viernes, 12 de septiembre de 2014

Flaubert. Noviembre. Retrato de un novelista adolescente.


En Noviembre apreciamos ya esa condición transgresora y algo irónica que caracteriza la escritura de Flaubert, así como su enfoque, tan contestado por la moral de su época, su fuerza literaria y sus obsesivas preocupaciones estéticas; en fin, todo lo que hará de él uno de los más grandes literatos europeos, puente entre Balzac y Proust, entre lo moderno y lo contemporáneo.
Flaubert escribió en Noviembre en 1842, cuando tenía apenas veinte años. Considerada la novela que cierra la producción de juventud de Flaubert (marcada por esta obra y por Memorias de un loco), estamos ante una auténtica bildungsroman sentimental, una sorprendente novela de iniciación amorosa, que explora los sutiles mecanismos de la atracción erótica y los remordimientos provocados por las relaciones adúlteras y el lado pasional de las relaciones humanas. En esta novela, de lectura adictiva, y un delicioso recorrido sobre la exaltación pasional, un muchacho, en el que podemos ver reflejado el propio Flaubert, medita en el curso de un paseo campestre sobre las mujeres (incluyendo a Marie, la prostituta que lo inició en los secretos de la carne, y que es, a partes iguales, «la mujer angélica e intocable, y la hembra fatal armada de un erotismo destructor» en palabra de Lluís Mª Todó). Noviembre es, probablemente, la genuina crónica de una obsesión amorosa, con un joven Flaubert de protagonista. Esta novela, que Flaubert no publicó en vida (era un escritor «enfermo de exactitud», y buena parte de su producción hasta Madame Bovary era considerada por él como «ejercicios de estilo»), pero que siempre consideró con un cariño especial, es una hábil disección del mundo amoroso, en la que se analiza la pasión y el sufrimiento asociado a ella, cuya profundidad psicológica presagia ya el estilo de obras futuras como Madame Bovary o La educación sentimental.

***

RETRATO DE UN NOVELISTA ADOLESCENTE

por Lluís Mª Todó


Leer un texto que su autor no quiso hacer público tiene algo de indiscreto, tal vez incluso reprobable, puesto que implica desoír el criterio estético de un artista y desobedecer la voluntad última de un difunto. En este caso, además, no se trata de un capricho más o menos neurótico o instantáneo, sino de una decisión madura y reflexiva del novelista Gustave Flaubert, tal vez el escritor más exigente de su tiempo y de otros muchos, inflexible consigo mismo y con todos los demás, crítico implacable y agudo como poquísimos —que tuvo, eso sí, la discreción de reservar sus contundentes opiniones literarias, morales y políticas, para la esfera privada, es decir, su incomparable correspondencia. Lo cual, dicho sea de paso, dificulta bastante las cosas a los lectores interesados en su teoría artística—.
Precisamente en una carta fechada en 1846 leemos que Flaubert consideró Noviembre «la clausura de mi juventud», y en efecto, el texto que presentamos fue terminado el 25 de octubre de 1842, poco antes de que su autor cumpliera los veintiún años. El texto constituye, pues, la última de las llamadas convencionalmente «obras de juventud», es decir, en nuestro caso, los escritos anteriores a Madame Bovary, publicada en 1857. En cuanto a la valoración que mereció el texto a su propio autor, no debemos conceder mucho crédito a lo que dice en una carta, algo anterior a la ya citada, en la que Flaubert presenta Noviembre a un antiguo profesor suyo, y la califica de «ratatouille sentimental y amorosa» (la «ratatouille» es un excelente guiso parecido a nuestro pisto, pero la palabra se usa también en el sentido de «revoltijo» o «batiburrillo») en la que «la acción es nula». Parece indudable que aquí el joven Gustave Flaubert estaba cubriendo con sarcasmo fingido un más que probable orgullo de autor, y aunque el hecho irrebatible es que Flaubert nunca autorizó la publicación de Noviembre, también sabemos que el novelista siempre consideró con un cariño especial este libro, en el que cualquier lector atento puede apreciar ya el genio verbal e imaginativo del gran novelista.
Con todo, hubo que esperar hasta el año 1910, cuando Gustave Flaubert ya era una gloria literaria universal, para que saliera a la luz la primera edición de esta obra juvenil, y desde entonces, la crítica no ha dejado de admirar el estilo vigoroso y la intensidad moral de este relato escrito por un joven aprendiz de escritor consumido por el erotismo adolescente y devorado por un mal du siècle que ya sólo podía ser posromántico. Actualmente, Noviembre ha quedado colocado para siempre al lado de otros ilustres «retratos del artista adolescente», y suele relacionarse con otra joya poco conocida, el relato «La Fanfarlo» de Charles Baudelaire, coetáneo exacto de Flaubert (ambos nacieron en 1821), y con quien Flaubert comparte el honor de haber fundado, según algunos estudiosos, lo que ahora llamamos «el arte moderno».
No es sólo el hecho de retratar a un artista en ciernes lo que emparienta Noviembre con «La Fanfarlo» y con el mundo baudelairiano en general. Está también su compartida poética de la gran urbe —algo bastante nuevo en aquel momento—, las descripciones del París que empezaba a ser lo que sería plenamente unas décadas más tarde: la gran ciudad que nunca duerme, la sede de todas las miserias y de todos los lujos, el espacio donde el anonimato promete impunidad a los vicios y pone todos los éxtasis al alcance del flâneur abrumado de tedio, la indiscutible capital del siglo XIX —en palabras de Walter Benjamin—.
En la realidad, todos estos brillos de la gran metrópoli, esa magnífica quincalla estética y moral debió de impresionar más a Gustave Flaubert, normando de buena familia, que a Charles Baudelaire, parisino de nacimiento e hijastro de militar, pero ambos supieron ver con sagacidad semejante lo que podríamos llamar la dimensión poética y moral de la gran urbe. Por otra parte, los dos genios tienen aún más cosas en común, algunas de las cuales ya podemos apreciar y degustar en este primerizo Noviembre, como por ejemplo la fascinación por los arrebatos místicos, sean del orden que sean, o la afición a mezclar el erotismo con la religión, un gusto que llevó a la pobre Madame Bovary ante los tribunales, y que Baudelaire también practicó con frecuencia y buena fortuna.
Está también el interés común por el universo de la prostitución y sus protagonistas, a quienes ambos escritores atribuyen valores morales superiores, un conocimiento más íntimo de la verdad humana, además de las habilidades inherentes a su oficio. En ambos casos, sin embargo, las prostitutas tal como aparecen en los escritos de Baudelaire y Flaubert están en las antípodas del tópico decimonónico de la cortesana arrepentida y que acepta el sacrificio por amor, es decir, el modelo Margarita Gautier. En Flaubert y en Baudelaire, el peor pecado que cometen las meretrices no es de orden sexual, sino intelectual: es la estupidez, de la que nadie escapa. Pero no es éste el caso de Marie, la prostituta de Noviembre que, por lo que el autor nos da a conocer de ella, no tiene un pelo de tonta.
En cualquier caso, no tiene nada de extraño que el núcleo de la escasa acción de Noviembre, y probablemente su sección más interesante sea la que explica con minuciosidad el encuentro del narrador con la prostituta Marie, y el posterior relato que hace ésta de su vida extraordinaria —cosa que permite un cambio de vista narrativo muy característico de la poética flaubertiana—. Ahí encontramos ya todas las obsesiones eróticas de Flaubert, que irán asomando periódicamente en su obra posterior, y en especial esta magnífica habilidad que tiene el novelista para adoptar el punto de vista de la mujer deseante —una especie de travestismo literario que interesó mucho a Jean-Paul Sartre—. Esa soberanía concedida al deseo femenino, algo muy infrecuente en su tiempo, la encontraremos también más adelante en Emma Bovary, en la princesa cartaginesa Salammbô, o en Rosanette Bron, la cortesana de La educación sentimental. En este sentido, de haberse publicado el texto en la fecha en que fue terminado, es seguro que el público se habría extrañado, por lo menos, al leer cómo una muchacha de pueblo mira sin empacho el paquete a los hombres y trata de violar a un chico de su edad; una joven que, más adelante, cuando ya está iniciada en las prácticas del sexo, «desea los abrazos de las serpientes», en una frase, por cierto, que ya contiene los ritmos, las imágenes y las obsesiones del Flaubert maduro.
Con toda probabilidad, este personaje de Marie, como otros muchos personajes femeninos de la obra de Flaubert, está inspirado en dos mujeres con las que el autor se relacionó en su primera juventud, y que le proporcionarían material imaginario para el resto de su obra de novelista: la primera y principal, Elisa Schlesinger, que Flaubert conoció en una playa normanda cuando él tenía sólo quince años y ella veintiséis. Elisa estaba casada con un editor de música, tenía hijos, y pasados los años acabaría su vida en un sanatorio mental. A pesar de la brevedad del encuentro y lo somero de la relación, Elisa Schlesinger fue para Gustave Flaubert un amor perdurable, su único amor verdadero, según declaró repetidamente en sus papeles íntimos. Es además una presencia detectable en casi todas las novelas flaubertianas, y fue en especial el modelo de Marie Arnoux, la protagonista femenina de La educación sentimental.
El segundo modelo de la prostituta Marie de Noviembre es Eulalie Foucaud, que regentaba un hotel en Marsella en el que se alojó Flaubert a su regreso de Córcega, y con la que el novelista, a los veinte años, mantuvo una relación carnal y también fugaz, aunque prolongada en una correspondencia de varios meses. El encuentro de una sola noche con Eulalie también quedó grabado con gran fuerza en la memoria de Flaubert, que seguía hablando de ello veinte años más tarde, según cuentan los hermanos Goncourt.
No resulta muy forzado ver en estas dos experiencias juveniles un esquema mítico antiguo y repetido, el del amor sagrado opuesto al amor profano, el eros espiritual y el carnal, lo puro y lo impuro o, dicho de una manera más moderna y freudiana: la maman et la putain. Seguramente, dentro de la obra de Flaubert, las encarnaciones más fieles al original sean lúbrica Salammbô y la dulce Marie Arnoux de La educación sentimental.
En el caso de Noviembre, tenemos a Marie, que no es del todo ni una cosa ni otra, ni la mujer angélica e intocable, ni la hembra fatal armada de un erotismo destructor, pero que tiene algo de ambas. Es, también, la ocasión para que Flaubert escenifique una típica fantasía adolescente, o acaso, más generalmente, masculina: la de la prostituta joven y bella que, por una sola vez, ofrece su cuerpo por amor y por placer, y no por dinero; y conste que un cambio en el género o los géneros de los participantes en la escena no cambiaría, creo, la universalidad del mito.
En todo caso, lo más importante para nosotros es que el encuentro entre el narrador y Marie da lugar a «las páginas más ardientes, tal vez, sobre el goce del cuerpo, que existen en toda la prosa francesa del siglo pasado» —en palabras del escritor y crítico Henri Guillemin—. Probablemente sea cierto, y la larga y magnífica historia de amor y erotismo que constituye el núcleo central de Noviembre bastaría para desmentir el diagnóstico feroz y levemente narcisista de su autor: en efecto, no estamos ante ninguna ratatouille sentimental, sino sumergidos en un texto de indiscutible temple estilístico y de admirable densidad temática.
Pero esta segunda parte, con ser probablemente la mejor, no es lo único valioso de este texto extrañamente subtitulado «Fragmentos de un estilo cualquiera». El arranque, con esas reflexiones de adolescente prematuramente desengañado, contiene fragmentos sobre el otoño y sus éxtasis, por ejemplo, que ya son literatura de la buena, y que recuerdan al mejor Baudelaire (quien, por cierto, detestaba la naturaleza, otoñal o no), o incluso al Rimbaud panteísta e igualmente juvenil.
Al Flaubert de veinte años aún le quedaban muchas cosas por aprender, él que supo ver como nadie hasta entonces la parte de artesanía, de ingeniería verbal e imaginativa que implica la creación novelesca. Las cartas que escribió mientras redactaba, a lo largo de cinco largos años, Madame Bovary, dan testimonio de este aprendizaje áspero y exasperante. Pero fue también un genio precoz, como demuestra, una vez más, su correspondencia, y Noviembre contiene bellezas en número más que suficiente para excusar al lector, pienso, por la ligera indiscreción que comete al leer, sin permiso de su autor, este breve e intenso retrato de un novelista adolescente.
LLUÍS Mª TODÓ


  NOVIEMBRE


Fragmentos de un estilo cualquiera


Para… bobear y fantasear.


MICHEL DE MONTAIGNE[1]

