lunes, 13 de mayo de 2013

"Literatura gótica" por Lucía Solaz

"Literatura gótica" por Lucía Solaz
Publicado en la revista ESPECULO Universidad Complutense de Madrid

princesa_gotica.jpghttp://listanacho.blogia.com/2005/081001--literatura-gotica-por-lucia-solaz.php

El término gótico enmarca un estilo de literatura popular surgido en la Inglaterra de finales del siglo XVIII. El renacimiento del gótico fue la expresión emocional, estética y filosófica de la reacción contra el pensamiento dominante de la Ilustración, según el cual la humanidad podía alcanzar, mediante el razonamiento adecuado, el conocimiento verdadero y la síntesis armoniosa, obteniendo así felicidad y virtud perfectas. Los filósofos de la Ilustración trataron de eliminar los prejuicios, errores, supersticiones y miedos que, según ellos, habían sido fomentados por un clero egoísta en apoyo a los tiranos. Sin embargo, sus teorías sobre el conocimiento, la naturaleza humana y la sociedad eran terribles para aquellos que creían que el miedo podía ser sublime. El énfasis de la Ilustración en la necesidad de racionalidad, orden y cordura no podía menos que reconocer la rareza de estos fenómenos en la civilización. No todos los pensadores defendían el racionalismo tan vehementemente. La generalización de que el siglo XVIII fue la Edad de la Razón en la cual la felicidad humana dependía del dominio de la pasión y de las normas seguras descansa en la otra “media verdad”, según la cual la humanidad necesita pasión y temor. 

A pesar de las ideas dominantes de orden y sobriedad, la afición por el exceso gótico pronto captaría el interés de los intelectuales británicos. Desde esta afición creció una escuela de literatura gótica, frecuentemente derivada de modelos alemanes. La sucesión de narrativas góticas que proliferaron entre 1765 y 1820, con un nuevo brote a través de la era victoriana (especialmente en la década de 1890) estableció una iconografía que todavía nos es familiar a través del cine: húmedas criptas, paisajes escarpados y castillos prohibidos habitados por heroínas perseguidas, villanos satánicos, hombres locos, mujeres fatales, vampiros, doppelgängers y hombres lobo.

El terror gótico tal y como lo conocemos hoy en día es en gran medida una invención de este periodo. Los quisquillosos árbitros de la Era de la Razón no encontraron ninguna utilidad a los fantasmas y a las atrocidades sádicas que Shakespeare y sus contemporáneos habían explotado, pero para finales de 1700, estos fantasmas, reprimidos pero no “muertos”, retornaron con fuerza en forma de novelas y poesía gótica. Dos siglos más tarde, los films de horror se mantendrían fieles a esta tradición, reinventando antiguas imágenes de locura, muerte y decadencia.

El periodo literario gótico temprano dio comienzo con la publicación en 1764 de El castillo de Otranto. Una historia gótica, de Horace Walpole. Denunciada por los críticos y devorada por los lectores, la narrativa gótica emergió como una fuerza dominante desde su inicio con Walpole hasta su cenit en 1820 con Melmoth, el errabundo de Charles Robert Maturin. Estas seis décadas son consideradas por los historiadores literarios como los años góticos en los que una multitud de autores satisfizo los insaciables ansias de terror del público. La novela gótica (también denominada negra) es sensacionalista, melodramática, exagera los personajes y las situaciones, se mueve en un marco sobrenatural que facilita el terror, el misterio y el horror. Abundan los vastos bosques oscuros de vegetación excesiva, las ruinas, los ambientes considerados exóticos para el inglés como España o Italia, los monasterios, los personajes y paisajes melancólicos, los lugares solitarios y espantosos que subrayan así los aspectos más grotescos y macabros, reflejo de un subconsciente convulso y desasosegado. Los precursores del espíritu gótico los encontramos en los poetas de la “escuela del cementerio” (Graveyard School), quienes expresaron su desagrado hacia la razón, el orden y el sentido común en una mórbida efusión de oscuros versos. Las obras de Thomas Parnell, Edward Young, Robert Blair y Thomas Gray no sólo anticiparon los estados de ánimo y pasiones góticos, sino que reflexionando grandilocuentemente sobre la muerte en medio de las más lóbregas de las localizaciones, redescubrieron la relación escatológica entre terror y éxtasis. Esta fascinación se extendería al embellecimiento de la muerte propio de la época victoriana, además de a una atracción hacia la muerte como recargada complacencia en el dolor.

Desde sus comienzos, el gótico se impuso como una literatura de estructuras que se derrumban, de recintos horribles, de sentimientos prohibidos y caos sobrenatural. Deleitándose en lo maligno sobrenatural, el gótico trataba de subvertir las normas del racionalismo y del autocontrol apelando a la eterna necesidad humana de elementos inhumanos, una necesidad no satisfecha por el sensato y decoroso arte de la Edad de la Razón. Walpole abrió la puerta a un universo alternativo de terror, de confusión psíquica y social cuya mera existencia había sido negada por el sistema de valores neoclásico. Esplendor en ruinas, hermoso caos, atractiva decadencia, espectáculo espantoso y extravagancia sobrenatural se convirtieron en los rasgos definitorios de una nueva estética gótica que tenía en el alivio de la inanición emocional su meta artística. El recinto fatal, metáfora central de toda la ficción gótica, sirvió al objetivo implícito del gótico como una respuesta a la inseguridad política y religiosa de una época agitada.

El empleo de Walpole de la palabra “gótico” en el subtítulo de su novela fue una descripción que pretendía impresionar y excitar a su audiencia. En 1764, las connotaciones del término eran todas negativas, dado que “gótico” había sido utilizado para denigrar objetos, personas y actitudes consideradas bárbaras, grotescas, ordinarias, primitivas, sin forma, de mal gusto, salvajes e ignorantes. En un contexto artístico, “gótico” significaba todo lo que era ofensivo a la belleza clásica, algo feo por su desproporción y grotesco por su carencia de gracia unitaria. Describiendo su obra como “una historia gótica”, Walpole no sólo elevó el estatus del adjetivo, sino que proporcionó una etiqueta para el torrente de narrativa de terror que le seguiría. De ahí en adelante, las obras góticas confiarían normalmente en decorados situados en un espacio y tiempo remotos para inducir una atmósfera de delicioso terror. La acción gótica solía producirse en localizaciones cerradas donde los lectores se podían sentir tan perdidos y desorientados como los propios personajes. El principal mecanismo de la trama gótica era un decorado sistema de artefactos arquitectónicos, efectos acústicos y accesorios sobrenaturales instalados por todo el castillo gótico, donde retratos itinerantes, armaduras peregrinas y otros objetos inorgánicos o inanimados se comportaban de modo humano. Cada recurso estaba estratégicamente situado para intensificar la atmósfera de miedo, extrañeza, impotencia y peligro sobrenatural. Fue vital para el éxito del gótico alguna forma de entrampamiento por una arquitectura orgánica o animada, cámaras que se contraían, paredes tumefactas o amenazas por parte de otros objetos. El espacio gótico fue modificado más tarde para adaptarse a las especiales preocupaciones de los lectores victorianos, convirtiendo el secuestro en mental y social, además de la detención física, con personajes atrapados por mentes, ciudades, familias y estructuras sociales obsesionadas. Desde Walpole hasta el gótico moderno, el espacio expone una inteligencia y movilidad malignas y es mentalmente más poderoso que sus ocupantes humanos. En la novela gótica el escenario arquitectónico era esencial en el desarrollo de la trama. La importancia fundamental de la atmósfera es un elemento que se trasladará al cine de tendencia gótica y expresionista, donde los decorados construyen sombras para sugerir espacios y estados de ánimo.

Los empresarios teatrales se apropiaron rápidamente de la moda del gótico literario. Matthew Lewis, autor de El monje, horripilante novela sobre hipocresía religiosa, también fue el creador de melodramas teatrales como el éxito de 1797 The Castle Spectre. Sin embargo, la principal inspiración teatral vendría de la mano del Frankenstein de Mary Shelley y El vampiro de John Polidori. El vampiro de James Robinson Planche se estrenó en 1820 y Presumption or The Fate of Frankenstein de Richard Brinsley Peake en 1823. T.P. Cooke alcanzó la fama por interpretar al vampiro y al monstruo en la misma noche, presagiando el vínculo entre Frankenstein y Drácula durante el siglo xx. La popularidad del terror escénico británico culminó en 1888 con la llegada a Londres de una adaptación americana de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de R.L. Stevenson. A pesar de esta rica herencia de literatura y melodrama teatral góticos, los cineastas británicos fueron notablemente lentos a la hora de perfeccionar un cine gótico equivalente hasta la emergencia de la Hammer a mediados de 1950.

La caracterización gótica, especialmente la polarización del bien y el mal en una doncella y un villano, tiene su origen en la novela de Samuel Richardson Clarissa; The History of a Young Lady (1748-49). Los personajes góticos heredaron su naturaleza emocional de Clarissa Harlowe, la virgen atormentada, y de Robert Lovelace, el malvado violador. Lovelace se convirtió en el prototipo del satánico superhombre de la novela gótica, una criatura misteriosa que persigue sin piedad a la doncella mientras huye de sus propios impulsos oscuros. Esta figura nunca es completamente malvada, sino que es un “atormentado atormentador” hacia el cual la heroína se siente misteriosamente atraída. 

El gótico fue madurando y en las décadas de 1778 y 1780 siguió dos líneas de desarrollo, una que continuaba el espíritu subversivo de Walpole y otra línea más conservadora, doméstica y didáctica. Estas tendencias se pueden apreciar en las novelas de dos de las figuras más importantes de la escuela gótica: el audaz Matthew Lewis y la más conservadora Ann Radcliffe. Las imitaciones de estos dos autores abarrotaron pronto las librerías. En contraste con la escasa validez de las populares novelas por entregas, la narrativa gótica psicológica de calidad intelectual seria mantuvo la buena salud del gótico durante la década de 1820. Frankenstein de Mary Shelley, Melmoth el errabundo de Maturin y Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado de James Hogg demostraron el trágico potencial del gótico y dieron una pista sobre la clase de sofisticación psicológica y metafísica que marcaría las obras de Hawthorne y Le Fanu. La riqueza simbólica y filosófica de estas novelas góticas indica el papel principal que desempeñaría el goticismo durante el siglo XIX, activando los oscuros sueños de muchos grandes escritores que se volvieron hacia el gótico para realzar el carácter trágico de su arte.

Durante el periodo comprendido entre 1820 y 1896 encontramos distintos tipos de gótico:

1. La alta (o pura) novela gótica, como El monje de Lewis, trataba de aterrorizar, horrorizar, impresionar, asustar y emocionar al lector más allá de su memoria racional. Lo sobrenatural es siempre maligno e incontrolable. Los exteriores estaban caracterizados por sublimes pero terribles paisajes, frecuentemente nocturnos o subterráneos. Sus interiores se distinguían por un tono de alta agitación, ansiedades no resueltas, miedos, euforia poco natural y desesperación. 

2. Las novelas por entregas: numerosísimos fascículos de horror, muy baratos, con una extensión de entre 36 y 72 páginas y que variaban enormemente en calidad artística.

3. El gótico polémico: varios escritores con conciencia social transformaron la novela gótica popular en un instrumento de protesta social, empleando los decorados y situaciones góticas para llamar la atención sobre horrores sociales o políticos tales como las leyes injustas o la lamentable situación de la mujer. El gótico polémico intentaba edificar además de horrorizar a los lectores combinando el terror gótico con una ideología radical para despertar la conciencia social y cambiar las opiniones de los lectores sobre ciertos asuntos. La confinación en de un castillo encantado se convierte en detención dentro de una sociedad que niega la libertad y la identidad individuales. Este es el caso de la novelas de Dickens y de las hermanas Brontë. 

