielos le cortaron el cuello.
No fue así; fue de esta manera.

III
Después que hubo pasado el festín, sintió cansancio la princesa encantadora y cruel. Dirigióse a su alcoba, donde estaba su lecho, un gran lecho de marfil, que sostenían sobre sus lomos cuatro leones de plata. Dos negras de Etiopía, jóvenes y risueñas, le desciñeron su ropaje, y, toda desnuda, saltó Salomé al lugar del reposo, y quedó blanca y mágicamente esplendorosa, sobre una tela de púrpura, que hacía resaltar la cándida y rosada armonía de sus formas.
Sonriente, mientras sentía un blando soplo de flabeles, contemplaba, no lejos de ella, la cabeza pálida de Juan, que en un plato áureo, estaba colocada sobre un trípode. De pronto, sufriendo extraña sofocación, ordenó que se le quitasen las ajorcas y brazaletes de los tobillos y de los brazos. Fue obedecida. Llevaba al cuello, a guisa de collar, una serpiente de oro, símbolo del tiempo, y cuyos ojos eran dos rubíes sangrientos y brillantes. Era su joya favorita; regalo de un pretor que la había adquirido de un artífice romano.
Al querérsela arrancar, experimentó Salomé un súbito error: la víbora se agitaba como si estuviese viva, sobre su piel, y a cada instante apretaba más y más su fino anillo constrictor, de escamas de metal. Las esclavas, espantadas, inmóviles, semejaban estatuas de piedra. Repentinamente, lanzaron un grito; la cabeza trágica de Salomé, la regia danzarina, rodó del lecho hasta los pies del trípode, adonde estaba, triste y lívida, la del precursor de Jesús; y al lado del cuerpo desnudo, en el lecho de púrpura, quedó enroscada la serpiente de oro.

FEBEA

Febea es la pantera de Nerón.
Suavemente doméstica, como un enorme gato real, se echa cerca del César neurótico, que le acaricia con su mano delicada y viciosa de andrógino corrompido.
Bosteza, y muestra la flexible y húmeda lengua entre la doble fila de sus dientes, de sus dientes finos y blancos. Come carne humana, y está acostumbrada a ver a cada instante, en la mansión del siniestro semidiós de la Roma decadente, tres cosas rojas: la sangre, la púrpura y las rosas.
Un día lleva a su presencia Nerón a Leticia, nívea y joven virgen de una familia cristiana. Leticia tenía el más lindo rostro de quince años, las más adorables manos rosadas y pequeñas; ojos de una divina mirada azul; el cuerpo de un efebo que estuviese para transformarse en mujer –digno de un triunfante coro de exámetros, en una metamorfosis del poeta Ovidio.
Nerón tuvo un capricho por aquella mujer: deseó poseerla por medio de su arte, de su música y de su poesía. Muda, inconmovible, serena en su casta blancura, la doncella oyó el canto del formidable "imperator" que se acompañaba con la lira; y cuando él, el artista del trono, hubo concluido su canto erótico y bien rimado según las reglas de su maestro Séneca, advirtió que su cautiva, la virgen de su deseo caprichoso, permanecía muda y cándida, como un lirio, como una púdica vestal de mármol.
Entonces el César, lleno de despecho, llamó a Febea y le señaló la víctima de su venganza. La fuerte y soberbia pantera llegó, esperezándose, mostrando las uñas brillantes y filosas, abriendo en un bostezo despacioso sus anchas fauces, moviendo de un lado a otro la cola sedosa y rápida.
Y sucedió que dijo la bestia:
–Oh Emperador admirable y potente. Tu voluntad es la de un inmortal; tu aspecto se asemeja al de Júpiter, tu frente está ceñida con el laurel glorioso; pero permite que hoy te haga saber dos cosas: que nunca mis zarpas se moverán contra una mujer que como ésta derrama resplandores como una estrella, y que tus versos, dáctilos y pirriquios, te han resultado detestables.

EL ÁRBOL DEL REY DAVID

I
Un día –apenas había el viento del cielo inflado, en el mar infinito, las velas de oro del bajel de la aurora–, David, anciano, descendió por las gradas de su alcázar entre los leones de mármol, sonriente, augusto, apoyado en el hombro de rosa de la sulamita, la rubia Abisag, que desde hacía dos noches, con su cándida y suprema virginidad, calentaba el lecho real del soberano poeta.
Sadoc, el sacerdote, que se dirigía al templo, se preguntó:
«¿Adónde irá el amado señor?»
Adonias, el ambicioso, de lejos, tras una arboleda, frunció el ceño al ver al rey y a la niña, al fresco del día, encaminarse a un campo cercano, donde abundaban los lirios, las azucenas y las rosas.
Natán, profeta, que también los divisó, inclinóse profundamente y bendijo a Jehová, extendiendo los brazos de un modo sacerdotal.
Reihí, Semei y Banais, hijos de Joida, se postraron y dijeron:
–¡Gloria al ungido; luz y paz al sagrado pastor!

