jueves, 6 de noviembre de 2014

Ricardo Piglia. Novela: Respiración artificial.


Publicada en 1980 por Ricardo Piglia, en plena dictadura militar, es una de las más logradas novelas de su tiempo.  Emilio Renzi, un joven escritor, reencuentra a Marcelo Maggi, su tío, un hombre envuelto en un escándalo familiar que,  tras su paso por la cárcel, vivirá en distintas provincias dedicado investigar la vida de Enrique Ossorio, un remoto colaborador/ espía de la época de Rosas. A través de él, Renzi va a dar con don Luciano, un ex senador postrado desde hace años en una silla de ruedas y dueño de un tesoro familiar:  un cofre repleto de papeles antiguos que habían pertenecido a Osorio.
Novela compleja, ensayística, erudita, Respiración artificial abre la década del 80 para la narrativa nacional y pone a Piglia en el centro del sistema literario argentino.

http://www.telam.com.ar/notas/201306/21153-10-libros-memorables-de-los-grandes-escritores-argentinos.html


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JOAQUÍN MARCO
Respiración artificial, del argentino Ricardo Piglia (1940) se ha convertido, desde su publicación en 1980, en una novela de culto. La edición en España de algunas obras posteriores del autor permite situar este relato en el devenir de una obra que lo ha confirmado como uno de los más renovadores de la narrativa latinoamericana contemporánea. La estructura de Respiración artificial, dividida en dos partes bien diferenciadas, es muy compleja. Sirviéndose de un método parecido al de las cajas chinas las historias van enlazándose unas a otras a través de las relaciones familiares no exentas de misterio. El origen habrá que buscarlo en el oro que “el fundador” logró en California y trajo a la Argentina, permitiendo a la familia convertirse en latifundista. 

Cada personaje llegará envuelto en una historia que se desarrollará en forma de relato breve. Renzi (la acción se inicia en primera persona a través de una carta y una fotografía que nos retrotrae al pasado), personaje que advertiremos en otras obras, conecta con don Luciano, el suegro de su tío, un ex senador que logra moverse en su limitado espacio gracias a una silla de ruedas. éste recibió como legado un cofre repleto de papeles antiguos con los que pretende reivindicar la figura de Enrique Ossorio, turbio conspirador de la época de Rosas. Marcelo Maggi, el tío de Renzi, envuelto en un escándalo familiar, tras su paso por la cárcel vivirá en provincias dedicado a esta tarea investigadora. Piglia nos traslada de una historia a otra: el juego de tiempos/ espejos constituye una de las múltiples claves de la novela. De otro lado, el relato se torna ensayo cuando el autor trata sus opiniones sobre materias literarias, estéticas o se pregunta sobre la naturaleza de lo argentino. 

El polaco Tardewski, imaginario discípulo de Wittgenstein en Cambridge, parece un retrato alterado de Witold Gombrowicz, escritor que Piglia admira y cita en la novela. Bajo el título de “Descartes” esta segunda parte se convertirá en una novela ensayo en la que, invirtiendo las leyes de la lógica cartesiana, construirá tesis fascinantes, como las relaciones entre Kafka y Hitler. Advertiremos también la teoría sobre la evolución de la literatura argentina, la exaltación de la figura literaria de Roberto Artl, una extensa consideración sobre la lengua de los argentinos (parodiando a Borges), duras consideraciones sobre Ortega y Gasset, calificado como “rey de los Asnos Españoles o Asno I”. Heidegger aparece también como otro lector de Hitler. Tardewski descubre, por un azar en el que cree, las fuentes de aquella influencia en el British Museum, mientras dedica sus esfuerzos a elaborar su tesis doctoral. Trasladado a la Argentina, hubiera podido convertirse en un personaje intelectualmente influyente, pero su auténtica vocación es la del fracaso. Intelectualizada, la acción permite el despliegue de personajes y situaciones, como las cartas de mujeres que recibe Marconi, el poeta local.

Los epistolarios van a jugar, como fórmula literaria, un papel decisivo: el de Ossorio en Nueva York, por ejemplo, o el que analiza el extraño personaje de Arocena, quien tiene como objetivo descubrir en las de los años 40 extrañas claves y códigos secretos. Estas extrañas y a menudo incomprensibles situaciones recuerdan pasajes de Sábato. Hemos aludido ya a Borges parafraseado. Pero los mecanismos de asimilación serán de índole diversa: desde la novela histórica hasta el género de terror o el uso dialectal. De hecho, la novela epistolar se convierte en autobiográfica. Si Enrique Ossorio es el análisis de un exilio, también Tardewski forma parte de otro exilio. Los personajes principales de Piglia son incapaces de escapar a un destino previsto. Su determinismo es por naturaleza pesimista. Si los inicios del relato son faulknerianos -y así lo admite el autor- y, por ende, recuerdan también los seres fracasados de Onetti, el “vivir sin ilusiones”, la complejidad de tiempos y la decantación final hacia la novela-ensayo no convierten Respiración artificial en un mero repertorio inconexo de sistemas y fórmulas, en un compendio de lo que puede entenderse como tradición narrativa argentino-uruguaya. La novela logra entidad propia, porque Piglia es capaz de unificar registros, mantener la intriga y evocar los ecos de la parodia al tiempo que construye extravagantes personajes en épocas diversas y lanza teorías literarias, lingöísticas o históricas desde la lucidez y la inteligencia. Respiración artificial pasa a convertirse en lectura obligada. Sus complejidades son un aliciente más. 

miércoles, 5 de noviembre de 2014

OPINIÓN: Defensa inútil de Gabriel García Márquez Orlando Arroyave Álvarez.


NOTA: Los artículos de OPINIÓN son conceptualizaciones y criterios que no necesariamente tienen que seguir la misma orientación y parecer del suscrito. J. Méndez-Limbrick.
http://www.universocentro.com/NUMERO23/DefensaInutilDeGabrielGarciaMarquez.aspx
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Defensa inútil de Gabriel García Márquez 
Orlando Arroyave Álvarez. 

El último libro de Gabriel García Márquez es una recopilación de discursos viejos, con un retintín de loro mojado insinuado en la misma carátula. Se dice, además, que el escritor de Aracataca anda a los tumbos en la nube espesa de sus 84 años. Uno de sus lectores, con olfato un tanto siniestro pero innegable devoción, ofrece esta suerte de obituario anticipado.

 Se le alaba
   cualquier creación,
   como si García Márquez
   fuera una fábrica
   de obras insuperables.
   Pero también
   se le conmina
   al silencio.


Guionista, maestro y poeta

Es un lastre el talento, la gloria literaria de Gabriel García Márquez. La literatura colombiana de las últimas décadas se construyó contra él: era campo minado, referente evitado, una sombra espantada en cada página. Detuvo, si se quiere, la imaginación de la literatura colombiana: cualquier eco fantástico (que algunos nombran, con la imprecisión de lo que nombran, como “mágico”) era percibido como plagio, y había en ese rechazo un horror con rostro de sacrilegio: sólo un Dios podía regentar tanto prodigio.

El prestigio de Gabriel García Márquez proviene de la promesa casi inadmisible de que se trata de un clásico. Imposible apostar a ese augurio precoz, pero él es la expresión que más se asemeja con lo que entendemos por “clásico”: referente local y mundial que ha sobrevivido como memoria por varias generaciones, y produce placer e inspiración a lectores y creadores. El clásico se funde con el habla cotidiana y con la cultura toda. Si nos declaráramos románticos, tendríamos que proponer que esa obra refleja varios tiempos —y aún culturas— en un solo espíritu. “Clásico” se le ha dicho a mansalva a otros escritores, como Anatole France.

Cuando se dio la fama de Cien años de soledad, se la emparentó con El Quijote y a su autor con Cervantes. Una desmesura. Pasolini fue más allá: llamó “impostor” a García Márquez. Ya en los años sesenta, el italiano percibía en Cien años de soledad “el ridículo” de que se tratara de una obra maestra; afirmaba que era “la novela de un escenógrafo o de un utilero, escrita con gran vitalidad y profusión del tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para uso de alguna gran casa cinematográfica norteamericana (si todavía existiesen) […] Los personajes son todos unos mecanismos inventados —en ocasiones con espléndida habilidad— por un guionista: poseen todos los tics demagógicos destinados al éxito espectacular”.

Gabriel García Márquez puede ser ese guionista con guiños populacheros que aspira a una superproducción, mas, para su desgracia, un escritor de guiones imposibles, esto es, sin posibilidad de hacerse cine. Después de El otoño del patriarca fue más explícita esa búsqueda imposible de guión cinematográfico; uno de sus libros puede leerse radicalmente como tal, con pretensiones de reportaje novelado: Crónica de una muerte anunciada. Las generaciones de escritores colombianos, posteriores a los grandes éxitos mundiales de Gabriel García Márquez, aprendieron de la ambición secreta de este escritor: que sus novelas tuvieran su espejo en una versión cinematográfica (o al menos en una telenovela).

También cabe conjeturar que García Márquez es algo más que un guionista de películas posibles o improbables. La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, algunos de sus cuentos, sus primeras crónicas periodísticas, El otoño del Patriarca —su mejor novela, sin descontar su falso empaque de sueño o pasadilla con aire de decorado—, El amor en los tiempos del cólera y su libro de recuerdos suelen ser aquilatados como “obras maestras” (si es que esta expresión puede sobreponerse a la industria cultural, que padece cada temporada de un legión de obras maestras, recién estrenadas, en su catálogo de novedades de verano o invierno en los países de estaciones, o en la temporada de ferias del libro en el trópico).

Tras estos libros de turbias pretensiones de guionista-novelista, cabe añadir otra confusa conjetura: se soñó poeta. O con más precisión, un escritor con ambiciones de artista; aunque hubo de resignarse a una poética de la imaginación esperpéntica y surrealista del contador de historias de estas tierras caribeñas. Se soñó Faulkner o Woolf, pero se resignó a la estirpe de Scherezada, con su imaginación adobada de trópico.

Se tropezó, a disgusto, con una poesía de oropel, de poeta confiando demasiado, casi con fervor, en los adjetivos que se resignaban a empollar prodigios. Antonio Caballero reprocha esa, en apariencia, virtud de García Márquez: “pájaro preso en una jaula de oro. […] [que se convirtió] en una reja manierista”. En sus últimas obras (exceptuando algunas páginas de El amor en los tiempos del cólera) busca escapar de la reja, diseñando frases sin adornos para ofrecer una poesía sin barroquismo y con un cierto vaho poético. Con el tiempo, del lirismo sin frenos, con pretensiones surrealistas —como aquellos enredijos sin resuello de desmesura maravillosa, propios de El Otoño del patriarca— pasó a una concisión narrativa casi famélica.
 

Las orejas afiladas del político

Siempre han asomado, entre páginas y declaraciones de García Márquez, las orejas del “escritor social” (expresión un tanto hiperbólica o eufemística que se puede reemplazar por “político”). Se ha pronunciado contra las “tiranías de derecha”, ha suscrito las revoluciones de Cuba o Centro América en los años de tiranías y de utopías socialistas… Sin embargo, su pasión fue la política local colombiana.