4. El drama gótico: muchas obras de teatro eran adaptaciones condensadas de novelas, especialmente de los trabajos de A. Radcliffe. Un decorado sensacionalista, tormentas falsificadas, dramaturgia espectacular, efectos melodramáticos reproducidos mecánicamente y diálogos operísticos concedieron a las piezas teatrales góticas un periodo de popularidad y de atractivo audiovisual al mismo nivel que las novelas góticas. Un ejemplo lo encontramos en la mencionada Presumption or The Fate of Frankenstein (Richard Brinsley Peake, 1823).

5. La parodia o sátira gótica: el absurdo exceso del gótico estimuló dos clases de parodia o sátira. La parodia crítica o correctiva aceptaba el gótico, pero deseaba elevar su nivel artístico. La sátira destructiva, por el contrario, intentaba erradicar el gótico y reemplazarlo con una narrativa realista y plausible. La abadía de Northanger (1818), de Jane Austen, es un buen ejemplo de parodia correctiva.

6. La novela gótica francesa (roman noir) reflejó los horrores políticos y religiosos precipitados por la Revolución francesa, como es el caso de la novela del marqués de Sade Justine (1791). 

7. La novela gótica alemana (Schauerroman) o “novela de escalofrío” influenció la narrativa de terror inglesa con lo inmoderado de sus elementos sobrenaturales y sus descarados horrores. Fantasmas sangrientos, cuerpos ambulatorios y relaciones sexuales con demonios eran sucesos frecuentes en la Schauerroman. Dentro de esta línea encontramos Los elixires del Diablo de E.T.A. Hoffmann (1815). 

Cada uno de estos tipos de gótico temprano florecería de nuevo en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el goticismo fue subsumido por la historia de fantasmas, la novela histórica, la novela de detectives y las novelas por entregas. En lugar de escapar del gótico temprano, los cuentos de terror de la época victoriana demostrarían la elasticidad del gótico adaptando muchos de sus temas y rasgos formales. En los relatos de terror de 1825 a 1896 los espectros y monstruos se fueron trasladando gradualmente a la psique. El gótico posterior a 1820 retuvo los recursos, los lugares y los miedos a lo desconocido y a lo no conocible, adaptándose a las preocupaciones de su época liberando, más que los demonios exteriores, los demonios interiores.

Aunque la narración gótica se continuaría escribiendo y leyendo en forma de largas novelas en varios volúmenes, la mayoría de los escritores de la época descubrirían el valor de la brevedad inherente al cuento de terror. Novelistas como Dickens en Inglaterra y Hawthorne en Estados Unidos escogieron a menudo la narración breve como vehículo para sus cuentos de terror. Edgar Allan Poe, que añadió al lenguaje e imaginería gótica sus propias obsesiones, limitó casi toda su producción gótica a la narrativa breve al tiempo que insistía en la necesidad artística de la brevedad en sus escritos críticos. Como señala Julia Briggs, “un terror que es efectivo durante treinta páginas rara vez puede ser sostenido en trescientas.”1

La disponibilidad de publicaciones periódicas especializadas en el cuento de terror y las editoriales de literatura pulp saciaron la demanda de una audiencia en expansión. El gótico en forma serializada se ajustaba a los gustos de varias clases sociales, incluyendo un proletariado cada vez más numeroso. Las localizaciones góticas tradicionales (la Europa del Este durante una imaginaria Edad Media) dejaron paso a los ambientes más familiares de las granjas, las casas de campo, oscuras calles urbanas, salones, sótanos y áticos. Dado que la audiencia era predominantemente de clase media, los fantasmas operaban frecuentemente en hogares de clase media.

El gótico de este periodo tomó una dirección introspectiva en cuentos de enterramientos prematuros o del miedo a ellos, historias relacionadas con el temor a la locura, obras obsesionadas con transformaciones bestiales o la pérdida de la racionalidad y narraciones fantasmales que introducían temas sobre dudas teológicas y confusión erótica. Con la subjetivización del terror gótico se hizo más difícil identificar y afrontar la maldad, dado que ésta reside profundamente en nuestro propio interior. El tema del doble o doppelgänger se convirtió en la fórmula más popular del periodo y el encuentro con la bestia interior se puede apreciar brillantemente en relatos como Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado de James Hogg, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson y El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde. La confluencia de la bondad y la maldad en el mismo personaje sugiere un cambio en la naturaleza del villano gótico. A excepción del vampiro, el malvado del relato gótico de la época victoriana conserva la naturaleza de ángel caído heredada de la figura del atormentador atormentado de la novela gótica del siglo XVIII. Esta humanización convierte el malvado gótico en un personaje más vulnerable, “más como nosotros”, como el Roger Chillingworth de La letra escarlata de Hawthorne o el Heathcliff de Cumbres Borrascosas de Emily Brontë. 

Las tensiones en las novelas góticas son claras reacciones a un orden conocido, expresan sentimientos constreñidos y oprimidos por las leyes y prácticas sociales y abordan imperativos psicológicos, emocionales y físicos. La liberación de estos miedos dio lugar a una rica tradición de escritoras dentro del género gótico. Mark Jankovich2, citando a Ann Radcliffe, Mary Shelley, las hermanas Brontë, Charlote Perkins Gilman, Joyce Carol Oates, Angela Carter y Lisa Tuttle, afirma que más que alentar la pasividad, la obediencia y la ignorancia femenina, muchas novelas góticas justificaban la actividad, la desobediencia y la persecución del conocimiento en sus personajes femeninos. Las escritoras góticas se centraron en la figura de la doncella perseguida y confinada, especialmente en el encarcelamiento marital y en la persecución por un autoritario familiar masculino. Las escritoras se sintieron atraídas por el gótico no sólo porque deseaban satisfacer una fascinación sentimental hacia la muerte y la decadencia, sino también porque el gótico ofrecía una vía de dramatización de los peligros de la condición de la mujer en un mundo de hombres. Un miedo fundamental que asedió a las mujeres, el miedo a la incompetencia social y sexual, se muestra interiorizado en el gótico en general. Esta ambivalencia interiorizada hacia la mujer llevó a sentimientos de autorepugnancia y miedo hacia una misma más que a miedos hacia algo exterior. Para escritoras como Margaret Oliphant, Amelia B. Edwards, Vernon Lee, Charlotte Perkins Gilman y Luisa May Alcott, el gótico se convirtió en un texto político autorizado. 

Las obras góticas americanas erigirían sus propias versiones del castillo encantado en sus imágenes de una civilización insegura. Los principales temas serían el terror a uno mismo, al desorden psíquico y social, a la desintegración de las familias, a las contradicciones y conflictos ontológicos y un vivo sentimiento de soledad y carencia de hogar. Todas la variedades de gótico americano, tanto masculinas como femeninas, comparten un rasgo en común: la inclinación a explorar y exponer el lado oscuro de la experiencia americana y sus terribles ironías morales, especialmente la desolación acarreada por el progreso, la división racial y el temor a fracasar en una cultura que tanto enfatiza el éxito.

Uno de los maestros del género, H.P. Lovecraft introdujo el mito gótico en el siglo veinte, aunque la vitalidad del horror gótico en este siglo se debe en gran medida a su popularidad cinematográfica.

La reacción contra los valores victorianos expresados por Lytton Strachey en Victorianos eminentes (1918) desprestigió un nuevo renacimiento de la arquitectura gótica y su equivalente literario, antes incluso del impacto a finales de los años veinte del texto denigratorio de Kenneth Clark The Gothic Revival. Sin embargo, el gótico continuó ensombreciendo el progreso de la modernidad y fue admirado por autores tan distintos como D.H. Lawrence, John Buchan y Evelyn Waugh, al tiempo que encontraba en el cine un nuevo y poderoso medio de expresión.

Especial Literatura Gótica

NOTAS:
[1] BRIGGS, Julia: Night Visitors: The Rise and Fall of the English Ghost Story. Faber. Londres, 1977, p. 10.
[2] JANKOVICH, Mark: Horror. Batsford. Londres, 1992, p. 20.

OTRA BIBLIOGRAFÍA: 
BARRON, Neil (ed.): Fantasy and Horror: a Critical and Historical Guide to Literature, Illustration, Film, TV, Radio and the Internet. The Scarecrow Press. Lanham, 1999.
BOTTING, Fred: Gothic. Routledge. Londres y Nueva York, 1996.
DAVENPORT-HINES, Richard: Gothic: Four Hundred Years of Excess, Horror, Evil and Ruin. Fourth Estate. Londres, 1998.

Lucía Solaz es Licenciada en Ciencias de la Información. Actualmente está concluyendo su tesis doctoral sobre “Tim Burton y la construcción del espacio fantástico” en la Universidad de Valencia. Ha publicado “Guía para ver y analizar: Pesadilla antes de Navidad, de Tim Burton” Ed. Nau Llibres/Octaedro. Valencia/Barcelona, 2001, y está preparando para la misma colección “Guía para ver y analizar: La parada de los monstruos, de Tod Browning”.

© Lucía Solaz 2003
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid 

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero23/gotica.html


"Literatura gótica" por Lucía Solaz

La literatura policial negra en América latina Por Mempo Giardinelli




La literatura policial negra en América latina

 Por Mempo Giardinelli
Donald A. Yates (1928), profesor de la Universidad de Michigan, fue de los primeros que se ocuparon de revisar la escritura del género policíaco en la América hispanoparlante. En su ya clásica antología El cuento policial latinoamericano, publicada en 1964, señaló que en la sociedad hispanoamericana “la autoridad de la fuerza policial y el poder de la Justicia se admiran y aceptan menos que en los países anglosajones”. Con eso estableció un punto medular para la consideración del género negro en lengua castellana.
No obstante que Yates pensaba que eso iba “a desanimar a los escritores nativos, apartándolos de una seria dedicación a la formal composición de relatos de crimen y castigo” –lo cual obviamente no sucedió–; sí es verdad que esas opiniones funcionaron como parteaguas. De hecho la generación de autores latinoamericanos que empezó a publicar novelas negras a partir de los años ‘70 del siglo pasado, desmintió ese supuesto desánimo.
Y es que en los ‘60 Yates pensaba que la “ficción policial es un lujo verosímilmente destinado a gustar a un público lector relativamente sofisticado. Esencialmente se trata de un tipo de literatura que evita contacto directo con la realidad”. Se refería, desde luego, a una generación que hasta entonces procedía según los cánones clásicos, y a una literatura hispanoamericana que aún no se atrevía a la popularidad. Así fue como Borges y Bioy Casares crearon a su Isidro Parodi; y Antonio Helú a su mexicanísimo Máximo Roldán; y el chileno Alberto Edwards a su Román Calvo: los hicieron inhibidos de todo cuestionamiento social y aceptando la realidad tal como era impuesta desde el poder. Ellos evitaban todo contacto directo con la realidad y por eso sus detectives, aunque atractivos y aun fascinantes, nunca dejaron de ser falsos. Porque eran literarios. En este sentido, Donald Yates tuvo razón.
Pero bajo la superficie sucedían otras cosas. Y allí imperaba la no admiración, la no aceptación del poder policial en tanto sistema aceptado de control social. Y sobre todo, desde que se restablecieron las democracias a mediados de los años ‘80, se vio que esas desconfianzas eran naturales en América latina.
Si el género negro moderno se define justamente por describir y cuestionar la realidad desde la literatura, y por hacer de la realidad más descarnada su materia literaria, entonces ese género es apto para nosotros y hasta diríamos que obviamente natural: en América latina no solo hay poca confianza en la policía, sino que hay odio y rencor. Una policía es custodia de un orden establecido; tiene una misión conservadora por esencia: a través de la defensa de la propiedad (individual o colectiva) trata de impedir mutaciones que no estén normadas jurídicamente. El rol policial, entones, es el de conservar un determinado statu quo. Eso no está mal, per se. Pero lo que sucede es que en América latina, desde siempre, el orden a conservar por los poderes policiales es un orden injusto: el orden de las oligarquías, del poder político y económico más insensible.
De donde los escritores de ficción policial de nuestros países no tienen otro camino que escribir novela negra. Es como si sintieran que ya no pueden hacer ficción clásica. Y por eso mismo, la literatura negra fue revolucionaria para las letras latinoamericanas del post-boom y después...
...Y es que si Scotland Yard era –y acaso sigue siendo– un orgullo para los ingleses (autores o lectores); o si el FBI norteamericano sigue siendo aceptado por ese pueblo, eso no tiene equivalente entre nosotros. La inmensa mayoría de las instituciones policiales de Latinoamérica no sólo no son confiables para la literatura policíaca, sino que son cuestionadas desde lo más profundo del corpus social de cada nación.
¿Por qué la literatura policial debe ser negra en América latina, entonces? Porque dentro de la ficción policíaca, no puede hacerse otra. El moderno género negro nos ha dado perspectivas novedosas, como la narración en primera o tercera persona que ya no sigue al detective por sus exóticas características, sino que marcha ansiosamente detrás del perseguido o el perseguidor, el que va a morir o va a matar. Y lo sigue porque comparte su angustia, comprende el mal destino que puede esperarle.
Los móviles siguen siendo los clásicos del género –dinero, poder, mujeres–, pero lo que ha cambiado es la óptica: el género ya no se aborda desde el punto de vista de una dudosa “justicia”; ni de la defensa de un igualmente sospechoso orden establecido. La literatura negra latinoamericana lo cuestiona todo. Los márgenes de “la ley” entre nosotros ni son rígidos ni están claros.
Para los lectores contemporáneos, y también para los escritores, por supuesto, los misterios de la realidad latinoamericana son absolutamente más cercanos, cuestionadores y, acaso, revolucionarios, en el sentido de que revolucionan –al cuestionar, transgredir y subvertir– un orden injusto.
Este fragmento pertenece a El género negro-Orígenes y evolución de la literatura policial y su influencia en Latinoamérica, libro clásico de Mempo Giardinelli, editado en 1984 y reeditado este mes por Capital Intelectual; excelente compañía y consulta para el Festival Azabache Negro y Blanco de Novela Negra, que empieza el jueves que viene en Mar del Plata y encontrará a más de 80 escritores. Más información enwww.festivalazabache.com.ar

