lunes, 24 de octubre de 2016

Robert Louis Stevenson. Fábulas.


  
Robert Louis Stevenson (Edimburgo, Escocia, 1850 - Samoa, 1894). Es uno de los escritores que más ha influido en la literatura del siglo XX. Su magisterio fue reconocido por Joseph Conrad, Graham Greene, G. K. Chesterton, H. G. Wells, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Aunque estudió leyes y ejerció como abogado, acabó dedicándose exclusivamente a la literatura, gracias al éxito de obras como La isla del tesoro (1883) y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886). En 1880 se casó con Fanny Osbourne, una norteamericana diez años mayor que él, y el matrimonio se trasladó a vivir a Estados Unidos, en donde Stevenson conoció y se hizo amigo de Mark Twain. Enfermo de tuberculosis, en 1888 emprendió junto a su mujer un viaje por el Pacífico Sur y acabó instalándose en Samoa, donde los aborígenes le bautizaron como Tusitala («el contador de historias»). Allí escribió sus Fábulas y las Oraciones de Vailima, que serían publicadas en 1895, un año después de su muerte, provocada por un derrame cerebral. Está enterrado en el Monte Vaea de Samoa.


***
PRÓLOGO
EN 1981, cuando yo colaboraba diariamente con Jorge Luis Borges, a pedido de una editorial argentina iniciamos la traducción de las Fábulas de Robert Louis Stevenson, tarea que nos llevó casi un año. Dotado de un excelente manejo del inglés, al que consideraba su segunda lengua, en distintas épocas de su vida Borges había acometido la traducción de textos literarios teniendo en cuenta que cada idioma tiene sus posibilidades e imposibilidades propias y que esas particularidades no son traducibles. Fiel a sus convicciones estéticas, para Borges la traducción no era el mero traslado literal de un idioma a otro conservando los detalles, sino la modificación de un texto basado esencialmente en los significados. Irónico, crítico y severo con ciertas famosas traducciones, gustaba recordar aquello que Chesterton había dicho de las versiones que Fitzgerald hiciera de Omar Kayyam: «No conozco persa, pero esa traducción es demasiado buena para ser fiel».
Quizá es ocioso comentar la devoción de Borges por Stevenson, a quien dedicó tantas páginas memorables y a quien consideraba un escritor de genio y una de sus referencias literarias esenciales. Cuando pusimos manos a la obra, me advirtió algo que después escribimos en el prólogo: «Cada fábula de este libro tiene su propio estilo y su propio vocabulario, casi en cada renglón hay una sorpresa, debemos empeñarnos en ser fieles al texto original». También quizá es ocioso agregar que las Fábulas son una breve y preciosa obra maestra en la vasta escritura de Stevenson a pesar de su corta vida; toda la magia de su palabra, su imaginación y su ética se expresa en estas páginas aparentemente laterales.
Como también me considero devoto de Stevenson, a quien releo frecuentemente, he aprovechado esta nueva traducción para volver a las fabulosas historias escritas por el prolífico escocés. A la actual edición de REY LEAR se agregan dos nuevos textos: El simio científico y El relojero, cuyos manuscritos fueron descubiertos en la Universidad de Yale, y son complemento de las anteriores. Esas dos perlas literarias abordan temas que el tiempo no ha envejecido y renuevan su vigencia; el delicado sarcasmo del autor y sus convicciones éticas exaltan verdades inquebrantables.
Respetuosa de las palabras, experta traductora, como lo demuestra en cada frase, Catalina Martínez Muñoz ha logrado una excelente versión de las Fabulas, que se suma y enriquece a la que realizara con Borges y ahora me complazco en presentar.
Más de un siglo ha transcurrido desde que Robert Louis Stevenson concibió esta obra maestra que, a través de tantos años, nos sigue sorprendiendo como lectores y sigue siendo una enseñanza para quienes aspiran a escribir relatos.
 ROBERTO ALIFANO
Buenos Aires, agosto de 2010


  I
(Fragmento).

LOS PERSONAJES DEL RELATO


CONCLUIDO EL CAPÍTULO 32 de La isla del tesoro, dos de los títeres se fueron a pasear y a fumar una pipa antes de reanudar su trabajo. Se encontraron en un campo, no lejos de donde transcurría la narración.
—Buenos días, Capitán —saludó el primer oficial, con gesto soldadesco y expresión radiante.
—¡Ah, Silver! —masculló el otro—. Ésas no son maneras, Silver.
—Verá usted, capitán Smollet —protestó Silver—, el deber es el deber, y yo lo sé mejor que nadie. Pero ahora estamos de descanso, y no veo ninguna razón para guardar las formas morales.
—Es usted un granuja de cuidado, amigo mío —respondió el Capitán.
—Vamos, vamos, Capitán, seamos justos —dijo el otro—. No hay razón para enfadarse conmigo en serio. No soy más que el personaje de un cuento de marinos. En realidad no existo.
—Tampoco yo existo en realidad, o eso se me figura —asintió el Capitán.
—Yo no pondría límites a lo que un personaje virtuoso pudiera tomar por disputa —contestó Silver—. Pero soy el villano de esta historia. Y, de marino a marino, me gustaría saber cuáles son las posibilidades.
—¿Es que no le enseñaron el catecismo? —preguntó el Capitán—. ¿No sabe usted que existe una cosa llamada autor?
—¿Una cosa llamada autor? —repitió John, con sorna— ¿Quién mejor que yo? La cuestión es si el autor lo creó a usted, y si creó a John el Largo y si creó a Hands y a Pew, y a George Merry, aunque tampoco es que George pinte gran cosa, porque es poco más que un nombre; y si creó a Flint, o lo que queda de él. Y si creó este motín, que le ha causado a usted tantas fatigas. Y si mató a Tom Redruth. Y, bueno… si eso es un autor, ¡que me ahorquen!
—¿No cree usted en un estado futuro? —le interpeló Smollet—. ¿Cree que no hay nada más que esta historia en un papel?
—No sabría qué decirle a eso —respondió Silver— y la verdad es que tampoco veo qué relación puede tener. Lo que sí sé es que, si de verdad existe esa cosa llamada autor, yo soy su personaje favorito. Me entiende mejor que a usted; ya lo creo que me entiende. Y le gusta darme vida. Me hace pasar la mayor parte del tiempo en cubierta, con muleta y todo, mientras que a usted lo encierra en la bodega a pasar el sarampión, donde nadie lo ve, ni ganas de verlo que tiene, ¡por eso sí que puede usted apostar! Si ese autor existe, ¡qué diantres!, lo que es seguro es que está de mi parte, ¡por eso sí que puede apostar!
—Ya veo que el autor le está dando mucha cuerda —señaló el Capitán—. Pero eso no puede cambiar las convicciones de un hombre. Sé que el autor me respeta: lo noto en los huesos. Cuando usted y yo tuvimos esa conversación en la puerta del fortín, ¿de qué lado cree que se puso el autor, amigo mío?
—¿Y a mí no me respeta? —protestó Silver—. ¡Tendría que haberme oído sofocando el motín: a George Merry y a Morgan y a todos los demás! ¡Y hace sólo un momento, en el capítulo anterior! ¡Se habría enterado de lo que es bueno! ¡Habría visto lo que el autor piensa de mí! Pero, dígame una cosa, ¿de verdad se tiene usted por un personaje virtuoso de la cabeza a los pies?
—¡Dios no lo quiera! —exclamó el Capitán solemnemente—. Soy un hombre que procura cumplir con su deber y a veces lo enreda todo. Me temo que en casa no soy muy popular, Silver —suspiró el Capitán.
—Ya —dijo Silver—. ¿Y qué me dice de esta segunda parte de la historia? ¿Seguirá siendo usted el capitán Smollet, como siempre, y no muy popular en casa, como bien dice? En tal caso, ¿por qué truenos repite La isla del tesoro? Yo seguiré siendo John el Largo, y Pew seguirá siendo Pew. Y ya verá como tenemos otro motín. ¿O será usted un personaje distinto en esta ocasión? Y en tal caso, ¿por qué? ¿Acaso es usted mejor por eso? ¿Y soy yo peor?
—Verá, amigo mío, la verdad es que no entiendo cómo está ocurriendo todo esto. No veo cómo es posible que usted y yo, que no existimos, estemos aquí conversando y fumando una pipa ante el mundo entero, como si fuésemos de carne y hueso. Pues bien, de ser así: ¿quién soy yo para soltar mis opiniones? Sé que el autor está de parte del bien. Me lo cuenta cuando se le acaba la tinta mientras está escribiendo. Y eso es todo cuanto yo necesito saber. Por lo demás, afrontaré los riesgos.
—Es evidente que parecía estar en contra de George Merry —concedió Silver, en tono pensativo—. Claro que George es poco más que un nombre, en el mejor de los casos —añadió, animándose un poco—. Pero, vayamos por una vez a lo esencial. ¿Qué es el bien? Yo organicé un motín, y soy un caballero de fortuna. Usted, a juzgar por lo que se dice, no es ningún santo. Yo soy un hombre de trato fácil. No es su caso: hasta usted mismo lo reconoce. Y a mí no se me escapa que es usted un diablo de cuidado. ¿Qué es qué? ¿Qué es el bien y qué es el mal? ¡Dígamelo usted! Estamos aquí a la espera, ¡por eso sí que puede apostar!
—Ninguno de los dos somos perfectos —respondió el Capitán—. Eso es una verdad incontestable, amigo mío. Yo sólo digo que trato de cumplir con mi deber, y lo cierto es que no puedo felicitarle por sus éxitos, si es que usted también procura cumplir con el suyo.
—Con que ¿era usted el juez? —contestó Silver, con gesto socarrón.
—Para usted, amigo mío, seré el juez y el ahorcado, y sin pestañear —dijo el Capitán—. Incluso voy más allá. Quizá no suene a teología de la buena, pero el sentido común nos dice que lo bueno es además útil, o algo así, más o menos, que tampoco quiero yo pasar por un filósofo. Ahora bien, ¿a dónde iría a parar una buena narración si no hubiera personajes virtuosos?
—Si vamos a eso —replicó Silver—, ¿cómo empezaría una buena narración si no hubiera villanos?
—Eso mismo digo yo —asintió el capitán Smollet—. El autor necesita una historia. Eso es lo que quiere. Y para conseguirla, y ofrecer una oportunidad como es debido a un hombre como el doctor, pongamos por caso, necesita contar con hombres como usted y como Hands. ¡Pero él está del lado del bien! ¡Ándese con mucho ojo! Usted todavía no ha entrado en esta historia. Se le avecinan problemas.
—¿Cuánto quiere apostar? —le retó John.
—Eso me trae sin cuidado —contestó el Capitán—. Me contento con ser Alexander Smollet, aunque sea un mal hombre. Y de rodillas doy gracias a mis astros por no ser Silver. Pero se está destapando el tintero. ¡A nuestros puestos!
Y, efectivamente, el autor ya había empezado a escribir estas palabras:
Capítulo XXXIII
Fuente:

Robert Louis Stevenson
Fábulas. Título original: Fables
Robert Louis Stevenson, 1896
Traducción: Catalina Martínez Muñoz
Prólogo: Roberto Alifano.

domingo, 23 de octubre de 2016

Jorge LUis Borges. LOS CONJURADOS. (1985). Poemario completo.


 LOS CONJURADOS
  (1985)


      Inscripción

     Escribir un poema es ensayar una magia menor. El instrumento de esa magia, el lenguaje, es asaz misterioso. Nada sabemos de su origen. Sólo sabemos que se ramifica en idiomas y que cada uno de ellos consta de un indefinido y cambiante vocabulario y de una cifra indefinida de posibilidades sintácticas. Con esos inasibles elementos he formado este libro. (En el poema, la cadencia y el ambiente de una palabra pueden pesar más que el sentido.)
     De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?
     Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!
     J. L. B.


  PRÓLOGO

     A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra. Sigo, sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra hermosa suerte me queda? La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es.
     No profeso ninguna estética. Cada obra confía a su escritor la forma que busca: el verso, la prosa, el estilo barroco o el llano. Las teorías pueden ser admirables estímulos (recordemos a Whitman) pero asimismo pueden engendrar monstruos o meras piezas de museo. Recordemos el monólogo interior de James Joyce o el sumamente incómodo Polifemo.
     Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres. Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta el fin.
     En este libro hay muchos sueños. Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro rasgo circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, a partir de Defoe.
     Dicto este prólogo en una de mis patrias, Ginebra.
     J. L. B.
 9 de enero de 1985


  CRISTO EN LA CRUZ

     Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.
     Los tres maderos son de igual altura.
     Cristo no está en el medio. Es el tercero.
     La negra barba pende sobre el pecho.
     El rostro no es el rostro de las láminas.
     Es áspero y judío. No lo veo
     y seguiré buscándolo hasta el día
     último de mis pasos por la tierra.
     El hombre quebrantado sufre y calla.
     La corona de espinas lo lastima.
     No lo alcanza la befa de la plebe
     que ha visto su agonía tantas veces.
     La suya o la de otro. Da lo mismo.
     Cristo en la cruz. Desordenadamente
     piensa en el reino que tal vez lo espera,
     piensa en una mujer que no fue suya.
     No le está dado ver la teología,
     la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
     las catedrales, la navaja de Occam,
     la púrpura, la mitra, la liturgia,
     la conversión de Guthrum por la espada,
     la Inquisición, la sangre de los mártires,
     las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
     el Vaticano que bendice ejércitos.
     Sabe que no es un dios y que es un hombre
     que muere con el día. No le importa.
     Le importa el duro hierro de los clavos.
     No es un romano. No es un griego. Gime.
     Nos ha dejado espléndidas metáforas
     y una doctrina del perdón que puede
     anular el pasado. (Esa sentencia
     la escribió un irlandés en una cárcel.)
     El alma busca el fin, apresurada.
     Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
     Anda una mosca por la carne quieta.
     ¿De qué puede servirme que aquel hombre
     haya sufrido, si yo sufro ahora?
     Kioto, 1984


  DOOMSDAY

     Será cuando la trompeta resuene, como escribe san Juan el Teólogo.
     Ha sido en 1757, según el testimonio de Swedenborg.
     Fue en Israel (cuando la loba clavó en la cruz la carne de Cristo),
     [pero no sólo entonces.