A lo largo de sus más de cuarenta años de hombre público con olor a clásico, el efecto político de García Márquez siempre fue importante para Colombia. Todos los políticos, unos más (Belisario), otros menos (Samper, Uribe, Pastrana) —exceptuando a Turbay, quien lo envió al exilio con su anticomunista y criminal Estatuto de Seguridad—, sabían que había que invitar a Gabo a Palacio; a una sede política, a una comisión de sabios, o darle un saludo en los discursos presidenciales, siempre tan inútiles. Ningún presidente colombiano podía quedarse sin una foto con él. Gabo parecía corresponder a esos requerimientos con entusiasmo. En 1971 hizo una confesión: “Leo prácticamente nada. Ya no me interesa. Leo reportajes y memorias, la vida de los hombres que han tenido poder; memorias y confidencias de secretarios, aunque sean falsas”.

Su función como escritor político consistió, en parte, en caminar como compañero de ruta de los pobres del mundo y en particular de los de América Latina (esa “patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas”, como exclamaba con un tanto de imprecisión hiperbólica al recibir el Premio Nobel), lo que en síntesis es un lirismo sociológico de difusos vitalismos independistas, un tanto barroco, propio de la “Guerra Fría”. Dijo: “La violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad”.

Un escritor social con pocas luces como pensador político, podría glosarse como moraleja luego de leerlo con admiración. Incluso se le ha reprochado ser un idiota, como si fuera propagandista involuntario de sus taras. Eso vocifera Efraim Medina, el más lenguaraz de los escritores de su generación: “El hombre, no el escritor, es un idiota y no hay que poner mucha atención a lo que dice un idiota. […] Así como García Márquez ha enriquecido el mundo con sus narraciones lo ha empobrecido con su presencia. Su literatura es buena pero carece de pensamiento, ¿cuál es el pensamiento garciamarquiano? Ninguno. Cada vez que abre la boca nos avergüenza. Creo que en su caso la única razón para quererlo que tendrían sus amigos es sus libros ya que como persona ha demostrado ser un pequeño y mezquino adorador de dictadores, alguien que babea por cualquier cosa que huela a poder, así sea un podercito sucio y barato”. Medina puede entonar el poema de Hördelin (“Odio profundamente la turba de los grandes señores y de los sacerdotes, pero más odio al genio que se compromete con ellos”), pero ya nos resignamos a que ese idiota se erija en el Escritor Nacional Colombiano.

El marketing de un creador

Ha triunfado Gabriel García Márquez. Un nombre. En el imaginario promedio de los colombianos, es un escritor garantizado. Poco o nada importa que a sus obras se les notaran los decorados, los apuros del escenógrafo; los adjetivos que no querían empollar más prodigios. La fama suele, casi en forma inexorable, matar al gran autor. Lo mata el apremio de complacer a sus admiradores, la “atroz adulación al amo” que reprochara Pasolini.

Se le alaba cualquier creación, como si García Márquez fuera una fábrica de obras insuperables. Pero también se le conmina al silencio. Algunos, aún los menos lúcidos —que hacen legión en Colombia—, exigen con furia su silencio. Los más ufanos lo quieren llevar, como a un párvulo, a una clase magistral de primeras letras. “Gabo no sabe escribir”, “Un escritor de imperfecciones que triunfa”, claman los principitos y sastrecillos de las letras colombianas. Para comprobarlo se hacen antologías y torneos nacionales para descubrir el “error gramatical” de “nuestro premio Nobel”. Los gazaperos, esos buitres gramaticales, siempre estarán muy alimentados por las páginas de García Márquez. Otros, para demeritarlo, afirman que este escritor debe su gloria a sus traductores (como Maupassant o Dostoievski): mal escritor socorrido por las traducciones.

Pero los escritores se han resignado a no ser el mejor cuentista, el mejor novelista y uno de los mejores cronistas de Colombia; los lugares ya se encuentran ocupados: García Márquez está en el top. Es difícil ser generoso con lo que nos sobrepasa en nuestro oficio, pero el prestigio de la literatura colombiana —si tiene alguno— se lo debemos casi por entero a él. Nadie —ni los secretos mejor guardados, ni los escritores sin candado— lo ha superado en tres hazañas: ventas, “obras maestras” y prestigio.

“Esa luz puesta al aire que es un hombre”, como escribiera Quevedo y que somos todos, en Gabriel García Márquez es un poder cultural; un poder que en sí mismo es ya una gloria, en un país cuya única gloria es la guerra. Después de un largo regateo (Isaac, Rivera, Silva, Porfirio Barba, Carrasquilla, Espinosa) nos resignamos a que un “subversivo” —como lo llamaba la derecha colombiana en los 70— y, por añadidura, una de las mascotas más ilustres “del país positivo en el exterior”, fuera nuestro Escritor Nacional. El más importante acontecimiento cultural de Colombia en su vacilante vida republicana.

martes, 4 de noviembre de 2014

Hermann Broch. Poesía.


Cuando, arrestado por el gobierno nazi, pasó a la prisión de Altaussee, las visiones repetidas de una muerte inminente prepararon en él el humus del que nacería su ya mencionada obra capital, La muerte de Virgilio, sin duda una de las novelas más importantes del siglo XX. Algunos de los poemas aquí recogidos laten en la misma atmósfera, y son como fragmentos de prosa o versos extendidos musicalmente siguiendo una pauta interior; otros se aproximan a la poesía popular que lo llevó a incorporar la rima y buscar la música audible de las palabras.

 

Hermann Broch

 En mitad de la vida


Poesía completa



 Hermann Broch, 1913

Traducción: Montserrat Armas & Rafael-José Díaz

Editor digital: Banshee

Escaneo y OCR: Blok



  PRÓLOGO


 Oh, lenguaje, descriptor para sí mismo indescriptible, que busca

empujando hacia lo indescriptible.

Ninguna palabra viviría si no temblara por el extraño sonido de otro valle,

por el sonido de un aliento de allí, que eleva lo descriptible a lo indescriptible,

al porqué sin máscara, y es

el lenguaje sin máscara, por el que lucha el hombre,

su sonido de campana interrogante,

lo inexistente como su ser más profundo

lo inamante como su más profundo amor,

lo involuntario como su más profunda voluntad,

la disolución de lo humano —su más profunda humanidad.


Hermann Broch escribió estos versos en 1946. Llevaba años cortejando la lengua del arte, la que está más cerca de la poesía. Así y todo, Hanna Arendt afirma que fue poeta contra su voluntad: “ser poeta y no querer serlo constituyó el rasgo característico de su personalidad, inspiró la acción dramática de su obra más importante y se convirtió en el conflicto central de su vida”[1]. Pero Broch fue poeta incluso en sus obras en prosa, y aquella a la cual se refiere la ensayista, La muerte de Virgilio, lo situó pronto entre los grandes escritores del siglo XX. Precisamente el tema de dicha obra es la duda sobre la validez de la poesía, y en ella la Eneida debe ser quemada en aras del conocimiento empírico. Con todo, el conocimiento digno del arte, el verdadero conocimiento, es para Broch aquel que la poesía puede desvelar, pues existe “el deseo de todo arte, de todo arte grande […] de volver a ser mito, de volver a presentar la totalidad del universo”[2].
Esa totalidad que ha de ser expresada, una totalidad huidiza, fluctuante, sólo puede captarse mediante un conocimiento que supere el tiempo y la muerte. Y éste es el que Broch asigna al arte. El primer medio para descubrir ese “todo” es la simultaneidad lograda con la palabra. Y la palabra poética, que se mueve entre imagen y música, resulta adecuada a este fin, ya que lo que se pide al lenguaje es “hacer audibles y visibles unidades cognoscitivas”[3]. Y esto se hace patente en toda su escritura, hasta el punto de que la prosa se transforma en poesía en sus novelas.
Broch, de todos modos, no recogió en libro sus poemas; aparecieron reunidos por primera vez en sus obras completas en 1953[4]. Hijo del momento de predominio del cientifismo, que comportaba en literatura un enfoque concreto de la condición humana (cultura versus natura), pero heredero de la tendencia que nos habla de un modo de vivir poéticamente la naturaleza, la Naturlyrik, arraigada en la literatura alemana desde el Romanticismo (revitalizada por tres grandes poetas que se asimilan con el neorromanticismo, el simbolismo y el modernismo: Hofmannsthal, Rilke y Stefan George), y a un mismo tiempo alcanzado por el expresionismo —aunque lejos de la poesía de la gran ciudad, la Grosstadtlyrik—, Hermann Broch, a través de sus versos, va abriendo paso decidido a sus ideas, que acaban por concretarse en una particular construcción del poema.
Los aquí recogidos (escritos entre los años 1913 y 1949) permiten seguir los movimientos de su mente, que abarca tesituras abiertas. En el primero, “Misterio matemático” (que data de 1913), se erige un edificio —el mundo— sostenido en un solo concepto, el número, unidad de cantidad que sirve para delimitarlo todo, como vieron los pitagóricos y también Galileo, quien afirmó: “la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos”, pero el fondo motor del poema es la totalidad. Broch parte de las matemáticas, pues considera que la razón científica y la imaginación creadora se sustentan por constituir dos ramas de un solo árbol, el del conocimiento; pero lo importante, para él, es expresar ese árbol. Este poema constituye un interesante punto de partida si tenemos en cuenta las palabras escritas por su autor en el ensayo Hofmannsthal y su tiempo:
la cosmogonía pitagórica —al reunir conocimiento, ética y arte en un todo arquitectónico—, está condicionada tanto por las matemáticas como por la música. El que vive en el campo simbólico del idioma, experimenta a cada sentencia que concibe y con la que pretende expresar una determinada verdad conceptual (no abstracta en su forma), que con el simple razonamiento lógico no se consigue su concepción y exposición idiomáticas, sino que para ello hay que recurrir a la lógica del arte, tal vez más profunda, tal vez más elevada, para que, con ayuda de su sistema arquitectónico, la expresión adquiera la validez y la fuerza necesarias”[5].
Arte y matemáticas buscarán ambos alcanzar esa “verdad transformada en conocimiento”[6], a la cual Broch aspira. La filosofía, para ello, resulta insuficiente, pues el conocimiento deseado sólo puede encarnarse en el mito y el logos.
Si bien Broch reprochaba a Hofmannsthal su conformismo y su esteticismo excesivo y no compartía el escepticismo que se le atribuye en la Carta de lord Chandos, en sus versos se detecta, en cambio, una proximidad. Y no sólo en sus versos, sino en el mismo planteamiento del arte como expresión de la totalidad, pues das Ganze es una palabra recurrente en la obra del autor de la Carta. En el mencionado estudio brochiano sobre ésta, toca algunos temas de los que se podría hablar al tratar de su propia obra: la ocultación del yo subjetivo en pro de una exposición lírica a través del objeto, la necesidad de identificación del artista con el no-yo o mundo, consistente en una cadena de asimilaciones, de “estructuraciones simbólicas, simbolización de símbolos” hasta lograr un “símbolo total”[7]; la no elevación de la belleza al rango de carácter absoluto; la paradoja del infinito del proceso creador o la constatación de la contradicción, e incluso lo que él llama “tarea bautismal de la poesía”[8], es decir, el carácter fundamental de la creación popular.
Todo esto surge, en sus poemas, unido al pensamiento, un mar —agua, pues, susceptible de reflejos fluctuantes— que sin cesar se mueve y presenta “formas infinitas” que hay que salvar, lo que sólo puede llevarse a cabo a través de la experiencia de la unidad, que abarca el yo y el mundo, tras la que late la unidad del logos. Se trata, pues, de saltar por encima de la dualidad, pero la dualidad está ahí, no sólo en la relación del yo con el mundo, sino en el hombre mismo: el contraste entre cuerpo y espíritu basta para despertar el dolor. Se trata también, en cierto modo, de seguir la vía abierta por Goethe, una síntesis de lo poético y lo racional —la cultura— que en último término es de naturaleza religiosa, pues para Broch todo lo que da forma a lo humano es sustentado por lo religioso:
Si se pudieran elevar realmente a un equilibrio todos los contenidos del mundo, si se pudiera formar y transformar realmente el mundo en un sistema de totalidad, en un sistema en el que cada parte condicione y sustente a la otra, si se pudiera instaurar realmente este estado —que la ciencia busca en lo rigurosamente racional—, se habría conseguido asimismo la satisfacción definitiva del ser, la liberación del mundo, en la que abocarán todos los esfuerzos metafísico-religiosos de la Humanidad[9].
Liberación, realidad, sueño, olvido, muerte, van asomando en los poemas escritos por Broch en los años treinta, especialmente sugerentes, sobre los cuales planea la sombra del simbolismo y que presentan un modo personal de evocación del pasado como integrante del momento hasta tal punto que la nostalgia queda desterrada, y el alma se hace espejeante, y se oyen campanas, incluso azules, y el eco de Trakl o Blok se desliza por los campos “verdes como brasas”, en un “cielo de flores” o en la “música de las estrellas apagada” (que al final vuelve a destellar) mientras lo invisible desciende, “la mirada busca lo inigualable” y la tierra, interrogada, entrega al final “su secreto”, aunque el enigma permanece.
La forma de esos poemas surge de reflejos o refracciones; una parte del poema se mira en la otra como en un espejo caprichoso, sin recibir siempre la imagen invertida, aunque en permanente contraste. Broch parece adherirse así a la posible intercambiabilidad de todo, a aquellas correspondencias que interesaron a Baudelaire, gracias a quien el poema adquirió valor en sí. Ello resulta claro en “Paisaje” o en “Como ya no te reconozco”, donde todo es interior-exterior, se busca el olvido del mundo y se sucede un doble olvido que comporta las dos caras del poema: en la primera —la exterior— surge algo que no se reconoce, pero se convierte en árbol que da sombra, y en el verde —las hojas— “se arrodilla mi sueño”. En la segunda —la interior— se alude al olvido de algo olvidado:
 Tiemblan las hojas de la luz,
oh, mundo… lleno de las sombras
llevo en mi olvido,
en la respiración y en el olvido
tu imagen profundamente olvidada.