sábado, 11 de mayo de 2013

Shakespeare William - (1564-1616),


Shakespeare William - (1564-1616), poeta y autor teatral inglés, considerado uno de los mejores dramaturgos de la literatura universal.

Vida

Resulta imposible llevar a cabo una exposición completa y rigurosa de la vida de este famoso autor inglés, pues son muy pocos los datos comprobados que se tienen de él. Se mantiene tradicionalmente que nació el 23 de abril de 1564, y se sabe a ciencia cierta que fue bautizado al día siguiente, en Stratford-upon-Avon. Tercero de ocho hermanos, fue el primer hijo varón de un próspero comerciante, y de Mary Arden, hija a su vez de un terrateniente católico. Probablemente, estudió en la escuela de su localidad y, como primogénito varón, estaba destinado a suceder a su padre al frente de sus negocios. Sin embargo, según un testimonio de la época, el joven Shakespeare tuvo que ponerse a trabajar como aprendiz de carnicero, por la difícil situación económica que atravesaba su padre. Según otro testimonio, se convirtió en maestro de escuela. Lo que sí parece claro es que debió disfrutar de bastante tiempo libre durante su adolescencia, pues en sus obras aparecen numerosas y eruditas referencias sobre la caza con y sin halcones, algo poco habitual en su época y ambiente social. En 1582 se casó con Anne Hathaway, hija de un granjero, con la que tuvo una hija, Susanna, en 1583, y dos mellizos -un niño, que murió a los 11 años de edad, y una niña- en 1585. Al parecer, hubo de abandonar Stratford ya que le sorprendieron cazando ilegalmente en las propiedades de sir Thomas Lucy, el juez de paz de la ciudad.
Se supone que llegó a Londres hacia 1588 y, cuatro años más tarde, ya había logrado un notable éxito como dramaturgo y actor teatral. Poco después, consiguió el mecenazgo de Henry Wriothesley, tercer conde de Southampton. La publicación de dos poemas eróticos según la moda de la época, Venus y Adonis (1593) y La violación de Lucrecia (1594), y de sus Sonetos (editados en 1609 pero que ya habían circulado en forma de manuscrito desde bastante tiempo atrás) le valieron la reputación de brillante poeta renacentista. Los Sonetos describen la devoción de un personaje que a menudo ha sido identificado con el propio poeta, hacia un atractivo joven cuya belleza y virtud admira, y hacia una oscura y misteriosa dama de la que el poeta está encaprichado. El joven se siente a su vez irresistiblemente atraído por la dama, con lo cual se cierra un triángulo, descrito por el poeta con una apasionada intensidad que, no obstante, no llega a alcanzar los extremos de sus tragedias, sino que, más bien, tiende al refinamiento en el análisis de los sentimientos de los personajes. De hecho, la reputación actual de Shakespeare se basa, sobre todo, en las 38 obras teatrales de las que se tienen indicios de su participación, bien porque las escribiera, modificara o colaborara en su redacción. Aunque hoy son muy conocidas y apreciadas, sus contemporáneos de mayor nivel cultural las rechazaron, por considerarlas, como al resto del teatro, tan sólo un vulgar entretenimiento.
La vida de Shakespeare en Londres estuvo marcada por una serie de arreglos financieros que le permitieron compartir los beneficios de la compañía teatral en la que actuaba, la Chamberlain`s Men, más tarde llamada King`s Men, y de los dos teatros que ésta poseía, The Globe y Blackfriars. Sus obras fueron representadas en la corte de la reina Isabel I y del rey Jacobo I con mayor frecuencia que las de sus contemporáneos, y se tiene constancia de que sólo en una ocasión estuvo a punto de perder el favor real. Fue en 1599 cuando su compañía representó la obras de la deposición y el asesinato del rey Ricardo II, a petición de un grupo de cortesanos que conspiraban contra la reina Isabel, encabezado por un ex-favorito de la reina, Robert Devereux, y por el conde de Southampton, aunque en la investigación que siguió al hecho, la compañía teatral quedó absuelta de toda complicidad.
A partir del año 1608, la producción dramática de Shakespeare decreció considerablemente, pues al parecer se estableció en su ciudad natal donde compró una casa llamada New Place. Murió el 23 de abril de 1616 y fue enterrado en la iglesia de Stratford.

Obra

Aunque no se conoce con exactitud la fecha de composición de muchas de sus obras, su carrera literaria se suele dividir en cuatro periodos: 1) antes de 1594, 2) entre 1594 y 1600, 3) entre 1600 y 1608, y 4) desde 1608. Dada la dificultad para fechar con exactitud sus obras, estos periodos son aproximativos y están basados en que el autor extraía los temas de sus obras de crónicas de su tiempo, así como de cuentos y narraciones ya existentes, tal y como era costumbre en aquellos años.

Primer periodo

Se caracterizó fundamentalmente por la experimentación. Sus primeras obras teatrales, al contrario de lo que ocurrió con sus obras de madurez, poseían un alto grado de formalidad y, a menudo, resultaban un tanto predecibles y amaneradas.
Probablemente, sus primeras obras fueron cuatro dramas que tenían como trasfondo los enfrentamientos civiles en la Inglaterra del siglo XV, un estilo muy popular en la época. Estas cuatro obras, Enrique VI, Primera, Segunda y Tercera parte (hacia 1590-1592) y Ricardo III (hacia 1593), tratan de las funestas consecuencias que para el país tuvo la falta de un liderazgo fuerte y de un proyecto nacional, debido al egoísmo de los políticos de la época. El ciclo se cierra con la muerte de Ricardo III y la subida al trono de Enrique VII, fundador de la dinastía Tudor, a la que pertenecía la reina Isabel. En cuanto a estilo y estructura, contienen numerosas referencias al teatro medieval y otras a las obras de los primeros dramaturgos isabelinos, en especial Cristopher Marlowe, a través de los cuales conoció las obras del dramaturgo clásico latino Séneca. Esta influencia, que se manifiesta en sus numerosas escenas sangrientas y en su lenguaje colorista y redundante, especialmente perceptible en Tito Andrónico (hacia 1594), una tragedia poblada de justas venganzas, que posee una puesta en escena muy detallista.
Durante este primer periodo escribió numerosas comedias, entre las cuales cabe resaltar La comedia de las equivocaciones (hacia 1592), una divertida farsa que, imitando el estilo de la comedia clásica latina, basa su interés en los errores de identidad que provocan dos parejas de gemelos y los equívocos que se producen respecto al amor y a la guerra. El carácter de farsa ya no resulta tan evidente en La doma de la bravía (hacia 1593), una comedia de caracteres. Por otro lado, Los dos hidalgos de Verona (hacia 1594) basa su atractivo en el uso del amor idílico, mientras que Trabajos de amor perdidos (hacia 1594) satiriza los amores de sus personajes masculinos, así como su entrega a los estudios con el fin de no caer en las redes del amor. El modo en que están construidos sus diálogos ridiculiza el estilo artificial y redundante del novelista y dramaturgo John Lyly, las convenciones cortesanas de la época y, quizá, también las discusiones científicas de Walter Raleigh y sus seguidores.

Segundo periodo

En este periodo, marcado por una profundización en su individualidad como autor teatral, escribió algunas de sus obras más importantes relacionadas con la historia inglesa y las denominadas comedias alegres, así como dos de sus mejores tragedias. Entre las primeras cabe destacar Ricardo II (hacia 1595), Enrique IV, Primera y segunda parte (hacia 1597) y Enrique V (hacia 1598), que cubren un periodo de tiempo inmediatamente anterior al de su Enrique VI. La primera es un estudio alrededor de la figura de un débil, sensible y teatral, aunque agradable rey que pierde su reino en manos del que sería Enrique IV. En las dos partes de Enrique IV, éste reconoce sus culpas y expresa sus temores sobre su hijo, que le sucederá con el nombre de Enrique V, temores que se demuestran infundados porque éste demuestra una gran responsabilidad y sentido moral sobre sus deberes como monarca. En una magistral alternancia de escenas serias y cómicas, el obeso caballero Falstaff y el rebelde Hotspur ponen de manifiesto los dos extremos entre los que el príncipe encontrará el equilibrio. La introducción, en distintas proporciones, de elementos trágicos y cómicos para expresar amplios espectros de caracteres se convertiría en uno de los recursos favoritos del autor inglés.
Entre las comedias de este periodo sobresale Sueño de una noche de verano (hacia 1595), una obra plagada de fantasía en la que se entremezclan varios hilos argumentales centrados respectivamente en dos parejas de nobles amantes, en un grupo de despreocupados cómicos y en una serie de personajes pertenecientes al reino de las hadas, entre los que se encuentran Puck, el rey Oberón y la reina Titania. En El mercader de Venecia (hacia 1596), por otro lado, se puede encontrar otra sutil evocación de atmósferas exóticas similar a la de la obra anterior. En ella aparecen retratadas las cualidades renacentistas de la amistad viril y el amor platónico que se oponen a la amarga falta de humanidad de un usurero llamado Shylock, cuyas desdichas terminan despertando la comprensión y la simpatía del público. El tipo de mujer de ingenio rápido, calidez y responsabilidad personificado en Porcia reaparecería, más adelante, en las comedias alegres del segundo periodo, mientras que, por el contrario, la ingeniosa comedia Mucho ruido y pocas nueces (hacia 1599) deforma, según la opinión de muchos críticos, en el tratamiento un tanto insensible, a los personajes femeninos. Sin embargo, las comedias de madurez Como gustéis (hacia 1600) y Noche de Epifanía (hacia 1600) se caracterizan por su lirismo, su ambigüedad y por el atractivo de sus bellas, encantadoras e inteligentes heroínas. En Como gustéis, Shakespeare describe el contraste entre las refinadas costumbres de la corte isabelina y las de las áreas rurales del país de un modo rico y variado, aunque no excesivo, y construyó una compleja trama argumental basada en las relaciones entre la realidad y la ficción y entre los distintos personajes, trama que utilizó para comentar las distintas debilidades del género humano. En este sentido, Como gustéis se asemeja a Noche de Epifanía, en la cual el lado cómico del amor aparece ilustrado por las desventuras de dos parejas de amantes rodeadas de numerosos personajes secundarios que actúan como comparsas cómicos. Otra de las comedias de este segundo periodo, Las alegres casadas de Windsor (hacia 1599), es una farsa sobre la vida de la clase media en la cual reaparece el personaje de Falstaff como víctima cómica.
Dos grandes tragedias, muy distintas entre sí por su naturaleza, marcan el comienzo y el final de este segundo periodo. Por un lado, Romeo y Julieta (hacia 1595) muy famosa por su poético tratamiento de los éxtasis amorosos juveniles, pone en escena el trágico destino de dos amantes, forjado por la enemistad de sus familias y por lo temperamental de sus propios caracteres. Por el otro, Julio César (hacia 1599) es una tragedia sobre la rivalidad política, muy intensa, aunque en menor medida que las tragedias posteriores.