     Ocurre en cada pulsación de tu sangre.
     No hay un instante que no pueda ser el cráter del Infierno.
     No hay un instante que no pueda ser el agua del Paraíso.
     No hay un instante que no esté cargado como un arma.
     En cada instante puedes ser Caín o Siddharta, la máscara o el rostro.
     En cada instante puede revelarte su amor Helena de Troya.
     En cada instante el gallo puede haber cantado tres veces.
     En cada instante la clepsidra deja caer la última gota.

  CÉSAR

     Aquí, lo que dejaron los puñales.
     Aquí esa pobre cosa, un hombre muerto
     que se llamaba César. Le han abierto
     cráteres en la carne los metales.
     Aquí la atroz, aquí la detenida
     máquina usada ayer para la gloria,
     para escribir y ejecutar la historia
     y para el goce pleno de la vida.
     Aquí también el otro, aquel prudente
     emperador que declinó laureles,
     que comandó batallas y bajeles
     y que rigió el oriente y el poniente.
     Aquí también el otro, el venidero
     cuya gran sombra será el orbe entero.

  TRÍADA

     El alivio que habrá sentido César en la mañana de Farsalia, al pensar: Hoy es la batalla.
     El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: Hoy es el día del patíbulo, del coraje y del hacha.
     El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.

  LA TRAMA

     Las migraciones que el historiador, guiado por las azarosas reliquias de la cerámica y del bronce, trata de fijar en el mapa y que no comprendieron los pueblos que las ejecutaron.
     Las divinidades del alba que no han dejado ni un ídolo ni un símbolo.
     El surco del arado de Caín.
     El rocío en la hierba del Paraíso.
     Los hexagramas que un emperador descubrió en la caparazón de una de las tortugas sagradas.
     Las aguas que no saben que son el Ganges.
     El peso de una rosa en Persépolis.
     El peso de una rosa en Bengala.
     Los rostros que se puso una máscara que guarda una vitrina.
     El nombre de la espada de Hengist.
     El último sueño de Shakespeare.
     La pluma que trazó la curiosa línea: He met the Nightmare and her name he told.
     El primer espejo, el primer hexámetro.
     Las páginas que leyó un hombre gris y que le revelaron que podía ser don Quijote.
     Un ocaso cuyo rojo perdura en un vaso de Creta.
     Los juguetes de un niño que se llamaba Tiberio Graco.
     El anillo de oro de Polícrates que el Hado rechazó.
     No hay una sola de esas cosas perdidas que no proyecte ahora una larga sombra y que no determine lo que haces hoy o lo que harás mañana.

  RELIQUIAS

     El hemisferio austral. Bajo su álgebra
     de estrellas ignoradas por Ulises,
     un hombre busca y seguirá buscando
     las reliquias de aquella epifanía
     que le fue dada, hace ya tantos años,
     del otro lado de una numerada
     puerta de hotel, junto al perpetuo Támesis,
     que fluye como fluye ese otro río,
     el tenue tiempo elemental. La carne
     olvida sus pesares y sus dichas.
     El hombre espera y sueña. Vagamente
     rescata unas triviales circunstancias.
     Un nombre de mujer, una blancura,
     un cuerpo ya sin cara, la penumbra
     de una tarde sin fecha, la llovizna,
     unas flores de cera sobre un mármol
     y las paredes, color rosa pálido.

  SON LOS RÍOS

     Somos el tiempo. Somos la famosa
     parábola de Heráclito el Oscuro.
     Somos el agua, no el diamante duro,
     la que se pierde, no la que reposa.
     Somos el río y somos aquel griego
     que se mira en el río. Su reflejo
     cambia en el agua del cambiante espejo,
     en el cristal que cambia como el fuego.
     Somos el vano río prefijado,
     rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
     Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
     La memoria no acuña su moneda.
     Y sin embargo hay algo que se queda
     y sin embargo hay algo que se queja.

  LA JOVEN NOCHE

     Ya las lustrales aguas de la noche me absuelven
     de los muchos colores y de las muchas formas.
     Ya en el jardín las aves y los astros exaltan
     el regreso anhelado de las antiguas normas
     del sueño y de la sombra. Ya la sombra ha sellado
     los espejos que copian la ficción de las cosas.
     Mejor lo dijo Goethe: Lo cercano se aleja.
     Esas cuatro palabras cifran todo el crepúsculo.
     En el jardín las rosas dejan de ser las rosas
     y quieren ser la Rosa.

  LA TARDE

     Las tardes que serán y las que han sido
     son una sola, inconcebiblemente.
     Son un claro cristal, solo y doliente,
     inaccesible al tiempo y a su olvido.
     Son los espejos de esa tarde eterna
     que en un cielo secreto se atesora.
     En aquel cielo están el pez, la aurora,
     la balanza, la espada y la cisterna.
     Uno y cada arquetipo. Así Plotino
     nos enseña en sus libros, que son nueve;
     bien puede ser que nuestra vida breve
     sea un reflejo fugaz de lo divino.
     La tarde elemental ronda la casa.
     La de ayer, la de hoy, la que no pasa.

  ELEGÍA

     Tuyo es ahora, Abramowicz, el singular sabor de la muerte, a nadie negado, que me será ofrecido en esta casa o del otro lado del mar, a orillas de tu Ródano, que fluye fatalmente como si fuera ese otro y más antiguo Ródano, el Tiempo. Tuya será también la certidumbre de que el Tiempo se olvida de sus ayeres y de que nada es irreparable o la contraria certidumbre de que los días nada pueden borrar y de que no hay un acto, o un sueño, que no proyecte una sombra infinita. Ginebra te creía un hombre de leyes, un hombre de dictámenes y de causas, pero en cada palabra, en cada silencio, eras un poeta. Acaso estás hojeando en este momento los muy diversos libros que no escribiste pero que prefijabas y descartabas y que para nosotros te justifican y de algún modo son. Durante la primera guerra, mientras se mataban los hombres, soñamos los dos sueños que se llamaron Laforgue y Baudelaire. Descubrimos las cosas que descubren todos los jóvenes: el ignorante amor, la ironía, el anhelo de ser Raskolnikov o el príncipe Hamlet, las palabras y los ponientes. Las generaciones de Israel estaban en ti cuando me dijiste sonriendo: Je suis très fatigué. J’ai quatre mille ans. Esto ocurrió en la Tierra; vano es conjeturar la edad que tendrás en el cielo.
     No sé si todavía eres alguien, no sé si estás oyéndome.
     Buenos Aires, 14 de enero de 1984


  ABRAMOWICZ

     Esta noche, no lejos de la cumbre de la colina de Saint Pierre, una valerosa y venturosa música griega nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por consiguiente, el alma perdura cuando su cuerpo es caos. Esto quiere decir que María Kodama, Isabelle Monet y yo no somos tres, como ilusoriamente creíamos. Somos cuatro, ya que tú también estás con nosotros, Maurice. Con vino rojo hemos brindado a tu salud. No hacía falta tu voz, no hacía falta el roce de tu mano ni tu memoria. Estabas ahí, silencioso y sin duda sonriente, al percibir que nos asombraba y maravillaba ese hecho tan notorio de que nadie puede morir. Estabas ahí, a nuestro lado, y contigo las muchedumbres de quienes duermen con sus padres, según se lee en las páginas de tu Biblia. Contigo estaban las muchedumbres de las sombras que bebieron en la fosa ante Ulises y también Ulises y también todos los que fueron o imaginaron los que fueron. Todos estaban ahí, y también mis padres y también Heráclito y Yorick. Cómo puede morir una mujer o un hombre o un niño, que han sido tantas primaveras y tantas hojas, tantos libros y tantos pájaros y tantas mañanas y noches.
     Esta noche puedo llorar como un hombre, puedo sentir que por mis mejillas las lágrimas resbalan, porque sé que en la tierra no hay una sola cosa que sea mortal y que no proyecte su sombra. Esta noche me has dicho sin palabras, Abramowicz, que debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta.

  FRAGMENTOS DE UNA TABLILLA DE BARRO DESCIFRADA POR EDMUND BISHOP EN 1867

     … Es la hora sin sombra. Melkart el dios rige desde la cumbre del mediodía el mar de Cartago. Aníbal es la espada de Melkart.
     Las tres fanegas de anillos de oro de los romanos que perecieron en Apulia, seis veces mil, han arribado al puerto.
     Cuando el otoño esté en los racimos habré dictado el verso final.
     Alabado sea Baal, dios de los muchos cielos, alabada sea Tanith, la cara de Baal, que dieron la victoria a Cartago y que me hicieron heredar la vasta lengua púnica, que será la lengua del orbe, y cuyos caracteres son talismánicos.
     No he muerto en la batalla como mis hijos, que fueron capitanes en la batalla y que no enterraré, pero a lo largo de las noches he labrado el cantar de las dos guerras y de la exultación.
     Nuestro es el mar. ¿Qué saben los romanos del mar?
     Tiemblan los mármoles de Roma; han oído el rumor de los elefantes de guerra.
     Al fin de quebrantados convenios y de mentirosas palabras, hemos condescendido a la espada.
     Tuya es la espada ahora, romano; la tienes clavada en el pecho.
     Canté la púrpura de Tiro, que es nuestra madre. Canté los trabajos de quienes descubrieron el alfabeto y surcaron los mares. Canté la pira de la clara reina. Canté los remos y los mástiles y las arduas tormentas…
     Berna, 1984


  ELEGÍA DE UN PARQUE

     Se perdió el laberinto. Se perdieron
     todos los eucaliptos ordenados,
     los toldos del verano y la vigilia
     del incesante espejo, repitiendo
     cada expresión de cada rostro humano,
     cada fugacidad. El detenido
     reloj, la entretejida madreselva,
     la glorieta, las frívolas estatuas,
     el otro lado de la tarde, el trino,
     el mirador y el ocio de la fuente
     son cosas del pasado. ¿Del pasado?
     Si no hubo un principio ni habrá un término,
     si nos aguarda una infinita suma
     de blancos días y de negras noches,
     ya somos el pasado que seremos.
     Somos el tiempo, el río indivisible,
     somos Uxmal, Cartago y la borrada
     muralla del romano y el perdido
     parque que conmemoran estos versos.

  LA SUMA

     Ante la cal de una pared que nada
     nos veda imaginar como infinita
     un hombre se ha sentado y premedita
     trazar con rigurosa pincelada
     en la blanca pared el mundo entero:
     puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
     ángeles, bibliotecas, laberintos,
     anclas, Uxmal, el infinito, el cero.
     Puebla de formas la pared. La suerte,
     que de curiosos dones no es avara,
     le permite dar fin a su porfía.
     En el preciso instante de la muerte
     descubre que esa vasta algarabía
     de líneas es la imagen de su cara.