Podría decirse que se trata de un modo de autogénesis de los versos y es posible describirlo en los mismos términos que Broch aplicaba a los relatos de Joyce: se registran los procesos del mundo exterior proyectando la figura del observador como factor integrante. Así el poema genera una espiral, que responde, sin duda, a la manera lírica de expresar la totalidad que sigue el autor, como en “Tormenta nocturna” o “Lo que nunca fue”, donde muerte y enigma llegan a identificarse, y a la vez se confunde con la poesía ese enigma que “descansa en el abrevadero del sueño” y que sólo el sueño puede alimentar y que, con todo, existe en el fondo real de cada vida. Esto hace que el poeta se pregunte:
 ¿Te atreves a mirar hacia abajo
en el pozo de millones de años?
¿Te atreves a reconocer en el fondo indistinto
el anillo de las tinieblas […]?

Resulta inevitable oír en este pozo el eco de aquel “hondo pozo” del poema “Misterio del universo”, de Hofmannsthal, que representa la conciencia de uno mismo, el profundizar hasta dar con lo auténtico, lo que tiene que mostrarse como cumplimiento correcto del destino, no como un sueño. Para Broch, en el pozo “se hunde una metáfora tras otra / y queda lo sobriamente irreal / inflamando a modo de invierno / el secreto.” Y su conclusión —aparente solución— se producirá en el momento de hallarse al borde de la muerte —“antes de que te arrojes al pozo de tu alma”—. Entonces, tal vez, la naturaleza desvele el enigma.
Del mismo año, 1934, data el poema titulado “Mitad de la vida”, donde esa espiral construye decididamente el proceso del pensar, resaltando la contradicción. Decían los surrealistas: “la contradicción no nos asusta”. Broch, sin embargo, parece estar más cerca de la afirmación de Vladimír Holan: “poeta estás sin contradicciones, estás sin posibilidades”, pues a ellas se va ajustando, y acaso sea esa contradicción el don de la buscada simultaneidad. Broch empieza por decir: “nadie es, / ni nada ha sido”, y sigue con versos como éstos: “¿tienes esperanza y aún esperas, como si hubiera espera en el tiempo sin tiempo?”, o bien: “Feliz y doloroso fue tu primer despertar, fue el primer don del resplandor”, al igual que: “Se arquea el espejo de lo incomprensible para siempre”.
Un paso más y los opuestos saltarán a un primer plano; se ha exigido “lo existente en lo inexistente, / la confianza en la desconfianza” y “ahora cada uno debe volver a morir solo”. Pues “en medio de un horror creciente / se vuelve más rica la vida, […] cada día se convierte en un día regalado, ilimitado ante la desconfianza”. Los sucesos terribles, esos corceles apocalípticos que pasan mientras los amantes se abrazan, llevan la contradicción al punto extremo. Las torturas hacen que se pierda el yo, y hasta la muerte es un sinsentido, pues ya no es Yo quien muere. Todo se pone en duda, todo, salvo la muerte, aparece como un imposible, y sólo grita el silencio (“la selva nocturna”), porque expresar es difícil: los ejecutados, si cantaran, lo harían en un lenguaje “en el que ninguna palabra se parece ya a otra”, “lo que ellos tendrían que decir sería mudo”. Su imagen misma lo reclama:
 Los miramos fijamente, nos miran fijamente:
los ojos, los suyos, los nuestros,
aún pueden mirar
y mentirse
que están viendo la figura humana.

Expresar es difícil, sí, cuando todo en derredor se derrumba y, además, se tiene la certeza, como la tenía Broch, de que “un arte que no es capaz de reproducir la totalidad del mundo no es arte”, y de que cada época debe acercarse a partir de la ciencia y la creación artística al todo para derivar en estilos de conocimiento y arte siempre nuevos.
Hermann Broch había sido arrestado por los nazis el día de la anexión de Austria por Alemania (1938), pero gracias a James Joyce pudo emigrar. Por entonces llevaba solamente diez años entregado a la literatura. Judío, nacido en Viena en 1886, orientó sus estudios con miras a administrar la fábrica textil de su familia, lo cual hizo hasta 1927. Mientras tanto, a partir de 1919, ejerció como crítico en diversas revistas y frecuento los cafés de la capital, donde conoció a importantes intelectuales, entre ellos Robert Musil y Franz Blei. A la edad de cuarenta años dio un cambio al rumbo de su vida y siguió cursos de matemáticas, filosofía y sicología en la universidad donde hacia 1929 se formó el conocido Círculo de Viena, de carácter positivista, cuyos miembros aspiraban al rigor de la moderna lógica matemática. Ante la actitud de sus profesores, que consideraban anticuada la metafísica, Broch abandonó los estudios y se entregó de lleno a la escritura, hasta su muerte, el 30 de mayo de 1951, en New Haven, Connecticut, última estación de un exilio durante el cual ayudó incesantemente a otros refugiados europeos.
Cuando, arrestado por el gobierno nazi, pasó a la prisión de Altaussee, las visiones repetidas de una muerte inminente prepararon en él el humus del que nacería su ya mencionada obra capital, La muerte de “Virgilio, sin duda una de las novelas más importantes del siglo XX. Algunos de los poemas aquí recogidos laten en la misma atmósfera, y son como fragmentos de prosa o versos extendidos musicalmente siguiendo una pauta interior; otros, por el contrario, se aproximan a la poesía popular que él tanto consideraba y que lo llevó a incorporar la rima y buscar la música audible de las palabras. Se trata de una escritura poética no sólo intensa, sino atrevida por su modo de incorporar la inteligencia al lenguaje, ya que es el “interregno del conocimiento terrenal”[10]. Y es también bellamente evocadora, en tanto que poesía
es espera que mira en la media luz, poesía es abismo en presentimiento del crepúsculo, es espera en el umbral, es comunidad y soledad al mismo tiempo […], aún no partida, pero continua despedida[11].
Finalmente, los poemas de Broch son, ante todo, profundos, de acuerdo con su concepto de la poesía, que para él es también (como dice por boca de Virgilio) “la más extraña de todas las actividades humanas, la única que sirve para el conocimiento de la muerte”[12].
CLARA JANÉS


  MISTERIO MATEMÁTICO


Con mesura se abre lo inconsciente
Y en lo infinito el mundo alza su vuelo.
Siento cómo el juicio se pronuncia;
Con admiración sigo su curso.
Sostenido en un solo concepto
Se erige vertical un edificio:
Y se une a miríadas de estrellas
Que una divinidad lejana alumbra.
El Yo, por fuerza, ha de reconocer
Que sólo contiene la verdad en la forma
Y puede consumirse en esta llama fría.
Pero aunque sean innumerables las manifestaciones de la forma,
Nada puede separarlas de la unidad.
En la más profunda profundidad aparece, soleado, el mundo.
(1913)



  AMOR INCIPIENTE


El sentimiento sigue estando
tan cerca y tan lejos de nosotros
como un viejo juego de niños.
Lo que un día vivimos como en sueños
y nunca más vislumbramos,
lo buscamos en nuestro amor
y ofrecemos, temblorosas, las manos.
(1914)



  CUATRO SONETOS SOBRE EL PROBLEMA METAFÍSICO DEL CONOCIMIENTO DE LA REALIDAD


 I. Maldición de lo relativo


¿Siento el asombro? ¿Se asombra mi yo?
De qué frontera vienes tú,
Pensamiento, ¡profundísima casualidad!
Me balanceo en el espacio de la muerte.
Vociferante y eterno, Ahasvero.
Equilibrio que oscila, como imagen frenética,
Ciega es la costa que te quiebra,
Palabra contemplativa en el mar del pensamiento,
Espejo irónico del hundimiento más infinito…
Pero, mira, la palabra quiere revelarse
Como proporción sonriente de una señal suspendida
Y en el sentimiento de formas infinitas
Debo, cobarde, permitir que me salve una fulguración de mundos,
Como si yaciera en unos brazos femeninos.

 II. Eros triste


De nuevo debemos experimentarnos en el sentimiento
E inclinar mutuamente nuestros labios
Y humillar nuestras pobres soledades
Para que busquen juntas lo eterno.
De la dualidad de nuestra vida cotidiana ha de surgir
La unidad del todo, los esfuerzos más humanos
Y la espera sosegada en las jerarquías de Dios,
Que en el sentimiento quiere mostrarse presintiendo.
Pero tímidamente se desatan de nuevo las manos
Que se juntaron para tal trascendencia,
Y estremeciéndonos desatamos los miembros enredados como los de los animales:
Sabemos ya en el placer que somos intercambiables
Y un azar procedente de los altibajos
De la simetría entretejida en el meandro eterno de Eros.

 III. El cómico


Los cráneos escupen seriamente palabras en el aire,
Seriamente se logra así la inteligencia;
El espacio vacío se enmadera a diario
Y yo cuelgo dentro, solo y sin nombre:
La imagen de la vida se desliza en el círculo más lejano
Y no es espantosa ni cómica, no:
El tiempo del mundo está lejos —¡Ea!, qué infinitamente pequeña
Emana la frialdad vacía de su gesto de cine.
¡Dónde está lo sagrado en una noche así!
¡Dónde está la salvación del bostezo angustiado!
Oh, mujer, te grito desde mi anhelo de mundos,
Oh, que la profundidad de tu aliento pliegue con calma la noche:
Así, me inclino sumiso sobre tus patas
Y en mi fiebre caen frías obscenidades.

