domingo, 16 de abril de 2017

CHARLES BAUDELAIRE EDGAR A. POE: SU VIDA Y SUS OBRAS.


CHARLES BAUDELAIRE
(PRIMERA ENTREGA).
EDGAR A. POE: SU VIDA Y SUS OBRAS


…algún maestro desventurado a quien la inexorable fatalidad ha perseguido encarnizada, cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este melancólico estribillo: "¡Nunca! ¡Nunca más!"
(Edgar A. Poe: El cuervo.)


En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
(Théophile Gautier: Tinieblas.)
I
En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte» escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación.
Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.

Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar Allan Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo— vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo.
Fuente:
Librodot.com


sábado, 15 de abril de 2017

ZAMA. Antonio di Benedetto.

 
Estando una ocasión en la Soda Guevara (una sodita  ubicada frente a la entrada principal de la Universidad de Costa Rica, sodita hoy desaparecida y que, en mis años universitarios frecuentábamos todos aquellos que nos iniciábamos como escritores), se me acercó un amigo y me recomendó ZAMA, del escritor Antonio Di Benedetto. !Una joya! El ritmo lento, pausado, las imágenes, el estilo sin barroquismo de Di Benedetto me conmovieron y desde aquel momento soy su más fiel seguidor y admirador.
Hoy deseo rendir un humilde homenaje a este escritor no tan famoso como los escritores del boom pero, tan grande como cualquiera de ellos. !Ya he comentado en otras oportunidades que LA CRÍTICA LITERARIA DEL BOOM LATINOAMERICANO DESCALIFICÓ INJUSTAMENTE a grandes escritores entre ellos a: MANUEL MUJICA LAÍNEZ, ANTONIO DI BENEDETTO y otros más. Pienso, es hora que la NUEVA CRÍTICA LITERARIA los coloque en un sitial de HONOR como se merecen.
***
(Fragmento. Novela. Zama).
ZAMA

Antonio di Benedetto

1790                A las víctimas de la espera


Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron dónde están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus remolinos, sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que el no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono, El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no.


Con ser tan mansa, cuidábame de la naturaleza de esta tierra, porque es infantil y capaz de arrobarme y en la lasitud semides-pierta me ponía repentinos pensamientos traicioneros, de esos que no dan conformidad ni, por tiempos, sosiego. Hacía que me diese conmigo en cosas exteriores, en las que, si a ello me resignaba, po-día reconocerme.
Esos temas quedaban sólo para mí, excluídos de la conversa-ción con el gobernador y con todos, por mi escasa o nula facilidad para hacer amigos íntimos con quienes explayarme. Debía llevar la espera -y el desabrimiento- en soliloquio, sin comunicarlo. Como me lo decía ese a veces insolente Ventura Prieto, que se me arrimó aquella tarde, por cierto que no buscándome, sino yendo al azar. Consideraba que en esta tierra llana, yo parecía estar en un pozo. Me lo dijo una vez y más de una, lo dijo a otros, descuidándose de lo que todos sabían: que fui gallo de riña o al menos dueño de re-ñidero.
Apareció precisamente cuando me entretenía el mono y se lo enseñe, para distraerlo y atajar que me preguntara qué esperaba ahí. Y él, Ventura Prieto, que era inferior a mí, caviló un momento, como sí buscara el medio de apabullarme en materia de curiosida-des y descubrimientos. Luego me refirió una de esas que él llamaba investigaciones y yo ignoro si lo eran pero que, por sospechosas de insinuar comparación, me desconcertaban, dejándome repercusio-nes que podían superar lo sufrible.
Dijo que hay un pez en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vai-vén dentro de ellas; pero de un modo más penoso, porque está vi-vo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quie-re arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia y aunque siempre están en peligro de ser arrojados del seno del río, tanto que nunca se les encuentra en la parte central del cauce, sino en los bordes, alcanzan larga vi-da, mayor que la normal entre los otros peces. Sólo sucumben, dijo también, cuando su empeño les exige demasiado y no pueden pro-curarse alimento.
Yo había seguido con viciada curiosidad esta historia que no creí. Al considerarla, recelaba de pensar en el pez y en mí a un mismo tiempo. Por eso invité a Ventura Prieto a que regresáramos y retuve mis opiniones.
Procuré ocupar la cabeza en el motivo de mi caminata, en el he-cho de que yo esperaba un barco, y si un barco entraba, en él po-dría llegar algún mensaje de Marta y de los niños, aunque ella y ellos no vinieran, ni nunca hubiesen de venir.

viernes, 14 de abril de 2017

ANNE RICE. BELINDA.


ANNE RICE. BELINDA.
Reseña:

    
     Una novela erótica y controvertida de seducción y obsesión. Belinda es la última fantasía, objeto de deseo de cabellos dorados, fresca y desinhibida. Pero a Jeremy Walker, de 44 años de edad, guapo y famoso ilustrador de libros para niños, Belinda es una pasión prohibida, a la vez seductora y encantadora.

    
     Anne Rice es una escritora norteamericana, cuyo éxito internacional le llegó gracias a una serie de novelas sobre vampiros llamada Las crónicas vampíricas. Ha publicado bajo diversos seudónimos como Anne Rampling o A.N. Roquelaure. Nacida en Nueva Orleans con el nombre de Howard Allen O'Brien, se mudó a San Francisco, donde conoció a su marido Stan Rice y asistió a la universidad. Vivió en Berkley hasta 1988 donde vivió el movimiento hippie de los años setenta. Su primera novela de éxito fue Entrevista con el vampiro (1976), libro que fue llevado al cine posteriormente por el director Neil Jordan, Brad Pitt y Tom Cruise. La reina de los condenados (1988) también fue adaptada al cine, aunque con peor suerte. Ha escrito desde entonces más de 28 novelas que han vendido unos 100 millones de ejemplares en todo el mundo. Las novelas de vampiros de Anne Rice retratan una sociedad vampírica secreta y se centran en las relaciones personales de los personajes, siempre con una fuerte carga de erotismo homosexual. Tras la muerte de su marido y de varios fracasos editoriales, Anne Rice decide volver al redil de la Iglesia Católica en 1998, anunciando que no escribiría más sobre temas sobrenaturales y que se consagraba por completo a glosar la palabra del señor con sus nuevos libros. Durante años ha recibido miles de cartas para que continuara Las crónicas vampíricas o su serie de Las Brujas de Mayfair (1990-1994), pero Anne Rice sólo ha publicado desde su anuncio libros acerca de la vida de Jesucristo, como su último trabajo publicado en España, Camino a Caná. Actualmente vive en el desierto de California, donde escribe su próxima novela The kingdom of Heaven.

    