Amo el otoño. Esta triste estación es apropiada para los recuerdos. Cuando los árboles pierden todas sus hojas, cuando el cielo crepuscular aún conserva ese tinte rojizo que dora la hierba marchita, resulta dulce ver cómo se apaga todo aquello que, poco antes, ardía en nuestro interior.
Acabo de regresar de mi paseo por los prados vacíos, junto a los fríos fosos en los que se miran los sauces. El viento hacía silbar sus ramas desnudas; en ocasiones enmudecía y después comenzaba otra vez, de repente. Entonces las hojas que aún se aferran a los zarzales temblaban de nuevo, la hierba tiritaba inclinándose sobre la tierra, todo parecía volverse más pálido, más helado. En el horizonte, el disco del sol se confundía con el blanco del cielo, y su aureola lo impregnaba de un soplo de vida expirante. Yo sentía frío, casi miedo.
Me he resguardado tras un montículo de hierba; el viento había cesado. No sé por qué pero, mientras estaba allí, sentado en el suelo —sin pensar en nada y contemplando el humo que brotaba de los chamizos en la lejanía—, mi vida entera se me apareció como un fantasma, y el amargo sabor de los días pasados regresó, con el olor de la hierba agostada y la madera muerta. Mis pobres años desfilaron de nuevo ante mis ojos, como arrastrados por el invierno en alas de una espantosa tormenta. Algo terrible los arremolinaba en mi memoria, con una furia mayor que la del viento que espoleaba las hojas sobre los senderos apacibles. Una extraña ironía los zarandeaba y revolcaba solo para mi diversión. Después remontaron el vuelo, todos juntos, y se perdieron en el cielo pálido.
Es triste esta estación en la que nos encontramos: se diría que la vida va a desaparecer junto con el sol. Un escalofrío nos recorre el corazón y la piel, todos los sonidos se extinguen, el horizonte palidece, todo se encamina a dormir o a morir. He visto cómo regresaban las vacas, mugiendo hacia el poniente. El chiquillo que las guiaba tiritaba bajo sus ropas de paño, hostigándolas con una rama de espino para que marcharan por delante de él; las reses resbalaban sobre el lodo al bajar la ladera, aplastando las pocas manzanas que quedaban sobre la hierba. El sol decía su último adiós tras las colinas borrosas, las luces de las casas se encendían en el valle. Y la luna, el astro del rocío, comenzaba a mostrarse entre las nubes y a descubrir su pálido rostro.
He saboreado detenidamente mi vida perdida. He admitido con gozo que mi juventud ya se ha extinguido, pues es una alegría sentir que el frío penetra en el corazón y podemos decirle, tanteándolo con la mano igual que un hogar aún humeante: «Ya no arde». He repasado lentamente todos los aspectos de mi vida, las ideas, las pasiones, los días de arrebato, los días de duelo, los latidos de la esperanza, los desgarros de la angustia. He examinado todo, como un hombre que visita las catacumbas y contempla con parsimonia, a ambos lados, una fila tras otra de muertos. Sin embargo, si contamos los años, no ha pasado tanto tiempo desde que nací, pero tengo en mi posesión numerosos recuerdos, a causa de los cuales me siento abrumado, al igual que lo están los ancianos por el peso de todos los días que han vivido. A veces me parece que he perdurado a lo largo de siglos y que mi ser contiene los retazos de mil existencias pasadas. ¿Por qué? ¿He amado? ¿He odiado? ¿He buscado algo? Todavía lo dudo; he vivido ajeno a cualquier movimiento, a cualquier acción, sin alterarme ni por la gloria, ni por el placer, ni por la ciencia, ni por el dinero.
De todo lo que viene a continuación, nadie ha sabido nada, nunca; quienes me veían cada día advertían tan poco como los demás. Eran, respecto a mí, como el lecho sobre el que duermo y que nada conoce de mis sueños. Además ¿no es el corazón humano una enorme soledad en la que nada penetra? Las pasiones que lo alcanzan son igual que viajeros en el desierto del Sahara, mueren asfixiadas allí dentro, sin que sus gritos puedan oírse en el exterior.
Me sentía triste ya en el colegio. Me aburría, los deseos me inflamaban, aspiraba ardientemente a una existencia insensata y agitada, soñaba con las pasiones, habría querido experimentarlas todas. Después de cumplir veinte años, veía para mí todo un mundo de luces, de fragancias; la vida se me aparecía en la distancia con esplendor y sonidos triunfales. Había, como en los cuentos de hadas, una galería tras otra, donde los diamantes rutilaban bajo el fulgor centelleante del oro, donde una palabra mágica hace que las puertas encantadas giren sobre sus goznes y, a medida que avanzamos, la mirada se zambulle en magníficos paisajes cuyo resplandor nos obliga a sonreír y cerrar los ojos.
De forma vaga, codiciaba algo espléndido, que no habría podido formular con palabras ni moldear en mi pensamiento, pero hacia lo que, sin embargo, abrigaba un deseo positivo, incesante. Siempre me han gustado las cosas brillantes. De niño, me abría paso entre la muchedumbre hasta la puerta de los dentistas ambulantes para atisbar los galones rojos de sus sirvientes y los ribetes de las bridas de sus caballos. Permanecía largo tiempo ante la tienda de los titiriteros, observando sus pantalones abombados y sus cuellos bordados. ¡Oh, sobre todo me gustaba la acróbata, con sus largos pendientes oscilantes y su enorme collar de pedrería agitándose sobre el pecho! ¡Con qué ávida inquietud la contemplaba cuando se estiraba hasta las lámparas colgadas de los árboles y su vestido, adornado con lentejuelas doradas, ondeaba al saltar y se inflaba en el aire! Aquellas fueron las primeras mujeres a las que amé. Sentía el espíritu atormentado al pensar en aquellos muslos de extrañas formas, ceñidos por los pantalones rosados, en sus brazos flexibles, rodeados por aquellos brazaletes que ellas hacían tintinear a la espalda, cuando se inclinaban hacia atrás y rozaban el suelo con las plumas de sus turbantes. Trataba de adivinar ya a la mujer (pensamos en ella a todas las edades: de niños, palpamos con una ingenua sensualidad los senos de las jóvenes que nos besan o nos tienen en brazos; a los diez años, soñamos con el amor; a los quince, este nos alcanza; a los sesenta, aún lo conservamos. Y si los muertos piensan en algo en el interior de sus tumbas, es en deslizarse bajo tierra hasta la fosa cercana, para alzar el sudario de la difunta y fusionarse con su sueño). Así pues, la mujer era un misterio fascinador que turbaba mi pobre imaginación infantil. Por lo que experimentaba cuando una de ellas posaba sus ojos sobre mí, ya distinguía que aquella mirada conmovedora encerraba algo fatal, algo que desbarata la voluntad humana, y me sentía a la vez hechizado y aterrado.
¿Con qué soñaba durante mis largas tardes de estudio, cuando, con el codo apoyado sobre el pupitre, me quedaba observando cómo la mecha del quinqué se prolongaba en la llama y cómo cada gota de petróleo caía sobre el quemador, mientras las plumas de mis compañeros arañaban el papel y, de vez en cuando, se oía el rumor de las páginas pasadas o el sonido de un libro al cerrarse? Terminaba mis deberes a la carrera para poder entregarme a gusto a mis placenteros pensamientos. En efecto, los saboreaba por anticipado con toda la fruición de un goce palpable. Comenzaba obligándome a pensar, como un poeta que provoca la llegada de la inspiración cuando desea crear. Me sumergía en lo más profundo de mi mente, la sacudía para observarla desde todas sus facetas, llegaba hasta el final, regresaba y volvía a empezar. Acto seguido todo se convertía en una carrera desenfrenada de mi imaginación, un salto prodigioso más allá de la realidad; creaba mis propias aventuras, organizaba historias, construía palacios en los que me alojaba como un emperador, cavaba todas las minas de diamantes y los arrojaba a manos llenas sobre los caminos que debía recorrer.
Cuando caía la noche y todos estábamos acostados en nuestras blancas camas, con nuestros doseles blancos, y solo el jefe de estudios se paseaba de un lado a otro del dormitorio común… ¡cómo me recluía aún más en mí mismo, ocultando en mi seno a aquel pajarillo que sacudía las alas y cuya calidez percibía con delectación! Tardaba siempre largo tiempo en dormirme. Oía dar las horas; cuantas más pasaban, más dichoso me sentía. Me parecía que me arrastraban consigo al mundo, cantando, y que se despedían de cada momento de mi vida diciendo: «¡Otro! ¡Otro! ¡El siguiente! ¡Adiós, adiós!». Y cuando la última vibración se extinguía y terminaba de reverberar en mi oído, me decía a mí mismo: «Mañana darán la misma hora, pero faltará un día menos. Estaré un día más cerca de esa meta radiante, de mi porvenir, de ese sol cuyos rayos me inundan y que un día tocaré con mis propias manos». Mas me parecía que aún tendría que esperar demasiado y me dormía casi llorando.
Ciertas palabras me trastornaban: «mujer» y, sobre todo, «amante»; buscaba la explicación de la primera en los libros, en los grabados, en los cuadros, a los que deseaba poder arrancar la ropa para descubrir qué había debajo. Cuando finalmente averigüé todo, al principio el hallazgo me aturdió de gozo, como una armonía suprema. Pero enseguida me calmé y desde entonces viví con mayor alegría, experimentando un estremecimiento de orgullo cada vez que pensaba que era un hombre, un ser preparado para tener algún día mi propia mujer. Había desentrañado el sentido de la vida, estaba a las puertas de penetrar en él, casi podía saborearlo. Mi deseo no iba más allá, me sentía plenamente satisfecho sabiendo lo que ya sabía. Por lo que respecta a la «amante», esta me parecía un ser maléfico, la magia de cuyo nombre bastaba para empujarme a un profundo éxtasis: por sus amantes, los reyes asolaban y conquistaban provincias. Para ellas tejíamos las alfombras de la India, labrábamos el oro, cincelábamos el mármol, revolvíamos el mundo. Una amante posee esclavos con abanicos de plumas para espantar a las moscas mientras ella duerme en sofás de raso. Cuando despierta, la esperan elefantes repletos de regalos, los palanquines la trasladan con suavidad al borde de las fuentes, se sienta en tronos rodeada de una atmósfera refulgente y fragante, lejos de la muchedumbre que la execra y la idolatra.
Este misterio de la mujer fuera del matrimonio, aún más femenina precisamente a causa de esto, me excitaba y me tentaba con el doble señuelo del amor y de la riqueza. Nada había que yo amase tanto como el teatro, adoraba incluso los murmullos de los entreactos, incluso los pasillos, que recorría con el corazón emocionado para encontrar un asiento. Cuando la representación ya había comenzado, subía corriendo la escalera, oía el sonido de los instrumentos, de las voces, de los vítores, y cuando entraba y me sentaba, la atmósfera estaba impregnada de un cálido aroma a mujer engalanada, de algo que olía a ramo de violetas, a guantes blancos, a pañuelo bordado. Las galerías colmadas de gente, repletas de diamantes y de coronas de flores, parecían en suspenso mientras escuchaban el canto. La actriz se hallaba sola en el proscenio y su pecho, del que arrancaba notas precipitadas, descendía y ascendía palpitando, el compás espoleaba su voz como un caballo al galope y la conducía a un torbellino melodioso; los trinos provocaban que su cuello inflado se ondulara, como el de un cisne bajo el peso de los besos del aire. Extendía los brazos, clamaba, lloraba, centelleaba, reclamaba algo con un afecto inaudito y, cuando retomaba el estribillo, me parecía que arrancaba mi corazón con el sonido de su voz para fusionarlo con ella en una vibración amorosa.
El público aplaudía, le lanzaba flores y, en mi embeleso, yo paladeaba la adoración de la multitud en la mente de la artista, el amor de todos aquellos hombres y el deseo de cada uno de ellos. ¡Era por ella por quien quería ser amado, con una pasión voraz y sobrecogedora, con un amor de princesa o de actriz, que nos llena de orgullo y nos hace iguales a los ricos y los poderosos! ¡Qué bella es la mujer a la que todos aplauden y todos codician, la que proporciona a la muchedumbre la fiebre del deseo en los sueños de cada noche, la que aparece tan solo entre candilejas, resplandeciente y cantarina, moviéndose en el ideal del poeta como en una vida creada especialmente para ella! ¡Ella debe de guardar para el hombre al que quiere un amor diferente —mucho más hermoso que el que reparte a raudales sobre todos los corazones que lo absorben boquiabiertos—, cantos mucho más dulces, notas mucho más bajas, más tiernas, más palpitantes! ¡Si yo hubiera podido estar cerca de aquellos labios, de donde surgían tan puras, acariciar esos cabellos lustrosos que brillaban bajo las perlas! Pero las candilejas del teatro me parecían la barrera de la ilusión. Más allá había para mí un universo de amor y de poesía, las pasiones eran más bellas y más armoniosas, los bosques y palacios se evaporaban como el humo, las sílfides descendían del cielo; todo cantaba, todo amaba.
En esto pensaba yo a solas por la noche, cuando el viento silbaba en los pasillos; o durante los recreos, mientras todos jugaban al marro o a la pelota y yo me paseaba junto a la pared, pisando las hojas caídas de los tilos y entreteniéndome con el sonido que hacían al levantarlas y sacudirlas con los pies.
Me poseyó enseguida el deseo de amar. Codiciaba el amor con un ansia infinita, soñaba con todos sus tormentos, esperaba a cada instante un desgarro que me colmaría de dicha. En numerosas ocasiones creí que lo había encontrado. En mi mente elegía a la primera mujer que surgiera y me pareciera hermosa, y me decía a mí mismo: «Esta es la mujer a la que amo». Pero el recuerdo que quería guardar de ella palidecía y se evaporaba en lugar de consolidarse. Sentía, además, que me forzaba a mí mismo a amar, que representaba para mi corazón una farsa que no lo engañaba en absoluto, y este fracaso me causaba una profunda tristeza. Casi lamentaba los amores que no había tenido, y después soñaba con otros con los que habría deseado poder colmar mi alma.
Solía forjarme una pasión al regresar de un asueto de dos o tres días, tras asistir a un baile o al teatro. Me representaba a la mujer que había elegido, tal y como la había visto, con un vestido blanco, llevada durante el vals por un caballero que la sostiene y le sonríe, o apoyada sobre la balaustrada de terciopelo de un palco, mientras mostraba con calma su regio perfil. El eco de las contradanzas y el resplandor de las luces resonaban y me deslumbraban todavía durante un tiempo, pero después todo terminaba fundiéndose en la monotonía de una ensoñación dolorosa. De esta forma tuve mil amoríos, que duraron ocho días o un mes y que yo deseé prolongar durante siglos. No sé en qué los fundamentaba, ni cuál era el propósito hacia el que estos vagos deseos convergían. Eran, creo, la necesidad de un nuevo sentimiento, como un anhelo de algo elevado cuya cima no podía vislumbrar.
La pubertad del corazón precede a la del cuerpo. Yo sentía mayor necesidad de querer que de gozar, más hambre de amor que de voluptuosidad. Ahora ya no conservo ni siquiera la idea de este amor de la primera adolescencia, para el que los sentidos no son nada y que tan solo el infinito puede colmar; situado entre la infancia y la juventud, constituye la transición entre ambas y pasa tan rápido que se olvida.
Había leído tanto entre los poetas la palabra «amor» y me la repetía tantas veces a mí mismo para fascinarme con su dulzura, que con cada estrella que brillaba en el cielo azul de una noche tibia, con cada murmullo de la marea en la orilla, con cada rayo de sol entre las gotas del rocío, pensaba: «¡Amo! ¡Oh! ¡Amo!». Y me sentía feliz por ello, me sentía orgulloso, dispuesto ya a los más hermosos sacrificios. Cuando una mujer me rozaba al pasar o me miraba cara a cara, habría querido amarla mil veces más, padecer aún más profundamente y que los pobres latidos de mi corazón pudieran destrozarme el pecho.
Hay una edad, recuérdalo, lector, en la que sonríes vagamente, como si en el aire flotaran besos; tienes el corazón henchido de una brisa perfumada, la sangre late acalorada en tus venas, burbujea dentro de ellas como el vino en una copa de cristal; te despiertas más feliz y más rico que la víspera, más palpitante, más emocionado; dulces fluidos ascienden y descienden en tu interior y te recorren deliciosamente con un calor embriagador. Los árboles flexionan sus copas en el viento con suaves torsiones, las hojas se agitan las unas contra las otras como si hablasen entre ellas, las nubes se deslizan y despejan el cielo, en el que brilla la luna y, desde las alturas, se contempla a sí misma en el río. Cuando caminas por la noche y aspiras el olor del heno cortado, mientras escuchas al cuco en el bosque y observas el movimiento de las estrellas, tu corazón —¿no es cierto?—, tu corazón es más puro, está más empapado de aire, de luz y de azul que el horizonte apacible, donde la tierra acaricia al cielo con un beso tranquilo. ¡Oh! ¡Qué perfumados son los cabellos de las mujeres! ¡Qué dulce es la piel de sus manos, qué penetrante su mirada! Pero aquellos ya no eran los primeros deslumbramientos de la infancia, recuerdos perturbadores de los sueños de la noche anterior. Por el contrario, estaba entrando en una vida real, en la que tenía mi lugar, en una armonía inmensa en la que mi corazón cantaba un himno y vibraba grandiosamente. Degustaba con fruición este fascinante crecimiento, y el despertar de mis sentidos incrementaba aún más mi satisfacción. Por fin despertaba de un largo sueño, como el primer hombre de la Creación, y veía frente a mí a un ser semejante a mí mismo, pero dotado de diferencias que establecían entre nosotros una vertiginosa atracción. Y al mismo tiempo sentía por esta nueva forma una emoción desconocida, que llenaba de orgullo mi pensamiento, mientras el sol brillaba más puro, las flores despedían un perfume más embriagador que nunca y la sombra era más dulce y más amable.
Junto a todo esto, notaba que, día a día, se desarrollaba mi inteligencia, que ahora vivía una vida común a la de mi corazón. No sé si mis ideas eran sentimientos, pues todas ellas poseían la vehemencia de las pasiones y ese íntimo gozo que vivía en lo más profundo de mi ser se desbordaba sobre el mundo y lo engalanaba para mí con el exceso de mi propia alegría. Estaba a punto de alcanzar el conocimiento de la suprema voluptuosidad y, como un hombre ante la puerta de su amante, permanecía durante largo tiempo dejándome languidecer a propósito, para saborear una esperanza cierta y poder decirme: «¡Pronto la tendré entre mis brazos; será mía, mía por completo, no es un sueño!».
¡Qué extraña contradicción!: evitaba la compañía de las mujeres, al tiempo que sentía un delicioso placer al estar frente a ellas. Fingía no amarlas en absoluto, mientras que vivía en el interior de todas y habría deseado penetrar la esencia de cada una de ellas para fundirme con su belleza. Sus labios me invitaban ya a otros besos diferentes a los de una madre. En mi imaginación, me dejaba envolver por sus cabellos y me instalaba entre sus senos para asfixiarme gloriosamente en ellos. Habría querido ser el collar que besaba sus cuellos, el broche que mordía sus hombros, el vestido que cubría por completo el resto de sus cuerpos. Más allá de las vestimentas no podía ver nada, pero bajo ellas había una infinitud de amor, y me aturdía al pensarlo.
Las pasiones que habría querido tener, las estudiaba en los libros. Para mí, la vida humana giraba alrededor de dos o tres ideas, de dos o tres palabras, en torno a las cuales orbitaba todo lo demás, como satélites alrededor de su astro. Así, había poblado mi infinito de una gran cantidad de soles de oro. En mi cabeza los cuentos de amor se situaban junto a las espléndidas revoluciones, las hermosas pasiones frente a los grandes crímenes. Pensaba al mismo tiempo en las noches estrelladas de los países cálidos y en los disturbios de las ciudades incendiadas, en las lianas de las selvas vírgenes y en la pompa de las monarquías desaparecidas, en las tumbas y las cunas. El murmullo de la corriente entre los juncos, el arrullo de las tórtolas en los palomares, la madera del mirto y el aroma del aloe, el entrechocar de las espadas contra las corazas, los caballos que piafan, el oro reluciente, los centelleos de la vida, las agonías de los desesperados… lo contemplaba todo con los ojos abiertos de par en par, como un hormiguero que se hubiera agitado a mis pies. Pero, por encima de esta vida tan bullente en la superficie, que resonaba con tantos gritos diferentes, surgía una inmensa amargura que era la síntesis y la ironía de todo lo anterior.
De noche, en el invierno, me detenía ante las casas iluminadas, en cuyo interior danzaba la gente; y contemplaba cómo las sombras pasaban tras las cortinas rojas, oía los sonidos propios del lujo, las copas sobre las bandejas, los cubiertos de plata que tintineaban en los platos. Y me decía a mí mismo que tan solo dependía de mí poder formar parte de aquella fiesta a la que todos corrían, de aquel banquete en el cual comía todo el mundo. Pero un orgullo salvaje me mantenía apartado de todo aquello, pues consideraba que mi soledad me embellecía, que mi corazón se ensanchaba al mantenerlo alejado de todo cuanto representaba la felicidad humana. Entonces proseguía mi camino a través de las calles desiertas, en las cuales los faroleros se mecían tristemente mientras hacían chirriar sus poleas.
Soñaba con el dolor de los poetas, lloraba junto a ellos las más hermosas lágrimas, los sentía en el fondo del corazón, estaba impregnado de ellos, desconsolado. A veces me parecía que el entusiasmo que me aportaban me convertía en su igual, elevándome hasta su nivel. Las páginas ante las que otros permanecían impasibles me transportaban, me provocaban la vehemencia de una pitonisa, con ellas arrasaba mi espíritu a placer; me las recitaba a mí mismo a orillas del mar, o bien caminaba sobre la hierba con la cabeza gacha, declamándolas solo para mí con mi voz más amorosa y tierna.
¡Desdichado de aquel que no ha deseado la furia de la tragedia, que no conoce de memoria estrofas amorosas que repetir a la luz de la luna! Es hermoso vivir así, en la belleza eterna, mezclarse con los reyes, experimentar las pasiones en su suprema expresión, amar los amores que el genio ha inmortalizado.
Desde entonces, viví tan solo en un ideal sin límites, en el que, libre y volando a placer como una abeja, iba a libar sobre todo aquello que me sirviera para alimentarme y vivir. Intentaba descubrir, en los sonidos de los bosques y las corrientes, palabras que el resto de los hombres no oían en absoluto, y aguzaba los oídos para escuchar la revelación de su armonía. Componía con las nubes y el sol enormes cuadros, que ningún lenguaje habría podido describir y, de repente, también percibía todos los vínculos y las antítesis de las reacciones humanas, cuya radiante precisión me deslumbraba a mí mismo. En ocasiones, el arte y la poesía parecían abrir sus horizontes infinitos para iluminarse mutuamente con su propio resplandor, y yo construía palacios de cobre rojo, ascendía eternamente en un cielo esplendente por una escalera de nubes más mullidas que edredones.
El águila es un ave altiva que se posa en las cimas elevadas. Ve por debajo de sí las nubes que vagan sobre los valles, llevando consigo a las golondrinas. Ve la lluvia que cae sobre los abetos, las galgas de mármol rodando en el lecho fluvial, al pastor que silba a sus cabras, a las gamuzas saltando sobre los precipicios. En vano cae la lluvia, la tormenta destroza los árboles, los torrentes fluyen sollozando, la cascada se precipita entre vapores, estalla el trueno y quiebra la cima de los montes: el águila bate las alas y planea apaciblemente por encima. El estrépito de la montaña la divierte, lanza chillidos de alegría, lucha contra los nubarrones que pasan presurosos y asciende aún más alto en su inmenso cielo.
También yo me he divertido con el fragor de las tempestades y con el vago zumbido de los hombres que trepaban hasta mí. He vivido en un montículo elevado, donde mi corazón se ensanchaba con el aire puro, donde emitía gritos de triunfo para distraerme de mi soledad.
Muy pronto empecé a experimentar una insoportable repugnancia hacia las cosas de aquí abajo. Una mañana empecé a sentirme viejo y colmado de experiencias sobre mil cosas aún por vivir. Solo experimentaba indiferencia hacia las más tentadoras y desdén hacia las más hermosas. Todo cuanto suscitaba las apetencias de los demás me provocaba lástima, no veía nada que valiese siquiera la pena desear. Tal vez mi vanidad me empujaba a estar por encima de la vanidad común y mi desinterés no era sino el exceso de una avidez sin límites. Era como esos edificios nuevos sobre los que el musgo comienza a crecer antes siquiera de que estén finalizados. Las alegrías turbulentas de mis compañeros me aburrían y me encogía de hombros ante sus necedades sentimentales: unos conservaban durante todo un año un viejo guante blanco o una camelia marchita, que cubrían de besos y de suspiros; otros escribían a sombrereras y daban cita a cocineros; los primeros me parecían cretinos, los segundos, grotescos. Por lo demás, tanto la buena como la mala sociedad me aburrían por igual, era cínico con los devotos y místico con los libertinos, de forma que todos ellos me detestaban.
En aquella época en la aún era virgen, me complacía en observar a las prostitutas. Deambulaba por las calles en las que viven, frecuentaba los lugares por donde pasean. A veces les dirigía la palabra para tentarme a mí mismo, seguía sus pasos, las tocaba y entraba en el aire que respiraban; y, a causa de mi desvergüenza, creía estar tranquilo. Sentía vacío el corazón, pero aquel vacío era un abismo.
Me gustaba perderme en la algarabía de las calles. Con frecuencia me inventaba distracciones estúpidas, como observar fijamente a cada viandante para descubrir en su semblante un vicio o una pasión que destacase. Todos los rostros pasaban velozmente ante mí: algunos sonreían y silbaban al alejarse, con los cabellos al viento; otros eran pálidos, o sonrojados, o lívidos. Desaparecían con rapidez a un lado y a otro, se sucedían vertiginosamente los unos a los otros, como los rótulos cuando montamos en coche. O bien miraba tan solo los pies que caminaban en todas direcciones e intentaba relacionar cada uno de ellos con un cuerpo, cada cuerpo con una idea, y me preguntaba adónde se dirigían todos aquellos pasos y por qué caminaba toda aquella gente. Observaba cómo los equipajes desaparecían tras los soportales bulliciosos y cómo los pesados estribos de los vehículos se desplegaban con estrépito. La muchedumbre se empujaba a la puerta de los teatros; yo contemplaba las luces que brillaban a través de la niebla y, por encima, el cielo azabache sin estrellas. En una esquina tocaba un organista, unos niños harapientos cantaban, un frutero empujaba su carreta alumbrada por un fanal rojo. Los cafés bullían con alboroto, las copas refulgían bajo la luz de los faroles de gas, los cuchillos tintineaban sobre las mesas de mármol; en la puerta, tiritando, los pobres se alzaban para ver comer a los ricos; me mezclaba con ellos y, con su misma mirada, contemplaba a los afortunados en la vida. Envidiaba sus banales satisfacciones, pues hay días en los que uno está tan triste que quisiera afligirse aún más; nos hundimos deliberadamente en la desesperación, como en un camino sencillo, tenemos el corazón henchido de lágrimas y nos enardecemos llorando. Muchas veces he deseado ser pobre, vestir harapos, vivir atormentado por el hambre, notar cómo la sangre fluye de las heridas, sentir odio y buscar venganza.
Pero ¿qué es este dolor inquieto, del que nos enorgullecemos como del genio y que escondemos como el amor? No lo confesamos ante nadie, lo guardamos para nosotros mismos, lo estrechamos contra nuestro pecho entre besos y lágrimas. Sin embargo, ¿de qué podemos quejarnos? ¿Qué es lo que nos vuelve tan sombríos, a esa edad en la que todo nos sonríe? ¿Acaso no tenemos amigos entregados, una familia de la que somos el orgullo, botas de charol, un abrigo forrado, etcétera? ¿No será que este enorme sufrimiento sin nombre no es sino una rapsodia poética, el recuerdo de malas lecturas o una amplificación retórica? Pero entonces, ¿la propia felicidad no será asimismo una metáfora inventada en un día de tedio? Lo he dudado durante mucho tiempo, pero ya no tengo dudas.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Federico García Lorca. Teatro: "El público".