  ALGUIEN SUEÑA

     ¿Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora, que es, como todos los ahoras, el ápice? Ha soñado la espada, cuyo mejor lugar es el verso. Ha soñado y labrado la sentencia, que puede simular la sabiduría. Ha soñado la fe, ha soñado las atroces Cruzadas. Ha soñado a los griegos que descubrieron el diálogo y la duda. Ha soñado la aniquilación de Cartago por el fuego y la sal. Ha soñado la palabra, ese torpe y rígido símbolo. Ha soñado la dicha que tuvimos o que ahora soñamos haber tenido. Ha soñado la primer mañana de Ur. Ha soñado el misterioso amor de la brújula. Ha soñado la proa del noruego y la proa del portugués. Ha soñado la ética y las metáforas del más extraño de los hombres, el que murió una tarde en una cruz. Ha soñado el sabor de la cicuta en la lengua de Sócrates. Ha soñado esos dos curiosos hermanos, el eco y el espejo. Ha soñado el libro, ese espejo que siempre nos revela otra cara. Ha soñado el espejo en que Francisco López Merino y su imagen se vieron por última vez. Ha soñado el espacio. Ha soñado la música, que puede prescindir del espacio. Ha soñado el arte de la palabra, aún más inexplicable que el de la música, porque incluye la música. Ha soñado una cuarta dimensión y la fauna singular que la habita. Ha soñado el número de la arena. Ha soñado los números transfinitos, a los que no se llega contando. Ha soñado al primero que en el trueno oyó el nombre de Thor. Ha soñado las opuestas caras de Jano, que no se verán nunca. Ha soñado la luna y los dos hombres que caminaron por la luna. Ha soñado el pozo y el péndulo. Ha soñado a Walt Whitman, que decidió ser todos los hombres, como la divinidad de Spinoza. Ha soñado el jazmín, que no puede saber que lo sueñan. Ha soñado las generaciones de las hormigas y las generaciones de los reyes. Ha soñado la vasta red que tejen todas las arañas del mundo. Ha soñado el arado y el martillo, el cáncer y la rosa, las campanadas del insomnio y el ajedrez. Ha soñado la enumeración que los tratadistas llaman caótica y que, de hecho, es cósmica, porque todas las cosas están unidas por vínculos secretos. Ha soñado a mi abuela Frances Haslam en la guarnición de Junín, a un trecho de las lanzas del desierto, leyendo su Biblia y su Dickens. Ha soñado que en las batallas los tártaros cantaban. Ha soñado la mano de Hokusai, trazando una línea que será muy pronto una ola. Ha soñado a Yorick, que vive para siempre en unas palabras del ilusorio Hamlet. Ha soñado los arquetipos. Ha soñado que a lo largo de los veranos, o en un cielo anterior a los veranos, hay una sola rosa. Ha soñado las caras de tus muertos, que ahora son empañadas fotografías. Ha soñado la primer mañana de Uxmal. Ha soñado el acto de la sombra. Ha soñado las cien puertas de Tebas. Ha soñado los pasos del laberinto. Ha soñado el nombre secreto de Roma, que era su verdadera muralla. Ha soñado la vida de los espejos. Ha soñado los signos que trazará el escriba sentado. Ha soñado una esfera de marfil que guarda otras esferas. Ha soñado el calidoscopio, grato a los ocios del enfermo y del niño. Ha soñado el desierto. Ha soñado el alba que acecha. Ha soñado el Ganges y el Támesis, que son nombres del agua. Ha soñado mapas que Ulises no habría comprendido. Ha soñado a Alejandro de Macedonia. Ha soñado el muro del Paraíso, que detuvo a Alejandro. Ha soñado el mar y la lágrima. Ha soñado el cristal. Ha soñado que Alguien lo sueña.

  ALGUIEN SOÑARÁ

     ¿Qué soñará el indescifrable futuro? Soñará que Alonso Quijano puede ser don Quijote sin dejar su aldea y sus libros. Soñará que una víspera de Ulises puede ser más pródiga que el poema que narra sus trabajos. Soñará generaciones humanas que no reconocerán el nombre de Ulises. Soñará sueños más precisos que la vigilia de hoy. Soñará que podremos hacer milagros y que no los haremos, porque será más real imaginarlos. Soñará mundos tan intensos que la voz de una sola de sus aves podría matarte. Soñará que el olvido y la memoria pueden ser actos voluntarios, no agresiones o dádivas del azar. Soñará que veremos con todo el cuerpo, como quería Milton desde la sombra de esos tiernos orbes, los ojos. Soñará un mundo sin la máquina y sin esa doliente máquina, el cuerpo. La vida no es un sueño pero puede llegar a ser un sueño, escribe Novalis.

  SHERLOCK HOLMES

     No salió de una madre ni supo de mayores.
     Idéntico es el caso de Adán y de Quijano.
     Está hecho de azar. Inmediato o cercano
     lo rigen los vaivenes de variables lectores.
     No es un error pensar que nace en el momento
     en que lo ve aquel otro que narrará su historia
     y que muere en cada eclipse de la memoria
     de quienes lo soñamos. Es más hueco que el viento.
     Es casto. Nada sabe del amor. No ha querido.
     Ese hombre tan viril ha renunciado al arte
     de amar. En Baker Street vive solo y aparte.
     Le es ajeno también ese otro arte, el olvido.
     Lo soñó un irlandés, que no lo quiso nunca
     y que trató, nos dicen, de matarlo. Fue en vano.
     El hombre solitario prosigue, lupa en mano,
     su rara suerte discontinua de cosa trunca.
     No tiene relaciones, pero no lo abandona
     la devoción del otro, que fue su evangelista
     y que de sus milagros ha dejado la lista.
     Vive de un modo cómodo: en tercera persona.
     No va jamás al baño. Tampoco visitaba
     ese retiro Hamlet, que muere en Dinamarca
     y que no sabe casi nada de esa comarca
     de la espada y del mar, del arco y de la aljaba.
     (Omnia sunt plena Jovis. De análoga manera
     diremos de aquel justo que da nombre a los versos
     que su inconstante sombra recorre los diversos
     dominios en que ha sido parcelada la esfera.)
     Atiza en el hogar las encendidas ramas
     o da muerte en los páramos a un perro del infierno.
     Ese alto caballero no sabe que es eterno.
     Resuelve naderías y repite epigramas.
     Nos llega desde un Londres de gas y de neblina
     un Londres que se sabe capital de un imperio
     que le interesa poco, de un Londres de misterio
     tranquilo, que no quiere sentir que ya declina.
     No nos maravillemos. Después de la agonía,
     el hado o el azar (que son la misma cosa)
     depara a cada cual esa suerte curiosa
     de ser ecos o formas que mueren cada día.
     Que mueren hasta un día final en que el olvido,
     que es la meta común, nos olvide del todo.
     Antes que nos alcance juguemos con el lodo
     de ser durante un tiempo, de ser y de haber sido.
     Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una
     de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte
     y la siesta son otras. También es nuestra suerte
     convalecer en un jardín o mirar la luna.

  UN LOBO

     Furtivo y gris en la penumbra última,
     va dejando sus rastros en la margen
     de este río sin nombre que ha saciado
     la sed de su garganta y cuyas aguas
     no repiten estrellas. Esta noche,
     el lobo es una sombra que está sola
     y que busca a la hembra y siente frío.
     Es el último lobo de Inglaterra.
     Odín y Thor lo saben. En su alta
     casa de piedra un rey ha decidido
     acabar con los lobos. Ya forjado
     ha sido el fuerte hierro de tu muerte.
     Lobo sajón, has engendrado en vano.
     No basta ser cruel. Eres el último.
     Mil años pasarán y un hombre viejo
     te soñará en América. De nada
     puede servirte ese futuro sueño.
     Hoy te cercan los hombres que siguieron
     por la selva los rastros que dejaste,
     furtivo y gris en la penumbra última.

  MIDGARTHORMR

     Sin fin el mar. Sin fin el pez, la verde
     serpiente cosmogónica que encierra,
     verde serpiente y verde mar, la tierra,
     como ella circular. La boca muerde
     la cola que le llega desde lejos,
     desde el otro confín. El fuerte anillo
     que nos abarca es tempestades, brillo,
     sombra y rumor, reflejos de reflejos.
     Es también la anfisbena. Eternamente
     se miran sin horror los muchos ojos.
     Cada cabeza husmea crasamente
     los hierros de la guerra y los despojos.
     Soñado fue en Islandia. Los abiertos
     mares lo han divisado y lo han temido;
     volverá con el barco maldecido
     que se arma con las uñas de los muertos.
     Alta será su inconcebible sombra
     sobre la tierra pálida en el día
     de altos lobos y espléndida agonía
     del crepúsculo aquel que no se nombra.
     Su imaginaria imagen nos mancilla.
     Hacia el alba lo vi en la pesadilla.

  NUBES

 I


     No habrá una sola cosa que no sea
     una nube. Lo son las catedrales
     de vasta piedra y bíblicos cristales
     que el tiempo allanará. Lo es la Odisea,
     que cambia como el mar. Algo hay distinto
     cada vez que la abrimos. El reflejo
     de tu cara ya es otro en el espejo
     y el día es un dudoso laberinto.
     Somos los que se van. La numerosa
     nube que se deshace en el poniente
     es nuestra imagen. Incesantemente
     la rosa se convierte en otra rosa.
     Eres nube, eres mar, eres olvido.
     Eres también aquello que has perdido.
 II


     Por el aire andan plácidas montañas
     o cordilleras trágicas de sombra
     que oscurecen el día. Se las nombra
     nubes. Las formas suelen ser extrañas.
     Shakespeare observó una. Parecía
     un dragón. Esa nube de una tarde
     en su palabra resplandece y arde
     y la seguimos viendo todavía.
     ¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura
     del azar? Quizá Dios las necesita
     para la ejecución de Su infinita
     obra y son hilos de la trama oscura.
     Quizá la nube sea no menos vana
     que el hombre que la mira en la mañana.

  ON HIS BLINDNESS

     Al cabo de los años me rodea
     una terca neblina luminosa
     que reduce las cosas a una cosa
     sin forma ni color. Casi a una idea.
     La vasta noche elemental y el día
     lleno de gente son esa neblina
     de luz dudosa y fiel que no declina
     y que acecha en el alba. Yo querría
     ver una cara alguna vez. Ignoro
     la inexplorada enciclopedia, el goce
     de libros que mi mano reconoce,
     las altas aves y las lunas de oro.
     A los otros les queda el universo;
     a mi penumbra, el hábito del verso.

  EL HILO DE LA FÁBULA

     El hilo que la mano de Ariadna dejó en la mano de Teseo (en la otra estaba la espada) para que éste se ahondara en el laberinto y descubriera el centro, el hombre con cabeza de toro o, como quiere Dante, el toro con cabeza de hombre, y le diera muerte y pudiera, ya ejecutada la proeza, destejer las redes de piedra y volver a ella, a su amor.
     Las cosas ocurrieron así. Teseo no podía saber que del otro lado del laberinto estaba el otro laberinto, el del tiempo, y que en algún lugar prefijado estaba Medea.
     El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad.
     Cnossos, 1984


  POSESIÓN DEL AYER

     Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. Cuando quiero escandir versos de Swinburne, lo hago, me dicen, con su voz. Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdimos. Ilión fue, pero Ilión perdura en el hexámetro que la plañe. Israel fue cuando era una antigua nostalgia. Todo poema, con el tiempo, es una elegía. Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos.

  ENRIQUE BANCHS

     Un hombre gris. La equívoca fortuna
     hizo que una mujer no lo quisiera;
     esa historia es la historia de cualquiera
     pero de cuantas hay bajo la luna
     es la que duele más. Habrá pensado
     en quitarse la vida. No sabía
     que esa espada, esa hiel, esa agonía,
     eran el talismán que le fue dado
     para alcanzar la página que vive
     más allá de la mano que la escribe
     y del alto cristal de catedrales.
     Cumplida su labor, fue oscuramente
     un hombre que se pierde entre la gente;
     nos ha dejado cosas inmortales.

  SUEÑO SOÑADO EN EDIMBURGO

     Antes del alba soñé un sueño que me dejó abrumado y que trataré de ordenar.
     Tus mayores te engendran. En la otra frontera de los desiertos hay unas aulas polvorientas o, si se quiere, unos depósitos polvorientos, y en esas aulas o depósitos hay filas paralelas de pizarrones cuya longitud se mide por leguas o por leguas de leguas y en los que alguien ha trazado con tiza letras y números. Se ignora cuántos pizarrones hay en conjunto pero se entiende que son muchos y que algunos están abarrotados y otros casi vacíos. Las puertas de los muros son corredizas, a la manera del Japón, y están hechas de un metal oxidado. El edificio entero es circular, pero es tan enorme que desde afuera no se advierte la menor curvatura y lo que se ve es una recta. Los apretados pizarrones son más altos que un hombre y alcanzan hasta el cielo raso de yeso, que es blanquecino o gris. En el costado izquierdo del pizarrón hay primero palabras y después números. Las palabras se ordenan verticalmente, como en un diccionario. La primera es Aar, el río de Berna. La siguen los guarismos arábigos, cuya cifra es indefinida pero seguramente no infinita. Indican el número preciso de veces que verás aquel río, el número preciso de veces que lo descubrirás en el mapa, el número preciso de veces que soñarás con él. La última palabra es acaso Zwingli y queda muy lejos. En otro desmedido pizarrón esta inscrita neverness y al lado de esa extraña palabra hay ahora una cifra. Todo el decurso de tu vida está en esos signos.
     No hay un segundo que no esté royendo una serie.
     Agotarás la cifra que corresponde al sabor del jengibre y seguirás viviendo. Agotarás la cifra que corresponde a la lisura del cristal y seguirás viviendo unos días. Agotarás la cifra de los latidos que te han sido fijados y entonces habrás muerto.