II
David y Abisag penetraron a un soto, que pudiera ser un jardín, y en donde se oían arrullos de palomas, bajo los boscajes.
Era la victoria de la primavera. La tierra. y el cielo se juntaban en una dulce y luminosa unión. Arriba,.el sol, esplendoroso y triunfal; abajo, el despertamiento del mundo, la melodiosa fronda, el perfume, los himnos del bosque, las algaradas jocundas de los pájaros, la diada universal, la gloriosa armonía de la Naturaleza.
Abisag tenía la mirada fija en los ojos de su señor. ¿Meditaba quizá en algún salmo el omnipotente príncipe del arpa? Se detuvieron.
Luego penetró David al fondo de un boscaje, y retornó con una rama en la diestra.
–¡Oh mi sulamita! –exclamó–. Plantemos hoy, bajo la mirada del eterno Dios, el árbol del infinito bien, cuya flor es la rosa mística del amor inmortal, al par que el lirio de la fuerza vencedora y sublime. Nosotros le sembraremos; tú, la inmaculada esposa del profeta viejo; yo, el que triunfé de Goliat con mi honda, de Saúl con mi canto y de la muerte con tu juventud.

III
Abisag le escuchaba como en un sueño, como en un éxtasis amorosamente místico, y el resplandor del día naciente confundía el oro de la cabellera de la virgen con la plata copiosa y luenga de la barba blanca.
Plantaron aquella rama, que llegó a ser un árbol frondoso y centenario.
Tiempos después, en días del rey Herodes, el carpintero José, hijo de Jacob, hijo de Natán, hijo de Eleager, hijo de Eliud, hijo de Atim, yendo un día al campo, cortó del árbol del santo rey lírico la vara que floreció en el templo, cuando los desposorios con María, la estrella, la perla de Dios, la Madre de Jesús, el Cristo.

ROSA ENFERMA
(Fugitiva)

I
Pálida como un cirio, como una rosa enferma. Tiene el cabello oscuro, los ojos con azuladas ojeras, las señales de una labor agitada, y el desencanto de muchas ilusiones ya idas... ¡Pobre niña!
Emma se llama. Se casó con el tenor de la compañía, siendo muy joven. La dedicaron a las tablas cuando su pubertad florecía en el triunfo de una aurora espléndida. Comenzó la comparsa y recibió los besos falsos de dos amantes fingidos de la comedia. ¿Amaba a su marido? No lo sabía ella misma. Reyertas continuas, rivalidades inexplicables de las que pintaría Daudet; la lucha por la vida en un campo áspero y mentiroso, el campo donde florecen las guirnaldas de una noche, y la flor de la gloria fugitiva; horas amargas, quizá semiborradas por momentos de locas fiestas; el primer hijo; el primer desengaño artístico; ¡el príncipe de los cuentos de oro, que nunca llegó!; y en resumen, la perspectiva de una senda azarosa, sin el miraje de un porvenir sonriente.

II
A veces está meditabunda. En la noche de la representación es reina, princesa, delfín o hada. Pero bajo el bermellón está la palidez y la melancolía. El espectador ve las formas admirables y firmes, los rizos, el seno que se levanta en armoniosa curva; lo que no advierte es la constante preocupación, el pensamiento fijo, la tristeza de la mujer bajo el disfraz de la actriz.
Será dichosa un minuto, completamente feliz un segundo. Pero la desesperanza está en el fondo de esa delicada Y dulce alma. ¡Pobrecita! ¿En qué sueña? No lo podría yo decir. Su aspecto engañaría al mejor observador. ¿Piensa en el país ignorado adonde irá mañana, en la contrata probable, en el pan de los hijos? Ya la mariposa del amor, el aliento de Psiquis, no visitará ese lirio lánguido; ya el príncipe de los cuentos de oró no vendrá. ¡Ella está, al menos, segura de que no vendrá!