El público
(1933)

Drama en cinco cuadros

Personajes

(Por orden de intervención)

DIRECTOR
CRIADO
CABALLO BLANCO PRIMERO
CABALLO BLANCO SEGUNDO
CABALLO BLANCO TERCERO
CABALLO BLANCO CUARTO
HOMBRE PRIMERO
HOMBRE SEGUNDO
HOMBRE TERCERO
ARLEQUÍN DIRECTOR
MUJER EN PIJAMA
ELENA
FIGURA DE CASCABELES
FIGURA DE PÁMPANOS
NIÑO
EMPERADOR
CENTURIÓN
JULIETA
CABALLO NEGRO
EL TRAJE DE ARLEQUÍN
EL TRAJE DE BAILARINA
PASTOR BOBO
DESNUDO ROJO
ENFERMERO
ESTUDIANTE PRIMERO
ESTUDIANTE SEGUNDO
ESTUDIANTE TERCERO
ESTUDIANTE CUARTO
ESTUDIANTE QUINTO
DAMA PRIMERA
DAMA SEGUNDA
DAMA TERCERA
DAMA CUARTA
MUCHACHO
LADRÓN PRIMERO
LADRÓN SEGUNDO
TRASPUNTE
PRESTIDIGITADOR
SEÑORA




Cuadro primero


Cuarto del Director.

El Director sentado. Viste de chaqué. Decorado azul. Una gran mano impresa en la pared. Las ventanas son radiografías.

CRIADO. Señor.

DIRECTOR. ¿Qué?

CRIADO. Ahí está el público.

DIRECTOR. Que pase.

(Entran cuatro Caballos Blancos.)

DIRECTOR. ¿Qué desean? (Los Caballos tocan sus trompetas.) Esto sería si yo fuese un hombre con capacidad para el suspiro. ¡Mi teatro será siempre al aire libre! Pero yo he perdi­do toda mi fortuna. Si no, yo envenenaría el aire libre. Con una jeringuilla que quite la costra de la herida me basta. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de mi casa, caballos! Ya se ha in­ventado la cama para dormir con los caballos. (Llorando.) Caballitos míos.

LOS CABALLOS. (Llorando.) Por trescientas pesetas. Por dos­cientas pesetas, por un plato de sopa, por un frasco de per­fume vacío. Por tu saliva, por un recorte de tus uñas.

DIRECTOR. ¡Fuera, fuera, fuera! (Toca un timbre.)

LOS CABALLOS. ¡Por nada! Antes te olían los pies y nosotros teníamos tres años. Esperábamos en el retrete, esperábamos detrás de las puertas y luego te llenábamos la cama de lágrimas. (Entra el Criado.)

DIRECTOR. ¡Dame un látigo!

LOS CABALLOS. Y tus zapatos estaban cocidos por el sudor, pero sabíamos comprender que la misma relación tenía la luna con las manzanas podridas en la hierba.

DIRECTOR. (Al Criado.) ¡Abre las puertas!

LOS CABALLOS. No, no, no. ¡Abominable! Estás cubierto de vello y comes la cal de lo muros que no es tuya.

CRIADO. No abro la puerta. Yo no quiero salir al teatro.

DIRECTOR. (Golpeándolo.) ¡Abre!

(Los Caballos sacan largas trompetas doradas y danzan lentamente al son de su canto.)

LOS CABALLOS I.° Y 2.° (Furiosos.) Abominable.

LOS CABALLOS 3.° Y 4.° Blenamiboá.

LOS CABALLOS I.° Y 2.° (Furiosos.) Abominable.

LOS CABALLOS. Blenamiboá.

(El Criado abre la puerta.)

DIRECTOR. ¡Teatro al aire libre! ¡Fuera! ¡Vamos! Teatro al aire libre. ¡Fuera de aquí! (Salen los Caballos. A1 Criado.) Continúa. (Se sienta detrás de la mesa.)

CRIADO. Señor.

DIRECTOR. ¿Qué?

CRIADO. ¡El público!

DIRECTOR. Que pase.

(El Director cambia su peluca rubia por una morena. Entran tres Hombres vestidos de frac exactamente iguales. Llevan barbas oscuras.)

HOMBRE I ° ¿El señor Director del teatro al aire libre?

DIRECTOR. Servidor de usted.

HOMBRE I.° Venimos a felicitarle por su última obra.

DIRECTOR. Gracias.

HOMBRE 3.° Originalísima.

HOMBRE I.° ¡Y qué bonito título! Romeo y Julieta.

DIRECTOR. Un hombre y una mujer que se enamoran.

HOMBRE I.° Romeo puede ser una ave y Julieta puede ser una piedra. Romeo puede ser un grano de sal y Julieta puede ser un mapa.

DIRECTOR. Pero nunca dejarán de ser Romeo y Julieta.

HOMBRE I.° Y enamorados. ¿Usted cree que estaban enamorados?

DIRECTOR. Hombre... yo no estoy dentro...

HOMBRE I.° ¡Basta! ¡Basta! Usted mismo se denuncia.

HOMBRE 2.° (Al Hombre I.°)  Ve con prudencia. Tú tienes la culpa. ¿Para qué vienes a la puerta de los teatros? Puedes llamar a un bosque y es fácil que éste abra el ruido de su savia para tus oídos. ¡Pero un teatro!

HOMBRE I.° Es a los teatros donde hay que llamar; es a los teatros, para...

HOMBRE 3.° Para que se sepa la verdad de las sepulturas.

HOMBRE 2.° Sepulturas con focos de gas, y anuncios, y largas filas de butacas.

DIRECTOR. Caballeros...

HOMBRE I.° Sí, sí. Director del teatro al aire libre, autor de Romeo y Julieta.

HOMBRE 2.° ¿Cómo orinaba Romeo, señor Director? ¿Es que no es bonito ver orinar a Romeo? ¿Cuántas veces fingió tirar­se de la torre para ser apresado en la comedia de su sufrimiento? ¿Qué pasaba, señor Director, cuando no pasaba? ¿Y el sepulcro? ¿Por qué, en el final, no bajó usted las escaleras del sepulcro? Pudo usted haber visto un ángel que se llevaba el sexo de Romeo, mientras dejaba el otro, el suyo, el que le correspondía. Y si yo le digo que el personaje principal de todo fue una flor venenosa, ¿qué pensaría usted? Conteste.

DIRECTOR. Señores, no es ése el problema.

HOMBRE I.° (Interrumpiendo.) No hay otro. Tendremos necesidad de enterrar el teatro por la cobardía de todos, y tendré que darme un tiro.

HOMBRE 2.° ¡Gonzalo!