 IV. Niveles del éxtasis


Deben besarse de nuevo nuestros labios,
Lo que los conceptos nos asesinan continuamente:
Vivencia, ser-yo, mundo, se ha vuelto durante mucho tiempo abstracto,
Vislumbrando algo hermoso, sólo podemos conocer
Y conociendo buscamos un yo, siempre oculto,
Que sólo tiene el poder de borrar fronteras,
Que eleva el oscuro placer a lo creativo
Del puro éxtasis de una mañana jamás lograda:
En él la unidad puede desplegarse en el todo
Y una dualidad formar el mundo de Dios…
Cercano en el buscar pero eternamente alejado…
La fuerza del origen hace señas con manos suaves.
Ondea una cinta de primavera, y nos quiere devolver
El olvidado sueño del país de la infancia.
(1915)

lunes, 3 de noviembre de 2014

Carlos Fuentes. LECTURA. Del libro: EN ESTO CREO.


LECTURA
Don Quijote es un lector. Más bien dicho: su lectura es su locura. Poseído de la locura de la lectura. Don Quijote quisiera convertir en realidad lo que ha leído: los libros de caballería. El mundo real, mundo de cabreros y asaltantes, de venteros, maritornes y cuerdas de presos, rehusa la ilusión de Don Quijote, zarandea al hidalgo, lo mantea, lo apalea.
A pesar de todas las golpizas de la realidad, Don Quijote persiste en ver gigantes donde sólo hay molinos. Los ve, porque así le dicen sus libros que debe ver.
Pero hay un momento extraordinario en que Don Quijote, el voraz lector, descubre que él, el lector, también es leído.
Es el momento en que un personaje literario, Don Quijote, por primera vez en la historia de la literatura, entra a una imprenta en, where else?, Barcelona. Ha llegado hasta allí para denunciar la versión apócrifa de sus aventuras publicadas por un tal Avellaneda y decirle al mundo que él, el auténtico Don Quijote, no es el falso Don Quijote de la versión de Avellaneda.
En Barcelona, Don Quijote, paseándose por la ciudad condal, ve un letrero que dice «Aquí se imprimen libros», entra y observa el trabajo de la imprenta, «viendo tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla», hasta darse cuenta de que lo que allí se está imprimiendo es su propia novela. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, un libro donde, para asombro de Sancho, se cuentan cosas que sólo él y su amo se dijeron, secretos que ahora la impresión y la lectura hacen públicos, sujetando a los protagonistas de la historia al conocimiento y al examen críticos, democráticos. Ha muerto la escolástica. Ha nacido el libre examen.
No hay momento que mejor revele el carácter liberador de la edición, publicación y lectura de un libro, que éste. Desde entonces la literatura y, por extensión, el libro, han sido los depositarios de una verdad revelada no por Dios o el poder, sino por la imaginación, es decir, por la facultad humana de mediar entre la sensación y la percepción y de fundar, sobre dicha mediación, una nueva realidad que no existiría más sin la experiencia verbal del Quijote de Cervantes, o del Canto General de Neruda, o del Rojo y negro de Stendhal.
¿Es esta mediación íntima pero compartible, secreta pero pública, entre el lector y el libro, entre el espectador y la obra de arte, lo que se está perdiendo en la llamada posmodernidad? ¿Asistimos en verdad al fin de la era de Gutenberg y Cervantes, los cinco siglos de primacía cultural del libro y la lectura, a favor de la era de Ted Turner y Bill Gates, en la que sólo lo que vemos directamente en la pantalla de televisión o en la computadora es digno de crédito?
Yo crecí en la era de la radio, cuando para confirmar la gran faena del torero Manolete dicha por el locutor de la cadena de radio XEW, había que acudir a los periódicos a fin de cerciorarse de la verdad: sí, era cierto, el Monstruo de Córdoba cortó oreja y rabo. Era cierto porque estaba escrito. Hoy. el bombardeo de Bagdad ocurre al mismo tiempo que es visto en la pantalla de televisión.
No hay que confirmarlo por escrito. Es más: ni siquiera hay que entenderlo políticamente. Hemos visto, gracias a la ubicuidad e instantaneidad de la imagen, un espectáculo deslumbrante a colores. A los muertos, ni los vimos ni los oímos.
El dilema del destino del libro y la lectura en nuestro tiempo: dos ilustraciones extremas.
Basta internarse en el mundo indígena de México para conocer, con asombro, la capacidad de los hombres y mujeres de los pueblos aborígenes para contar historias y rememorar mitos. Pobres e iletrados, los indios de México no son seres culturalmente desprovistos. Tarahumaras y huicholes, mazatecos y tzotziles, poseen un extraordinario talento para recordar e imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes renacimientos, así como los detalles minuciosos de la vida cotidiana.
Con razón dijo Fernando Benítez, el gran escritor mexicano que los documentó exhaustivamente: cada vez que muere un indio, mueren con él o ella toda una biblioteca.
En el otro extremo se encuentra una fantasía terriblemente actualizable. el libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. en el que una dictadura, ésta sí, perfecta, prohíbe las bibliotecas, quema los libros y sin embargo no puede impedir que una tribu final de hombres y mujeres memorice la literatura del mundo, hasta que él o ella se convierten, realmente, en la Odisea, La isla del tesoro, o Las mil y una noches.
Lo que ambas bibliotecas —una en la cabeza de un indígena de cultura puramente oral, otra en la memoria de un suprayupi posmoderno, poscomunista, poscapitalista, postodo— poseen en común es la posibilidad universal de escoger entre el silencio y la voz, la memoria y el olvido, el movimiento y la inmovilidad, la vida y la muerte. El puente entre estos opuestos es la palabra, dicha o no dicha, desdichada o feliz, escrita o para siempre en blanco, visible o invisible, decidiendo, en cada sílaba, si la vida ha de continuar, o si habrá de terminar para siempre.
Pero, ¿no podríamos decir lo mismo de la imagen visual? ¿No cumplen análogas funciones vitales un cuadro de Goya, la escultura de la Coyolxauqui, una película de Buñuel o un edificio de Oscar Niemeyer? La pintura, dijo Leonardo, es cosa mental. ¿Lo es también la supercarretera de mil canales de televisión? ¿Lo son los llamados medios modernos de comunicación visual que, supuestamente, le están robando lectores al libro, sepultando la era de Gutenberg y Cervantes, y saturando la comunicación visual con tanta información que todos nos sentimos supremamente bien informados, sin preguntarnos si lo que se informa importa y lo que importa es lo que no se informa?
No estoy arguyendo a favor del libro y la biblioteca como elementos supletorios de las posibles —de las evidentes— deficiencias de la comunicación audiovisual en este final de siglo y de milenio.
Todo lo contrario: quisiera explorar ese territorio en el cual los medios de comunicación modernos auxilian, en vez de dañarla, la cultura del libro y la lectura. Es cierto: basta visitar cualquier hogar donde la antena de televisión se ha convertido en la cruz de la parroquia, para confirmar el fenómeno universal del couch potato, el espectador que mira televisión de manera puramente pasiva, en efecto como una papa yacente, adormilado, violado casi por la sucesión de imágenes de manera supina, sin respuesta crítica, creativa. Todo lo contrario de lo que nos exige un buen libro, un buen cuadro o una buena película.
Pero basta visitar un centro de estudios como el Instituto Tecnológico de Monterrey, para darse cuenta, también, del extraordinario auxiliar que es la información audiovisual para ampliar el radio de conocimiento de los estudiantes, enriquecer la interacción de maestros y alumnos y contrarrestar los aspectos más negativos de la recepción pasiva de imágenes en el hogar.
Debemos ahondar y abundar en las posibilidades de apoyo que la cultura audiovisual puede prestarle a la cultura del libro, y viceversa.
En primer término, aunque hayan aumentado gigantescamente los espectadores de audiovisual en el mundo, la disminución de lectores de libros no es consecuencia fatal ni absoluta de este hecho. No es fatal porque, nuevamente, es el uso de los medios lo que los califica, no su mera existencia. Los editores de la biblioteca de clásicos norteamericanos, The Library of América, hacen notar que las nuevas tecnologías pueden emplearse no sólo para preservar sino para ampliar una herencia literaria, promoviendo la apreciación de los grandes escritores a masas que antes los desconocían, de la misma manera que, musicalmente, hoy más personas escuchan el Don Giovanni de Mozart en un solo día que durante toda la vida del compositor. Asimismo, la biblioteca de clásicos norteamericanos, gracias al apoyo de los medios audiovisuales, ha vendido tres millones de ejemplares de sus primeros títulos, de Jefferson a Faulkner, en la última década.
José Vasconcelos, el primer secretario de Educación de la Revolución Mexicana, publicó una biblioteca de clásicos universales en preciosas ediciones, allá por 1923. ¿Para qué publicar a Cervantes en un país con 90 por ciento de analfabetos?, se le preguntó, y se le criticó, entonces. La respuesta, hoy, es evidente: para que los iletrados, cuando dejen de serlo, puedan leer el Quijote en vez de Superman.
Igualmente hoy, la edición debe apostar a que los medios creen lectores en vez de ahuyentarlos. Para ello, nuevamente, hay que insistir desde el inicio, desde el salón de clases y, si fuese posible, desde el hogar, en someter la imagen audiovisual a la misma crítica a la que siempre han estado sujetas la literatura y las artes plásticas. Hay que enseñarle al espectador a hacerse cargo críticamente de la imagen que recibe.
Los optimistas nos dicen que en una sociedad con abundancia de medios audiovisuales, habrá al cabo mayor especialización, menos masificación y, en consecuencia, la posibilidad de crear una nueva comunidad entre los editores de libros y el público audiovisual, así como entre lectores y espectadores que podrán escoger entre ofertas cada vez más diversificadas.
En otras palabras, los medios masivos pueden contribuir a crear mayor y no menor número de lectores, gracias a posibilidades de promoción, venta y selección de libros incalculablemente superiores a las del pasado. Si a la dinámica audiovisual se le añade la dimensión crítica que arriba mencioné, es posible, incluso, que promoción masiva y alta calidad literaria no estén, forzosamente, reñidas.
Pero no nos ceguemos ante los peligros, no el peligro al cabo menor de la masificación como promotora de moda y mal gusto, cosa que siempre ha existido, sino el aprovechamiento de las nuevas tecnologías para darle certeza a los inciertos. En el mundo de la necesidad y del azar que siempre ha sido el de los seres humanos, un texto es necesario para hacer inteligible lo que sin él carecería de sentido. De esta necesidad puede surgir la Biblia —pero también el Mein Kampf—. Es en sociedades sin rumbo, en las que la satisfacción material deja insatisfecho al espíritu, y en el que los insatisfechos se cansan de esperar, donde los textos más dogmáticos se han apoderado de la imaginación de las mayorías. Imaginemos lo que Hitler hubiese hecho con una pantalla de televisión. Este es el peligro. Vivimos en la aldea global de comunicaciones masivas, adelantos técnicos e interdependencia económica, pero podemos fácilmente alimentar los temores e incluso la rebelión de la aldea local que no se ve reflejada en dichos medios, y que, como Tántalo, en vano trata de alcanzar los frutos que la tentación publicitaria ofrece en todas las pantallas del mundo.
Un capitalismo autoritario, ya sin enemigo comunista totalitario enfrente, se cierne como posibilidad desgraciada en algunos horizontes del mundo. Su amenaza no sólo a la lectura y al libro, sino al empleo libre y creativo de los propios medios audiovisuales, sólo puede ser contrarrestada por un orden democrático pleno, por una vigilancia política pluralista sobre el uso de los medios y sobre todo, por una decisión, política también y también social, de mantener en su grado más alto de abundancia, calidad y eficacia, los programas de educación pública, de bibliotecas públicas, de libros de texto gratuitos y de plena libertad para la creación escrita.
Hemos sido testigos y actores, durante el último medio siglo, de la creación de un gran círculo en cada país latinoamericano, un círculo que va del escritor al editor al distribuidor al librero al público y de regreso al autor.
Al contrario de lo que sucede en países de mayor desarrollo mercantil pero de menor atención intelectual, en México y la América Latina hay libros que nunca desaparecen de los anaqueles. Neruda y Borges, Cortázar y García Márquez, Vallejo y Paz, siempre están presentes en nuestras librerías.
Lo están porque sus lectores se renuevan constantemente pero jamás se agotan. Son lectores jóvenes, entre los quince y los veinticinco años. Son hombres y mujeres de la clase trabajadora, de la clase media o del tránsito entre ambas, portadores de los cambios y de las esperanzas de nuestro continente.
Hoy, las sucesivas crisis económicas sufridas por Latinoamérica desde los años ochenta amenazan esa continuidad de la lectura, reflejo de la continuidad de la sociedad. Varias generaciones de latinoamericanos jóvenes han descubierto su identidad leyendo a Gabriela Mistral, Juan Carlos Onetti o Jorge Amado. La ruptura del círculo de la lectura significaría una pérdida del ser para muchos jóvenes. No los condenemos a salir de las librerías y de las bibliotecas para perderse en los subterráneos de la miseria, el crimen y el abandono.
Que no se extinga un solo joven lector potencial en el desamparo de la ciudad perdida, la villa miseria, la población callampa o la favela.
En el panorama que voy describiendo, la biblioteca es una institución preciosa porque nos permite acercarnos a la riqueza verbal de la humanidad dentro de un espacio civilizado y bajo un techo protector.
Sin embargo, aun allí, rodeados por la belleza, la paz, la hospitalidad y hasta el maravilloso olor de una biblioteca, no debemos nunca perder de vista los peligros que la censura, la persecución y la intolerancia pueden desatar contra la palabra escrita. La fatwa contra Salman Rushdie lo demuestra.
En 1920, el 90 por ciento de los mexicanos eran iletrados. El primer ministro de Educación de los gobiernos revolucionarios, el filósofo José Vasconcelos, lanzó entonces una campaña alfabetizadora que hubo de enfrentarse a la feroz resistencia de la oligarquía latifundista. Los hacendados no querían peones que supieran leer y escribir, sino peones sumisos, ignorantes y confiables. Muchos de los maestros enviados al campo por Vasconcelos fueron colgados de los árboles. Otros regresaron mutilados.
La heroica campaña vasconcelista por el alfabeto iba acompañada, sin contradicción alguna, por el impulso a la alta cultura. Como rector de la Universidad Nacional de México, Vasconcelos mandó imprimir, en 1920, una colección de clásicos en preciosas ediciones de Homero y Virgilio, de Platón y Plotino, de Goethe y Dante, joyas bibliográficas y artísticas, ¿para un pueblo de analfabetos, de pobres, de marginados? Exactamente: la publicación de clásicos de la universidad era un acto de esperanza. Era una manera de decirle a la mayoría de los mexicanos: un día, ustedes serán parte del centro, no del margen; un día, ustedes tendrán recursos para comprar un libro; un día, ustedes podrán leer y entenderán lo que hoy entendemos todos los mexicanos.
Que un libro, aunque esté en el comercio, trasciende el comercio.
Que un libro, aunque compita en el mundo actual con la abundancia y facilidad de las tecnologías de la información, es algo más que una fuente de información. Que un libro nos enseña lo que le falta a la pura información: un libro nos enseña a extender simultáneamente el entendimiento de nuestra propia persona, el entendimiento del mundo objetivo fuera de nosotros y el entendimiento del mundo social donde se reúnen la ciudad —la polis— y el ser humano —la persona.
El libro nos dice lo que ninguna otra forma de comunicación puede, quiere o alcanza a decir: La integración completa de nuestras facultades de conocernos a nosotros mismos para realizarnos en el mundo, en nuestro yo y en los demás.
El libro nos dice que nuestra vida es un repertorio de posibilidades que transforman el deseo en experiencia y la experiencia en destino.
El libro nos dice que existe el otro, que existen los demás, que nuestra personalidad no se agota en sí misma sino que se vuelca en la obligación moral de prestarle atención a los demás —que nunca son lo de más.
El libro es la educación de los sentidos a través del lenguaje.
El libro es la amistad tangible, olfativa, táctil, visual, que nos abre las puertas de la casa al amor que nos hermana con el mundo, porque compartimos el verbo del mundo.
El libro es la intimidad de un país, la inalienable idea que nos hacemos de nosotros mismos, de nuestros tiempos, de nuestro pasado y de nuestro porvenir recordado, vividos todos los tiempos como deseo y memoria verbales aquí y hoy.
Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nombran al mundo y le dan voz al ser humano.
Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nos dicen: Si nosotros no nombramos, nadie nos dará un nombre. Si nosotros no hablamos, el silencio impondrá su oscura soberanía.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Roberto Arlt . "Los siete locos". Novela.