Tercer periodo

En él, el dramaturgo inglés escribió sus mejores tragedias y las llamadas comedias oscuras o amargas. Las tragedias de este periodo son las más profundas de todas sus obras y aquellas en las que la poesía de la lengua se convierte en un instrumento dramático, capaz de registrar las evoluciones del pensamiento humano y las distintas dimensiones de una situación dramática. Hamlet (hacia 1601), su obra más universal, va más allá de las otras tragedias centradas en la venganza, pues retrata de un modo escalofriante la mezcla de gloria y sordidez que caracteriza la naturaleza humana. Hamlet siente que vive en un mundo de engaños y corrupción, sentimiento que le viene confirmado por el asesinato de su padre y la sensualidad desenfrenada de su madre. Estas revelaciones le conducen a un estado en el que los momentos de angustia e indecisión se atropellan con frenéticas actuaciones, situación cuyas profundas razones continúan hoy siendo motivo de distintas interpretaciones.
Otelo, el moro de Venecia (hacia 1604) retrata el surgir y el expandirse de unos injustificados celos en el corazón del protagonista, un moro que es el general del ejército veneciano. El supuesto motivo de sus celos, su inocente esposa Desdémona, es utilizada por Yago, el lugarteniente de su marido, para destruir su carrera militar llevándole al borde de la locura. El rey Lear (hacia 1605), concebido en un tono más épico, describe las consecuencias de la irresponsabilidad y los errores de juicio de Lear, dominador de la antigua Bretaña, y de su consejero, el duque de Gloucester. El trágico final llega como resultado de entregar el poder al hijo malvado y no al bondadoso. Como contrapunto, la hija, Cordelia, pone de manifiesto un amor capaz de redimir el mal por el bien, pero ella muere en un final sobrecogedor. La idea de que el mal se destruye a sí mismo, sin embargo, se ve reforzada por el funesto destino de las hermanas de Cordelia y del oportunista hijo del duque de Gloucester. Antonio y Cleopatra (hacia 1606), otra de las grandes tragedias, se centra en otro tipo de amor, la pasión del general romano Marco Antonio por Cleopatra, reina de Egipto, glorificada por algunos de los versos más sensuales de toda la producción shakesperiana. Macbeth (hacia 1606), en cambio, describe el proceso de un hombre esencialmente bueno que, influido por otros y debido también a un defecto de su propia naturaleza, sucumbe a la ambición y llega hasta el asesinato. A lo largo de la obra, Macbeth, por obtener y, más tarde, retener el trono de Escocia, va perdiendo su humanidad hasta llegar al punto de cometer todo tipo de imperdonables actos.
Otras tres obras de este periodo revelan la amargura contenida en estas tragedias, pues sus personajes no poseen categoría trágica ni grandeza alguna. Así, Troilo y Cressida (hacia 1602), la más efectista de sus obras, pone de manifiesto, de un modo muy clarificador, el abismo que extiende entre lo ideal y lo real, tanto en el terreno político como individual, mientras que en Coriolano (hacia 1608), otra tragedia ambientada en la antigüedad, el legendario héroe romano Cayo Marcio Coriolano aparece como un personaje incapaz de seducir a las masas o de dominarlas por la fuerza. Igualmente amargo, Timón de Atenas (hacia 1608) narra la historia de un personaje reducido a la misantropía por la ingratitud de sus sicofantes. Debido a la fluctuante calidad de su escritura, se ha avanzado la hipótesis de que esta obra fuera escrita en colaboración con otro dramaturgo, posiblemente Thomas Middleton.
Las dos comedias de este periodo son también algo oscuras. De hecho, se las ha llamado `las obras problemáticas`, pues no entran claramente en ninguna categoría, ni presentan desenlaces demasiado inteligibles. A buen fin no hay mal principio (hacia 1602) y Medida por medida (hacia 1604) tienen en común, además, el hecho de cuestionar la moral oficial.

Cuarto periodo

Comprende las principales tragicomedias románticas. Hacia el final de su carrera, el dramaturgo inglés creó numerosas obras en las que, a través de la intervención de la magia, la piedad, el arte o la gracia, sugiere con frecuencia la esperanza en la existencia de una redención para el género humano. Estas obras están escritas, por lo general, con una gravedad que las aleja de las comedias de los periodos anteriores, pero suelen tener finales felices en forma de reuniones o reconciliaciones. Estas tragicomedias basan parte de su atractivo en el carácter exótico y alejado en el tiempo de los escenarios en los que se desarrollan, y resultan mucho más simbólicas que cualquiera de las obras anteriores de su autor. Para muchos críticos literarios, las tragicomedias shakesperianas representan un giro de tuerca más en el desarrollo creativo del autor, aunque otros opinan que se debieron sólo a cambios acaecidos en las modas teatrales de la época.
La tragicomedia romántica Pericles, príncipe de Tiro (hacia 1608), retrata a un personaje abatido por la pérdida de su esposa y por la persecución de su hija. Tras innumerables y exóticas aventuras, el desagraciado Pericles consigue reunirse por fin con ambas. En Cimbelino (hacia 1610) y El cuento de invierno (hacia 1610), los personajes soportan también grandes sufrimientos aunque al final consiguen la felicidad. La más lograda, quizá, de las creaciones derivadas de este peculiar punto de vista sea la última de las obras que consiguió completar y aquella en la que alcanzó las más altas cimas de lirismo poético, La tempestad (hacia 1611), una tragicomedia a través de cuyo desenlace se pueden comprender los beneficiosos efectos de la alianza entre la sabiduría y el poder. En esta obra, Próspero, duque de Milán, expulsado de su reino por su hermano y condenado al exilio en una lejana isla, utiliza sus poderes mágicos para confundir al usurpador de su ducado y crear una relación de amor entre su propia hija, Miranda, y el hijo del rey de Nápoles, cómplice del golpe de Estado.
Dos obras finales, el drama histórico Enrique VIII (hacia 1613) y Los dos nobles caballeros (hacia 1613 y publicada en 1634), la historia de dos jóvenes caballeros enamorados de una dama, atribuidas a Shakespeare, parecen ser más bien fruto de su colaboración con John Fletcher.

Importancia literaria

Hasta el siglo XVIII, Shakespeare fue considerado únicamente como un genio difícil. Se han propuesto teorías según las cuales sus obras fueron escritas por alguien de una educación superior, tal vez por el estadista y filósofo sir Francis Bacon, o por el conde de Southampton, protector del autor, o incluso por el dramaturgo Christopher Marlowe, el cual, según la opinión de algunos estudiosos, no murió en una reyerta de taberna, sino que huyó al continente, donde siguió escribiendo. A pesar de la controvertida identidad de Shakespeare, sus obras fueron admiradas ya en su tiempo por Ben Jonson y otros autores, que vieron en él una brillantez destinada a perdurar en el tiempo, Jonson dijo que Shakespeare `no era de una época, sino de todas las épocas`. Del siglo XIX en adelante, sus obras han recibido el reconocimiento que merecen en el mundo entero. Casi todas sus obras continúan hoy representándose y son fuente de inspiración para numerosos experimentos teatrales, pues comunican un profundo conocimiento de la naturaleza humana, ejemplificado en la perfecta caracterización de sus variadísimos personajes. Su habilidad en el uso del lenguaje poético y de los recursos dramáticos, capaz de crear una unidad estética a partir de una multiplicidad de expresiones y acciones, no tiene par dentro de la literatura universal. Autores teatrales ingleses posteriores, como John Webster, Philip Masinger y John Ford tomaron prestadas ideas de sus obras, y su influencia en los autores de la restauración, en especial sobre John Dryden, William Congreve y Thomas Otway resulta más que evidente. Por otro lado, en numerosos escritores de nuestro siglo, como Pinter, Beckett y George Bernard Shaw se ven las huellas de Shakespeare.

Macbeth
Estamos ante una de las más famosas e importantes obras shakespereanas. Macbeth es un noble escocés que luego de cubrirse de gloria ante el noruego invasor recibe los parabienes del rey Duncan. Pero Macbeth se debatirá entre el destino mágico y una situación lingüística ironizante, proveniente del mismo augurio brujeril. A Macbeth, pues, se le aparecen tres brujas que profetizan que reinará en Escocia, aunque no su estirpe, mientras que a Banquo Estuardo, otro noble, lo saludan como la simiente de los reyes escoceses. 

Macbeth se muestra vacilante ante el sombrío dictado de tal profecía, pero es su esposa, Lady Macbeth -en un alarde de malévolo practicismo femenino que, al menos en esta obra del legado shakespereano, contiene una visión negativa de la mujer-, quien lo induce al seguimiento de un destino que podría calificarse de ocultista, y que, además, aprovechando la estancia del rey en la casa Macbeth, le azuza el asesinato del bondadoso monarca, requerimiento que se hará efectivo no sin pasar por las malignas referencias a la disposición viril de un esposo tan ambicioso como tímido. 

El tiempo escénico, más vertiginoso y acusado incluso que en otras céleras dramaturgias atribuidas al bardo de Avon, se muestra cargado de sugerentes tragedias, de ominosas retóricas -bellos y eternizantes adornos del verbo anglosajón, por cierto-, y posee una trabazón de hechos de sangre que llaman a la sangre, de mecanismos psíquicos que una vez comenzados -la ambición, la culpa, la tribulación- ya no pueden ser superados: es el destino profético, sobrenatural y supersticioso en el que se empeña en creer la pareja protagonista. 

Macbeth, una vez rey, en virtud de su parentesco con Duncan y de una fortuita coartada coronada en la sospechosa huida de los hijos del asesinado, continúa consulta con las brujas e, imbuido de tal sapiencia infraracional, persiste en su criminal crescendo de sangre, víctima de la desencadenada dinámica de sus propios actos. Asesina a Banquo, aunque no logra asesinar a su hijo, siempre con la intención, frustrada, de que los descendientes Estuardo no gobiernen la vieja Caledonia. Pero cae en la sobrenaturalidad de las brujas: el sino mágico, irracional, parece pedir más crimen a Macbeth. El bosque de Birnam no avanzará hacia Dunsinane, ningún hombre nacido de mujer podrá con Macbeth, lo tranquilizan los seres inhumanos. 

En un juego de semánticas, de situaciones de lenguaje, de ironía verbal, de escarnio, tal vez, los hechos físicos se burlan de los hechos mágicos del lenguaje de la superstición macbethiana. El ejercito que manda el hijo de Duncan, Malcolm, para recuperar en su estirpe el trono de Escocia, se escuda con ramas del bosque de Birnam y avanza por Dunsinane. Macduff, el hombre que según el trío de brujas amenazaba a Macbeth, aunque ningún hombre nacido de mujer podría con él, había nacido por cesárea. 

Macbeth es vencido y muere a manos del mismo Macduff. Su esposa también había muerto. 