HOMBRE I.° (Lentamente.) Tendré que darme un tiro para inaugurar el verdadero teatro, el teatro bajo la arena.

DIRECTOR. Gonzalo...

HOMBRE I.° ¿Cómo?... (Pausa.)

DIRECTOR. (Reaccionando.) Pero no puedo. Se hundiría todo. Sería dejar ciegos a mis hijos y luego, ¿qué hago con el público? ¿Qué hago con el público si quito las barandas al puente? Vendría la máscara a devorarme. Yo vi una vez a un hombre devorado por la máscara. Los jóvenes más fuertes de la ciudad, con picas ensangrentadas, le hundían por el trasero grandes bolas de periódicos abandonados, y en América hubo una vez un muchacho a quien la máscara ahorcó colgado de sus propios intestinos.

HOMBRE I.° ¡Magnífico!

HOMBRE 2.° ¿Por qué no lo dice usted en el teatro?

HOMBRE 3.° ¿Eso es el principio de un argumento?

DIRECTOR. En todo caso un final.

HOMBRE 3.° Un final ocasionado por el miedo.

DIRECTOR. Está claro, señor. No me supondrá usted capaz de sacar la máscara a escena.

HOMBRE I.° ¿Por qué no?

DIRECTOR. ¿Y la moral? ¿Y el estómago de los espectadores?

HOMBRE I.° Hay personas que vomitan cuando se vuelve un pulpo del revés y otras que se ponen pálidas si oyen pronunciar con la debida intención la palabra cáncer; pero usted sabe que contra esto existe la hojalata, y el yeso, y la adorable mica, y en último caso el cartón, que están al alcance de todas las fortunas como medios expresivos. (Se levanta.) Pero usted lo que quiere es engañarnos. Engañarnos para que todo siga igual y nos sea imposible ayudar a los muertos. Usted tiene la culpa de que las moscas hayan caído en cuatro mil naranjadas que yo tenía dispuestas. Y otra vez tengo que empezar a romper las raíces.

DIRECTOR. (Levantándose.) Yo no discuto, señor. ¿Pero qué es lo que quiere de mí? ¿Trae usted una obra nueva?

HOMBRE I.° ¿Le parece a usted obra más nueva que noso­tros con nuestras barbas... y usted?

DIRECTOR. ¿Y yo...?

HOMBRE I.° Sí... usted.

HOMBRE 2.° ¡Gonzalo!

HOMBRE I.° (Mirando al Director.) Lo reconozco todavía y me parece estarlo viendo aquella mañana que encerró una liebre, que era un prodigio de velocidad, en una pequeña cartera de libros. Y otra vez, que se puso dos rosas en las orejas el primer día que descubrió el peinado con la raya en medio. Y tú, ¿me reconoces?

DIRECTOR. No es éste el argumento. ¡Por Dios! (A voces.) Elena, Elena.

(Corre a la puerta.)

HOMBRE I.° Pero te he de llevar al escenario, quieras o no quieras. Me has hecho sufrir demasiado. ¡Pronto! ¡El biombo! ¡El biombo! (El Hombre 3. ° saca un biombo y lo coloca en medio de la escena.)

DIRECTOR. (Llorando.) Me ha de ver el público. Se hundirá mi teatro. Yo había hecho los dramas mejores de la temporada, ¡pero ahora!...

(Suenan las trompetas de los Caballos. El Hombre I.° se dirige al fondo y abre la puerta.)

HOMBRE I.° Pasar adentro, con nosotros. Tenéis sitio en el drama. Todo el mundo. (Al Director.) Y tú, pasa por detrás del biombo.

(Los Hombres 2.° y 3.° empujan al Director. Éste pasa por el biombo y aparece por la otra esquina un Muchacho vestido de raso blanco con una gola Blanca al cuello. Debe ser una actriz. Lleva una pequeña guitarrita negra.)

HOMBRE I.° ¡Enrique! ¡Enrique! (Se cubre la cara con las manos.)

HOMBRE 2.° No me hagas pasar a mí por el biombo. Déjame ya tranquilo. ¡Gonzalo!

DIRECTOR. (Frío y pulsando las cuerdas.) Gonzalo, te he de escupir mucho. Quiero escupirte y romperte el frac con unas tijeritas. Dame seda y aguja. Quiero bordar. No me gustan los tatuajes, pero lo quiero bordar con sedas.

HOMBRE 3.° (A los Caballos.) Tomad asiento donde queráis.

HOMBRE I.° (Llorando.) ¡Enrique! ¡Enrique!

DIRECTOR. Te bordaré sobre la carne y me gustará verte dormir en el tejado. ¿Cuánto dinero tienes en el bolsillo? ¡Qué malo! (El Hombre I.° enciende un fósforo y quema los billetes.) Nunca veo bien cómo desaparecen los dibujos en la llama.

¿No tienes más dinero? ¡Qué pobre eres, Gonzalo! ¿Y mi lápiz para los labios? ¿No tienes carmín? Es un fastidio.

HOMBRE 2.° (Tímido.) Yo tengo. (Se saca el lápiz por debajo de la barba y lo ofrece.)

DIRECTOR. Gracias... pero... ¿pero también tú estás aquí? ¡Al biombo! Tú también al biombo. ¿Y todavía lo soportas, Gonzalo?


(El Director empuja bruscamente al Hombre 2.°, y aparece por el otro extremo del biombo una Mujer vestida con pantalones de pijama negro y una corona de amapolas en la cabeza. Lleva en la mano unos impertinentes cubiertos por un bigote rubio que usará poniéndolo sobre su boca en algunos momentos del drama.)

HOMBRE 2.° (Secamente.) Dame el lápiz.

DIRECTOR. ¡Ja, ja, ja! ¡Oh Maximiliana, emperatriz de Baviera! ¡Oh mala mujer!

HOMBRE 2.° (Poniéndose el bigote sobre los labios.) Te recomendaría un poco de silencio.

DIRECTOR. ¡Oh mala mujer! ¡Elena! ¡Elena!

HOMBRE I.° (Fuerte.) No llames a Elena.

DIRECTOR. ¿Y por qué no? Me ha querido mucho cuando mi teatro estaba al aire libre. ¡Elena!

(Elena sale de la izquierda. Viste de griega. Lleva las cejas azules, el cabello blanco y los pies de yeso. El vestido, abierto totalmente por delante, deja ver sus muslos cubiertos con apretada malla rosada. El Hombre 2.° se lleva el bigote a los labios.)

ELENA. ¿Otra vez igual?

DIRECTOR. Otra vez.

HOMBRE 3.° ¿Por qué has salido, Elena? ¿Por qué has salido si no me vas a querer?

ELENA. ¿Quién te lo dijo? Pero ¿por qué me quieres tanto?
Yo te besaría los pies si tú me castigaras y te fueras con las otras mujeres. Pero tú me adoras demasiado a mí sola. Será necesario terminar de una vez.

DIRECTOR. (Al Hombre 3.°) ¿Y yo? ¿No te acuerdas de mí? ¿No te acuerdas de mis uñas arrancadas? ¿Cómo habría conocido a las otras y a ti no? ¿Por qué te he llamado, Elena? ¿Por qué te he llamado, suplicio mío?

ELENA. (Al Hombre 3.°) ¡Vete con él! Y confiésame ya la verdad que me ocultas. No me importa que estuvieras borracho y que te quieras justificar, pero tú lo has besado y has dormido en la misma cama.

HOMBRE 3.° ¡Elena! (Pasa rápidamente por detrás del biombo y aparece sin barba con la cara palidísima y un látigo en la mano. Lleva muñequeras de cuero con clavos dorados.)

HOMBRE 3.° (Azotando al Director.) Tú siempre hablas, tú siempre mientes y he de acabar contigo sin la menor misericordia.

LOS CABALLOS. ¡Misericordia! ¡Misericordia!

ELENA. Podías seguir golpeando un siglo entero y no creería en ti. (El Hombre 3.° se dirige a Elena y le aprieta las muñecas.) Podrías seguir un siglo entero atenazando mis dedos y no lograrías hacerme escapar un solo gemido.

HOMBRE 3.° ¡Veremos quién puede más!

ELENA. Yo y siempre yo.

(Aparece el Criado.)

ELENA. ¡Llévame pronto de aquí! ¡Contigo! ¡Llévame! (El Criado pasa por detrás del biombo y sale de la misma manera.) ¡Llévame! ¡Muy lejos! (El Criado la toma en brazos.)

DIRECTOR. Podemos empezar.

HOMBRE I.° Cuando quieras.

LOS CABALLOS. ¡Misericordia! ¡Misericordia!

(Los Caballos suenan sus largas trompetas.
Los personajes están rígidos en sus puestos.)


Telón lento




Cuadro segundo


Ruina romana.

Una Figura, cubierta totalmente de Pámpanos rojos, toca una flauta sentada sobre un capitel. Otra Figura, cubierta de Cascabeles dorados, danza en el centro de la escena.

FIGURA DE CASCABELES. ¿Si yo me convirtiera en nube?

FIGURA DE PÁMPANOS. Yo me convertiría en ojo.

FIGURA DE CASCABELES. ¿Si yo me convirtiera en caca?

FIGURA DE PÁMPANOS. Yo me convertiría en mosca.

FIGURA DE CASCABELES. ¿Si yo me convirtiera en manzana?

FIGURA DE PÁMPANOS. Yo me convertiría en beso.

FIGURA DE CASCABELES. ¿Si yo me convirtiera en pecho?

FIGURA DE PÁMPANOS. Yo me convertiría en sábana blanca.

VOZ. (Sarcástica.) ¡Bravo!

FIGURA DE CASCABELES. ¿Y si yo me convirtiera en pez luna?

FIGURA DE PÁMPANOS. Yo me convertiría en cuchillo.

FIGURA DE CASCABELES. (Dejando de danzar.) Pero ¿por qué?, ¿por qué me atormentas? ¿Cómo no vienes conmigo, si me amas, hasta donde yo te lleve? Si yo me convirtiera en pez luna, tú te convertirías en ola de mar, o en alga, y si quieres algo muy lejano, porque no desees besarme, tú te convertirías en luna llena, ¡pero en cuchillo! Te gozas en interrumpir mi danza. Y danzando es la única manera que tengo de amarte.

FIGURA DE PÁMPANOS. Cuando rondas el lecho y los objetos de la casa te sigo, pero no te sigo a los sitios adonde tú, lleno de sagacidad, pretendes llevarme. Si tú te convirtieras en pez luna, yo te abriría con un cuchillo, porque soy un hombre, porque no soy nada más que eso, un hombre, más hombre que Adán, y quiero que tú seas aún más hombre que yo. Tan hombre que no haya ruido en las ramas cuando tú pases. Pero tú no eres un hombre. Si yo no tuviera esta flauta, te escaparías a la luna, a la luna cubierta de pañolitos de encaje y gotas de sangre de mujer.

FIGURA DE CASCABELES. (Tímidamente.) ¿Y si yo me convirtiera en hormiga?

FIGURA DE PÁMPANOS. (Enérgico.) Yo me convertiría en tierra.

FIGURA DE CASCABELES. (Más fuerte.) ¿Y si yo me convirtiera en tierra?

FIGURA DE PÁMPANOS. (Más débil.) Yo me convertiría en agua.

FIGURA DE CASCABELES. (Vibrante.) ¿Y si yo me convirtiera en agua?

FIGURA DE PÁMPANOS. (Desfallecido.) Yo me convertiría en pez luna.

FIGURA DE CASCABELES. (Tembloroso.) ¿Y si yo me convir­tiera en pez luna?

FIGURA DE PÁMPANOS. (Levantándose.) Yo me convertiría en cuchillo. En un cuchillo afilado durante cuatro largas primaveras.

FIGURA DE CASCABELES. Llévame al baño y ahógame. Será la única manera de que puedas verme desnudo. ¿Te figuras que tengo miedo a la sangre? Sé la manera de dominarte. ¿Crees que no te conozco? De dominarte tanto que si yo dijera: «¿si yo me convirtiera en pez luna?», tú me contestarías: «yo me convertiría en una bolsa de huevas pequeñitas».

FIGURA DE PÁMPANOS. Toma un hacha y córtame las piernas. Deja que vengan los insectos de la ruina y vete. Porque te desprecio. Quisiera que tú calaras hasta lo hondo. Te escupo.

FIGURA DE CASCABELES. ¿Lo quieres? Adiós. Estoy tranquilo. Si voy bajando por la ruina iré encontrando amor y cada vez más amor.

FIGURA DE PÁMPANOS. (Angustiado.) ¿Dónde vas? ¿Dónde vas?

FIGURA DE CASCABELES. ¿No deseas que me vaya?

FIGURA DE PÁMPANOS. (Con voz débil.) No, no te vayas. ¿Y si yo me convirtiera en un granito de arena?

FIGURA DE CASCABELES. Yo me convertiría en un látigo.

FIGURA DE PÁMPANOS. ¿Y si yo me convirtiera en una bolsa de huevas pequeñitas?

FIGURA DE CASCABELES. Yo me convertiría en otro látigo. Un látigo hecho con cuerdas de guitarra.

FIGURA DE PÁMPANOS. ¡No me azotes!

FIGURA DE CASCABELES. Un látigo hecho con maromas de barco.

FIGURA DE PÁMPANOS. ¡No me golpees el vientre!

FIGURA DE CASCABELES. Un látigo hecho con los estambres de una orquídea.

FIGURA DE PÁMPANOS. ¡Acabarás por dejarme ciego!

FIGURA DE CASCABELES. Ciego, porque no eres hombre. Yo sí soy un hombre. Un hombre, tan hombre, que me desma­yo cuando se despiertan los cazadores. Un hombre, tan hombre, que siento un dolor agudo en los dientes cuando alguien quiebra un tallo, por diminuto que sea. Un gigante. Un gigante, tan gigante, que puedo bordar una rosa en la uña de un niño recién nacido.

FIGURA DE PÁMPANOS. Estoy esperando la noche, angustia­do por el blancor de la ruina, para poder arrastrarme a tus pies.

FIGURA DE CASCABELES. No. No. ¿Por qué me dices eso? Eres tú quien me debes obligar a mí para que lo haga. ¿No eres tú un hombre? ¿Un hombre más hombre que Adán?

FIGURA DE PÁMPANOS. (Cayendo al suelo.) ¡Ay! ¡Ay!

FIGURA DE CASCABELES. (Acercándose en voz baja.) ¿Y si yo me convirtiera en capitel?

FIGURA DE PÁMPANOS. ¡Ay de mí!

FIGURA DE CASCABELES. Tú te convertirías en sombra de capitel y nada más. Y luego vendría Elena a mi cama. Elena, ¡corazón mío! Mientras tú, debajo de los cojines, estarías tendido lleno de sudor, un sudor que no sería tuyo, que sería de los cocheros, de los fogoneros y de los médicos que operan el cáncer. Y entonces yo me convertiría en pez luna y tú no serías ya nada más que una pequeña polvera que pasa de mano en mano.

FIGURA DE PÁMPANOS. ¡Ay!

FIGURA DE CASCABELES. ¿Otra vez? ¿Otra vez estás llorando? Tendré necesidad de desmayarme para que vengan los campesinos. Tendré necesidad de llamar a los negros, a los enormes negros heridos por las navajas de las yucas que luchan día y noche con el fango de los ríos. Levántate del suelo, cobarde. Ayer estuve en casa del fundidor y encargué una cadena. ¡No te alejes de mí! Una cadena. Y estuve toda la noche llorando porque me dolían las muñecas y los tobillos y, sin embargo, no la tenía puesta. (La Figura de Pámpanos toca un silbato de plata.) ¿Qué haces? (Suena el silbato otra vez.) Ya sé lo que deseas, pero tengo tiempo de huir.

FIGURA DE PÁMPANOS. (Levantándose.) Huye si quieres.

FIGURA DE CASCABELES. Me defenderé con las hierbas.