***
(Fragmento. Capítulo 1). Belinda. NOVELA.
I


 El mundo de Jeremy Walker



 1


    
     L
     o primero que me vino a la mente cuando la vi en la librería fue: «¿Quién será?» Jody, la publicista, la señaló y me dijo:
     —Mira allí tienes una admiradora entusiasta. —Y añadió—: La rubita.
     Rubio era ciertamente el cabello que le caía sobre los hombros. Pero ¿quién era ella en realidad?
     Pensé fotografiarla, pintarla, tocar sus sedosos muslos desnudos bajo la cortita falda plisada de colegio católico. Sí, pensé en todo eso, debo admitirlo. Hubiera querido besarla, saber si su piel era tan suave como me parecía en aquel momento, como la de un bebé.
     Sí, estaba allí desde el principio, me di cuenta en cuanto me miró con una sonrisa incitante y llena de experiencia que hizo que sus ojos fueran, por un momento, los de una mujer.
     Llevaba zapatos planos y con cordones, bolso colgado al hombro y calcetines blancos que le cubrían la pantorrilla. Tenía que ser una alumna de colegio privado, arrastrada por la cola que se formaba fuera de la librería, mientras trataba de ver qué estaba sucediendo.
     Sin embargo, algo extraño en ella me hacía suponer que debía tratarse de «alguien». No era su porte necesariamente, ni la manera en que estaba de pie con los brazos cruzados, mirando con tranquilidad cuanto sucedía en la presentación del libro. La juventud de hoy día parece haber heredado ese aire, que es tan enemigo suyo como lo fue la ignorancia de mi generación.
     A pesar de la arrugada blusa estilo Peter Pan que llevaba y del jersey anudado con desenvoltura en torno a los hombros, ella tenía un resplandor que hacía que pareciese recién salida de Hollywood. Su piel estaba demasiado homogéneamente dorada por el sol (habida cuenta de sus sedosos muslos y de que llevaba una falda muy corta) y su cabello largo y suelto era casi del color del platino. Se había aplicado lápiz de labios con mucho cuidado, y muy probablemente con la ayuda de un pincel. Todo ello hacía que sus ropas escolares se convirtieran en una especie de disfraz elegido con esmero.
     Podía muy bien haber sido una niña actriz, desde luego, o una modelo de las que yo había fotografiado a menudo y que podían comercializar su imagen juvenil hasta los veinticinco o los treinta años. Ciertamente no le faltaba belleza. Tenía los labios carnosos, algo fruncidos, como los de un niño de pecho. Tenía la imagen perfecta. Dios mío, era preciosa.
     Sin embargo, esta observación tampoco me parecía correcta. De cualquier manera ella se me antojaba demasiado mayor para ser una de las pequeñas lectoras de mis libros que, acompañadas de sus madres, se agolpaban ahora a mi alrededor. Aun así, no tenía la sensación de que fuese lo bastante mayor para formar parte de mis fieles lectoras adultas, que con suaves y avergonzadas disculpas seguían comprando todas mis nuevas obras.
     No, ella no encajaba bien allí. Y a mí, bajo la suave iluminación eléctrica que a la luz del día reinaba en la abarrotada librería, me parecía estar viendo a un ser imaginario, una alucinación.
     Parecía haber algo inmaterial en ello, y sin embargo ella era muy real, quizá más de lo que yo lo haya sido nunca.
     Me obligué a mí mismo a no mirarla fijamente. Tenía que seguir escribiendo en los ejemplares de En busca de Bettina, según me los iban dejando a mano las chiquillas con las caritas levantadas.
     «Para Rosalind, la del precioso nombre», «Para Brenda, la de las lindísimas trenzas» o «Para la bonita Dorothy, con mis mejores deseos».
     —¿Es cierto que usted también escribe los diálogos de las historias?
     Sí, claro.
     —¿Hará usted más libros sobre Bettina?
     Lo intentaré. Pero éste es el séptimo. ¿Acaso no son suficientes? ¿Qué crees tú?
     —¿Bettina es una chica real?
     Lo es para mí, ¿y para ti?
     —¿Hace usted también los dibujos del programa del sábado por la mañana de Charlotte?
     No, los hace la gente de televisión. Aunque deben esmerarse en hacerlos iguales a los míos.
     Hacía mucho calor para ser San Francisco, aun así la cola llegaba hasta la puerta y, según me comentaron, incluso hasta la esquina. En San Francisco nadie está preparado para el calor. Me volví para ver si ella seguía en el mismo lugar. Sí, allí estaba. Y de nuevo sonrió de aquella manera reservada que no admitía discusión.
     Venga, Jeremy, pon atención en lo que estás haciendo, no defraudes a todo el mundo. Dedícale una sonrisa a cada una. Escúchalas.
     Aparecieron dos niñas más, salidas del colegio; llevaban pintura al óleo en las sudaderas y en los tejanos, y traían el enorme libro El mundo de Jeremy Walker, que había sido publicado en Navidad.
     Cada vez que veía el ostentoso volumen me sentía confuso, pero ¡cuánto había significado! Un gran testimonio, después de tantos años, cuyo contenido no sólo estaba repleto de soberbias comparaciones con Rousseau, Dalí y hasta con Monet, sino también lleno de análisis mareantes.
     «Desde el principio el trabajo de Walker ha trascendido la mera ilustración. Aunque sus pequeñas protagonistas sugieren en un primer momento la dulzura sacarosa de Kate Greenaway, el complejo entorno en que se hallan las hace tan originales como el desasosiego que producen.»
     Hacer que alguien pague cincuenta dólares por un libro me parece obsceno.
     —Sabía que era usted un artista desde que tenía cuatro años..., solía recortar las páginas de sus dibujos, las enmarcarba y las colgaba en la pared.
     —Gracias.
     —Valen cada penique que he pagado. Vi su obra en la Rhinegold Gallery de Nueva York.
     Sí, Rhinegold siempre ha sido bueno conmigo, hacía exposiciones de mi trabajo cuando todo el mundo decía que yo no pasaba de ser un autor para niñas. El bueno de Rhinegold.
     —Cuando el Museo de Arte Moderno esté dispuesto a admitir...
     Es el viejo dicho, ya se sabe. Cuando haya muerto. (No hay que mencionar el trabajo expuesto en el Centre Pompidou de París. Eso sería demasiado arrogante.)
     —Quiero decir que vaya porquerías consideran ellos que son trabajos serios. ¿Ha visto usted?
     Sí, porquerías, tú lo has dicho.
     No dejes que se vayan con la idea de que no soy como esperaban que fuera, haz como si no hubieras oído lo que murmuraban sobre «sensualidad velada» y «luz y sombra». Esto refuerza el ego, no cabe duda. Todos los actos de firma de libros lo hacen. Aunque también sea un purgatorio.
     Se acercó otra madre joven con dos copias ajadas de ediciones antiguas. A veces he acabado firmando más ejemplares de viejas ediciones que de la recientemente aparecida y bien dispuesta en pilas sobre las mesas de la entrada.
     Naturalmente, cada vez me llevo a toda esa gente metida en la cabeza cuando me voy a casa, la tengo presente en el estudio en cuanto cojo el pincel. Están tan presentes como las paredes.
     Las quiero. Sin embargo, tenerlas frente a frente me resulta siempre muy penoso. Prefiero leer las cartas que me llegan de Nueva York en dos paquetes cada semana y mecanografiar cuidadosamente las respuestas en soledad.
    
     Querida Ginny:
     Sí, todos los juguetes que aparecen en las escenas de la casa de Bettina se hallan en la mía, es cierto. Y las muñecas que dibujo son antiguas, aunque los viejos trenes Lionel pueden comprarse todavía en muchas tiendas. Quizá tu madre puede ayudarte a encontrarlos, etc.
    
