domingo, 26 de mayo de 2013

PREMIO EDITORIAL COSTA RICA 1972.

PREMIO EDITORIAL COSTA RICA 1972.
"Murámonos, Federico" es una novela del escritor costarricense Joaquín Gutiérrez Mangel (1918-2000), destacado hombre de letras: fue novelista, traductor, editor, periodista, cronista, poeta, profesor, militante de izquierda, etc., miembro de la Academia Costarricense de la Lengua y Premio Nacional de Cultura Magón. Publicado en 1973, el libro recibió en ese mismo año el premio de novela de la Editorial Costa Rica y el premio nacional de novela Aquileo J. Echeverría. Ha sido declarada por la crítica como una de las mejores novelas de Joaquín Gutiérrez. La novela se divide en 14 capítulos, narrados con abundantes analepsismonólogos interiores y diálogos.
Fuente: Wikipedia.

OBRA:

Joaquín Gutiérrez Mangel
Nació en Limón en 1918. Su vida fue sumamente
agitada y productiva. Se destacó como escritor, profesor 
universitario en la Universidad de Costa Rica, campeón 
nacional de ajedrez. También desempeñó oficios 
humildes como bodeguero, trabajador en la carretera 
panamericana. Vivió en Chile durante treinta años y 
simpatizó con los movimientos de la izquierda de ese 
país. Allí hizo amistad con el gran poeta Pablo Neruda, quien escribió el 
prólogo del libro La hoja de Aire, escrito por Gutiérrez, honor que pocos 
escritores pudieron darse. Como periodista y como corresponsal ha viajado 
por casi todo el mundo. Es una figura simpática, polémica y un tanto escurridiza 
en su trato y conversación, pues sus respuestas casi siempre son agudas, 
irónicas y evasivas, por lo menos en sus últimas apariciones públicas. Según lo 
aseguró en vida, él tuvo cuatro oficios: periodista, editor, traductor y escritor. 
En 1947 ganó en Chile el premio Rapa Nui con su obra para niños 
Cocorí. Obtuvo el premio Casa de las Américas con su novela Te acordás,
hermano. El 14 de junio de 1995, fue galardonado con la orden al Mérito 
Docente y Cultural Gabriela Mistral, concedida por el Gobierno de Chile, para 
docentes extraordinarios de ese país y el mundo, con más de treinta años de 
labor educativa. Este honor lo han recibido destacados escritores como García 
Márquez. Obtuvo los premios de novela de la Editorial Costa Rica y el Nacional 
“Aquileo Echeverría”, ambos en 1973, por su novela Murámonos, Federico.
En 1975, obtuvo el Premio Nacional de Cultura “Magón”, el mayor 
reconocimiento al que puede aspirar un artista o escritor costarricense, por toda 
una vida y una trayectoria consagrada al arte o a la literatura.
Obras: Poesía (1937), Jicaral (1938), Cocorí (1947, traducido a once 
idiomas), Manglar (1947), Puerto Limón (1950), La hoja de aire (1968),
Murámonos, Federico (1973), Volveremos, (1974), Te acordás, hermano, 
entre otras.
Producción literaria en orden cronológico:
1937: Poesía
1938: Jicaral
1947: Cocorí (traducida a once idiomas)
1947: Manglar 
1950: Puerto Limón
1968: La hoja de aire

1973: Murámonos, Federico


http://www.ceducar.info/ceducar/recursos/biblioteca-virtual/bio-JOAQUN-GUTIRREZ-MANGEL.pdf

sábado, 25 de mayo de 2013

Jerome David Salinger .

Jerome David Salinger (Nueva York, Nueva York, EE.UU., 1 de enero de 1919-2010) es un escritor estadounidense conocido principalmente por su novela El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye), todo un clásico desde que fue publicada en 1951. Las mentes ágiles y poderosas de hombres perturbados y la capacidad redentora que los niños tienen en las vidas de éstos es uno de los temas principales en las obras de Salinger.
Nació en Nueva York y comenzó su trayectoria literaria escribiendo relatos para revistas de esa ciudad. Entre sus primeros trabajos destacan especialmente Un día perfecto para el pez banana. Además publicó dos capítulos de lo que posteriormente sería El guardián entre el centeno antes de verse obligado a abandonar los Estados Unidos para ir a la Segunda Guerra Mundial: I`m Crazy y Slight Rebellion Off Madison.
Su trabajo se vio interrumpido por la Segunda Guerra Mundial, en la que pudo ser testigo del combate en algunas de las batallas más virulentas. Estos hechos le dejaron una profunda huella emocional y posteriormente recurrió a sus experiencias de los tiempos de guerra para algunos de sus relatos, especialmente Para Esmé, con amor y sordidez, narrado por un soldado traumatizado.
El guardian entre el centeno, su primera novela corta, fue publicada en 1951 y se hizo muy popular entre los críticos y los jóvenes. La historia la narra, en primera persona, Holden Caulfield, un adolescente rebelde e inmaduro, pero perspicaz.
Posteriormente Salinger publicó la colección de relatos Nueve cuentos, en 1953, Franny y Zooey en 1961 y en 1963 aparecieron Levantad, carpinteros, la viga maestra y Seymour: Una introducción.
Después de haber obtenido la fama y la notoriedad con El guardián entre el centeno, Salinger se convirtió en un recluso, apartándose del mundo exterior y protegiendo al máximo su privacidad. Se mudó de Nueva York a Cornish (New Hampshire), donde continuó escribiendo historias que nunca publicó.
Salinger ha intentado por todos los medios escapar de la exposición al público y de la atención del mismo (`Los sentimientos de anonimato y oscuridad de un escritor constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida`, declaró él mismo). Pero sin embargo se ve obligado a luchar continuamente contra toda la atención no deseada que recibe como figura de culto que es. Cuando supo de la intención del escritor británico Iam Hamilton de publicar J. D. Salinger: A writing life, una biografía que incluía cartas que Salinger había escrito a amigos y a otros escritores, Salinger interpuso una demanda para detener la publicación del libro. El libro apareció finalmente con los contenidos de las cartas parafraseados. El juez determinó que aunque es posible que una persona sea el propietario de una carta físicamente, lo que está escrito en ella pertenece al autor.
Uno de los resultados no intencionados de este juicio fue que muchos de los detalles de la vida privada de Salinger, incluyendo el hecho de haber escrito dos novelas y muchos relatos que no habían sido publicados, salieron a la luz pública a través de las transcripciones del juzgado. Salinger aparece como personaje en la novela Shoeless Joe de W. P. Kinsella, en la que se inspiró la película Field of dreams. En la película el personaje tiene el nombre cambiado y es convertido en ficción. Ha estudiado a lo largo de toda su vida el Hinduismo Advaita Vedanta. Este hecho ha sido descrito extensamente por Sam P. Ranchean en su libro An adventure in Vedanta: J. D. Salinger`s the Glass Family (1990).
La relación de un año que mantuvo en 1972 con la aspirante a escritora Joyce Maynard, de dieciocho años, fue también causa de controversia cuando ella subastó las cartas que Salinger le había escrito.
En 2000, su hija, Margaret Salinger, publicó El guardián de los sueños. En su libro de `confesiones`, la señorita Salinger afirma que su padre se bebía su propia orina, sufría glosolalia, rara vez tenía relaciones sexuales con su madre, la tenía como una `prisionera virtual` y se negaba a permitirle ver a sus parientes y amigos.
En 2002, se publicaron más de ochenta cartas a Salinger escritas por escritores, críticos y admiradores, bajo el título: Letters to J. D. Salinger (ed. Chris Kubica).
Salinger es el padre del actor Matt Salinger.
La película Descubriendo a Forrester, protagonizada por Sean Connery está basada en Salinger. Además, ha sido notable la influencia ejercida en escritores como Lemony Snicket y su Serie de Catastróficas Desdichas, habiendo numerosas alusiones a él en los libros.


El cazador oculto o El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye) es una novela de J. D. Salinger. Al publicarse en 1951 en los Estados Unidos, la novela provocó numerosas controversias por su lenguaje provocador y por retratar sin tapujos la sexualidad y la ansiedad adolescentes. Es considerado por numerosos expertos como uno de los libros más importantes del siglo XX. 

Su protagonista, Holden Caulfield, se ha convertido en un icono de la rebeldía adolescente. Escrito en primera persona, El guardián entre el centeno relata las experiencias de Holden en la ciudad de Nueva York, después de ser expulsado de Pencey Prep, su escuela secundaria.

Fragmento.