  LAS HOJAS DEL CIPRÉS

     Tengo un solo enemigo. Nunca sabré de qué manera pudo entrar en mi casa, la noche del 14 de abril de 1977. Fueron dos las puertas que abrió: la pesada puerta de calle y la de mi breve departamento. Prendió la luz y me despertó de una pesadilla que no recuerdo, pero en la que había un jardín. Sin alzar la voz me ordenó que me levantara y vistiera inmediatamente. Se había decidido mi muerte y el sitio destinado a la ejecución quedaba un poco lejos. Mudo de asombro, obedecí. Era menos alto que yo pero más robusto y el odio le había dado su fuerza. Al cabo de los años no había cambiado; sólo unas pocas hebras de plata en el pelo oscuro. Lo animaba una suerte de negra felicidad. Siempre me había detestado y ahora iba a matarme. El gato Beppo nos miraba desde su eternidad, pero nada hizo para salvarme. Tampoco el tigre de cerámica azul que hay en mi dormitorio, ni los hechiceros y genios de los volúmenes de Las mil y una noches. Quise que algo me acompañara. Le pedí que me dejara llevar un libro. Elegir una Biblia hubiera sido demasiado evidente. De los doce tomos de Emerson mi mano sacó uno, al azar. Para no hacer ruido bajamos por la escalera. Conté cada peldaño. Noté que se cuidaba de tocarme, como si el contacto pudiera contaminarlo.
     En la esquina de Charcas y Maipú, frente al conventillo, aguardaba un cupé. Con un ceremonioso ademán que significaba una orden hizo que yo subiera primero. El cochero ya sabía nuestro destino y fustigó al caballo. El viaje fue muy lento y, como es de suponer, silencioso. Temí (o esperé) que fuera interminable también. La noche era de luna y serena y sin un soplo de aire. No había un alma en las calles. A cada lado del carruaje las casas bajas, que eran todas iguales, trazaban una guarda. Pensé: Ya estamos en el Sur. Alto en la sombra vi el reloj de una torre; en el gran disco luminoso no había ni guarismos ni agujas. No atravesamos, que yo sepa, una sola avenida. Yo no tenía miedo, ni siquiera miedo de tener miedo, ni siquiera miedo de tener miedo de tener miedo, a la infinita manera de los eleatas, pero cuando la portezuela se abrió y tuve que bajar, casi me caí. Subimos por unas gradas de piedra. Había canteros singularmente lisos y eran muchos los árboles. Me condujo al pie de uno de ellos y me ordenó que me tendiera en el pasto, de espaldas, con los brazos en cruz. Desde esa posición divisé una loba romana y supe dónde estábamos. El árbol de mi muerte era un ciprés. Sin proponérmelo repetí la línea famosa: Quantum lenta soient inter viburna cupressi.
     Recordé que lenta, en ese contexto, quiere decir «flexible», pero nada tenían de flexibles las hojas de mi árbol. Eran iguales, rígidas y lustrosas y de materia muerta. En cada una había un monograma. Sentí asco y alivio. Supe que un gran esfuerzo podía salvarme. Salvarme y acaso perderlo, ya que, habitado por el odio, no se había fijado en el reloj ni en las monstruosas ramas. Solté mi talismán y apreté el pasto con las dos manos. Vi por primera y última vez el fulgor del acero. Me desperté; mi mano izquierda tocaba la pared de mi cuarto.
     Qué pesadilla rara, pensé, y no tardé en hundirme en el sueño.
     Al día siguiente descubrí que en el anaquel había un hueco; faltaba el libro de Emerson, que se había quedado en el sueño. A los diez días me dijeron que mi enemigo había salido de su casa una noche y que no había regresado. Nunca regresará. Encerrado en mi pesadilla, seguirá descubriendo con horror, bajo la luna que no vi, la ciudad de relojes en blanco, de árboles falsos que no pueden crecer y nadie sabe qué otras cosas.

  CENIZA

     Una pieza de hotel, igual a todas.
     La hora sin metáfora, la siesta
     que nos disgrega y pierde. La frescura
     del agua elemental en la garganta.
     La niebla tenuemente luminosa
     que circunda a los ciegos, noche y día.
     La dirección de quien acaso ha muerto.
     La dispersión del sueño y de los sueños.
     A nuestros pies un vago Rhin o Ródano.
     Un malestar que ya se fue. Esas cosas
     demasiado inconspicuas para el verso.

  HAYDÉE LANGE

     Las naves de alto bordo, las azules
     espadas que partieron de Noruega,
     de tu Noruega y depredaron mares
     y dejaron al tiempo y a sus días
     los epitafios de las piedras rúnicas,
     el cristal de un espejo que te aguarda,
     tus ojos que miraban otras cosas,
     el marco de una imagen que no veo,
     las verjas de un jardín junto al ocaso,
     un dejo de Inglaterra en tu palabra,
     el hábito de Sandburg, unas bromas,
     las batallas de Bancroft y de Kohler
     en la pantalla silenciosa y lúcida,
     los viernes compartidos. Esas cosas,
     sin nombrarte te nombran.

  OTRO FRAGMENTO APÓCRIFO

     Uno de los discípulos del maestro quería hablar a solas con él, pero no se atrevía. El maestro le dijo:
     –Dime qué pesadumbre te oprime.
     El discípulo replicó:
     –Me falta valor.
     El maestro dijo:
     –Yo te doy el valor.
     La historia es muy antigua, pero una tradición, que bien puede no ser apócrifa, ha conservado las palabras que esos hombres dijeron, en los linderos del desierto y del alba.
     Dijo el discípulo:
     –He cometido hace tres años un gran pecado. No lo saben los otros pero yo lo sé, y no puedo mirar sin horror mi mano derecha.
     Dijo el maestro:
     –Todos los hombres han pecado. No es de hombres no pecar. El que mirare a un hombre con odio ya le ha dado muerte en su corazón.
     Dijo el discípulo:
     –Hace tres años, en Samaria, yo maté a un hombre.
     El maestro guardó silencio, pero su rostro se demudó y el discípulo pudo temer su ira. Dijo al fin:
     –Hace diecinueve años, en Samaria, yo engendré a un hombre. Ya te has arrepentido de lo que hiciste.
     Dijo el discípulo:
     –Así es. Mis noches son de plegaria y de llanto. Quiero que tú me des tu perdón.
     Dijo el maestro:
     –Nadie puede perdonar, ni siquiera el Señor. Si a un hombre lo juzgaran por sus actos, no hay quien no fuera merecedor del infierno y del cielo. ¿Estás seguro de ser aún aquel hombre que dio muerte a su hermano?
     Dijo el discípulo:
     –Ya no entiendo la ira que me hizo desnudar el acero.
     Dijo el maestro:
     –Suelo hablar en parábolas para que la verdad se grabe en las almas, pero hablaré contigo como un padre habla con su hijo. Yo no soy aquel hombre que pecó; tú no eres aquel asesino y no hay razón alguna para que sigas siendo su esclavo. Te incumben los deberes de todo hombre: ser justo y ser feliz. Tú mismo tienes que salvarte. Si algo ha quedado de tu culpa yo cargaré con ella.
     Lo demás de aquel diálogo se ha perdido.

  LA LARGA BUSCA

     Anterior al tiempo o fuera del tiempo (ambas locuciones son vanas) o en un lugar que no es del espacio, hay un animal invisible, y acaso diáfano, que los hombres buscamos y que nos busca.
     Sabemos que no puede medirse. Sabemos que no puede contarse, porque las formas que lo suman son infinitas.
     Hay quienes lo han buscado en un pájaro, que está hecho de pájaros; hay quienes lo han buscado en una palabra o en las letras de esa palabra; hay quienes lo han buscado, y lo buscan, en un libro anterior al árabe en que fue escrito, y aún a todas las cosas; hay quien lo busca en la sentencia Soy El Que Soy.
     Como las formas universales de la escolástica o los arquetipos de Whitehead, suele descender fugazmente. Dicen que habita los espejos, y que quien se mira Lo mira. Hay quienes lo ven o entrevén en la hermosa memoria de una batalla o en cada paraíso perdido.
     Se conjetura que su sangre late en tu sangre, que todos los seres lo engendran y fueron engendrados por él y que basta invertir una clepsidra para medir su eternidad.
     Acecha en los crepúsculos de Turner, en la mirada de una mujer, en la antigua cadencia del hexámetro, en la ignorante aurora, en la luna del horizonte o de la metáfora.
     Nos elude de segundo en segundo. La sentencia del romano se gasta, las noches roen el mármol.

  DE LA DIVERSA ANDALUCÍA

     Cuántas cosas. Lucano que amoneda
     el verso y aquel otro la sentencia.
     La mezquita y el arco. La cadencia
     del agua del Islam en la alameda.
     Los toros de la tarde. La bravía
     música que también es delicada.
     La buena tradición de no hacer nada.
     Los cabalistas de la judería.
     Rafael de la noche y de las largas
     mesas de la amistad. Góngora de oro.
     De las Indias el ávido tesoro.
     Las naves, los aceros, las adargas.
     Cuántas voces y cuánta bizarría
     y una sola palabra. Andalucía.

  GÓNGORA

     Marte, la guerra. Febo, el sol. Neptuno,
     el mar que ya no pueden ver mis ojos
     porque lo borra el dios. Tales despojos
     han desterrado a Dios, que es Tres y es Uno,
     de mi despierto corazón. El hado
     me impone esta curiosa idolatría.
     Cercado estoy por la mitología.
     Nada puedo. Virgilio me ha hechizado.
     Virgilio y el latín. Hice que cada
     estrofa fuera un arduo laberinto
     de entretejidas voces, un recinto
     vedado al vulgo, que es apenas, nada.
     Veo en el tiempo que huye una saeta
     rígida y un cristal en la corriente
     y perlas en la lágrima doliente.
     Tal es mi extraño oficio de poeta.
     ¿Qué me importan las befas o el renombre?
     Troqué en oro el cabello, que está vivo.
     ¿Quién me dirá si en el secreto archivo
     de Dios están las letras de mi nombre?
     Quiero volver a las comunes cosas:
     el agua, el pan, un cántaro, unas rosas…

  TODOS LOS AYERES, UN SUEÑO

     Naderías. El nombre de Muraña,
     una mano templando una guitarra,
     una voz, hoy pretérita que narra
     para la tarde una perdida hazaña
     de burdel o de atrio, una porfía,
     dos hierros, hoy herrumbre, que chocaron
     y alguien quedó tendido, me bastaron
     para erigir una mitología.
     Una mitología ensangrentada
     que ahora es el ayer. La sabia historia
     de las aulas no es menos ilusoria
     que esa mitología de la nada.
     El pasado es arcilla que el presente
     labra a su antojo. Interminablemente.

  PIEDRAS Y CHILE

     Por aquí habré pasado tantas veces.
     No puedo recordarlas. Más lejana
     que el Ganges me parece la mañana
     o la tarde en que fueron. Los reveses
     de la suerte no cuentan. Ya son parte
     de esa dócil arcilla, mi pasado,
     que borra el tiempo o que maneja el arte
     y que ningún augur ha descifrado.
     Tal vez en la tiniebla hubo una espada,
     acaso hubo una rosa. Entretejidas
     sombras las guardan hoy en sus guaridas.
     Sólo me queda la ceniza. Nada.
     Absuelto de las máscaras que he sido,
     seré en la muerte mi total olvido.

  MILONGA DEL INFIEL

     Desde el desierto llegó
     en su azulejo el infiel.
     Era un pampa de los toldos
     de Pincén o de Catriel.
     Él y el caballo eran uno,
     eran uno y no eran dos.
     Montado en pelo lo guiaba
     con el silbido o la voz.
     Había en su toldo una lanza
     que afilaba con esmero;
     de poco sirve una lanza
     contra el fusil ventajero.
     Sabía curar con palabras,
     lo que no puede cualquiera.
     Sabía los rumbos que llevan
     a la secreta frontera.
     De tierra adentro venía
     y a tierra adentro volvió;
     acaso no contó a nadie
     las cosas raras que vio.
     Nunca había visto una puerta,
     esa cosa tan humana
     y tan antigua, ni un patio
     ni el aljibe y la roldana.
     No sabía que detrás
     de las paredes hay piezas
     con su catre de tijera,
     su banco y otras lindezas.
     No lo asombró ver su cara
     repetida en el espejo;
     la vio por primera vez
     en ese primer reflejo.
     Los dos indios se miraron,
     no cambiaron ni una seña.
     Uno –¿cuál?– miraba al otro
     como el que sueña que sueña.
     Tampoco lo asombraría
     saberse vencido y muerto;
     a su historia la llamamos
     la Conquista del Desierto.

  MILONGA DEL MUERTO

     Lo he soñado en esta casa
     entre paredes y puertas.
     Dios les permite a los hombres
     soñar cosas que son ciertas.
     Lo he soñado mar afuera
     en unas islas glaciales.
     Que nos digan lo demás
     la tumba y los hospitales.
     Una de tantas provincias
     del interior fue su tierra.
     (No conviene que se sepa
     que muere gente en la guerra.)
     Lo sacaron del cuartel,
     le pusieron en las manos
     las armas y lo mandaron
     a morir con sus hermanos.
     Se obró con suma prudencia,
     se habló de un modo prolijo.
     Les entregaron a un tiempo
     el rifle y el crucifijo.
     Oyó las vanas arengas
     de los vanos generales.
     Vio lo que nunca había visto,
     la sangre en los arenales.
     Oyó vivas y oyó mueras,
     oyó el clamor de la gente.
     Él sólo quería saber
     si era o si no era valiente.
     Lo supo en aquel momento
     en que le entraba la herida.
     Se dijo No tuve miedo
     cuando lo dejó la vida.
     Su muerte fue una secreta
     victoria. Nadie se asombre
     de que me dé envidia y pena
     el destino de aquel hombre.