La ambición irracional, merodeada en la obra por la culpa e incluso la locura, permite la algidez sangrienta de este escenario trágico celebrado por muchas generaciones. La filosofía y hondura shakespereana no se ve menoscabada por la irrefrenada sucesión de actos asesinos o delictivos, de parlamentos de ágil habilidad lingüística, una obra, en fin, que entretiene, que emociona y conmociona, y que nos sugiere, en el retintín siniestro de los juegos verbales, las más bajas profundidades del alma humana. 


viernes, 10 de mayo de 2013

Ibsen Henrik (1828-1906)



Ibsen Henrik (1828-1906)


Dramaturgo noruego. Reconocido como creador del drama moderno por sus obras realistas que abordan problemas psicológicos y sociales. Ibsen nació el 20 de marzo de 1828 en Skien. Durante un tiempo trabajó como ayudante de un farmacéutico y comenzó estudios de medicina antes de dedicarse por completo al teatro. Fue director de escena y autor del Teatro Nacional de Bergen de 1851 a 1857 y posteriormente director del teatro de Christiania (hoy Oslo) entre 1857 y 1862. Durante estos años de experiencia práctica teatral escribió sus primeras obras. De 1863 a 1891, Ibsen vivió principalmente en Italia y Alemania gracias a una beca itinerante y, más tarde, a una pensión anual concedida por el Storting, el parlamento noruego. En 1891 regresó a Christiania, donde el 23 de mayo de 1906, murió. Entre las primeras obras de Ibsen se encuentran dos dramas en verso. La primera, Brand (1866, estrenada en 1885), dramatiza la tragedia de una devoción ciega en una falsa idea del deber; la segunda, Peer Gynt (1867), narra en términos alegóricos las aventuras de un oportunista encantador. Con Los pilares de la sociedad (1877), un ataque a la hipocresía y elogio al individualismo en la historia de un hombre de negocios sin escrúpulos, Ibsen daría comienzo a una serie de obras que le reportarían fama mundial. Casa de muñecas (1879), Los espectros (1881) y Hedda Gabler (1890) son quizá sus obras más representadas. La primera, que provocó una importante controversia literaria, cuenta el rechazo de una mujer a seguir siendo una fútil muñeca sin autonomía para su marido; la segunda trata de la locura hereditaria y el conflicto generacional; la tercera retrata las relaciones de una mujer voluntariosa con los que la rodean y las consecuencias que siguen a su renuncia del deseo de vivir. También escribió Un enemigo del pueblo (1882), El pato silvestre (1884), Rosmersholm (1886), La dama del mar (1888), El maestro contratista (1892) y Al despertar de nuestra muerte (1900). En casi todas, la acción dramática gira alrededor de un personaje en conflicto con las críticas de la sociedad contemporánea y estalla al irse conociendo los acontecimientos del pasado. El teatro de Ibsen ha sido plenamente aceptado en Europa Occidental y es un clásico que se sigue representado son asiduidad. En España influyó en autores como Echegaray, Benavente y especialmente en Benito Pérez Galdós . La obra de Ibsen fue defendida por críticos tan prestigiosos como George Bernard Shaw en Inglaterra, y Georg Brandes en Dinamarca. Como señalan los críticos, el público se identifica con los personajes de Ibsen y los reconoce como auténticos y cercanos. Sus obras señalan el final del melodrama excesivamente romántico y artificial, tan popular en el siglo XIX. Su influencia en el drama del siglo XX es inmensa.

Fuente: NN.

jueves, 9 de mayo de 2013

Efrén Rebolledo o el lujo de la lujuria


Efrén Rebolledo o el lujo de la lujuria
Por:
Enrique Héctor González

I

Dice Xavier Villaurrutia de Efrén Rebolledo: “No creo que sea un gran poeta.” Sin embargo, la pasión amorosa de sus versos, quizá el rasgo que mejor identifica, con el paso del tiempo, la poesía del autor de Cuarzos, es la que lo diferencia de otros autores “que no lograron vencer el gusto de un parnaso superficial”. Así que Villaurrutia se siente obligado a matizar su juicio: “Tratar de presentar aislada en lo posible la nota erótica de Efrén Rebolledo, aislar esta cualidad personal y valiosa, equivale a ejercer un acto de justicia con un poeta digno de atención y memoria.” Luego de un siglo, la poesía de Rebolledo va desapareciendo lenta pero inequívocamente en la preferencia de los lectores del género; prevalece, pues, el dictamen de Xavier Villaurrutia, si bien es reconocible, como anota José Emilio Pacheco, que se trata de un poeta más discreto y osado que Díaz Mirón, pues “se aparta del pudor literario mexicano y lleva el erotismo a un punto cercano a la libertad con que se tratan hoy estos temas”.


No es el suyo, en todo caso, un erotismo convencional. En su Celebración del modernismo, Saúl Yurkievich entiende que, entre las numerosas deudas que la poesía del siglo XX debe a tal movimiento, una no menor es que con los modernistas “la sexualidad aflora al desnudo y se la dice sin eufemismos”. En Rebolledo es muy claro que se trata de un impulso genuino y en cierto modo supletorio de las altas cuotas de afrancesamiento y evasión que hay en la obra de sus contemporáneos –y aun en la suya. Pero la ornamentalidad de esta poesía, tan parnasiana, tan démodé, trata de la carne, algo menos etéreo que las muselinas, las flores de lis, los centauros y los cálices, las porcelanas, carbunclos, tapicerhías y mármoles que le sirven de escenografía. Ya en sus primeros poemas (“Natalia”, “La bordadora”), si bien la lujuria no alcanza a ser dicha como dicha de los sentidos y aparece entre espumosas imágenes del mundo onírico, no deja de advertirse la influencia de cierto sobrio sadismo, “estrictas dosis de morbosidad macabra a la Edgar Poe”, como apunta Guillermo Sheridan, sin perder esa elegancia en el neologismo que es propia de casi todos los poetas modernistas: “noches inlunes”, “hechicerescos cármenes”. “Turquesas”, aparecido en El Fígaro Mexicano en abril de 1897, cuando el poeta tenía veinte años, es quizá una de las primeras muestras de lo que Rebolledo escribirá más tarde: hay una evidente destreza en el manejo del tiempo y una estructura casi sinfónica en ritmo y acentuación: “Virgen cáliz incitante,/ ígneo broche rojo que ardes en la nieve,/ boca amante,/ en tus bordes, virgen cáliz incitante,/ ¿quién será el mortal dichoso que se abreve?”

El fragmento transcrito hace evidente otra innovación del poeta en ciernes: el notable equilibrio térmico generado alrededor de la palabra “broche”, término con el que se ha metaforizado la boca de la amante en el segundo verso de la estrofa, rodeada como está de una palabra fría (nieve) y tres voces cálidas: ígneo, rojo, ardes.

Quizá el mejor poema de Cuarzos (1902), libro que recoge la poesía primera de Rebolledo, sea el que se intitula “Los besos.” El soneto es de una exquisitez comparable a la que alcanzará en Caro victrix, que más que el nombre del poemario esencial de Rebolledo es una suerte de (emb)lema de su obra: carne victoriosa. Como en ese vasto poema de Tomás Segovia que casualmente se llama igual (sólo que sin el artículo), “Los besos” va colocando gemas en cada parte del cuerpo que describe –o, por decirlo con mayor precisión, inventa. Parecería que los labios del amante dibujaran, al entrar en contacto con la carne, un cuerpo antes inexistente. La imagen final descrita en los tercetos es alegórica, festiva: súbita y gentil explosión de escarcha sobre una figura tatuada de besos: “Y en tu cuello escondido entre las gasas/encenderé un collar que con sus brasas/queme tus hombros tibios y morenos, // y cuando al desvestirte lo desates,/caiga como una lluvia de granates/calcinando los lirios de tus senos.”

II

En Hilo de corales (1904) el poeta se permite jugueteos que no aparecían en Cuarzos, tono que anuncia ya el lúdico lirismo de Caro victrix (1907). Los doce sonetos de este último poemario han constituido una especie de isla sensual en el ascético archipiélago del modernismo mexicano. Dentro de su afinidad temática, no obstante, cada texto alcanza una fuerza propia e irrepetible. Si en “Posesión” se subraya la recriminación que el amante hace a la “mustia” que le dio “generosa sus ardientes labios”, en el tercer poema, “Ante el ara”, la entrega ya es directa y sin ambages: tu “aromático busto beso ufano” mientras tu vientre “al que mi labio inclino / es un vergel de lóbrega espesura”. Rebolledo abunda en imágenes que se deslizan desde la sutileza hacia la más drástica carnalidad. La atmósfera febril se va consolidando conforme pasan los sonetos, en una cuidadosa analogía que brinda a la lectura la condición del avance y gradual enaltecimiento propio de la libido, hasta que en “El beso de Safo” y “El vampiro” la vaporosidad ha dejado su lugar a la sicalipsis. El primer texto, naturalmente lésbico, da un paso más al comparar “los pezones que se embisten” con “dos pitones / trabados en eróticas pendencias”. Pero no hay provocación en el poema, no se siente ningún reclamo o salacidad desbordada sino, más bien, la voluntad de rendir homenaje a la unión armónica de dos cuerpos similares, como puede advertirse en el terceto que cierra el texto con una nota de placidez postorgásmica: “Y en medio de los muslos enlazados/ dos rosas de capullos inviolados/ destilan y confunden sus esencias.”

“El vampiro” trata un asunto que no ha dejado secuela sino en la narrativa, aunque es tímida su manera de amalgamar el amor y la muerte, que de algún modo protagonizan el poemario, en la figura lúbrica y lúgubre del tenebroso personaje del título. De cualquier forma, la nota que destaca en Caro victrix es la de la versatilidad, la naturaleza movediza del erotismo en Rebolledo, la delectación en la palabra que lo mismo fertiliza metáforas rabiosas o apolíneas que logra transmitir hasta alguna nota de desenfado en la frigidez de la amada, cuando es el caso, pues quien “a marchar por tus témpanos se atreve/ o muere devorado por los osos/ o expira sepultado entre la nieve”.

III

A contracorriente respecto del movimiento modernista en más de un sentido, Efrén Rebolledo no hizo de su exigua producción en prosa el punto de partida de su obra en verso, como sucedió con la mayoría de los autores del movimiento, sino el delta donde abrevó su asimismo escasa poesía (las Obras completas, editadas por Luis Mario Schneider, rebasan apenas las 300 páginas). Si en Cuarzos recogió sus primeros poemarios, el segundo volumen antológico, Libro de loco amor (1916), coincide con la fecha de publicación de sus primeras prosas, lapso de cuatro textos narrativos que se cerrará en 1922, año a partir del que Rebolledo se dedicará, en ambos géneros, apenas a algo más que reeditar sus trabajos.

A pesar de haber sido escrita con el rigor formal, artesanal y artificioso propio de la poesía modernista, la prosa de Rebolledo, sus cuatro módicas nouvelles, revela la huella de sus lecturas: Stevenson, Kipling, Wilde. Con toda la carga evasiva y poética que se puede esperar de la narrativa modernista, lo que salva su prosa, lo que consigue atenuar su obsesión estilística, es la nota de sensualidad morbosa, un ambiguo desenfreno que exacerba la emoción y da rienda suelta al libertinaje pasional. No estamos, sin duda, frente a Sade, sino ante un Huysmans amansado por cierto misticismo alucinante, febril a su manera, pero que sólo hace cosquillas al código ético de las buenas costumbres: la apetencia dionisiaca como aperitivo de un decadentismo que ahoga toda pasión.


La obra en prosa de Rebolledo está constituida por cuatro novelas cortas (El enemigo, Hojas de bambú, Salamandra y Saga de Sigrida la blonda), un libro de impresiones de viaje (Nikko), dos poemas en prosa entonados en la tesitura de la memoria y el ensayo (El desencanto de Dulcinea y Estela) y un drama prosificado: El águila que cae. En su mayor parte, se trata de textos dispuestos a crear atmósferas o meras sensaciones, “con frecuencia perversas o malsanas”, como observa Allen W. Phillips, aunque a menudo no puedan desprenderse de inoperantes aprensiones morales que enfangan su erotismo y su exotismo, como en El enemigo, donde la relación gradualmente más sugerente entre Gabriel Montero y la joven Clara termina por condenar la traición que llevó al primero a desflorar la confianza (y algo más que la confianza) de su hermosa amiga.