J.D. Salinger

El guardián entre el centeno

El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid®


 Título original: The Catcher in the Rye Traductor: Carmen Criado
Primera edición en «El Libro de Bolsillo»: 1978 Vigésima reimpresión en "El Libro de Bolsillo": 1995
© Copyright 1945, 1946, 1951 by Copyright renewed 1973, 1974 © Ed. cast: Alianza Editorial, S.A. - Madrid, 1978, 1979, 1981,
1982, 1983, 1984, 1985, 1986, 1987, 1988, 1989, 1990,
1991, 1992, 1993, 1994, 1995
Calle J. I. Luca de Tena, 15 - 28027 Madrid
Tel. 393 88 88
ISBN: 84-206-1689-3
Depósito legal: B: 41.558-1995
Impreso y encuadernado por
Printer, industria gráfica sa
c.n. II, Cuatro Caminos, s/n
08620 Sant Vicenç dels Horts, Barcelona
Printed in Spain
 Capítulo 1
Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D.B. tampoco le he contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no está muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana. El será quien me lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes próximo. Acaba de comprarse un «Jaguar», uno de esos cacharros ingleses que se ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro mil dólares le ha costado. Ahora está forrado el tío. Antes no. Cuando vivía en casa era sólo un escritor corriente y normal. Por si no saben quién es, les diré que ha escrito El pececillo secreto, que es un libro de cuentos fenomenal. El mejor de todos es el que se llama igual que el libro. Trata de un niño que tiene un pez y no se lo deja ver a nadie porque se lo ha comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora D.B. está en Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren.
Empezaré por el día en que salí de Pencey, que es un colegio que hay en Agerstown, Pennsylvania. Habrán oído hablar de él. En todo caso, seguro que han visto la propaganda. Se anuncia en miles de revistas siempre con un tío de muy buena facha montado en un caballo y saltando una valla. Como si en Pencey no se hiciera otra cosa que jugar todo el santo día al polo. Por mi parte, en todo el tiempo que estuve allí no vi un caballo ni por casualidad. Debajo de la foto del tío montando siempre dice lo mismo: «Desde 1888 moldeamos muchachos transformándolos en hombres espléndidos y de mente clara.» Tontadas. En Pencey se moldea tan poco como en cualquier otro colegio. Y allí no había un solo tío ni espléndido, ni de mente clara. Bueno, sí. Quizá dos. Eso como mucho. Y probablemente ya eran así de nacimiento.
Pero como les iba diciendo, era el sábado del partido de fútbol contra Saxon Hall. A ese partido se le tenía en Pencey por una cosa muy seria. Era el último del año y había que suicidarse o -poco menos si no ganaba el equipo del colegio. Me acuerdo que hacia las tres, de aquella tarde estaba yo en lo más alto de Thomsen Hill junto a un cañón absurdo de esos de la Guerra de la Independencia y todo ese follón. No se veían muy bien los graderíos, pero sí se oían los gritos, fuertes y sonoros los del lado de Pencey, porque estaban allí prácticamente todos los alumnos menos yo, y débiles y como apagados los del lado de Saxon Hall, porque el equipo visitante por lo general nunca se traía muchos partidarios.
A los encuentros no solían ir muchas chicas. Sólo los más mayores podían traer invitadas. Por donde se le mirase era un asco de colegio. A mí los que me gustan son esos sitios donde, al menos de vez en cuando, se ven unas cuantas chavalas aunque sólo estén rascándose un brazo, o sonándose la nariz, o riéndose, o haciendo lo que les dé la gana. Selma Thurner, la hija del director, sí iba con bastante frecuencia, pero, vamos, no era exactamente el tipo de chica como para volverle a uno loco de deseo. Aunque simpática sí era. Una vez fui sentado a su lado en el autobús desde Agerstown al colegio y nos pusimos a hablar un rato. Me cayó muy bien. Tenía una nariz muy larga, las uñas todas comidas y como sanguinolentas, y llevaba en el pecho unos postizos de esos que parece que van a pincharle a uno, pero en el fondo daba un poco de pena. Lo que más me gustaba de ella es que nunca te venía con el rollo de lo fenomenal que era su padre. Probablemente sabía que era un gilipollas.
Si yo estaba en lo alto de Thomsen Hill en vez de en el campo de fútbol, era porque acababa de volver de Nueva York con el equipo de esgrima. Yo era el jefe. Menuda cretinada. Habíamos ido a Nueva York aquella mañana para enfrentarnos con los del colegio McBurney. Sólo que el encuentro no se celebró. Me dejé los floretes, el equipo y todos los demás trastos en el metro. No fue del todo culpa mía. Lo que pasó es que tuve que ir mirando el plano todo el tiempo para saber dónde teníamos que bajarnos. Así que volvimos a Pencey a las dos y media en vez de a la hora de la cena. Los tíos del equipo me hicieron el vacío durante todo el viaje de vuelta. La verdad es que dentro de todo tuvo gracia.
La otra razón por la que no había ido al partido era porque quería despedirme de Spencer, mi profesor de historia. Estaba con gripe y pensé que probablemente no se pondría bien hasta ya entradas las vacaciones de Navidad. Me había escrito una nota para que fuera a verlo antes de irme a casa. Sabía que no volvería a Pencey.
Es que no les he dicho que me habían echado. No me dejaban volver después de las vacaciones porque me habían suspendido en cuatro asignaturas y no estudiaba nada. Me advirtieron varias veces para que me aplicara, sobre todo antes de los exámenes parciales cuando mis padres fueron a hablar con el director, pero yo no hice caso. Así que me expulsaron. En Pencey expulsan a los chicos por menos de nada. Tienen un nivel académico muy alto. De verdad.
Pues, como iba diciendo, era diciembre y hacía un frío que pelaba en lo alto de aquella dichosa montañita. Yo sólo llevaba la gabardina y ni guantes ni nada. La semana anterior alguien se había llevado directamente de mi cuarto mi abrigo de pelo de camello con los guantes forrados de piel metidos en los bolsillos y todo. Pencey era una cueva de ladrones. La mayoría de los chicos eran de familias de mucho dinero, pero aun así era una auténtica cueva de ladrones. Cuanto más caro el colegio más te roban, palabra. Total, que ahí estaba yo junto a ese cañón absurdo mirando el campo de fútbol y pasando un frío de mil demonios. Sólo que no me fijaba mucho en el partido. Si seguía clavado al suelo, era por ver si me entraba una sensación de despedida. Lo que quiero decir es que me he ido de un montón de colegios y de sitios sin darme cuenta siquiera de que me marchaba. Y eso me revienta. No importa que la sensación sea triste o hasta desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que me marcho. Si no luego da más pena todavía.
Tuve suerte. De pronto pensé en una cosa que me ayudó a sentir que me marchaba. Me acordé de un día en octubre o por ahí en que yo, Robert Tichener y Paul Campbell estábamos jugando al fútbol delante del edificio de la administración. Eran unos tíos estupendos, sobre todo Tichener. Faltaban pocos minutos para la cena y había anochecido bastante, pero nosotros seguíamos dale que te pego metiéndole puntapiés a la pelota. Estaba ya tan oscuro que casi no se veía ni el balón, pero ninguno queríamos dejar de hacer lo que estábamos haciendo. Al final no tuvimos más remedio. El profesor de biología, el señor Zambesi, se asomó a la ventana del edificio y nos dijo que volviéramos al dormitorio y nos arregláramos para la cena. Pero, a lo que iba, si consigo recordar una cosa de ese estilo, enseguida me entra la sensación de despedida. Por lo menos la mayoría de las veces. En cuanto la noté me di la vuelta y eché a correr cuesta abajo por la ladera opuesta de la colina en dirección a la casa de Spencer. No vivía dentro del recinto del colegio. Vivía en la Avenida Anthony Wayne.
Corrí hasta la puerta de la verja y allí me detuve a cobrar aliento. La verdad es que en cuanto corro un poco se me corta la respiración. Por una parte, porque fumo como una chimenea, o, mejor dicho, fumaba, porque me obligaron a dejarlo. Y por otra, porque el año pasado crecí seis pulgadas y media. Por eso también estuve a punto de pescar una tuberculosis y tuvieron que mandarme aquí a que me hicieran un montón de análisis y cosas de ésas. A pesar de todo, soy un tío bastante sano, no crean.
Pero, como decía, en cuanto recobré el aliento crucé a todo correr la carretera 204. Estaba completamente helada y no me rompí la crisma de milagro. Ni siquiera sé por qué corría. Supongo que porque me apetecía. De pronto me sentí como si estuviera desapareciendo. Era una de esas tardes extrañas, horriblemente frías y sin sol ni nada, y uno se sentía como si fuera a esfumarse cada vez que cruzaba la carretera.
¡Jo! ¡No me di prisa ni nada a tocar el timbre de la puerta en cuanto llegué a casa de Spencer! Estaba completamente helado. Me dolían las orejas y apenas podía mover los dedos de las manos.
— ¡Vamos, vamos! —dije casi en voz alta—. ¡A ver si abren de una vez!
Al fin apareció la señora Spencer. No tenían criada ni nada y siempre salían ellos mismos a abrir la puerta. No debían andar muy bien de pasta.
—¡Holden! —dijo la señora Spencer—. ¡Qué alegría verte! Entra, hijo, entra. Te habrás quedado heladito.
Me parece que se alegró de verme. Le caía simpático. Al menos eso creo.
Se imaginarán la velocidad a que entré en aquella casa.
—¿Cómo está usted, señora Spencer? —le pregunté—. ¿Cómo está el señor Spencer?
—Dame el abrigo —me dijo. No me había oído preguntar por su marido. Estaba un poco sorda.
Colgó mi abrigo en el armario del recibidor y, mientras, me eché el pelo hacia atrás con la mano. Por lo general, lo llevo cortado al cepillo y no tengo que preocuparme mucho de peinármelo.
—¿Cómo está usted, señora Spencer? —volví a decirle, sólo que esta vez más alto para que me oyera.
—Muy bien, Holden —Cerró la puerta del armario-. Y tú, ¿cómo estás?
Por el tono de la pregunta supe inmediatamente que Spencer le había contado lo de mi expulsión.
—Muy bien —le dije—. Y, ¿cómo está el señor Spencer? ¿Se le ha pasado ya la gripe?
—¡Qué va! Holden, se está portando como un perfecto... yo que sé qué... Está en su habitación, hijo. Pasa.

viernes, 24 de mayo de 2013

XORGE DEL CAMPO.



XORGE DEL CAMPO.

Nació en Calimaya, Estado de México, el 9 de julio de 1945; murió el 1 de julio de 2008 en la ciudad de México. Cronista, narrador y poeta. Estudió letras españolas en la UNAM, la maestría en letras mexicanas en El Colegio de México y el doctorado en letras iberoamericanas en la Universidad Complutense de Madrid. Investigador-becario del Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana 2001-2003. Ha sido subjefe de prensa del Instituto Nacional para el Desarrollo de la Comunidad Rural y de la Vivienda Popular; coordinador del Centro Editorial INDECO; subdirector editorial de El Nacional; director de publicaciones de Plaza Mayor. Colaborador de Activa, Buena Vida, El Nacional, El Periódico, El Sol de Toluca, El Universal, Excélsior, Gaceta (UNAM), Plaza Mayor, y Sucesos. Premio Azteca de Oro 1987 al mejor programa radiofónico didáctico por Los Chilangos, otorgado por la AMPRyT. Premio Testimonio 1988 del Concurso Nacional Conmemorativo del Cincuentenario de la Expropiación Petrolera por Chapopotl. Finalista del Premio Xavier Villaurrutia 1963 por Animal de amor.


Obra publicada

Crónica: Los días que despertaron a México, Redacta, 1989. || Crónicas de un chilango, Gernika, 1995.

Cuento: Hospital de sueños, INJM, 1969.

Ensayo: Historia de la prostitución en México, Meridiano, 1974. || El alcoholismo en México, Meridiano, 1975. || La pornografía, Meridiano, 1975. || La pobreza urbana en México, INDECO, 1976. || ¿Qué es la guerra?, Extemporáneos, 1976. || Los poetas malditos en México, Luzbel, 1983. || Letras y balas. La narrativa de la Revolución mexicana, Emes, 2001.

Novela: Fusil en llamas, Luzbel, 1983. || Caramelo, Luzbel/Claves Latinoamericanas, 1987.

Poesía: Fogata de zarzas en la aurora, Pájaro Cascabel, 1966. || Animal de amor, UNAM, Poemas y Ensayos, 1973. || El libro rojo de Xorgeres, Mester, 1981. || Eros de ámbar, Marginales del Coyote Esquivo, 1981. || El diablo Eros, Luzbel, 1983. || Flauta de ceniza, Luzbel, 1985. || Relámpago de nardos, Claves Latinoamericanas, 1988. || Motín de espectros, La Tinta del Alcatraz, La Hoja Murmurante, 1993. || Sonetos del crimen, La Abeja, 1994. || Espejos en su laberinto, UNAM, El Ala del Tigre, 1997. || Quimera de sal, IPN, 2000. || Tirana de la noche, UACH-Sociología rural, 2003.


Antología: Narrativa joven de México, Siglo XXI, 1969. || Lírica erótica en la poesía femenina de América Latina, Comunidad Latinoamericana de Escritores, 1973. || Poesía joven de Chile, Comunidad Latinoamericana de Escritores, 1975. || Cupido de lujuria, poesía erótica, Signos, 1983. || Cuentistas y novelistas de la Revolución Mexicana (8 tomos), Luzbel, 1985. || Antología de la poesía proletaria de México, Claves Latinoamericanas, 1986. || Cuentos campesinos de Alfonso Fabila Montes de Oca, Dirección de Publicaciones del Estado de México, Clásicos del Estado, 1986. || El cuento del fútbol, Luzbel, 1986. || Víctimas de la ira. Niños y animales en la Revolución Mexicana, Emes, 1999. 
Recursos electrónicos

Noticias: "Falleció el narrador y poeta Xorge del Campo", en La Jornada, 2 de julio de 2008. jornada.unam.mx

Sembalnza: "Xorge del Campo", en Minificciones de El Cuento, revista de imaginación, en minisdelcuento.wordpress.com

Fuente: DBEM; WorldCat


Del poemario El libro rojo de Xorgeres (“Ediciones Mester”, 1981), de Xorge del Campo (1945-2008), ofrecemos ahora cuatro sentidos poemas cantados a las putas.


A modo de epígrafe, abre con un poema de Pietro Aretino:

Este, en verdad, no es libro de sonetos,
églogas, epitafios o canciones;
el Sabbazaro, el Bembo aquí no ponen
ni líquido cristal ni florecillas.