FIGURA DE PÁMPANOS. Prueba a defenderte. (Suena el silbato. Del techo cae un Niño vestido con una malla roja.)

NIÑO. ¡El Emperador! ¡El Emperador! ¡El Emperador!

FIGURA DE PÁMPANOS. El Emperador.

FIGURA DE CASCABELES. Yo haré tu papel. No te descubras. Me costaría la vida.

NIÑO. ¡El Emperador! ¡El Emperador! ¡El Emperador!

FIGURA DE CASCABELES. Todo entre nosotros era un juego. Jugábamos. Y ahora yo serviré al Emperador fingiendo la voz tuya. Tú puedes tenderte detrás de aquel gran capitel. No te lo había dicho nunca. Allí hay una vaca que guisa la comida para los soldados.


FIGURA DE PÁMPANOS. ¡El Emperador! Ya no hay remedio. Tú has roto el hilo de la araña y ya siento que mis grandes pies se van volviendo pequeñitos y repugnantes.

FIGURA DE CASCABELES. ¿Quieres un poco de té? ¿Dónde podría encontrar una bebida caliente en esta ruina?

NIÑO. (En el suelo.) ¡El Emperador! ¡El Emperador! ¡El Emperador!

(Suena una trompa y aparece el Emperador de los romanos. Con él viene un Centurión de tú­nica amarilla y carne gris. Detrás vienen los cuatro Caballos con sus trompetas. El Niño se dirige al Emperador. Éste lo toma en sus brazos y se pierden en los capiteles.)

CENTURIÓN. El Emperador busca a uno.

FIGURA DE PÁMPANOS. Uno soy yo.

FIGURA DE CASCABELES. Uno soy yo.

CENTURIÓN. ¿Cuál de los dos?

FIGURA DE PÁMPANOS. Yo.

FIGURA DE CASCABELES. Yo.

CENTURIÓN. El Emperador adivinará cuál de los dos es uno. Con un cuchillo o con un salivazo. ¡Malditos seáis todos los de vuestra casta! Por vuestra culpa estoy yo corriendo caminos y durmiendo sobre la arena. Mi mujer es hermosa como una montaña. Pare por cuatro o cinco sitios a la vez y ronca al mediodía debajo de los árboles. Yo tengo doscientos hijos. Y tendré todavía muchos más. ¡Maldita sea vuestra casta!

(El Centurión escupe y canta. Un grito largo y sostenido se oye detrás de las columnas. Aparece el Emperador limpiándose la frente. Se quita unos guantes negros; después unos guantes rojos y aparecen sus manos de una blancura clásica.)

EMPERADOR. (Displicente.) ¿Cuál de los dos es uno?

FIGURA DE CASCABELES. Yo soy, señor.

EMPERADOR. Uno es uno y siempre uno. He degollado más de cuarenta muchachos que no lo quisieron decir.

CENTURIÓN. (Escupiendo.) Uno es uno y nada más que uno.

EMPERADOR. Y no hay dos.

CENTURIÓN. Porque si hubiera dos no estaría el Emperador buscando por los caminos.

EMPERADOR. (Al Centurión.) ¡Desnúdalos!

FIGURA DE CASCABELES. Yo soy uno, señor. Ése es el mendigo de las ruinas. Se alimenta con raíces.

EMPERADOR. Aparta.

FIGURA DE PÁMPANOS. Tú me conoces. Tú sabes quién soy. (Se despoja de los pámpanos y aparece un desnudo blanco de yeso.)

EMPERADOR. (Abrazándolo.) Uno es uno.

FIGURA DE PÁMPANOS. Y siempre uno. Si me besas yo abriré mi boca para clavarme después tu espada en el cuello.

EMPERADOR. Así lo haré.

FIGURA DE PÁMPANOS. Y deja mi cabeza de amor en la ruina. La cabeza de uno que fue siempre uno.

EMPERADOR. (Suspirando.) Uno.

CENTURIÓN. (Al Emperador.) Difícil es, pero ahí lo tienes.

FIGURA DE PÁMPANOS. Lo tiene porque nunca lo podrá te­ner.

FIGURA DE CASCABELES. ¡Traición! ¡Traición!

CENTURIÓN. ¡Cállate, rata vieja! ¡Hijo de la escoba!

FIGURA DE CASCABELES. ¡Gonzalo! ¡Ayúdame, Gonzalo!

(La Figura de Cascabeles tira de una columna y ésta se desdobla en el biombo blanco de la primera escena. Por detrás salen los tres Hombres barbados y el Director de escena.)

HOMBRE I.° ¡Traición!

FIGURA DE CASCABELES. ¡Nos ha traicionado!

DIRECTOR. ¡Traición!

(El Emperador está abrazado a la Figura de Pámpano.)


Telón



Cuadro tercero


Muro de arena. A la izquierda, y pintada sobre el muro, una luna transparente casi de gelatina. En el centro, una inmensa hoja verde lanceolada.

HOMBRE I.° (Entrando.) No es esto lo que hace falta. Después de lo que ha pasado, sería injusto que yo volviese otra vez para hablar con los niños y observar la alegría del cielo.

HOMBRE 2.° Mal sitio es éste.

DIRECTOR. ¿Habéis presenciado la lucha?

HOMBRE 3.° (Entrando.) Debieron morir los dos. No he presenciado nunca un festín más sangriento.

HOMBRE I.° Dos leones. Dos semidioses.

HOMBRE 2.° Dos semidioses si no tuvieran ano.

HOMBRE I.° Pero el ano es el castigo del hombre. El ano es el fracaso del hombre, es su vergüenza y su muerte. Los dos tenían ano y ninguno de los dos podía luchar con la belleza pura de los mármoles que brillaban conservando deseos íntimos defendidos por una superficie intachable.

HOMBRE 3.° Cuando sale la luna, los niños del campo se reúnen para defecar.

HOMBRE I.° Y detrás de los juncos, a la orilla fresca de los remansos, hemos encontrado la huella del hombre que hace horrible la libertad de los desnudos.

HOMBRE 3.° Debieron morir los dos.

HOMBRE I.° (Enérgico.) Debieron vencer.

HOMBRE 3.° ¿Cómo?

HOMBRE I.° Siendo hombres los dos y no dejándose arras­trar por los falsos deseos. Siendo íntegramente hombres. ¿Es que un hombre puede dejar de serlo nunca?

HOMBRE 2.° ¡Gonzalo!

HOMBRE I.° Han sido vencidos y ahora todo será para burla y escarnio de la gente.

HOMBRE 3.° Ninguno de los dos era un hombre. Como no lo sois vosotros tampoco. Estoy asqueado de vuestra compañía.

HOMBRE I.° Ahí detrás, en la última parte del festín, está el Emperador. ¿Por qué no sales y lo estrangulas? Reconozco tu valor tanto como justifico tu belleza. ¿Cómo no te precipitas y con tus mismos dientes le devoras el cuello?

DIRECTOR. ¿Por qué no lo haces tú?

HOMBRE I.° Porque no puedo, porque no quiero, porque soy débil.

DIRECTOR. Pero él puede, él quiere, él es fuerte. (En alta voz.) ¡El Emperador está en la ruina!

HOMBRE 3.° Que vaya el que quiera respirar su aliento.

HOMBRE I.° ¡Tú!

HOMBRE 3.° Sólo podría convenceros si tuviera mi látigo.

HOMBRE I.° Sabes que no te resisto, pero te desprecio por cobarde.

HOMBRE 2.° ¡Por cobarde!

DIRECTOR. (Fuerte y mirando al Hombre 3.°) ¡El Emperador que bebe nuestra sangre está en la ruina!

(El Hombre 3.° se tapa la cara con las manos.)

HOMBRE I.° (Al Director.) Ése es, ¿lo conoces ya? Ése es el valiente que en el café y en el libro nos va arrollando las venas en largas espinas de pez. Ése es el hombre que ama al Emperador en soledad y lo busca en las tabernas de los puertos. Enrique, mira bien sus ojos. Mira qué pequeños racimos de uvas bajan por sus hombros. A mí no me engaña. Pero ahora yo voy a matar al Emperador. Sin cuchillo, con estas manos quebradizas que me envidian todas las mujeres.

DIRECTOR. ¡No, que irá él! Espera un poco. (El Hombre se sienta en una silla y llora.)

HOMBRE 3.° ¡No podría estrenar mi pijama de nubes! ¡Ay! Vosotros no sabéis que yo he descubierto una bebida maravillosa que solamente conocen algunos negros de Honduras.

DIRECTOR. Es en un pantano podrido donde debemos estar y no aquí. Bajo el légamo donde se consumen las ranas muertas.

HOMBRE 2.° (Abrazando al Hombre I.°) Gonzalo, ¿por qué lo amas tanto?

HOMBRE I.° (Al Director.) ¡Te traeré la cabeza del Emperador!

DIRECTOR. Será el mejor regalo para Elena.

HOMBRE 2.° Quédate, Gonzalo, y permite que te lave los pies.

HOMBRE I.° La cabeza del Emperador quema los cuerpos de todas las mujeres.

DIRECTOR. (Al Hombre I.°) Pero tú no sabes que Elena puede pulir sus manos dentro del fósforo y la cal viva. ¡Vete con el cuchillo! ¡Elena, Elena, corazón mío!

HOMBRE 3.° ¡Corazón mío de siempre! Nadie nombre aquí a Elena.

DIRECTOR. (Temblando.) Nadie la nombre. Es mucho mejor que nos serenemos. Olvidando el teatro será posible. Nadie la nombre.

HOMBRE I.° Elena.

DIRECTOR. (Al Hombre I.°) ¡Calla! Luego, yo estaré esperando detrás de los muros del gran almacén. Calla.

HOMBRE I.° Prefiero acabar de una vez. ¡Elena! (Inicia el mutis.)

DIRECTOR. Oye, ¿y si yo me convirtiera en un pequeño enano de jazmines?

HOMBRE 2.° (Al Hombre I.°) ¡Vamos! ¡No te dejes engañar! Yo te acompaño a la ruina.

DIRECTOR. (Abrazando al Hombre I.°) Me convertiría en una píldora de anís, una píldora donde estarían exprimidos los juncos de todos los ríos, y tú serías una gran montaña china cubierta de vivas arpas diminutas.

HOMBRE I.° (Entornando los ojos.) No, no. Yo entonces no sería una montaña china. Yo sería un odre de vino antiguo que llena de sanguijuelas la garganta.

(Luchan.)

HOMBRE 3.° Tendremos necesidad de separarlos.

HOMBRE 2.° Para que no se devoren.

HOMBRE 3.° Aunque yo encontraría mi libertad.

(El Director y el Hombre I.° luchan sordamente.)

HOMBRE 2.° Pero yo encontraría mi muerte.

HOMBRE 3.° Si yo tengo un esclavo...

HOMBRE 2.° Es porque yo soy un esclavo.

HOMBRE 3.° Pero, esclavos los dos, de modo distinto podemos romper las cadenas.

HOMBRE I.° ¡Llamaré a Elena!

DIRECTOR. ¡Llamaré a Elena!

HOMBRE I.° ¡No, por favor!

DIRECTOR. No, no la llames. Yo me convertiré en lo que tú desees.

(Desaparecen luchando por la derecha.)

HOMBRE 3.° Podemos empujarlos y caerán al pozo. Así tú y yo quedaremos libres.

HOMBRE 2.° Tú, libre. Yo, más esclavo todavía.

HOMBRE 3.° No importa. Yo les empujo. Estoy deseando vivir en mi tierra verde, ser pastor, beber el agua de la roca.

HOMBRE 2.° Te olvidas de que soy fuerte cuando quiero. Era yo un niño y uncía los bueyes de mi padre. Aunque mis huesos estén cubiertos de pequeñísimas orquídeas, tengo una capa de músculos que utilizo cuando quiero.

HOMBRE 3.° (Suave.) Es mucho mejor para ellos y para nosotros. ¡Vamos! El pozo es profundo.

HOMBRE 2.o ¡No te dejare!

(Luchan. El Hombre 2.° empuja al Hombre 3.° y desaparecen por el lado opuesto. El muro se abre y aparece el sepulcro de Julieta en Verona. Decoración realista. Rosales y yedras. Luna. Julieta está tendida en el sepulcro. Viste un traje blanco de ópera. Lleva al aire sus dos senos de celuloide rosado.)

JULIETA. (Saltando del sepulcro.) Por favor. No he tropezado con una amiga en todo el tiempo, a pesar de haber cruzado más de tres mil arcos vacíos. Un poco de ayuda, por favor. Un poco de ayuda y un mar de sueño. (Canta.)

Un mar de sueño.
Un mar de tierra blanca
y los arcos vacíos por el cielo.
Mi cola por las naves, por las algas.
Mi cola por el tiempo.
Un mar de tiempo.
Playa de los gusanos leñadores
y delfín de cristal por los cerezos.
¡Oh puro amianto de final! ¡Oh ruina!
¡Oh soledad sin arco! ¡Mar de sueño!

(Un tumulto de espadas y voces surge al fondo de la escena.)

JULIETA. Cada vez más gente. Acabarán por invadir mi sepulcro y ocupar mi propia cama. A mí no me importan las discusiones sobre el amor ni el teatro. Yo lo que quiero es amar.

CABALLO BLANCO I.° (Apareciendo. Trae una espada en la mano.) ¡Amar!

JULIETA. Sí. Con amor que dura sólo un momento.

CABALLO BLANCO I.° Te he esperado en el jardín.

JULIETA. Dirás en el sepulcro.

CABALLO BLANCO I.° Sigues tan loca como siempre. Julieta, ¿cuándo podrás darte cuenta de la perfección de un día? Un día con mañana y con tarde.

JULIETA. Y con noche.

CABALLO BLANCO I.° La noche no es el día. Y en un día lograrás quitarte la angustia y ahuyentar las impasibles paredes de mármol.

JULIETA. ¿Cómo?

CABALLO BLANCO I.° Monta en mi grupa.

JULIETA. ¿Para qué?

CABALLO BLANCO I.° (Acercándose.) Para llevarte.

JULIETA. ¿Dónde?

CABALLO BLANCO I.° A lo oscuro. En lo oscuro hay ramas suaves. El cementerio de las alas tiene mil superficies de espesor.

JULIETA. (Temblando.) ¿Y qué me darás allí?

CABALLO BLANCO I.° Te daré lo más callado de lo oscuro.

JULIETA. ¿El día?

CABALLO BLANCO I.° El musgo sin luz. El tacto que devora pequeños mundos con las yemas de los dedos.

JULIETA. ¿Eras tú el que ibas a enseñarme la perfección de un día?

CABALLO BLANCO I.° Para pasarte a la noche.

JULIETA. (Furiosa.) ¿Y qué tengo yo, caballo idiota, que ver con la noche? ¿Qué tengo yo que aprender de sus estrellas o de sus borrachos? Será preciso que use veneno de rata para librarme de gente molesta. Pero yo no quiero matar a las ratas. Ellas traen para mí pequeños pianos y escobillas de laca.

CABALLO BLANCO I.° Julieta, la noche no es un momento, pero un momento puede durar toda la noche.

JULIETA. (Llorando.) Basta. No quiero oírte más. ¿Para qué quieres llevarme? Es el engaño la palabra del amor, el espejo roto, el paso en el agua. Después me dejarías en el sepulcro otra vez, como todos hacen tratando de convencer a los que escuchan de que el verdadero amor es imposible. Ya estoy cansada. Y me levanto a pedir auxilio para arrojar de mi sepulcro a los que teorizan sobre mi corazón y a los que me abren la boca con pequeñas pinzas de mármol.

CABALLO BLANCO I.° El día es un fantasma que se sienta.

JULIETA. Pero yo he conocido mujeres muertas por el sol.

CABALLO BLANCO I.° Comprende bien: un solo día para amar todas las noches.