Los siete locos (1929)

Roberto Arlt consigue expresar con ironía y furia su disconformidad con un mundo en el que no encaja mediante su alter ego, el protagonista de Los siete locos, Remo Erdosain. Esta paradigmática novela argentina plantea una crítica social y la búsqueda del sentido de la vida por parte de Erdosain. El Rufián melancólico, el Astrólogo y la Coja son algunos de los geniales personajes que rodean a Erdosain y que plantean su cosmovisión y su expectativas para la sociedad. Estos hombres huraños, viciosos, sufridos que conviven en la marginalidad derrochan acidez e inteligencia en sus dichos.

(Fragmentos de novela).

LOS SIETE LOCOS

ROBERTO A   R   L   T

CAPITULO PRIMERO

LA SORPRESA
Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.
Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a «lo Humberto I», y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez: Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:
-Tenemos la denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.
-Con siete centavos -agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que permanecía im-pasible.
-¿Por qué anda usted tan mal vestido? -interrogó.
-No gano nada como cobrador.
-¿Y el dinero que nos ha robado?
-Yo no he robado nada. Son mentiras.
-Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?
-Si quieren, hoy mismo a mediodía.
La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:
-No... tiene tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos... Puede irse.
Lo sorprendió tanto esa resolución que permaneció allí tristemente, de pie, mirándo-los a los tres. Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata deshilachada: al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados entrecerrados.
Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.
-¿Entonces, puedo irme?
-Sí...
-No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.
-Sí... todo... -y volviéndose, salió sin saludar.
Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.
Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.

ESTADOS DE CONCIENCIA
Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.
Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre de cárcel.
Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.
Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario -inmensamente extraordi-nario- que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta.
Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain, «la zona de la angustia».
Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque.
Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo.
Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando sentía las primeras náuseas de la pena.
-¿Qué es lo que hago con mi vida? -decíase entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siem-pre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.
Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles satisfacciones -ya que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel- le dejaba en las cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes sensibles como después de masticar limón.
En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un «perrero», aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo.
Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:
-¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? -Y como su imaginación conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba: -Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del pórtasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.
Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en los sótanos de una lujosísima mansión. En torno de la mesa movíanse dos mucamas, además del chofer y un árabe vendedor de ligas y perfumes. En dicha circunstancia él gastaría un saco negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero, y corbatita blanca. Súbitamente lo llamaría «el señor», un hombre que era su doble físico, pero que no se afeitaba los bigotes y usaba lentes. El no sabía qué es lo que deseaba de él su patrón, mas nunca olvidaría la mirada singular que éste le dirigió al salir de la estancia. Y volvía a la cocina para conversar de suciedades, con el chofer que, ante el regocijo de las mucamas y el silencio del árabe pederasta, contaba como había pervertido a la hija de una gran señora, cierta criatura de pocos años.
Y volvía a repetirse:
-Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo -y apretaba los dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo.
Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una soltera vieja y devota, llevando con unción un pesado orinal, mas en ese momento le encontraba un sacerdote asiduo de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:
-¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto? -Y él, Ernesto, Ambrosio o José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.
Un temblor de locura le estremecía cuando pensaba en esto.
Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo, ensuciando su alma. Y el terror que experimenta el hombre que en una pesadilla cae al abismo en que no morirá, padecíalo él mientras deliberadamente se iba enlodando.
Porque a instantes su afán era de humillación, como el de los santos que besaban las llagas de los inmundos; no por compasión, sino para ser más indignos de la piedad de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el cielo con pruebas tan repugnantes.
Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y sólo quedaba en su conciencia el «deseo de conocer el sentido de la vida», decíase:
-No, yo no soy un lacayo... de verdad que no lo soy... -y hubiera querido ir a pedirle a su esposa que se compadeciera de él, que tuviera piedad de sus pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de que por ella se había visto obligado a sacrificarse tantas veces, le colmaba de un rencor sordo, y en esas circunstancias hubiera querido matarla.
Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y aquél era un sumado elemento más a los otros factores que componían su angustia.
De allí que cuando defraudó los primeros veinte pesos, se asombró de la facilidad con que se podía hacer «eso», quizá porque antes de robar creyó tener que vencer una serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones de vida no podía conocer. Decíase luego:
-Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada más.
Y «eso» aliviaba la vida, con «eso» tenía dinero que le causaba sensaciones extrañas porque nada le costaba ganarlo. Y lo asombroso para Erdosain no consistía en el robo, sino que no se revelara en su semblante que era un ladrón. Se vio obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues este importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su sueldo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.
Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos, mientras él, malamente alimen-tado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo interior se amon-tonaba la felicidad bajo la forma de billetes, cheques, giros y órdenes al portador.
Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba; él escucha-ba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:
-¿Qué es lo que puedo hacer yo?
Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que podía defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse falta de inicia-tiva, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos narrados) sufría necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.
Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de administración que había en la Compañía Azucarera.