Aquí no dice el Bemia madrigales;
mas se ofrecen innúmeros carajos,
a los cuales replican coño y culo
cual la caja responde a los confites.

Aquí, gentes jodidas, rejodidas,
anatomías de coños y vergas
y almas perdidas en los hondos culos.

Aquí se coge, y en posturas tales,
que ni aun en Poste-Sisto las creyeran
posibles las putescas jerarquías.

En fin, locura fuera
el desdeñar bocados tan sabrosos.
Y el que no coja, que Dios lo perdone.

Y desplegamos el pokar de ases:
-1-

SI SUYO EXENTO, POSEÍDO

Ramera jodidita
mi amante de otro cliente
la fetiche confusa
Del amante mi tarifa/ fénix!

Bámbora catalpa flores de luz visca
pero su clítoris que es potencia de negra...
¡Oh! ¡Oh! ¿qué voy a hacer, vanidad
si tengo su vientre como una calabaza
de hondura anaranjada preñada?

Soy débil:
mis manos se bañan entre sus piernas
y a sudores
y en vaporcitos...
oh! me derrito.

Soy débil,
por eso me besan los talones.

-2-

ASUMISION

Si tu sexo dio fe salvaje de que existen
las brujas
yo no me escabullo a la magia.
Hago que mi sensibilidad me convierta
en drácula de tu sangre, mesero de tu resentimiento,
un hombre de folletín, del XVI,
señor de recogimiento y marido honorario...

Pero súdame, cuerpo mío; líbrame de todo odio
porque literatura en esta raza
fue mi amor sin embargo realista,
pues quiso para su púbica intimidad
la suculencia de las carnes propagandísticas.

-3-

INVOCATIVO O TORRIDO

Vengo de sentir que los hombres te masturban
(en la noche enrojecida,
mujer lastimada que te abres y no calientas,
ángela del cabaretucho Diablo que en llamas y no quemas,
pintada que sexas sin lujuria
(y no conoces cama propia
ni hogar leal compañero:
un hombre que te ha amado te invoca.

Ramera noche o de mañana, ¿dónde está tu padre?
¿dónde cabaretea tu madre? ¿quién te ha querido
(platónico después de la caída?

”Yo soy mi madre, yo soy mi padre; amo sin dejar huellas.
Un canallita la prostitución me ha engendrado,
Las impotencias no son mis culpas,
(me tarifo o me regalo”.
Hembra, o mejor lámpara que por dinero
iluminas ebrios y desesperanzados,
mariposa sin zumo, cosa sin cuerpo dueño, manoseadísima,
escucha mi vómito: un hombre que has abandonado te invoca.

-4-

DANZA Y SORTILEGIO

Las caderas del Diablo, ardientes ardientes
son las caderas de Laura.
Todos los ebrios erectaron sus pechos,
fornicaron por su camino, la selva de su clítoris
se llenó de Tarzanes,
el deseo taló sus rodillas, el sexo trabajó bien,
la flor cayó del pubis destilando sangre...
Los borrachos últimos han tomado los restos carnales
y laboraron bien las escorias .
La golfa convirtió en ramera a la serpiente.
Su hotelucho adquirió un gallo venéreo,
la soledad del gris amanecer, un perro;
sus diálogos: cachorros.
¡Abrete sésamo del coito!
Todos los alcohólicos que la poseyeron
tienen la conciencia tapiada con esparadrapos
Sólo conmigo
(sobrio, por milagros de mañanas xorgeras)
se hizo noches de guardar sexo.
La Rana Roja Num. 13 Septiembre-19-06


Del mismo Xorge del Campo una selección de El Diablo Eros ( Ediciones Luzbel, México, 1983):

LOS FRUTOS DE EROS

Suculenta y ardientemente mía
te extiendes a mi lado
para inaugurar la cópula
y comienzas por rozarme con tus racimos
(de carne, procaz y desnuda
como si moralmente ya no supieras nada,
como si eróticamente ya no ignorases nada.

La palabra falo
es un pájaro risueño en tus manos,
tus labios sólo saben abrirse a la delicia,
tus caderas reinan en el arcoiris,
tus pechos únicamente tienen memoria de
(la llovizna.

Soberana del coito
la luna es tu daga púbica,
la noche escurre de tu axila,
te llamas arena del mar en el ombligo.

Yo soy un puñal de peces en tus muslos,
capricho cabrío en tus tetillas,
aviesamente lascivo.

Tu sexo sólo huele a mi sexo…
Ah, me vuelvo olfato del tamaño de tu
(concupiscencia,
nuestro semen combate en lid de floretes,
ya estocado el acto carnal,
ya la desvanecencia.
-2-
Ah, la cama es musa que relincha…
hay rumor en tu pubis que me incendia,
la cópula enloquece a las campanas,
los relámpagos se dan cacería con el carcaj
(de Cupido,
suculenta, ardientemente mía.
La Rana Roja Num. 32 Octubre -20-07


Xorge del Campo, poeta y pecador

  Poesía por Xorge del Campo   (version pdf)
(Xorge del Campo es un prolífico escritor e investigador mexicano, autor de varios libros de poesía, narrtativa e investigación literaria. En este poema, el autor explica la X de su nombre)

Pero no creas por eso que no amé 
a una esposa fiel honorable 
prototipo de carne indiferente, 
la oreja fragmentada, 
y también su grasa triste.

Pero esos años a su cocina y a la cama 
dejaron a un lado el que fui, 
muy filósofo me vine abajo, poeta burocratizado 
enalteciéndome en proporción al vino negro: 
ah, vida con riñas ídem a soledad perraza.

Cejón, inhábil ebrio, 
y la inteligencia suya estrangulaba mis acciones. 
Y así que el nido hecho de pura bestia, 
el que fui ya no tuvo gesto marital; 
más bien el aire crudo y sin alcoholes: 
murió cara de padre, el cutis marideño 
y el corazón de-bien-amado-esposo. 
Amén.

Me puse una X en nombre del corrupto 
y de entonces me di a a vagar 
como un potro desequilibrado, 
que bien coceaba por cabaretuchos 
y mal usaba la cabalgadura.


miércoles, 22 de mayo de 2013

Roberto Bolaño:" El libro que sobrevive".


El libro que sobrevive 
Miércoles 30 de mayo de 2001

Aunque parezca un ejercicio de memoria, no lo es.
 El primer libro que me regaló la primera muchacha de la que me enamoré y con la que viví fue uno de Mircea Eliade. Aún no sé qué quiso decirme con ese regalo. Otro, menos tonto, se hubiera dado cuenta de inmediato de que aquella relación no iba a ser demasiado duradera y hubiera tomado las medidas oportunas para no sufrir en exceso.
 No recuerdo el primer libro que me regaló mi madre. Sí recuerdo, vagamente, un grueso volumen de historia, ilustrado, casi un cómic, aunque más en la línea del Príncipe Valiente que en la de Superman, sobre la guerra del Pacífico, es decir la guerra entre Chile y la alianza peruano-boliviana. Si la memoria no me falla, el personaje del libro, bastante confuso, una suerte de "Guerra y Paz" del subdesarrollo, era un voluntario alistado en el Séptimo de Línea. Durante toda mi vida le estaré agradecido a mi madre de que me regalara ese libro y no "Papelucho".
 Tampoco recuerdo, por otra parte, que mi padre me haya regalado ningún libro, aunque en cierta ocasión pasamos por una librería y, a pedido mío, me compró una revista con un largo artículo sobre los poetas eléctricos franceses. Todos estos libros, incluida la revista, junto con muchos más libros, se perdieron durante mis viajes y traslados, o los presté y no los volví a ver, o los vendí o regalé.
 Hay un libro, sin embargo, del que recuerdo no sólo cuándo y dónde lo compré, sino también la hora en que lo compré, quién me esperaba afuera de la librería, qué hice aquella noche, la felicidad (completamente irracional) que sentí al tenerlo en mis manos. Fue el primer libro que compré en Europa y aún lo tengo en mi biblioteca. Se trata de la "Obra poética" de Borges, editada por Alianza/Emecé en el año 1972 y que desde hace bastantes años dejó de circular. Lo compré en Madrid en 1977 y, aunque no desconocía la obra poética de Borges, esa misma noche comencé a leerlo, hasta las ocho de la mañana, como si la lectura de esos versos fuera la única lectura posible para mí, la única lectura que me podía distanciar efectivamente de una vida hasta entonces desmesurada, y la única lectura que me podía hacer reflexionar, porque en la naturaleza de la poesía borgeana hay inteligencia y también valentía y desesperanza, es decir lo único que incita a la reflexión y que mantiene viva a una poesía.
 Bloom sostiene que el continuador por excelencia de la poesía de Whitman es Pablo Neruda. A juicio de Bloom, sin embargo, el esfuerzo de Neruda por mantener el flujo vivo del árbol whitmaniano acaba en un fracaso. Creo que Bloom está errado, como en tantas otras cosas, así como en tantas otras es probablemente el mejor ensayista literario de nuestro continente. Es cierto que todos los poetas americanos, para bien o para mal, tarde o temprano tienen que enfrentarse a Whitman. Neruda lo hace, siempre, como el hijo obediente. Vallejo lo hace como el hijo desobediente o como el hijo pródigo. Borges, y aquí radica su originalidad y su pulso que jamás tiembla, lo hace como un sobrino, ni siquiera muy cercano, un sobrino cuya curiosidad oscila entre la frialdad del entomólogo y el resignado ardor del amante. Nada más lejos de él que la búsqueda del asombro o la admiración. Nadie más indiferente que él ante las amplias masas en marcha de América, aunque en alguna parte de su obra dejó escrito que las cosas que le ocurren a un hombre le ocurren a todos. 
 Su poesía, sin embargo, es la más whitmaniana de todas: por sus versos circulan los temas de Whitman, sin excepción, y también sus reflejos y contrapartidas, el reverso y el anverso de la historia, la cara y la cruz de esa amalgama que es América y cuyo éxito o fracaso aún está por decidir. Y nada de esto lo agota, que no es poco admirable.
 Empecé con mi primer amor y con Mircea Eliade. Ella vive aún en mi memoria; el rumano hace mucho que se instaló en el purgatorio de los crímenes no resueltos. Termino con Borges y con mi agradecimiento y mi asombro, aunque sin olvidar aquellos versos de "Casi juicio final", un poema del que Borges abominó: "He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre".