Salamandra y La saga de Sigrida la blonda constituyen sin duda el centro de la narrativa rebollediana: los personajes dejan de ser esbozos para encarnar en seres sin duda estereotipados, pero personas a fin de cuentas. A lo sumo, uno reelería ambas obras como muestras más que como acabados ejemplos del prosaísmo modernista. Ni la dama lujuriosa de la primera novela, ni la “santa melancolía” que elogia Nervo en estos textos, ni el secreto rumor de los paisajes nórdicos (nieve, luna, pinos, fiordos, el silencioso frío boreal) de la segunda, son aliciente de mérito para preferir al novelista respecto del autor de Caro victrix. Ni aun su última prosa, que respira sin dificultad en los meandros y sinuosidades que el arte de narrar supone (soslayando los tanques de oxígeno representados por la frase tan finamente cincelada que Nervo encomia), rebasa el mero interés académico.

Al verdadero Rebolledo hay que encontrarlo, me parece, en el estado de zozobra, de angustia que embarga al amante después de la posesión. Si la recreación de esta ansiedad va encadenada a la esclavitud de la métrica y la rima en la obra en verso (y aun así alcanza a asomar su rostro devastado por el desasosiego), en su prosa el delirio puede alojar más cómodamente (y en esta paradoja reside su principal virtud) el íntimo desarreglo psicológico de los personajes. El poeta de “La cabellera”, breve relato de El desencanto de Dulcinea, despierta, luego de una noche plena de lascivia (como el Eugenio León de Salamandra), con la impostergable tentación de estrangularse con el pelo de la mujer aún dormida, un “bosque enmarañado por los tigres”. Y en el retrato de esa imagen tétrica, urgente, despiadada, Rebolledo nos da el mejor cuadro de algunos igualmente memorables que reúne en este curioso librito, huidizo y perspicaz, cuya deuda con Cervantes se reduce a la noticia de que don Quijote ha encarnado lo mismo en Bolívar que en el Marqués de Lafayette; en Lord Byron que en Luis Napoleón Bonaparte o Dreyfus o Nicolás II, paladines desaforados de un instinto de libertad menos demostrable que ocurrente.

Se trata, en suma, de una apretada colección de narraciones poéticas que reúne tanto los recuerdos japoneses del agregado cultural en la embajada de Tokio que Rebolledo supo ser, como diálogos lúdicos y hasta disparatados (“El coloquio de los bronces” hace charlar plácidamente a Cuauhtémoc con uno de los más famosos héroes del Japón: Masashigué) que revelan un impecable manejo de la imaginería y el paralelismo de sucesos diversos y aun antagónicos envueltos en un extraño desenfado modernista –y, más que modernista, decadente– que trata de arribar a la inmediatez de la escritura, de acercar al lector al mundo que lo rodea (y desconoce) por medio de la palabra, esa venerada ofrenda que, por lo menos en El desencanto de Dulcinea, rompe el hechizo de la hechiza realidad que inventó el modernismo, el “exotismo parisino” al que se refirió peyorativamente Octavio Paz, para alojar el lujo de una lujuria que, viéndolo bien, tiene que ver menos con la voluptuosidad del frenesí que con la frescura de la espontaneidad.


miércoles, 8 de mayo de 2013

Hernández, Miguel (1910-1942)


Hernández, Miguel (1910-1942)
Miguel Hernández y su esposa Josefina Manresa.


Poeta y dramaturgo español. Nacido en Orihuela (Alicante). Manifiesta en sus obras un hondo sentido de la tragedia y una sensibilidad muy propia del siglo XX, empleando para ello las formas líricas españolas tradicionales. La poesía de Miguel Hernández se caracteriza por su intenso lirismo, tanto en su primera colección de poemas, sumamente elaborados, Perito en lunas (1933), como en los sonetos de corte clásico de El rayo que no cesa. Sus poemas tratan principalmente del amor, la muerte, la guerra y la injusticia, temas que conoció y experimentó con intensidad. Comunista desde los 26 años, luchó en el bando republicano durante la Guerra Civil española. Fue condenado a muerte por los fascistas victoriosos, pero, tras las airadas protestas que provocó esta condena, se le conmutó la sentencia por cadena perpetua. Durante su estancia en prisión escribió Cancionero y romancero de ausencias (1958), una serie de poemas dedicados a su esposa, que vivía en condiciones miserables. Murió en prisión a la edad de 31 años.

Fuente: N.N.


POEMAS ÚLTIMOS.
Por Miguel Hernández (1939-1941?)
Cortesía de: Daniel Vargas

TODO ERA AZUL
Todo era azul delante de aquellos ojos y era
verde hasta lo entrañable, dorado hasta muy lejos.
Porque el color hallaba su encarnación primera
dentro de aquellos ojos de frágiles reflejos.
Ojos nacientes: luces en una doble esfera.
Todo radiaba en torno como un solar de espejos.
Vivificar las cosas para la primavera
poder fue de unos ojos que nunca han sido viejos.
Se los devoran. ¿Sabes? No soy feliz. No hay goce
como sentir aquella mirada inundadora.
Cuando se me alejaba, me despedí del día.
La claridad brotaba de su directo roce,
pero los devoraron. Y están brotando ahora
penumbras como el pardo rubor de la agonía.

SONREÍR CON LA ALEGRE TRISTEZA DEL OLIVO
Sonreír con la alegre tristeza del olivo.
Esperar. No cansarse de esperar la alegría.
Sonriamos. Doremos la luz de cada día
en esta alegre y triste vanidad del ser vivo.
Me siento cada día más libre y más cautivo
en toda esta sonrisa tan clara y tan sombría.
Cruzan las tempestades sobre tu boca fría
como sobre la mía que aún es un soplo estivo.
Una sonrisa se alza sobre el abismo: crece
como un abismo trémulo, pero valiente en alas.
Una sonrisa eleva calientemente el vuelo.
Diurna, firme, arriba, no baja, no anochece.
Todo lo desafías, amor: todo lo escalas.
Con sonrisa te fuiste de la tierra y del cielo.

YO NO QUIERO MÁS LUZ QUE TU CUERPO ANTE EL MÍO
Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío:
claridad absoluta, transparencia redonda.
Limpidez cuya extraña, como el fondo del río,
con el tiempo se afirma, con la sangre se ahonda..
¿Qué lucientes materias duraderas te han hecho,
corazón de alborada, carnación matutina?
Yo no quiero más día que el que exhala tu pecho.
Tu sangre es la mañana que jamás se termina.
No hay más luz que tu cuerpo, no hay más sol: todo ocaso.
Yo no veo las cosas a otra luz que tu frente.
La otra luz es fantasma, nada más, de tu paso.
Tu insondable mirada nunca gira al poniente.
Claridad sin posible declinar. Suma esencia
del fulgor que ni cede ni abandona la cumbre.
Juventud. Limpidez. Claridad. Transparencia
acercando los astros más lejanos de lumbre.
Claro cuerpo moreno de calor fecundante.
Hierba negra el origen; hierba negra las sienes.
Trago negro los ojos, la mirada distante.
Día azul. Noche clara. Sombra clara que vienes.
Yo no quiero más luz que tu sombra dorada
donde brotan anillos de una hierba sombría.
En mi sangre, fielmente por tu cuerpo abrasada,
para siempre es de noche: para siempre es de día.

19 DE DICIEMBRE DE 1937
Desde que el alba quiso ser alba, toda eres
madre. Quiso la luna profundamente llena.
En tu dolor lunar he visto dos mujeres,
y un removido abismo bajo una luz serena.
¡Qué olor de madreselva desgarrada y hendida!
¡Qué exaltación de labios y honduras generosas!
Bajo las huecas ropas aleteó la vida,
y sintieron vivas bruscamente las cosas.
Eres más clara. Eres más tierna. Eres más suave.
Ardes y te consumes con más recogimiento.
El nuevo amor te inspira la levedad del ave
y ocupa los caminos pausados de tu aliento.
Ríe, porque eres una madre con luna. Así lo expresa
tu palidez rendida de recorrer lo rojo;
y ese cerezo exhausto que en tu corazón pesa,
y el ascua repentina que te agiganta el ojo.
Ríe, que todo ríe: que todo es madre leve.
Profundidad del mundo sobre el que te has quedado sumiéndote y
ahondándote mientras la luna mueve,
igual que tú, su hermosa cabeza hacia otro lado.
Nunca tan parecida tu frente al primer cielo.
Todo lo abres, todo lo alegras, madre, aurora.
Vienen rodando el hijo y el sol. Arcos de anhelo
te impulsan. Eres madre. Sonríe. Ríe. Llora.

MUERTE NUPCIAL
El lecho, aquella hierba de ayer y de mañana:
este lienzo de ahora sobre madera aún verde,
flota como la tierra, se sume en la besana
donde el deseo encuentra los ojos y los pierde.
Pasar por unos ojos como por un desierto:
como por dos ciudades que ni un amor contienen.
Mirada que va y vuelve sin haber descubierto
el corazón a nadie, que todos la enarenen.
Mis ojos encontraron en un rincón los tuyos.
Se descubrieron mudos entre las dos miradas.
Sentimos recorrernos un palomar de arrullos,
y un grupo de arrebatos de alas arrebatadas.
Cuanto más se miraban más se hallaban: más hondos
se veían, más lejos, y más en uno fundidos.
El corazón se puso, y el mundo, más redondos.
Atravesaba el lecho la patria de los nidos.
Entonces, el anhelo creciente, la distancia
que va de hueso a hueso recorrida y unida,
al aspirar del todo la imperiosa fragancia,
proyectamos los cuerpos más allá de la vida.
Espiramos del todo. ¡Qué absoluto portento!
¡Qué total fue la dicha de mirarse abrazados,
desplegados los ojos hacia arriba un momento,
y al momento hacia abajo con los ojos plegados!
Peron no moriremos. Fue tan cálidamente
consumada la vida como el sol, su mirada.
No es posible perdernos. Somos plena simiente.
Y la muerte ha quedado, con los dos, fecundada.

EL NIÑO DE LA NOCHE
Riéndose, burlándose con claridad del día,
se hundió en la noche el niño que quise ser dos veces.
No quise más la luz. ¿Para qué? No saldría
más de aquellos silencios y aquellas lobregueces.
Quise ser ... ¿Para qué? ... Quise llegar gozoso
al centro de la esfera de todo lo que existe.
Quise llevar la risa como lo más hermoso.
He muerto sonriendo serenamente triste.
Niño dos veces niño: tres veces venidero.
Vuelve a rodar por ese mundo opaco del vientre.
Atrás, amor. Atrás, niño, porque no quiero
salir donde la luz su gran tristeza encuentre.
Regreso al aire plástico que alentó mi inconsciencia.
Vuelvo a rodar, consciente del sueño que me cubre.
En una sensitiva sombra de transparencia,
en un íntimo espacio rodar de octubre a octubre.
Vientre: carne central de todo lo existente.
Bóveda eternamente si azul, si roja, oscura.
Noche final en cuya profundidad se siente
la voz de las raíces y el soplo de la altura.
Bajo tu piel avanzo, y es sangre la distancia.
Mi cuerpo en una densa constelación gravita.
El universo agolpa su errante resonancia
allí, donde la historia del hombre ha sido escrita.
Mirar, y ver en torno la soledad, el monte,
el mar, por la ventana de un corazón entero
que ayer se acongojaba de no ser horizonte
abierto a un mundo menos mudable y pasajero.
Acumular la piedra y el niño para nada:
para vivir sin alas y oscuramente un día.
Pirámide de sal temible y limitada,
sin fuego ni frescura. No. Vuelve, vida mía.
Mas, algo me ha empujado desesperadamente.
Caigo en la madrugada del tiempo, del pasado.
Me arrojan de la noche. Y ante la luz hiriente
vuelvo a llorar, desnudo como siempre he llorado.