miércoles, 3 de mayo de 2017

SELECCIÓN DE CUENTOS (CUENTOS COMPLETOS PUBLICADOS EN PERIÓDICOS) Rubén Darío. LA MATUSCHKA


MOVIMIENTO LITERARIO: EL MODERNISMO.
LA MATUSCHKA

I
¡Oh, qué jornada, qué lucha! Habíamos, al fin, vencido; pero a costa de mucha sangre. Nuestra bandera, que el gran San Nicolás bendijo, era, pues, la bandera triunfante. Pero ¡cuántos camaradas quedaban sin vida en aquellos horribles desfiladeros! De mi compañía nos salvamos muy pocos. Yo, herido, aunque no gravemente, estaba en la ambulancia. Allí se me había vendado el muslo que una bala me atravesó, rompiéndome el hueso. Yo no sentía mi dolor: la patria rusa estaba victoriosa. En cuanto a mi hermano Iva, lo recuerdo muy bien: al borde de un precipicio recibió un proyectil en el pecho, dio un grito espantoso, y cayó, soltando el fusil, cuya bayoneta relampagueó en la humareda. Vi morir a otros: al buen sargento Lernoff; a Pablo Tenivich, que tocaba y cantaba aires populares y que alegraba las horas del vivac; a todos mis amigos.
Me sentía con fiebre. Ya la noche había entrado, triste, triste, muy triste, y al ruido de la batalla sucedió un silencio interrumpido sólo por el « ¡Quién vive!»de los centinelas. Se andaba recogiendo heridos, y el cirujano Lazarenko, que era calvo y muy forzudo, daba mucho que hacer a sus cuchillos, aquellos largos y brillantes cuchillos guardados en una caja negra, de donde salían a rebanar carnes humanas.
De repente alguien se dirigió al lugar en que me encontraba. Abrí lo que la fiebre persistía en cerrar, y vi que junto a mí estaba, toda llena de nieve, embozada en su mantón, la vieja Matuschka del regimiento. A la luz escasa de la tienda la vi pálida, fija en mí, como interrogándome con la mirada.
–Y bien –me dijo–: decidme lo que sabéis de Nicolás, de mi Nicolasín. ¿Dónde le dejaste de ver? ¿Por qué no vino? Le tenía sopa caliente, con su poco de pan. La sopa hervía en la marmita cuando los últimos cañonazos llegaron a mis oídos. ¡Ah!, decía yo. Los muchachos están venciendo, y en cuanto a Nicolasín, está muy niño aún para que me lo quiera quitar el Señor. Seis batallas lleva ya, y en todas no ha sacado herida en su pellejo, ni en el de su tambor. Yo le quiero y él me quiere; quiere a su Matuschka, a su madre. Es hermoso. ¿Dónde está? ¿Por qué no vino contigo, Alexandrovitch?
Yo no, había visto al tambor después de la batalla. En el terrible momento del último ataque debía de haber sido muerto. Quizá estaría solo y lo traerían más tarde en la ambulancia. El chico era querido por todo el regimiento.
–Matuschka, espera. No te aflijas. San Nicolás debe proteger a tu pequeño.
Mis palabras la calmaron un tanto. Sí; debía de llegar el chico. Si estaba herido, sería levemente. Ella lo asistiría y no le dejaría un solo instante. ¡Oh, oh! Con el Schnaps de su tonel le haría estar presto en disposición de redoblar tan gallardamente como sólo él lo hacía cada alborada. ¿No es verdad, Alexandrovitch?
Mas el tiempo pasaba. Ella había salido a buscarle por las cercanías, le había llamado por su nombre, pero sus gritos no habían tenido más respuesta que el eco en aquella noche sombría en que aparecían como fantasmas blancos los picos de las rocas y las copas de los árboles nevados.

II
La Matuschka había acompañado a los ejércitos rusos en muchas campañas. ¿De dónde era? Se ignoraba. Quería lo mismo a los moscovitas que a los polacos, y daba el mismo schnaps de caldo al mujik que servía de correo como al ruso cosaco de grande y velludo gorro. En cuanto a mí, me quería un poquito más, como al pobre Pablo de Tenovitch, porque yo hacía coplas en el campamento, y a la Matuschka le gustaban las coplas. Me refería un caso con frecuencia.
–Muchacho: un día en Petersburgo, día de revista, iba con el Gran Duque un hombre cuyo rostro no olvidaré nunca. De esto hace muchos años; el Gran Duque me sonrió, y el otro, acercándose a mí, me dijo: «¡Eh, brava Matuschka!» Y me dio dos palmaditas en el hombro. Después supe que aquel hombre era un poeta que hacía canciones hermosas y que se llamaba Puschkin.
La anciana quería a Tenovitch por su música. No bien él, en un corro de soldados, preludiaba en su instrumento su canción favorita El soldado de Kulugi..., la Matuschka le seguía con su alegre voz cascada, llevando el compás con las manos.
–Para vosotros, chicos, no hay medida. Hartaos de sopa; y si queréis lo del tonel, quedad borrachos.
Y era de verla en su carreta, la vara larga en la mano, el flaco cuerpo en tensión, los brazos curtidos, morenos a prueba de sol y de nieve, el cuello arrugado, con una gargantilla de cuentas gruesas de vidrio negro, y la cabeza descubierta, toda canosa. Acosaba a los animales para que no fuesen perezosos: «¡Hue! ¡Gordinflón! ¡Juuuip, Siberiano!» Y la carreta de la Matuschka era gran cosa para todos. En ella venía el rancho y el buen aguardiente que calienla en el frío y da vigor en la lucha. Detrás de las tropas en marcha, iban siempre las viejas. Si había batalla ya sabían los fogueados que tenían cerca el trago, el licor del tonel siempre lleno por gracia del general.
–Matuschka, mis soldados necesitan dos cosas: mi voz y tu tonel.
Y el schnaps nunca faltaba. ¿Cuándo faltó?