lunes, 20 de mayo de 2013

Joseph Conrad


Józef Teodor Konrad Korzeniowski -
 (1857-1924), novelista británico de origen polaco, considerado como uno de los grandes escritores modernos en lengua inglesa, cuya obra explora la vulnerabilidad y la inestabilidad moral del ser humano.
Conrad, cuyo nombre original era Józef Teodor Konrad Korzeniowski, nació en Berdichev, Polonia (actualmente en Ucrania), hijo de un noble polaco. De su padre heredó el amor a la literatura. Quedó huérfano a los 12 años, y a los 16 abandonó la Polonia ocupada por los rusos y se trasladó a Marsella. Durante los siguientes cuatro años navegó en barcos mercantes franceses, también luchó en España en las guerras carlistas en las tropas de don Carlos y vivió una historia de amor que lo llevó al borde del suicidio. Posteriormente se puso al servicio de la Marina mercante inglesa y obtuvo la nacionalidad británica en 1886, al cabo de unos años cambió su nombre para que sonara más inglés. Durante la década siguiente navegó mucho, sobre todo por Oriente. Las experiencias de Conrad, especialmente en el archipiélago malayo y en el río Congo durante 1890, se reflejan en sus relatos, escritos en inglés, que era su cuarta lengua tras el polaco, el ruso y el francés. Publicó su primera novela y se casó con Jessie George en 1895.
Conrad escribió 13 novelas, dos libros de memorias y 28 relatos cortos, pese a que escribir le resultaba difícil y doloroso, como refleja este comentario suyo tras completar la novela Nostromo (1904), considerada por muchos críticos como su obra maestra: `un triunfo por el que mis amigos podrán felicitarme como si hubiera salido de una grave enfermedad`. Además del esfuerzo de escribir, sobrellevó el sufrimiento que le producía la gota, así como la parálisis de su mujer y los exiguos ingresos que obtenía de su trabajo.
La vida en el mar y en puertos extranjeros constituye el telón de fondo de casi todos sus relatos, pero su obsesión fundamental fue la condición humana y la lucha del individuo entre el bien y el mal. Con frecuencia el narrador es un marino retirado -posiblemente el alter ego de Conrad, puesto que algunas de sus novelas se consideran autobiográficas-, ejemplo de ello es su primera obra publicada, La locura de Almayer (1895).
Una de las novelas más conocidas de Conrad es Lord Jim (1900), en la que explora el concepto del honor a través de las acciones y sentimientos de un hombre que se pasa la vida intentando expiar su cobardía durante un naufragio ocurrido en su juventud. Otras obras suyas son: El negro del Narciso (1897), centrada en un marinero negro, El agente secreto (1907), sobre los anarquistas londinenses, Bajo la mirada de Occidente (1911), ambientada en la Rusia represiva del siglo XIX, Victoria (1915), ambientada en los mares del sur, y el relato El corazón de las tinieblas (1902).
El corazón de las tinieblas, que revela las aterradoras profundidades de la corruptibilidad humana, es una de las historias más conocidas de Conrad.
Casi todas sus obras reflejan cierta tristeza. Su estilo es rico y vigoroso, y su técnica narrativa se sirve con habilidad de las interrupciones en el discurso cronológico. La construcción de sus personajes es sólida y eficaz.
Conrad murió en Bishopsbourne, cerca de Canterbury, en 1924. Influyó de manera decisiva en la novela moderna, y su obra le valió el reconocimiento de destacados contemporáneos suyos como Arnold Bennett, John Galsworthy, Ford Madox Ford, Stephen Crane y Henry James.

***

En 1910, Josef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, es decir, Joseph Conrad, retirado de la marina mercante británica dedicaba su tiempo a la escritura no sólo de
novelas y cuentos, sino también de prosas críticas y artículos para un periódico londinense. En una de estas colaboraciones, recogida en Notes on Life and Letters,
Conrad plantea una idea que se filtra como líquido vital y como problema moral en gran parte de sus obras: el hombre enfrentado a la disyuntiva de la eterna elección
entre el bien y el mal. Observa el narrador:
Los más de nosotros nos hemos descubierto en un momento u otro cierta disposición a perdernos por el mal camino. ¿Y qué hemos hecho, en nuestro
orgullo y cobardía? Echando miradas furtivas y aguardando el momento oscuro hemos enterrado nuestro descubrimiento discretamente, para seguir
luego en la misma dirección de antes y en esa senda tan transitada, que no tuvimos el valor de dejar y que ahora, más claramente que nunca, advertimos
que no es sino el largo camino que lleva a la tumba.

Esta declaración, extraña en sí misma, parecería señalar cierta proclividad en Conrad hacia el "mal camino", pero una lectura cuidadosa nos permite comprender el sentido profundo de dicha aseveración, la cual convoca la certeza de que toda
elección conlleva riesgos, pero que el más severo, mortal para el espíritu antes que para la carne, es soslayar la posibilidad del cambio y la apuesta moral que ello
significa.
Hijo de Apollo Korzeniowski, un nacionalista polaco, Conrad nació el año de 1857 en Berdyczew, región ucraniana de Polonia, entonces dominada por el ejército ruso.
Desde finales del siglo XVIII, Polonia se encontraba ocupada por tres potencias que se habían repartido su territorio —Rusia, Prusia y Austria—, y desde entonces la
familia de Conrad participó en la lucha por la liberación. Esta participación culminó con la muerte de sus padres, quienes, obligados a cumplir trabajos forzados en Rusia, vivieron siete años en el exilio.
Bajo la custodia de un tío, Conrad pasó la infancia en Kiev, y en Cracovia la adolescencia. Después de viajar por Alemania, Suiza e Italia, abandona su tierra
natal, recientemente liberada, y a los 17 años se traslada al sur de Francia donde conoce la que sería la gran pasión de su vida, el mar; asimismo, obtiene su primer trabajo al servicio de la marina mercante francesa, embarcándose en el Mont-Blanc
con destino a las Indias.
Sin embargo, su colaboración con el comercio francés fue breve, cuatro años escasos. Agobiado por las deudas, y después de un intento de suicidio, Conrad
decide cambiar de aires. En 1878 inicia una carrera de 16 años en la flota de Inglaterra, país cuyo idioma desconocía y del que adopta la nacionalidad en 1886.
Diez años después se casará con la inglesa Jessie George.
Durante su servicio marítimo, Conrad viajó a diversos países, tanto asiáticos como africanos, experiencia que posteriormente se reflejaría en su obra. Así, en 1890,
contratado por la Sociedad Anónima Belga para el Comercio del Congo, realiza un viaje que por varias razones resulta desastroso: las dificultades padecidas le dejaron
secuelas emocionales que a lo largo de toda su vida reaparecen con frecuencia. Cuatro años después, a pesar suyo, abandona el mar y se dedica exclusivamente a
la literatura.
Su obra tuvo que esperar algunos años para ser aceptada por el gran público; en contraste, desde la aparición de los primeros títulos de este autor, escritores como
Henry James y H. G. Wells vieron en su narrativa la revelación de un gran escritor.  Extranjero de la lengua en que escribió, Conrad es considerado uno de los más
importantes exponentes de la literatura inglesa de este siglo. Catalogarlo únicamente como un escritor de novelas de aventuras simplifica el valor de su obra. La aventura
en Conrad es distinta a la de los viajes acechados por los peligros de la naturaleza. Otros son, en su caso, el viaje y los peligros. La aventura es diferente porque se trata del enfrentamiento moral del hombre no sólo con el destino, sino con su propio
albedrío. Y sin embargo, es una apuesta trágica, llevada al extremo de la representación sin héroes, pues los personajes de Conrad poseen dimensiones
contrarias a lo heroico, en los términos arquetípicos de la tragedia y la epopeya clásicas.
Sólo el hombre "capaz de gracia", en palabras del novelista, puede superar favorablemente la línea de sombra que preside su destino, frontera entre el bien y el
mal, entre la honra y el deshonor. Los linderos entre la integridad y la cobardía guían la trama de la mayor parte de las narraciones de este autor, siendo Lord Jim (1900)
el ejemplo más notable.
Sin alcanzar la maestría de esta última, El corazón de las tinieblas (1902) es, no obstante, una obra de singulares resonancias. Su acción se desarrolla en el Congo,
lugar de recuerdos nada gratos para Conrad. El viejo marinero Marlow sirve al escritor para contar una historia inquietante (ya antes, en Youth, 1902, y en Lord Jim,
se había valido de este personaje para dotar de verosimilitud a la narración mediante el "testimonio" de un testigo).
La anécdota es por demás sencilla. Marlow decide hacer realidad un sueño de infancia: navegar por un río en medio de la selva. Después de ciertos contratiempos
y gracias a algunas recomendaciones familiares, es nombrado capitán de un barco
que, con motivo del tráfico de marfil, debe recorrer el corazón de la jungla. Su misión es encontrar al agente Kurtz, jefe de una estación río arriba, y preparar su regreso a
la Estación Central de la Compañía.
A partir de la primera mención a Kurtz y hasta su encuentro, la narración de Marlow (una suerte de monólogo ocasionalmente interrumpido para intensificar el suspenso
de la historia) se vuelve cada vez más angustiosa y obsesiva, revelando el verdadero sentido de la obra: el enfrentamiento de Marlow, un hombre "civilizado", ante un ser
de extraordinarias cualidades sumido en la locura, producto de su estancia en la selva.
"Con ese hombre no se habla, se le escucha", señala algún adepto del agente; Kurtz "era una voz", dice a su vez Marlow, y esa sentencia pone de manifiesto una certeza:
el poder devastador de la palabra, su capacidad para transformar vidas y espíritus. La reflexión sobre la naturaleza moldeable del hombre en circunstancias extremas,
surge en Conrad a manera de aviso: "¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre
libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema...?"
Esa región, nombrable sólo mediante la invocación a "los poderes de las tinieblas", forma parte de una crítica que no únicamente involucra al desdichado Kurtz y su
insaciable deseo de poder y riqueza, sino que alude también a los horrores de la colonización, en cualquiera de sus formas o épocas. Al igual que Marlow,
atestiguamos cómo los conquistadores, en nombre de la civilización, llegan incluso a ser más salvajes e inhumanos que los propios nativos.
No es gratuita la aparición, en reiteradas ocasiones, de la palabra ominoso. Quizá sea la que define mejor las circunstancias y ambiente en que se desarrolla este
encuentro. El juego de luces impuesto por Conrad a una historia cuya tensión se mantiene de principio a fin, contribuye de manera decisiva al carácter simbólico del relato: el corazón de las tinieblas es el corazón del hombre.
Malva Flores