EL HOMBRE NO REPOSA ...
El hombre no reposa: quien reposa es su traje
cuando, colgado, mece su soledad con viento.
Mas, una vida incógnita como un vago tatuaje
mueve bajo las ropas dejadas un aliento.
El corazón ya cesa de ser flor de oleaje.
La frente ya no rige su potro, el firmamento.
Por más que el cuerpo, ahondando por la quietud, trabaje,
en el central reposo se cierne el movimiento.
No hay muertos. Todo vive: todo late y avanza.
Todo es un soplo extático de actividad moviente.
Piel inferior del hombre, su traje no ha expirado.
Visiblemente inmóvil, el corazón se lanza
a conmover al mundo que recorrió la frente.
Y el universo gira como un pecho pausado.

SIGO EN LA SOMBRA, LLENO DE LUZ ¿EXISTE EL DÍA?
Sigo en la sombra, lleno de luz; ¿existe el día?
¿Esto es mi tumba o es mi bóveda materna?
Pasa el latido contra mi piel como una fría
losa que germinara caliente, roja, tierna.
Es posible que no haya nacido todavía,
o que haya muerto siempre. La sombra me gobierna.
Si esto es vivir, morir no sé yo qué sería,
ni sé lo que persigo con ansia tan eterna.
Encadenado a un traje, parece que persigo
desnudarme, librarme de aquello que no puede
ser yo y hace turbia y ausente la mirada.
Pero la tela negra, distante, va conmigo
sombra con sombra, contra la sombra hasta que ruede
a la desnuda vida creciente de la nada.

VUELO
Sólo quien ama vuela. Pero, ¿quién ama tanto
que sea como el pájaro más leve y fugitivo?
Hundiendo va este odio reinante todo cuanto
quisiera remontarse directamente vivo.
Amar ... Pero, ¿quién ama? Volar ... Pero, ¿quién vuela?
Conquistaré el azul ávido de plumaje,
pero el amor, abajo siempre, se desconsuela
de no encontrar las alas que da cierto coraje.
Un ser ardiente, claro de deseos, alado,
quiso ascender, tener la libertad por nido.
Quiso olvidar que el hombre se aleja encadenado.
Donde faltaban plumas puso valor y olvido.
Iba tan alto a veces, que le resplandecía
sobre la piel el cielo, bajo la piel el ave.
Ser que te confundiste con una alondra un día,
te desplomaste otro como el granizo grave.
Ya sabes que las vidas de los demás son losas
con que tapiarte: cárceles con que tragar la tuya.
Pasa, vida, entre cuerpos, entre rejas hermosas.
A través de las rejas, libre la sangre afluya.
Triste instrumento alegre de vestir; apremiante
tubo de apetecer y respirar el fuego.
Espada devorada por el uso constante.
Cuerpo en cuyo horizonte cerrado me despliego.
No volarás. No puedes volar, cuerpo que vagas
por estas galerías donde el aire es mi nudo.
Por más que te debatas en ascender, naufragas.
No clamarás. El campo sigue desierto y mudo.
Los brazos no aletean. Son acaso una cola
que el corazón quisiera lanzar al firmamento.
La sangre se entristece de debatirse sola.
Los ojos vuelven tristes de mal conocimiento.
Cada ciudad, dormida, despierta loca, exhala
un silencio de cárcel, de sueño que arde y llueve
como un élitro ronco de no poder ser ala.
El hombre yace. EL cielo se eleva. El aire mueve.

SEPULTURA DE LA IMAGINACIÓN
Un albañil quería ... No le faltaba aliento.
Un albañil quería, piedra tras piedra, muro
tras muro, levantar una imagen al viento
desencadenador en el futuro.
Quería un edificio capaz de lo más leve.
No le faltaba aliento. ¡Cuánto aquel ser quería!
Piedras de pluma, muros de pájaros los mueve
una imaginación al mediodía.
Reía. Trabajaba. Cantaba. De sus brazos,
con un poder más alto que el ala de los truenos,
iban brotando muros lo mismo que aletazos.
Pero los aletazos duran menos.
Al fin era la piedra su agente. Y la montaña
tiene valor de vuelo si es totalmente activa.
Piedra por piedra es peso y hunde cuanto acompaña
aunque esto sea un mundo de ansia viva.
Un albañil quería ... Pero la piedra cobra
su torva densidad brutal en un momento.
Aquel hombre labraba su cárcel. Y en su obra
fueron precipitados él y el viento.

ETERNA SOMBRA
Yo que creí que la luz era mía
precipitado en la sombra me veo.
Ascua solar, sideral alegría
ígnea de espuma, de luz, de deseo.
Sangre ligera, redonda, granada:
raudo anhelar sin perfil ni penumbra.
Fuera, la luz en la luz sepultada.
Siento que sólo la sombra me alumbra.
Sólo la sombra. Sin rastro. Sin cielo.
Seres. Volúmenes. Cuerpos tangibles
dentro del aire que no tiene vuelo,
dentro del árbol de los imposibles.
Cárdenos ceños, pasiones de luto.
Dientes sedientos de ser colorados.
Oscuridad del rencor absoluto.
Cuerpos lo mismo que pozos cegados.
Falta el espacio. Se ha hundido la risa.
Ya no es posible lanzarse a la altura.
El corazón quiere ser más de prisa
fuerza que ensancha la estrecha negrura.
Carne sin norte que va en oleada
hacia la noche siniestra, baldía.
¿Quién es el rayo de sol que la invada?
Busco. No encuentro ni rastro del día.
Sólo el fulgor de los puños cerrados,
el resplandor de los dientes que acechan.
Dientes y puños de todos los lados.
Más que las manos, los montes se estrechan.
Turbia es la lucha sin sed de mañana.
¡Qué lejanía de opacos latidos!
Soy una cárcel con una ventana
ante una gran soledad de rugidos.
Soy una abierta ventana que escucha,
por donde ver tenebrosa la vida.
Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida.

martes, 7 de mayo de 2013

Por el camino de Swann. Marcel Proust.




Por el camino de Proust

Manolo Gil.

Estamos en un año de celebraciones en el mundo de la cultura. A los bicentenarios de Richard Wagner y Giuseppe Verdi se unen en este 2013 los centenarios de Benjamin Britten y Albert Camus, de La Consegración de Primavera de Igor Stravinski, La vida breve de Manuel de Falla o Muerte en Venecia de Thomas Mann, eso por no citar algunos cincuentenarios como los del estreno de Los pájaros de Alfred Hitchcock y El gatopardo de Luchino Visconti. Año de alforjas llenas culturalmente hablando, como se puede ver. Os recuerdo que no sólo de pan vive el hombre. La cultura ayuda a salir de la crisis.


De algunos de estos aniversarios ya me he hecho eco en 360 Grados Press; de otros me encargaré próximamente. Hoy quiero detenerme en un centenario muy especial, fundamental para la historia de la literatura contemporánea. Me refiero al centenario del inicio de la publicación de la magna obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. Sin duda, una de las cimas de la literatura francesa y universal de todos los tiempos.


 

Por el camino de Swann, primer volumen de À la recherche du temps perdu, fue publicado por primera vez, en París, por la editorial  Grasset en noviembre de 1913, corriendo la edición a cargo del propio autor. La novela había sido rechazada por Gaston Gallimard,  en aquellos años director de La Nouvelle Revue Francaise, por indicación de André Gide. Dado el éxito que alcanzó el libro, el propio Gallimard convenció a Proust para que editará con él en una nueva editorial, lo que provocó la enemistad con André Gide y el abandono de la dirección de La Nouvelle Revue Francaise. Nació así en 1919 la Librería Gallimard, cuyo primer libro fue A la sombra de las muchachas en flor, segunda entrega de la obra de  Proust que consiguió el premio Goncourt de ese año y fue todo un éxito. Gallimard editó las siete entregas del ciclo proustiano entre1919 y 1927.


 

De Proust se habla más que se lee. Se da bien en las citas, en las declaraciones de culto sofisticado. Son muchos los que alardean de él, pero poquísimos los que se han aventurado en sus páginas y muchos menos los que confiesan que han desertado en  el intento de llegar al tiempo recobrado. No es una lectura fácil. Os lo dice un proustiano confeso y enfermizo. Es una lectura densa, y más que el relato de unos acontecimientos de carácter autobiográfico, compuesto de largas frases, de un lenguaje depurado, de un juego de matrioskas que no tiene fin, es un ejercicio de memoria, de cómo los recuerdos pueden atrapar el tiempo, de cómo un aprendiz de escritor trata de fijarlos en negro sobre blanco. Y todo en un ejercicio de la memoria involuntaria capaz de precipitar todo un universo. Nunca una magdalena bañada en una taza de té había dado para tanto. 


 

Proust es una aventura interior de gran belleza literaria a la que hay que llegar despacio y avanzar lentamente entre us páginas. No se puede leer de un tirón. Su propia estructura, su propio contenido impide las prisas. Proust no es una novela policiaca de ritmo trepidante. No. Proust es Proust y hay que transitarlo despacio, saboreándolo párrafo a párrafo, palabra a palabra. Es un ejercicio con nuestra propia introspección, de nuestra búsqueda de nuestro tiempo perdido, de nuestro intento de adherir el recuerdo, de estrechar los vínculos con el pasado a través de las sensaciones. Toda una terapia para conocernos a nosotros mismos, para alcanzarnos, para recobrarnos. Así es el camino de Proust y vale la pena transitarlo. Cuando se consigue, algo cambia en nosotros. Digo.



lunes, 6 de mayo de 2013

Gogol, Nicolai (1809-1852)


Gogol, Nicolai (1809-1852)


Gógol, Nikolái Vasílievich (1809-1852), escritor ruso, cuyas obras de teatro, relatos y novelas se encuentran entre las obras maestras de la literatura realista rusa del siglo XIX. Nació el 31 de marzo de 1809, en Mirgórod, provincia de Poltava, de padres cosacos. En 1820 marchó a vivir a San Petersburgo, donde consiguió trabajo como funcionario público y se dio a conocer entre los círculos literarios. Su volumen de relatos cortos sobre la vida en Ucrania, titulado Veladas en el caserío de Dikanka (1831), fue recibido con entusiasmo. A ésta siguió otra colección, Mirgórod (1835), en la que se incluye el relato Taras Bulba, que fue ampliado en 1842 para convertirse en una novela completa; esta obra, que describe la vida de los cosacos en el siglo XVI, puso de manifiesto la gran maestría del autor a la hora de retratar personajes, así como su chispeante sentido del humor. En 1836 publicó su obra teatral El inspector, una divertida sátira acerca de la codicia y la estupidez de los burócratas. Escrita en forma de comedia de errores, está considerada por muchos críticos literarios como una de las obras más significativas del teatro ruso. En ella, los burócratas locales de una aldea confunden a un viajero con el inspector gubernamental al que estaban esperando y le ofrecen todo tipo de regalos para que pase por alto las irregularidades que han estado cometiendo. Entre 1826 y 1848 Gógol vivió principalmente en Roma, donde trabajó sobre la novela, considerada como su mejor trabajo y una de las mayores novelas de la literatura universal, Las almas muertas (1842); en su estructura, es semejante al Don Quijote de Cervantes. Sin embargo, su extraordinaria vena humorística se deriva de una concepción única, extremadamente sardónica: el consejero colegial Pável Ivánovich Chichíkov, un aventurero ambicioso, astuto y falto de escrúpulos, va de un lugar a otro comprando, robando y estafando para conseguir los títulos de propiedad de los siervos que aparecen en los censos anteriores pero que han muerto recientemente, de ahí almas muertas. Con estas propiedades como aval, planea conseguir un crédito para comprar una propiedad con almas vivas. Los viajes de Chichíkov ofrecen una ocasión perfecta al autor para llevar a cabo profundas reflexiones sobre la degradante y sofocante relación de servidumbre, tanto para el siervo como para el amo. En esta obra aparecen asimismo un gran número de personajes, brillantemente descritos, de la Rusia rural. Las almas muertas fue un modelo para las generaciones posteriores de escritores rusos. Además, muchos de los ingeniosos proverbios que aparecen a lo largo de la narración han entrado a formar parte del refranero ruso. En el momento de su publicación, Las almas muertas estaba llamada a constituir la primera parte de una obra más amplia; Gógol comenzó a escribir la continuación, pero, en un ataque de melancolía debido a una crisis religiosa, quemó el manuscrito. En 1842, en cambio, publicó otro famoso trabajo, El capote, un relato corto acerca de un ocupado funcionario, víctima de la injusticia social, tan frecuente en la Rusia de su tiempo. Al año siguiente, Gógol viajó en peregrinación a Tierra Santa y a su regreso cayó bajo la influencia de un sacerdote fanático, quien le convenció de que sus obras narrativas eran pecaminosas. A raíz de ello, el novelista destruyó gran cantidad de manuscritos inéditos. Murió el 4 de marzo de 1852, en Moscú, al borde de la locura. La figura de Gógol se puede comparar con la de otros grandes escritores rusos, como los novelistas Liev Tolstói, Iván Turguéniev y Fiódor Dostoievski, y el poeta Alexandr Pushkin, que fue su amigo íntimo durante toda su vida y el mejor crítico de su literatura.
Fuente:N.N.

domingo, 5 de mayo de 2013

CARLOS FUENTES. Cine. Del libro: "En esto creo".