EL TERROR EN LA CALLE
Sin duda alguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle.
Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las silenciosas avenidas, diciéndose:
-Me verá una doncella, una niña alta, pálida y concentrada, que por capricho maneje su Rolls-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende que yo seré el único amor de toda la vida, y esa mirada que era un ultraje para todos los desdichados, se posará en mí, cubiertos los ojos de lágrimas.
El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras lentamente se deslizaba a la sombra de las altas fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos mosaicos des-componían su sombra en triángulos.
-Será millonada, pero yo le diré: «Señorita, no puedo tocarla. Aunque usted quisiera entregárseme, no la tomaría». Ella me mirará sorprendida; entonces yo le diré: «Y todo es inútil, ¿sabe?, es inútil, porque estoy casado». Pero ella le ofrecerá una fortuna a Elsa para que se divorcie de mí, y luego nos casaremos, y en su yate nos iremos al Brasil.
Y la simplicidad de este sueno se enriquecía con el nombre de Brasil que, áspero y caliente, proyectaba ante él una costa sonrosada y blanca, cortando con aristas y perpendicu-lares al mar tiernamente azul. Ahora la doncella había perdido su empaque trágico y era -bajo la seda blanca de su vestido sencillo como el de una colegiala- una criatura sonriente, tímida y atrevida a la vez.
Y Erdosain pensaba:
-No tendremos nunca contacto sexual. Para hacer más duradero nuestro amor, refre-naremos el deseo, y tampoco la besaré en la boca, sino en la mano.
Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida, si tal imposible aconteciera, pero era más fácil detener la tierra en su marcha que realizar tal absurdo. Entonces decíase entris-tecido de un coraje vago:
-Bueno, seré «cafisho». -Y de pronto un horror más terrible que los otros horrores le destornillaba la conciencia. El tenía la sensación de que todas las muescas de su alma sangra-ban como bajo la mecha de un torno, y paralizado el entendimiento, embotado de angustia, iba a loca ventura en busca de lenocinios. Entonces supo el terror del fraudulento, el terror luminoso que es como el estallido de un gran día de sol en la convexidad de una salitrera.
Se dejó arrastrar por los impulsos que retuercen al hombre que se siente por primera vez a las puertas de la cárcel, impulsos ciegos que conducen a un desdichado a jugarse la vida en un naipe o en una mujer. Quizá buscando en el naipe y en la hembra una consolación brutal y triste, quizá buscando en todo lo más vil y hundido cierta certidumbre de pureza que lo salvará definitivamente.
Y en las calurosas horas de la siesta, bajo el sol amarillo caminó por las aceras de mosaicos calientes en busca de los prostíbulos más inmundos.
Escogía con preferencia aquellos en cuyos zaguanes veía cáscaras de naranja y re-gueros de ceniza y los vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos por mallas de alambre.
Entraba con la muerte en el alma. En el patio, bajo el recuadrado cielo azul, había generalmente un solo banco pintado de ocre, y sobre él se dejaba caer extenuado, soportando la glacial mirada de la regenta, mientras esperaba la salida de la pupila, una mujer horrorosa de flaca o de gorda.
Y la meretriz le gritaba desde la puerta entreabierta del dormitorio, en cuyo interior se escuchaba el ruido de un hombre que se vestía:
-¿Vamos, querido? -y Erdosain entraba al otro dormitorio, zumbándole los oídos y con una niebla girante en las pupilas.
Luego se recostaba en el lecho barnizado de color de hígado, encima de las mantas sucias por los botines, que protegían la colcha.
Súbitamente sentía deseos de llorar, de preguntarle a esa horrible morcona qué cosa era el amor, el angélico amor que los coros celestiales cantaban al pie del trono de Dios vivo, pero la angustia le taponaba la laringe mientras que de repugnancia el estómago se le cerraba como un puño.
Y en tanto la prostituta dejaba estar la movediza mano encima de sus ropas. Erdosain se decía:
-¿Qué he hecho de mi vida?
Una rayo de sol sesgaba el cristal de la banderola cubierta de telas de araña, y la meretriz, con la mejilla apoyada en la almohada y una pierna cargada sobre la suya, movía lentamente la mano mientras él entristecido se decía:
-¿Qué es lo que he hecho de mi vida?
Súbitamente el remordimiento le entristecía el alma, se acordaba de su esposa que por falta de dinero tenía que lavarse la ropa a pesar de estar enferma, y entonces, asqueado de sí mismo, saltaba del lecho, le entregaba el dinero a la prostituta, y sin haberla usado, huía hacia otro infierno a gastar el dinero que no le pertenecía, a hundirse más en su locura que aullaba a todas horas.

viernes, 31 de octubre de 2014

Arlt. Juguete rabioso. Novela.


La obra de Arlt ha sido vista como un espacio de confluencia de los discursos más significativos de su tiempo: desde las utopías socialistas y anarquistas de las primeras décadas del siglo XX a la subsiguiente irrupción de los proyectos totalitarios (especialmente, el nazismo y el fascismo), así como un amplio repertorio de saberes vinculados a las ciencias ocultas.
El Juguete Rabioso, publicada en el año 1926, Roberto Arlt inaugura un espacio dentro de la literatura latinoamericana que resulta original debido a la síntesis que hay en sus páginas de marginación social y existencialismo. Prácticamente, ninguna obra antes de ésta, abordó en nuestros países de una manera tan directa, expresiva y sobrecogedora la angustia que implica vivir cuando el destino y la sociedad nos condenan a la miseria. Esa primera reflexión sobre la inutilidad, sobre la necesidad del crimen, sobre las alegrías pequeñas y postergadas, se debe casi enteramente a Arlt, al drama de sus personajes. (La pasión inútil).

***
El juguete rabioso es la más autobiográfica de sus novelas. Está dividida en cuatro partes que muestran a su protagonista Silvio Astier en diferentes situaciones en las que fracasa sistemáticamente. En el primer capítulo `Los ladrones`, Silvio forma un club con el objetivo de efectuar robos en el barrio, los intentos son frustrados y el club se disuelve. En el segundo, `Los trabajos y los días` el protagonista es dependiente de una librería pero luego de intentar un incendio, fracasa y debe huir. En el tercero, `El juguete rabioso` Astier ingresa en la Escuela de Aviación como aprendiz, pero lo expulsan. El capítulo culmina cuando intenta suicidarse y fracasa. En la parte final, llamadas `Judas Iscariote`, Silvio, ya mayor, entabla amistad con un rengo que es un cuidador de carros, muy humilde, en Flores. El Rengo le cuenta que quiere robar la casa del ingeniero Vitri. El protagonista lo delata y comenta que desea irse al sur.

El resentimiento de sus repetidos fracasos lo impulsa a delatar a un hombre común, marginado como él. La única vez que no falla en sus intenciones, falla como ser humano, delatando al que lo consideraba su amigo y confidente. (Escuela Normal Superior de Chascomús 1997)
Fuente:N.N.

jueves, 30 de octubre de 2014

La guerra del fin del mundo Mario Vargas Llosa


 Fiel a su idea del escritor como «buitre», e1 el autor se alimenta de un suceso casi cubierto ya por el olvido y la indiferencia, suceso que lo afecta, lo marca y finalmente se apodera de él: la masacre de Canudos ocurrida históricamente en Brasil en 1896.
Esto ha llevado a algunas figuras dentro del ámbito literario a decir que: «La guerra del fin del mundo no es más que una imitación deficiente de la buena novela del brasileño Da Cunha». La alusión es a Os Sertaos, no una novela, sino un amplio ensayo sociológico inspirado en la rebelión de Canudos, un suceso histórico que, como tal, no puede tener propietarios ni literarios ni de otra índole. Es a principios del siglo XX (1901) que aparece el libro antes mencionado.
En él Da Cunha relata en tono acusatorio la incapacidad de la civilización para aprovechar y educar a los seres que habitan «os sertaos», esa porción enorme, árida y remota del Brasil. La sociedad los mantiene olvidados hasta despertar con arrebato sombrío y aniquilar en la represión de Canudos unas seis mil almas. El clamor de Da Cunha en las notas preliminares de su libro, crece, se agiganta y vive en la novela de Vargas Llosa: «La civilización avanzará en los sertones, impelida por esa fuerza motriz de la historia ... el aplastamiento inevitable de las razas débiles por las fuertes. Y fue, en la significación integral de la palabra, un crimen. Es a Euclides Da Cunha a quien Vargas Llosa dedica su novela.
El aspecto histórico de los acontecimientos de Canudos ha sido exaustivamente tratado,no sólo por Da Cunha, sino por todo un cuerpo de historiadores e investigadores. No es este el enfoque de Vargas Llosa para elaborar su obra ya que se trata de una novela y como tal es «mito, lenguaje y estructura.» No serán esos hilos históricos los que hacen de La guerra del fin del mundo una gran novela, sino esos otros «elementos añadidos», como diría su autor, los que le confieren originalidad y estructura literaria.
Que sea rigurosamente cierto el testimonio de la rebelión de Canudos no es lo esencial. Lo verdaderamente importante es ese segmento de humanidad que se levanta y vive en las páginas de la novela con su «pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio» de que habla Sábato al definir lo que considera heroicidad.
Aporte de Victoria.

***

Mario Vargas Llosa
La guerra del fin
del mundo

Seix Barral
R.B.A Proyectos Editoriales S.A.
Summa Literaria 5

 A Euclides da Cunha en el otro mundo;
y, en este mundo, a Nélida Piñón

O Anti-Christo nasceu
Para o Brasil governar
Mas ahí está O Conselheiro
Para delle nos livrar