I

El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la marea había terminado,
casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea.
El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos el cielo y el mar se unían sin ninguna
interferencia, y en el espacio luminoso las velas curtidas de los navíos que subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se extendía por las
orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía suavemente. La oscuridad se cernía sobre Gravesend, y más lejos aún, parecía condensarse en una
lúgubre capa que envolvía la ciudad más grande y poderosa del universo.
El director de las compañías era a la vez nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos con afecto su espalda mientras, de pie en la proa,
contemplaba el mar. En todo el río no se veía nada que tuviera la mitad de su aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la personificación de todo aquello en que puede confiar. Era difícil comprender que  su oficio no se
encontrara allí, en aquel estuario luminoso, sino atrás, en la ciudad cubierta por la niebla.
Existía entre nosotros, como ya lo he dicho en alguna otra parte, el vínculo del mar. Además de mantener nuestros corazones unidos durante largos periodos de separación, tenía la fuerza de hacernos tolerantes ante las experiencias personales,
y aun ante las convicciones de cada uno. El abogado el mejor de los viejos camaradas tenía, debido a sus muchos años y virtudes, el único almohadón de la
cubierta y estaba tendido sobre una manta de viaje. El contable había sacado la caja de dominó y construía formas arquitectónicas con las fichas. Marlow, sentado a babor con las piernas cruzadas, apoyaba la espalda en el palo de mesana. Tenía las
mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda erguida, el aspecto ascético; con los brazos caídos, vueltas las manos hacia afuera, parecía un ídolo. El director,
satisfecho de que el ancla hubiese agarrado bien, se dirigió hacia nosotros y tomó asiento. Cambiamos unas cuantas palabras perezosamente. Luego se hizo el
silencio a bordo del yate. Por una u otra razón no comenzábamos nuestro juego de dominó. Nos sentíamos meditabundos, dispuestos sólo a una plácida meditación. El día terminaba en una serenidad de tranquilo y exquisito fulgor. El agua brillaba
pacíficamente; el cielo, despejado, era una inmensidad benigna de pura luz; la niebla misma, sobre los pantanos de Essex, era como una gasa radiante colgada de las
colinas, cubiertas de bosques, que envolvía las orillas bajas en pliegues diáfanos. Sólo las brumas del oeste, extendidas sobre las regiones superiores, se volvían a cada minuto más sombrías, como si las irritara la proximidad del sol.
Y por fin, en un imperceptible y elíptico crepúsculo, el sol descendió, y de un blanco ardiente pasó a un rojo desvanecido, sin rayos y sin luz, dispuesto a desaparecer
súbitamente, herido de muerte por el contacto con aquellas tinieblas que cubrían a una multitud de hombres.
Inmediatamente se produjo un cambio en las aguas; la serenidad se volvió menos brillante pero más profunda. El viejo río reposaba tranquilo, en toda su anchura, a la
caída del día, después de siglos de buenos servicios prestados a la raza que poblaba sus márgenes, con la tranquila dignidad de quien sabe que constituye un
camino que lleva a los más remotos lugares de la tierra. Contemplamos aquella corriente venerable no en el vívido flujo de un breve día que llega y parte para
siempre, sino en la augusta luz de una memoria perenne. Y en efecto, nada le resulta más fácil a un hombre que ha, como comúnmente se dice, "seguido el mar" con
reverencia y afecto, que evocar el gran espíritu del pasado en las bajas regiones del Támesis. La marea fluye y refluye en su constante servicio, ahíta de recuerdos de hombres y de barcos que ha llevado hacia el reposo del hogar o hacia batallas
marítimas. Ha conocido y ha servido a todos los hombres que han honrado a la patria, desde sir Francis Drake hasta sir John Franklin, caballeros todos, con título o
sin título... grandes caballeros andantes del mar. Había transportado a todos los
navíos cuyos nombres son como resplandecientes gemas en la noche de los tiempos, desde el Golden Hind, que volvía con el vientre colmado de tesoros, para
ser visitado por su majestad, la reina, y entrar a formar parte de un relato monumental, hasta el Erebus y el Terror, destinados a otras conquistas, de las que nunca volvieron. Había conocido a los barcos y a los hombres. Aventureros y colonos
partidos de Deptford, Greenwich y Erith; barcos de reyes y de mercaderes; capitanes, almirantes, oscuros traficantes animadores del comercio con Oriente, y
"generales" comisionados de la flota de la India. Buscadores de oro, enamorados de la fama: todos ellos habían navegado por aquella corriente, empuñando la espada y a veces la antorcha, portadores de una chispa del fuego sagrado. ¡Qué grandezas no
habían flotado sobre la corriente de aquel río en su ruta al misterio de tierras desconocidas!... Los sueños de los hombres, la semilla de organizaciones
internacionales, los gérmenes de los imperios.
El sol se puso. La oscuridad descendió sobre las aguas y comenzaron a aparecer luces a lo largo de la orilla. El faro de Chapman, una construcción erguida sobre un
trípode en una planicie fangosa, brillaba con intensidad. Las luces de los barcos se movían en el río, una gran vibración luminosa ascendía y descendía. Hacia el oeste,
el lugar que ocupaba la ciudad monstruosa se marcaba de un modo siniestro en el cielo, una tiniebla que parecía brillar bajo el sol, un resplandor cárdeno bajo las
estrellas.
—Y también éste —dijo de pronto Marlow— ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.
De entre nosotros era el único que aún "seguía el mar". Lo peor que de él podía decirse era que no representaba a su clase. Era un marino, pero también un
vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos llevan, por así decirlo, una vida sedentaria. Sus espíritus permanecen en casa y puede decirse que su hogar —el barco— va siempre con ellos; así como su país, el mar. Un barco es muy parecido a
otro y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de cuanto los circunda, las costas extranjeras, los rostros extranjeros, la variable inmensidad de vida se desliza
imperceptiblemente, velada, no por un sentimiento de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa, ya que nada resulta misterioso para el marino a no ser la mar misma, la amante de su existencia, tan inescrutable como el destino.
Por lo demás, después de sus horas de trabajo, un paseo ocasional, o una borrachera ocasional en tierra firme, bastan para revelarle los secretos de todo un
continente, y por lo general decide que ninguno de esos secretos vale la pena de ser conocido. Por eso mismo los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no
era un típico hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y para él la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la
anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna.

domingo, 19 de mayo de 2013

Manuel Mujica Laínez: EL VIAJE DE LOS SIETE DEMONIOS.


Manuel Mújica Lainez (conocido familiarmente como Manucho por sus allegados y por el público que tanto le leía y apreciaba) nació en Buenos Aires el 11 de septiembre de 1910, dentro de una familia de ilustres apellidos de origen español que se remontaban hasta el fundador Juan de Garay.
Tras unos primeros estudios en la capital bonaerense, en 1923 la
familia se ve obligada a trasladarse a Europa, y será en Francia e Inglaterra donde nuestro autor reciba la profunda huella de las lenguas y la cultura de los clásicos (de hecho, la primera de sus novelas, escrita en francés, tratará sobre el monarca Luis XVII y se la dedicará a su padre, luego, durante toda su vida fue traductor de clásicos como Moliere, Racine y Shakespeare, entre otros).
De regreso a su patria inicia estudios de Derecho, hasta que en el año 1932 ingresa en el diario `La Nación` donde comienza una carrera larga y fructuosa en el periodismo y la crítica. En 1936 empieza también su larga y prolífica carrera literaria, abierta con `Glosas castellanas` y Don Galaz de Buenos Aires , le siguen las vidas de escritores gauchescos como Aniceto el Gallo, Anastasio el Pollo, Estanislao del Campo o Miguel Cané (antepasado suyo).
Durante toda su vida ocupó diferentes puestos en el mundo de la
cultura argentina: funcionario del Museo Nacional de Arte Decorativo, vicepresidente de la Sociedad Argentina de Escritores, miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Nacional de Bellas Artes. Obtuvo, así mismo, diferentes reconocimientos por su obra, entre los que merecen destacarse el Premio Nacional de Literatura por Bomarzo en 1963 y poco después el Premio Kennedy por la misma obra, junto a la legendaria Rayuela de Cortázar.
Su literatura, ampliamente traducida, mereció importantes
reconocimientos internacionales en Italia (Comendador de la Orden del Mérito) y en Francia (Legión de Honor.En 1969 la familia se traslada a la Cruz Chica, donde habita la casa
colonial de estilo español llamada `El Paraíso`, allí encontrara el retiro, la tranquilidad y la fuerza necesarios para seguir su
minuciosa y preciosista tarea creativa hasta su muerte en 1984.


La fecunda obra literaria de Manucho se caracteriza en esencia por el gusto de la belleza expresiva y, temáticamente, por dos aspectos: su amor por la Historia (la de Argentina y la de grandes momentos del esplendor cultural europeo) y la fantasía. Sus letras están llenas de elegancia en el saber y en la evocación del pasado junto con un gusto exquisito por el arte de los clásicos: el recuerdo del pasado histórico, en lo cotidiano, como presente de la condición humana, se realiza mediante una documentación detallista y una fantasía desbordante. El realismo y la magia unidos en perfecta intimidad concluyen en el arte de la palabra como manifestación de lo más profundo del alma humana
A ello se le suma un tono melancólico a la vez que jovial, decadente e irónico, humorístico y trágico. Genial en el uso de cualquiera de estos registros, Mújica Lainez, un dandy de la retórica, hace una literatura llena de sentimientos y de sensualidad mediante un estilo literario que se sirve de un español culto, con un lujo inigualable: el léxico, adornado hasta el barroquismo, la sintaxis, generosa y exuberante.
Muy originales son también las voces de sus narradores (un ilustre príncipe difunto, un escarabajo egipcio, un hada mítica...) y la estructura cronológica de sus narraciones cortas.


El viaje de los siete demonios (1974) .
Fábula originalísima y portento de erudición, ironía, sentido del humor e imaginación sobre las pasiones humanas, constantes e
inquebrantables en cualquier tiempo y lugar.
Desde el mismo infierno, el diablo convoca a los siete demonios de los pecados capitales: la soberbia de Lucifer, la ira de Satanás, la avaricia de Mammón, la envidia de Leviatán, la pereza de Belfegor, la lujuria de Asmodeo y la gula de Belcebú, a los que envía a la tierra para que desperecen sus cuerpos y poderes aletargados y cumplan unas misiones determinadas. Sobre increíbles, imposibles cabalgaduras, rodeados de artilugios mágicos que les indican cuándo, dónde y a quién deben tentar, inician un recorrido fantástico: Francia en tiempos de la viuda del malvado mariscal Gilles de Rais, la Pompeya romana a punto de ser devorada por el Vesubio, la China de los emperadores en
1888, el Potosí boliviano de mediados del siglo XIX, el Palazzo
Rezzonico en la Venecia de 1764, incluso la isla de la Tortuga, sede de la más afamada piratería en 1647. Por último, la futurista ciudad siberiana de Bet-Bet en el año 2273, ejemplo de la postrera civilización humana.
En todo siglo y lugar los demonios tienen una historia, una vida que enredar, seres humanos débiles a los que tentar y pervertir. Cumplida su entretenida misión, los siete demonios regresan a su hogar portando curiosos testimonios `fotográficos` de sus aventuras y triunfos.
Por encima de todos ellos gravita un Mujica Lainez que ha afilado al máximo su pluma corrosiva para componer un autentico aquelarre de las pasiones humanas en total descontrol.

FRAGMENTO.
Manuel Mujica Lainez
EL VIAJE DE LOS SIETE DEMONIOS
 Cubierta: ilustración de Eugène Delacroix representando a Mefistófeles
Primera edición en Biblioteca de bolsillo: abril 1992
© Herederos de Manuel Mújica Laínez
© 1992: Editorial Seix Barral S.A.
     Córcega, 270 – 08008
ISBN: 884-322-3094-4
Depósito legal: B. 11.779 -1992
Impreso en España
 "Nada más inocente que componer un libro de entretenimiento aunque no entretenga. Con no leerlo evitará toda persona discreta el mal que pudiera yo causarle. Yo no trato de enseñar nada ni de probar nada. Si alguien deduce consecuencias o moralejas de la lectura de este libro, él, y no yo, será responsable de ellas."