  1982

     Un cúmulo de polvo se ha formado en el fondo del anaquel, detrás de la fila de libros. Mis ojos no lo ven. Es una telaraña para mi tacto.
     Es una parte ínfima de la trama que llamamos la historia universal o el proceso cósmico. Es parte de la trama que abarca estrellas, agonías, migraciones, navegaciones, lunas, luciérnagas, vigilias, naipes, yunques, Cartago y Shakespeare.
     También son parte de la trama esta página, que no acaba de ser un poema, y el sueño que soñaste en el alba y que ya has olvidado.
     ¿Hay un fin en la trama? Schopenhauer la creía tan insensata como las caras o los leones que vemos en la configuración de una nube. ¿Hay un fin de la trama? Ese fin no puede ser ético, ya que la ética es una ilusión de los hombres, no de las inescrutables divinidades.
     Tal vez el cúmulo de polvo no sea menos útil para la trama que las naves que cargan un imperio o que la fragancia del nardo.

  JUAN LÓPEZ Y JOHN WARD

     Les tocó en suerte una época extraña.
     El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno pro visto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
     López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
     El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en una aula de la calle Viamonte.
     Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
     Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
     El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.

  LOS CONJURADOS

     En el centro de Europa están conspirando.
     El hecho data de 1291.
     Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas.
     Han tomado la extraña resolución de ser razonables.
     Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades.
     Fueron soldados de la Confederación y después mercenarios, porque eran pobres y tenían el hábito de la guerra y no ignoraban que todas las empresas del hombre son igualmente vanas.
     Fueron Winkelried, que se clava en el pecho las lanzas enemigas para que sus camaradas avancen.
     Son un cirujano, un pastor o un procurador, pero también son Paracelso y Amiel y Jung y Paul Klee.
     En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe.
     Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias.
     Mañana serán todo el planeta.
     Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético.

sábado, 22 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. SOBRE "DON SEGUNDO SOMBRA".


SOBRE "DON SEGUNDO SOMBRA"

Respetuoso de la palabra "novela" —la palabra de Crimen y castigo y de Salammbó—, Güiraldes calificó de relato a Don Segundo Sombra; alguien habrá arriesgado, después, los vocablos "épico" y "epopeya"; esencialmente cabría recurrir a la noción (y a la connotación) de elegía. Un pesar que el escritor tal vez ignoró y un pesar explícito hay en el fondo de la obra; por el primero entiendo el temor, ahora inconcebible y absurdo, de que, concluida en 1918 la guerra {the war to end war), el mundo entrara en un período de interminable paz. En los mares, en el aire, en los continentes, la humanidad había celebrado su última guerra; de esa fiesta fueron excluidos los argentinos; Don Segundo quiere compensar esa privación con antiguos rigores. Algo en sus páginas hay del énfasis de Le Leu, y la noche que precede al arreo ("De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían alma de reseros, que es tener alma de horizonte") se parece a la noche que precede a una carga a la bayoneta. No sólo dicha quiere el hombre sino también dureza y adversidad.

Más público es el otro pesar, o la otra nostalgia, que es la razón del libro. De la ganadería nuestro país pasó a la agricultura; Güiraldes no deplora esa conversión ni parece notarla, pero su pluma quiere rescatar el pasado ecuestre de tierras descampadas y de hombres animosos y pobres. Don Segundo es, como el undécimo libro de la Odisea, una evocación ritual de los muertos, una necromancia. No en vano el protagonista se llama Sombra; "un rato ignoré si veía o evocaba... Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre", leemos en las últimas páginas. Percibido ese carácter fantástico, se ve lo improcedente de la comparación habitual de Don Segundo Sombra con Martín Fierro, con Paulino Lucero, con Santos Vega o con otros gauchos de la literatura o la tradición; Don Segundo ha sido esos gauchos o es, de algún modo, su tardío arquetipo, su idea platónica. Güiraldes escribe: "La silueta reducida de mi padrino apareció en la lomada... Mi vista se ceñía enérgicamente sobre aquel pequeño movimiento en la pampa somnolente. Ya iba a llegar a lo alto del camino y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de hacer perdurar aquel rezago". Años antes, Lugones escribió del gaucho genérico: "Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo, con la última tarde que iba pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta" (El payador, pág. 73). El espacio, en los dos textos supracitados, tiene la misión de significar el tiempo y la historia.

Don Segundo Sombra presupone y corona un culto anterior, una mitología literaria del gaucho. Eduardo Gutiérrez y Hudson, Bartolomé Hidalgo y determinados capítulos del Facundo, hombres de la historia, sueño borroso, y del sueño vivido de las letras, dan a la obra su patética resonancia; merecer y cifrar ese hondo pasado es una virtud de Güiraldes, no accesible a los otros cultivadores de la nostalgia criolla.

De ciertas aventuras que se repiten en libros medievales, el germanista Ker ha observado que son meros adjetivos para definir el carácter del héroe; el poeta, en lugar de afirmar que aquél es valiente, lo hace ejecutar tal o cual acto de valor. Allende las canciones de gesta, el procedimiento es común; José Ortega y Gasset, en algún ensayo, recomienda su empleo a los novelistas. Para nuestra felicidad, Güiraldes no siguió esa mala costumbre. Henry James, al premeditar su terrible Vuelta de tuerca, sintió que especificar lo malvado era debilitarlo; Güiraldes, fuera del segundo capítulo (el menos convincente de todos), no armó proezas para su héroe; se limitó a contar la impresión que éste dejaba en los demás. No se trata, por cierto, de un simple artificio verbal; en la realidad, no basta que una persona obre valentías para que la juzguemos valiente o prodigue sutilezas para tener crédito de sutil. Más revelador que sus actos puede ser el aire de un hombre; la doctrina luterana de la justificación por la fe (y no por las obras) es la versión teológica de esta idea.

Quizá a través de Kim, la estructura de Don Segundo es la del Huckleberry Finn de Mark Twain. Es fama que este libro genial (escrito en primera persona) abunda en incómodos altibajos; el inmediato sabor de la felicidad alterna en sus páginas con bromas chabacanas y débiles; tanto las cumbres como las caídas superan las posibilidades del arte consciente de Güiraldes. Otra disparidad debo señalar. Huckleberry Finn se ajusta a una directa experiencia de los hechos que narra; Don Segundo Sombra, a un recuerdo (y a una exaltación) de los hechos. Leer el primero es ser mágicamente Huck Finn y seguir el curso de un río con un esclavo prófugo; leer el segundo es haber sido, hace muchos años, tropero y querer recordarlo. Wordsworth, en un prólogo ilustre, dijo que la poesía nace de la emoción recordada en la tranquilidad; la memoria define las experiencias; acaso todo ocurre después, cuando lo comprendemos, no en el rudimentario presente... El narrador de Don Segundo no es el chico agauchado; es el nostálgico hombre de letras que recupera, o sueña recuperar, en un lenguaje en que conviven lo francés y lo cimarrón, los días y las noches elementales que aquél no hizo más que vivir.

Sur, Buenos Aires, N° 217-218, noviembre-diciembre de 1952.

viernes, 21 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. LA CIFRA (1981). Poemario Completo.


LA CIFRA
  (1981)


      Inscripción

     De la serie de hechos inexplicables que son el universo o el tiempo, la dedicatoria de un libro no es, por cierto, el menos arcano. Se la define como un don, un regalo. Salvo en el caso de la indiferente moneda que la caridad cristiana deja caer en la palma del pobre, todo regalo verdadero es recíproco. El que da no se priva de lo que da. Dar y recibir son lo mismo.
     Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio.
     J. L. B.
 Buenos Aires, 17 de mayo de 1981


  PRÓLOGO

     El ejercicio de la literatura puede enseñarnos a eludir equivocaciones, no a merecer hallazgos. Nos revela nuestras imposibilidades, nuestros severos límites. Al cabo de los años, he comprendido que me está vedado ensayar la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección, la obra sabiamente gobernada o de largo aliento. Mi suerte es lo que suele denominarse «poesía intelectual». La palabra es casi un oxímoron; el intelecto (la vigilia) piensa por medio de abstracciones, la poesía (el sueño), por medio de imágenes, de mitos o de fábulas. La poesía intelectual debe entretejer gratamente esos dos procesos. Así lo hace Platón en sus diálogos; así lo hace también Francis Bacon en su enumeración de los ídolos de la tribu, del mercado, de la caverna y del teatro. El maestro del género es, en mi opinión, Emerson; también lo han ensayado, con diversa felicidad, Browning y Frost, Unamuno y, me aseguran, Paul Valéry.
     Admirable ejemplo de una poesía puramente verbal es la siguiente estrofa de Jaimes Freyre.
     Peregrina paloma imaginaria
     que enardeces los últimos amores;
     alma de luz, de música y de flores,
     peregrina paloma imaginaria.
     No quiere decir nada y a la manera de la música dice todo.
     Ejemplo de poesía intelectual es aquella silva de Luis de León, que Poe sabía de memoria:
     Vivir quiero conmigo,
     gozar quiero del bien que debo al Cielo,
     a solas, sin testigo,
     libre de amor, de celo,
     de odio, de esperanza, de recelo.
     No hay una sola imagen. No hay una sola hermosa palabra, con la excepción dudosa de testigo, que no sea una abstracción.
     Estas páginas buscan, no sin incertidumbre, una vía media.


     J. L. B.
 Buenos Aires, 29 de abril de 1981


  RONDA

     El Islam, que fue espadas
     que desolaron el poniente y la aurora
     y estrépito de ejércitos en la tierra
     y una revelación y una disciplina
     y la aniquilación de los ídolos
     y la conversión de todas las cosas
     en un terrible Dios, que está solo,
     y la rosa y el vino del sufí
     y la rimada prosa alcoránica
     y ríos que repiten alminares
     y el idioma infinito de la arena
     y ese otro idioma, el álgebra,
     y ese largo jardín, las Mil y Una Noches,
     y hombres que comentaron a Aristóteles
     y dinastías que son ahora nombres del polvo
     y Tamerlán y Omar, que destruyeron,
     es aquí, en Ronda,
     en la delicada penumbra de la ceguera,
     un cóncavo silencio de patios,
     un ocio del jazmín
     y un tenue rumor de agua, que conjuraba
     memorias de desiertos.

  EL ACTO DEL LIBRO

     Entre los libros de la biblioteca había uno, escrito en lengua arábiga, que un soldado adquirió por unas monedas en el Alcana de Toledo y que los orientalistas ignoran, salvo en la versión castellana. Ese libro era mágico y registraba de manera profética los hechos y palabras de un hombre desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que ocurriría en 1614.
     Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado, como se lee en el sexto capítulo.
     El hombre tuvo el libro en las manos y no lo leyó nunca, pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y seguirá cumpliéndolo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga memoria de los pueblos.
     ¿Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno?

  DESCARTES

     Soy el único hombre en la tierra y acaso no haya tierra ni hombre.
     Acaso un dios me engaña.
     Acaso un dios me ha condenado al tiempo, esa larga ilusión.
     Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben la luna.
     He soñado la tarde y la mañana del primer día.
     He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.
     He soñado a Lucano.
     He soñado la colina del Gólgota y las cruces de Roma.
     He soñado la geometría.
     He soñado el punto, la línea, el plano y el volumen.
     He soñado el amarillo, el azul y el rojo.
     He soñado mi enfermiza niñez.
     He soñado los mapas y los reinos y aquel duelo en el alba.
     He soñado el inconcebible dolor.
     He soñado mi espada.
     He soñado a Elizabeth de Bohemia.
     He soñado la duda y la certidumbre.
     He soñado el día de ayer.
     Quizá no tuve ayer, quizá no he nacido.
     Acaso sueño haber soñado.
     Siento un poco de frío, un poco de miedo.
     Sobre el Danubio está la noche.
     Seguiré soñando a Descartes y a la fe de sus padres.

  LAS DOS CATEDRALES*

     En esa biblioteca de Almagro Sur
     compartimos la rutina y el tedio
     y la morosa clasificación de los libros
     según el orden decimal de Bruselas
     y me confiaste tu curiosa esperanza
     de escribir un poema que observara
     verso por verso, estrofa por estrofa,
     las divisiones y las proporciones
     de la remota catedral de Chartres
     (que tus ojos de carne no vieron nunca)
     y que fuera el coro, y las naves,
     y el ábside, el altar y las torres.
     Ahora, Schiavo, estás muerto.
     Desde el cielo platónico habrás mirado
     con sonriente piedad
     la clara catedral de erguida piedra
     y tu secreta catedral tipográfica
     y sabrás que las dos,
     la que erigieron las generaciones de Francia
     y la que urdió tu sombra,
     son copias temporales y mortales
     de un arquetipo inconcebible.

  BEPPO*

     El gato blanco y célibe se mira
     en la lúcida luna del espejo
     y no puede saber que esa blancura
     y esos ojos de oro que no ha visto
     nunca en la casa son su propia imagen.
     ¿Quién le dirá que el otro que lo observa
     es apenas un sueño del espejo?
     Me digo que esos gatos armoniosos,
     el de cristal y el de caliente sangre,
     son simulacros que concede al tiempo
     un arquetipo eterno. Así lo afirma,
     sombra también, Plotino en las Ennéadas.
     ¿De qué Adán anterior al Paraíso,
     de qué divinidad indescifrable
     somos los hombres un espejo roto?