     —No podía irme a dormir a menos que ella estuviera leyéndome Bettina.
     Gracias, sí, gracias. No sabes cuánto significa para mí oírte decir eso.
     El calor ya estaba resultando insoportable. Jody, la bonita publicista de Nueva York, me susurró al oído:
     —Dos libros más y se habrán agotado.
     —¿Quieres decir que ya puedo emborracharme?
     Se oyó una sonrisa reprensora. A mi lado, una jovencita de cabellos negros me miraba con una expresión de lo más transparente; tanto podía ser de miedo como de vacío. Jody me pellizcó el brazo.
     —Sólo era una broma, querida. ¿Te he dedicado ya el libro?
     —Jeremy Walker nunca bebe —dijo la madre, que estaba a su lado, con una sonrisa irónica pero franca. Se oyeron más risas.
     —¡Se han agotado los libros! —indicó el dependiente haciendo un gesto con las manos—. ¡Agotados!
     —¡Vámonos! —dijo Jody, cogiéndome del brazo con fuerza. Y acercando sus labios a mi oído, añadió—: Para tu información han sido mil ejemplares.
     Otro empleado se ofreció para ir a la esquina a por más ejemplares, a Doubleday; de hecho, ya estaba alguien llamándole.
     Me di la vuelta. ¿Dónde estaba mi chica rubia? La tienda iba quedándose vacía.
     —Diles que no lo hagan, que no traigan más libros. No puedo firmar ninguno más.
     La rubita se había ido. Pero yo no la había visto moverse de su sitio. Me vi escudriñando el lugar, buscando un parche de tartán en la muchedumbre, el sedoso cabello del color del maíz. Nada.
     Con mucho tacto, Jody estaba diciendo a los dependientes que íbamos a llegar tarde a la fiesta del editor en el Saint Francis. (Se trataba de la gran fiesta que daba la American Booksellers Association en honor de la editorial.) No podíamos llegar tarde.
     —La fiesta..., había olvidado que teníamos que asistir —dije. Hubiese deseado aflojarme la corbata pero no lo hice. Cada vez que se publicaba uno de mis libros, me juraba a mí mismo que asistiría a firmarlos vestido con un suéter y con el cuello de la camisa desabrochado, y que por supuesto gustaría igual a todo el mundo, pero nunca me decidía a hacerlo. Así que ahora me hallaba atrapado en medio de una ola de calor con mi chaqueta de paño de lana y mis pantalones de franela.
     —¡Se trata de la fiesta en la que puedes emborracharte! —susurró Jody, mientras me empujaba hacia la puerta—. ¿De qué te quejas?
     Cerré los ojos durante unas décimas de segundo tratando de visualizar a la muchacha rubia tal como era: con los brazos cruzados y apoyada en el mostrador de los libros. ¿Había estado masticando chicle? Recuerdo sus labios rosados, del color de los caramelos de fresa.
     —¿Es necesario ir a la fiesta?
     —Oye, mira, habrá muchos otros autores en ella.
     Lo cual significaba que estaría Alex Clementine, el autor y también estrella de cine de esta temporada (y mi gran amigo), así como Ursula Hall, la reina de los libros de cocina, y también Evan Dandrich, el autor de novelas de espionaje. Es decir, los supervendedores. Los pequeños autores respetables y los que escribían cuentos cortos no aparecerían por ningún lado.
     —Puedes limitarte a estar.
     —¡A estar yéndome a mi casa, por ejemplo!
     Fuera era mucho peor, el olor de la gran ciudad se elevaba desde las aceras de un modo poco habitual en San Francisco, y un cierto aire viciado soplaba entre los edificios.
     —Podrías hacerlo incluso dormido —comentó Jody—. Son los mismos reporteros de siempre, los mismos columnistas.
     —¿Entonces por qué asistir siquiera? —pregunté. Aunque conocía bien la respuesta.
     Llevaba diez años colaborando con Jody en ese tipo de asuntos.
     Habíamos pasado de aquellos primeros tiempos, en los que prácticamente nadie quería entrevistar a un autor de libros para niños y hacer promoción significaba una o dos dedicatorias en alguna tienda infantil, a la locura de las últimas presentaciones, en que cada libro aparecido traía consigo peticiones de entrevistas en programas de televisión y radio, charlas sobre las películas de dibujos animados en producción, artículos intelectuales en las revistas; y la pregunta incansablemente repetida: ¿Cómo se siente al tener libros infantiles en las listas de los libros más vendidos para adultos?
     Jody siempre había trabajado mucho, al principio obteniendo publicidad y ahora tratando de protegerme de ella. No estaría bien desaparecer si ella deseaba que asistiera a esa fiesta.
     Atravesamos la Union Square con su sucio asfalto, sorteando los acostumbrados grupitos de turistas y vagos, bajo un cielo de luminiscencia descolorida.
     —Ni siquiera tienes que hablar —dijo ella—. Sonríe y deja que coman y se tomen sus copas. Tú siéntate en un sofá. Tienes los dedos manchados de tinta. ¿Has oído hablar alguna vez de los bolígrafos?
     —Querida mía, le estás hablando a un artista.
     Me asaltó un sentimiento de tristeza y de pánico a la vez cuando volví a pensar en la chica rubia. Si pudiera ir a mi casa ahora, probablemente podría pintarla o por lo menos trazar un esbozo antes de que los detalles desaparezcan como por encantamiento. Había algo en su nariz, su naricita respingona, y en la forma de sus labios llenos y pequeños. Tal vez serían así durante toda su vida, y bien pronto llegaría a odiarlos, pues sin duda ansiaba parecer una mujer hecha y derecha.
     ¿Pero quién era ella? Como si hubiera una respuesta concreta, me hacía de nuevo la pregunta. Era posible que la fascinación tan fuerte que emanaba crease siempre una sensación de reconocimiento. Alguien que debía conocer, con quien debía de haber soñado o de quien siempre había estado enamorado.
     —Estoy muy cansado —comenté—. Será este maldito calor, no pensé que acabaría cansándome tanto.
     La verdad es que me sentía agotado, incapaz de sonreír y deseoso de cerrarle sencillamente la puerta a todo.
     —Bueno, pues deja que los demás sean el centro de atención. Ya conoces a Alex Clementine. Mantendrá a todo el mundo hipnotizado.
     Sí, es bueno que Alex esté allí. Y todo el mundo ha dicho que la historia que ha escrito sobre la vida en Tinseltown es maravillosa. Desearía poder apartarme de todos e irme con Alex, encontrar un rincón en el bar y respirar tranquilo, pero a Alex le gustan mucho estas fiestas.
     —Quizá tenga una segunda oportunidad.
     Según avanzábamos hacia Powell Street una bandada de palomas se lanzó en nuestra dirección. Un hombre que llevaba muletas quería dinero suelto. Una especie de mujer fantasma llevaba un ridículo casco plateado con las alas de Mercurio y cantaba suavemente una espantosa canción con un amplificador casero. Alcé la mirada y vi el viejo edificio del hotel, siniestro e impasible, con su fachada gris como el carbón y sus torres elevándose con toda limpieza por detrás.
     Me vino a la memoria una especie de vieja historia de Hollywood que me había contado Alex Clementine sobre el actor de cine mudo Fatty Arbuckle, que había lastimado a una jovencita en este hotel: un escándalo de alcoba que sucedió en un tiempo anterior al nuestro y que arruinó la carrera de aquel hombre. En este momento, Alex debía de estar contando esa historia unos pisos más arriba. Seguro que no dejaría pasar la oportunidad de hacerlo.
     Un trolebús abarrotado pitó a los taxis que estaban interfiriendo en su camino y nosotros atravesamos precipitadamente la calle por delante de él.
     —Jeremy, sabes que puedes estirarte durante unos minutos, descansar los pies y cerrar los ojos, entre tanto yo te llevaré un poco de café. De hecho hay una habitación disponible allí arriba, la suite presidencial.
     —De modo que puedo dormir en la cama del presidente —le dirigí una sonrisa—. Creo que te haré caso.
     Me gustaría haber captado el modo en que su rubio cabello bajaba hacia los hombros formando un triángulo de bucles. Creo que en parte lo llevaba recogido atrás, aunque tenía muy buena caída y espesor. Estoy convencido de que ella creía que era demasiado rizado y eso es lo que me habría respondido si yo le hubiese dicho lo bonito que lo tenía. Aunque todo aquello se refería a la apariencia. ¿Qué decir de la tormenta en mi corazón cuando vi su mirada? Con tantas caras vacías a derecha e izquierda, vislumbré un hogar en aquellos ojos. ¿Cómo podría yo reproducir eso?
     —Una buena siesta presidencial y te sentirás perfectamente para la cena.
     —¿Cena? ¡No me hablaste de ninguna cena!
     Me dolía el hombro. Y también la mano. Había dedicado mil libros. Estaba mintiendo y lo sabía muy bien. Se me había avisado de todo.
     Fuimos tragados por la dorada penumbra del vestíbulo del Saint Francis y alcancé a oír el inevitable ruido de la muchedumbre mezclándose con los débiles compases de una orquesta. Enormes columnas graníticas se remontaban hasta sus capiteles corintios. Se oía la porcelana y la plata. Se percibía el aroma de un recipiente lleno de flores caras. Todo parecía moverse, los dibujos de la moqueta incluidos.
     —No me hagas eso —me estaba diciendo Jody—. Le diré a todo el mundo que estás molido, yo hablaré por los dos.
     —Sí, cuéntalo todo tú, sea lo que sea.
     ¿Y no hay nada nuevo que contar? ¿Cuántas semanas lleva ya el libro en la lista de superventas del New York Times? ¿Es cierto que yo tengo una buhardilla llena de pinturas que nadie ha visto nunca? ¿Habrá pronto alguna exhibición en un museo? ¿Qué me dices de las dos obras expuestas en el Centre Pompidou? ¿Me apreciaban más los franceses que los americanos? Y por supuesto habría que hablar del enorme libro publicado sobre mi obra, así como de las diferencias entre el programa matinal del sábado de Charlotte y las películas animadas que probablemente iban a realizarse en Disney. Y sin duda harían la pregunta que más me irritaba: ¿Qué hay de nuevo o diferente en el último libro, En busca de Bettina?
     Nada. Ése es el problema. Absolutamente nada.
     El temor estaba creciendo dentro de mí. No puedes decir las mismas cosas quinientas veces sin acabar como un muñeco abandonado. La cara y la voz se te vuelven mortecinas, y ellos lo saben. Además se lo toman como algo personal. Últimamente había dejado escapar alguno de esos comentarios inoportunos. La semana anterior estuve a punto de decirle a un entrevistador que me importaba un bledo el programa de los sábados por la mañana de Charlotte, ¿por qué tuvo que hacer que me sintiera avergonzado?
     Bueno, catorce millones de jovencitas miran el programa y Charlotte es mi creación. ¿Entonces de qué estaría yo hablando?
     —¡Oh!, no mires ahora —susurró Jody—, pero ahí está de nuevo tu entusiasta admiradora.
     —¿Quién?
     —La rubita. Está esperándote junto a los ascensores. Me libraré de ella.
     —¡No, no lo hagas!
     Allí estaba, desde luego, apoyada contra la pared como por casualidad, igual que junto al mostrador de libros. Pero, en cambio, esta vez llevaba uno de mis libros bajo el brazo y un cigarrillo en la otra mano, al que le dio una corta calada, despreocupadamente, como una chiquilla callejera.
     —Vaya por Dios, ha robado ese libro, sé que lo ha hecho —afirmó Jody—. Ha estado por allí toda la tarde y no ha comprado nada.
     —Déjalo —le respondí con un hilo de voz—. No somos la policía de San Francisco.
     Acababa de apagar el cigarrillo en la arena del cenicero y se dirigía hacia nosotros. Llevaba en la mano el libro La casa de Bettina; se trataba de un ejemplar nuevo de un viejo título. Lo debí de escribir en la época en que ella nació. No quise pensar en ello. Apreté el botón del ascensor.
     —Hola, señor Walker.
     —Hola, señorita rubia.
     De su boquita de niña pequeña salió una voz suave que se parecía a la de una mujer adulta y que me trajo a la mente el chocolate líquido, el caramelo, todas las cosas deliciosas. Me resultaba muy difícil de soportar.
     Sacó su pluma de un bolso de piel como los de correos.
     —Tuve que comprar éste en otra tienda —explicó. Sus ojos eran de un increíble color azul—. Los de la presentación se agotaron antes de que me diera cuenta.
     ¡No es una ladrona, lo ves! Cogí la pluma de su mano. Sin ningún éxito intentaba situar su voz geográficamente. Escogía las palabras como si fuera británica, pero no tenía acento inglés.
     —¿Cómo te llamas, señorita rubia? ¿O quizá debo escribir «señorita rubia»?
     Tenía pecas en la nariz y un ligero toque de máscara gris en las pestañas. De nuevo aparecía su destreza. Los labios pintados de un rosa color chicle, perfecto en su pequeña boca besucona. Y vaya sonrisa. ¿Todavía respiro?
     —Belinda —respondió—. Pero no tiene que escribir nada. Sólo firme con su nombre. Eso será suficiente.
     Seguía con su aplomo, utilizando palabras moduladas y espaciadas con regularidad, para hacer más clara la articulación. La fijeza de su mirada me dejaba pasmado.
     Ahora me parecía tan joven... Si no fuera porque a cierta distancia no cabía duda de su edad, en esos momentos me parecía una niña. Acerqué la mano para acariciarle el cabello. Nada ilegal en este gesto, creo. Aun teniéndolo espeso, cedió bajo mi mano como si estuviera lleno de aire. Además tenía hoyuelos, exactamente dos y pequeños.
     —Muy amable de su parte, señor Walker.
     —Es un placer, Belinda.
     —He oído decir que iba usted a venir aquí. Espero que no le haya molestado.
     —De ninguna manera, querida. ¿Quieres venir a la fiesta?
     ¿Había dicho yo eso?
     Jody me lanzó una mirada de incredulidad. Mantenía abierta la puerta del ascensor.
     —Claro, señor Walker, si usted quiere que vaya.
     Sus ojos eran azul marino, entonces lo vi. No podrían ser de otro color. Dirigió la mirada hacia el ascensor de cristal, tras de mí. Tenía huesos pequeños y la postura erguida.
     —Por supuesto que quiero —repliqué. Las puertas silbaron al cerrarse—. Es una fiesta para la prensa y estará llena de gente.
     Todo muy oficial, como se ve, yo no abuso en absoluto de los niños, y nadie va a llenarse las manos al coger tus preciosos cabellos. Cuyas mechas de color amarillento, de no ser tan claras de manera natural, no serían del color del platino.
     —Creía que estabas agotado —dijo Jody.
     El ascensor comenzó a elevarse y a atravesar silenciosamente el techo del viejo edificio permitiendo que viéramos a nuestro alrededor la ciudad hasta la bahía, con tanta claridad que resultaba sobrecogedor. La Union Square se iba quedando más y más pequeña.
     Cuando bajé la vista vi que Belinda me estaba mirando, y al dirigirme otra vez una sonrisa, de nuevo aparecieron sus hoyuelos por un segundo.
     Con la mano izquierda sostenía el libro cerca de sí. Y con la derecha cogió otro cigarrillo corto del bolsillo de su blusa. Llevaba un paquete azul de Gauloises totalmente arrugado.
     Busqué mi encendedor.
     —No hace falta, mire —dijo, dejando que el cigarrillo colgara de su labio y cogiendo una caja de cerillas de su bolsillo con la misma mano.
     Conocía el truco. Pero no creía que ella fuese a hacerlo. Con una mano abrió la caja de cerillas, cogió una, la dobló, cerró la caja y frotó la cerilla con el pulgar.
     —¿Lo ve? —añadió, al tiempo que acercaba la llama al cigarrillo—. Lo he aprendido hace poco.
     Me eché a reír. Jody, vagamente sorprendida, se quedó mirándola.
     Y yo no podía dejar de reírme.
     —Sí, está muy bien —dije—. Lo has hecho perfectamente.
     —¿Eres lo bastante mayor como para fumar? —le preguntó Jody, y dirigiéndose a mí, añadió—: No creo que tenga edad suficiente para fumar.
     —Dale un respiro —la espeté—. Vamos a una fiesta.
     Belinda estaba todavía mirándome y se deshacía en risitas entrecortadas sin el más mínimo sonido. Acaricié de nuevo su cabello y el pasador que lo sujetaba hacia atrás.
     Era un pasador grande y plateado. Tenía suficiente cabello como para dos personas. Hubiera querido acariciar su mejilla, sus hoyuelos.
     Entonces ella miró hacia abajo, mientras el cigarrillo volvía a colgar de su labio, y metiendo la mano en el amplio bolso sacó unas enormes gafas de sol.
     —No creo que sea lo bastante mayor como para fumar —repetía Jody—. Además, no debería fumar en el ascensor.
     —Pero si no hay nadie más que nosotros.
     Belinda llevaba las gafas puestas cuando se abrieron las puertas.
     —Ahora estás en lugar seguro —le dije—. Nadie va a reconocerte.
     Me lanzó una corta mirada sorprendida. Bajo la montura cuadrada de las gafas, su boca, sus mejillas y aquella piel tan tersa me parecían todavía más adorables.
     No podía soportarlo.
     —Nunca se es demasiado precavido —reconoció sonriente.
     Mantequilla, así era su voz, como mantequilla derretida, que a mí me gusta más que el caramelo.
    