CINE 

Entre todas las artes del siglo XX, ninguna se presentó con novedad más representativa del tiempo que la cinematografía. Pintura, arquitectura, escultura, música: todas descienden del pasado, le rinden tributo, lo renuevan. Sólo el cine nace con el siglo, sólo el cine es sólo del siglo XX. Sus deudas estéticas y literarias son inmensas. Pero la presencia misma de la imagen cinematográfica, la creación que inspira y la mitología que crea son, acaso, las huellas más hondas de la identidad de nuestro tiempo. 
Siempre he pensado que hay grandes escritores que pudieron ser de otro tiempo sin dejar de ser grandes y eternos. Marcel Proust me parece el mejor ejemplo. Situado en los siglos XVIII o XIX, el novelista de Combray no hubiese sido menos significativo. Y Laclos, del siglo XVIII, es un gran escritor del siglo XX. En cambio, hay escritores en cuya ausencia no entenderíamos «nuestro tiempo». Le son indispensables a la época que vivieron, son universales, se seguirán leyendo siempre, pero tienen la marca de su tiempo como sello indeleble. Dickens y Balzac sólo son del siglo XII. Y Kafka es el escritor indispensable del siglo XX. No entenderíamos nuestro tiempo sin La metamorfosis, El proceso, El castillo, América. 
El cine, por su novedad misma, ha estado sujeto a transformaciones constantes que hacen viejo en poco tiempo lo que era novedad ayer apenas. Luis Buñuel se quejaba de la dependencia técnica del cine. Los avances son tan rápidos que hacen obsoletas la mayor parte de las películas del pasado. Vencer al tiempo de la instantaneidad con imágenes perdurables es el desafío del cineasta, y ya que hablo de Buñuel, empiezo por evocar , imágenes de Un perro andaluz o La edad de oro, que estan vivas aunque las técnicas hayan sido superadas. 
Hablo de las películas mudas porque entre el cine silente y el parlante hay un verdadero abismo. El desarrollo de la cinematografía sin palabras alcanzó cimas de belleza y de elocuencia que jamás ha recuperado la era sonora. Dan ganas de darle la razón a Montaigne: «Tandis que tu as gardé silence, tu as paru quelque grande chose.» Buena parte del cine cómico —Chaplin, Keaton, Harold Lloyd, Laurel y Hardy— depende de la pura visualidad para que sus gags sean efectivos. El sonido los arruinó, rebajó o transformó. Arruinó a Keaton y a Lloyd. Rebajó al Gordo y el Flaco y transformó a Chaplin, quien sí dio dos obras maestras del cine sonoro cómico: El gran dictador y Monsieur Verdoux. 
Pero la narrativa plástica de películas como La pasión de Juana de Arco de Dreyer, El acorazado Potemkin de Eisenstein, La caja de Pandora de Pabst, El viento de Sjóstróm, Capullos rotos  de Griffith, La muchedumbre  de Vidor y, finalmente, Amanecer de Murnau, acaso la más bella película de la era silente, fue brutalmente interrumpida por la (insípida) novedad de Al Jolson cantando Mammy y la sucesión de estáticos melodramas teatrales que no tuvieron más virtud que la novedad parlante. Las muy estimables aportaciones de Hollywood al «cine de género» —películas de vaqueros, de gángsters, de denuncia social, sin olvidar la screwball comedy o comedia loca ni el erotismo sublime de las ritualizaciones bailables de Rogers y Astaire— no se equiparan a la auténtica revolución técnica, narrativa y visual aportada por Ciudadano Kane de Orson Welles. En Kane, por primera vez, los techos se ven, el foco de primeros y segundos planos es igualmente nítido, la sonoridad y la imagen se integran, el tiempo y el espacio actúan, biografía y cinematografía se funden. 
Los experimentos sonoros de Rouben Mamoulian le devuelven movilidad a la cámara. La libérrima extravagancia musical de Busby Berkeley. El impresionante uso documental del cine por Flaherty. La calibrada dirección de actores de cine, no de teatro, por George Cukor. O, por el contrario, la deliberada teatralidad de Los hijos del paraíso  de Carné, lado a lado con el miserabilismo urbano encarnado en figuras como Jean Gabin, Arletty o Michel Simón, van ampliando y dándole carta de naturaleza a una multitud de géneros dentro del género cinematográfico. Si la comedia hablada nunca vuelve a ser tan elocuente como la comedia muda (Cantinflas no es Chaplin; Abbot y Costello no son Laurel y Hardy), el diálogo para el cine sí logra ser diferente del diálogo teatral, sobre todo en la chispeante alianza de la palabra y la acción en las comedias de Lubitsch y Hawks, y en la actuación hablada puramente cinematográfica de actores como Cary Grant y James Cagney, Bette Davis y Barbara Stanwyck: los mejores. 
Crear un estilo propio a partir de la normatividad genérica, a pesar del peso de las «estrellas» y de las exigencias comerciales de los «estudios», es lo que le da su rango superior a los pocos verdaderos creadores de obras de arte cinematográficas. 
Orson Welles, durante un instante milagroso, logró reunir, gracias a un estilo, las posibilidades del cine sonoro, la biografía de un hombre y la dinámica de una sociedad en la que tenerlo todo es perderlo todo. Ciudadano Kane es, acaso, la mejor película del siglo. Pero a mí me parece inseparable de las películas que le hacen compañía para configurar la ilusión y el desvanecimiento de eso que ellos llaman «el sueño americano», «the American Dream». Cantando bajo la lluvia de Stanley Donen y Gene Kelly es quizás la más pura y deliciosa obra del optimismo norteamericano. Gene Kelly y la maravillosa, adorable, suspirable Cyd Charisse conforman el neocartesianismo de los Estados Unidos: «Bailo, luego existo.» Pero Taxi Driver de Martín Scorsese es la pesadilla norteamericana, la pura violencia gratuita, desesperada porque todo está allí y todo es nada. Orson Welles ambicionaba. Gene Kelly celebraba. Robert de Niro mutilaba. 
Las otras versiones personales de la belleza cinematográfica nacen de culturas menos seguras o autocelebratorias que la de los Estados Unidos. Jean Renoir es quizás el epítome del espíritu francés: la ironía aclara, salva de las ilusiones de la razón y de las desilusiones de la fatalidad. Una inteligencia humana, comprensiva, abarcadora, pálida, nos aleja del fácil maniqueísmo. Fierre Fresnay y Erich von Stroheim se entienden porque ambos son iguales, pero Jean Gabin y Marcel Dalio se entienden a pesar de ser distintos. 
La gran ilusión es la película europea que compite por el laurel del siglo con Ciudadano Kane (muchos argumentarían a favor de otra gran cinta de Renoir, La regla del juego). Pero no están lejos de ellos los cineastas que fueron capaces, más allá de la gran imaginación política de Welles y Renoir, de darle imagen a la preocupación espiritual, formulada acaso como temperamento religioso sin fe religiosa: el católico a su pesar, Luis Buñuel, y el protestante a pesar suyo, Ingmar Bergman, sin olvidar al jansenista de todo corazón, Robert Bresson. ¿Y es devaluar a Alfred Hitchcock creer que el miedo —el gran tema del gran director inglés— no es la mejor dramatización moderna de la Caída, de la lejanía de Dios? Éste es el verdadero suspense de Hitchcock: ¿Dónde está Dios, por qué nos ha dejado tan solos en un mundo de asechanzas imprevisibles? ¡Qué miedo! 
El cine ha sabido, excepcionalmente, ser poesía —L’Atalante de Vigo y La noche del cazador de Laughton—. Con más constancia, ha sabido reunir comentario social y narración dramática. Es la gran contribución italiana de Rossellini, De Sica y Visconti. Ha sabido, con excelencia, crear ambientes sombríos —el cinema noir americano— o luminoso —¿hay película con más luz, interna y externa, que El mago de Oz?—. Pero si el «género» ha lastrado incluso a grandes directores como Ford y Kurosawa, hay dos grandes directores asiáticos que han devuelto al cine la suprema libertad creativa frente a la tiranía genérica: el japonés Kenji Mizoguchi en una de mis películas favoritas, Ugetsu Monogatari , y el hindú Satyajit Ray en su trilogía de Apu. Mizoguchi logra el milagro de demostrarnos la emoción de lo fantasmal. Ray, el de la caridad de la mirada. 
Hay algo, al fin y al cabo, que no puede dejarse fuera del amor del cine y es el amor y fascinación por los rostros del cine. Viendo con Buñuel la Juana de Arco de Dreyer, el gran aragonés me confesó su fascinación por la facies, el rostro cinematográfico. No hay más que una Falconetti, es cierto, y quizás por eso la Pucelle de Dreyer hizo sólo una película. 
Pero repetidos, únicos, polvo enamorado, ¿qué sería de nuestras vidas como seres humanos del siglo XX sin la belleza, la ilusión, la pasión que para siempre nos dieron los rostros de Greta Garbo y Marlene Dietrich, de Louise Brooks y de Audrey Hepburn, de Gene Tierney y de Ava Gardner? Me encantan, por esto, las referencias a la mirada dentro de la mirada en el cine. 
Bogart a Bergman en Casablanca: «Nos estamos mirando, muñeca.» 
Gabin a Morgan en El muelle de las brumas: «Tienes muy lindos ojos, ¿sabes?» 
Éste ha sido el milagro mayor del cine: ha vencido a la muerte. El rostro de la Garbo en la escena final de La reina Cristina, el de Louise Brooks y su perfil con peinado de ala de cuervo en Pandora, el de Marlene entre las gasas y filtros barrocos de El expreso de Shanghai y La emperatriz escarlata , el de María Félix soñando despierta mientras oye una serenata en Enamorada, el de Dolores del Río viendo su propia muerte en la de Pedro Armendáriz en Flor silvestre, el de Marilyn descendiendo escaleras diamantinas o resistiendo el vapor veraniego de Nueva York entre sus muslos blancos y su falda blanca en La comezón del séptimo año  Ellas son la realidad final y absoluta del cine: ninguna de ellas ha envejecido, ninguna de ellas ha muerto, el cine las volvió eternas, el cine venció a la vejez y a la muerte. 
Ninguna teoría, ningún triunfo artístico supera o sustituye esta simple realidad. Es la nuestra, la de nuestro amor más íntimo pero más compartido, gracias al cine. 

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Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

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