  AL ADQUIRIR UNA ENCICLOPEDIA

     Aquí la vasta enciclopedia de Brockhaus,
     aquí los muchos y cargados volúmenes y el volumen del atlas,
     aquí la devoción de Alemania,
     aquí los neoplatónicos y los gnósticos,
     aquí el primer Adán y Adán de Bremen,
     aquí el tigre y el tártaro,
     aquí la escrupulosa tipografía y el azul de los mares,
     aquí la memoria del tiempo y los laberintos del tiempo,
     aquí el error y la verdad,
     aquí la dilatada miscelánea que sabe más que cualquier hombre,
     aquí la suma de la larga vigilia.
     Aquí también los ojos que no sirven, las manos que no aciertan,
     [las ilegibles páginas,

     la dudosa penumbra de la ceguera, los muros que se alejan.
     Pero también aquí una costumbre nueva,
     de esta costumbre vieja, la casa,
     una gravitación y una presencia,
     el misterioso amor de las cosas
     que nos ignoran y se ignoran.

  AQUÉL*

     Oh días consagrados al inútil
     empeño de olvidar la biografía
     de un poeta menor del hemisferio
     austral, a quien los hados o los astros
     dieron un cuerpo que no deja un hijo
     y la ceguera, que es penumbra y cárcel,
     y la vejez, aurora de la muerte,
     y la fama, que no merece nadie,
     y el hábito de urdir endecasílabos
     y el viejo amor de las enciclopedias
     y de los finos mapas caligráficos
     y del tenue marfil y una incurable
     nostalgia del latín y fragmentarias
     memorias de Edimburgo y de Ginebra
     y el olvido de fechas y de nombres
     y el culto del Oriente, que los pueblos
     del misceláneo Oriente no comparten,
     y vísperas de trémula esperanza
     y el abuso de la etimología
     y el hierro de las sílabas sajonas
     y la luna, que siempre nos sorprende,
     y esa mala costumbre, Buenos Aires,
     y el sabor de las uvas y del agua
     y del cacao, dulzura mexicana,
     y unas monedas y un reloj de arena
     y que una tarde, igual a tantas otras,
     se resigna a estos versos.

  ECLESIASTÉS, I, 9*

     Si me paso la mano por la frente,
     si acaricio los lomos de los libros,
     si reconozco el Libro de las Noches,
     si hago girar la terca cerradura,
     si me demoro en el umbral incierto,
     si el dolor increíble me anonada,
     si recuerdo la Máquina del Tiempo,
     si recuerdo el tapiz del unicornio,
     si cambio de postura mientras duermo,
     si la memoria me devuelve un verso,
     repito lo cumplido innumerables
     veces en mi camino señalado.
     No puedo ejecutar un acto nuevo,
     tejo y torno a tejer la misma fábula,
     repito un repetido endecasílabo,
     digo lo que los otros me dijeron,
     siento las mismas cosas en la misma
     hora del día o de la abstracta noche.
     Cada noche la misma pesadilla,
     cada noche el rigor del laberinto.
     Soy la fatiga de un espejo inmóvil
     o el polvo de un museo.
     Sólo una cosa no gustada espero,
     una dádiva, un oro de la sombra,
     esa virgen, la muerte. (El castellano
     permite esta metáfora.)

  DOS FORMAS DEL INSOMNIO

     ¿Qué es el insomnio?
     La pregunta es retórica; sé demasiado bien la respuesta.
     Es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales, es ensayar con magia inútil una respiración regular, es la carga de un cuerpo que bruscamente cambia de lado, es apretar los párpados, es un estado parecido a la fiebre y que ciertamente no es la vigilia, es pronunciar fragmentos de párrafos leídos hace ya muchos años, es saberse culpable de velar cuando los otros duermen, es querer hundirse en el sueño y no poder hundirse en el sueño, es el horror de ser y de seguir siendo, es el alba dudosa.
     ¿Qué es la longevidad?
     Es el horror de ser en un cuerpo humano cuyas facultades declinan, es un insomnio que se mide por décadas y no con agujas de acero, es el peso de mares y de pirámides, de antiguas bibliotecas y dinastías, de las auroras que vio Adán, es no ignorar que estoy condenado a mi carne, a mi detestada voz, a mi nombre, a una rutina de recuerdos, al castellano, que no sé manejar, a la nostalgia del latín, que no sé, a querer hundirme en la muerte y no poder hundirme en la muerte, a ser y seguir siendo.

  THE CLOISTERS

     De un lugar del reino de Francia
     trajeron los cristales y la piedra
     para construir en la isla de Manhattan
     estos cóncavos claustros.
     No son apócrifos.
     Son fieles monumentos de una nostalgia.
     Una voz americana nos dice
     que paguemos lo que queramos,
     porque toda esta fábrica es ilusoria
     y el dinero que deja nuestra mano
     se convertirá en zequíes o en humo.
     Esta abadía es más terrible
     que la pirámide de Ghizeh
     o que el laberinto de Knossos,
     porque es también un sueño.
     Oímos el rumor de la fuente,
     pero esa fuente está en el Patio de los Naranjos
     o en el cantar Der Asra.
     Oímos claras voces latinas,
     pero esas voces resonaron en Aquitania
     cuando estaba cerca el Islam.
     Vemos en los tapices
     la resurrección y la muerte
     del sentenciado y blanco unicornio,
     porque el tiempo de este lugar
     no obedece a un orden.
     Los laureles que toco florecerán
     cuando Leif Ericsson divise las arenas de América.
     Siento un poco de vértigo.
     No estoy acostumbrado a la eternidad.

  NOTA PARA UN CUENTO FANTÁSTICO

     En Wisconsin o en Texas o en Alabama los chicos juegan a la guerra y los dos bandos son el Norte y el Sur. Yo sé (todos lo saben) que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece, pero también sé imaginar que ese juego, que abarca más de un siglo y un continente, descubrirá algún día el arte divino de destejer el tiempo o, como dijo Pietro Damiano, de modificar el pasado.
     Si ello acontece, si en el decurso de los largos juegos el Sur humilla al Norte, el hoy gravitará sobre el ayer y los hombres de Lee serán vencedores en Gettysburg en los primeros días de julio de 1863 y la mano de Donne podrá dar fin a su poema sobre las transmigraciones de un alma y el viejo hidalgo Alonso Quijano conocerá el amor de Dulcinea y los ocho mil sajones de Hastings derrotarán a los normandos, como antes derrotaron a los noruegos, y Pitágoras no reconocerá en un pórtico de Argos el escudo que usó cuando era Euforbo.

  EPÍLOGO

     Ya cumplida la cifra de los pasos
     que te fue dado andar sobre la tierra,
     digo que has muerto. Yo también he muerto.
     Yo, que recuerdo la precisa noche
     del ignorado adiós, hoy me pregunto:
     ¿Qué habrá sido de aquellos dos muchachos
     que hacia mil novecientos veintitantos
     buscaban con ingenua fe platónica
     por las largas aceras de la noche
     del Sur o en la guitarra de Paredes
     o en fábulas de esquina y de cuchillo
     o en el alba, que no ha tocado nadie,
     la secreta ciudad de Buenos Aires?
     Hermano en los metales de Quevedo
     y en el amor del numeroso hexámetro,
     descubridor (todos entonces lo éramos)
     de ese antiguo instrumento, la metáfora,
     Francisco Luis, del estudioso libro,
     ojalá compartieras esta vana
     tarde conmigo, inexplicablemente,
     y me ayudaras a limar el verso.

  BUENOS AIRES

     He nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires.
     Recuerdo el ruido de los hierros de la puerta cancel.
     Recuerdo los jazmines y el aljibe, cosas de la nostalgia.
     Recuerdo una divisa rosada que había sido punzó.
     Recuerdo la resolana y la siesta.
     Recuerdo dos espadas cruzadas que habían servido en el desierto.
     Recuerdo los faroles de gas y el hombre con el palo.
     Recuerdo el tiempo generoso, la gente que llegaba sin anunciarse.
     Recuerdo un bastón con estoque.
     Recuerdo lo que he visto y lo que me contaron mis padres.
     Recuerdo a Macedonio, en un rincón de una confitería del Once.
     Recuerdo las carretas de tierra adentro en el polvo del Once.
     Recuerdo el Almacén de la Figura en la calle de Tucumán.
     (A la vuelta murió Estanislao del Campo.)
     Recuerdo un tercer patio, que no alcancé, que era el patio de los
     [esclavos.

     Guardo memoria del pistoletazo de Alem en un coche cerrado.
     En aquel Buenos Aires, que me dejó, yo sería un extraño.
     Sé que los únicos paraísos no vedados al hombre son los paraísos
     [perdidos.

     Alguien casi idéntico a mí, alguien que no habrá leído esta página,
     lamentará las torres de cemento y el talado obelisco.

  LA PRUEBA

     Del otro lado de la puerta un hombre
     deja caer su corrupción. En vano
     elevará esta noche una plegaria
     a su curioso dios, que es tres, dos, uno,
     y se dirá que es inmortal. Ahora
     oye la profecía de su muerte
     y sabe que es un animal sentado.
     Eres, hermano, ese hombre. Agradezcamos
     los vermes y el olvido.

  HIMNO

     Esta mañana
     hay en el aire la increíble fragancia
     de las rosas del Paraíso.
     En la margen del Éufrates
     Adán descubre la frescura del agua.
     Una lluvia de oro cae del cielo;
     es el amor de Zeus.
     Salta del mar un pez
     y un hombre de Agrigento recordará
     haber sido ese pez.
     En la caverna cuyo nombre será Altamira
     una mano sin cara traza la curva
     de un lomo de bisonte.
     La lenta mano de Virgilio acaricia
     la seda que trajeron
     del reino del Emperador Amarillo
     las caravanas y las naves.
     El primer ruiseñor canta en Hungría.
     Jesús ve en la moneda el perfil de César.
     Pitágoras revela a sus griegos
     que la forma del tiempo es la del círculo.
     En una isla del Océano
     los lebreles de plata persiguen a los ciervos de oro.
     En un yunque forjan la espada
     que será fiel a Sigurd.
     Whitman canta en Manhattan.
     Homero nace en siete ciudades.
     Una doncella acaba de apresar
     al unicornio blanco.
     Todo el pasado vuelve como una ola
     y esas antiguas cosas recurren
     porque una mujer te ha besado.

  LA DICHA

     El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva.
     Todo sucede por primera vez.
     He visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna, pero
     [qué puedo hacer con una palabra y con una mitología.

     Los árboles me dan un poco de miedo. Son tan hermosos.
     Los tranquilos animales se acercan para que yo les diga su nombre.
     Los libros de la biblioteca no tienen letras. Cuando los abro surgen.
     Al hojear el atlas proyecto la forma de Sumatra.
     El que prende un fósforo en el oscuro está inventando el fuego.
     En el espejo hay otro que acecha.
     El que mira el mar ve a Inglaterra.
     El que profiere un verso de Liliencron ha entrado en la batalla.
     He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.
     He soñado la espada y la balanza.
     Loado sea el amor en el que no hay poseedor ni poseída, pero los
     [dos se entregan.

     Loada sea la pesadilla, que nos revela que podemos crear el
     [infierno.

     El que desciende a un río desciende al Ganges.
     El que mira un reloj de arena ve la disolución de un imperio.
     El que juega con un puñal presagia la muerte de César.
     El que duerme es todos los hombres.
     En el desierto vi la joven Esfinge, que acaban de labrar.
     Nada hay tan antiguo bajo el sol.
     Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.
     El que lee mis palabras está inventándolas.

  ELEGÍA

     Sin que nadie lo sepa, ni el espejo,
     ha llorado unas lágrimas humanas.
     No puede sospechar que conmemoran
     todas las cosas que merecen lágrimas:
     la hermosura de Helena, que no ha visto,
     el río irreparable de los años,
     la mano de Jesús en el madero
     de Roma, la ceniza de Cartago,
     el ruiseñor del húngaro y del persa,
     la breve dicha y la ansiedad que aguarda,
     de marfil y de música Virgilio,
     que cantó los trabajos de la espada,
     las configuraciones de las nubes
     de cada nuevo y singular ocaso
     y la mañana que será la tarde.
     Del otro lado de la puerta un hombre
     hecho de soledad, de amor, de tiempo,
     acaba de llorar en Buenos Aires
     todas las cosas.

  BLAKE

     ¿Dónde estará la rosa que en tu mano
     prodiga, sin saberlo, íntimos dones?
     No en el color, porque la flor es ciega,
     ni en la dulce fragancia inagotable,
     ni en el peso de un pétalo. Esas cosas
     son unos pocos y perdidos ecos.
     La rosa verdadera está muy lejos.
     Puede ser un pilar o una batalla
     o un firmamento de ángeles o un mundo
     infinito, secreto y necesario,
     o el júbilo de un dios que no veremos
     o un planeta de plata en otro cielo
     o un terrible arquetipo que no tiene
     la forma de la rosa.