     La sala estaba abarrotada y llena de humo. La profunda voz de actor de cine de Alex Clementine podía oírse por encima del resto de conversaciones. La reciente reina de los libros de cocina, Ursula Hall, estaba siendo totalmente acosada. Tomé el brazo de Belinda y, al tiempo que respondía al saludo de unos y otros, me abrí paso a empujones en dirección al bar. Pedí un whisky con agua y ella me susurró que quería lo mismo. Decidí correr el riesgo.
     Sus mejillas se veían tan llenas y suaves que hubiese querido besarlas y también su boca de azúcar.
     Llévatela a una esquina, pensé, y dale conversación hasta que memorices cada detalle y así puedas pintarla más tarde. Dile que eso es lo que estás haciendo y ella lo entenderá. No hay nada lascivo en querer pintarla.
     El hecho es que podía estar viéndola ya en las páginas de un libro, y su nombre provocaba en mi mente un encadenamiento de palabras que tenían que ver con un viejo poema de Ogden Nash: «Belinda vivía en una pequeña casita blanca...» Se sujetó las gafas y su fino brazalete de oro emitió un destello. Los cristales de las gafas eran de un rosa lo bastante claro como para dejarme ver sus ojos. En el brazo un ligero bello blanquecino resultaba prácticamente invisible. Miraba a su alrededor como si no le gustara estar allí, y al poco comenzó a atraer las inevitables miradas. ¿Cómo podía alguien evitar mirarla? En un gesto que demostraba lo incómoda que se sentía, bajó la cabeza. Por vez primera me fijé en sus pechos bajo la blusa blanca, bastante grandes por cierto. El cuello de la camisa se abrió ligeramente y pude entrever su piel morena...
     Pechos en un bebé como ella, imagínate.
     Cogí las dos bebidas. Era mejor apartarse de la vista del camarero antes de darle a ella su vaso. Ahora deseaba haber pedido ginebra. No había modo de simular que las que llevaba eran bebidas refrescantes.
     Alguien me tocó el hombro. Era Andy Fisher, columnista del Oakland Tribune y viejo amigo. Yo tenía problemas para no derramar las dos bebidas.
     —Sólo quiero saber una cosa, una sola —dijo, mientras le dirigía una mirada a Belinda—. ¿Acaso te gustan los niños?
     —¡Qué chistoso eres, Andy! —Belinda se estaba alejando y yo la seguí.
     —Te lo pregunto en serio Jeremy, nunca me lo habías dicho, ¿de verdad te gustan los niños? Eso es lo que quiero saber...
     —Pregúntale a Jody, Andy. Jody lo sabe todo.
     Capté una mirada de Alex a través del gentío.
     —En el piso duodécimo de este mismo hotel —estaba diciendo Alex—, y ella era un verdadero encanto de jovencita; se llamaba Virginia Rappe. Y, por supuesto, Arbuckle era famoso por estar bebido en circunstancias como...
     ¿Dónde demonios estaba Belinda?
     Alex se volvió, me vio mirándole y me saludó. Le devolví un breve saludo. Pero había perdido a Belinda.
     —¡Señor Walker!
     Allí estaba ella. Me hacía señas desde la puerta, indicándome un pequeño pasillo. Parecía que estuviera escondiéndose. De nuevo alguien me había cogido por la manga, se trataba de un columnista de Hollywood que me desagradaba bastante.
     —¿Qué hay de la posible película, Jeremy? ¿Has cerrado el trato ya con Disney?
     —Eso parece, Barb. Pregúntale a Jody, ella lo sabe. Aunque puede que no sea con Disney, probablemente será con Rainbow Productions.
     —He visto esa pequeña dedicatoria dulzona que te han escrito esta mañana en el Bay Bulletin haciéndote la pelota.
     —Pues yo no.
     Belinda me dio la espalda, se fue con la cabeza gacha.
     —Bien, pues he oído que la negociación para la película ha naufragado. Creen que eres demasiado difícil, que tratas de enseñar a dibujar a sus artistas.
     —Estás equivocado, Barb. —Que te den morcilla, Barb—. No me importa lo más mínimo lo que hagan.
     —El artista concienzudo.
     —Por supuesto que lo soy. Los libros son para siempre. Ellos pueden quedarse con las películas.
     —Por el justo precio, tengo entendido.
     —Y por qué no, me gustaría saberlo. ¿Pero por qué pierdes el tiempo con esto, Barb? Puedes seguir escribiendo tus mentiras habituales sin necesidad de oír la verdad de mis labios, ¿no?
     —Creo que estás un poco bebido para participar en una fiesta publicitaria, Jeremy.
     —No estoy bebido en absoluto, ése es el problema.
     Sólo hacía falta que me diera la vuelta para que ella desapareciese.
     Belinda se acercó y tiró de mi brazo. Gracias, querida. Nos dirigimos hacia el otro lado del pequeño corredor. Había un par de baños juntos y una habitación que, según pude ver por la puerta abierta, tenía su propio baño. Ella miró hacia su interior y después en dirección a mí; sus ojos eran oscuros y decepcionantemente adultos tras los cristales rosa. En ese momento podría haber sido una mujer, salvo por las gafas rosa que hacían juego con los labios de caramelo de fresa.
     —Escucha, quiero que creas lo que voy a decirte —le dije—. Quiero que comprendas que soy sincero.
     —¿Sobre qué?
     Otra vez los hoyuelos. Su voz hacía que desease besarla en el cuello.
     —Quiero hacer tu retrato —proseguí—, única y exclusivamente pintarte. Me gustaría que vinieras a mi casa. No hay nada más en ello, te lo juro. He utilizado modelos en innumerables ocasiones. Me las envían agencias especializadas. Me gustaría pintarte...
     —¿Por qué no debería creerle? —preguntó, casi con una carcajada. Pensé que se repetirían las risitas del ascensor—. Lo sé todo sobre usted, señor Walker, he leído sus libros toda mi vida.
     Con su ajustada falda plisada, que mostraba los muslos desnudos por encima de las rodillas, y balanceando las caderas, se dirigió a la habitación que tenía la puerta abierta. Me deslicé tras ella, manteniendo una corta distancia, sin dejar de mirarla. Su cabello era largo y le cubría la espalda.
     El sonido de fondo se iba amortiguando y el aire resultaba un poco más fresco. Un muro de espejos producía la sensación de un espacio increíblemente grande.
     Se volvió hacia mí.
     —¿Puedo coger mi whisky? —preguntó.
     —Naturalmente.
     Dio un pequeño sorbo y miró de nuevo a su alrededor. Entonces se quitó las gafas, las metió en el bolso abierto y volvió a mirarme. Me pareció que sus ojos nadaban en la luz de las tenues lámparas y en los reflejos que hacían en los espejos.
     La habitación, llena de telas y almohadones, me pareció excesivamente recargada; además parecía extenderse hacia el infinito a través de los espejos. No había ángulos en ningún sitio. La luz era suave como una caricia. La cama cubierta con satén dorado parecía un gran altar. Las sábanas eran sin duda suaves y frescas.
     Apenas advertí en qué momento había dejado el bolso y apagado el cigarrillo. Volvió a sorber el whisky sin parpadear. No estaba disimulando. Tenía una calma extraordinaria. No creo siquiera que supiese que la estaba observando.
     De pronto me invadió una tristeza que seguramente tenía que ver con su juventud, con lo bonita que se la veía bajo cualquier tipo de luz y con el hecho de que al parecer a ella no le importaba la iluminación que hubiera. Me di cuenta de lo viejo que yo era, y de que toda la gente joven, hasta la más anodina, había comenzado a parecerme hermosa.
     No sabía a ciencia cierta si aquello era una bendición o todo lo contrario. Sólo sé que me entristecía. No quería pensar en ello. Y tampoco quería estar allí con ella. Era demasiado.
     —¿Así que vendrás a casa, entonces? —pregunté.
     Ella no respondió.
     Se fue hacia la puerta, la cerró y dio la vuelta al pestillo; el ruido de la fiesta simplemente desapareció. Se quedó de pie apoyada en la puerta y tomó otro sorbo de su bebida. No sonrió ni soltó más risitas. Lo único que había allí eran sus pequeños y adorables labios besucones, sus ojos de mujer adulta y sus pechos presionados bajo la blusa de algodón.
     Sentí cómo mi corazón se cerraba de repente. A continuación me subió un doloroso calor a las mejillas y un cambio de engranajes me convirtió de hombre en animal. Me pregunté si ella tenía la más remota idea de aquella transformación, si cualquier jovencita podía en realidad saberlo. De nuevo pensé en Arbuckle. ¿Qué había hecho? Había arrancado y hecho trizas las ropas de la predestinada y sorprendida Virgina Rappe, o algo parecido. Había destrozado su carrera, probablemente en menos de quince minutos...
     Su cara era tan fervorosa como inocente. Sus labios estaban húmedos por el whisky.
     —No me hagas esto, querida —dije entonces.
     —¿Así que no quieres? —preguntó.
     Dios mío. Creí que fingiría no entenderme.
     —Esto no es demasiado inteligente —repuse.
     Tenía la certeza absoluta de que no iba a ponerle la mano encima. Con cigarrillo o sin él, con whisky o sin whisky, ella no era ninguna chica de la calle. Las perdidas no eran así; no, de ningún modo. Yo sólo había recurrido a ellas alguna vez en mi vida, lo había hecho en las pocas ocasiones en que el deseo y la oportunidad se habían unido con más calor de lo que yo hubiera deseado. La vergüenza nunca desaparecía, y la que sentiría ahora habría de ser insoportable.
     —Vamos, querida, abre la puerta —le insté.
     No hizo nada. No podía imaginar qué le estaría pasando por la cabeza. La mía parecía estar abandonándome. De nuevo volvía a mirar sus pechos, sus calcetines tan ajustados a la pantorrilla. Hubiese querido quitárselos, como se desprende la piel de un fruto. Bueno, exactamente creo que debe decirse destriparlos. No quería pensar en Fatty Arbuckle. No se trata de asesinato, sólo es sexo. ¡Ella tendrá unos dieciséis años! No, sólo es otro apartado del código criminal, eso es todo.
     Ella puso su vaso sobre la mesa y se me acercó despacio. Levantó los brazos, los puso alrededor de mi cuello y sentí sus suaves mejillas de niña junto a mi cara, sus pechos contra mi pecho, mientras entreabría sus acaramelados labios.
     —¡Oh! Mi rubita —susurré.
     —Belinda —replicó quedamente.
     —Mmmmmm... Belinda.
     La besé. Levanté su falda plisada y deslicé las manos hacia sus muslos, que eran tan finos como su cara. Sentí bajo las braguitas de algodón sus nalgas prietas y suaves.
     —Vamos —me dijo al oído—. ¿No deseas hacerlo antes de que vengan y lo estropeen todo?
     —Querida...
     —Cómo me gustas.