Uno

I


El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros que, de cuando en cuando, visitaban los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes.
Aparecía de improviso, al principio solo, siempre a pie, cubierto por el polvo del camino, cada cierto número de semanas, de meses. Su larga silueta se recortaba en la luz crepuscular o naciente, mientras cruzaba la única calle del poblado, a grandes trancos, con una especie de urgencia. Avanzaba resueltamente entre cabras que campanilleaban, entre perros y niños que le abrían paso y lo miraban con curiosidad, sin responder a los saludos de las mujeres que ya lo conocían y le hacían venias y se apresuraban a traerle jarras de leche de cabra y platos de farinha y fríjol. Pero él no comía ni bebía antes de llegar hasta la iglesia del pueblo y comprobar, una vez más, una y cien veces, que estaba rota, despintada, con sus torres truncas y sus paredes agujereadas y sus suelos levantados y sus altares roídos por los gusanos. Se le entristecía la cara con un dolor de retirante al que la sequía ha matado hijos y animales y privado de bienes y debe abandonar su casa, los huesos de sus muertos, para huir, huir, sin saber adonde. A veces lloraba y en el llanto el fuego negro de sus ojos recrudecía con destellos terribles. Inmediatamente se ponía a rezar. Pero no como rezan los demás hombres o las mujeres: él se tendía de bruces en la tierra o las piedras o las lozas desportilladas, frente a donde estaba o había estado o debería estar el altar, y allí oraba, a veces en silencio, a veces en voz alta, una, dos horas, observado con respeto y admiración por los vecinos. Rezaba el Credo, el Padrenuestro y los Avemarías consabidos, y también otros rezos que nadie había escuchado antes pero que, a lo largo de los días, de los meses, de los años, las gentes irían memorizando. ¿Dónde está el párroco?, le oían preguntar, ¿por qué no hay aquí un pastor para el rebaño? Pues, que en las aldeas no hubiera un sacerdote, lo apenaba tanto como la ruina de las moradas del Señor.
Sólo después de pedir perdón al Buen Jesús por el estado en que tenían su casa, aceptaba comer y beber algo, apenas una muestra de lo que los vecinos se afanaban en ofrecerle aun en años de escasez. Consentía en dormir bajo techo, en alguna de las viviendas que los sertaneros ponían a su disposición, pero rara vez se le vio reposar en la hamaca, el camastro o colchón de quien le ofrecía posada. Se tumbaba en el suelo, sin manta alguna, y, apoyando en su brazo la cabeza de hirvientes cabellos color azabache, dormía unas horas. Siempre tan pocas que era el último en acostarse y cuando los vaqueros y los pastores más madrugadores salían al campo ya lo veían, trabajando en restañar los muros y los tejados de la iglesia.
Daba sus consejos al atardecer, cuando los hombres habían vuelto del campo y las mujeres habían acabado los quehaceres domésticos y las criaturas estaban ya durmiendo. Los daba en esos descampados desarbolados y pedregosos que hay en todos los pueblos del sertón, en el crucero de sus calles principales y que se hubieran podido llamar plazas si hubieran tenido bancas, glorietas, jardines o conservaran los que alguna vez tuvieron y fueron destruyendo las sequías, las plagas, la desidia. Los daba a esa hora en que el cielo del Norte del Brasil, antes de oscurecerse y estrellarse, llamea entre coposas nubes blancas, grises o azuladas y hay como un vasto fuego de artificio allá en lo alto, sobre la inmensidad del mundo. Los daba a esa hora en que se prenden las fogatas para espantar a los insectos y preparar la comida, cuando disminuye el vaho sofocante y se levanta una brisa que pone a las gentes de mejor ánimo para soportar la enfermedad, el hambre y los padecimientos de la vida.
Hablaba de cosas sencillas e importantes, sin mirar a nadie en especial de la gente que le rodeaba, o más bien, mirando, con sus ojos incandescentes, a través del corro de viejos, mujeres, hombres y niños, algo o alguien que sólo él podía ver. Cosas que se entendían porque eran oscuramente sabidas desde tiempos inmemoriales y que uno aprendía con la leche que mamaba. Cosas actuales, tangibles, cotidianas, inevitables, como el fin del mundo y el Juicio Final, que podían ocurrir tal vez antes de lo que tardase el poblado en poner derecha la capilla alicaída. ¿Qué ocurriría cuando el Buen Jesús contemplara el desamparo en que habían dejado su casa? ¿Qué diría del proceder de esos pastores que, en vez de ayudar al pobre, le vaciaban los bolsillos cobrándole por los servicios de la religión? ¿Se podían vender las palabras de Dios, no debían darse de gracia? ¿Qué excusa darían al Padre aquellos padres que, pese al voto de castidad, fornicaban? ¿Podían inventarle mentiras, acaso, a quien leía los pensamientos como lee el rastreador en la tierra el paso del jaguar? Cosas prácticas, cotidianas, familiares, como la muerte, que conduce a la felicidad si se entra en ella con el alma limpia, como a una fiesta. ¿Eran los hombres animales? Si no lo eran, debían cruzar esa puerta engalanados con su mejor traje, en señal de reverencia a Aquel a quien iban a encontrar. Les hablaba del cielo y también del infierno, la morada del Perro, empedrada de brasas y crótalos, y de cómo el Demonio podía manifestarse en innovaciones de semblante inofensivo.
Los vaqueros y los peones del interior lo escuchaban en silencio, intrigados, atemorizados, conmovidos, y así lo escuchaban los esclavos y los libertos de los ingenios del litoral y las mujeres y los padres y los hijos de unos y de otras. Alguna vez alguien  —pero rara vez porque su seriedad, su voz cavernosa o su sabiduría los intimidaba — lo interrumpía para despejar una duda. ¿Terminaría el siglo? ¿Llegaría el mundo a 1900? Él contestaba sin mirar, con una seguridad tranquila y, a menudo, con enigmas. En 1900 se apagarían las luces y lloverían estrellas. Pero, antes, ocurrirían hechos extraordinarios. Un silencio seguía a su voz, en el que se oía crepitar las fogatas y el bordoneo de los insectos que las llamas devoraban, mientras los lugareños, conteniendo la respiración, esforzaban de antemano la memoria para recordar el futuro. En 1896 un millar de rebaños correrían de la playa hacia el sertón y el mar se volvería sertón y el sertón mar. En 1897 el desierto se cubriría de pasto, pastores y rebaños se mezclarían y a partir de entonces habría un solo rebaño y un solo pastor. En 1898 aumentarían los sombreros y disminuirían las cabezas y en 1899 los ríos se tornarían rojos y un planeta nuevo cruzaría el espacio.
Había, pues, que prepararse. Había que restaurar la iglesia y el cementerio, la más importante construcción después de la casa del Señor, pues era antesala del cielo o del infierno, y había que destinar el tiempo restante a lo esencial: el alma. ¿Acaso partirían el hombre o la mujer allá con sayas, vestidos, sombreros de fieltro, zapatos de cordón y todos esos lujos de lana y de seda que no vistió nunca el Buen Jesús?
Eran consejos prácticos, sencillos. Cuando el hombre partía, se hablaba de él: que era santo, que había hecho milagros, que había visto la zarza ardiente en el desierto, igual que Moisés, y que una voz le había revelado el nombre impronunciable de Dios. Y se comentaban sus consejos. Así, antes de que terminara el Imperio y después de comenzada la República, los lugareños de Tucano, Soure, Amparo y Pombal, fueron escuchándolos; y, mes a mes, año a año, fueron resucitando de sus ruinas las iglesias de Bom Conselho, de Geremoabo, de Massacará y de Inhambupe; y, según sus enseñanzas, surgieron tapias y hornacinas en los cementerios de Monte Santo, de Entre Ríos, de Abadía y de Barracáo, y la muerte fue celebrada con dignos entierros en Itapicurú, Cumbe, Natuba, Mocambo. Mes a mes, año a año, se fueron poblando de consejos las noches de Alagoinhas, Uauá, Jacobina, Itabaiana, Campos, Itabaianinha, Gerú, Riacháo, Lagarto, Simáo Dias. A todos parecían buenos consejos y por eso, al principio en uno y luego en otro y al final en todos los pueblos del Norte, al hombre que los daba, aunque su nombre era Antonio Vicente y su apellido Mendes Maciel, comenzaron a llamarlo el Consejero.



Una reja de madera separa a los redactores y empleados del Jornal de Noticias  —cuyo nombre destaca, en caracteres góticos, sobre la entrada — de la gente que se llega hasta allí para publicar un aviso o traer una información. Los periodistas no son más de cuatro o cinco. Uno de ellos revisa un archivo empotrado en la pared; dos conversan animadamente, sin chaquetas pero con cuellos duros y corbatines de lazo, junto a un almanaque en el que se lee la fecha  —octubre, lunes, 2, 1896 — y otro, joven, desgarbado, con gruesos anteojos de miope, escribe sobre un pupitre con una pluma de ganso, indiferente a lo que ocurre en torno suyo. Al fondo, tras una puerta de cristales, está la Dirección. Un hombre con visera y puños postizos atiende a una fila de clientes en el mostrador de los Avisos Pagados. Una señora acaba de alcanzarle un cartón. El cajero, mojándose el índice, cuenta las palabras  —Lavativas Giffoni// Curan las Gonorreas, las Hemorroides, las Flores Blancas y todas las molestias de las Vías Urinarias// Las prepara Madame A. de Carvalho// Rua Primero de Marzo N.8 — y dice un precio. La señora paga, guarda el vuelto y, cuando se retira, quien esperaba detrás de ella se adelante y estira un papel al cajero. Viste de oscuro, con una levita de dos puntas y un sombrero hongo que denotan uso. Una enrulada cabellera rojiza le cubre las orejas. Es más alto que bajo, de anchas espaldas, sólido, maduro. El cajero cuenta las palabras del aviso, dejando patinar el dedo sobre el papel. De pronto, arruga la frente, alza el dedo y acerca mucho el texto a los ojos, como si temiera haber leído mal. Por fin, mira perplejo al cliente, que permanece hecho una estatua. El cajero pestañea, incómodo, y, por fin, indica al hombre que espereArrastrando los pies, cruza el local, con el papel balanceándose en la mano, toca con los nudillos el cristal de la Dirección y entra. Unos segundos después reaparece y por señas indica al cliente que pase. Luego, retorna a su trabajo. El hombre de oscuro atraviesa el Jornal de Noticias haciendo sonar los tacos como si calzara herraduras. Al entrar al pequeño despacho, atestado de papeles, periódicos y propaganda del Partido Republicano Progresista—Un Brasil Unido, Una Nación Fuerte—, está esperándolo un hombre que lo mira con una curiosidad risueña, como a un bicho raro. Ocupa el único escritorio, lleva botas, un traje gris, y es joven, moreno, de aires enérgicos.
 —Soy Epaminondas Goncalves, el Director del periódico— dice —. Adelante.
El hombre de oscuro hace una ligera venia y se lleva la mano al sombrero pero no se lo quita ni dice palabra.
 —¿Usted pretende que publiquemos esto?  —pregunta el Director, agitando el papelito.
El hombre de oscuro asiente. Tiene una barbita rojiza como sus cabellos, y sus ojos son penetrantes, muy claros; su boca ancha está fruncida con firmeza y las ventanillas de su nariz, muy abiertas, parecen aspirar más aire del que necesitan.
 —Siempre que no cueste más de dos mil reis  —murmura, en un portugués dificultoso—. Es todo mi capital.
Epaminondas Goncalves queda como dudando entre reírse o enojarse. El hombre sigue de pie, muy serio, observándolo. El Director opta por llevarse el papel a los ojos:
 —«Se convoca a los amantes de la justicia a un acto público de solidaridad con los idealistas de Canudos y con todos los rebeldes del mundo, en la Plaza de la Libertad, el 4 de octubre, a las seis de la tarde»  —lee, despacio—. ¿Se puede saber quién convoca este mitin?
 —Por ahora yo  —contesta el hombre, en el acto—. Si el Jornal de Noticias quiere auspiciarlo, wonderful.
 —¿Sabe usted lo que han hecho ésos, allá en Canudos?  —murmura Epaminondas Goncalves, golpeando el escritorio—. Ocupar una tierra ajena y vivir en promiscuidad, como los animales.
 —Dos cosas dignas de admiración  —asiente el hombre de oscuro—. Por eso he decidido gastar mi dinero en este aviso.
El Director queda un momento callado. Antes de volver a hablar, carraspea:
 —¿Se puede saber quién es usted, señor?
Sin fanfarronería, sin arrogancia, con mínima solemnidad, el hombre se presenta así:
 —Un combatiente de la libertad, señor. ¿El aviso va a ser publicado?
 —Imposible, señor  —responde Epaminondas Goncalves, ya dueño de la situación—. Las autoridades de Bahía sólo esperan un pretexto para cerrarme el periódico. Aunque de boca para afuera han aceptado la República, siguen siendo monárquicas. Somos el único diario auténticamente republicano del Estado, supongo que se ha dado cuenta.
El hombre de oscuro hace un gesto desdeñoso y masculla, entre dientes, «Me lo esperaba».
 —Le aconsejo que no lleve este aviso al Diario de Bahía  —agrega el Director, alcanzándole el papelito—. Es del Barón de Cañabrava, el dueño de Canudos. Terminaría usted en la cárcel.
Sin decir una palabra de despedida, el hombre de oscuro da media vuelta y se aleja, guardándose el aviso en el bolsillo. Cruza la sala del diario sin mirar ni saludar a nadie, con su andar sonoro, observado de reojo  —silueta fúnebre, ondeantes cabellos encendidos — por los periodistas y clientes de los Avisos Pagados. El periodista joven, de anteojos de miope, se levanta de su pupitre después de pasar él, con una hoja amarillenta en la mano, y va hacia la Dirección, donde Epaminondas Goncalves está todavía espiando al desconocido.
 —«Por disposición del Gobernador del Estado de Bahía, Excelentísimo Señor Luis Viana, hoy partió de Salvador una Compañía del Noveno Batallón de Infantería, al mando del Teniente Pires Ferreira, con la misión de arrojar de Canudos a los bandidos que ocuparon la hacienda y capturar a su cabecilla, el Sebastianista Antonio Consejero»  —lee, desde el umbral—. ¿Primera página o interiores, señor?
 —Que vaya debajo de los entierros y las misas  —dice el Director. Señala hacia la calle, donde ha desaparecido el hombre de oscuro—. ¿Sabe quién es ese tipo?
 —Galileo Gall  —responde el periodista miope—. Un escocés que anda pidiendo permiso a la gente de Bahía para tocarles la cabeza.

miércoles, 29 de octubre de 2014

La enérgica y "aristocrática" Victoria Ocampo.