  EL HACEDOR

     Somos el río que invocaste, Heráclito.
     Somos el tiempo. Su intangible curso
     acarrea leones y montañas,
     llorado amor, ceniza del deleite,
     insidiosa esperanza interminable,
     vastos nombres de imperios que son polvo,
     hexámetros del griego y del romano,
     lóbrego un mar bajo el poder del alba,
     el sueño, ese pregusto de la muerte,
     las armas y el guerrero, monumentos,
     las dos caras de Jano que se ignoran,
     los laberintos de marfil que urden
     las piezas de ajedrez en el tablero,
     la roja mano de Macbeth que puede
     ensangrentar los mares, la secreta
     labor de los relojes en la sombra,
     un incesante espejo que se mira
     en otro espejo y nadie para verlos,
     láminas en acero, letra gótica,
     una barra de azufre en un armario,
     pesadas campanadas del insomnio,
     auroras y ponientes y crepúsculos,
     ecos, resaca, arena, liquen, sueños.
     Otra cosa no soy que esas imágenes
     que baraja el azar y nombra el tedio.
     Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
     he de labrar el verso incorruptible
     y (es mi deber) salvarme.

  YESTERDAYS

     De estirpe de pastores protestantes
     y de soldados sudamericanos
     que opusieron al godo y a las lanzas
     del desierto su polvo incalculable,
     soy y no soy. Mi verdadera estirpe
     es la voz, que aún escucho, de mi padre,
     conmemorando música de Swinburne,
     y los grandes volúmenes que he hojeado,
     hojeado y no leído, y que me bastan.
     Soy lo que me contaron los filósofos.
     El azar o el destino, esos dos nombres
     de una secreta cosa que ignoramos,
     me prodigaron patrias: Buenos Aires,
     Nara, donde pasé una sola noche,
     Ginebra, las dos Córdobas, Islandia…
     Soy el cóncavo sueño solitario
     en que me pierdo o trato de perderme,
     la servidumbre de los dos crepúsculos,
     las antiguas mañanas, la primera
     vez que vi el mar o una ignorante luna,
     sin su Virgilio y sin su Galileo.
     Soy cada instante de mi largo tiempo,
     cada noche de insomnio escrupuloso,
     cada separación y cada víspera.
     Soy la errónea memoria de un grabado
     que hay en la habitación y que mis ojos,
     hoy apagados, vieron claramente:
     el Jinete, la Muerte y el Demonio.
     Soy aquel otro que miró el desierto
     y que en su eternidad sigue mirándolo.
     Soy un espejo, un eco. El epitafio.

  LA TRAMA

     En el segundo patio
     la canilla periódica gotea,
     fatal como la muerte de César.
     Las dos son piezas de la trama que abarca
     el círculo sin principio ni fin,
     el ancla del fenicio,
     el primer lobo y el primer cordero,
     la fecha de mi muerte
     y el teorema perdido de Fermat.
     A esa trama de hierro
     los estoicos la pensaron de un fuego
     que muere y que renace como el Fénix.
     Es el gran árbol de las causas
     y de los ramificados efectos;
     en sus hojas están Roma y Caldea
     y lo que ven las caras de Jano.
     El universo es uno de sus nombres.
     Nadie lo ha visto nunca
     y ningún hombre puede ver otra cosa.

  MILONGA DE JUAN MURAÑA

     Me habré cruzado con él
     en una esquina cualquiera.
     Yo era un chico, él era un hombre.
     Nadie me dijo quién era.
     No sé por qué en la oración
     ese antiguo me acompaña.
     Sé que mi suerte es salvar
     la memoria de Muraña.
     Tuvo una sola virtud.
     Hay quien no tiene ninguna.
     Fue el hombre más animoso
     que han visto el sol y la luna.
     A nadie faltó el respeto.
     No le gustaba pelear,
     pero cuando se avenía,
     siempre tiraba a matar.
     Fiel como un perro al caudillo
     servía en las elecciones.
     Padeció la ingratitud,
     la pobreza y las prisiones.
     Hombre capaz de pelear
     liado al otro por un lazo,
     hombre que supo afrontar
     con el cuchillo el balazo.
     Lo recordaba Carriego
     y yo lo recuerdo ahora.
     Más vale pensar en otros
     cuando se acerca la hora.

  ANDRÉS ARMOA*

     Los años le han dejado unas palabras en guaraní, que sabe usar cuando la ocasión lo requiere, pero que no podría traducir sin algún trabajo.
     Los otros soldados lo aceptan, pero algunos (no todos) sienten que algo ajeno hay en él, como si fuera hereje o infiel o padeciera un mal.
     Este rechazo lo fastidia menos que el interés de los reclutas.
     No es bebedor, pero suele achisparse los sábados.
     Tiene la costumbre del mate, que puebla de algún modo la soledad.
     Las mujeres no lo quieren y él no las busca.
     Tiene un hijo en Dolores. Hace años que no sabe nada de él, a la manera de la gente sencilla, que no escribe.
     No es hombre de buena conversación, pero suele contar, siempre con las mismas palabras, aquella larga marcha de tantas leguas desde Junín hasta San Carlos. Quizá la cuenta con las mismas palabras, porque las sabe de memoria y ha olvidado los hechos.
     No tiene catre. Duerme sobre el recado y no sabe qué cosa es la pesadilla.
     Tiene la conciencia tranquila. Se ha limitado a cumplir órdenes.
     Goza de la confianza de sus jefes.
     Es el degollador.
     Ha perdido la cuenta de las veces que ha visto el alba en el desierto.
     Ha perdido la cuenta de las gargantas, pero no olvidará la primera y los visajes que hizo el pampa.
     Nunca lo ascenderán. No debe llamar la atención.
     En su provincia fue domador. Ya es incapaz de jinetear un bagual, pero le gustan los caballos y los entiende.
     Es amigo de un indio.

  EL TERCER HOMBRE*

     Dirijo este poema
     (por ahora aceptemos esa palabra)
     al tercer hombre que se cruzó conmigo antenoche,
     no menos misterioso que el de Aristóteles.
     El sábado salí.
     La noche estaba llena de gente;
     hubo sin duda un tercer hombre,
     como hubo un cuarto y un primero.
     No sé si nos miramos;
     él iba a Paraguay, yo iba a Córdoba.
     Casi lo han engendrado estas palabras;
     nunca sabré su nombre.
     Sé que hay un sabor que prefiere.
     Sé que ha mirado lentamente la luna.
     No es imposible que haya muerto.
     Leerá lo que ahora escribo y no sabrá
     que me refiero a él.
     En el secreto porvenir
     podemos ser rivales y respetarnos
     o amigos y querernos.
     He ejecutado un acto irreparable,
     he establecido un vínculo.
     En este mundo cotidiano,
     que se parece tanto
     al Libro de las Mil y Una Noches,
     no hay un solo acto que no corra el albur
     de ser una operación de la magia,
     no hay un solo hecho que no pueda ser el primero
     de una serie infinita.
     Me pregunto qué sombras no arrojarán
     estas ociosas líneas.

  NOSTALGIA DEL PRESENTE

     En aquel preciso momento el hombre se dijo:
     Qué no daría yo por la dicha
     de estar a tu lado en Islandia
     bajo el gran día inmóvil
     y de compartir el ahora
     como se comparte la música
     o el sabor de una fruta.
     En aquel preciso momento
     el hombre estaba junto a ella en Islandia.

  EL ÁPICE

     No te habrá de salvar lo que dejaron
     escrito aquellos que tu miedo implora;
     no eres los otros y te ves ahora
     centro del laberinto que tramaron
     tus pasos. No te salva la agonía
     de Jesús o de Sócrates ni el fuerte
     Siddharta de oro que aceptó la muerte
     en un jardín, al declinar el día.
     Polvo también es la palabra escrita
     por tu mano o el verbo pronunciado
     por tu boca. No hay lástima en el Hado
     y la noche de Dios es infinita.
     Tu materia es el tiempo, el incesante
     tiempo. Eres cada solitario instante.

  POEMA*

     ANVERSO

     Dormías. Te despierto.
     La gran mañana depara la ilusión de un principio.
     Te habías olvidado de Virgilio. Ahí están los hexámetros.
     Te traigo muchas cosas.
     Las cuatro raíces del griego: la tierra, el agua, el fuego, el aire.
     Un solo nombre de mujer.
     La amistad de la luna.
     Los claros colores del atlas.
     El olvido, que purifica.
     La memoria que elige y que redescubre.
     El hábito que nos ayuda a sentir que somos inmortales.
     La esfera y las agujas que parcelan el inasible tiempo.
     La fragancia del sándalo.
     Las dudas que llamamos, no sin alguna vanidad, metafísica.
     La curva del bastón que tu mano espera.
     El sabor de las uvas y de la miel.
     REVERSO

     Recordar a quien duerme
     es un acto común y cotidiano
     que podría hacernos temblar.
     Recordar a quien duerme
     es imponer a otro la interminable
     prisión del universo,
     de su tiempo sin ocaso ni aurora.
     Es revelarle que es alguien o algo
     que está sujeto a un nombre que lo publica
     y a un cúmulo de ayeres.
     Es inquietar su eternidad.
     Es cargarlo de siglos y de estrellas.
     Es restituir al tiempo otro Lázaro
     cargado de memoria.
     Es infamar el agua del Leteo.

  EL ÁNGEL

     Que el hombre no sea indigno del Ángel
     cuya espada lo guarda
     desde que lo engendró aquel Amor
     que mueve el sol y las estrellas
     hasta el Último Día en que retumbe
     el trueno en la trompeta.
     Que no lo arrastre a rojos lupanares
     ni a los palacios que erigió la soberbia
     ni a las tabernas insensatas.
     Que no se rebaje a la súplica
     ni al oprobio del llanto
     ni a la fabulosa esperanza
     ni a las pequeñas magias del miedo
     ni al simulacro del histrión;
     el Otro lo mira.
     Que recuerde que nunca estará solo.
     En el público día o en la sombra
     el incesante espejo lo atestigua;
     que no macule su cristal una lágrima.
     Señor, que al cabo de mis días en la Tierra
     yo no deshonre al Ángel.

  EL SUEÑO

     La noche nos impone su tarea
     mágica. Destejer el universo,
     las ramificaciones infinitas
     de efectos y de causas, que se pierden
     en ese vértigo sin fondo, el tiempo.
     La noche quiere que esta noche olvides
     tu nombre, tus mayores y tu sangre,
     cada palabra humana y cada lágrima,
     lo que pudo enseñarte la vigilia,
     el ilusorio punto de los geómetras,
     la línea, el plano, el cubo, la pirámide,
     el cilindro, la esfera, el mar, las olas,
     tu mejilla en la almohada, la frescura
     de la sábana nueva, los jardines,
     los imperios, los Césares y Shakespeare
     y lo que es más difícil, lo que amas.
     Curiosamente, una pastilla puede
     borrar el cosmos y erigir el caos.

  UN SUEÑO

     En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma del círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.

  INFERNO, V, 129

     Dejan caer el libro, porque ya saben
     que son las personas del libro.
     (Lo serán de otro, el máximo,
     pero eso qué puede importarles.)
     Ahora son Paolo y Francesca,
     no dos amigos que comparten
     el sabor de una fábula.
     Se miran con incrédula maravilla.
     Las manos no se tocan.
     Han descubierto el único tesoro;
     han encontrado al otro.
     No traicionan a Malatesta,
     porque la traición requiere un tercero
     y sólo existen ellos dos en el mundo.
     Son Paolo y Francesca
     y también la reina y su amante
     y todos los amantes que han sido
     desde aquel Adán y su Eva
     en el pasto del Paraíso.
     Un libro, un sueño les revela
     que son formas de un sueño que fue soñado
     en tierras de Bretaña.
     Otro libro hará que los hombres,
     sueños también, los sueñen.

  CORRER O SER*

     ¿Fluye en el cielo el Rhin? ¿Hay una forma
     universal del Rhin, un arquetipo,
     que invulnerable a ese otro Rhin, el tiempo,
     dura y perdura en un eterno Ahora
     y es raíz de aquel Rhin, que en Alemania
     sigue su curso mientras dicto el verso?
     Así lo conjeturan los platónicos;
     así no lo aprobó Guillermo de Occam.
     Dijo que Rhin (cuya etimología
     es rinan o «correr») no es otra cosa
     que un arbitrario apodo que los hombres
     dan a la fuga secular del agua
     desde los hielos a la arena última.
     Bien puede ser. Que lo decidan otros.
     ¿Seré apenas, repito, aquella serie
     de blancos días y de negras noches
     que amaron, que cantaron, que leyeron
     y padecieron miedo y esperanza
     o también habrá otro, el yo secreto
     cuya ilusoria imagen, hoy borrada,
     he interrogado en el ansioso espejo?
     Quizá del otro lado de la muerte
     sabré si he sido una palabra o alguien.

  LA FAMA

     Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar.
     Recordar el patio de tierra y la parra, el zaguán y el aljibe.
     Haber heredado el inglés, haber interrogado el sajón.
     Profesar el amor del alemán y la nostalgia del latín.
     Haber conversado en Palermo con un viejo asesino.
     Agradecer el ajedrez y el jazmín, los tigres y el hexámetro.
     Leer a Macedonio Fernández con la voz que fue suya.
     Conocer las ilustres incertidumbres que son la metafísica.
     Haber honrado espadas y razonablemente querer la paz.
     No ser codicioso de islas.
     No haber salido de mi biblioteca.
     Ser Alonso Quijano y no atreverme a ser don Quijote.
     Haber enseñado lo que no sé a quienes sabrán más que yo.
     Agradecer los dones de la luna y de Paul Verlaine.
     Haber urdido algún endecasílabo.
     Haber vuelto a contar antiguas historias.
     Haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco o seis
     [metáforas.