JUAN VALERA
De la dedicatoria de "Morsamor" (1899)


 PRÓLOGO

El aposento era en verdad diabólico, porque desafiaba y burlaba las leyes de la perspectiva lógica. Lo cierto es que carecía de final, como si lo multiplicaran incontables espejos enfrentados, pese a que en él no había ni un solo espejo. Había, en cambio, hileras de ventanales, de estrechos ventanales góticos, que se perdían en eternos túneles, y que fueron colocados allí, probablemente, para mofa y caricatura del más cristiano de los estilos. Esas aberturas parecían estremecerse; su extraña ondulación resultaba de las hogueras que en el exterior ardían y que se levantaban en lenguas oscilantes. Pero al fuego no se lo veía con claridad, por la multitud de rostros que se agolpaban contra los espesos vidrios. Aquellos rostros, quizás masculinos, quizás femeninos, tenían el color del lacre y del humo y se descomponían con groseras muecas. Los iluminaban ojos candentes y famélicos. Crecían afuera, en torno del aposento aislado, gemidos, llantos y risas feroces, mas los gruesos cortinajes blancos los diluían en murmullos que se mezclaban con el zumbido de los aparatos de refrigeración, hasta que, de repente, las voces circundantes se afilaban y retumbaban en un grito más largo y agudo, que invadía la cámara.
Todo era blanco, convencional e infernalmente blanco, en el espacio interno: blancos los tapices, las colgaduras, las alfombras, los escasos muebles, tan pesados como si en mármoles fuesen esculpidos. Una especie de trono con baldaquín de escarcha, que asimismo participaba de las características del sillón de peluquero y del sillón de dentista, por la cantidad de trebejos mecánicos que complicaban su metálica estructura, presidía la sala de las recepciones oficiales. A sus pies, empinábase un bordado almohadón, en forma de tiara pontifical. Sobre una nívea consola interminable, estaban los bustos pálidos de Dante y de Milton, puestos cabeza abajo, y en medio colgaba un retrato de Goethe con orejas de burro. Como arabescos, plateadas letras enlazaban su diseño, trepando en orlas por las paredes y sus guarniciones, y componían, en los idiomas que conocemos y en muchos que ignoramos, las blasfemias infinitas que imaginaron los seres humanos y los que no lo son.
Criados silenciosos, vestidos con libreas albas, fijas las hebillas de perlas en las patas caprinas, ya que no podían usar ningún calzado, circulaban entre el moblaje y, de vez en vez, sin renunciar a la mímica solemne, se levantaban los faldones y enseñaban el desnudo y peludo posterior a los bustos de los poetas. Estornudaban, porque la refrigeración resultaba excesiva, en contraste con la quemazón que asediaba al palacio, y se sonaban las narices flamígeras con pañuelos de alas de vampiro. Uno revolvía el ponche famoso del Infierno, de cuyo recipiente, con cada vuelta de cucharón, brotaban llamaradas azules, y los demás servidores, aprovechando que el amo no se encontraba allí aún, lo rodeaban y extendían los dedos rígidos hacia aquel centro de calor, pues el frío de la habitación se intensificaba a medida que transcurrían los minutos.
No duró la holganza. Surgidos no se sabe de dónde, tal vez de un fondo de nieblas en el que apenas se irisaban las ventanas de ojiva, aparecieron el monarca del lugar y su séquito.
Iba el Diablo adelante, luciendo con elegancia un traje cruzado, de franela gris. La corbata roja y, en la solapa, una roseta del mismo tono (especie de Legión de Honor) cortaban la sobriedad de su vestimenta. Arropábase en pieles de armiño, pero no bien entró se las quitaron, puesto que una de las leyes fundamentales del Infierno establece que nadie, ni siquiera su señor, esté cómodo en parte alguna del distrito central. Se puso el Diablo a tiritar, como los que lo seguían. En ese municipio del Hades, Sheol, Tártaro, Averno, Orco, Báratro, Gehena (o como se lo prefiera llamar) hay que escoger entre el bochorno insoportable de las brasas y el hielo atroz del palacio del Pandemónium, que habitan el Diablo y su corte. Mejor dicho: el único que puede optar por el aire gélido es el propio Diablo, y si elige a este último es sólo porque su aristocrática tendencia lo impulsa a diferenciarse de quienes, extramuros, sufren la combustión sin límites.
Temblando, pues, el amo se repantigó en el sillón odontológico y peluqueril, tras de asentar las patas de cabra (que compartía con sus siervos) en el almohadón papal. Arrimáronle unos fálicos candelabros, y a su luz se discernió la fisonomía del augusto personaje. Recortóse su cara, rasurada, broncínea, fuera de la mancha negra con la cual la tiznó la tinta arrojada por Lutero en oportunidad más que célebre. En el eje de su frente se hundía un hueco, dejado, según ciertos comentaristas sin prejuicios, por la esmeralda que estuvo engarzada allí, y que perdió cuando fue precipitado desde las alturas. Dicha piedra habría servido, más tarde, para tallar en ella el vaso del Santo Grial... pero esto, como todo lo que al Diablo concierne, es discutible: lo más probable es que la concavidad sea el rastro del golpe sufrido en aquella memorable ocasión. Advertíase, a poco de mirarlo, que había sido excepcionalmente hermoso, en su época seráfica, y, como suele acontecer con los viejos que conocieron un pasado de belleza, adoptaba las actitudes propias de un muchacho bien parecido. Se alisaba el pelo, entre los tres cuernos, los dos de búfalo a los costados y el retorcido central; se estudiaba las finas manos garfiosas; las pasaba por los ojos renegros, abrasantes; las descendía hacia la cintura, que había conservado esbelta; cruzaba una pierna, luego otra; estiraba la boca y mostraba unos falsos dientes de actor. Temblaba, pero fingía que eso se debía a un tic que le sacudía la cara.
A su derecha, de pie, se ubicó Adramalech, Gran Canciller del Infierno, el del rostro de anciano, gafas de miope y cuerpo de pavo real, que en todo momento desplegaba su cola en abanico, pues era extremadamente vanidoso y se juzgaba muy espléndido, algo así como un vitral art-nouveau. Los asirios lo habían adorado, inmolando niños en sus altares, y no cesaba de recordar ese privilegio. En cambio, a la izquierda del Diablo, ceñido por una áurea armadura, baja la celada, como un San Jorge resplandeciente (pero no), se destacó Azazel, gran querubín, portaestandarte del Orco, quien hizo flamear la roja bandera. Y detrás avanzaron varios sátiros, a los que les habían encasquetado unos tricornios con plumas de avestruz, para que su velluda desnudez no desdijese plenamente con la pompa cortesana que se quería atribuir a la ceremonia. Había, entre ellos, el que acarreaba la máquina de escribir más moderna y eficaz que podría inventar el sobrehumano ingenio; los que llevaban pilas y pilas de ladrillos y cilindros, para la escritura cuneiforme, pues la etiqueta del Infierno, rigurosamente tradicionalista, exige que las actas y declaraciones se copien de acuerdo con ese difícil procedimiento mesopotámico; y los que transportaban sellos, cofres y libros.
Quienes, pegadas las narices a los cristales y recalentados por el fuego, observaban la escena, levantando ya un pie ya el otro, para eludir la cremación, dedujeron fácilmente que el Diablo y su Canciller habían estado discutiendo, dada la manera como Adramalech abría y cerraba las plumas multicolores, fruncía el ceño y torcía los labios. Por fin, el soberano ordenó que cesara el abaniqueo nervioso, el cual, al agitar la atmósfera, acentuaba la corriente fría que hacía palpitar los cortinajes. Obedeció el Canciller Pavo Real, a regañadientes, pero todavía algo insistió, en lo que evidentemente venía sosteniendo, porque se encolerizó el Diablo, escupió al suelo, del que saltaron chispas, y exclamó:
-¡Basta! Demasiado tienes que hacer, ocupándote de mis relaciones exteriores, para pretender viajar, cuando hay otros aquí que viven en el ocio estéril. ¿O te ha dado por imitar a tus colegas terráqueos, que con cualquier pretexto dejan el despacho aburrido y salen, simulando tremendas inquietudes, a dárselas de turistas? Por lo demás, lo resuelto, resuelto está, y para confirmártelo ¡que traigan los libros!
Refunfuñó Adramalech, alisándose con la boca las plumas, y recordó en voz baja que los asirios se habían conducido mejor con él, mas ya estaban los libros delante del Diablo, quien acariciaba sus encuadernaciones con refinamientos de bibliófilo. Eso es lo que le gusta parecer, por encima de lo demás: un refinado. Tomó la edición alemana del "Tractatus de Confessionibus Maleficorum et Sagarum", del ilustre Peter Binsfeld, cuya sabiduría se afirma en su formación por los jesuitas de Roma, y elogió el grabado de la portada. Leyó, como si declamase: Munich, 1591.
-Este hombre -comentó- fue una autoridad notable. Únicamente un error singular, que nada justifica, hallo en su libro, y es que sostiene que el Diablo no puede aparecer bajo la traza de una persona inocente.
Rieron los sátiros, mientras acomodaban la máquina de escribir y los cilindros de barro, a fin de que se consignara en ellos cuanto dijera el señor. La máquina comenzó en seguida a funcionar sola, copiando en un rollo lo que dictaba el Diablo, sin equivocar ni una letra, mientras que un fauno prolijo se esmeraba, con ayuda de un punzón, en grabar en el barro (que sería cocinado después) los clavos y variados signos propios de la escritura persa y asiria.
Púsose el príncipe del Mundo a revolver las hojas del “Tractatus", hasta que encontró lo que precisaba.
-Aquí está -puntualizó-, aquí está la clasificación de Binsfeld, que considero la más perfecta. Él distribuye entre los demonios la hegemonía de los pecados capitales (los siete que enumeró Tomás de Aquino, quedándose corto) así: a Lucifer, la Soberbia; a Satanás, la Ira; a Mammón, la Avaricia; a Asmodeo, la Lujuria; a Belcebú, la Gula; a Leviatán, la Envidia; a Belfegor, la Pereza. Es admirable. Cualquiera deduciría que los ha conocido, porque se ajusta exactamente a las calidades y preferencias de esos cofrades. Cómo pudo adivinarlo? ¿Quién se lo sopló? ¿Habrá en el infierno -y el Diablo miró en torno, como si escrutase los arcanos de la profundidad- infiltraciones? ¿Habrá algún traidor que anda por la Tierra, divulgando nuestros secretos?
-Con todo -declaró Adramalech (y en ese momento sus plumas semejaban un inmenso abanico, abierto en la nacarada penumbra de un avant-scéne de teatro)- yo opino que me pudo otorgar la Soberbia.
-Nadie se acuerda de ti -replicó el Diablo-. A ti te basta y sobra con la Cancillería. Mira, éste es "The Magus or Celestial Intelligencer", de Francis Barret, publicado en Londres el año 1801. Él también ensayó una clasificación, y llama a Mammón el príncipe de los tentadores y engañadores; a Satanás, el de los alucinadores, o sea el jefe y servidor de los que conjuran y de las brujas; y a Belcebú, el de los falsos dioses. Pero esto, con algún atisbo de verdad, carece de asidero. Me quedo con el Maestro Binsfeld, que no en vano era alemán. Es más claro, más definitivo.
-Sin embargo -protestó el Gran Canciller- ninguno de ellos, fuera de Belcebú, integra la lista de los demonios-jefes mencionados por Milton. La sé de memoria: Moloch, Camos, Baal, Astarot, Astarté, Tammuz, Dagón, Rimnón, Osiris, Horus, Belial.
Se echó a reír el Diablo y se sacudieron las paredes, arrojando, aquí y allá, trocitos de hielo. Hizo girar el sillón, que en tanto hablaba iba y venía por el cuarto, hacia el busto del poeta, que cabeza abajo asistía a la escena insólita, y recalcó, silbando con silbido de serpiente:
-Ése no tenía ni idea de cuanto nos toca. He was an old fool. Es como el otro -añadió, señalando al busto de Dante- ¡y pensar que en su tiempo sostenían que había estado en el Infierno!
Los sátiros, adulones, rieron también, y la armadura dorada de Azazel, el portaestandarte, rechinó, como si se desternillase o se destornillase.
-¿Están listos los invitados? -preguntó el Diablo, pasándose por los cuernos el pañuelo de hilo, con su inicial bordada en seda carmesí.
-Sus Excelencias aguardan vuestras órdenes, Sire -contestó uno de los sátiros.
-Que entren, pues.
Y entraron, uno a uno, los siete demonios.
Entonces se advirtió que la curiosidad de los mandingas menores, que aplastaban las narices, naturalmente chatas, contra las ventanas góticas, subía de punto, porque cubrieron los vidrios en su totalidad, y ya no hubo resquicio para que asomase ni un reflejo de las llamas. No estaban allí, por descontado, las huestes íntegras del Diablo. Ni siquiera el hecho de que fuese aquella una habitación aparentemente infinita hubiera podido contenerlos si se considera que Johan Weyer, médico del Duque de Cleves, calculó, en el siglo XVI, a ojo de buen cubero, que su cifra asciende a 7.405.926 individuos. Por lo demás, no olvide el lector que la mayoría de los diablos, diablejos, diablones y diablotines, fuesen ígneos, aéreos, terrestres, acuáticos, subterráneos o heliófobos merodeaban sueltos por el Mundo -como merodean- a modo de miríadas de insectos tenaces, dedicados con seriedad a las tareas inherentes a su condición, y que quienes espiaban por los ventanales lo hacían otorgándose, dentro del Infierno, un breve descanso.
Su atención se concentró primero, por su jerarquía, en el grupo compuesto por el Diablo y sus ayudantes principales, que integraban un cuadro muy singular con el Príncipe en el medio, sobre su ambulante silla de portátil baldaquín de estalactitas, que de repente reclinaba el apoyacabeza, como si al caballero moreno y cornudo que la ocupaba fuesen a afeitarlo o a despojarlo de una muela, y de repente alzaba un brazo de metal, o daba vuelta, o se desplazaba, empujando al almohadón pontificio, de acuerdo con las necesidades del caso. La máquina de escribir no paraba de teclear, siguiendo las marcadas inflexiones de la voz del Diablo, y el sátiro amanuense de tricornio se afanaba, por su parte, en multiplicar los caracteres cuneiformes, mientras llenaba más y más ladrillos sin cocer aún, con destino a los estantes del Archivo Mayor. El Gran Canciller Adramalech se esponjaba y desenvolvía las plumas de pavo real, cerrándolas de súbito con rápido golpe coqueto; levantaba una parte y se sacaba los anteojos; y el serafín Azazel hacía relampaguear los oros de la coraza y aprovechaba el aire intenso para que flamease la angosta bandera.