III
Pero si la anciana amaba a todos sus muchachos, sin excepción, a quien había dado su afecto maternal era a Nicolasín, el tambor. De catorce a quince años tenía el chico, y hacía poco tiempo que estaba en el servicio.
Todos le mirábamos como a cosa propia, con gran cariño, y él a todos acariciaba con sus grandes ojos azules y su alegre sonrisa, al redoblar su parche delante del regimiento en formación. El hermoso muchacho tenía el aire de todo un hombre, y usaba la gorra ladeada, con barboquejo, caída sobre el ojo izquierdo. Debajo de la gorra salían opulentos los cabellos dorados. Cuando Nicolasín llegó al cuerpo, la Matuschka le adoptó, puede decirse. Ella, sin más familia que los soldados, hecha a ver sangre, cabezas rotas y vientres abiertos, tenía el carácter férreo y un tanto salvaje. Con Nicolasín se dulcificó. ¿Quería alguien conseguir algo de la carreta? Pues hablar con Nicolasín; schnaps, Nicolasín; un tasajo, Nicolasín, y nadie más. La vieja le miraba. Siempre que él estaba junto a ella, sonreía y se ponía parlanchina; nos contaba cuentos e historias de bandidos de campaña, de héroes y de rusalcas. A veces, cantaba aires nacionales y coplas divertidas. Un día le compuse unas que la hicieron reír mucho, con toda gana; en ella comparaba la cabeza del doctor Lazarenko con una bala de cañón. Eso era gracioso. El cirujano rió también y todos reímos bastante.
El pequeño, por su parte, miraba a la vieja como a una madre, o mejor como a una abuela. Ella entre la voz de todos los tambores reconocía la de su Nicolasín. Desde lejos, le hacía señas, sentada en la carreta, y él la saludaba levantando la gorra sobre su cabeza. Cuando se iba a dar alguna batalla, eran momentos grandes para ella:
–Mira, no olvides al santo patrono que se llama como tú. No pierdas de vista al capitán, y atiende a su espada y a su grito. No huyas; pero tampoco quiero que te maten, Nicolasín, porque entonces yo moriría también.
Y luego le arreglaba su cantimplora forrada en cuero, y su morral. Y cuando ya todos íbamos marchando, le seguía con la vista, entre las filas de los altos y fuertes soldados que iban con el saco a la espalda y el arma al hombro, marcando el paso, a entrar a la pelea.
¿Quién no oye repicar en su tambor la diana alegre al fornido Nicolasín? La piel tersa campanilleaba al golpe del palo que la golpeaba con amor; de los aros brotaban notas cristalinas, y él parche, de tanto en tanto, sonaba como una lámina de bronce. Tambor bien listo, cuidado por su dueño con afecto. Por seis veces vimos al chico enguirnaldarle de verde después de la victoria. Y al marchar al compás cadencioso, cuando Nicolasín los miraba, rojo y lleno de cansancio, pero siempre sonriente y animoso, a muchos que teníamos las mejillas quemadas y los bigotes grises, nos daban ganas de llorar. ¿Viva la Rusia, Nicolasín? Vivaaaaaaa y un rataplán.
Luego, cuando alguien cala en el campo, ya pensaba en él. Era el ángel de la ambulancia. ¿Queréis esto? ¿Queréis lo otro? Eso que tenéis es nada. Pronto estaréis bueno. Os animaréis y cantaremos con la Matuschka. ¿La copa? ¿El plano? Bravo, Nicolasín... Yo le quería tanto como si fuese mi hermano o mi hijo.

IV
Imaginamos primeramente que el punto principal estaba ocupado por el enemigo. Nuestro camino era uno sólo. Y adelante. Debía sucumbir mucha gente nuestra; pero como esto, si se ha de ganar, no importa en la guerra, estaban dispuestos los cuerpos que debían ser carne para las balas. Yo era de la vanguardia. Allí iba Nicolasín tocando paso redoblado, cuando todos teníamos el dedo en el gatillo, la cartuchera por delante y la mente alocada por la furia.
Recuerdo que primeramente escuché un enorme ruido, que luego cesó; después rugidos humanos sonaron, y en el choque tremendo que sobrevino nadie tuvo conciencia de sí. Todas las bayonetas buscaban las barrigas y los pechos. Creo que si en vez de ser nosotros infantes, hubiéramos sido cosacos o húsares, en los primeros instantes hubiéramos salido vencedores. Seguí oyendo el tambor. Fue el segundo encuentro. Pero Nicolasín, después, caía herido. No supe más.

V
¡Dios mío, qué noche tan tremenda! La Matuschka me dejó y dirigióse al cirujano. Él alineaba, entretanto, sus hierros relumbrosos. Como vio a la vieja gimoteando, la consoló a su manera. Lazarenko era así...
–Matuschka, no te aflijas. El rubito llegará. Si viene ensangrentado y roto, lo arreglaré. Le juntaré los huesos, le coseré las carnes y le meteré las tripas. No te aflijas, Matuschka.
Ella salió. Al rato, cuando ya me estaba quedando dormido, escuché un grito agudo de mujer. Era ella. Entraron dos cosacos conduciendo una camilla. Allí estaba Nicolasín, todo bañado en sangre, el cráneo despedazado y todavía vivo. No hablaba; pero hacía voltear en las anchas cuencas los ojos dolorosos. La Matuschka no lloraba. Fija la mirada en el doctor, le interrogaba ansiosa con ella. Lazarenko movió tristemente la cabeza. «¡Pobre Nicolasín!...»
Ella fue entonces a su carreta. Trajo un jarro de aguardiente, humedeció un trapo y lo llevó a los labios del chico moribundo. Ella le miró con amargura y terneza al propio tiempo. Desde mi lecho de paja yo veía aquella escena desgarradora, y tenía como un nudo en la garganta. Por fin, el tambor mimado, el pequeño rubio, se estiró con una rápida convulsión. Sus brazos retorcieron y de su boca salió como un gemido apagado. Entrecerró los párpados y quedó muerto.
–¡Nicolasín! –gritó la vieja–. ¡Nicolasín, mi muchacho, mi hijo!
Y soltó el llanto. Le besaba el rostro, las manos; le limpiaba el cabello pegado a la frente con la sangre coagulada, y agitaba la cabeza, y miraba con aire tal como si estuviese loca. Muy entrada la noche, comenzó otra nevada. El aire frío y áspero soplaba y hacía quejarse a los árboles cercanos. La tienda de la ambulancia se movía. La luz que alumbraba el recinto, a cada momento parecía apagarse. Se llevaron el cadáver de Nicolasín.
Yo no pude dormir después ni un solo minuto. Cerca, se escuchaban en el silencio nocturno, los desahogos lúgubres y desesperados de la Matuschka, que estaba aullando al viento como una loba.