JULIETA. ¡Lo de todos! ¡Lo de todos! Lo de los hombres, lo de los árboles, lo de los caballos. Todo lo que quieres enseñarme lo conozco perfectamente. La luna empuja de modo suave las casas deshabitadas, provoca la caída de las columnas y ofrece a los gusanos diminutas antorchas para entrar en el interior de las cerezas. La luna lleva a las alcobas las caretas de la meningitis, llena de agua fría los vientres de las embarazadas, y apenas me descuido arroja puñados de hierba sobre mis hombros. No me mires, caballo, con ese deseo que tan bien conozco. Cuando era muy pequeña, yo veía en Verona a las hermosas vacas pacer en los prados. Luego las veía pintadas en mis libros, pero las recordaba siempre al pasar por las carnicerías.

CABALLO BLANCO I.° Amor que sólo dura un momento.

JULIETA. Sí, un minuto; y Julieta, viva, alegrísima, libre del punzante enjambre de lupas. Julieta en el comienzo, Julieta a la orilla de la ciudad.

(El tumulto de votes y espadas vuelve a surgir en el fondo de la escena.)

CABALLO BLANCO I.°

Amor. Amar. Amor.
Amor del caracol, col, col, col,
que saca los cuernos al sol.
Amar. Amor. Amar
del caballo que lame
la bola de sal.


(Baila.)

JULIETA. Ayer eran cuarenta y estaba dormida. Venían las arañas, venían las niñas y la joven violada por el perro tapándose con los geráneos, pero yo continuaba tranquila. Cuando las ninfas hablan del queso, éste puede ser de leche de sirena o de trébol, pero ahora son cuatro, son cuatro muchachos los que me han querido poner un falito de barro y estaban decididos a pintarme un bigote de tinta.

CABALLO BLANCO I.°

Amor. Amar. Amor.
Amor de Ginido con el cabrón,
y de la mula con el caracol, col, col, col,
que saca los cuernos al sol.
Amar. Amor. Amar
de Júpiter en el establo con el pavo real
y el caballo que relincha dentro de la catedral.


JULIETA. Cuatro muchachos, caballo. Hacía mucho tiempo que sentía el ruido del juego, pero no he despertado hasta que brillaban los cuchillos.

(Aparece el Caballo Negro. Lleva un penacho de plumas del mismo color y una rueda en la mano.)

CABALLO NEGRO. ¿Cuatro muchachos? Todo el mundo. Una tierra de asfódelos y otra tierra de semillas. Los muertos siguen discutiendo y los vivos utilizan el bisturí. Todo el mundo.

CABALLO BLANCO I.° A las orillas del Mar Muerto nacen unas bellas manzanas de ceniza, pero la ceniza es buena.

CABALLO NEGRO. ¡Oh frescura! ¡Oh pulpa! ¡Oh rocío! Yo como ceniza.

JULIETA. No, no es buena la ceniza. ¿Quién habla de ceniza?

CABALLO BLANCO I.° No hablo de ceniza. Hablo de la ceniza que tiene forma de manzana.

CABALLO NEGRO. Forma, ¡forma! Ansia de la sangre.

JULIETA. Tumulto.

CABALLO NEGRO. Ansia de la sangre y hastío de la rueda.

(Aparecen los tres Caballos Blancos; traen largos bastones de laca negra.)

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. Forma y ceniza. Ceniza y forma. Espejo. Y el que pueda acabar que ponga un pan de oro.

JULIETA. (Retorciéndose las manos.) Forma y ceniza.

CABALLO NEGRO. Sí. Ya sabéis lo bien que degüello las palomas. Cuando se dice roca yo entiendo aire. Cuando se dice aire yo entiendo vacío. Cuando se dice vacío yo entiendo paloma degollada.

CABALLO BLANCO I.°

Amor. Amor. Amor
de la luna con el cascarón,
de la yema con la luna
y la nube con el cascarón.


LOS TRES CABALLOS BLANCOS. (Golpeando el suelo con sus bastones.)


Amor. Amor. Amor
de la boñiga con el sol,
del sol con la vaca muerta
y el escarabajo con el sol.


CABALLO NEGRO. Por mucho que mováis los bastones las cosas no sucederán sino como tienen que suceder. ¡Malditos! ¡Escandalosos! He de recorrer el bosque en busca de resina varias veces a la semana, por culpa vuestra, para tapar y restaurar el silencio que me pertenece. (Persuasivo.) Vete, Julieta. Te he puesto sábanas de hilo. Ahora empezará a caer una lluvia fina coronada de yedras que mojará los cielos y las paredes.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. Tenemos tres bastones negros.

CABALLO BLANCO I.° Y una espada.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. (A Julieta.) Hemos de pasar por tu vientre para encontrar la resurrección de los caballos.

CABALLO NEGRO. Julieta, son las tres de la madrugada; si te descuidas, las gentes cerrarán la puerta y no podrás pasar.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. Le queda el prado y el horizonte de montañas.

CABALLO NEGRO. Julieta, no hagas ningún caso. En el prado está el campesino que se come los mocos, el enorme pie que machaca al ratoncito, y el ejército de lombrices que moja de babas la hierba viciosa.

CABALLO BLANCO I.° Le quedan sus pechitos duros y, además, ya se ha inventado la cama para dormir con los caballos.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. (Agitando los bastones.) Y queremos acostarnos.

CABALLO BLANCO I.° Con Julieta. Yo estaba en el sepulcro la última noche y sé todo lo que pasó.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. (Furiosos.) ¡Queremos acostarnos!

CABALLO BLANCO I.° Porque somos caballos verdaderos, caballos de coche que hemos roto con las vergas la madera de los pesebres y las ventanas del establo.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. Desnúdate, Julieta, y deja al aire tu grupa para el azote de nuestras colas. ¡Queremos resucitar! (Julieta se refugia con el Caballo Negro.)

CABALLO NEGRO. ¡Loca, más que loca!

JULIETA. (Rehaciéndose.) No os tengo miedo. ¿Queréis acostaros conmigo? ¿Verdad? Pues ahora soy yo la que quiere acostarse con vosotros, pero yo mando, yo dirijo, yo os monto, yo os corto las crines con mis tijeras.

CABALLO NEGRO. ¿Quién pasa a través de quién? ¡Oh amor, amor, que necesitas pasar tu luz por los calores oscuros! ¡Oh mar apoyado en la penumbra y flor en el culo del muerto!

JULIETA. (Enérgica.) No soy yo una esclava para que me hinquen punzones de ámbar en los senos ni un oráculo para los que tiemblan de amor a la salida de las ciudades. Todo mi sueño ha sido con el olor de la higuera y la cintura del que corta las espigas. ¡Nadie a través de mí! ¡Yo a través de vosotros!

CABALLO NEGRO. Duerme, duerme, duerme.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. (Empuñan los bastones y por las conteras de éstos saltan tres chorros de agua.) Te orinamos, te orinamos. Te orinamos como orinamos a las yeguas, como la cabra orina el hocico del macho y el cielo orina a las magnolias para ponerlas de cuero.

CABALLO NEGRO. (A Julieta.) A tu sitio. Que nadie pase a través de ti.

JULIETA. ¿Me he de callar entonces? Un niño recién nacido es hermoso.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. Es hermoso. Y arrastraría la cola por todo el cielo.

(Aparece por la derecha el Hombre I.° con el Director de escena. El Director de escena viene, como en el primer acto, transformado en un Arlequín blanco.)

HOMBRE I.° ¡Basta, señores!

DIRECTOR. ¡Teatro al aire libre!

CABALLO BLANCO I.° No. Ahora hemos inaugurado el verdadero teatro. El teatro bajo la arena.

CABALLO NEGRO. Para que se sepa la verdad de las sepulturas.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. Sepulturas con anuncios, focos de gas y largas filas de butacas.

HOMBRE I.° ¡Sí! Ya hemos dado el primer paso. Pero yo sé positivamente que tres de vosotros se ocultan, que tres de vosotros nadan todavía en la superficie. (Los tres Caballos Blancos se agrupan inquietos.) Acostumbrados al látigo de los cocheros y a las tenazas de los herradores tenéis miedo de la verdad.

CABALLO NEGRO: Cuando se hayan quitado el último traje de sangre, la verdad será una ortiga, un cangrejo devorado, o un trozo de cuero detrás de los cristales.

HOMBRE I.° Deben desaparecer inmediatamente de este sitio. Ellos tienen miedo del público. Yo sé la verdad, yo sé que ellos no buscan a Julieta, y ocultan un deseo que me hiere y que leo en sus ojos.

CABALLO NEGRO. No un deseo; todos los deseos. Como tú.

HOMBRE I.° Yo no tengo más que un deseo.

CABALLO BLANCO I.° Como los caballos, nadie olvida su máscara.

HOMBRE I.° Yo no tengo máscara.

DIRECTOR. No hay más que máscara. Tenía yo razón, Gonzalo. Si burlamos la máscara, ésta nos colgará de un árbol como al muchacho de América.

JULIETA. (Llorando.) ¡Máscara!

CABALLO BLANCO I.° Forma.

DIRECTOR. En medio de la calle la máscara nos abrocha los botones y evita el rubor imprudente que a veces surge en las mejillas. En la alcoba, cuando nos metemos los dedos en las narices, o nos exploramos delicadamente el trasero, el yeso de la máscara oprime de tal forma nuestra carne que apenas si podemos tendernos en el lecho.

HOMBRE I.° (Al Director.) Mi lucha ha sido con la máscara hasta conseguir verte desnudo. (Lo abraza.)

CABALLO BLANCO I.° (Burlón.) Un lago es una superficie.

HOMBRE I.° (Irritado.) ¡O un volumen!

CABALLO BLANCO I.° (Riendo.) Un volumen son mil superficies.

DIRECTOR. (Al Hombre I.°) No me abraces, Gonzalo. Tu amor vive sólo en presencia de testigos. ¿No me has besado lo bastante en la ruina? Desprecio tu elegancia y tu teatro. (Luchan.)

HOMBRE I.° Te amo delante de los otros porque abomino de la máscara y porque ya he conseguido arrancártela.

DIRECTOR. ¿Por qué soy tan débil?

HOMBRE I.° (Luchando.) Te amo.

DIRECTOR. (Luchando.) Te escupo.

JULIETA. ¡Están luchando!

CABALLO NEGRO. Se aman.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS.

Amor, amor, amor.
Amor del uno con el dos
y amor del tres que se ahoga
por ser uno entre los dos.


HOMBRE I.° Desnudaré tu esqueleto.

DIRECTOR. Mi esqueleto tiene siete luces.

HOMBRE I.° Fáciles para mis siete manos.

DIRECTOR. Mi esqueleto tiene siete sombras.

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. Déjalo, déjalo.

CABALLO BLANCO I.° (Al Hombre I.°) Te ordeno que lo dejes.

(Los Caballos separan al Hombre I.° y al Director.)

DIRECTOR. Esclavo del león, puedo ser amigo del caballo.

CABALLO BLANCO I.° (Abrazándolo.) Amor.

DIRECTOR. Meteré las manos en las grandes bolsas para arrojar al fango las monedas y las sumas llenas de miguitas de pan.

JULIETA. (Al Caballo Negro.) ¡Por favor!

CABALLO NEGRO. (Inquieto.) Espera.

HOMBRE I.° No ha llegado la hora todavía de que los caba­llos se lleven un desnudo que yo he hecho blanco a fuerza de lágrimas.

(Los tres Caballos Blancos detienen al Hombre I.°)

HOMBRE I.° ¡Enrique!

DIRECTOR. ¿Enrique? Ahí tienes a Enrique. (Se quita rápidamente el traje y lo tira detrás de una columna. Debajo lleva un sutilísimo Traje de Bailarina. Por detrás de la columna aparece el Traje de Enrique. Este personaje es el mismo Arlequín Blanco con una careta amarillo pálido.)

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. Tengo frío. Luz eléctrica. Pan. Estaban quemando goma. (Queda rígido.)

DIRECTOR. (Al Hombre I.°) ¿No vendrás ahora conmigo? ¡Con la Guillermina de los caballos!

CABALLO BLANCO I.° Luna y raposa y botella de las tabernillas.

DIRECTOR. Pasaréis vosotros, y los barcos, y los regimientos y, si quieren, las cigüeñas pueden pasar también. ¡Ancha soy!

LOS TRES CABALLOS BLANCOS. ¡Guillermina!

DIRECTOR. No Guillermina. Yo no soy Guillermina. Yo soy la Dominga de los negritos. (Se arranca las gasas y aparece vestido con un maillot todo lleno de pequeños cascabeles. Lo arroja detrás de la columna y desaparece seguido de los Caballos. Entonces aparece el personaje Traje de Bailarina.)

EL TRAJE DE BAILARINA. Gui‑guiller‑guillermi‑guillermina. Na‑nami‑namiller‑namillergui. Dejadme entrar o dejadme salir. (Cae al suelo dormida.)

HOMBRE I.° ¡Enrique, ten cuidado con las escaleras!

DIRECTOR. (Fuera.) ¡Luna y raposa de los marineros borrachos!

JULIETA. (Al Caballo Negro.) Dame la medicina para dormir.

CABALLO NEGRO. Arena.

HOMBRE I.° (Gritando.) ¡En pez luna; sólo deseo que tú seas un pez luna! ¡Que te conviertas en un pez luna! (Sale detrás violentamente.)

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. Enrique. Luz eléctrica. Pan. Estaban quemando goma.

(Aparecen por la izquierda el Hombre 3.° y el Hombre 2.° El Hombre 2.° es la mujer del Pi­jama Negro y las amapolas del cuadro I. E1 Hombre 3.°, sin transformar.)

HOMBRE 2.° Me quiere tanto que si nos ve juntos, seria capaz de asesinarnos. Vamos. Ahora yo te serviré para siempre.

HOMBRE 3.° Tu belleza era hermosa por debajo de las columnas.

JULIETA. (A la pareja.) Vamos a cerrar la puerta.

HOMBRE 2.° La puerta del teatro no se cierra nunca.

JULIETA. Llueve mucho, amiga mía.

(Empieza a llover. El Hombre 3. ° saca del bolsillo una careta de ardiente expresión y se cubre el rostro.)

HOMBRE 3.° (Galante.) ¿Y no pudiera quedarme a dormir en este sitio?

JULIETA. ¿Para qué?

HOMBRE 3.° Para gozarte. (Habla con ella.)

HOMBRE 2.° (Al Caballo Negro.) ¿Vio salir a un hombre con barba negra, moreno, al que le chillaban un poco los zapatos de charol?

CABALLO NEGRO. No lo vi.

HOMBRE 3.° (A Julieta.) ¿Y quién mejor que yo para defenderte?

JULIETA. ¿Y quién más digna de amor que tu amiga?

HOMBRE 3.° ¿Mi amiga? (Furioso.) ¡Siempre por vuestra cul­pa pierdo! Ésta no es mi amiga. Ésta es una máscara, una escoba, un perro débil de sofá.

(Lo desnuda violentamente, le guita el pijama, la peluca y aparece el Hombre 2.° sin barba, con el traje del primer cuadro.)

HOMBRE 2.° ¡Por caridad!

HOMBRE 3.° (A Julieta.) Lo traía disfrazado para defenderlo de los bandidos. Bésame la mano, besa la mano de tu protector.

(Aparece el Traje de Pijama con las amapolas. La cara de este personaje es blanca, lisa y comba como un huevo de avestruz. El Hombre 3.° empuja al Hombre 2.° y lo hace desaparecer por la derecha.)

HOMBRE 2.° ¡Por caridad!

(El Traje se sienta en las escaleras y golpea lentamente su cara lisa con las manos, hasta el final.)

HOMBRE 3.° (Saca del bolsillo una gran capa roja que pone sobre sus hombros enlazando a Julieta.) «Mira, amor mío..., qué envidiosas franjas de luz ribetean las rasgadas nubes allá en el Oriente... » El viento quiebra las ramas del ciprés...