Victoria Ocampo.
Había nacido un 7 de abril de 1890. Tuvo una vida agitada y sus casas fueron faros de cultura. En su Villa marplatense hoy recordarán un nuevo aniversario de su nacimiento.

En 1929 estrena la casa de la calle Rufino de Elizalde en Palermo.



"Desde que dispuse de mis quintas, fueron de los escritores amigos. Deseo que gracias a la Unesco conserven ese destino" (escrito para la Unesco, 1973 Victoria Ocampo).


Tesis arquitectónica

La primera casa moderna de la Argentina, que Victoria Ocampo construyó en Mar del Plata, en 1927, fue un primer ensayo realizado con la ayuda de un constructor e inspirado por la Villa que Robert Mallet-Stevens hiciera poco antes para los Vizcondes de Noailles, en el sur de Francia. Su verdadera tesis fue la residencia de Barrio Parque, en la calle Rufino de Elizalde, ejecutada por Alejandro Bustillo, hoy propiedad del Fondo Nacional de las Artes.

Victoria Ocampo (Buenos Aires, 1890-1979)

Victoria Ocampo era hija de una familia aristocrática y tuvo una destacada actuación como fundadora y animadora principal de la revista Sur, en la que publicó textos de importantes escritores argentinos, como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, y de otros países, fundamentalmente franceses, ingleses y estadounidenses.



En Rufino de Elizalde 2831, Palermo Chico, rodeada por una bella arboleda, la construcción de tres plantas ha sido motivo de equívocos y fabulaciones. Una la vincula con Le Corbusier , algo alejado de la realidad. Lo que sí es cierto es que éste la ponderó en su único viaje a Buenos Aires, en 1929, valioso elogio para el autor, más conocido por sus realizaciones neoclásicas.
El austero tratamiento de las superficies con una equilibrada proporción de llenos y vacíos, el manejo de la luz natural en los interiores y su fluida relación con el exterior, la continuidad espacial sin ornamentos, son rasgos que hacen a su modernidad. Hay una foto, de 1931, con el grupo fundador de la revista Sur en su escalera, que revela el vínculo del edificio con la cultura argentina.

Cronología de vida

1890
Nace el 7 de abril con el nombre Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo. Sus padres, de origen aristocrático, eran Manuel Ocampo y Ramona Aguirre.

1891
Nace su hermana Angélica.

1894
Nace su hermana Francisca (Pancha) Ocampo. Empieza a estudiar música y literatura.

1896
Viaja por primera vez a Europa.

1898
Nace su hermana Clara.

1901
Escribe sus primeros textos en francés y se siente deslumbrada por el teatro.

1903
Nace su hermana Silvina.

1907
Conoce a Bernardo de Estrada (Mónaco), quien se convertiría en su esposo.

1908
Viaja a Europa y permanece allí dos años.

1911
Poco después de su regreso a Buenos Aires, muere su hermana Clara.

1912
Se casa con Bernardo de Estrada y realiza su viaje de bodas a Europa.
"Su historia es la de una ruptura lenta, trabajosa, nunca completa, con el chic conservador de la 'gente de mundo', y la firma de un pacto de identidad con la 'gente de letras y artes'. Elige la nobleza de toga frente a la nobleza de renta de la que provenía. Se desplaza, no fácilmente, de una elite a otra. Para hacerlo, debió dar un rodeo y casarse, primero, con un hombre de su mismo origen. Durante la travesía de su viaje de bodas a Europa, en 1913, el grupo de los argentinos de la primera clase eligió a Victoria Ocampo para que, en la fiesta de disfraces que todo vapor de lujo incluía en su programa de diversiones, irrumpiera en le salón de baile vestida de República Argentina. Con su gorro frigio, fue la muñeca de esa noche. Ya en París, reina en los salones mundanos. Tiene veintitrés años; es la sudamericana bella e imperiosa, que sabe llevar las joyas (que años después vendió para agasajar a sus amigos intelectuales) y los trajes de noche de Paquin. Deslumbrante, entra en el teatro donde la compañía de Diaghilev estrena los ballets de Stravinsky. Son noches de escándalo en el que participan gente de la buena sociedad, vanguardistas y snobs. La música de Stravinsky es el primer gran amor moderno de su vida; a los ballets russes, autorizada por su marido, invita a Julián Martínez, que será su primer amante", escribió Beatriz Sarlo en "La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas", Buenos Aires, Ariel, 1998.

1916
El filósofo español José Ortega y Gasset, cuya influencia resultará decisiva para la fundación de la revista Sur, llega a Buenos Aires y define a Victoria como una "Gioconda de las pampas".

1920
Se separa de su marido.
Aparece en el diario La Nación su primera nota con el título de "Babel".

1921
A instancias de Julián Martínez escribe el texto "De Francesca a Beatrice.

1924
Conoce al poeta Rabindranath Tagore y al director de orquesta Ernst Ansermet.
En Madrid, con prólogo de Ortega y Gasset, se publica "De Francesca a Beatrice" en la Revista de Occidente.

1926
Publica "La laguna de los nenúfares" (Madrid, Revista de Occidente).

1929
Se muda a una casa de la calle Rufino de Elizalde, en el barrio de Palermo, construida por el arquitecto Alejandro Bustillo (hoy Centro Cultural perteneciente al Fondo Nacional de las Artes).
Viaja a París y se conoce al Conde de Keyserling y con el escritor Pierre Drieu La Rochelle. También a Eduardo Mallea y al escritor estadounidense Waldo Frank, quienes le proponen la creación de una revista.

1930
Nuevo viaje a París.
Se reúne, entre otros, con Jean Cocteau, Jacques Lacan, Le Corbusier y Sergei Eisenstein.

1931
Aparece el primer número de la revista Sur, cuyo nombre fue propuesto por Ortega y Gasset.

1933
Funda la editorial Sur que, a lo largo de los años, publicará y traducirá buena parte de la literatura más importante de la época.

1934
Viaja a Europa con Eduardo Mallea.
Conoce a Benito Mussolini y a Virginia Woolf, escritora a la que posteriormente traducirá al español.
En el Teatro Colón, actúa en la obra "Perséphone", de Stravinsky.

1935
En Madrid, se publica la primera serie de "Testimonios" (Revista de Occidente).

1936
Aparece, en Buenos Aires, "Domingos en Hyde Park" (Revista Sur).

1939
Viaja a Buenos Aires el escritor francés Roger Caillois, quien, además de colaborar frecuentemente en Sur, será el primer difusor en Francia de la obra de Jorge Luis Borges.

1941
En Buenos Aires, se publican en Sur, la segunda serie de "Testimonios" y "San Isidro" (con un poema de Silvina Ocampo y 68 fotografías de Gustav Thorlichen).

1942
Se muda definitivamente a Villa Ocampo.

1943
Invitada por la Fundación Guggenheim, dicta una serie de conferencias en Estados Unidos.

1946
Asiste al Juicio de Nuremberg.
Se convierte en una ferviente opositora al gobierno de Juan Domingo Perón.
En Sur, se publican sus traducciones de "Calígula" (Albert Camus) y "Gigi" (Colette y Anita Loos).

1950
La editorial Sudamerica publica la tercera serie de "Testimonios" y "Soledad Sonora" ("Testimonios", 4º serie).

1951
Viaja nuevamente a Europa.
Aparecen "El viajero y una de sus sombras (Keyserling en mis memorias)" (Buenos Aires, Sudamericana) y "Lawrence de Arabia y otros ensayos" (Madrid, Aguilar).

1952
Empieza a escribir su Autobiografía, que publicará en varios tomos.

1953
El 8 de mayo, la policía allana su casa y la oficina de la revista Sur. Es llevada, en condición de presa política a la cárcel de El Buen Pastor. La liberan el 2 de junio.
En Sur, se publica su traducción de "El cuarto en que se vive", de Graham Greene.

1954
Sur publica la quinta serie de "Testimonios" y "Virginia Woolf en su diario".

1955
En colaboración con Enrique Pezzoni, realiza la traducción de "Lanza del vasto: Vinoba" (Buenos Aires, Sur).

1957
En Sur, aparecen sus traducciones de "Réquiem para una reclusa" (Faulkner-Camus), "El que pierde gana" y "La casilla de las macetas" (Graham Greene).

1959
Traduce "El amante complaciente" (Graham Greene), "El troquel" (T. E. Lawrence) y, en colaboración con Félix della Paolera, "Bajo el bosque de leche" (Dylan Thomas), (Buenos Aires, Sur).
En Sur, se publica también "Habla el algarrobo" (Luz y sonido).

1961
Se publica "Tagore en las barrancas de San Isidro" (Sur).

1962
En Sur, aparece la sexta serie de "Testimonios".

1963
Viaja a París, donde aparecen los primeros síntomas del cáncer.

1964
Se publican "Juan Sebastian Bach. El hombre" y "La bella y sus enamorados" (Sur).

1965
En junio, aparece en la revista Sur, su traducción de "Tallando una estatua" (Graham Greene).

1967
Se publica la séptima serie de "Testimonios" (Sur).

1968
Recibe en Buenos Aires a Indira Gandhi, quien le entrega el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Visva Barathi.

1969
En Sur, se publican los libros "Diálogo con Borges" y "Diálogo con Mallea".

1970
Aparece, en Sur, su traducción de "Mi vida es mi mensaje" (Mahatma Gandhi).

1971
Se publica la octaba serie de "Testimonios" (Sur).

1973
Dona a la UNESCO las monumentales Villa Ocampo y Villa Victoria.

1975
Se publica la novena serie de "Testimonios" (Sur).

1976
Traduce "La vuelta de A. J. Raffles", de Graham Greene (Sur).

1977
Se publica la décima serie de "Testimonios" (Sur).

1978
Aparece en Sur su traducción de "Oda Jubilar", de Paul Claudel.

1979
Muere el 27 de enero, a las 9 de la mañana.


"En un país y en una época que se creían católicos, tuvo el valor de ser agnóstica. En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo. Que yo recuerde, no discutimos nunca la obra de Ibsen, pero ella fue una mujer de Ibsen. Vivió, con valentía y decoro, su vida propia. Su vasta obra, en la que abunda la protesta, con condesciende nunca a la queja. Dedicó su fortuna, que era considerable, a la educación de su país y de su continente. Aunque no profesó, o acaso porque no profesó, ciertas supersticiones que ahora se creen indispensables, fue profundamente argentina. Le interesaba el universo. Apreciaba y agradecía la infinita variedad de las almas, la circunstancia de que cada una fuera única. Fue acusada de anglófila y francófila, como si el hecho de querer algo fuera una culpa. Fue una lectora hedónica; leía a Shakespeare y a Dante con la misma curiosidad con que leyó a Valéry o a Virginia Woolf. Poseyó, en grado sumo, 'la gracia que no quiso darme el cielo', el don de la confidencia siempre íntima y nunca indiscreta, que es el atractivo esencial de sus 'Testimonios'. Personalmente le debo mucho a Victoria Ocampo, pero le debo mucho más como argentino", escribió Jorge Luis Borges en el diario La Nación, el 25 de febrero de 1979, a pocos días de su muerte.
http://www.palermonline.com.ar/noticias_2008/nota154_victoria.htm

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