     Haber eludido sobornos.
     Ser ciudadano de Ginebra, de Montevideo, de Austin y (como
     [todos los hombres) de Roma.

     Ser devoto de Conrad.
     Ser esa cosa que nadie puede definir: argentino.
     Ser ciego.
     Ninguna de esas cosas es rara y su conjunto me depara una fama
     [que no acabo de comprender.


  LOS JUSTOS

     Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
     El que agradece que en la tierra haya música.
     El que descubre con placer una etimología.
     Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
     El ceramista que premedita un color y una forma.
     El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le
     [agrada.

     Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
     El que acaricia a un animal dormido.
     El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
     El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
     El que prefiere que los otros tengan razón.
     Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

  EL CÓMPLICE

     Me crucifican y yo debo ser la cruz y los clavos.
     Me tienden la copa y yo debo ser la cicuta.
     Me engañan y yo debo ser la mentira.
     Me incendian y yo debo ser el infierno.
     Debo alabar y agradecer cada instante del tiempo.
     Mi alimento es todas las cosas.
     El peso preciso del universo, la humillación, el júbilo.
     Debo justificar lo que me hiere.
     No importa mi ventura o mi desventura.
     Soy el poeta.

  EL ESPÍA

     En la pública luz de las batallas
     otros dan su vida a la patria
     y los recuerda el mármol.
     Yo he errado oscuro por ciudades que odio.
     Le di otras cosas.
     Abjuré de mi honor,
     traicioné a quienes me creyeron su amigo,
     compré conciencias,
     abominé del nombre de la patria.
     Me resigno a la infamia.

  EL DESIERTO

     Antes de entrar en el desierto
     los soldados bebieron largamente el agua de la cisterna.
     Hierocles derramó en la tierra
     el agua de su cántaro y dijo:
     Si hemos de entrar en el desierto,
     ya estoy en el desierto.
     Si la sed va a abrasarme,
     que ya me abrase.
     Ésta es una parábola.
     Antes de hundirme en el infierno
     los lictores del dios me permitieron que mirara una rosa.
     Esa rosa es ahora mi tormento
     en el oscuro reino.
     A un hombre lo dejó una mujer.
     Resolvieron mentir un último encuentro.
     El hombre dijo:
     Si debo entrar en la soledad
     ya estoy solo.
     Si la sed va a abrasarme,
     que ya me abrase.
     Ésta es otra parábola.
     Nadie en la tierra
     tiene el valor de ser aquel hombre.

  EL BASTÓN DE LACA*

     María Kodama lo descubrió. Pese a su autoridad y a su firmeza, es curiosamente liviano. Quienes lo ven lo advierten; quienes lo advierten lo recuerdan.
     Lo miro. Siento que es una parte de aquel imperio, infinito en el tiempo, que erigió su muralla para construir un recinto mágico.
     Lo miro. Pienso en aquel Chuang Tzu que soñó que era una mariposa y que no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.
     Lo miro. Pienso en el artesano que trabajó el bambú y lo dobló para que mi mano derecha pudiera calzar bien en el puño.
     No sé si vive aún o si ha muerto.
     No sé si es taoísta o budista o si interroga el libro de los sesenta y cuatro hexagramas.
     No nos veremos nunca.
     Está perdido entre novecientos treinta millones.
     Algo, sin embargo, nos ata.
     No es imposible que Alguien haya premeditado este vínculo.
     No es imposible que el universo necesite este vínculo.

  A CIERTA ISLA

     ¿Cómo invocarte, delicada Inglaterra?
     Es evidente que no debo ensayar
     la pompa y el estrépito de la oda,
     ajena a tu pudor.
     No hablaré de tus mares, que son el Mar,
     ni del imperio que te impuso, isla íntima,
     el desafío de los otros.
     Mencionaré en voz baja unos símbolos:
     Alicia, que fue un sueño del Rey Rojo,
     que fue un sueño de Carroll, hoy un sueño,
     el sabor del té y de los dulces,
     un laberinto en el jardín,
     un reloj de sol,
     un hombre que extraña (y que a nadie dice que extraña)
     el Oriente y las soledades glaciales
     que Coleridge no vio
     y que cifró en palabras precisas,
     el ruido de la lluvia, que no cambia,
     la nieve en la mejilla,
     la sombra de la estatua de Samuel Johnson,
     el eco de un laúd que perdura
     aunque ya nadie pueda oírlo,
     el cristal de un espejo que ha reflejado
     la mirada ciega de Milton,
     la constante vigilia de una brújula,
     el Libro de los Mártires,
     la crónica de oscuras generaciones
     en las últimas páginas de una Biblia,
     el polvo bajo el mármol,
     el sigilo del alba.
     Aquí estamos los dos, isla secreta.
     Nadie nos oye.
     Entre los dos crepúsculos
     compartiremos en silencio cosas queridas.

  EL «GO»

     Hoy, 9 de setiembre de 1978,
     tuve en la palma de la mano un pequeño disco
     de los trescientos sesenta y uno que se requieren
     para el juego astrológico del go,
     ese otro ajedrez del Oriente.
     Es más antiguo que la más antigua escritura
     y el tablero es un mapa del universo.
     Sus variaciones negras y blancas
     agotarán el tiempo.
     En él pueden perderse los hombres
     como en el amor y en el día.
     Hoy, 9 de setiembre de 1978,
     yo, que soy ignorante de tantas cosas,
     sé que ignoro una más,
     y agradezco a mis númenes
     esta revelación de un laberinto
     que nunca será mío.

  SHINTO

     Cuando nos anonada la desdicha,
     durante un segundo nos salvan
     las aventuras ínfimas
     de la atención o de la memoria:
     el sabor de una fruta, el sabor del agua,
     esa cara que un sueño nos devuelve,
     los primeros jazmines de noviembre,
     el anhelo infinito de la brújula,
     un libro que creíamos perdido,
     el pulso de un hexámetro,
     la breve llave que nos abre una casa,
     el olor de una biblioteca o del sándalo,
     el nombre antiguo de una calle,
     los colores de un mapa,
     una etimología imprevista,
     la lisura de la uña limada,
     la fecha que buscábamos,
     contar las doce campanadas oscuras,
     un brusco dolor físico.
     Ocho millones son las divinidades del Shinto
     que viajan por la tierra, secretas.
     Esos modestos númenes nos tocan,
     nos tocan y nos dejan.

  EL FORASTERO

     En el santuario hay una espada.
     Soy el segundo sacerdote del templo. Nunca la he visto.
     Otras comunidades veneran un espejo de metal o una piedra.
     Creo que se eligieron esas cosas porque alguna vez fueron raras.
     Hablo con libertad; el Shinto es el más leve de los cultos.
     El más leve y el más antiguo.
     Guarda escrituras tan arcaicas que ya están casi en blanco.
     Un ciervo o una gota de rocío podrían profesarlo.
     Nos dice que debemos obrar bien, pero no ha fijado una ética.
     No declara que el hombre teje su karma.
     No quiere intimidar con castigos ni sobornar con premios.
     Sus fieles pueden aceptar la doctrina de Buddha o la de Jesús.
     Venera al Emperador y a los muertos.
     Sabe que después de su muerte cada hombre es un dios que
     [ampara a los suyos.

     Sabe que después de su muerte cada árbol es un dios que ampara
     [a los árboles.

     Sabe que la sal, el agua y la música pueden purificarnos.
     Sabe que son legión las divinidades.
     Esta mañana nos visitó un viejo poeta peruano. Era ciego.
     Desde el atrio compartimos el aire del jardín y el olor de la tierra
     [húmeda y el canto de aves o de dioses.

     A través de un intérprete quise explicarle nuestra fe.
     No sé si me entendió.
     Los rostros occidentales son máscaras que no se dejan descifrar.
     Me dijo que de vuelta al Perú recordaría nuestro diálogo en un
     [poema.

     Ignoro si lo hará.
     Ignoro si nos volveremos a ver.

  DIECISIETE HAIKU

 1


     Algo me han dicho
     la tarde y la montaña.
     Ya lo he perdido.
 2


     La vasta noche
     no es ahora otra cosa
     que una fragancia.
 3


     ¿Es o no es
     el sueño que olvidé
     antes del alba?
 4


     Callan las cuerdas.
     La música sabía
     lo que yo siento.
 5


     Hoy no me alegran
     los almendros del huerto.
     Son tu recuerdo.
 6


     Oscuramente
     libros, láminas, llaves
     siguen mi suerte.
 7


     Desde aquel día
     no he movido las piezas
     en el tablero.
 8


     En el desierto
     acontece la aurora.
     Alguien lo sabe.
 9


     La ociosa espada
     sueña con sus batallas.
     Otro es mi sueño.
 10


     El hombre ha muerto.
     La barba no lo sabe.
     Crecen las uñas.
 11


     Ésta es la mano
     que alguna vez tocaba
     tu cabellera.
 12


     Bajo el alero
     el espejo no copia
     más que la luna.
 13


     Bajo la luna
     la sombra que se alarga
     es una sola.
 14


     ¿Es un imperio
     esa luz que se apaga
     o una luciérnaga?
 15


     La luna nueva.
     Ella también la mira
     desde otra puerta.
 16


     Lejos un trino.
     El ruiseñor no sabe
     que te consuela.
 17


     La vieja mano
     sigue trazando versos
     para el olvido.

  NIHON

     He divisado, desde las páginas de Russell, la doctrina de los conjuntos, la Mengenlehre, que postula y explora los vastos números que no alcanzaría un hombre inmortal aunque agotara sus eternidades contando, y cuyas dinastías imaginarias tienen como cifras las letras del alfabeto hebreo. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar.
     He divisado, desde las definiciones, axiomas, proposiciones y corolarios, la infinita sustancia de Spinoza, que consta de infinitos atributos, entre los cuales están el espacio y el tiempo, de suerte que si pronunciamos o pensamos una palabra, ocurren paralelamente infinitos hechos en infinitos orbes inconcebibles. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar.
     Desde montañas que prefieren, como Verlaine, el matiz al color, desde la escritura que ejerce la insinuación y que ignora la hipérbole, desde jardines donde el agua y la piedra no importan menos que la hierba, desde tigres pintados por quienes nunca vieron un tigre y nos dan casi el arquetipo, desde el camino del honor, el bushido, desde una nostalgia de espadas, desde puentes, mañanas y santuarios, desde una música que es casi el silencio, desde tus muchedumbres en voz baja, he divisado tu superficie, oh Japón. En ese delicado laberinto…
     A la guarnición de Junín llegaban hacia 1870 indios pampas, que no habían visto nunca una puerta, un llamador de bronce o una ventana. Veían y tocaban esas cosas, no menos raras para ellos que para nosotros Manhattan, y volvían a su desierto.

  LA CIFRA

     La amistad silenciosa de la luna
     (cito mal a Virgilio) te acompaña
     desde aquella perdida hoy en el tiempo
     noche o atardecer en que tus vagos
     ojos la descifraron para siempre
     en un jardín o un patio que son polvo.
     ¿Para siempre? Yo sé que alguien, un día,
     podrá decirte verdaderamente:
     No volverás a ver la clara luna.
     Has agotado ya la inalterable
     suma de veces que te da el destino.
     Inútil abrir todas las ventanas
     del mundo. Es tarde. No darás con ella.
     Vivimos descubriendo y olvidando
     esa dulce costumbre de la noche.
     Hay que mirarla bien. Puede ser última.

  *UNAS NOTAS

     *Las dos catedrales. La filosofía y la teología son, lo sospecho, dos especies de la literatura fantástica. Dos especies espléndidas. En efecto, ¿qué son las noches de Sharazad o el hombre invisible, al lado de la infinita sustancia, dotada de infinitos atributos, de Baruch Spinoza o de los arquetipos platónicos? A éstos me he referido en el «Poema», así como en «Correr o ser» o en «Beppo». Recuerdo, al pasar, que ciertas escuelas de la China se preguntaron si hay un arquetipo, un li, del sillón y otro del sillón de bambú. El curioso lector puede interrogar A Short History of Chinese Philosophy (Macmillan, 1948), de Fung Yu-Lan.
     *Aquél. Esta composición, como casi todas las otras, abusa de la enumeración caótica. De esta figura, que con tanta felicidad prodigó Walt Whitman, sólo puedo decir que debe parecer un caos, un desorden y ser íntimamente un cosmos, un orden.
     *Eclesiastés, I, 9. En el versículo de referencia algunos han visto una alusión al tiempo circular de los pitagóricos. Creo que tal concepto es del todo ajeno a los hábitos del pensamiento hebreo.
     *Andrés Armoa. El lector debe imaginar que su historia ocurre en la provincia de Buenos Aires, hacia mil ochocientos setenta y tantos.
     *El tercer hombre. Esta página, cuyo tema son los secretos vínculos que unen a todos los seres del mundo, es fundamentalmente igual a la que se llama «El bastón de laca».

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