JULIETA. ¡No es así!

HOMBRE 3.° ... Y visita en la India a todas las mujeres que tienen las manos de agua.

CABALLO NEGRO. (Agitando la rueda.) ¡Se va a cerrar!

JULIETA. ¡Llueve mucho!

HOMBRE 3.° Espera, espera. Ahora canta el ruiseñor.

JULIETA. (Temblando.) ¡El ruiseñor, Dios mío! ¡El ruiseñor... !

CABALLO NEGRO. ¡Que no te sorprenda! (La coge rápidamente y la tiende en el sepulcro.)

JULIETA. (Durmiéndose.) ¡El ruiseñor...!

CABALLO NEGRO. (Saliendo.) Mañana volveré con la arena.

JULIETA. Mañana.

HOMBRE 3.° (Junto al sepulcro.) ¡Amor mío, vuelve! El viento quiebra las hojas de los arces. ¿Qué has hecho? (La abraza.)

VOZ FUERA. ¡Enrique!

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. Enrique.

EL TRAJE DE BAILARINA. Guillermina. ¡Acabar ya de una vez! (Llora.)

HOMBRE 3.° Espera, espera. Ahora canta el ruiseñor. (Se oye la bocina. El Hombre 3.° deja la careta sobre el rostro de Julieta y cubre el cuerpo de ésta con la capa roja.) Llueve demasiado. (Abre un paraguas y sale en silencio sobre las puntas de los pies.)

HOMBRE I.° (Entrando.) Enrique, ¿cómo has vuelto?

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. Enrique, ¿cómo has vuelto?

HOMBRE I.° ¿Por qué te burlas?

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. ¿Por qué te burlas?

HOMBRE I.° (Abrazando al Traje.) Tenías que volver para mí, para mi amor inagotable, después de haber vencido las hierbas y los caballos.

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. ¡Los caballos!

HOMBRE I.° ¡Dime, dime que has vuelto por mí!

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. (Con voz débil.) Tengo frío. Luz eléctrica. Pan. Estaban quemando goma.

HOMBRE I.° (Abrazándolo con violencia.) ¡Enrique!

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. (Con voz cada vez más débil.) Enrique.

EL TRAJE DE BAILARINA. (Con voz tenue.) Guillermina.

HOMBRE I.° (Arrojando el Traje al suelo y subiendo por las escaleras.) ¡Enriqueee!

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. (En el suelo.) Enriqueecee.

(La Figura con el rostro de huevo se lo golpea incesantemente con las manos. Sobre el ruido de la lluvia canta el verdadero ruiseñor.)


Telón



Cuadro cuarto


En el centro de la escena, una cama de frente y perpendicular, como pintada por un primitivo, donde hay un Desnudo Rojo co­ronado de espinas azules. Al fondo, unos arcos y escaleras que conducen a los palcos de un gran teatro. A la derecha, la porta­da de una universidad. Al levantarse el telón se oye una salva de aplausos.

DESNUDO. ¿Cuándo acabáis?

ENFERMERO. (Entrando rápidamente.) Cuando cese el tumulto.

DESNUDO. ¿Qué piden?

ENFERMERO. Piden la muerte del Director de escena.

DESNUDO. ¿Y qué dicen de mí?

ENFERMERO. Nada.

DESNUDO. Y de Gonzalo, ¿se sabe algo?

ENFERMERO. Lo están buscando en la ruina.

DESNUDO. Yo deseo morir. ¿Cuántos vasos de sangre me habéis sacado?

ENFERMERO. Cincuenta. Ahora te daré la hiel, y luego, a las ocho, vendré con el bisturí para ahondarte la herida del costado.

DESNUDO. Es la que tiene más vitaminas.

ENFERMERO. Sí.

DESNUDO. ¿Dejaron salir a la gente bajo la arena?

ENFERMERO. Al contrario. Los soldados y los ingenieros están cerrando todas las salidas.

DESNUDO. ¿Cuánto falta para Jerusalén?

ENFERMERO. Tres estaciones, si queda bastante carbón.

DESNUDO. Padre mío, aparta de mí este cáliz de amargura.

ENFERMERO. Cállate. Ya es éste el tercer termómetro que rompes.

(Aparecen los Estudiantes. Visten mantos negros y becas rojas.)

ESTUDIANTE I.° ¿Por qué no limamos los hierros?

ESTUDIANTE 2.° La callejuela está llena de gente armada y es difícil huir por allí.

ESTUDIANTE 3.° ¿Y los caballos?

ESTUDIANTE I.° Los caballos lograron escapar rompiendo el techo de la escena.

ESTUDIANTE 4.° Cuando estaba encerrado en la torre los vi subir agrupados por la colina. Iban con el Director de escena.

ESTUDIANTE I.° ¿No tiene foso el teatro?

ESTUDIANTE 2.° Pero hasta los fosos están abarrotados de público. Más vale quedarse. (Se oye una salva de aplausos. El Enfermero incorpora al Desnudo y le arregla las almohadas.)

DESNUDO. Tengo sed.

ENFERMERO. Ya se ha enviado al teatro por el agua.

ESTUDIANTE 4.° La primera bomba de la revolución barrió la cabeza del profesor de retórica.

ESTUDIANTE 2.° Con gran alegría para su mujer, que ahora trabajará tanto que tendrá que ponerse dos grifos en las tetas.

ESTUDIANTE 3.° Dicen que por las noches subía un caballo con ella a la terraza.

ESTUDIANTE I.° Precisamente ella fue la que vio por una claraboya del teatro todo lo que ocurría y dio la voz de alarma.

ESTUDIANTE 4.° Y aunque los poetas pusieron una escalera para asesinarla, ella siguió dando voces y acudió la multitud.

ESTUDIANTE 2.° ¿Se llama?

ESTUDIANTE 3.° Se llama Elena.

ESTUDIANTE I.° (Aparte.) Selene.

ESTUDIANTE 2.° (Al Estudiante I.°) ¿Qué te pasa?

ESTUDIANTE I.° Tengo miedo de salir al aire.

(Por las escaleras bajan los dos Ladrones. Varias Damas, vestidas de noche, salen precipitadamente de los palcos. Los Estudiantes discuten.)

DAMA I.ª ¿Estarán todavía los coches a la puerta?

DAMA 2.ª ¡Qué horror!

DAMA 3.ª Han encontrado al Director de escena dentro del sepulcro.

DAMA I.ª ¿Y Romeo?

DAMA 4.ª Lo estaban desnudando cuando salimos.

MUCHACHO I.° El público quiere que el poeta sea arrastrado por los caballos.

DAMA I.ª Pero ¿por qué? Era un drama delicioso y la revolución no time derecho a profanar las tumbas.

DAMA 2.ª Las voces estaban vivas y sus apariencias también. ¿Qué necesidad teníamos de lamer los esqueletos?

MUCHACHO I.° Tiene razón. El acto del sepulcro estaba prodigiosamente desarrollado. Pero yo descubrí la mentira cuando vi los pies de Julieta. Eran pequeñísimos.

DAMA 2.ª ¡Deliciosos! No querrá usted ponerles reparo.

MUCHACHO I.° Sí, pero eran demasiado pequeños para ser pies de mujer. Eran demasiado perfectos y demasiado femeninos. Eran pies de hombre, pies inventados por un hombre.

DAMA 2.ª ¡Qué horror!

(Del teatro llegan murmullos y ruido de espadas.)

DAMA 3.ª ¿No podemos salir?

MUCHACHO I.° En este momento llega la revolución a la catedral. Vamos por la escalera. (Salen.)

ESTUDIANTE 4.° El tumulto comenzó cuando vieron que Romeo y Julieta se amaban de verdad.

ESTUDIANTE 2.° Precisamente fue por todo lo contrario. El tumulto comenzó cuando observaron que no se amaban, que no podían amarse nunca.

ESTUDIANTE 4.° El público tiene sagacidad para descubrirlo todo y por eso protestó.

ESTUDIANTE 2.° Precisamente por eso. Se amaban los esqueletos y estaban amarillos de llama, pero no se amaban los trajes y el público vio varias veces la cola de Julieta cubierta de pequeños sapitos de asco.

ESTUDIANTE 4.° La gente se olvida de los trajes en las repre­sentaciones y la revolución estalló cuando se encontraron a la verdadera Julieta amordazada debajo de las sillas y cubierta de algodones para que no gritase.

ESTUDIANTE I.° Aquí está la gran equivocación de todos y por eso el teatro agoniza. El público no debe atravesar las sedas y los cartones que el poeta levanta en su dormitorio. Romeo puede ser un ave y Julieta puede ser una piedra. Romeo puede ser un grano de sal y Julieta puede ser un mapa. ¿Qué le importa esto al público?

ESTUDIANTE 4.° Nada. Pero un ave no puede ser un gato, ni una piedra puede ser un golpe de mar.

ESTUDIANTE 2.° Es cuestión de forma, de máscara. Un gato puede ser una rana, y la luna de invierno puede ser muy bien un haz de leña cubierto de gusanos ateridos. El público se ha de dormir en la palabra y no ha de ver a través de la columna las ovejas que balan y las nubes que van por el cielo.

ESTUDIANTE 4.° Por eso ha estallado la revolución. El Direc­tor de escena abrió los escotillones, y la gente pudo ver cómo el veneno de las venas falsas había causado la muerte verdadera de muchos niños. No son las formas disfrazadas las que levantan la vida, sino el cabello de barómetro que tienen detrás.

ESTUDIANTE 2.° En último caso, ¿es que Romeo y Julieta tienen que ser necesariamente un hombre y una mujer para que la escena del sepulcro se produzca de manera viva y desgarradora?

ESTUDIANTE I.° No es necesario, y esto era lo que se propuso demostrar con genio el Director de escena.

ESTUDIANTE 4.° (Irritado.) ¿Que no es necesario? Entonces que se paren las máquinas y arrojad los granos de trigo sobre un campo de acero.

ESTUDIANTE 2.° ¿Y qué pasaría? Pasaría que vendrían los hongos y los latidos se harían quizá más intensos y apasionantes. Lo que pasa es que se sabe lo que alimenta un grano de trigo y se ignora lo que alimenta un hongo.

ESTUDIANTE 5.° (Saliendo de los palcos.) Ha llegado el juez, y antes de asesinarlos, les van a hacer repetir la escena del sepulcro.

ESTUDIANTE 4.° Vamos. Veréis cómo tengo razón.

ESTUDIANTE 2.° Sí. Vamos a ver la última Julieta verdadera­mente femenina que se verá en el teatro. (Salen rápidamente.)

DESNUDO. Padre mío, perdónalos, que no saben lo que se hacen.

ENFERMERO. (A los Ladrones.) ¿Por qué llegáis a esta hora?

LOS LADRONES. Se ha equivocado el traspunte.

ENFERMERO. ¿Os han puesto las inyecciones?

LOS LADRONES. Sí.

(Se sientan a los pies de la cama con unos cirios encendidos. La escena queda en penumbra. Aparece el Traspunte.)

ENFERMERO. ¿Son éstas horas de avisar?

TRASPUNTE. Le ruego me perdone. Pero se había perdido la barba de José de Arimatea.

ENFERMERO. ¿Está preparado el quirófano?

TRASPUNTE. Sólo faltan los candeleros, el cáliz y las ampollas de aceite alcanforado.

ENFERMERO. Date prisa. (Se va el Traspunte.)

DESNUDO. ¿Falta mucho?

ENFERMERO. Poco. Ya han dado la tercera campanada. Cuando el Emperador se disfrace de Poncio Pilato.

MUCHACHO I.° (Aparece con las Damas.) ¡Por favor! No se dejen ustedes dominar por el pánico.

DAMA I.ª Es horrible perderse en un teatro y no encontrar la salida.

DAMA 2.ª Lo que más miedo me ha dado ha sido el lobo de cartón y las cuatro serpientes en el estanque de hojalata.

DAMA 3.ª Cuando subíamos por el monte de la ruina creímos ver la luz de la aurora, pero tropezamos con los telones y traigo mis zapatos de tisú manchados de petróleo.

DAMA 4.ª (Asomándose a los arcos.) Están representando otra vez la escena del sepulcro. Ahora es seguro que el fuego romperá las puertas, porque cuando yo lo vi, hace un momento, ya los guardianes tenían las manos achicharradas y no lo podían contener.

MUCHACHO I.° Por las ramas de aquel árbol podemos alcanzar uno de los balcones y desde allí pediremos auxilio.

ENFERMERO. (En alta voz.) ¿Cuándo va a comenzar el toque de agonía?

(Se oye una campana.),

LOS LADRONES. (Levantando los cirios.) Santo. Santo. Santo.

DESNUDO. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

ENFERMERO. Te has adelantado dos minutos.

DESNUDO. Es que el ruiseñor ha cantado ya.

ENFERMERO. Es cierto. Y las farmacias están abiertas para la agonía.

DESNUDO. Para la agonía del hombre solo, en las plataformas y en los trenes.

ENFERMERO. (Mirando el reloj y en voz alta.) Traed la sábana. Mucho cuidado con que el aire que ha de soplar no se lleve vuestras pelucas. Deprisa.

LOS LADRONES. Santo. Santo. Santo.

DESNUDO. Todo se ha consumado.

(La coma gira sobre un eje y el Desnudo desaparece. Sobre el reverso del lecho aparece tendido el Hombre I.°, siempre con frac y barba negra.)

HOMBRE I.° (Cerrando los ojos.) ¡Agonía!

(La luz toma un fuerte tinte plateado de pantalla cinematográfica. Los arcos y escaleras del fondo aparecen teñidos de una granulada luz azul. El Enfermero y los Ladrones desaparecen con Paso de baile sin dar la espalda. Los Estudiantes salen por debajo de uno de los arcos. Llevan pequeñas linternas eléctricas.)

ESTUDIANTE 4.° La actitud del público ha sido detestable.

ESTUDIANTE I.° Detestable. Un espectador no debe formar nunca parte del drama. Cuando la gente va al aquarium no asesina a las serpientes de mar ni a las ratas de agua, ni a los peces cubiertos de lepra, sino que resbala sobre los cristales sus ojos y aprende.

ESTUDIANTE 4.° Romeo era un hombre de treinta años y Julieta un muchacho de quince. La denuncia del público fue eficaz.

ESTUDIANTE 2.° El Director de escena evitó de manera genial que la masa de espectadores se enterase de esto, pero los caballos y la revolución han destruido sus planes.

ESTUDIANTE 4.° Lo que es inadmisible es que los hayan asesinado.

ESTUDIANTE I.° Y que hayan asesinado también a la verdadera Julieta que gemía debajo de las butacas.

ESTUDIANTE 4.° Por pura curiosidad, para ver lo que tenían dentro.

ESTUDIANTE 3.° ¿Y qué han sacado en claro? Un racimo de heridas y una desorientación absoluta.

ESTUDIANTE 4.° La repetición del acto ha sido maravillosa porque indudablemente se amaban con un amor incalculable, aunque yo no lo justifique. Cuando cantó el ruiseñor yo no pude contener mis lágrimas.

ESTUDIANTE 3.° Y toda la gente; pero después enarbolaron los cuchillos y los bastones porque la letra era más fuerte que ellos y la doctrina, cuando desata su cabellera, puede atropellar sin miedo las verdades más inocentes.

ESTUDIANTE 5.° (Alegrísimo.) Mirad, he conseguido un zapato de Julieta. La estaban amortajando las monjas y lo he robado.

ESTUDIANTE 4.° (Serio.) ¿Qué Julieta?

ESTUDIANTE 5.° ¿Qué Julieta iba a ser? La que estaba en el escenario, la que tenía los pies más bellos del mundo.

ESTUDIANTE 4.° (Con asombro.) ¿Pero no te has dado cuenta de que la Julieta que estaba en el sepulcro era un joven disfrazado, un truco del Director de escena, y que la verdadera Julieta estaba amordazada debajo de los asientos?