ENRIQUETA
(Página oscura)

I
Está agonizando la pobre niña, no lejos de mí. Ayer no más, la he visto en el Colegio de Sión; morena entre las blancas, humilde entre las orgullosas, pequeña entre las opulentas. Pero tenía suavidad natural, inteligencia vivaz, y una de las buenas religiosas me habló con amor y sentimiento de aquella tierna esperanza.
Está agonizando. La fiebre la quema y la martiriza, y, en tanto que le emblanquece el rostro, le pone las manos convulsas. Vengo de verla. ¡Qué dolor da al alma ese cuerpecito que padece! Cuerpo de doce años, que acaba de recibir el primer halago de la pubertad; alma de doce años que acaba de sentir dos cosas divinamente incomparables: ¡la ilusión y la fe!

II
En medio del paraíso del ensueño, la sorprendió el pálido espíritu del sepulcro. ¿Se la lleva Dios porque la prefiere? El verso pagano y la creencia católica se juntan en mi mente. ¡La muerte es tan terrible cuando llega delante del sagrado candor de la florida juventud! La edad de doce años la conoce Céfiro, la conoce Psiquis. Es la edad en que florece el primer botón del limonero. La paloma que vuela por primera vez es hermana de la niña que cumple doce años.

III
¡La niña se muere! La madre está llorando. Dice:
–¡Ay mi hijita! –Y se le desgarra el corazón. No puedo poner artificiosas frases en este capítulo.
No puedo hacer prosa que no me salga de lo hondo del corazón.
Lo que escribo ahora es lo que miro y lo que siento. Sufro con la desgraciada mujer que ve a su niña lívida y agonizante; sufro con los que la ven morir; sufro por ese capricho de la muerte, que corta una flor nueva para echarla al negro río que no sabe adónde va.

IV
Pero todo poeta –si no la tiene, debe robarla– posee la fe sublime y admirable. Y yo, el último de todos, pongo, cuando muere esta inocente, en su tumba, las flores de la Esperanza, que brotaron por primera vez en el paraje donde se plantó la Cruz de Cristo.

martes, 2 de mayo de 2017

SELECCIÓN DE CUENTOS (CUENTOS COMPLETOS PUBLICADOS EN PERIÓDICOS) Rubén Darío


CARTA DEL PAÍS AZUL
(Paisajes de un cerebro)