Fuente:
Título: Belinda
     Anne Rice
     Título original: Belinda
     Traducción de Lourdes Ribes
     Editorial: Ediciones B
     ISBN: 9788498725452
     Maquetación ePub: teref

jueves, 13 de abril de 2017

Acerca de Los sonámbulos HERMANN BROCH O EL PACIFISTA IRÓNICO.


Mondadori
Acerca de Los sonámbulos
HERMANN BROCH O EL PACIFISTA IRÓNICO
Como una piel contraída por la invasión súbita del frío exterior ante el sobresalto interior, Viena despertó estremecida —pero crepuscularmente lúcida— ante el impacto atronador, y gaseado, de la Primera Guerra europea. El siglo XX iniciaba en su caso el paradigma del principio y el fin de una era que en su espacio urbano e intelectual materializaba las líneas de T. S. Eliot: «In my Beginnig is my End, in my End is my Beginning». Viena había capitalizado la ensoñación patricia europea, concentrada en el ámbito centrooriental del Viejo Continente: once nacionalidades, etnias variadas y confesiones religiosas de difícil o quimérica convivencia. Bajo el imperio, o la inercia latente de un poder con la sola fuerza de su declive, la armonía de un mundo con tres ciudades imperiales (Praga y Budapest además de las que asumía una titularidad hipotecada) no era sino el presentimiento de su desintegración. Roto, o transformado si se prefiere, el mundo no era ya el mítico y paterno-familiar del nombre de Francisco José —sesenta y ocho años de mando, con bastón, y no de mando los últimos—; las nuevas realidades iban a imponerse. Para el vienés, esa figura que concentra avances científicos, preocupación minuciosa por el lenguaje y conciencia de la crisis que en los cambios mismos de su espacio se manifiesta, el latido de la alarma supone un llamamiento irrenunciable a la reflexión. Las ambiciones de poder y sus resabios iban a redibujar con sus tropelías, o a restablecer con sus reivindicaciones, un mapa que seguiría quebrando y recosiendo a lo largo del siglo XX las costuras de unas fronteras tan lábiles como lo requirieran la tensión y el tesón —o el empecinamiento— de sus identidades. Hermann Broch —un «autor a pesar suyo» (Dichter wider Willen), como lo definió su amiga Hannah Arendt— vivió práctica y literariamente como ingeniero y hombre de empresa hasta pasar a su vocación artística, el clima humanístico de Viena, pero también la vanidad de sus varias correcciones oficiales, el exceso de ornamentación como disfraz de su vacío. En su ensayo sobre «Hofmannsthal y su tiempo» (incluido en Poesía e investigación, Barcelona, Barral, 1974), traza un diagnóstico preciso y elocuente al respecto. El sentido crítico que revelan las páginas en torno al gran poeta y su ciudad, escritas hacia el final de su vida en Estados Unidos, presidía ya las líneas de su trilogía Los sonámbulos. De 1888 a 1918, y al frágil amparo del Romanticismo, sitúa en la Prusia finisecular, y en las conflictivas zonas industriales de Alemania, el teatro de unas circunstancias y personajes representativos de un común escenario germánico. No descuida algún paraíso provisional contemplativo, y aun abismático, para mostrar el lado de sombra que gravita en sus desapoderados protagonistas, y les confiere un relieve superior que ellos mismos ignoran. La especulación a propósito de paisajes mentales (que parecen ávidos de hablar al alma) y el registro de las realidades de un capitalismo sin contemplaciones, con progresos tan evidentes como sus crímenes, conforman esta trilogía. Hermann Broch, vienés, sensible, auscultador de los vientos del espíritu, dialoga narrativamente con el lector, y lo sitúa en una Alemania predominante y aglutinadora que por su experiencia empresarial conocía bien. Los sonámbulos conforman una reflexión ejemplar para comprender, más allá de las geografías estrictas del texto, el devenir de una Europa que, después de 1945 —con Dachau y Auschwitz y Coventry y Dresde—, parece, sobre todo, una promesa incumplida.
LLUÍS IZQUIERDO
Barcelona, Sant Vicenç de Montalt,
marzo de 2006

miércoles, 12 de abril de 2017

Roberto Bolaño. Contradicciones.



Roberto Bolaño, una contradicción en carne viva
El escritor y poeta chileno, Roberto Bolaño. EL MUNDO
HEMEROTECA LITERARIA.

Una decena de amigos y escritores recuerdan al autor de '2666'

   ANA CABANILLASSantander
   @anacabs

23/07/2016 11:59

Roberto Bolaño (1953-2003) colgó en su obra los desgarros de una vida poco dichosa. Su éxito llegó cuando él mismo comenzaba a desvanecerse: una contradicción más, como él mismo lo fue. El escritor y poeta chileno, hoy considerado una de las grandes voces de la literatura latinoamericana, obtuvo el reconocimiento poco antes de su muerte, con el Premio Herralde de novela (1998) y el galardón Rómulo Gallegos (1999).

Un final de desaliento, un desenlace no del todo feliz, como el que en vida arrojó a su prosa. Esta semana, una docena de personalidades literarias le han rendido homenaje al mito en el encuentro Roberto Bolaño: Estrella distante, organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y la Fundación Chile España. A través de textos, correspondencias y la memoria de quienes le conocieron, reconstruyeron a un Bolaño de contrastes siempre fuera de lugar. Un escritor chileno que murió en Barcelona, pero que hasta en su patria se sintió extraño.

"Roberto estuvo siempre a la contra, pero no lo hacía de un modo gratuito", relata el poeta Bruno Montané, que mantuvo con él una estrecha amistad. "Él creía que la literatura era un campo de batalla como la vida misma. No un lugar de paz, como la muerte, sino de conflicto vital", resumió el coetáneo, que conoció a Bolaño en México, donde el autor de Estrella distante vivió durante ocho años hasta su traslado a Barcelona en 1977.

"Por entonces era un chico que se leía y escribía obras de teatro, ni siquiera escribía novela ni poesía", cuenta Montané, que también fue testigo de la "fogata" que Bolaño prendería más tarde para acabar con el rastro de su obra teatral: "Es muy malo, ni siquiera es representable", aseguró el autor en su día. "Fue una especie de ritual para marcar el fin de una cosa y el comienzo de otra", medita Montané.

La dureza de este gesto acompañó a su obra y a su persona. "Era capaz de hacerte sentir como una pulga en mitad del mar; un mal humor que fue remitiendo de un modo sano y extraño", recuerda su amigo de juventud, en quien se inspiró Bolaño para el personaje de Felipe Müller en la novela Los Detectives Salvajes. También fue con Montané con quien fundó el movimiento infrarrealista en su etapa mexicana, una corriente que desafiaba los patrones literarios y políticos del momento y que reivindicaba la cotidianidad desde la vanguardia.