ESTUDIANTE 5.° (Rompiendo a reír.) ¡Pues me gusta! Parecía muy hermosa, y si era un joven disfrazado no me importa nada; en cambio, no hubiese recogido el zapato de aquella muchacha llena de polvo que gemía como una gata debajo de las sillas.

ESTUDIANTE 3.° Y, sin embargo, por eso la han asesinado.

ESTUDIANTE 5.° Porque están locos. Pero yo que subo dos veces, todos los días, la montaña y guardo, cuando terminan mis estudios, un enorme rebaño de toros con los que tengo que luchar y vencer cada instante, no me queda tiempo para pensar si es hombre o mujer o niño, sino para ver que me gusta con un alegrísimo deseo.

ESTUDIANTE I.° ¡Magnífico! ¿Y si yo quiero enamorarme de un cocodrilo?

ESTUDIANTE 5.° Te enamoras.

ESTUDIANTE I.° ¿Y si quiero enamorarme de ti?

ESTUDIANTE 5.° (Arrojándole el zapato.) Te enamoras también, yo te dejo, y te subo en hombros por los riscos.

ESTUDIANTE I.° Y lo destruimos todo.

ESTUDIANTE 5.° Los tejados y las familias.

ESTUDIANTE I.° Y donde se hable de amor entraremos con botas de football echando fango por los espejos.

ESTUDIANTE 5.° Y quemaremos el libro donde los sacerdotes leen la misa.

ESTUDIANTE I.° Vamos. ¡Vamos pronto!

ESTUDIANTE 5.° Yo tengo cuatrocientos toros. Con las maromas que torció mi padre los engancharemos a las rocas para partirlas y que salga un volcán.

ESTUDIANTE I.° ¡Alegría! Alegría de los muchachos, y de las muchachas, y de las ranas, y de los pequeños taruguitos de madera.

TRASPUNTE. (Apareciendo.) ¡Señores!, clase de geometría descriptiva.

HOMBRE I.° Agonía.

(La escena va quedando en penumbra. Los Estudiantes encienden sus linternas y entran en la universidad.)

TRASPUNTE. (Displicente.) ¡No hagan sufrir a los cristales!

ESTUDIANTE 5.° (Huyendo por los arcos con el Estudiante I.°) ¡Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!

HOMBRE I.° Agonía. Soledad del hombre en el sueño lleno de ascensores y trenes donde tú vas a velocidades inasibles. Soledad de los edificios, de las esquinas, de las playas, donde tú no aparecerás ya nunca.

DAMA I.a (Por las escaleras.) ¿Otra vez la misma decoración? ¡Es horrible!

MUCHACHO I.° ¡Alguna puerta será la verdadera!

DAMA 2.ª ¡Por favor! ¡No me suelte usted de la mano!

MUCHACHO I.° Cuando amanezca nos guiaremos por las claraboyas.

DAMA 3.ª Empiezo a tener frío con este traje.

HOMBRE I.° (Con voz débil.) ¡Enrique! ¡Enrique!

DAMA I.ª ¿Qué ha sido eso?

MUCHACHO I.° Calma.

(La escena está a oscuras. La linterna del Muchacho I.° ilumina la cara muerta del Hombre I.°)


Telón



[Solo del pastor bobo]


Cortina azul.

En el centro, un gran armario lleno de Caretas blancas de diversas expresiones. Cada Careta tiene su lucecita delante. El Pastor Bobo viene por la derecha. Viste de pieles bárbaras y lleva en la cabeza un embudo lleno de plumas y ruedecillas. Toca un aristón y danza con ritmo lento.

EL PASTOR.

El pastor bobo guarda las caretas.
Las caretas
de los pordioseros y de los poetas
que matan a las gipaetas
cuando vuelan por las aguas quietas.
Careta
de los niños que usan la puñeta
y se pudren debajo de una seta.
Caretas
de las águilas con muletas.
Careta de la careta
que era de yeso de Creta
y se puso de harinita color violeta
en el asesinato de Julieta.
Adivina. Adivinilla. Adivineta
de un teatro sin lunetas
y un cielo lleno de sillas
con el hueco de una careta.
Balad, balad, balad, caretas.


(Las Caretas balan imitando las ovejas y alguna tose.)


Los caballos se comen la seta
y se pudren bajo la veleta.
Las águilas usan la puñeta
y se llenan de fango bajo el cometa,
y el cometa devora la gipaeta
que rayaba el pecho del poeta.
¡Balad, balad, balad, caretas!
Europa se arranca las tetas,
Asia se queda sin lunetas
y América es un cocodrilo
que no necesita careta.
La musiquilla, la musiqueta
de las púas heridas y la limeta.


(Empuja el armario, que va montado sobre ruedas, y desaparece. Las Caretas balan.)



Cuadro quinto


La misma decoración que en el primer cuadro. A la izquierda, una gran cabeza de caballo colocada en el suelo. A la derecha, un ojo enorme y un grupo de árboles con nubes, apoyados en la pared. Entra el Director de escena con el Prestidigitador. El Prestidigitador viste de frac, capa blanca de raso que le llega a los pies y lleva sombrero de copa. El Director de escena tiene el traje del primer cuadro.

DIRECTOR. Un prestidigitador no puede resolver este asunto, ni un médico, ni un astrónomo, ni nadie. Es muy sencillo soltar a los leones y luego llover azufre sobre ellos. No siga usted hablando.

PRESTIDIGITADOR. Me parece que usted, hombre de máscara, no recuerda que nosotros usamos la cortina oscura.

DIRECTOR. Cuando las gentes están en el cielo; pero dígame, ¿qué cortina se puede usar en un sitio donde el aire es tan violento que desnuda a la gente y hasta los niños llevan navajitas para rasgar los telones?

PRESTIDIGITADOR. Naturalmente, la cortina del prestidigitador presupone un orden en la oscuridad del truco; por eso, ¿por qué eligieron ustedes una tragedia manida y no hicieron un drama original?

DIRECTOR. Para expresar lo que pasa todos los días en todas las grandes ciudades y en los campos por medio de un ejemplo que, admitido por todos a pesar de su originalidad, ocurrió sólo una vez. Pude haber elegido el Edipo o el Otelo. En cambio, si hubiera levantado el telón con la verdad original, se hubieran manchado de sangre las butacas desde las primeras escenas.

PRESTIDIGITADOR. Si hubieran empleado «la flor de Diana» que la angustia de Shakespeare utilizó de manera irónica en el Sueño de una noche de verano, es probable que la representación habría terminado con éxito. Si el amor es pura casualidad y Titania, reina de los silfos, se enamora de un asno, nada de particular tendría que, por el mismo procedimiento, Gonzalo bebiera en el musicball con un muchacho vestido de blanco sentado en las rodillas.

DIRECTOR. Le suplico no siga hablando.

PRESTIDIGITADOR. Construyan ustedes un arco de alambre, una cortina y un árbol de frescas hojas, corran y descorran la cortina a tiempo y nadie se extrañará de que el árbol se convierta en un huevo de serpiente. Pero ustedes lo que querían era asesinar a la paloma y dejar en lugar suyo un pedazo de mármol lleno de pequeñas salivas habladoras.

DIRECTOR. Era imposible hacer otra cosa; mis amigos y yo abrimos el túnel bajo la arena sin que lo notara la gente de la ciudad. Nos ayudaron muchos obreros y estudiantes que ahora niegan haber trabajado a pesar de tener las manos llenas de heridas. Cuando llegamos al sepulcro levantamos el telón.

PRESTIDIGITADOR. ¿Y qué teatro puede salir de un sepulcro?

DIRECTOR. Todo el teatro sale de las humedades confinadas. Todo el teatro verdadero tiene un profundo hedor de luna pasada. Cuando los trajes hablan, las personas vivas son ya botones de hueso en las paredes del calvario. Yo hice el túnel para apoderarme de los trajes y, a través de ellos, haber enseñado el perfil de una fuerza oculta cuando ya el público no tuviera más remedio que atender, lleno de espíritu y subyugado por la acción.

PRESTIDIGITADOR. Yo convierto sin ningún esfuerzo un frasco de tinta en una mano cortada llena de anillos antiguos.

DIRECTOR. (Irritado.) Pero eso es mentira, ¡eso es teatro! Si yo pasé tres días luchando con las raíces y los golpes de agua fue para destruir el teatro.

PRESTIDIGITADOR. Lo Sabía.

DIRECTOR. Y demostrar que si Romeo y Julieta agonizan y mueren para despertar sonriendo cuando cae el telón, mis personajes, en cambio, queman la corona y mueren de verdad en presencia de los espectadores. Los caballos, el mar; el ejército de las hierbas lo han impedido. Pero algún día, cuando se quemen todos los teatros, se encontrará en los sofás, detrás de los espejos y dentro de las copas de cartón dorado, la reunión de nuestros muertos encerrados allí por el público. ¡Hay que destruir el teatro o vivir en el teatro! No vale silbar desde las ventanas. Y si los perros gimen de modo tierno hay que levantar la cortina sin prevenciones. Yo conocí a un hombre que barría su tejado y limpiaba claraboyas y barandas solamente por galantería con el cielo.

PRESTIDIGITADOR. Si avanzas un escalón más, el hombre te parecerá una brizna de hierba.

DIRECTOR. No una brizna de hierba, pero sí un navegante.

PRESTIDIGITADOR. Yo puedo convertir un navegante en una aguja de coser.

DIRECTOR. Eso es precisamente lo que se hace en el teatro. Por eso yo me atreví a realizar un dificilísimo juego poético en espera de que el amor rompiera con ímpetu y diera nueva forma a los trajes.

PRESTIDIGITADOR. Cuando dice usted amor yo me asombro.

DIRECTOR. Sea sombra, ¿de qué?

PRESTIDIGITADOR. Veo un paisaje de arena reflejado en un espejo turbio.

DIRECTOR. ¿Y qué más?

PRESTIDIGITADOR. Que no acaba nunca de amanecer.

DIRECTOR. Es posible.

PRESTIDIGITADOR. (Displicente y golpeando la cabeza de caballo con las yemas de los dedos.) Amor.

DIRECTOR. (Sentándose en la mesa.) Cuando dice usted amor yo me asombro.

PRESTIDIGITADOR. Se asombra, ¿de qué?

DIRECTOR. Veo que cada grano de arena se convierte en una hormiga vivísima.

PRESTIDIGITADOR. ¿Y qué más?

DIRECTOR. Que anochece cada cinco minutos.

PRESTIDIGITADOR. (Mirándolo fijamente.) Es posible. (Pausa.) Pero, ¿qué se puede esperar de una gente que inaugura el teatro bajo la arena? Si abriera usted esa puerta se llena­ría esto de mastines, de locos, de lluvias, de hojas monstruosas, de ratas de alcantarilla. ¿Quién pensó nunca que se pueden romper todas las puertas de un drama?

DIRECTOR. Es rompiendo todas las puertas el único modo que tiene el drama de justificarse, viendo por sus propios ojos que la ley es un muro que se disuelve en la más pequeña gota de sangre. Me repugna el moribundo que dibuja con el dedo una puerta sobre la pared y se duerme tranquilo. El verdadero drama es un circo de arcos donde el aire y la luna y las criaturas entran y salen sin tener un sitio donde descansar. Aquí está usted pisando un teatro donde se han dado dramas auténticos y donde se ha sostenido un verdadero combate que ha costado la vida a todos los intérpretes. (Llora.)

CRIADO. (Entrando precipitadamente.) Señor.

DIRECTOR. ¿Qué ocurre? (Entra el Traje Blanco de Arlequín y una Señora vestida de negro con la cara cubierta por un espeso tul que impide ver su rostro.)

SEÑORA. ¿Dónde está mi hijo?

DIRECTOR. ¿Qué hijo?

SEÑORA. Mi hijo Gonzalo.

DIRECTOR. (Irritado.) Cuando terminó la representación bajó precipitadamente al foso del teatro con ese muchacho que viene con usted. Más tarde el traspunte lo vio tendido en la cama imperial de la guardarropía. A mí no me debe preguntar nada. Hoy todo aquello está bajo la tierra.

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. (Llorando.) Enrique.

SEÑORA. ¿Dónde está mi hijo? Los pescadores me llevaron esta mañana un enorme pez luna, pálido, descompuesto, y me gritaron: ¡Aquí tienes a tu hijo! Como el pez manaba sin cesar un hilito de sangre por la boca, los niños reían y pintaban de rojo las suelas de sus botas. Cuando yo cerré mi puerta sentí como la gente de los mercados lo arrastraban hacia el mar.

EL TRAJE DE ARLEQUÍN. Hacia el mar.

DIRECTOR. La representación ha terminado hace horas y yo no tengo responsabilidad de lo que ha ocurrido.

SEÑORA. Yo presentaré mi denuncia y pediré justicia delante de todos. (Inicia el mutis.)

PRESTIDIGITADOR. Señora, por ahí no puede salir.

SEÑORA. Tiene razón. El vestíbulo está completamente a oscuras. (Va a salir por la puerta de la derecha.)

DIRECTOR. Por ahí tampoco. Se caería por las claraboyas.

PRESTIDIGITADOR. Señora, tenga la bondad. Yo la conduciré. (Se quita la capa y cubre con ella a la Señora. Da dos o tres pases con las manos, tira de la capa y la Señora desaparece. El Criado empuja al Traje de Arlequín y lo hace desaparecer por la izquierda. El Prestidigitador saca un gran abanico blanco y empieza a abanicarse mientras canta suavemente.)

DIRECTOR. Tengo frío.

PRESTIDIGITADOR. ¿Cómo?

DIRECTOR. Le digo que tengo frío.

PRESTIDIGITADOR. (Abanicándose.) Es una bonita palabra, frío.

DIRECTOR. Muchas gracias por todo.

PRESTIDIGITADOR. De nada. Quitar es muy fácil. Lo difícil es poner.

DIRECTOR. Es mucho más difícil sustituir.

CRIADO. (Entrando de haberse llevado el Arlequín.) Hace un poco de frío. ¿Quiere que encienda la calefacción?

DIRECTOR. No. Hay que resistirlo todo porque hemos roto las puertas, hemos levantado el techo y nos hemos quedado con las cuatro paredes del drama. (Sale el Criado por la puerta central.) Pero no importa. Todavía queda hierba suave para dormir.

PRESTIDIGITADOR. ¡Para dormir!

DIRECTOR. Que en último caso dormir es sembrar.

CRIADO. ¡Señor! Yo no puedo resistir el frío.

DIRECTOR. Te he dicho que hemos de resistir, que no nos ha de vencer un truco cualquiera. Cumple tu obligación. (El Director se pone unos guantes y se sube el cuello del frac lleno de temblor. El Criado desaparece.)

PRESTIDIGITADOR. (Abanicándose.) ¿Pero es que el frío es una cosa mala?

DIRECTOR. (Con voz débil.) El frío es un elemento dramático como otro cualquiera.

CRIADO. (Asoma a la puerta temblando, con las manos sobre el pecho.) ¡Señor!

DIRECTOR. ¿Qué?

CRIADO. (Cayendo de rodillas.) Ahí está el público.

DIRECTOR. (Cayendo de bruces sobre la mesa.) ¡Que pase!

(El Prestidigitador, sentado cerca de la cabeza de caballo, silba y se abanica con gran alegría. Todo el ángulo izquierdo de la decoración se parte y aparece un cielo de nubes largas, vivamente iluminado, y una lluvia lenta de guantes blancos, rígidos y espaciados.)

VOZ. (Fuera.) Señor.

VOZ. (Fuera.) Qué.

VOZ. (Fuera.) El público.

VOZ. (Fuera.) Que pase.

(El Prestidigitador agita con viveza el abanico por el aire. En la escena empiezan a caer copos de nieve.)


Telón lento

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