¡Amigo mío! Recibí tus recuerdos, y estreché tu mano de lejos, y vi tu rostro alegre, tu mirada sedienta, tus narices voluptuosas que se hartan hoy de perfume de campo y de jardín, de hoja verde y salvaje que se estruja al paso, o de pomposa genciana en su macetero florido. ¡Salud!
Ayer vagué por el país azul. Canté a una niña; visité a un artista; oré, oré como un creyente en un templo, yo el escéptico; y yo, yo mismo, he visto a un ángel rosado que desde su altar lleno de oro, me saludaba con las alas. Por último, ¡una aventura! Vamos por partes.
¡Canté a una niña!
La niña era rubia, esto es, dulce. Tú sabes que la cabellera de mis hadas es áurea, que amo el amarillo brillante de las auroras, y que ojos azules y labios sonrosados tienen en mi lira dos cuerdas. Luego, su inocencia. Tenía una sonrisa castísima y bella, un encanto inmenso. Imagínate una vestal impúber, toda radiante de candidez, con sangre virginal que le convierte en rosas las mejillas.
Hablaba como quien arrulla, y su acento de niña, a veces melancólico y tristemente suave, tenía blandos y divinos ritornelos. Si se tomase flor, la buscaría entre los lirios; y entre éstos elegiría el que tuviera dorados los pétalos, o el cáliz azul. Cuando la vi, hablaba con un ave; y como que el ave le comprendía, porque tendía el ala y abría el pico, cual sí quisiera beber la voz armónica. Canté a esa niña.
Visité a un artista, a un gran artista que, como Mirón su discóbolo, ha creado su jugador de chueca.1 Al penetrar en el taller de este escultor, parecíame vivir la vida antigua; y recibía, como murmurada por labios de mármol, una salutación en la áurea lengua jónica que hablan las diosas de brazos desnudos y de pechos erectos.
En las paredes reían con su risa muda las máscaras, y se destacaban los relieves, los medallones con cabezas de serenos ojos sin pupilas, los frisos cincelados, imitaciones de Fidias, hasta con los descascaramientos que son como el roce de los siglos, las metopas donde blanden los centauros musculosos sus lanzas; y los esponjados y curvos acantos, en pulidos capiteles de columnas corintias. Luego, por todas partes estatuas; el desnudo olímpico de la Venus de Milo y el desnudo sensual de la de Médicis, carnoso y decadente; figuras escultóricas brotadas al soplo de las grandes inspiraciones; unas soberbias, acabadas, líricamente erguidas como en una apoteosis, otras modeladas en la greda húmeda, o cubiertas de paños mojados, o ya en el bloque desbastado, en su forma primera, tosca y enigmática; o en el eterno bronce de carne morena, como hechas para la inmortalidad y animadas por una llama de gloria. El escultor estaba allí, entre todo aquello, augusto, creador, con el orgullo de su traje lleno de yeso y de sus dedos que amasaban el barro. Al estrechar su mano, estaba yo tan orgulloso como si me tocase un semidiós.
El escultor es un poeta que hace un poema de una roca. Su verso chorrea en el horno, lava encendida, o surge inmaculado en el bloque de venas azulejas, que se arranca de la mina.
De una cantera evoca y crea cien dioses. Y con su cincel destroza las angulosidades de la piedra bronca y forma el seno de Afrodita o el torso del padre Apolo. Al salir del taller, parecióme que abandonaba un templo.
Noche. Vagando al azar, di conmigo en una iglesia. Entré con desparpajo; mas desde el quicio ya tenía el sombrero en la mano, y la memoria de los sentidos me llenaba y todo yo estaba conmovido. Aún resonaban los formidables y sublimes trémolos del órgano. La nave hervía. Había una gran muchedumbre de mantos negros; y en el grupo extendido de los hombres, rizos rubios de niño, cabezas blancas y calvas; y sobre aquella quietud del templo, flotaba el humo aromado, que de entre las ascuas de los incensarios de oro emergía, como una batista sutil y desplegada que arrugaba el aire; y un soplo de oración pasaba por los labios y conmovía las almas.
Apareció en el púlpito un fraile joven, que lucía lo azul de su cabeza rapada, en la rueda negra y crespa de su cerquillo. Pálido, con su semblante ascético, la capucha caída, las manos blancas juntas en el gran crucifijo de marfil que le colgaba por el pecho, la cabeza levantada, comenzó a decir su sermón como si cantara un himno. Era una máxima mística, un principio religioso sacado del santo Jerónimo: Si alguno viene a mí, y no olvida a sus padres, mujer e hijos y hermanos, y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo; y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, para una vida eterna se guarda. Había en sus palabras llanto y trueno; y sus manos al abrirse sobre la muchedumbre parecían derramar relámpagos. Entonces, al ver al predicador, la ancha y relumbrosa nave, el altar florecido de luz, los cirios goteando sus estalactitas de cera; y al respirar el olor santo del templo, y al ver tanta gente arrodillada, doblé mis hinojos y pensé en mis primeros años: la abuela, con su cofia blanca y su rostro arrugado y su camándula de gordos misterios; la catedral de mi ciudad, donde yo aprendí a creer; las naves resonantes, la custodia adamantina, y el ángel de la guarda, a quien yo sentía cerca de mí, con su calor divino, recitando las oraciones que me enseñaba mi madre. Y entonces oré. ¡Oré, como cuando niño juntaba las manos pequeñuelas!
Salí a respirar el aire dulce, a sentir su halago alegre, entre los álamos erguidos, bañados de plata por la luna llena que irradiaba en el firmamento, tal como una moneda argentina sobre una ancha pizarra azulada llena de clavos de oro. El asceta había desaparecido de mí:: quedaba el pagano. Tú sabes que me place contemplar el firmamento para olvidarme de las podredumbres de aquí abajo. Con esto creo que no ofendo a nadie. Además, los astros me suelen inspirar himnos, y los hombres, yambos. Prefiero los primeros. Amo la belleza, gusto del desnudo; de las ninfas de los bosques, blancas y gallardas; de Venus en su concha y de Diana, la virgen cazadora de carne divina, que va entre su tropa de galgos, con el arco en comba, a la pista de un ciervo o de un jabalí. Sí, soy pagano. Adorador de los viejos dioses, y ciudadano de los viejos tiempos. Yo me inclino ante Júpiter porque tiene el rayo y el águila; canto a Citerea porque está desnuda y protege el beso de dos bocas que se buscan; y amo a Pan porque, como yo, es aficionado a la música y a los sonoros ditirambos, junto a los riachuelos armoniosos, donde triscan las náyades, la cadera sobre la linfa, el busto al aire, todas sonrosadas al beso fecundo y ardiente del gran sol. En cuanto a las mujeres, las amo por sus ojos que ponen luz en el alma de los hombres; por sus líneas curvas, por sus fuertes aromas de violeta y por sus bocas que parecen rosas. Otros busquen las alcobas vedadas, los lechos prohibidos y adúlteros, los amores fáciles; yo me arrodillo ante la virgen que es un alba, o una paloma, como ante una azucena sagrada, paradisíaca. ¡Oh, el amor de las torcaces! En la aurora alegre se saludan con un arrullo que se asemeja al preludio de una lira. Están en dos ramas distintas y Céfiro lleva la música trémula de sus gargantas. Después, cuando el cenit llueve oro, se juntan las alas y los picos, y el nido es un tálamo bajo el cielo profundo y sublime, que envía a los alados amantes su tierna mirada azul.
Pues bien, en un banco de la Alameda me senté a respirar la brisa fresca, saturada de vida y de salud, cuando vi pasar una mujer pálida, como si fuera hecha de rayos de luna. Iba recatada con manto negro. La seguí. Me miró fija cuando estuve cerca, y, ¡oh amigo mío!, he visto realizado mi ideal, mi sueño, la mujer intangible, becqueriana, la que puede inspirar rimas con sólo sonreír, aquella que cuando dormimos se nos aparece vestida de blanco, y nos hace sentir una palpitación honda que estremece corazón y cerebro a un propio tiempo. Pasó, pasó huyente, rápida, misteriosa. No me queda de ella sino un recuerdo; más no te miento si te digo que estuve en aquel instante enamorado; y que cuando bajó sobre mí el soplo de la media noche, me sentí con deseos de escribirte esta carta, del divino país azul por donde vago, carta que parece estar impregnada de aroma de ilusión; loca e ingenua, alegre y triste, doliente y brumosa; y con sabor a ajenjo, licor que como tú sabes tiene en su verde cristal el ópalo y el sueño.

lunes, 1 de mayo de 2017

MES DEL MOVIMIENTO LITERARIO: EL MODERNISMO. RUBEN DARÍO. PRÍNCIPE DE LAS LETRAS CASTELLANAS.