El desafío al oficialismo se tradujo en su aversión a los críticos. "No le interesaba la interpretación especializada, lo que le gustaba era la literatura viva, el proceso de escribir", cuenta Wilfrido H. Corral, Profesor de Literatura Latinoamericana de la Universidad chilena de Playa Ancha. "Hay quienes le llaman 'autodidacta' para desautorizarlo, pero no se dan cuenta de que la formación no siempre tiene que ver con la escritura. Es subestimar su capacidad para interpretar la vida", destaca Corral.

La violencia y la crudeza son el mar de fondo en la obra de Bolaño. "Lo horrible es que la violencia es latente, está contenida hasta que estalla", observa Dunia Gras Miravet, amiga de Bolaño y profesora de la Universidad de Barcelona del área de Literatura Latinoamericana.

El conflicto que rodea a su obra también pobló su existencia; una suerte de supervivencia diurna, con trabajos como el de vigilante de seguridad o vendedor de bisutería. Los galardones que ganaba eran bautizados por él mismo como "premios bisonte, con los que sobrevivía la larga travesía del invierno", detalla Gras. Su lucha diaria contrastaba con las noches de desvelo y de entrega a la lectura. "La tranquilidad de la noche fue su única droga; disfrutaba de ese tiempo apacible y definitivo que daba la noche", cuenta Montané.

A esta quietud, que dio nombre a Nocturno de Chile, una de sus obras más traducidas, se unía su aislamiento social, que el mismo Bolaño narra en Llamadas telefónicas, donde describe su primera época en Gerona: "En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. (...) Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar".

El aislamiento y la nocturnidad, además de su peculiar carácter, le forjaron la imagen de un autor maldito. Una percepción que se hizo mito con su muerte temprana, a los 50 años, por unas causas que profundizan la leyenda: "Murió de una enfermedad hepática, diagnosticada en 1992", explica Gras, que quiere desmontar una de las fábulas que envuelven al escritor chileno: "Esta enfermedad se relaciona con el alcohol y los excesos, pero nada más lejos: Roberto bebía manzanilla, pero no la de jerez, sino la infusión".

La dulcificación final de Bolaño tuvo un punto de inflexión: el nacimiento de su primer hijo y el diagnóstico de su enfermedad. El escritor, hasta entonces centrado en la poesía, decide dedicarse a la novela para dejar un legado económico a su familia. Así, dejó 2666, publicada después de su muerte y una de las más novelas reconocidas del autor. Entre las obras inéditas, destaca El espíritu de la ciencia ficción, que verá la luz el próximo otoño.

La enfermedad, además de ser el detonante de viraje literario, fue una constante en su vida. "Él contaba que desde niño tuvo una salud frágil", cuenta la escritora y traductora Menchu Gutiérrez, que define la poesía como "su tabla de salvación" ante la enfermedad que le permitía "la reflexión del tiempo que caduca, de un tiempo efímero". Una poesía que invadió también la narrativa, donde "unas veces ponía las vísceras encima de la mesa, y otras cargaba la pluma con formol". La antítesis que describe a la vez al autor y a su obra, en un viaje en que Bolaño quiso emparejar ficción y realidad para cumplir sus máximas, ahora revividas la poeta que le guarda homenaje: "Él decía que, en la literatura contemporánea, aunque se equivocara, tenía que emprender siempre grandes aventuras".
Entre lo viejo y lo nuevo

Una vez en España, un joven Roberto Bolaño escribió una carta pidiendo consejo a Enrique Lihn, otra de las grandes figuras de la literatura chilena y ya por entonces consagrado. El intercambio postal, que se prolongó entre 1980 y 1983 con un total de 14 cartas, representa el diálogo que mantuvieron literatura tradicional y rupturismo. Algo que llegó en "un contexto definitivo para los comienzos de Bolaño y los finales de Enrique Lihn", afirma el paisano y amigo del chileno, el escritor Roberto Brodsky. Pese a sus distintas posiciones, ambos tenían algo en común: "El exilio permanente como estrategia narrativa", apunta Brodsky, al ser Lihn "un exiliado en casa propia". Situaciones cruzadas que hicieron que, "en distintos momentos de ficción y realidad, el uno fuera el otro". Los dos autores nunca llegaran a conocerse personalmente, aunque Bolaño, en el relato Encuentro con Lihn, vuelve a volcarse en la ficción, describiendo un mejorado Lihn que por entonces ya había fallecido.
Fuente:

lunes, 10 de abril de 2017

Últimas palabras Yukio Mishima (autor/a) Hideo Kobayashi (autor/a) Takashi Furubayashi (autor/a) Carlos Rubio López de la Llave (traductor/a)