Con ser sin duda extraña la escena que esbozamos, más extraña todavía fue la que crearon los recién venidos, quienes se inclinaron sucesivamente ante el amo infernal. Lucifer, el soberbio, era negro como la noche y estaba vestido por su desnudez total y musculosa. Llevaba una corona sembrada de diamantes y anchas alas de murciélago, con incrustados carbúnculos. Su orgullo se evidenciaba en los elementos heráldicos que se entretejían en su manto transparente: águilas, leones, grifos, lobos, castillos, flores de lis, y que ascendían también por su cetro de ébano. "Hijo de la mañana" lo llamó Isaías, y con ser tan negro resplandecía como el amanecer. Satanás, el iracundo, el de las alas de buitre, exhibía una cota de mallas roja, como si fuese un inmenso crustáceo, y sus ojos crueles coruscaban en la trabazón de pelos que le cubría la cara y las mejillas. Mammón, el avaro, sobresalía por una delgadez que le marcaba el esqueleto, apenas resguardado por jirones de ropas andrajosas, y por las miradas titilantes de ambición que dirigía a cuanto centelleaba un poco, lo mismo a la máquina de escribir del Diablo que a la armadura de Azazel. Asmodeo, el lujurioso, tenía el hocico de cerdo y de conejo las orejas; renqueaba y se relamía, embistiendo con ojeadas provocadoras a los sátiros: pero a veces se transformaba en una mujer o en un adolescente, desnudos ambos y tan cambiantes que resultaba imposible discernir su sexo. Belcebú, el devorador insaciable, traía un capote manchado de grasa; una guirnalda de uvas en torno de la frente; una banda de hortalizas cruzándole el pecho; y una colmada cesta, de la cual sacaba constantemente más y más viandas de cualquier tipo, que embaulaba con fruición su boca descomunal. Nubes de moscas verdes volaban alrededor. Leviatán, el envidioso, Gran Almirante del Infierno y jefe Supremo de las Herejías, sustentaba sobre los hombros angostos una amarilla cabeza de cocodrilo y ceñía el blanco uniforme de su dignidad, todo él rutilante de mágicas condecoraciones. Y Belfegor, demonio de la Pereza, no venía solo, porque evitaba en lo posible caminar. Cuatro simios alados portaban las andas en las que estiraba su molicie, su corpachón de hembra rolliza, dormilona y roncadora, y el caparazón de tortuga que le caía por la espalda. Así se presentaron los siete demonios ante su señor. No abundamos ahora en más detalles acerca de sus estructuras. Ya los irá conociendo y apreciando el lector en el curso de este libro, y con lo descrito basta para transmitir una idea sucinta de la extravagancia de su concurso, al que comunicaba su vibración el leve batir permanente de las alas (las del avaro eran del paño de algodón más barato, zurcido y pobre; las del libidinoso, de cantáridas esmeraldinas; las del goloso, chorreantes de miel; las del envidioso Almirante, hechas con lonas de carabelas; y las del perezoso, de piel de marmota). Las cabezas de cerdo y de cocodrilo, las garras diversas, los policromados adornos y atributos, los distinguían, pero todos ostentaban colas iguales y unas patas de cabra que proclamaban la ausencia de zapaterías, en los dominios del Diablo.
-Comenzaremos la audiencia -dijo el amo, y Azazel hizo culebrear el rojo estandarte.
La máquina de escribir autónoma, captadora de palabras en el aire, aguardó a un lado, ávidamente dispuesta, y al otro, el sátiro tricornudo afiló el punzón y aprestó un nuevo cilindro. Entre tanto, Su Majestad se revistió para la ceremonia, de acuerdo con el ritual previsto por el protocolo. Es decir que no se revistió, sino se desvistió. Se abrió el chaleco; hizo lo propio con el cierre relámpago del pantalón de franela; se desabotonó la camisa, y entonces apareció su segunda cara, su cara oculta, la que tiene la boca dibujada a la altura del ombligo, que es idéntica a su cara visible (con la única diferencia de que no conserva la mancha del tintero luterano) y que sólo se muestra en las funciones importantes. Dicha boca ventral habla, a veces al mismo tiempo que la superior, lo cual puede provocar embrollos. Por el momento, ambas narices se limitaron a estornudar estrepitosamente, a causa del desabrigo, y esas violencias nasales hallaron eco en los estornudos soltados por los siete demonios, en particular por los sin ropa, Lucifer y Asmodeo; en cuanto al cocodrilo Almirante, los párpados y las fauces se le llenaron de lágrimas. Cabe señalar que durante todo el resto del acto, hubo siempre alguien que estornudaba, con furia Satanás, Belfegor con pereza, Belcebú con gula, Adramalech remilgadamente, pasándose las plumas de pavón por la desembocadura irritada del aparato respiratorio, y que aquellos espasmos de la pituitaria acompañaron como un coro sollozante al desarrollo de los diálogos.
El Diablo empezó por mandar que los siete huéspedes dominaran el batir refrescante de sus alas, y que se distribuyeran en consonancia con sus títulos. Así lo hicieron, apostándose a la derecha los de nobleza más rancia, que son los mencionados en el Antiguo Testamento: Satanás, Leviatán y Asmodeo; a la izquierda, el citado en el Nuevo, que es Belcebú, y algo detrás los restantes: Lucifer, Mammón y Belfegor. No se obtuvo esa repartición sin reclamos. Lucifer se atufó, y el carbón de su cuerpo espejeó como una añosa madera lustrada. En su manto, incorporáronse, rampantes y sañudas, las dibujadas bestias. ¿Cómo? ¿Acaso no era el más prestigioso, el más egregio, el más difundido de los demonios? ¿No presidía cuanto se vincula con la zona del Oriente terrenal? ¿No lo confundían a menudo con el Rey de los Infiernos? Hinchaba el pecho y los bíceps potentes, y el Diablo sonreía.
-De eso -acotó desde su sillón móvil-, del Rey de los Infiernos charlaremos después.
Protestó Mammón, recordando que, según Milton, fue el primero que enseñó a arrancar los tesoros de la Tierra y que, en consecuencia, la administración infernal le adeudaba bastantes beneficios, pero el Diablo -que tiene buena memoria- le retrucó que, también según Milton, era el menos elevado de los espíritus caídos del Cielo, y cerró el debate, arguyendo que Milton carecía en absoluto de autoridad. Y el lánguido Belfegor femenino arrellanó su concha de tortuga en las andas y se limitó a bostezar: sabía que muchos entendidos reconocen en él al Dios Crepitus, el de las digestivas ventosidades, y eso bastaba para tranquilizarlo con referencia a la importancia sonora de su situación.
Aclaradas las prioridades, tomó el Diablo la palabra.
-Estoy -dijo, dirigiéndose a sus siete grandes vasallos- muy descontento de ustedes. Viven aquí una vida inútil, recostados sobre laureles antiguos, y no hacen más que discutir, como si fueran teólogos. En lugar de proponer ideas originales, que favorezcan al Infierno, se la pasan divagando. Los que son príncipes, desdeñan a los otros. Lucifer, Satanás y Asmodeo disputan sobre cuál de los tres fue el que tentó a Jesús, y en realidad esa tentación rindió tan poco fruto que no es para vanagloriarse y más conviene ni recordarla. Además, Satanás y Lucifer se han ingeniado, con literarias intrigas, para que el Mundo crea que uno de los dos lleva la corona de los Infiernos, relegando mi nombre (el nombre de Diablo) a la condición impersonal de nombre común y colectivo. Ce n'est pas aimable –adujo con una mueca torva, y avanzó las uñas-. Asmodeo enloquece a todos con su cuento de cómo se apoderó del harén del Rey Salomón, engañándolo, en la época en que lo ayudó a construir el templo. It's an old story. Belcebú se jacta de su título de patrono de los médicos, y sin embargo no hay quien le extraiga una receta en este sitio donde tantos pobres diablos soportan quemaduras injustas. De Belfegor no hablemos: no hace más que tumbarse. En resumen, ninguno de los siete sirve de nada y eso implica un mal ejemplo, que ya empieza a cundir entre los espíritus menores. Se relaja la disciplina, y yo aspiro a que el Infierno sea un modelo disciplinario. Allá ellos en el Cielo; que procedan como les plazca; que manejen a su antojo la indulgencia. El Infierno es un instituto penal, y debe funcionar sobre bases serias. Si los supremos guardianes de nuestra casa olvidan su obligación, poco a poco se irá convirtiendo, para vergüenza nuestra, en un Paraíso.
Intentó Satanás, tartamudeando de ira, una protesta, pero se lo vedó una cascada de estornudos. Por su parte, el Diablo levantó la diestra y descartó cualquier objeción probable. Ahora fue su segunda cara la que habló, y Belcebú, Señor de la Voracidad, apartó a manotazos las moscas zumbantes que lo envolvían y cesó de masticar, para no perder vocablo.
-He pensado -manifestó la boca del ombligo- enviarlos a la Tierra, a fin de que allá cumplan la misión que aquí desatienden. Asaz vacilé, antes de resolverlo. Me disgusta la perspectiva de que escapen a mi directa e inmediata fiscalización. ¿No integraron algunos de ustedes el grupo que traicionó a Jehová? ¿No serían capaces de traicionar de nuevo, de traicionarme a mí, que encabecé la sedición? Sin embargo, prefiero correr ese riesgo a verlos en torno, haraganeando. Es algo que no puedo soportar. Se diría que cada uno ha renunciado a su pecaminoso dominio, para invadir el del Ocio, señorío de Belfegor.
Lucifer, faraón de lo pertinente al insano Orgullo, irguió el cuerpo macizo y proclamó, en representación del resto, su fidelidad. Pusiéronse a cantar los siete la "Marcha de las juventudes Demonistas", en testimonio de su lealtad al jefe máximo.
-¿No es comprensible -continuaron los labios umbilicales, con escéptico rictus- la actitud de esos países del Mundo en los cuales se pone toda clase de inconvenientes a los ciudadanos, antes de autorizarlos (cuando se les permite) a trasponer sus fronteras? Yo la acepto y la admiro. Pero este caso es diferente. Se trata de la disciplina laboriosa. En consecuencia, a la Tierra irán.
Espiáronse, absortos, los convictos. A mil leguas estuvieron de suponer que los habían convocado con el propósito de endilgarles una reprensión. Por encima de sus especialidades, la vanidad era su denominador común, y habían barruntado, teniendo en cuenta lo excepcional de su status, que el Diablo los había reunido para otorgarles alguna nueva prebenda. Leviatán, Gran Almirante, llegó a imaginar que le conferirían una condecoración más, y Belfegor se mantuvo derechito, en las andas que su somnolencia requería, y retuvo un viento que hubiera sido muy mal recibido.
-A la tierra irán -prosiguió el Gran Demonio-, y no por cierto a divertirse, sino a trabajar. De modo que no te relamas, Asmodeo lúbrico.
Se inclinó al oído de Adramalech, quien se dobló palaciegamente y a su vez transmitió a los sátiros una orden. Estos maniobraron la cerradura de una maleta y de ella extrajeron tres objetos, que tomó consecutivamente el soberano.
-He aquí -dijo mientras lo mostraba- un reloj. No es un reloj común. En lugar de indicar las horas, indica los años. Te lo confío, Belfegor. Aquí tienen un mapa, que se ilumina señalando el lugar del Mundo en el cual se encuentra quien lo consulta. Tú lo llevarás, Asmodeo. Y esta caja de laca punzó, obra de un diablo japonés, contiene siete fichas de nácar, cada una de las cuales ostenta el nombre de uno de los llamados pecados capitales. Te encargarás tú de ella, Lucifer. Durante el viaje, repentino, inesperado, sonará el reloj, que es un despertador irreprochable. Por eso te elegí para transportarlo, Belfegor soñoliento. Lo examinarán ustedes y así sabrán por qué momento de la historia humana, por qué año, con exactitud, atraviesan en ese instante, ya que el tiempo es una absurda convención de los hombres, allende la cual operamos, libres, nosotros. Verificarán, en el mapa, el sitio coincidente donde se hallan, y se detendrán allí. Por último, abrirán la caja punzó, y la suerte dispondrá cuál de los viajeros será el artífice a quien incumbirá ejercer la tarea inherente a su intrínseca tentación. Pero ¡cuidado!, los demás no permanecerán inactivos, ya que ellos deberán colaborar con el ejecutor principal, si lo requiriese el éxito de la empresa. Y no piensen que será un trabajo sencillo. Ya veré yo que a cada uno le corresponda una tarea no vinculada con su idiosincrasia.
Mudos quedaron los siete demonios. El Diablo reía; el pavón se pavoneaba; el portaestandarte izaba y bajaba la insignia; Belfegor contemplaba el reloj de los años; Lucifer revolvía la caja y hacía sonar las fichas; Asmodeo desenrollaba el mapamundi, que era bonito, decorado con personajes mitológicos y con blasones de ciudades.
-Y ahora extiendan las manos -habló el Rey-. Adramalech, dame el sello.
Estiraron los demonios las extremidades, las zarpas, los ásperos dedos, y sobre cada una de las palmas, el propio jefe imprimió su timbre rojo: los tres cuernos endentados, contraflorados y ecotados, por describirlos heráldicamente.
-Eso hará las veces de pasaporte -concluyó el Diablo-. Exhíbanlo delante de Caronte, al salir. Adramalech, el ponche.
Aproximóse el Canciller, todo plumaje y meneos. Lo siguieron dos pajes que coceaban con escandalosas luces de perlas en las pesuñas, y presentaron la ponchera ardiente. Colmaron las copas, y los siete brindaron con el Diablo Mayor. Sabían a qué atenerse y por eso no escupieron lo que se les ofrecía: el Ponche del Infierno, que sólo se sirve en el aposento helado, es lo más cruelmente frío que se conoce, más gélido aun que el famoso semen glacial de los íncubos.
Luego los demonios retrocedieron y se retiraron, evitando dar la espalda a su señor, y éste se apresuró a clausurar el cierre relámpago del pantalón y a abotonar el chaleco, porque su segunda cara empezaba a amoratarse, aterida.

sábado, 18 de mayo de 2013

Walt Whitman - (EEUU, 1819-1892).


Walt Whitman - (EEUU, 1819-1892) 
 Poeta estadounidense cuya obra afirma claramente la importancia y la unicidad de todos los seres humanos. Su valiente ruptura con la poética tradicional, tanto en el plano de los contenidos como en el del estilo, marcó un camino que siguieron posteriores generaciones de poetas de su país. Nació el 31 de mayo de 1819 cerca de Huntington (Nueva York). Fue el segundo de nueve hermanos, hijo de un carpintero. El poeta se sintió siempre muy próximo a su madre. Cuando contaba cuatro años de edad, su familia se trasladó a Brooklyn, donde asistió a una escuela pública durante seis años, antes de trabajar como aprendiz en una imprenta. Dos años más tarde, se mudó a la ciudad de Nueva York, donde trabajó como impresor, pero regresó a Long Island en 1835 para dar clases en distintas escuelas del condado. Entre 1838 y 1839 publicó un periódico, el Long-Islander, en Huntington, aburrido por su estilo de vida, volvió a Nueva York y trabajó como periodista. Se convirtió en asistente asiduo de teatros y, lector omnívoro como fue siempre, de librerías. Durante esos años escribió poemas y cuentos muy poco originales para distintas publicaciones, así como discursos políticos, por los cuales los demócratas de Tammany Hall le permitieron dirigir varios periódicos de corta tirada y vida. Fue editor del famoso Brooklyn Eagle durante dos años, pero perdió su puesto por apoyar al partido Free-Soil. Tras un breve periodo en Nueva Orleans, regresó a Brooklyn, donde intentó publicar un periódico en la órbita del Free-Soil. Después de pasar varios años desempeñando los más diversos trabajos, incluido el de constructor inmobiliario, empezó a escribir una poesía totalmente distinta de la que se estaba escribiendo, y se dedicó por completo a tal actividad. 
En 1855, Whitman publicó la primera de las innumerables ediciones de Hojas de hierba, un libro de poemas cuya principal novedad era un tipo de versificación no usado hasta entonces, y que se alejaba radicalmente del que el poeta había utilizado en los poemas sentimentales que escribió en la década anterior. Puesto que en esta obra alababa el cuerpo humano y glorificaba los gozos de los sentidos, se vio obligado a sufragar él mismo los gastos de su publicación, y a colaborar en las tareas de imprenta. Su nombre no aparecía en la portada de esta edición, pero sí un retrato suyo en camiseta, con los brazos en jarras y el sombrero ladeado, en actitud desafiante. En un largo prefacio, el autor saludaba el advenimiento de una nueva literatura democrática -acorde con el pueblo-, sencilla e irreductible, escrita por un nuevo tipo de poeta afectuoso, potente y heroico, que conduciría a los lectores a través de la poesía con la fuerza de su magnética personalidad. Whitman pasó el resto de su vida intentando aproximarse a ese modelo de poeta. La edición de 1855 de Hojas de hierba contenía 12 poemas sin título, escritos en versos largos y cadenciosos que se asemejan a los de la Biblia del rey Jacobo. El más largo y de mayor calidad de ellos, que más tarde recibió el título de -Canto a mí mismo- (este largo poema ha sido publicado muchas veces como libro autónomo y el poeta español León Felipe lo tradujo en 1941), consistía en la visión de un `Yo` simbólico presa de una sensualidad que le hace amar a todas las gentes que se va encontrando en un imaginario vuelo desde el Atlántico hasta el Pacífico. Ninguno de los poemas de esta primera edición alcanza la intensidad de éste, a excepción de -Los dormidos-,
otro vuelo visionario en el que queda simbolizada la vida, la muerte y el nuevo nacimiento. 

Animado por una carta personal de felicitación que le envió el ensayista y poeta Ralph Waldo Emerson, Whitman se apresuró a preparar una nueva edición de Hojas de hierba (1856), que contenía numerosas revisiones y añadidos, y que fue la primera de una serie de reediciones retocadas que el poeta iría realizando a lo largo de su vida. El poema más significativo de esta edición de 1856 es -En el transbordador de Brooklyn-, en el cual el autor reúne a todos sus lectores del pasado y el futuro a bordo de un transbordador marítimo. En la tercera edición del libro (1860), se empiezan a encontrar poemas más alegóricos. Así, en -La cuna que se mece sin fin-, un poema cuya musicalidad está tomada de la ópera italiana, de la que el autor era un devoto conocedor, un pájaro (la voz de la naturaleza) revela a un niño (el futuro poeta) el significado de la muerte. En esta edición aparecieron dos nuevos ciclos de poemas, -Hijos de Adán- y -Calamus-, que afrontan de lleno los temas de la amistad y la sexualidad, hasta el punto de que se especula con la posibilidad de que -Calamus- estuviera inspirado en una relación homosexual del autor. Redobles de tambor (1865, añadida a la edición de 1867 de Hojas de hierba) refleja la preocupación del poeta por las consecuencias de la Guerra Civil estadounidense, y su esperanza de una rápida reconciliación entre Norte y Sur de los recién creados Estados Unidos. Secuela (1866) a Redobles de tambor contiene -Cuando las lilas florecían en la puerta del patio-, una gran elegía al asesinado presidente Abraham Lincoln, así como su poema más conocido, -¡Oh, capitán, mi capitán!-. Otra obra suya, Paso hacia la India (1871) se basaba en una visión mística de la unión de Oriente y Occidente, paralela a la del alma con Dios, simbolizadas por los modernos medios de comunicación y transporte. En 1881 quedó, por fin, satisfecho con sus poemas, pero no dejó de publicar nuevas ediciones de Hojas de hierba hasta la versión final de 1892. Póstumamente, en 1897, apareció un nuevo ciclo de poemas, -Ecos de la vejez-, que entró a formar parte de la versión definitiva de Hojas de hierba, editada en 1965 por Harold W. Blodgett y Sculley Bradley y traducida al español por el escritor argentino Jorge Luis Borges, en 1972. 

Durante la guerra de Secesión, Whitman asistió espiritualmente a soldados heridos en un hospital militar del bando norteño en la ciudad de Washington. Continuó trabajando para el gobierno hasta 1873, en que sufrió un grave ataque que le dejó como secuela una parálisis parcial. Se marchó entonces a vivir con su hermano George en Camden (Nueva Jersey), hasta 1884, año en que compró su propia casa. En ella vivió, revisando y añadiendo poemas a Hojas de hierba, hasta su muerte, acaecida el 26 de marzo de 1892. Durante esos sus últimos años, también escribió obras en prosa de gran calidad, como los ensayos Perspectivas democráticas (1871), que se consideran en la actualidad una exposición clásica de la teoría de la democracia y sus posibilidades. Días ejemplares (1882-1883), por otro lado, contiene antiguos textos sobre la guerra de Secesión y el asesinato del presidente Lincoln, y notas sobre la naturaleza, escritas durante su vejez. 


 (aporte de lajime)

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