MES DEL MOVIMIENTO LITERARIO: EL MODERNISMO.
RUBEN DARÍO. PRÍNCIPE DE LAS LETRAS CASTELLANAS.

Rubén Darío, nacido con el nombre de Félix Rubén García Sarmiento (Metapa, hoy Ciudad Darío, Nicaragua, 1867 - León, id., 1916), fue un poeta nicaragüense que, siendo también periodista y diplomático, viajó por Europa y América en calidad de cónsul y embajador de su país, pasando largas temporadas en Buenos Aires, París y Mallorca.

Su precocidad como escritor le permitió publicar desde muy joven y, después de pasar una etapa trabajando en la Biblioteca Nacional de Managua, viajó a El Salvador y, luego, a Chile. Fue precisamente en su capital, en Santiago, donde consolidó su cultura literaria al estudiar a fondo las nuevas corrientes poéticas europeas. Tras publicar en 1887 tres libros de poemas (`Abrojos`, `Canto épico a las glorias de Chile` -libro de exaltación patriótica y enraizado en la poesía tradicional- y `Rimas` -tributo a Bécquer-), sacó `Azul`, la obra que sentaría las bases del modernismo.

Reconocido como jefe de filas de este movimiento, consolidó su posición con `Prosas profanas y otros poemas` (1896-1901), `Cantos de vida y esperanza` (1905) y `El canto errante` (1907), tres libros con los cuales alcanzó su madurez lírica y que aparecieron articulados en un prólogo común que constituye la más clara exposición de su poética. Antes, en 1896, en Buenos Aires, donde dirigía junto a Ricardo Jaime Freyre la `Revista de América`, había publicado la colección de artículos titulada `Los raros`, dedicada a personajes literarios (en su mayoría franceses, aunque también se incluían otros como José Martí, Ibsen o Poe), que Darío consideraba próximos a la renovación literaria que llevaba a cabo.

Cultivó, así mismo, la prosa, especialmente a modo de diario personal e histórico basado en las experiencias de sus viajes y estancias en países extranjeros, como en `Peregrinaciones` (1901). En 1899 arribó a Barcelona, donde escribió sus primeras crónicas.
Compilador:
Enrico Pugliatti.-