INTRODUCCIÓN


INÉDITAS EN ESPAÑOL, las dos entrevistas a Mishima de este libro, una de ellas celebrada pocos días antes de su muerte, arrojan insospechadas luces de comprensión sobre la personalidad, obra y pensamiento de Yukio Mishima: el «mito Mishima» bajo novedosos focos.
Con la salvedad tal vez del haiku, Yukio Mishima ha hecho más que nadie y nada por difundir la literatura japonesa en el extranjero. Con su palabra supo cautivar fuera de sus fronteras, logro extraordinario para un autor japonés. A este Dalí a la japonesa lo privaron del Nobel su juventud, sus excentricidades y sus opiniones políticas ultranacionalistas. Pero alcanzó una notoriedad dentro y fuera de Japón que ningún otro literato de Japón ha conseguido en el siglo XX y que le ha valido estar en la selecta galería de los diez escritores más traducidos de dicho siglo. Tal fama se debió a las 257 obras creadas en su corta vida (1925-1970) —entre las que se incluyen 18 obras de teatro y una película—, a los llamativos claroscuros de su personalidad y a su espectacular salida de escena. Esta última, ritualizada en el harakiri —el suicidio al uso samurái— y reproducida en las portadas de los periódicos de todo el mundo a finales de 1970, grabó el nombre de Mishima en la mente de millones de personas fuera de Japón, hasta entonces sin apenas interés en la literatura japonesa. Muchas obras suyas, algunas ya conocidas antes en Occidente[1], se tradujeron aceleradamente, a veces con portadas que mostraban la fotografía del autor semidesnudo con una katana en la mano. Su suicidio el 25 de noviembre de 1970, fríamente planificado por él mismo, preludiado por los personajes de sus novelas desde hacía dos décadas e insinuado en su galanteo con el pensamiento samurái y el trinomio belleza-erotismo-muerte, si bien catapultó aún más su fama, ha contribuido, por otro lado, a restar ecuanimidad en la valoración de su obra, especialmente en Japón. Tenía cuarenta y cinco años, el momento idóneo, según él, para salirse de escena. Con el fin probable de dar sentido a su autoinmolación de cara a la opinión pública, el suicida Mishima identificó enemigos: la clase política del país, el dominio debilitador de la cultura consumista, el influjo pernicioso de Occidente. ¿Patrañas? En virtud del estilo de muerte elegida, pública y anacrónica, Mishima logró presentarse ante el mundo como el hombre de acción que siempre quiso ser. Abandonó el escenario como un actor brillante con la máscara que muchos años atrás se había puesto y que ya era parte de su piel. Se había convertido en personaje literario y la ficción se había hecho realidad.
El impacto mediático de la muerte de Mishima estaba realzado, además, por ocurrir en un país que llevaba una década en el candelero mundial (Olimpíada de Tokio en el 64, Nobel de Literatura a Yasunari Kawabata en el 68, Expo de Osaka en el 70). Todo, tras haber superado una dura posguerra (1945-1955).
PRECISAMENTE, EL CONTEXTO de la posguerra enmarca el arranque de la primera de las dos entrevistas presentadas en este libro. En el año 1946, cuando un Mishima universitario visita a Kawabata con dos relatos bajo el brazo en busca de la aprobación de quien será su mentor literario, Japón acababa de despertar del sueño de la modernidad. Penurias económicas, un país en ruinas, las principales ciudades arrasadas por los bombardeos, mucha gente desarraigada física y moralmente. El golpe psicológico de dos bombas atómicas y del derrumbe del mito del emperador —dios vivo en la retórica oficial hasta entonces— fue devastador. La humillación de la presencia en calles y caminos del invasor extranjero, hecho inédito en la historia del país, era una llaga abierta con la que había que vivir a diario. Sin embargo, examinadas desde otra perspectiva, la derrota y la progresiva superación del tremendo impacto significaron el fin de siglos de gobiernos autoritarios en Japón, la liquidación de muchas barreras sociales, una sustancial reforma agraria y el establecimiento de un nuevo orden. La promulgación de una constitución democrática extendió libertades civiles e individuales desconocidas para el pueblo japonés, acelerando un intenso proceso de occidentalización.
Para los escritores, amordazados casi dos décadas por gobiernos militaristas, la posguerra significó un nuevo amanecer, y sus logros, una esperanza. Pues bien, esta valoración positiva de la posguerra es la que defiende el entrevistador, Takashi Furubayashi, un reputado crítico literario de formación marxista y coetáneo de Mishima. Este hombre se había destacado como una de las voces más críticas del pensamiento de Mishima. La exaltación de la figura imperial y el militarismo nacionalista del escritor hacían chirriar muchas sensibilidades de japoneses que habían sufrido en carne propia la hecatombe de la guerra. Entre ellas, la del entrevistador. Y, en efecto, en el primer párrafo de la entrevista pone bien claro el abismo ideológico que lo separa de Mishima, al cual dará un verdadero «repaso». Pero lo hará a la japonesa: con sutileza, hasta con simpatía, empleando la técnica argumentativa de relegación (no la de refutación, más común en Occidente), un estilo común en la historia intelectual de Japón. De acuerdo con esta técnica, también utilizada en la segunda entrevista, la posición contraria no se refuta, sino que se acepta como verdadera, pero solamente como parte de una visión más general del tema tratado. Retóricamente tiene el aspecto de ser conciliatoria, y no antagonista, y cuando dos japoneses la usan, en realidad se compite no por anular la posición contraria demostrando su falsedad (como se haría en la argumentación de refutación), sino por qué posición puede relegar más claramente a cuál. Este estilo de argumentar, que a su vez Mishima también utiliza con su entrevistador, suele abocar a una síntesis de posiciones. Además, posee la ventaja de que ensancha el campo de la discusión, como lo demuestra, en este caso, la variedad de temas tocados.
Por un lado, vemos a Furubayashi como representante de una valoración positiva de la posguerra, de la nueva era, en la que los escritores podían expresarse sin miedo y los militares aceptan verse sometidos a gobiernos libremente elegidos. Es el abogado de la democracia, el intelectual realista que, escarmentado de las funestas consecuencias de extremismos pasados, mira con ilusión un futuro. Frente a él, Mishima contempla la posguerra como el camino a la degradación moral de un pueblo, el descendimiento a la sepultura de la práctica de un ideario que glorifica la fuerza, la corrupción de antiguos valores infectados ahora por la democracia, la vileza del sometimiento y la adopción del sistema socioeconómico de Occidente con sus secuelas de consumismo, materialismo y quiebra de virtudes tradicionales. Es el romántico que busca «absolutos» y mira con nostalgia un pasado irremediablemente perdido. Esta feliz disparidad de actitudes entre los dos conversadores favorece un diálogo sumamente revelador para los lectores interesados no solamente en Mishima y Japón, sino en la literatura, el arte y la cultura en general. Más allá de la desigualdad de las dos personas que hablan, especialmente notoria en las respectivas valoraciones que profesan hacia la figura imperial, se detecta una empatía basada tal vez en un común amor por la literatura.
Pero no solamente se habla de posguerra. Se abordan en esta singular entrevista otros muchos temas. Se los puede clasificar en tres órdenes: los inconfundiblemente mishimianos: muerte y erotismo, el culto a la fuerza, la vía de la pluma y de la espada, la naturaleza de lo absoluto (¿o lo Absoluto?), estética y experiencia real; temas sociales: las revueltas estudiantiles de los años sesenta en Japón, la incidencia de una revolución en Japón —posibilidad aireada en ciertos medios de la época—, la guerra de Vietnam, la institución imperial, políticos japoneses, los pilotos kamikaze de la guerra del Pacífico (1938-1945), el amor libre, el feminismo; y temas literarios, algunos candentes en el momento: Solzhenitsyn —que acababa de recibir el Nobel—, el futuro de la novela, el arte en los países socialistas, la libertad del novelista en los llamados «países libres», la influencia de Nietzsche, la situación del teatro. Entre estos últimos, hay algunos muy reveladores de la trayectoria de Mishima como escritor: las primeras influencias recibidas, su definición del «panerotismo» como clave de interpretación de su obra, la génesis de la tetralogía El mar de la fertilidad, recién terminada en el momento de la entrevista.
El antagonismo ideológico entre Mishima y su entrevistador hay que enmarcarlo, además, en el clima de los disturbios estudiantiles del periodo 1968-1970, cuando la posición ultranacionalista de Mishima, en sus celebrados debates con los universitarios, y la creación de su miniejército —la «Sociedad del escudo»— al que se le permitió realizar maniobras militares con las llamadas «Fuerzas de Autodefensa», atrajeron sobre él el foco de atención pública y levantaron ampollas en muchos intelectuales japoneses que, por haber vivido la preguerra, sentían escalofríos al oír su discurso. Kobayashi pone igualmente voz a estas críticas.
Otro interés de esta primera entrevista está en la incidencia en ella de valiosas claves de comprensión de la trágica salida de escena de Mishima ocurrida pocos días después. Frases como «espere y verá lo que hago», «si verdaderamente mi lógica no se sostuviera en una experiencia original, si simplemente flotara en el aire, mi estética sería una gran mentira», «a mi parecer, vivir sin hacer nada, envejecer lentamente, es una agonía, es desgarrarse el propio cuerpo. Todo esto me ha llevado a pensar que como artista que soy debo tomar una decisión», «yo ahora siento que me hallo al borde del momento de mi vida en que todas las patas de la mesa han desaparecido», «estoy agotado». Frases que señalan con funesta claridad la decisión que debía de tener desde hacía tiempo muy meditada: dar sentido a su obra e ideario de hombre de acción con la muerte voluntaria[2].
La segunda entrevista tuvo lugar en 1957. Sin la disparidad en la forma de pensar y sin la variedad temática del diálogo anterior, posee, sin embargo, el interés de estar centrada en el ámbito literario, concretamente en uno de los ejes temáticos más presentes en Mishima, la belleza, y en lo que para el autor significaban el estilo y el proceso de creación novelística. El pretexto es El pabellón de oro, la novela para muchos más lograda del autor desde el punto de vista artístico, el «poema lírico» de 1956, y no novela, como la denomina su entrevistador. Éste, Hideo Kobayashi, fue muchos años el gran patriarca de la crítica literaria de Japón. El tono de la conversación, como advertirá el lector, es totalmente distinto del anterior. Kobayashi tiene cincuenta y cinco años; Mishima, treinta y dos. Una diferencia generacional. A esta diferencia de edad se suma la de estatus: Kobayashi, como el mismo Mishima reconoce, es una figura consagrada en tanto crítico en el mundo de la literatura, la estética y el arte; Mishima, aunque escritor ya formado que goza de celebridad, carece de un estatus comparable en su gremio. Estatus y edad juegan decisivamente en el código de comunicación de los japoneses. La verticalidad del trato, típica en este código, la advertirá el lector en el tratamiento: el crítico Kobayashi tutea al escritor, pero éste no lo hace con aquél. A riesgo de que pueda parecer chocante a algún lector, en la presente versión española hemos preservado tal diferencia en el tratamiento porque documenta una peculiaridad social japonesa que contrasta con la tendencia a la horizontalidad en el tratamiento de los países occidentales. Esta comodidad en la relación vertical y jerárquica es cotidiana en Japón; también hoy. Es probable que, a pesar de la desigualdad de estatus y edad, en Francia los dos interlocutores se hubieran sentido mejor usando ambos la forma «usted»; y en España, tuteándose. Además, en el original, Kobayashi se dirige a Mishima usando el pronombre personal kimi o «tú», utilizado en Japón para inferiores —en la escala social japonesa— o niños. El asomo de paternalismo no inhibe a Kobayashi, muy sobrio en sus críticas a novelistas de su tiempo y profundo conocedor de la literatura de Europa, de profesar una sincera admiración por el joven escritor. Y le prodiga rendidos elogios: «Tal exuberancia de talento se convierte en una especie de fuerza misteriosa, en algo diabólico. Sí, tu talento es tan enorme que se transforma en una especie de poder mágico. Siento que estoy hechizado por esta circunstancia tuya, por la inventiva tuya al crear tal flujo de imágenes que mana sin parar».
HABLEMOS, COMO HACE Kobayashi, con este diamante de mil caras llamado Yukio Mishima. Digámosle, al igual que hace el entrevistador, que, «de verdad, eres un diablo con talento». (Le agradará.) Osemos jugar a preguntarle lo que queramos sobre su obra y personalidad. E imaginemos, razonable o descabelladamente, las respuestas que podría darnos…
Pero, sobre todo, escuchemos las que fueron sus últimas palabras.

  NOTA AL TEXTO


En coherencia con el uso general que fuera de Japón tiene la ordenación del nombre de Mishima, primero el nombre y luego el apellido, en todos los nombres de persona que aparecen en este texto hemos adoptado este orden, a pesar de ser contrario al uso en Japón, donde el apellido se antepone al nombre. La excepción son los nombres de autores clásicos unidos por la preposición «no», como Kamo no Chōmei.
Las palabras y nombres japoneses siguen una pronunciación bastante semejante al español: las vocales se pronuncian casi igual que en nuestra lengua. En las consonantes, sin embargo, la transcripción empleada requiere una pronunciación más próxima a la lengua inglesa: la h es aspirada; la j se pronuncia como en inglés o catalán; la g siempre es suave, como en «guerra»; el dígrafo sh es como en inglés; y la z se pronuncia como una s sonora. El signo macrón sobre las vocales indica que éstas se pronuncian largas, como si fueran dobles; por ejemplo, «ōgai» suena como «Oogai».
CARLOS RUBIO.
Fuente:
Título original: Bi no Katachi. Saigo no Kotoba
Yukio Mishima & Hideo Kobayashi & Takashi Furubayashi, 2015
Traducción: Carlos Rubio
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

domingo, 9 de abril de 2017

Roberto Bolaño. Cuento. LA COLONIA LINDAVISTA. Libro: EL SECRETO DEL MAL.