CUENTO:
EL SÁTIRO SORDO

Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva. Los dioses le habían dicho: "Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas y suena tu flauta". El sátiro se divertía.
Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina lira, el sátiro salió de sus dominios y fue osado a subir al sacro monte y sorprender al dios crinado. Este le castigó tornándole sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas pálidas. El permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le rodeaban como a un amo a quien se obedece.
A su vista, para distraerle, danzaban coros de bacantes encendidas en su fiebre loca, y acompañaban la armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos, que le acariciaban reverentemente con su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni el ruido de los crótalos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este rey barbudo que tenía patas de cabra.
Era sátiro caprichoso.
Tenía dos consejeros áulicos: una alondra y un asno. La primera perdió su prestigio cuando el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado de su lascivia soplaba su flauta dulcemente, la alondra le acompañaba.
Después, en su gran bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente animal de las largas orejas le servía para cabalgar, en tanto que la alondra, en los apogeos del alba, se le iba de las manos, cantando camino de los cielos.
La selva era enorme. De ella tocaba a la alondra la cumbre; al asno, el pasto. La alondra era saludada por los primeros rayos de la aurora; bebía rocío en los retoños; despertaba al roble diciéndole: "Viejo roble, despiértate". Se deleitaba con un beso del sol: era amada por el lucero de la mañana. Y el hondo azul, tan grande, sabía que ella, tan chica, existía bajo su inmensidad. El asno (aunque entonces no había conversado con Kant) era experto en filosofía según el decir común. El sátiro, que le ve ramonear en la pastura, moviendo las orejas con aire grave, tenía alta idea de tal pensador. En aquellos días el asno no tenía como hoy tan larga fama. Moviendo sus mandíbulas no se había imaginado que escribiese en su loa  Daniel Heinsius. en latín, Passerat, Buffot y el gran Hugo en francés, Posada y Valderrama en español.
El, pacienzudo, si le picaban las moscas, las espantaba con el rabo, daba coces de cuando en cuando y lanzaba bajo la bóveda del bosque el acorde extraño de su garganta. Y era mimado allí. Al dormir su siesta sobre la tierra negra y amable, le daban su olor las yerbas y las flores. Y los grandes árboles inclinaban sus follajes para hacerle sombra.
Por aquellos días, Orfeo, poeta, espantado de la miseria de los hombres, pensó huir a los bosques, donde los troncos y las piedras le comprenderían y escucharían con éxtasis, y donde él pondría temblor de armonía y fuego de amor y de vida al sonar de su instrumento.
Cuando Orfeo tañía su lira habla sonrisa en el rostro apolineo. Deméter sentia gozo. Las palmeras derramaban su polen, las semillas reventaban, los leones movían blandamente su crin. Una vez voló un clavel de su tallo hecho mariposa roja, y una estrella descendió fascinada y se tomó en flor de lis.
¿Qué selva mejor que la del sátiro a quien él encantaría, donde sería tenido como un semidiós; selva toda alegría y danza, belleza y lujuria; donde ninfas y bacantes eran siempre acanciadas y siempre vírgenes; donde había uvas y rosas y ruido de sistros, y donde el rey caprípede bailaba delante de sus faunos, beodo y haciendo gestos como Sileno?
Fue como su corona de laurel, su lira, su frente de poeta orgulloso, erguida y radiante.
Llegó hasta donde estaba el sátiro velludo y montaraz, y para pedirle hospitalidad, cantó. Cantó del gran Jove, de Eros y de Afrodita, de los centauros gallardos y de las Bacantes ardientes. Cantó la copa de Dionisio, y el tirso que hiere el aire alegre, y a Pan, Emperador de las Montañas, Soberano de los Bosques, dios– sátiro que también sabía cantar. Cantó de las intimidades del aire y de la tierra, gran madre. Así explicó la melodía de un arpa eolia, el susurro de una arboleda, el ruido ronco de un caracol y las notas armónicas que brotan de una siringa. Cantó del verso, que baja del cielo y place a los dioses, del que acompaña el bárbitos en la oda y el tímpano en el peán. Cantó los senos de nieve tibia y las copas de oro labrado, y el buche del pájaro y la gloria del sol.
Y desde el principio del cántico brilló la luz con más fulgores. Los enormes troncos se conmovieron, y hubo rosas que se deshojaron y lirios que se inclinaron lánguidamente como en un dulce desmayo. Porque Orfeo hacia gemir los leones y llorar los guijarros con la música de su lira rítmica. Las bácantes más furiosas habían callado y le oían como en un sueño. Una náyade virgen a quien nunca ni una sola mirada del sátiro había profanado, se acercó tímida al cantor y le dijo: "Yo te amo". Filomela había volado a posarse en la lira como la paloma anacreóntica. No había más eco que el de la voz de Orfeo. Naturaleza sentía el himno. Venus, que pasaba por las cercanías, preguntó de lejos con su divina voz: "¿Está aquí acaso Apolo?"
Y en toda aquella inmensidad de maravillosa armonía, el único que no oía nada era el sátiro sordo.
Cuando el poeta concluyó, dijo a éste: –¿Os place mi canto? Si es así, me quedaré con vos en la selva.
El sátiro dirigió una mirada a sus dos consejeros. Era preciso que ellos resolviesen lo que no podía comprender él. Aquella mirada pedía ,una opinión.
–Señor –dijo la alondra, esforzándose en producir la voz más fuerte de su buche– , quédese quien así ha cantado con nosotros. He aquí que su lira es bella y potente. Te ha ofrecido la grandeza y la luz rara que hoy has visto en,tu selva. Te ha dado su armonía. Señor, yo sé de estas cosas. Cuando viene el alba desnuda y se despierta el mundo, yo me remonto a los profundos cielos y vierto desde la altura las perlas invisibles de mis trinos, y entre las claridades matutinas tú melodía inunda el aire, y es el regocijo del espacio. Pues yo te digo que Orfeo ha cantado bien, y es un elegido de los dioses. Su música embriagó el bosque entero. Las águilas se han acercado a revolar sobre nuestras cabezas, los arbustos floridos han agitado suaveménte sus incensarios misteriosos, las abejas han dejado sus celdillas para venir a escuchar. En cuanto a mí, ¡oh señor!, si yo estuviese en lugar tuyo le daría mi guirnalda de pámpanos y mi tirso. Existen dos potencias: la real y la ideal. Lo que Hércules haría con sus muñecas, Orfeo lo hace con su inspiración. El dios robusto despedazaría de un puñetazo al mismo Atos. Orfeo les amansaría con la eficacia de su voz triunfante, a Nernea su león y a Erimanto su jabali. De los hombres, unos han nacido para forrar los metales, otros para arrancar del suelo fértil las espigas del trigal, otros para combatir en las sangrientas guerras, y otros para enseñar, glorificar y cantar. Si soy tu copero y te doy vino, goza tu paladar; si te ofrezco un himno, goza tu alma.
Mientras cantaba la alondra, Orfeo le acompañaba con su instrumento, y un vasto y donante soplo lírico se escapaba del bosque verde y fragante. El sátiro sordo comenzaba a impacientarse. ¿Quién era aquel extraño visitante?. ¿Por qué ante él había cesado la danza loca y voluptuosa? ¿Qué decían sus dos consejeros?
¡Ah, la alondra había cantado, pero el sátiro no oía! Por fin, dirigió su vista al asno.
¿Faltaba su opinión? Pues bien, ante la selva enorme y sonora, bajo el azul sagrado, el asno movió la cabeza de un lado a otro, grave, terco, silencioso, como el sabio que medita.
Entonces, con su pie hendido, hirió el sátiro el suelo, arrugó su frente con enojo, y sin darse cuenta de nada, exclamó, señalando a Orfeo la salida de la selva:
–¡No!
Al vecino Olimpo llegó el eco, y resonó allá, donde los dioses estaban de broma, un coro de carcajadas formidables que después se llamaron homéricas.
Orfeo salió triste de la selva del sátiro sordo y casi dispuesto a ahorcarse del primer laurel que hallase en su camino.
No se ahorcó, pero se casó con Eurídice.


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