LA COLONIA LINDAVISTA


Cuando llegamos a México, en 1968, pasamos los primeros días en casa de un amigo de mi madre y luego alquilamos un departamento en la colonia Lindavista. He olvidado el nombre de la calle, aunque a veces creo que se llamaba Aurora, pero puede que me confunda. En Blanes viví durante unos años en un piso de la calle Aurora, por lo que me parece poco probable que también en México hubiera vivido en otra calle Aurora, si bien es cierto que este nombre es bastante usual y que muchas calles de muchas ciudades lo llevan. La calle Aurora de Blanes, en cualquier caso, no tenía más de veinte metros y se podría decir que más que calle era un callejón. La Aurora de la colonia Lindavista, si realmente se llamó así, era una calle estrecha pero grande, al menos de cuatro cuadras, y allí vivimos durante el primer año de nuestra larga estancia en México.
La mujer que nos alquiló la casa se llamaba Eulalia Martínez. Era viuda y tenía tres hijas y un hijo. Habitaba en la planta baja del edificio, un edificio que entonces me parecía normal, pero que ahora, en el recuerdo, se me aparece como un conjunto de anomalías y de torpezas, pues la segunda planta, a la que se llegaba subiendo una escalera al aire libre, y la tercera, a la que se accedía mediante una escalerilla de metal, habían sido levantadas mucho después y posiblemente sin permiso de obras. Las diferencias eran notorias: la casa de la primera planta tenía el techo alto, un cierto empaque, era fea pero había sido construida siguiendo los planos de un arquitecto; la segunda y la tercera planta eran improvisaciones del gusto estético de doña Eulalia y de la maña de un albañil de confianza. Detrás de esa adiposidad arquitectónica se hallaba una razón no meramente mercantil. La dueña de nuestro departamento tenía cuatro hijos y los cuatro departamentos de las dos plantas adicionales fueron construidos para ellos, para que siguieran cerca de su madre cuando se casaran.
Cuando nosotros llegamos allí, sin embargo, sólo estaba ocupado el departamento que quedaba justo arriba del nuestro. Las tres hijas mayores de doña Eulalia estaban solteras y vivían con su madre en la casa de abajo. El hijo menor, Pepe, era el único que se había casado y vivía encima de nosotros junto a su mujer, Lupita. Ellos fueron nuestros vecinos más cercanos durante aquel tiempo.
De doña Eulalia poco más es lo que puedo decir. Era una mujer voluntariosa y había tenido suerte en la vida y posiblemente era más mala que buena. A sus hijas apenas las conocí. Eran lo que en aquellos lejanos años se conocía como solteronas y arrastraban ese destino tan bien como podían, es decir mal, o en el mejor de los casos de una forma resignada y oscura que iba dejando huellas imperceptibles en las cosas o en los recuerdos de las cosas que uno tiene después, cuando todo se ha desvanecido. Se las veía poco o yo las veía poco, consumían telenovelas y hablaban mal de las otras mujeres del barrio, con quienes se cruzaban en el almacén o en el oscuro zaguán donde una india esquelética vendía tortillas de nixtamal.
Pepe y su mujer, Lupita, eran diferentes.
Mi madre y mi padre, que por entonces eran tres o cuatro años menores de lo que yo soy ahora, se hicieron amigos de ellos casi de inmediato. A mí me interesó Pepe. En el barrio todos los muchachos de mi edad lo llamaban el Piloto porque era piloto de la Fuerza Aérea Mexicana. Su mujer se dedicaba a las labores de la casa. Antes de casarse con Pepe había trabajado de secretaria o de administrativa en una oficina pública. Los dos eran o trataban de ser simpáticos y hospitalarios. A veces mis padres subían a su casa y se estaban un rato allí, escuchando discos y bebiendo. Mis padres eran mayores que Pepe y Lupita, pero eran chilenos y los chilenos en aquella época se veían a sí mismos como el súmmum de la modernidad, al menos en Latinoamérica, y la diferencia de edad quedaba borrada por el talante francamente juvenil que exhibían mis dos progenitores.
En alguna ocasión yo también subí a casa de ellos. Pepe tenía una sala o un living, como le llamábamos nosotros, bastante moderno, y un tocadiscos que parecía recién comprado, y en las paredes y sobre los aparadores del comedor había fotos de él y de Lupita y fotos de los aviones que él pilotaba, aunque de eso, que era lo que a mí más me interesaba, prefería no hablar, como si estuviera permanentemente constreñido por algún secreto militar. Información clasificada, lo llamaban los norteamericanos en sus teleseries. Secretos militares de la Fuerza Aérea Mexicana que en el fondo no le quitaban el sueño a nadie, salvo a Pepe, que tenía un sentido del deber y de la responsabilidad bastante extraño.
Poco a poco, por conversaciones oídas a la hora de la cena o mientras yo estudiaba, me fui haciendo una idea de la situación real de nuestros vecinos. Llevaban cinco años casados y aún no habían tenido hijos. Las visitas al ginecólogo no escaseaban. Según los médicos Lupita era perfectamente capaz de tener hijos. Los exámenes hechos a Pepe revelaban lo mismo. El problema era mental, habían dicho los médicos. La madre de Pepe, a medida que pasaban los años y no la hacían abuela, le fue cogiendo ojeriza a Lupita. Esta una vez le confesó a mi madre que el problema residía en la casa y en la cercanía de su suegra. Si se fueran a otra parte, le dijo, probablemente no tardaría en quedar embarazada.
Creo que Lupita tenía razón.
Un apunte más: Pepe y Lupita eran bajos de estatura. Yo, que en aquella época tenía dieciséis años, era más alto que Pepe. Así que supongo que Pepe no medía más de un metro sesentaicinco y Lupita con suerte andaría por el metro cincuentayocho. Pepe era moreno, con el pelo muy negro y una expresión reflexiva en el rostro, como si constantemente anduviera preocupado por algo. Todas las mañanas salía a trabajar vestido con el uniforme de oficial de la Fuerza Aérea. Su afeitado era perfecto, salvo los fines de semana, en que se ponía una sudadera y unos pantalones vaqueros y no se afeitaba. Lupita tenía la piel blanca, el pelo teñido de rubio, casi siempre con permanente, que se hacía en la peluquería o ella sola, con una maletita en donde había todo lo necesario para el pelo de una mujer y que Pepe le trajo desde Estados Unidos, y solía sonreír cuando saludaba. A veces, desde mi cuarto, los escuchaba hacer el amor. En aquella época empecé a escribir con cierta asiduidad y me quedaba despierto hasta muy tarde. Mi vida no me parecía nada excepcional. De hecho, estaba insatisfecho con todo. Y escribía hasta las dos o las tres de la mañana y era a esa hora cuando de improviso empezaban los gemidos en el departamento de arriba.
Al principio todo me parecía normal. Si Pepe y Lupita querían tener un hijo tenían que coger. Pero luego empecé a hacerme algunas preguntas: ¿por qué empezaban tan tarde?, ¿por qué no oía voces antes de que empezaran los gemidos? De más está decir que todo lo que sabía de sexo en aquella época lo había aprendido en el cine o leyendo revistas pornográficas. Es decir, sabía muy poco. Pero lo suficiente como para presentir que en el departamento de arriba ocurría algo raro. La relación sexual de Pepe y Lupita se me aparecía de improviso ornada de gestos ininteligibles, como si en el departamento de arriba se llevaran a cabo escenas de sadomasoquismo, un sadomasoquismo que no conseguía visualizar del todo y que estaba regido, más que por acciones que provocaran dolor y placer, por movimientos teatralizados que Pepe y Lupita interpretaban contra sí mismos y que paulatinamente los estaban trastornando.
Exteriormente esto apenas era perceptible. De hecho no tardé en llegar a la fatua conclusión de que sólo yo lo sabía. Mi madre, que de alguna manera era amiga de Lupita y receptora de sus confidencias, creía que con mudarse de casa se solucionarían todos los problemas de la pareja. Mi padre no tenía opinión. En realidad, recién llegados a México bastante teníamos con lo que a diario nos deslumbraba como para preocuparnos de los misterios de nuestros vecinos. Cuando recuerdo esa época veo a mis padres y a mi hermana y luego me veo a mí, y el conjunto que aparece ante mis ojos es de una desolación abrumadora.
A seis cuadras de nuestra casa se levantaba un supermercado Gigante adonde mi familia iba los sábados a hacer la compra de toda la semana. Eso lo recuerdo con profusión de detalles. Y también que por aquella época empecé a estudiar en una preparatoria del Opus Dei, aunque en descargo de mis padres debo decir que éstos en su vida habían oído hablar de esta institución. Yo mismo tardé más de un año en enterarme de en qué lugar endemoniado estaba estudiando. Mi maestro de Ética era un nazi confeso, pero lo curioso es que se trataba de un chiapaneco pequeñajo y aindiado que había estudiado becado en Italia, en el fondo un tipo simpático y estúpido al que los nazis de verdad no hubieran dudado en exterminar, y mi maestro de Lógica creía en la voluntad heroica de José Antonio (muchos años después, en España, alcancé a vivir en una avenida José Antonio), pero lo cierto es que yo, como mis padres, no me enteraba de nada.
Los únicos interesantes eran Pepe y Lupita. Y un amigo de Pepe, de hecho el único amigo de Pepe, un tipo rubio, el mejor piloto de su promoción, un tipo alto y delgado que había sufrido un accidente mientras pilotaba su caza y ya no podía volar nunca más. Casi todos los fines de semana aparecía por la casa y después de saludar a la madre y a las hermanas de Pepe, que lo adoraban, subía a la casa de su amigo y se dedicaban a beber y a ver la tele, mientras Lupita preparaba la comida. Otras veces aparecía entre semana y entonces llegaba vestido con el uniforme, un uniforme que me cuesta visualizar, yo diría que era azul, pero es probable que me equivoque, si cierro los ojos y trato de evocar a Pepe y a su amigo rubio, los veo con uniformes verdes, un verde claro, un uniforme bonito para dos pilotos, junto a Lupita que va vestida con una falda azul (ella sí de azul) y una blusa blanca.
A veces el rubio se quedaba a comer. Mis padres se acostaban y arriba seguía la música. En mi casa yo era el único que permanecía despierto porque a esa hora comenzaba a escribir. Y de alguna manera el ruido que venía del piso de arriba me hacía compañía. A eso de las dos de la mañana las voces y la música cesaban y se hacía un silencio extraño en todo el edificio, no sólo en el departamento de Pepe sino también en el nuestro y en la casa de la madre de Pepe que sostenía las ampliaciones y que a esa hora parecía chirriar, como si los pisos que habían crecido encima le pesaran demasiado. Y entonces yo sólo oía el viento, el viento nocturno del DF y las pisadas del rubio que se aproximaban a la puerta, seguido de las pisadas de Pepe que lo acompañaba, y después alguien bajaba las escaleras, las mismas pisadas, pero en nuestro rellano, y luego bajaban las escaleras hasta la primera planta, y alguien abría el portón de hierro y luego las pisadas se perdían en la calle Aurora. Entonces yo dejaba de escribir (no recuerdo qué escribía, algo malo, sin duda, pero algo largo y que me mantenía en vilo) y aguardaba a los ruidos que no se producían en el piso de Pepe, como si tras marcharse el rubio todo allí, incluido Pepe y Lupita, se hubiera de improviso congelado.


Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas