miércoles, 13 de marzo de 2013

Eduardo Barrios


Eduardo Barrios nació en Valparaíso el 25 de octubre de 1884. Sus padres fueron Eduardo Barrios Achurra, oficial del ejército chileno que murió combatiendo en la campaña del Pacífico, cuando el futuro escritor tenía 5 años, e Isabel Hudtwalcker Jounny, de nacionalidad peruana. La infancia y adolescencia de Eduardo Barrios transcurrieron en Lima, ciudad que fue su residencia desde la muerte de su padre. En Perú, por ser chileno, su vida estudiantil estuvo marcada por la hostilidad de sus compañeros, lo que lo hizo pasar por varios establecimientos: Colegio San Pedro, Instituto Alemán-Inglés, Colegio Recoletano y Padres Franceses.

En 1900 regresó a Chile. Por imposición familiar entró a la Escuela Militar, a la cual no pudo adaptarse, retirándose antes de egresar como oficial. Entonces se dedicó a recorrer el país y el continente en busca de nuevas experiencias y desempeñando variadas actividades. Al volver a Santiago, trabajó como funcionario de la Universidad de Chile y taquígrafo en la Cámara de Diputados. De esta época son sus obras teatrales: Del natural (1907), Mercaderes en el tiempo (1910), la que obtuvo el Premio de Teatro en el concurso que, con motivo del Centenario de la Independencia, convocó el Consejo Superior de Letras y Artes, y Lo que niega la vida. Por el decoro (1913).

Después de dos años de silencio, en 1915 marcó su ingreso definitivo a la literatura con la publicación de El niño que enloqueció de amor y su inicio como redactor de las revistas Pluma y Lápiz, Pacífico Magazine y Zig-Zag. Por entonces, también integró el grupo literario de Los Diez.

En los años siguientes publicó dos importantes novelas: Un perdido (1918), considerada por muchos la mejor obra de Barrios y El hermano asno (1922), libro voluminoso donde con gran maestría retrató la vida de los frailes franciscanos en el convento de San Francisco y sus aledaños.

En 1925, ingresó a la Biblioteca Nacional llegando pronto a ser su director. Luego asumió el cargo de Ministro de Educación. A la caída del gobierno de Carlos Ibáñez, renunció a sus cargos públicos para comenzar otra etapa, la de agricultor terrateniente, pero no descuidó la actividad literaria y continuó escribiendo en los diarios El Mercurio y La Nación, como lo había hecho hasta entonces. Si bien, en los años precedentes, Barrios siguió publicando con igual entusiasmo novelas y obras de teatro, no es hasta 1948 que uno de sus libros volvió a ser reconocido. Ese año vio la luz Gran señor y rajadiablos, sobresaliente narración sobre el campesinado chileno.

En 1946, recibió el Premio Nacional de Literatura y en 1949 el Premio Atenea que otorga la Universidad de Concepción. En 1953 fue incorporado a la Academia Chilena de la Lengua y fue designado Director de la Biblioteca Nacional.

Ya en la última década Eduardo Barrios se retiró de su vida de escritor -en la cual destacó en los géneros narrativo y dramático, además del ejercicio del periodismo- y refugiado en su familia, murió en Santiago el 13 de septiembre de 1963.
 (aporte de lajime)

RESEÑA:
El niño que enloqueció de amor es una novela sicológica que nos narra la historia de un pequeño quien se ha enamorado de una mujer muy hermosa.
Es una historia que conmueve, es una historia salpicada por la tristeza, por el amor, por la ansiedad. El niño convierte a esta dama en el objeto de su vida, en su amor, en la única persona que parece que le importa, que se fija en él, que le muestra cariño.
Todo marcha a las mil maravillas, mientras el niño desconoce que su adorada princesa le pertenece a Jorge.
La presencia de Jorge derriba y destruye el hermoso idilio del peqieño. El pobre no puede resistir otro rechazo, otro fracaso, no puede aceptar la pérdida de su amada.

(fragmento)
OBRAS DEL AUTOR


Del Natural.— Cuentos y novelas cortas, 1907.

Mercaderes en el Templo.— Drama en cuatro actos, 1910.

Por el decoro.— Comedia en un acto, 1913.

Lo que niega la vida.— Comedia en tres actos, 1914.

El niño que enloqueció de amor— Novelas cortas y cuentos, 1915.



El niño que enloqueció de amor


¡Pobre feo!


Papá y mamá



Por Eduardo Barrios



Segunda edición ilus-trada por Jorge Délano
Impresa por Heraclio Fernández
Santiago de Chile
MCMXV


El niño que enloqueció
de amor


Eduardo Barrios


¿Habéis oído cantar un pájaro en la no-che?
Suele ocurrir que un rayo de luna, un ra-yo levemente dorado, derramándose, derra-mándole por entre el misterio del follaje, al-canza la rama donde se acurruca el avecita dormida, y la despierta. No es el alba, como imagina el ave. Pero... ella canta.
Luego, si el avecilla es lo que se llama un equilibrado y fuerte pajarito, descubre su engaño, hunde otra vez el pico en la tibieza de las plumas y se vuelve a dormir.
No obstante, avecitas hay, inquietas y frágiles, para quienes el rayo de luna tiene un poder de sortilegio. Y tras de cantar, sal-tan aturdidas y vuelan... Sólo que, como no es el día el que llegó, se pierden pronto en la obscuridad, o se ahogan en un lago ilumi-nado por el pálido rayo de oro, o se rompen el pecho contra las espinas del mismo rosal florido que, horas después, pudo escuchar-les sus mejores trinos y encender sus más delirantes alegrías.
¿Cuál es el rayo venenoso que despierta algunas almas en la noche, les roba el ama-necer y las ahoga en una existencia de tinieblas?
Voy a revelaros el secreto de un niño que enloqueció de amor.
Fuera de mí, nadie —ni su madre, hoy convertida en su esclava— poseyó nunca el secreto de la locura de ese niño. No os conta-ré todavía cómo cayó en mis manos este cua-derno doloroso e ingenuo. Os diré tan sólo que ahora lo publico porque ello no puede ya herir a nadie. Respeté muchos años el se-creto de aquel niño, de aquel pájaro que cantó en la noche y no tuvo mañana. Me lo entregó la casualidad, y lo he guardado res-petuoso, con el respeto que merece un niño sentimental y entristecido, una víctima del rayo venenoso que ilumina los corazones an-tes de tiempo y los lanza en ese vórtice lla-meante y obscuro, dulce y terrible del Amor.




Hoy ha comido aquí otra vez don Carlos Romeral. Es el hombre más inteligente que conozco. Como que cuando él habla, todos le escuchan y le encuentran razón. Yo, sobre todo, le encuentro razón siempre. Dice cosas que uno siente. No se habrá fijado uno mu-cho en esas cosas, pero las ha sentido y son la pura verdad. Esta noche me ha dicho que a la oración, junto con las golondrinas, pa-san volando las campanadas de la iglesia. Y es cierto, pasan volando. Después me ha di-cho: «Eso quiere decir que los niños, como las golondrinas, deben prepararse a esa ho-ra para dormir»... lo cual ya no me parece nada. ¡Si él supiese—digo yo—cuánto me cuesta dormir a mí!
También habló en la mesa de un diario que él lleva de su vida. Después de comer, me ha hecho muchos cariños y yo le he pre-guntado qué era eso del diario.  «Un cuaderno—me ha explicado—en donde algunas personas escriben todos los días lo que les pasa, porque a veces no se pueden conver-sar con nadie ciertas cosas.» Yo le dije que era cierto y que precisamente esas cosas eran las más importantes, las que más se deseaban hablar y que no se podían sin em-bargo, como él decía, conversar con nadie. Él me ha mirado entonces mucho rato, pensativo, y me ha hecho muchas preguntas de esas que ponen nervioso. Me entró una ver-güenza... Y casi se me saltan las lágrimas, como si hubiera hecho algo malo, y me fui.
Cuando pasó un rato, lo estuve mirando desde el corredor. Estaba en la misma pos-tura, solo en la salita, muy pensativo y fu-mando...
Me quiere mucho, más que mi mamá, se me ocurre a mí. Viene pocas veces, pero yo pienso todos los días en él. Lo quiero mucho, pero mucho. Y desde ahora voy a llevar co-mo él un diario en este cuaderno, bien es-condido bajo la alfombra, para decir todo lo de Angélica...



Ha venido Angélica esta tarde y he vuelto a perder tontamente más de media hora de estar con ella. ¡Que siempre me pase lo mis-mo!... Tanto como deseo verla, y oírla, y to-carla, y sentirla bien cerquita de mí, y lue-go pierdo así el tiempo... ¡Me da más rabia!... ¿Por qué seré tan nervioso? Pero en cuanto sé que ha llegado de visita, me confundo todo. ¡Qué voy a hacer! Me lo dicen, y siento como si me dieran un golpazo en el pecho, y se me sube primero toda la sangre a la cara, y después se me aflojan las piernas y me enfrío todo entero, y me pongo a tiritar y, en lugar de correr a verla, me voy al fondo de la casa, corriendo, sin poderme contener. ¿A qué me voy?, eso digo yo. Me voy a espe-rar... no sé a qué. Y es que me da miedo y no me atrevo a ir. Se me ocurre que, yendo así, de repente, me lo van a conocer... o que me va a dar algo. Y me la paso dando rodeos, hasta que poco a poco me voy acercando, acercando, y con un miedo... Me cuesta muchísimo llegar al salón, así, como por casua-lidad. Y es, también, que como ella me quie-re tanto, en cuanto me ve me llama y me be-sa y me abraza. Si sólo me besara, no sería nada, no me haría tanta impresión, pero me ha de abrazar, y eso sí que no lo puedo su-frir. No sé, no está en mí: todo es que la sienta apretada contra mí, y ya me entra una desesperación muy grande. Me ahogo, me dan ganas de llorar a gritos. Yo la apre-taría, ¡claro!, con todas mis fuerzas, y le di-ría todo lo que sufro por ella, y que la ado-ro, y mil cosas. Sin embargo, en esos mo-mentos me desespero y sólo atino a salir co-rriendo, hasta el último patio otra vez. Hoy me fui; tampoco pude soportar. Después no sabía cómo volver. Menos mal, que ella me llamó. Me hizo sentarme en el sofá, a su la-do, y ahí me estuve toda la visita, mirándola, oyéndola conversar con mi mamá y sintiendo su olorcito especial... A veces, cuando estoy así, junto a ella, bien calladito, me dan de-seos de estar enfermo para que hable de mí y de nadie más, y me haga cariños... No es que no haya estado contento esta tarde; pero es que también me he puesto triste... Siempre me pongo triste. Yo digo que me da esa pena de ver cómo la quiero yo, mientras ella me quiere como a un niño. Y es natural, ¿Cómo me iba a querer? ¡Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia! ¿Qué podría yo hacer?...




Tengo mucha pena y quisiera tener más. Por la tarde vino Angélica y le pidió a mi mamá que me dejara acompañarla a las tien-das, y en la calle se nos juntó un joven que ni me miró y no hizo sino hablar con ella. A ninguna tienda entramos; anduvimos por muchas calles y a mí me echaban por delan-te cuando no había gente. Yo quería mirar para atrás, pero no me atrevía. Después se despidió él y nos hemos vuelto muy ligero. Ella estaba muy contenta. Mientras más li-gero andábamos, más triste me ponía yo, hasta que, ya en la esquina da casa, se me ca-yeron las lágrimas, y cuando ella me ha vis-to llorar se ha llevado un susto y me ha pre-guntado por qué lloraba. Yo le he contesta-do que porque ese antipático se nos juntó en la calle, y entonces ella ha soltado la risa, ha dicho: —«¡Qué chiquillo tan rico!»—y me ha preguntado si yo quiero ser su novio. Yo, por supuesto, me he quedado mudo. ¿Qué iba a decir? Y ella se ha puesto seria un rato y luego me ha hecho cariños. Pero siempre tengo pena... y quisiera tener más...







… y el tiempo va pasando y yo me voy poniendo peor. Me acuesto temprano y me hago el dormido inmediatamente para que me apaguen pronto la luz y me dejen solo y poder llorar, porque es tan bueno llorar cuando uno está así… ¡Con qué gusto se llora! Yo tengo que morder las sábanas para que mis hermanos no me oigan. Pero no se puede llorar mucho rato, ¿por qué será? Se va uno calmando sin querer y se le pone a uno el pecho muy fresco y, aunque quiera seguir llorando, no puede. Yo digo que no debía ser así, porque uno se queda con la pena. Yo, entonces, pienso en ella, en mu-chas cosas de ella y mías. Anoche me acordé de cuando vino por primera vez a casa. Se había puesto un vestido solferino, y se le re-flejaba el color en la cara, y en los ojos se le veían también dos puntitos solferinos. ¡Es-taba muy linda, pero muy, muy linda! ¡Cada día es más linda!... Esos ojos... como nuevecitos, flamantes, que pestañean de un modo tan raro, tan bonito: muy rápido, alegrándolo a uno; y el pelo se le riza y en las puntas se le va poniendo rubiecito... Yo la miraba, la mi-raba, ese día, y si ella me llegaba a mirar a mí, yo tenía que quitarle la vista porque me entraba una cosa muy extraña. Pero enton-ces sentía yo en la cara su mirada, como una cosa tibia que me dejaba sin fuerzas para moverme, ¡Por Dios, qué terrible! Mi mamá parece que lo notó, porque le dijo: —Este chiquillo se ha enamorado de ti, Angélica. No te despega la vista.— Mi mamá lo dijo riéndose, sin intención, pero yo, desde en-tonces, ya no pensé sino en ella, en Angéli-ca digo, y en lo que dijo mi mamá y… hasta hoy.
Ah, y otro día me preguntó ella si la quería y yo le contesté que más que a nadie en el mundo. ¡Qué bárbaro! Pero no me pude contener, se me escapó. Entonces me miró mi mamá y yo me tuve que corregir y de-cirle que después de mi mamá y de mi abue-la y de mis hermanos. Pero no es cierto, ¡la quiero más que a todos! ¡Más que a todos, más que a todos! ¡Ay, qué gusto me da te-ner este cuaderno para decirlo!
Me llaman para acostarme y no he alcanzado a hacer mis tareas del colegio. Me disculparé con que me dolía la cabeza, y me lo creerán, porque todo el día me ha dolido la cabeza y en el colegio lo han sabido... Y por último, aunque me castiguen. Yo tengo que escribir este diario porque no puedo con-versar con nadie estas cosas, porque ¿a quién se las voy a decir, si a decírselas a ella no me atrevo y si mis hermanos son todos tan brutos?...



Mis hermanos no me quieren. Nunca me convidan a jugar porque dicen que no sé. Y tienen razón; yo no entiendo bien ningún juego, y es que no me gustan; y además no me divierten los otros chiquillos porque he visto que todos son muy distintos a mí. Ellos se olvidan de sus personas y de todas las co-sas y pueden jugar a sus anchas, mientras que yo no me puedo olvidar de mí ni de na-da, así es que nunca llego a fijarme bien en los juegos y siempre pierdo y hago perder a los de mi partido. Por eso dice mi abuela que soy una pobre criatura, que estoy flaco y paliducho, que tengo las piernas como pa-lillos y que me tiene lástima. Más le tengo yo a ella, que tiene las manos llenas de ve-nas y la cara color tierra seca y los labios blancos y los dientes amarillos, y que ni si-quiera sabe tocar el piano como mi mamá, y no hace sino pelear con los sirvientes. En cambio, yo haría muchas cosas si fuera gran-de. Y si soy tristón, como ella dice, ¿qué le importa a nadie? Además, yo siempre he si-do así; lo que sí que antes no tenía pena si-no cuando hacía tristeza, en esos días raros, y ahora más que antes, pero es por Angélica, y es una tristeza que a mí me gusta. ¿Cuándo volverá Angélica? ¡Mi An-gélica de mi alma!... Yo creía que iba a poder escribir en este cuaderno todos los ca-riños que le digo con mi pensamiento; pero ahora veo que aunque nadie vea lo que escri-bo, siempre me da una vergüenza muy gran-de escribir esas palabras que le digo sin ha-blar o a su retrato. Anoche me robé su re-trato del salón, antes de acostarme, y me lo llevé a la cama y lo estuve besando mucho y le dije todas esas cosas que me da vergüen-za poner aquí. Yo quería guardármelo para tenerlo siempre en mi cuaderno; pero de re-pente me entró mucho miedo de que me pillaran y no me pude quedar tranquilo, hasta que me levanté en camisa y lo puse otra vez en el álbum. ¡Claro!, me hubieran descubier-to, porque en cuanto hubiesen preguntado, ye me habría puesto nervioso y me lo ha-brían conocido en la cara.
Mañana domingo puede que la vea en mi-sa, y si no, le voy a decir a mi mamá que nos mande a la casa de mis primos. Allá va Angé-lica loa domingos por la tarde, muchas veces, y yo me puedo pasar la tarde con ella en el balcón, y con mi tía Carmencita, que me quiere mucho porque dice que yo soy muy afectuoso. Ella sí que es buena y muy bonita, y tiene las manos gorditas y suaves, y sa-be contar cuentos con una voz bien suavecita y bien tranquila...



No fue a San Francisco sino a la Catedral, para pasearse en la plaza después de la misa, dijo; pero en la tarde sí la vi. No estuvo más que de pasadita en la casa de mis primos y cuando ya iba anocheciendo. Yo estaba con mi tía Carmencita en el balcón, y me había quedado mirando cómo titilaban los focos de la calle para encenderse y cómo se ponía en-tonces descolorido el cielo, cuando ¡ella que se nos aparece en la acera! ¿Cómo no la vi llegar?, digo yo. No quiso subir porque se le había pasado la hora y también porque a la Raquelita, que andaba con ella, le molesta-ban los zapatos nuevos; pero entonces mi tía y yo bajamos y nos estuvimos paseando to-dos desde la puerta hasta la esquina. Venía tan contenta, que nos contagió, y después se puso a hablar en secreto con mi tía, y enton-ces las dos se reían y miraban lejos, hacía el lado por donde Angélica había llegado, pero con disimulo, porque yo no me pude dar cuen-ta de lo que buscaban con la vista. ¿Qué se-ría? Es lo malo que tiene, y eso que nadie sería más reservado con sus secretos que yo. Pero pasa siempre así, que nadie adivina nun-ca quiénes son las personas que quisieran ser-virle a uno para todo y están cerca de uno y no se lo dicen sólo porque no se atreven. Yo digo que se debía adivinar; lo que es que ha-bía de ser con seguridad, como me pasa a mí con don Carlos. Estoy seguro de que él qui-siera que yo le contara todos mis secretos, y a él sí se los confiaría yo si llegara el caso. Angélica no adivina; pero, de todas maneras, estoy contento: le dijo a mi tía que yo era un encanto y habló varias cosas buenas de mí y después me besó...y yo también, y como me tuvo de la mano todo el tiempo, me ha que-dado el olor de sus guantes. Estoy bien, bien feliz. ¿Por qué me quedaré tan contento cuando la veo sólo un momentito y cuando paso mucho rato con ella, no?...
...Me voy a acostar. Ojalá no golpeen la pared en la casa de al lado. Les ha dado ahora por golpear, y me asustan. ¿Qué harán? Es un fastidio. Tanto como espero la hora de acostarme para estar completamente solo, a obscuras, y poder sentir bien esta especie de sed y de felicidad, este ahogo tan dulce, este amor tan grande, y suspirar, y llorar de gusto hundiendo la cara en la almohada... y sin embargo, tantos sustos que he de pasar hasta ahí en mi cama. Y es que oigo una
porción de ruidos que me hacen saltar el corazón. Cuando no es un mueble que cruje, se cae un plato en la cocina, o cierran una puerta, o golpean la maldita pared de al lado. Yo no debía asustarme, porque no hago nada malo, sino estar despierto, y el pensamiento no me lo adivinarían; pero me entra un miedo atroz y no lo puedo remediar…


Ahora mi mamá me observa. He pasado anoche un susto terrible. Mis hermanos ju-gaban después de comer, corriendo en el pa-tio, y yo los miraba desde el corredor, recostado en un pilar y pensando en Angélica, cuando oí que mi mamá le decía a mi abue-la:—¿Estará enfermo?— Y entonces se me puso en el acto que estaban hablando de mí, y me quedé de una pieza. No me atreví a mirarlas, pero sentía que ellas me miraban a mí. Y así era, de mí hablaban, porque mi mamá volvió a decir:—Hace muchas noches que no juega.— Y mi abuela le dijo que me dejara, que si no sabía de sobra que yo era así, apagado y tristón y no vivo como mis hermanos; pero mi mamá me llamó. Yo estaba como una estatua; ni voz tenía del sus-to... La pura verdad, yo creo que me estoy enfermando, porque ya es mucho lo nervioso que me he puesto... —Tienes muchas ojeras, hijito. ¿Por qué no corres tú también un po-co?—me preguntó mi mamá, y yo le con-testó que tenía sueño, y ella me tocaba la frente, creyendo que estaría con fiebre; pero yo le aseguré que no tenía nada, y me puse a reír, a la fuerza, eso sí, y porque sólo de pensar que, creyéndome enfermo, me llevaran mi cama al dormitorio de mi mamá, temblé. No tuve más remedio que reírme, porque perder mi soledad de la noche... ¡eso sí que no! Mi abuela me encontró la frente fresca. Mi abuela opina siempre antes de examinar; así es que antes de haberme tocado ya tenía resuelto hallarme fresco. Algo bueno había de tener la pobre. Si mi mamá tuviera ese carácter, yo sería muy independiente y más feliz. Pero me cuida demasiado. Porque me quiere será... y a
mí me gusta que me quiera... pero es fastidioso que se fijen tanto en uno…




Lo más malo es que nadie me puede defender, puesto que nadie sa-be lo que me martiriza este afán de mi mamá. Desde que me encontró ojeroso, no tengo más remedio que jugar todas las no-ches con mis hermanos. Ya tengo adolorido el cuerpo. ¿No es un martirio, esto? He de saltar, y he de correr, y cantar, y acalorarme más que ninguno. Y si al menos me divirtiera… Pero no, porque mi única preocupación mientras tanto es ir fijándome en la cara feliz con que mi mamá me observa. Y eso que mido mi tiempo: cuando oreo que ya es suficiente, me acerco a ella, le hago notar cómo transpiro, y que he corrido mucho, y que la comida me ha bajado, y a veces hasta le discuto haber traveseado más que todos.
Entonces ella me besa, contentísima, la pobre, y yo respiro; ya me puedo ir a acostar sin ese maldito miedo de sentirla llegar a mi cama para ver si duermo bien. Y esa as otra, porque por más que he aprendido a fingir perfectamente que duermo
como un lirón, siempre me sobresalta eso de que mi mamá vaya a verme dormir. Le había dado por ir. A mí me da rabia. ¡Pobre mamacita! Ella lo hace de buena que es; pero ¿cómo no me ha de dar rabia?... ¡Todo por ella, por mi Angélica! En estos días, dice mi mamá, vamos a ir a su casa de visita. Ya era tiempo…







Fuimos. Al fin le hicimos la visita a Angélica. Pero he vuelto fastidiado. Había varias personas más y el joven del otro día, que la miraba tantísimo. Ella estaba conmigo siempre; pero a donde íbamos nosotros allá iba él. Se llama Jorge; y es buenmozo; pero muy cargante, el tipo. Ese  modo de decir «señorita Angélica». ¡Imbécil! A ella no le gusta, creo yo. Y cómo le va a gustar, también, con esa cabeza chica y esos ojos redondos y ese bigote como escobilla de dientes... No, no es feo... Pero no le gusta, porque yo se lo pregunté y ella me dijo que no. ¿Y para qué me iba a engañar?, vamos a ver. Si no puede ser; y además, ni su familia lo permi-tiría. Si creo que hasta tipo es. Y por últi-mo, ¿no me dijo ella misma que no le gusta-ba? ¿Para qué me preocupo, entonces?...



Yo no sé lo que será; pero cada vez que leo cuentos me quedo imaginando muchas cosas y las veo muy claritas, muy claritas, tal como si fuesen de veras, lo que no me pa-sa cuando no leo. Hoy, por ejemplo, estuve pensando en que ese bruto, ese ridículo, ese tal Jorge, estaba enamorado de Angélica; y yo quería figurarme que ella lo echaba de su casa y entonces él se suicidaba. Pues no me lo podía imaginar bien claro, Después me puse a leer y, a la mitad, sin saber có-mo, me encontré pensando otra vez en lo de ese tonto pretencioso, y entonces sí que lo vi todo muy bien. Primero, ella se le reía en las barbas, con esa risa tan, tan bonita que tiene, que suena como el agua cuando sale de la botella fina de cristal del comedor; en seguida se ponía furiosa y lo insultaba mientras a mí se me agarrotaba el pecho de gusto; y él se iba entonces y, de repente, veíamos un grupo de gente en la calle, con policía y todo, y yo iba corriendo a mirar... y era que él se había suicidado. Después me animaba yo por fin a decirle todo lo que pienso, y ella lloraba entonces lo mismo que yo, de gusto, de esta dicha tan grande que sube de aquí, de bien adentro, y revienta por los ojos y hace llorar primero y después deja más feliz todavía. Y luego me decía a todo que sí, que nadie la quería como yo y que ella me esperaría hasta cuando yo fuera un joven grande. Y yo no veo por qué no puede suceder así. Ella sería siempre mucho mayor que yo, ¡claro! Pero ¿no hay tantas viejas casadas con jóvenes? En esos matrimonios, digo yo, ¡cuántos se habrán querido como Angélica conmigo! Yo se lo voy a decir a ella pronto. Si es que delan-te de ella no se me ocurre cómo empezar. Cuando estoy lejos, me parece que tenemos mucha confianza; pero en cuanto estoy jun-to con ella me siento ya como de etique-ta...


Mis hermanos son de veras muy brutos. Hoy me salió Pedro con que yo era un tonto por-que me la llevaba pestañeando, y Enrique dijo:—Esa es una costumbre de Angélica, y éste la imita porque parece que estuviera enamorado de ella—. Me puse como una fu-ria y le pegué, y entonces él me acusó a mi abuela y ella me trató de mosquita muerta y de chiquillo agrandado, y me pellizcó en los brazos. Mi abuela no me quiere; se rió de mí cuando le contaron que yo estaba pestañeando seguidito como Angélica. Todavía me duele la cabeza de la molestia. Ahora me explico que digan que de cólera se puede caer muerta una persona. Lo peor es que ya no podré pestañear. Y es tan bonito; los ojos parecen tan vivos, tan alegres, como los de ella, como ella misma, que parece que echara luz de todo el cuerpo. No se me puede quitar la rabia con mi abuela. Me ha molestado más que mis hermanos. Pero me vengué: me dio un alfeñique, después de repartirles a los otros, y yo no se lo recibí. Se lo dio entonces a Enrique, y así comió él el doble y salió ganando, él, que era el culpable de todo. Como es el regalón de mi abuela... Y no debía ser él sino yo, como dice mi mamá, que para eso soy el menor…



Todo lo que dice don Carlos Romeral es bueno. Para mí, siempre resulta algo bue-no. Es asombroso. Cualquiera diría que adi-vina lo que me hace feliz. Hoy, al poco ra-to de llegar, contó que ese tal Jorge se ha ido al campo, a trabajar en un fundo. Allá se debía quedar, el muy intruso, para siem-pre. Cada día estoy más seguro de que don Carlos me quiere como si fuera su hijo. Y qué más quisiera yo que ser hijo suyo. Co-mo no alcancé a conocer a mi papá... Se murió cuando yo todavía no había nacido. No sé si Pedro había nacido ya; pero creo que no, porque una vez le oí decir a mi abuela que con la pena de la muerte de mi papá, llegó Pedro antes de tiempo. Sí, eso es; me acuerdo porque me he quedado pen-sando que qué tendrá que ver una cosa con otra... La cuestión es que don Carlos es co-mo mi padre, y me regala trajes, y antes me sacaba a pasear. Hace tiempo que no me saca. Dicen que a su señora le molestaba muchísimo eso. Una noche hablaban de eso mi mamá y mi abuela. Mi mamá lloraba mucho y mi abuela echaba chispas, Algo grave debe haber pasado esa noche. Mi abuela me pegó por haberme ido a meter adonde ellas. ¿Cómo iba yo a adivinar que no debía ir? Pero mi mamá se molestó mucho porque mi abuela me había pegado, y me tomó en brazos y me besó y me decía:—¡Pobre ange-lito. Qué culpa tendrás tú de nada!— ¡Claro, qué culpa tenía yo! Y es que mi abuela me tiene odio. A mí, ¿qué? Soy el preferido de mi mamá y sólo a mí me quiere don Car-los...




Ya lleva quince días Angélica sin venir. Es bien extraño. Yo no tengo humor ni pa-ra mi diario. No duermo, ni estudio, ni puedo hacer nada en paz. Antes me desve-laba solamente cuando ella venia y me abra-zaba, o cuando tenía una mala noticia de ella; pero ahora es lo de todas las noches, lo de todas las noches de Dios... Si ni siquiera puedo escribir. Y es que como no duermo, tengo la cabeza abombada y no se me ocurre sino estar triste. Y me duele el corazón... ¡Angélica, mi Angeliquita, ven, ven, ven!!!... Y así tener que estar juega y juega todas las noches con esos brutos de mis hermanos... ¡Es terrible! Pero mi mamá…



Si ya no dormía. En el día, cayéndome de sueño, y por las no-ches, nada, sin pegar los ojos hasta quién sabe qué horas. Pero ¿estaba tonto?,-digo yo. ¿Cómo no se me ocurrió antes? Una cosa tan sencilla. Un poquito de nervios, y listo. A las cinco, cuando salí del liceo, pasé por su casa. Ella estaba en el balcón. ¡Ay!, en cuanto la  divisé desde la esquina,  sentí unos golpee en la cabeza, por dentro, y una falta de respiración, y luego me puse bien frío, bien frío... Y pisaba en el suelo y me parecía que iba andando por el aire, y se me pusieron las piernas agarrotadas. Ya enfren-te de su casa, me quité el sombrero, muy serio. Y me iba pasando de largo. ¡Seré bruto! Si no es que algo muy extraño me sujeta como un resorte, me paso de largo... ¿Cómo fue?... No me acuerdo, casi... Angé-lica me habló del balcón, creo. Sí, así fue. Yo estaba tiritando, de ese frío tan helado que me entró, y no oí sino un ruido, un en-redo en los oídos que me estremeció y por poco me hace gritar de pura impresión. En-tonces, me parece que me acerqué y ella me preguntó que qué hacía por ahí, que si ha-bía hecho la cimarra... Y yo, sin contestar una palabra. Hasta que sin saber cómo me subí corriendo a su casa, ¡Qué habrán dicho todos ahí! Pero no me pude contener. Lo que no me dejé fue abrazar. ¡Eso, no! ¡Eso sí que no lo habría podido resistir! Como estaba yo en ese momento, ¡nunca! Me ofreció dulce de membrillo. No quise. Le pedí una rosa que se había puesto en el pecho. Claro que no se la pedí de buenas a primeras. Si es-tuve muy ocurrente. Le dije primero que a mi mamá le gustaban muchísimo esas ro-sas que parecen de sangre, y ella me con-testó:—Llévasela. — Y me la dio, y yo se la traje a mi mamá; y mañana, antes que la echen a la basura, yo me la guardo y... ¡fe-liz! Ah, y después le dije lo principal, porque para eso había ido: que a mi ma-má le extrañaba mucho que no hubiese ido a verla en tanto tiempo, y ella me prome-tió venir mañana. Me preguntó también si yo la echaba de menos y si la quería siempre. Yo le contesté que sí y nada más. Y es que estaban ahí las otras, que si no... Pero no importa, otro día será; porque yo le tengo que decir todo lo que tengo pensado, que me muero si ella no me espera, todo, todo... En fin, gocé. Me vine cuando ya estaba obscureciendo. ¿Cómo no se me ocurrió esto antes? Sufrir tantos, tantos días…



Cumplió su palabra. Vino. Eso sí: todo se lo contó a mi mamá, y mi mamá se rió mu-cho porque lo tomó como una cortesía de mi parte y me dijo «bien educado». Pero, ¡caramba!, pasé mis buenos apuros. Le tuve que decir a mi mamá que me había olvida-do de contárselo. Y la cosa no pasó de ahí. Luego, que me ha ido muy bien, lo que se llama muy bien, con Angélica. Le he dicho una porción de cosas, paseando por el patio de las plantas; no muy claras, pero creo que después de esto ya puedo atreverme a de-cirle lo otro, lo grande. Eso me lo tiene que jurar...
Bueno, hoy no necesito escribir nada. Hoy sí que voy a correr y a saltar con gusto después de comida.



De nada puede uno alegrarse, ¡válgame Dios! Ya dejó de venir. No hace muchos días, pero me ha entrado de nuevo el desa-sosiego por verla. Y van tres tardes que in-tento volver por su casa, y es inútil, de la esquina no paso. No sé, se me figura que esta vez sí que mi mamá sospecharía. Y al fin y al cabo, digo yo, ¿no sería mejor que se lo dijera yo a mi mamá todo? Lo he pensa-do; pero no, hay que pensarlo mucho, y ahora más que nunca.
¡Uy, lo que hablaría mi abuela! Que si soy una pobre criatura loca que les voy a costar la vida y que si los niños no deben pensar sino en el colegio. Como si en ese ca-so no estudiaría yo con más gusto. Estudio ahora... Y es que hay que terminar pronto los estudios para ser hombre... Mañana iré. Es tan sencillo... Sí, de aquí me parece muy fácil; pero luego el miedo me deja como un estafermo. No hago más que llegar a la es-quina de su casa y ya estoy tiembla y tiem-bla. Y temblar no sería nada; el corazón se me salta y todos los que andan por la calle me miran ya mí se me figura que me des-cubren las intenciones, o si no, que me toman por un ratero. Lo cierto es que ahora no me atrevo nunca a doblar la esquina. A lo sumo, miro por entre las puertas del alma-cén ese, pero como desde ahí no se ven todas las ventanas de la casa de Angélica, muchas veces me quedo en ayunas, sin saber si está o no. Y luego que el tiempo se pasa volando... Esperemos un día más, y si no…



¡Lo que son las cosas! Ahora está vinien-do muy seguido. Sale al centro casi todas las mañanas y después viene acá, y cuando yo llego del colegio, a almorzar, me la en-cuentro muy sí señora en el cuarto de cos-tura charla y charla mientras mi mamá zur-ce la ropa de nosotros. No le he podido ha-blar nada de eso todavía, pero no importa, ¿qué apuro hay? ¿No me va bien así, acaso? Estoy feliz, pero bien, bien feliz. Y por las tardes, me subo al departamento de los sir-vientes, porque me gusta ese corredor que da a los tejados, al anochecer, y de ahí veo las copas de los árboles que asoman de los patios y oigo las campanas de San Francis-co y de otras iglesias más distantes y las co-pas de los árboles y las campanadas me pa-rece que flotan en el aire. Por un lado, el cielo se mueve, y van bajando las listas de colores, que unas son como de fuego, y como oro, y rosadas, y verdes; y por el lado de la cordillera, los cerros se ponen color ladrillo primero, y después morados, y el cielo como con una pena muy suavecita. Yo pienso en-tonces en Angélica y a veces me entra una alegría inmensa, y otras veces me da esa misma pena suavecita del cielo… Por las ma-ñanas me gusta el patio de las plantas. Los pajaritos, llegan hasta la misma ventana del comedor. Conmigo son muy valien-tes, los caballeros: yo no me muevo y ellos no se vuelan. ¿Sabrán que los quiero? Dice la Juana que qué van a saber y que si no veo que lo que quieren es comerse las migas donde ella sacude el mantel. El chorrito de la pila también parece un pájaro a esa hora, no sé si porque el agua sale como a saltitos o si por lo que suena. Todo es fresco a esa hora, como si el patio, lo mismo que las personas, se lavase y se peinase por las mañanas...



Los grandes dicen que todo lo hacen por el bien de uno, y mientras tanto no saben sino quitarle a uno los gustos que tiene. Dice mi mamá que lo hacen para que uno sea feliz cuando grande; pero otras veces dice que los grandes nunca pueden ser felices y que la felicidad no dura sino mientras uno es chico, ¿Cómo se entiende, entonces?...
Tan feliz que estaba yo, y hoy mi mamá, se ha molestado conmigo porque he traído malas notas del liceo, y me ha dicho que me estoy volviendo torpe y que así no voy a pa-sar nunca del primer año. Entonces ha di-cho mi abuela que como me la paso leyendo libritos de cuentos y pensando en las musa-rañas, no estudio; y mi mamá me ha roto los libritos, y ahora dice que nunca más me los comprará, aunque los pida por todos los santos del cielo, como no sea en las vaca-ciones. ¡Qué se va a hacer! Me gustaban porque me hacían pensar muy claro, como cuando estoy soñando y yo digo algo y me contestan, y me parece que soy grande y que me he casado con Angélica; y además, aprendía muchas palabras en los cuentos, y a poner los puntos y las comas, lo que no se puede aprender en el colegio porque el pro-fesor lo explica con reglas que se olvidan. Es una lástima que me hayan quitado los cuen-tos, porque todo eso me servía para escribir mi diario. Si a mi abuela, ya se sabe, se le ocurre siempre lo más fastidioso. Como me odia… Porque se necesita tener odio para hacer lo que hace conmigo. Ya me he fijado en que cada vez que mi mamá se acuerda de cuando yo nací, mi abuela pone cara de furia y me mira con un rencor que parece que yo le hubiera hecho un daño muy gran-de naciendo. Y si me encargaron, ¿qué cul-pa tengo yo? Así se lo dijo una vez don Car-los, que era una cosa que no tenía remedio. Pero ella es muy bruta.






Como ya no tengo libritos de cuentos, hoy domingo me fui a mi rincón. Por disimulo y para contentar a mi mamá haciéndole creer que iba a estudiar, me llevé los cuadernos del colegio; pero no hice sino pensar en las hadas, y Angélica era la princesa y yo el niñito que en vez de irse a correr mundo por el camino de flores, se fue por el de espinas; así es que al fin yo me casaba con la hija del rey, es decir, con Angélica. Después me cansé de pensar; pero me quedé siempre en mi rinconcito, hasta que obscureció. Mi rin-cón está en mi cuarto, entre la cómoda antigua, la de incrustaciones de nácar, y la pa-red que da a la salita, y es el sitio que más quiero de toda la casa, Ahí escondo mi diario, bajo la alfombra, y ahí me gusta estar aunque no haga sino contar las rayas del pa-pel de la pared; y pestañear como Angélica, y reírme como ella, y contestarme yo mis-mo todo lo que quiero que ella me conteste cuando le cuente mis planes. Yo no sé por qué le tengo cariño a todo lo que hay en mi rincón, y me lo sé de memoria: en el costa-do de la cómoda, en la corona que tiene en medio el pavo real, falta un pedacito de ná-car; quedan treinta y dos. Lo que no me gusta es el ojo del pavo real. Parece de gente y da miedo. Por eso yo se lo arreglo siempre con el lápiz...



¡Cómo me pesa, cómo me pesa haberlo hecho! He sido un idiota, un animal. Y to-do lo he perdido, y para siempre, tal vez, No sé qué voy a hacer ahora. ¡Dios mío, Virgen Santa, que se arregle esto! Pero si ya no es posible, si ya ni como a un niño me quiere... ¡Qué desesperación! No, si no puede ser. An-gélica mía, perdóname, ten compasión de mí, que soy muy desgraciado. Nunca más seré grosero. Es que soy celoso y me volví loco. ¿Qué me daría? Debe de haber sido cosa del diablo... Me había acostumbrado a ir todas las tardes. Nunca me animaba a pasar de la esquina; pero por las puertas del almacén la divisaba, y aunque fuera temblando de im-presión y de nerviosidad, pasaba el rato y me venía conforme. Pero ayer, yo que me aso-mo, y veo que está con el bandido ese del Jorge en el balcón. Si hubiesen estado los demás de la casa, siquiera... pero no, los dos solos, juntitos, y él le hablaba con la cara muy cerca de la suya y ella se reía. Y, ¡cla-ro!, ¿cómo iba a poder contenerme? Todo fue verlos y obscurecérseme toda la calle y zum-barme los oídos, y correr y subirme a su casa... —Yo lo mato, lo mato,—iba diciendo por el camino, me acuerdo, pero en cuanto me vi ya en la mampara y preguntaron quién es y yo no sabía quién decir, se me cortó el ánimo y me quedé como un tonto y con un dolor aquí atrás, en la nuca, terrible. Y la sirvienta me abrió y me hizo entrar hasta el balcón, y ella, muy alegre, me besó y me preguntó varias cosas, pero yo no le podía contestar. Entonces me dice él, con un tono de gran personaje, el muy imbécil: —¿Cómo estás, chiquitín?— Y tampoco le contesto, si-no que lo miro con un odio atroz. Entonces se miran los dos muy admirados, y él me pone la mano en la cabeza y yo se la quito de un manotón. Y él me dice no sé qué co-sas más, como haciéndome bromas. Yo no le contesté nada todavía, pero ya cuando me preguntó que por qué estaba tan furioso, le dije: —Cállese, intruso, animal, bestia. ¿No se había ido al campo?— Y ella,... no lo haría por maldad,... pero me reprendió y me dijo que eso estaba muy mal hecho y que era muy feo, y que de cuándo acá me había vuelto un niño grosero y mal criado. No lo haría por maldad, pero... entonces, peor, pen-sé yo, porque rabia sí que se le conocía en la cara; y le contesté que más feo era lo que estaba haciendo ella con ese tipo ahí. Enton-ces se puso más enojada porque le decía ti-po al otro,... tanto, que primero me asusté y después solté el llanto y me salí a la galería. Ella salió riéndose, entonces, detrás de mí, y ya me habló con suavidad otra vez y, afuera, me dio un beso y me quiso tomar en bra-zos, pero yo no soy ningún imbécil y me limpié la cara donde me había besado y no la dejé que me tocara. —¡Qué chiquillo más divertido! ¡Celoso! ¡Qué divertido!—decía la muy... ¿Y no quería también que volviera y le dijese a él que me disculpara?... Que porque era muy bueno y la quería mucho a ella... Pues menos que nunca, en ese caso. Así se lo dije. Y ahí fue la grande: se puso muy seria, de verdad; me estuvo mirando un rato, callada; luego me volvió a hablar: —An-da, vamos, no te pongas antipático.— Me dio una rabia... Y como le dije que más an-tipática estaba ella, (porque la odié con to-da mi alma en ese instante,) me gritó: —¡Al diablo, chiquillo tonto! Mañana te voy a acusar a tu mamá estas gracias, verás.— Y se fue y ya no regresó. Qué más, no sé, sino que llegué a casa enfermo y llorando a gri-tos. Mi mamá me preguntó que qué me do-lía y yo le dije que el estómago. Y me acos-taron y me hicieron la mar de remedios y me dieron un purgante. Así es que, encima de todo, tuve que soplarme aceite de castor. Pero ya había dicho yo que era el estóma-go y todos decían: —Cólico, es cólico.— Ade-más, así podía llorar con motivo. A veces no quería llorar más, de pena de ver a mi ma-má tan afligida, pero no podía sujetar el llanto, era imposible... Lo raro es que no me desvelé. Al contrario, me quedé dormido muy temprano y sin saber cómo. Hasta que hoy desperté, ya muy tarde, cuando mis hermanos se habían ido al colegio sin mí. Yo no voy a ir en todo el día, porque estoy como atontado, y además quiero estar aquí cuando llegue Angélica para pedirle perdón y que no me acuse a mi mamá...

No ha venido, me he pasado todo el día temblando de verla llegar y, al mismo tiempo, deseando que viniera para ver si ha-blaba con ella. Pero no ha venido. ¿Qué se-rá? Ahora me pesa no haber ido al liceo, porque así habría pasado a su casa después y le hubiera pedido perdón; en tanto que ahora me sigue el susto...









martes, 12 de marzo de 2013

AMADO NERVO


(AMADO NERVO: 1870-1919), poeta, novelista y ensayista mexicano, afiliado en sus comienzos al modernismo, evolucionó hacia el misticismo con una poesía de enorme contenido espiritual.
Nació en Tepic (Nayarit) y realizó estudios de ciencias, filosofía y teología. En 1894 se instaló en la ciudad de México donde conoció a Manuel Gutiérrez Nájera y con él fundó la Revista Azul que pretendía llevar a cabo una renovación artística. Su primera obra, la novela El bachiller (1896), todavía mantiene rasgos naturalistas, pero sus primeros libros de poemas, Perlas negras y Místicas, ambos de 1898, ya presentan características de la poesía modernista. Ese año funda también la Revista Moderna.
En 1900 viaja a París, donde entra en contacto con Rubén Darío y Leopoldo Lugones cuya influencia le hizo abrazar por completo el modernismo. Escribe en este momento cuentos, libros de viaje, ensayos y, por supuesto, poesías que agrupó en el libro El éxodo y las flores del camino (1902), un compendio de intimismo y simbolismo.
Nervo fue una personalidad marcada por la búsqueda obsesiva de Dios y por la preocupación de establecer una relación con la naturaleza de corte místico trascendente. Su religiosidad le llevó a apartarse del modernismo para encontrar una vía propia teñida de panteísmo y fervor religioso, que algunos de sus coetáneos consideraron anacrónica. Su exuberancia religiosa la manifestó en obras como Los jardines interiores (1905), que anuncia libros de serena intimidad, como en En voz baja (1909), Serenidad (1914), Elevación (1917) y Plenitud (1918). Pero la obra por la que Amado Nervo es recordado y leído todavía con gran interés es La amada inmóvil (1922), publicada póstumamente, inspirada en la muerte de Ana Daillez, mujer a la que el poeta amó en vida. También escribió ensayos, como Juana de Asbaje (1910), en torno a la figura de la poetisa mexicana sor Juana Inés de la Cruz.
Desde 1905, y hasta el final de sus días, fue miembro del cuerpo diplomático, primero como secretario de la Legación mexicana en Madrid (España) y después como ministro de México en Buenos Aires (Argentina) y Montevideo (Uruguay). Nervo murió en esta ciudad y sus restos fueron conducidos a México, donde recibieron sepultura en la Rotonda de los Hombres Ilustres.

(http://www.edicionesdelsur.com/amado_nervo.htm)

AMADO NERVO
Cuentos misteriosos

La misa de seis 3
El país en que la lluvia era luminosa 7
El león que tenía dignidad 10
El obstáculo 12
Los esquifes 13
El castillo de lo inconsciente 15
La gota de agua que no quería perder su «individualidad» 18
La serpiente que se muerde la cola 20
El balcón interior 22
La mano y la luz 24
El ángel caído 26
La última guerra 31
Una historia vulgar 39
Una esperanza 43
Las nubes 47
El diablo desinteresado 49
La novia de Corinto 73
El héroe 75
El horóscopo 78
Mi bastón 80
«Chez-Nous» 82
En busca de Tolstoi 84
Estilo telegráfico 87
Bohemios 89
Hacer un articulo 91

 La misa de seis
I
Abrióse sin ruido la vidriera y Juanito, que, medio oculto en el marco de un zaguán de la acera opuesta, impacientábase a fuerza de esperar, sintió que el corazón le daba un vuelco: dejó su escondite y fue a colocarse rápidamente al pie del balcón.
Del fondo oscuro de éste se destacó entonces una figura esbelta, de contornos puros, reclinóse sobre el calado barandal y con voz que parecía un susurro dijo al galán, que se había vuelto todo ojos y oídos:
—No puedo hablarte; María se halla en la sala y es fácil que nos oiga; está muy misteriosa hoy, no me pierde de vista; mañana nos veremos en Catedral, en la misa de seis.
Dichas estas palabras, la figura de contornos puros se desvaneció en la sombra y la vidriera se cerró levemente.
Juanito, frotándose las manos de gusto, se alejó de la calle a tiempo que los focos eléctricos, tras un rápido guiño, inundaban de luz pálida las aceras y los relojes públicos daban las seis.
No había doblado aún la esquina cuando entró a la calle, por opuesto rumbo, otro joven que fue a detenerse en el mismo sitio que había servido de refugio al anterior.
La cortinilla del balcón de enfrente se descorrió de nuevo y un par de ojos muy negros atisbaron por un momento el exterior.
A poco las vidrieras volvieron a abrirse, surgió otra vez de la sombra una figura de mujer, e inclinándose graciosamente sobre el barandal, al pie del cual estaba el oso mencionado, dijo a éste, sotto voce:
—No puedo resolverle hoy nada; Ana está en la pieza inmediata y pudiera oírnos; vaya mañana a misa de seis a Catedral...
II
Dieron las nueve en el reloj de bronce que pendía de uno de los muros de la elegante salita donde Ana y María, pasada la cena, conversaban fríamente, en tanto que doña Luisa, madre de las niñas, leía un voluminoso tomo de novelas cerca de un elegante velador de metal dorado con cubierta de mármol.
Aún no se extinguían las vibraciones de la última campanada del reloj, cuando Ana se puso de pie y entre bostezo y bostezo dijo a su hermana:
—Tengo sueño y voy a recogerme, no sea que mañana no pueda levantarme temprano para ir a misa.
—Pues ¿qué misa piensas oír? —replicó María con voz temblorosa.
—La de seis en Catedral.
María se puso pálida y murmuró apenas:
—Me despiertas para ir contigo.
—No; no alcanzo a hacerlo; tú irás, como de costumbre, a la de once.
—Pero si yo quiero ir a la de seis —repuso María haciendo pucheros.
—Hace mucho frío...
—No importa...
Ana se puso seria:
—¡Miren la madrugadora! —exclamó con voz irritada—. Se levanta diariamente a las ocho y ahora le ha venido el capricho de mañanear.
—Es que después no me ajusta el tiempo para nada...
—Pues me alegro; lo que es yo no te hablo.
—Le diré a Juana que lo haga.
—¿Y qué empeño es ése...?
—Niñas, niñas —dijo por fin doña Luisa, dejando el libro sobre la mesa y pasándose el índice por los ojos—, ya basta de réplica; irán las dos a misa de seis.
Ana y María se retiraron a su alcoba, y una vez ahí, mientras desataban el pelo rizo que caía en opulentas ondas sobre los hombros y sustituían el traje de casa por el blanco ropaje de lino que velar debía sus formas puras durante el sueño, Ana dijo a su hermana:
—Qué insistencia en ir a la misa de seis, me parece sospechosa.
—Pero ¿qué tiene de particular?
—¡Ah, hipocritona! ¿Cuánto apostamos a que tienes novio?...
—Te juro que no...
—Si te lo creyera...
—Por esta cruz...
—Mira, yo, como hermana mayor, debo aconsejarte: una niña como tú no puede andar en esas cosas... Los hombres son muy malos; pórtate muy juiciosamente y no vayas a misa de seis.
María tomó a su vez la revancha:
—Y tú, ¿por qué tienes tanto empeño en ir sola?
—Siempre voy así...
—Es que hablas en el atrio con...
—¡Mentiras!
—Qué dirán los que te vean; una señorita como tú debe ser correcta en todo.
—Estás hoy muy tonta...
—Y tú...
—Que pases buenas noches.
—Buenas noches.
Momentos después, ambas, acurrucadas en la cama, fingían dormir; la luz, tamizada por el cristal cuajado de la lámpara, acariciaba apenas los cortinajes de los lechos, dejando hundido el resto del mobiliario en deliciosa penumbra, y el ángel del silencio, con el índice sobre los labios, cobijaba con sus alas aquel par de cabecitas blandas y soñadoras.
Una murmuraba en voz muy baja:
—Le hablaré a pesar de todo.
Y María pensaba en tanto:
“¿Por qué dirá mi hermana que los hombres son malos? Él parece tan bueno... Ea, dejemos el miedo... ¡Le hablaré mañana!”
III
Surgió el alba llena de sonrojos; invadió el espacio con tonos rosa y un rayito juguetón rió en los cristales y entró tímidamente a la alcoba.
Las campanas de los templos repicaban alegremente como diciendo a los devotos: “ven”, y los devotos acudían presurosos al llamado de la broncínea voz, murmurando: “voy”.
Despertó Ana, vistióse rápidamente, sin hacer ruido y con paso quedo salió de la alcoba y pidió el coche; ya estaba listo, y al subir hallóse instalada en él a su hermana.
No había remedio; la compañía era forzosa y Ana disimuló su impaciencia: ya procuraría escabullirse bonitamente en el momento oportuno.
María proponíase hacer lo mismo.
Cuando llegaron a Catedral empezaba la misa en el altar del Perdón.
Arrodilláronse las hermanas a regular distancia una de otra; abrieron sus devocionarios, y cuando Ana estuvo segura de que María no podía verla y María creyó otro tanto respecto de Ana, se levantaron ambas, y cada una por rumbo opuesto dirigióse a la puerta del costado derecho del gran templo.
En el atrio esperaban los osos, graves, serenos, inamovibles. ..
Y sucedió que al trasponer las dos hermanas los dinteles de la puerta volvieron el rostro por ver si alguien las observaba, y... se encontraron una enfrente de la otra.
Intensa palidez cubrió sus semblantes; luego una oleada de sangre los coloreó, y con voz casi ininteligible, murmuró María:
—Me sentí mala y salí en busca de aire.
Y Ana, en el mismo tono:
—Lo advertí, y temiendo que te pasara algo, salí a mi vez en tu seguimiento.
Y sin esperar a que concluyese la misa cruzaron las naves, salieron al atrio principal y tomaron el coche, diciendo al automedonte con displicente voz:
—¡A casa!
En el camino casi no hablaron; sólo al aproximarse a su morada entablaron el siguiente breve diálogo:
MARÍA.— No vuelvo a misa de seis.
ANA.— Ni yo...
MARÍA.— Hace mucho frío, y...
ANA.— Pues, y...
Y no volvieron, en efecto, a misa de seis.
 El país en que la lluvia era luminosa 
Después de lentas jornadas a caballo por espacio de medio mes y por caminos desconocidos y veredas sesgas, llegamos al país de la lluvia luminosa. 
La capital de este país, ignorado ahora, aunque en un tiempo fue escenario de claros hechos, era una ciudad gótica, de callejas retorcidas, llenas de sorpresas románticas, de recodos de misterio, de ángulos de piedra tallada, en que los siglos acumularon su pátina señoril, de venerables matices de acero. 
Estaba la ciudad situada a la orilla de un mar poco frecuentado; de un mar cuyas aguas se debe a bacterias que viven en la superficie de los mares, a animálculos microscópicos que poseen un gran poder fotogénico, semejante en sus propiedades al de los cocuyos, luciérnagas y gusanos de luz. 
Estos microorganismos, en virtud de su pequeñez, cuando el agua se evapora, ascienden con ella, sin dificultad alguna. Más aún: como sus colonias innumerables son superficiales, la evaporación las arrebata por miríadas, y después, cuando los vapores se condensan y viene la lluvia, en cada gota palpitan incontables animálculos, pródigos de luz, que producen el bello fenómeno a que se hace referencia. 
A decir verdad, el mar a cuyas orillas se alzaba la ciudad término de mi viaje no siempre había sido fosforescente. El fenómeno se remontaba a dos o tres generaciones. Provenía, si ello puede decirse, de la aclimatación en sus aguas de colonias fotogénicas (más bien propias de los mares tropicales), en virtud de causas térmicas debidas a una desviación del Gulf stream, y a otras determinantes que los sabios, en su oportunidad, explicaron de sobra. Algunos ancianos del vecindario recordaban haber visto caer, en sus mocedades, la lluvia oscura y monótona de las ciudades del Norte, madre del esplín y de la melancolía. 

Desde antes de llegar a la ciudad, al pardear la tarde de un asoleado y esplendoroso día de julio, gruesas nubes, muy bajas, navegaban en la atmósfera torva y electrizada. 
El guía, al observarlas, me dijo: 
-Su merced va a tener la fortuna de que llueva esta noche. Y será un aguacero formidable. 
Yo me regocijé en mi ánima, ante la perspectiva de aquel diluvio de luz… 
Los caballos, al aspirar el hálito de la tormenta, apresuraron el paso monorrítmico. 
Cuando aún no trasponíamos las puertas de la ciudad, el aguacero se desencadenó, 
Y el espectáculo que vieron nuestros ojos fue tal, que refrenamos los corceles, y a riesgo de empaparnos como una esponja, nos detuvimos a contemplarlo. 
Parecía como si el caserío hubiese sido envuelto de pronto en la terrible y luminosa nube del Sinaí… 
Todo en contorno era luz; luz azulada que se desflecaba en las nubes en abalorios maravillosos; luz que chorreaba de los techos y era vomitada por las gárgolas, como pálido oro fundido; luz que, azotada por el viento, se estrellaba en enjambres de chispas contra los muros; luz que con ruido ensordecedor se despeñaba por las calles desiguales, formando arroyos de un zafiro o de un nácar trémulo y cambiante. 
Parecía como si la luna llena se hubiese licuado y cayese a borbotones sobre la ciudad… 
Pronto cesó el aguacero y traspusimos las puertas. La atmósfera iba serenándose. 
A los chorros centellantes había sustituido una llovizna diamantina de un efecto prodigioso. 
A poco cesó también ésta y aparecieron las estrellas, y entonces el espectáculo fue más sorprendente aún: estrellas arriba, estrellas abajo, estrellas por todas partes. 
De las mil gárgolas de la Catedral caían todavía tenues hilos lechosos. En los encajes seculares de las torres brillaban prendidas millares de gotas temblonas, como si los gnomos hubiesen enjoyado la selva de piedra. En los plintos, en los capiteles, en las estatuas posadas sobre las columnas; en las cornisas, en el calada de las ojivas, en toas las salientes de los edificios, anidaban glóbulos de luz mate. Los monstruos medievales, acurrucados en actitudes grotescas, parecían llorar lágrimas estelares. 
Y por las calles inclinadas y retorcidas, como un dragón de ópalo fundido, la linfa brillante huía desenfrenada, saltando aquí en cascadas de llamas lívidas, bifurcándose allá, formando acullá remansos aperlados en que se copiaban las eminentes siluetas de los edificios, como en espejos de metal antiguo… 
Los habitantes de la ciudad (las mujeres, sobre todo), que empezaban a transitar por las aceras de viejas baldosas ahora brillantes, llevaban los cabellos enjoyados por la lluvia cintiladora. 
Y un fulgor misterioso, una claridad suave y enigmática se desparramaba por todas partes. 
Parecía como si millares de luciérnagas caídas del cielo batiesen sus alas impalpables. 
Absorto por el espectáculo nunca soñado, llegué sin darme cuenta, y precedido siempre de mi guía, al albergue principal de la ciudad. 
En la gran puerta, un hostelero obeso y cordial me miraba sonriendo y avanzó complaciente para ayudarme a descender de mi cabalgadura, a tiempo que una doncella rubia y luminosa como todo lo que la rodeaba, me decía desde el ferrado balcón que coronaba la fachada: 
-Bien venida sea su merced a la cuidad de la lluvia luminosa. 
Y su voz era más armoniosa que el oro cuando choca con el cristal.
 El león que tenía dignidad
Los autores primitivos» guiados por apariencias engañosas, por analogías vagas, atribuyeron a los animales cualidades y defectos que, están muy lejos de tener. La melena del león, su aspecto majestuoso, les sugirió la idea de ofrecerle el cetro y la corona de los irracionales, y lo hicieron rey, sin que él se diese cuenta de tamaña dignidad ni pareciese importarle un ardite; y lo literaturizaron, y lo esculpieron en mármoles, y lo fundieron en bronces, y lo grabaron en los sellos reales, y estamparon su silueta en escudos, en banderas, en estandartes, y lo troquelaron con las monedas, a lo cual se debe, por cierto, en España, que los cuartos se llamen “perros gordos” y “perros chicos”, por una de esas ironías que suelen perpetuarse,
Pero vinieron los naturalistas modernos y rectificaron desdeñosamente la mayor parte de los conceptos legendarios que a las bestias se refieres, El león, tan exaltado antes, fue deprimido con pasión; ni era valiente, tu era san fuerte como se creyó, ni merecía en modo alguno el cetro.
Se le negó, pues, la majestad real, que casi por derecho divino creíase otorgada, y quién estimó que debía conferírsele al toro (que jamás mostró miedo a nada ni a nadie, que lo mismo embiste a un hombre, a un paquidermo o a una locomotora), quién pretendió que merecía la realeza el elefante, que, tras de ser el mis fuerte de todos los animales, era el más inteligente y el más noble.
La verdad, en esto como en todas las cosas, a semejanza de la virtud, no estaba en los extremos, sino en el medio: in medio stat peritas. El león no era, ciertamente, el más fuerte de los animales; pero poseía algo merecedor de la realeza con que lo habían obsequiado los antiguos, algo que muchos hombres, muchísimos, suelen no tener: la dignidad.
De ello ha dado pruebas en ocasiones muy diversas, y últimamente yo he sabido un hecho que ha aumentado notablemente mi estimación por el viejo rey, moviéndome, en mi humilde fuero, a acatarlo de nuevo como a monarca,
***
Es el caso que, hará apenas seis meses, un grande de España, cazador par devant l’éternel de los más perseverantes y resueltos, hizo un viaje al Atlas, con el animo decidido de matar algunos pobres leones, que después, disecados, con las enormes fauces abiertas, serían ornato de su museo cinegético.
Una tarde, estando él, con algunos otros cazadores, en acecho frente a una colina boscosa en la falda (donde había guaridas de leones) y pelada en la cima, de pronto un espléndido ejemplar salió de su refugio y ascendió hacia la pequeña eminencia. Apenas la fiera había dado algunos pasos fuera de los árboles y matorrales, cuando descubrió a los cazadores. Su olfato y su mirada avizora se los mostraron en seguida.
Un sol africano, naturalmente, iluminaba la escena.
El león pudo y “debió”, en cuatro saltos elásticos, vigorosos, ponerse a salvo de los magníficos fusiles de precisión, cuyos efectos conocía, merced a la terrible experiencia acumulada por el genio de la especie.... Los cazadores esperaban esto, y apuntaban ya, teniendo en cuenta la movilidad de la bestia...
Pero entonces, con pasmo da todos, aconteció algo extraordinario: el león, “que sabía que era visto” por tantos ojos de hombres, ¡tuvo vergüenza de huir! Un sentimiento estupendo de dignidad se sobrepuso en él al pánico de la bala explosiva y certera, que no perdona, y pausada, majestuosamente, ascendió la colina, volviendo a cada paso la cabeza para mirar s sus enemigos...
No quería, no, que lo viesen: correr... Aquellos instantes supremos ponían en su corazón, sin duda un temblor formidable: la muerte, a cada instante, lo amaga..., mas él seguía ascendiendo lenta, muy lentamente.
Cuando llegó a la cúspide, empezó a descender, con la misma lentitud, hasta que juzgó que “ya no lo veían”, y entonces, encomendó todo el resorte de sus músculos poderosos, dio un salto, dos saltos... y se perdió en los declives de la parte opuesta de la loma. ¡Quizá con un sentimiento inmenso de liberación!
La dignidad estaba a salvo; y podía, escapar.
Los cazadores, conmovido ante aquella actitud tan clara, tan bella, tan poco humana, no habían disparado. ¡El león obtuvo gracia de la vida, merced a la sugestión de su maravillosa dignidad!
 El obstáculo
Por el sendero misterioso, recamado en sus bordes de exquisitas plantas en flor y alumbrado blandamente por los fulgores de la tarde, iba ella, vestida de verde pálido, verde caña, con suaves reflejos de plata, que sentaba incomparablemente a su delicada y extraña belleza rubia. Volvió los ojos, me miró larga y hondamente y me hizo con la diestra signo de que la siguiera.
Eché a andar con paso anhelado; pero de entre los árboles de un soto espeso surgió un hombre joven, de facciones duras, de ojos acerados, de labios imperiosos.
—No pasarás —me dijo, y puesto en medio del sendero abrió los brazos en cruz.
—Sí pasaré —respondíle resueltamente y avancé; pero al llegar a él vi que permanecía inmóvil y torvo.
—¡Abre camino! —exclamé.
—No respondió.
Entonces, impaciente, le empujé con fuerza. No se movió.
Lleno de cólera al pensar que la Amada se alejaba, agachando la cabeza embestí a aquel hombre con vigor acrecido por la desesperación; mas él se puso en guardia y, con un golpe certero, me echó a rodar a tres metros de distancia.
Me levanté maltrecho y con más furia aún volví al ataque dos, tres, cuatro veces; pero el hombre aquel, cuya apariencia no era de Hércules, pero cuya fuerza sí era brutal, arrojóme siempre por tierra, hasta que al fin, molido, deshecho, no pude levantarme…
¡Ella, en tanto, se perdía para siempre!
Aquella mirada reanimó mi esfuerzo e intenté aún agredir a aquel hombre obstinado e impasible, de ojos de acero; pero él me miró a su vez de tal suerte, que me sentí desarmado e impotente.
Entonces una voz interior me dijo:
—¡Todo es inútil; nunca podrás vencerle!
Y comprendí que aquel hombre era mío.
 Los esquifes
—Mira —me dijo el Espíritu cuando hubimos trepado a la áspera roca desde la cual se dominaba el maravilloso paisaje—: ¿ves ese mar tan manso, sin un rúo, sin una onda, que lentejuelea dulcemente al fulgor de la luna? Es el verdadero Océano Pacífico, es el Océano de la quietud interior, de esa quietud interior que ha tiempo vas buscando inútilmente por la tierra; de ese bien de tal manera inestimable, que el divino Galileo a cada instante lo regalaba en el Evangelio: “Recibid mi paz”; “la paz sea con vosotros”; “os doy mi paz”; “mi paz os dejo”...
¿Ves esos como esquifes, tan tenues que parecen hechos de ilusión? ¿Adviertes en ellos seres reposados, que se deslizan como aladamente por la superficie sin límites, a favor de las minúsculas velas candidas, semejantes a plumas de garza, que empuja insensiblemente un soplo misterioso? Pues son espíritus, son los espíritus que están en paz en este mundo.
A la luz de la luna, de esta intensa luna, verás los rostros que animan, y en ellos una misteriosa expresión de beatitud.
¡Con qué gracia resbalan esos barquichuelos ingrávidos sobre la seda moaré del Océano!    ¡Qué manso y
—¿Y cómo hacer, ¡oh Espíritu!, para tener una de esas barcas de ensueño, para deslizarse con ella por el mar quieto, para estar en paz, ¡oh noble Espíritu custodio!, para estar en paz?
—Escucha bien: esos esquifes son de tal manera frágiles, que sólo soportan almas desnudas de todo apego... ¡Ay de aquella alma que ose embarcar en ellos con el menor deseo, con la menor codicia, con el menor propósito de goce! El barquichuelo se hundirá en seguida, y en el fondo del Océano el alma se encontrará remolinos espantosos, que la atraerán como ventosas de monstruo y de los cuales muy difícilmente logrará escapar.
Bajo la apacibilidad de ese mar cuya palpitación blandísima apenas se advierte, como el resuello de una novia dormida, está el maelstrom de las ansias nunca saciadas, de los placeres tormentosos que jamás satisfacen, de los anhelos turbulentos que nos comen el alma...
Pero el que al embarcarse no lleva consigo ningún apego, aquel cuyo deseo se ha extinguido, es “como el loto que en el agua se copia, mas cuya corola no toca el agua...” Para ése no hay temor ninguno de zozobrar. Puede adormecerse amorosamente con el vaivén blando del esquife; puede soñar, puede cantar. Su alma es un ritmo más en el ritmo deleitoso del Océano. Para él sólo hay bien. El Universo es como un gran regazo, la brisa impalpable como una gran lira, el cieío estrellado como un gran jardín. Su yo es como un lirio suave impregnado de perfumes celestes. El celaje y el rayo de luna le llaman “hermano”. El Misterio le llama “hijo”. La Noche le dice “elegido”... ¡Oh! ¡Cuan rico es el que ya no tiene nada!    ;Oh! ¡Cuántas cosas mira el que ha sabido cenar
—¿Quieres embarcarte? —me preguntó el Espíritu—. Mira aquel esquife que, besado por la luna, parece de nácar. ¡Es para ti! Lo he reservado para ti... ¿Quieres embarcarte?
¡Oh amada mía! Para navegar por ese divino Océano de la paz era preciso dejarte a ti —a ti, amada mía— en la ribera; y moviendo melancólicamente la cabeza, conteste al ángel:
—¡No puedo, de veras que no puedo!
 El castillo de lo inconsciente
El castillo de lo inconsciente yérguese sobre una roca enorme, aguda y hosca, rodeada de abismos. Entre la roca, y la montaña vecina, derrúmbase el agua torrencial, que luego se arrastra, allá en el fondo lóbrego...
Su estruendo se oye de lejos, sordo y hasta apacible, y sus espumas, fosforescentes desde la altura, se adivinan en las tinieblas.
Por dondequiera, como guardia de honor de la toca, levántanse agujas ásperas, dientes pétreos, y se erizan matorrales de espinos,
Pero en las noches de luna, con que arcano prestigio radian, en lo alto, los vitrales del castillo divino en que mora la paz...
Sólo pueden escalar tu morada eminente los que han sagrado en todos los colmillos rocosos, los que se han herido en todos los espinos...
Yo era de éstos. Yo merecía habitar es la mansión del sosiego, y una noche apacible, guiado por el celeste faro lunar, emprendí la ascensión al castillo.
Sobre una robusta rama inclinada, atravesé el torrente. Varías veces el vértigo estuvo a punto de vencerme. La corriente rabiosa hubiera destrejado mis miembros; la colérica espuma me habría cubierto con su rizada, y trémula blancura...
Pero yo miraba a lo alto, al castillo, que mansamente se iluminaba en el picacho gigantesco y una gran esperanza descendía hasta mi corazón y me daba aliento.
Salvado el abismo, hube de escalar la roca.
¡Ay! ¡Cuantas veces en sus asperezas me herí las rodillas y las manos. ¡Cuántas otras me vi en peligro de caer al torrente que, como dragón retorcido y furioso, parecía acecharme!.. Sus espumas llegaban, hasta mí, humedeciendo mis destrozadas ropas.
Pero mi anhelo de llegar al castillo era demasiado intenso para no triunfar; y, muy avanzada ya la noche, franqueaba yo por fin los últimos obstáculos y me encontraba en la breve explanada que precedía a la gótica mole.
Una mansa lluvia de lana caía sobre aquel espacio abierto. La imponente masa, a su imprecisa luz, era con sus torreones, sus almenas, sus ojivas, sus terrazas, sus techos agudos, más bella que todos los ensueños.
¡Con qué temblor llamé a la puerta! ¡Cómo resonó en e! silencio el aldabón!
Esperé... no sé cuántos minutos...
Oía mi corazón golpearme el pecho como un sordo martillo.
De muy lejos venía a mis oídos el rumor confuso de! torrente.
Allá, en la hondura, adivinábase un océano informe de sombras y de luces, y el hervidero de plata de las aguas...
Por fin la puerta se abrió dulcemente y una figura pálida, envuelta en un manto blanco, apareció en el umbral.
—La paz sea contigo —me dijo—. ¿Qué buscáis aquí, extranjero?
—Ese don santo que acabas de desearme —le respondí—; la Paz.
—¿De dónde vienes?
—De lo más hondo de aquellos abismos —y le señalé con un amplío gesto la perspectiva lejana—. He sangrado en todos los espinos... Me he desgarrado en todas las rocas... Conozco el filo de todos los guijarros.
—¿Sabes lo que encontrarás aquí?
—El paraíso del no pensar...
—¿No te asusta la inconsciencia?
—La ansío. Allá abajo, las breves horas se sueño eran mi bien único...
—Tus más bellas ideas, tus más luminosas imágines se extinguirán para siempre. Nunca mis sonará n tu oído la deleitosa melodía de las rimas; nunca más el choque de los conceptos vibrará en tu cerebro. Tu memoria no descorrerá ya sus telones de lo amable o trágico... Será como si te hubieses bañado en el Leteo, como si gustases la flor del olvido en la isla de los Lotófagos...
—Eso quiero.
—Los seres que amaste no vivirán ya en tu recuerdo su vida vagarosa de fantasmas...
—Los enterraré para siempre.
—Ni siquiera, té acordarás de tu nombre; tu personalidad naufragará eternamente en este océano de la total amnesia.
—Pero seré feliz.
—Lo serás, pero sin saber que lo eres, sin darte cuenta de tu suprema ventura.. Esta es la divina ciudad del Nirvana de que habla el Buda. Este es el albergue del silencio interior; éste es el sosegado sueño del yo. Aquí toda individualidad se diluye como la gota de agua en el mar... Aquí el maya tenaz desaparece: aquí todo es idéntico con el Todo; la relación de tu ser con el Universo acaba... El ser y el no ser son una misma cosa... Aún es tiempo; vuelve a pasar la explanada y desciende hacia el dolor, que hiere y maltrata, pero individualiza... Baja hacia el torrente; arrástrate de nuevo entre las rocas. Duro es el arrastrarse, pero quien se hace mal eres tú; mientras que aquí el bien nos satura, pero tú ya no existes. En el Bien están, más el Bien no está en ti.
...¡Vacilé! ¡Oh mísero apego al yo, cadena que nos liga con tantos eslabones al mundo de la ilusión; fuiste más fuerte que el anhelo de paz!
...El hombre blanco notó mi vacilación, inclinó melancólicamente la cabeza; fue cerrando con suavidad la puerta..., la puerta que da acceso al divino ignorar..., y me dejó allí, solo con la luna...
Torné a bajar hacía el torrente.
Más duro era el descender que había sido el subir, Los filos de las rocas herían con mayor encono.
La luna descendía ya como un dios triste, aureolado de plata, hacia su ocaso.
Allá en lo alto, cada vez más en lo alto, los vitrales del castillo brillaban misteriosamente...
Con la herida y ensangrentada diestra, envié un supremo beso de amor y de dolor a la morada excelsa, al paraíso perdido...
Y heme de nuevo en la otra orilla del torrente. Heme de nuevo entre los espinos. Héroe de nuevo en el Hosco Valle del Pensamiento y del Dolor.
 La gota de agua que no quería
perder su «individualidad»
Por la noche, en el verano, a partir de las doce pueden regarse los tiestos.
Se supone que a las doce —y se supone mal— nadie pasará ya bajo los balcones enmacetados de Madrid; pero si pasa, y es abrupto en riego helado cae sobre su cabeza, ni tiene derecho a quejarse, ni vale la pena, porque el agua, aun así, es bienvenida en pleno agosto.
Las flores, “por su parte”, es indecible lo que gozan con ese riego nocturno, cuya frescura se perpetúa, sobre todo en los balcones de Luis, que miran al Poniente, hasta bien entrada la mañana.
El otro día, a las doce, sobre el pétalo aterciopelado de una rosa, como sobre la tela de un estuche, radiaba aún una gruesa gota de agua. Había pasado allí buena parte de la noche, fresca por excepción, dejándose penetrar por la luna.
Un viento suave la balanceaba en su hamaca olorosa de seda.
Pero avanzaba la mañana. El dios trasponía ya el meridiano, y una saeta de oro del arquero divino hirió en pleno corazón a la gota, tocándola en chispa maravillosa.
Luis, que de antaño comprende el lenguaje del agua, como el sultán Mahmoud comprendía a los pájaros, oyó quejarse a la gota, la cual decía entre suaves quejumbres:
—Tengo miedo, ¡ay!, tengo miedo. Siento que empiezo a evaporarme... ¡Oh sol, no me beses, por Dios! Tus besos hacen un espantoso daño. Me penetran toda, me abrasan, me disgregan... Yo no quiero deshacerme, no quiero volatilizarme... ¡No quiero perder mi individualidad!... ¿Entiendes, oh sol? No quiero perder mi individualidad.
«Yo reflejo e mi modo la naturaleza. Soy un pequeño ojo cristalino, muy abierto, que la ve, que la admira desde este nido de terciopelo, desde esta cuna suave y bienoliente. Llevo ya muchas horas divinas de vida harmoniosa. Durante buena parte de la noche he reflejado la luna. He sido, ya una perla, un zafiro místico, ya una turquesa celeste. Después, la bóveda se ha pintado de un amarillo suave, y yo me he vuelto topacio. A poco el cielo se tiñó de rosa, y he sido rubí. Ahora soy diamante. Y cuando las hojas del rosal se miran en mi espejo para contemplar su traje nuevo, recién cortado en punta, me convierto en esmeralda.
»No me beses, ¡oh sol! No sabes besar: haces mucho daño. No eres como la luna. Ella sí que sabía besar blandamente: al fin, mujer. Tú te pareces a un hombre sanguíneo, tosco y premioso.
»¡Ay!, siento que me deshago, que me desvanezco, que me pierdo...
»Sí, comprendo que eso de la transparencia absoluta es una cosa muy buena; que ser parte de la atmósfera húmeda es cosa muy conveniente; que flotar, volar, es cosa muy apetecible. Comprendo también que un poco de frío puede condensar mi humedad, y entonces ser yo parte mínima de una nube de esas que he visto pasar por la mañana y que parecen cuentos y milagros... Todo eso, sin duda, es bueno. Pero yo dejaría de ser gota, de ser gotita diáfana y temblorosa que soy: esta gotita acurrucada en el pétalo de una rosa, ¡y no quiero perder mi individualidad!
»¡Ay! ¡Ay!, que daño me haces..., ¡oh sol! Ya no me beses, ya no me be...ses. Yo soy u...na gotita... de agua..., una lu...mi...no...sa go...tita de agua... sobre un rosa..., sobre una ro...»
Estas fueron las últimas palabras de la gotita trémula que brillaba sobre el pétalo de una rosa en el balcón de Luis.
El sol, brutal y sordo como la muerte, había hecho su obra.
 La serpiente que se muerde la cola
—Me pasa frecuentemente, doctor —dijo el enfermo—que al ejecutar un acto cualquiera paréceme como que ya lo he ejecutado.
No sé si usted experimenta alguna vez esta sensación tan rara y penosa. Hay amigos que me afirman, quizá por consolarme, que a ellos les sucede otro tanto, de vez en cuando. Pero en mí, el caso es frecuentísimo. Hablo, y apenas he pronunciado una frase, recuerdo, con vivacidad punzante, que ya la he pronunciado otra vez. Veo un objeto, e instantáneamente me doy cuenta de que ya lo he mirado de la misma suerte, con la misma luz, en el mismo sitio... Le aseguro, doctor, que esto se vuelve insoportable. Acabaré en un manicomio...
—Ahora mismo —prosiguió—siento, recuerdo, estoy seguro de que ya, en otra u otras ocasiones, he descrito mi enfermedad a usted; sí, a usted, en iguales términos, en la misma habitación esta... Usted sonreía, corno sonríe ahora. ¡Es horrible! Hasta el chaleco de piqué labrado que lleva usted lo llevaba entonces. Todo igual.
La teoría de las reencarnaciones pudiera dar una sombra de explicación al caso; pero sólo una sombra; porque si he vivido ya otras vidas, han sido diferentes... en distintas épocas, con distintos cuerpos. ¿Por qué entonces veo las mismas cosas?
El doctor se acarició la barba (que usaba en forma de abanico). Esto de acariciarse la barba es un lugar común que viene muy bien en las narraciones... Se acarició la barba y empezó así:
—El caso de usted, amigo mío, es demasiado frecuente, aunque en esta vez acuse una intensidad poco común, y tiene dos explicaciones: una fisiológica y otra filosófica. Según la primera, su sensorio de usted, instantánea, mecánicamente, registra los fenómenos exteriores, que le transmiten las neuronas. Lo que usted ve u oye, queda fijado en su cerebro con rapidez extraordinaria, gracias a una sensibilidad especial; pero queda registrado, sin que usted se dé cuenta de ello. Ahora bien; después de este registro (una fracción de segundo después), usted se entera de que ve un objeto, de que oye una frase, ya vistos y oídos a hurtadillas de su conciencia. Entonces, naturalmente, la memoria de usted se acuerda de la impresión anterior (aunque sea en esa fracción de segundo) a la otra, y este recuerdo le proporciona a usted la sensación de duplicidad de que me habla.
—Por tanto —concluyó el doctor—no debe alarmarse. El fenómeno, en suma, sólo prueba la excelente conductibilidad de sus células nerviosas, la diligencia con que se opera la transmisión de sensaciones entre los sentidos y el cerebro, y significa que tiene usted una naturaleza privilegiada, que responde admirablemente a toda solicitud exterior.
El enfermo, visiblemente tranquilo, dejó oír un suspiro de satisfacción.
—¿Y la segunda explicación, doctor? —preguntó.
—La segunda explicación es un poco más honda... Nos la da todo un sistema filosófico, cuyos patrocinadores han sido hombres de la talla de un Federico Nietzsche, un Gustavo el Bon y un Blanqui.
Puede sintetizarse así: «Dado que el tiempo es infinito, y que el número de átomos de que se compone la materia es limitado, se deduce que los mismos sistemas de combinaciones deben fatalmente reproducirse»; es decir, que el sistema de combinaciones que, al cabo de más o menos milenarios, le permitió a usted nacer y vivir, tiene que volverse a dar afortiori, al cabo de un número w de siglos, de milenarios, de períodos, de ciclos, de lo que usted guste, ya que, matemáticamente, esas combinaciones, por numerosas que usted las suponga, no son infinitas. ¿Me entiende usted?
—Sí, doctor, perfectamente; pero eso que usted dice es estupendo.
—Estupendo y lógico, amigo mío.
El gran Flammarion, en una de sus más sugestivas páginas, supone que, dada la infinidad de mundos, puede formarse en la infinidad del espacio un planeta idéntico al nuestro, donde acontezcan idénticas cosas; que pase por idénticos períodos geológicos, para reproducir la historia de los hombres, sin una tilde de menos. En ese planeta vuelven a guillotinar a Luis XVI, el 21 de enero de 1793.
...Pero no es necesario ampliar la hipótesis. La teoría ortodoxamente científica, absolutamente matemática de lo limitado de las combinaciones atómicas, nos lleva, aun sin salir de este mundo que habitamos, a la inevitable conclusión de que el concurso de infinitamente pequeños que, dadas tales o cuales circunstancias produjo al hombre llamado Pedro o Juan, ha producido ese mismo hombre n veces en la sucesión de los tiempos... y lo producirá todavía...
Así, pues, usted como yo, como todos, ha vivido, quién sabe cuántas veces, la misma vida, y la ha de vivir aún, en el eterno recomenzar de los siglos, simbolizado por la serpiente que se muerde la cola...
—Pero —exclamó el doctor—basta por hoy de filosofías. Necesita usted alimentarse bien y a sus horas. Son ya las ocho. Vaya a tomarse los mismos huevos pasados por agua y la misma leche que se ha bebido usted en tantas otras existencias idénticas.
 El balcón interior
El Alma está asomada a su balcón.
Pasa un filósofo y le dice: “Ven conmigo; vamos al Dolor. El Dolor está hecho para pulirnos. Después ha de venir el reposo. Luego el Dolor de otra vida. Cada vida pondrá una faceta más en el diamante interno... Y así ascenderás por la escala, por la escala infinita...”
El Alma le escucha en silencio. El filósofo pasa.
Un segundo filósofo se acerca. Es radioso y noble. Le dice: “Dios lucha con una necesidad eterna y ciega; de allí el mal. Pero en esta lucha el espíritu divino obtiene triunfos parciales; de allí el bien. Triunfará al fin totalmente, y el universo realizará entonces la perfección absoluta.
El Alma no responde. El filósofo pasa.
Viene otro: “Tú —murmura— eras bella, poderosa y feliz en el Reino de Dios. Pero caíste por orgullo. Ahora expías. Dios te perdonará cuando pase la sombra de este universo, amasado para tu penitencia...”
“Tú, más bien —rectifica otro filósofo— naciste ya castigada. ¿Por qué? Porque otros pecaron por ti, allá en un paraíso lejano, donde un hombre y una mujer quisieron saber, probando el fruto de la ciencia prohibida. Te redimirá, no obstante, la sangre de un justo que murió hace dos mil años. Después irás a un paraíso donde angélicas liras adormecerán tu eterno éxtasis.”
El Alma calla; sonríe. El filósofo se va pensativo.
Y pasa otro, y otro.
Este dice: “La vida es un experimento; es un medio de conocer, y es, asimismo, fuerza, poder... Sé fuerte; vence siempre; ésa es la moral...”
Estotro dice: “La vida no es más que una representación de la Voluntad. La Voluntad es lo único que existe per se. Tú no eres sino voluntad, vuelta visible.”
Dice aquél: “No preguntes nada a tu inteligencia, porque es posterior a la Vida. Pregúntalo todo a tu instinto:
Afirma el de más allá: “La vida es la acción, sólo la
Y viene, por último, atezado, cenceño, grave, un místico de Benarés, que cuchichea: “¡La vida es ilusión... “Maya” “Maya”! Tú eres integralmente Dios, como yo, como todos. La personalidad es una ilusión: “ ¡Maya” “Maya”!
El Alma, indolente, deja pasar a éste como a los ante-Sigue asomada a la ventana; cae la tarde; se ensombrece el paisaje. A lo lejos no se ve ya venir la blanca túnica de ningún filósofo... Él Alma cierra el balcón, y se vuelve tristemente al camarín con su porqué...
 La mano y la luz
Si en todo el curso de este pequeño libro Luis se ha asomado al balcón, ya para ver la tierra» ya para ver el cielo» ha habido, sin embargo, ocasiones —muchas— en que desde abajo, desde la calle, ha alzado los ojos para ver sus balcones,
¿Sabéis por qué? Pues porque desde uno de ellos, el que está lleno de macetas, una mujer agitaba todos los días la mano —la más linda, la más blanca, la más afilada mano que queráis imaginar—, para hacer a Luis un signo de adiós, o, mejor dicho, de “¡hasta luego!”
Cuando el invierno desvestía los árboles (como ahora que Luis traza estas líneas), los hermosos árboles que bordan la calle, merced a la ausencia de la estival cortina de hojas, él podía ver desde más lejos el amistoso signo de aquella mano blanca.
El signo aquel seguíale hasta doblar la esquinado hasta la plataforma del tranvía.
Por la noche, Luís, al volver a casa, alzaba los ojos para ver otro balcón, del cual no se ha hablado sino incidentalmente en las primeras páginas de este libro; el tercero de la habitación que pertenece a un saloncito contiguo al despacho, a la izquierda de éste.
Generalmente ese balcón estaba iluminado. La luz alegre que enrojecía los cristales, decíale a Luis: “Ella ha llegado ya... Lee o hace labor junto a la mesita de nogal con soportes de hierro y torneadas patas oblicuas... ¡Está esperándote!”
Y Luis subía las escaleras con paso más ágil, más animoso, a fin de llegar antes a la salita iluminada, donde poco después leería también, al lado de ella, un hermoso libro...
Pero un día, la mujer rubia que se asomaba al balcón a hacer a Luis un signo de despedida con la mano larga y blanca, aquella mujer que le esperaba leyendo cerca de la mesita de nogal, enfermó y tuvo que encamarse.
Veintiún días después, una tarde de enero, muy desapacible, se la llevaban a un lejano cementerio..., a un lejano cementerio que Luis adivina desde sus balcones, y que distinguiría muy bien de no estorbárselo los edificios que se alzan al Sur.
Desde entonces, ¿lo creeréis?, Luis miró, al llegar a casa y al salir, con más insistencia hacia el balcón.
Bien sabía él que aquella mano larga ya no podía hacerle signo ninguno. Bien sabía que (después de la noche en que el balcón de la izquierda estuvo más iluminado que de costumbre por la luz de unos cirios temblorosa) ya nunca más mostraría aquel fulgor rojizo, aquellos vivos rectángulos de la vidriera, en cuyo centro parecía que unas letras misteriosas y cordiales decían: “¡Aquí estoy y te espero!”
Bien sabía esto Luis; y, sin embargo, un ímpetu incontenible hacíale alzar la cabeza, al salir de casa y al volver.
Pero pasaron los meses y los años, y Luis acabó por no levantar más los ojos, como si su sima niña, ingenua, enamorada del milagro, se hubiese convencido por fin de la inutilidad de su fantástica esperanza.
 El ángel caído
Cuento de Navidad dedicado a
mi sobrina María de los Ángeles
Érase un ángel que, por retozar más de la cuenta sobre una nube crepuscular teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente a la tierra.
Su mala suerte quiso que, en vez de dar sobre el fresco césped, diese contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el ala derecha, por más señas.
Allí quedó despatarrado, sangrando, y aunque daba voces de socorro, como no es usual que en la tierra se comprenda el idioma de los ángeles, nadie acudía en su auxilio.
En esto acertó a pasar no lejos un niño que volvía de la escuela, y aquí empezó la buena suerte del caído, porque como los niños sí suelen comprender la lengua angélica (en el siglo XX mucho menos, pero en fin), el chico allegóse al mísero, y sorprendido primero y compadecido después, tendióle la mano y le ayudó a levantarse.
Los ángeles no pesan, y la leve fuerza del niño bastó y sobró para que aquél se pusiese en pie.
Su salvador ofrecióle el brazo y vióse entonces el más raro espectáculo: un niño conduciendo a un ángel por los senderos de este mundo.
Cojeaba el ángel lastimosamente, ¡es claro! Acontecíale lo que acontece a los que nunca andan descalzos: el menor guijarro le pinchaba de un modo atroz. Su aspecto era lamentable. Con el ala rota, dolorosamente plegada, mancha do de sangre y lodo el plumaje resplandeciente, el ángel estaba para dar compasión.
Cada paso le arrancaba un grito; los maravillosos pies de nieve empezaban a sangrar también.
—No puedo más —dijo al niño.
Y éste, que tenía su miaja de sentido práctico, respondióle:
—A ti (porque desde un principio se tutearon), a ti lo que te falta es un par de zapatos. Vamos a casa, diré a mamá que te los compre.
—¿Y qué es eso de zapatos? —preguntó el ángel.
—Pues mira —contestó el niño mostrándole los suyos—: algo que yo rompo mucho y que me cuesta buenos regaños.
—¿Y yo he de ponerme eso tan feo?...
—Claro... ¡o no andas! Vamos a casa. Allí mamá te frotará con árnica y te dará calzado.
—Pero si ya no me es posible andar..., ¡cárgame!
—¿Podré contigo?
—¡Ya lo creo!
Y el niño alzó en vilo a su compañero, sentándolo en su hombro, como lo hubiera hecho un diminuto San Cristóbal.
—¡Gracias! —suspiró el herido—; qué bien estoy así... ¿Verdad que no peso?
—¡Es que yo tengo fuerzas! —respondió el niño con cierto orgullo y no queriendo confesar que su celeste fardo era más ligero que uno de plumas.
En esto se acercaban al lugar, y os aseguro que no era menos peregrino ahora que antes el espectáculo de un niño que llevaba en brazos a un ángel, al revés de lo que nos muestran las estampas.
Cuando llegaron a la casa, sólo unos cuantos chicuelos curiosos les seguían. Los hombres, muy ocupados en sus negocios, las mujeres que comadreaban en las plazuelas y al borde de las fuentes, no se habían percatado de que pasaban un niño y un ángel. Sólo un poeta que divagaba por aquellos contornos, asombrado, clavó en ellos los ojos y sonriendo beatamente los siguió durante buen espacio de tiempo con la mirada... Después se alejó pensativo...
Grande fue la piedad de la madre del niño, cuando éste le mostró a su alirroto compañero.
—¡Pobrecillo! —exclamó la buena señora—; le dolerá mucho el ala, ¿eh?
El ángel, al sentir que le hurgaban la herida, dejó oír un lamento armonioso. Como nunca había conocido el dolor, era más sensible a él que los mortales, forjados para la pena.
Pronto la caritativa dama le vendó el ala, a decir verdad, con trabajo, porque era tan grande que no bastaban los trapos; y más aliviado y lejos ya de las piedras del camino, el ángel pudo ponerse en pie y enderezar su esbelta estatura.
Era maravilloso de belleza. Su piel translúcida parecía iluminada por suave luz interior y sus ojos, de un hondo azul de incomparable diafanidad, miraban de manera que cada mirada producía un éxtasis.
* * *
—Los zapatos, mamá, eso es lo que le hace falta. Mientras no tenga zapatos, ni María ni yo (María era su hermana) podremos jugar con él —dijo el niño.
Y esto era lo que le interesaba sobre todo: jugar con el ángel.
A María, que acababa de llegar también de la escuela, y que no se hartaba de contemplar al visitante, lo que le interesaba más eran las plumas; aquellas plumas gigantescas, nunca vistas, de ave del Paraíso, de quetzal heráldico..., de quimera, que cubrían las alas del ángel. Tanto, que no pudo contenerse, y acercándose al celeste herido, sinuosa y zalamera, cuchicheóle estas palabras:
—Di, ¿te dolería que te arrancase yo una pluma? La deseo para mi sombrero...
—Niña —exclamó la madre, indignada, aunque no comprendía del todo aquel lenguaje.
Pero el ángel, con la más bella de sus sonrisas, le respondió extendiendo el ala sana:
—¿Cuál te gusta?
—Esta tornasolada...
—¡Pues tómala!
Y se la arrancó resuelto, con movimiento lleno de gracia, extendiéndola a su nueva amiga, quien se puso a contemplarla embelesada.
No hubo manera de que ningún calzado le viniese al ángel. Tenía el pie muy chico, y alargado en una forma deliciosamente aristocrática, incapaz de adaptarse a las botas americanas (únicas que había en el pueblo), las cuales le hacían un daño tremendo, de suerte que claudicaba peor que descalzo.
La niña fue quien sugirió, al fin, la buena idea:
—Que le traigan —dijo— unas sandalias. Yo he visto a San Rafael con ellas, en las estampas en que lo pintan de viaje, con el joven Tobías, y no parecen molestarle en lo más mínimo.
El ángel dijo que, en efecto, algunos de sus compañeros las usaban para viajar por la tierra; pero que eran de un material finísimo, más rico que el oro, y estaban cuajadas de piedras preciosas. San Crispín, el bueno de San Crispín, fabricábalas.
—Pues aquí —observó la niña— tendrás que contentarte con unas menos lujosas, y déjate de santos si las encuentras.
* * *
Por fin, el ángel, calzado con sus sandalias y bastante restablecido de su mal, pudo ir y venir por toda la casa.
Era adorable escena verle jugar con los niños. Parecía un gran pájaro azul, con algo de mujer y mucho de paloma, y hasta en lo zurdo de su andar había gracia y señorío.
Podía ya mover el ala enferma, y abría y cerraba las dos con movimientos suaves y con un gran rumor de seda, abanicando a sus amigos.
Cantaba de un modo admirable, y refería a sus dos oyentes historias más bellas que todas las inventadas por los hijos de los hombres.
No se enfadaba jamás. Sonreía casi siempre, y de cuando en cuando se ponía triste.
Y su faz, que era muy bella cuando sonreía, era incomparablemente más bella cuando se ponía pensativa y melancólica, porque adquiría una expresión nueva que jamás tuvieron los rostros de los ángeles y que tuvo siempre la faz del Nazareno, a quien, según la tradición, “nunca se le vio reír y sí se le vio muchas veces llorar”.
Esta expresión de tristeza augusta fue, quizá, lo único que se llevó el ángel de su paso por la tierra...
* * *
¿Cuántos días transcurrieron así? Los niños no hubieran podido contarlos; la sociedad con los ángeles, la familiaridad con el Ensueño, tienen el don de elevarnos a planos superiores, donde nos sustraemos a las leyes del tiempo.
El ángel, enteramente bueno ya, podía volar, y en sus juegos maravillaba a los niños, lanzándose al espacio con una majestad suprema; cortaba para ellos la fruta de los más altos árboles, y, a veces, los cogía a los dos en sus brazos y volaba de esta suerte.
Tales vuelos, que constituían el deleite mayor para los chicos, alarmaban profundamente a la madre.
—No vayáis a dejarlos caer por inadvertencia, señor Ángel —gritábale la buena mujer—. Os confieso que no me gustan juegos tan peligrosos...
Pero el ángel reía y reían los niños, y la madre acababa por reír también, al ver la agilidad y la fuerza con que aquél los cogía en sus brazos, y la dulzura infinita con que los depositaba sobre el césped del jardín... ¡Se hubiera dicho que hacía su aprendizaje de Ángel Custodio!
—Sois muy fuerte, señor Ángel —decía la madre, llena de pasmo.
Y el ángel, con cierta inocente suficiencia infantil, respondía:
—Tan fuerte, que podría zafar de su órbita a una estrella.
* * *
Una tarde, los niños encontraron al ángel sentado en un poyo de piedra, cerca del muro del huerto, en actitud de tristeza más honda que cuando estaba enfermo.
—¿Qué tienes? —le preguntaron al unísono.
—Tengo —respondió— que ya estoy bueno; que no hay ya pretexto para que permanezca con vosotros...; ¡que me llaman de allá arriba, y que es fuerza que me vaya!
—¿Que te vayas? ¡Eso, nunca! —replicó la niña.
—¿Y qué he de hacer si me llaman?...
—Pues no ir...
—¡Imposible!
Hubo una larga pausa llena de angustia.
Los niños y el ángel lloraban.
De pronto, la chica, más fértil en expedientes, como mujer, dijo:
—Hay un medio de que no nos separemos...
—¿Cuál? —preguntó el ángel, ansioso.
—Que nos lleves contigo.
—¡Muy bien! —afirmó el niño palmeteando.
Y con divino aturdimiento, los tres pusiéronse a bailar como unos locos.
Pasados, empero, estos transportes, la niña quedóse pensativa, y murmuró:
—Pero ¿y nuestra madre?
—¡Eso es! —corroboró el ángel—; ¿y vuestra madre?
—Nuestra madre —sugirió el niño— no sabrá nada... Nos iremos sin decírselo... y cuando esté triste, vendremos a consolarla.
—Mejor sería llevarla con nosotros —dijo la niña.
—¡Me parece bien! —afirmó el ángel—. Yo volveré por ella.
—¡Magnífico!
—¿Estáis, pues, resueltos?
—Resueltos estamos.
Caía la tarde fantásticamente, entre niágaras de oro.

ALBERTO MORAVIA.


Prominente en la actividad literaria italiana desde 1927 cuando empezó a escribir para la revista 900. Cuando era joven y mientras se recuperaba de una tuberculosis, comenzó a escribir acerca de las dificultades morales de las personas socialmente alienadas y atrapadas por las circunstancias. Trabajó durante muchos años en Il Corriere della Sera y representó a Italia ante el Parlamento Europeo desde 1984 hasta su muerte.

Su obra literaria se caracteriza por una crítica frontal a la sociedad europea del siglo XX: hipócrita, hedonista y acomodaticia. Se caracteriza por un estilo austero y realista, presente ya en su primera novela, Los indiferentes (1929), que le hizo saltar a la fama en Italia. En sus escritos recurren los temas de la sexualidad, la alienación del individuo y el existencialismo.

RESEÑA: 
Alberto Moravia - Relatos Cortos 

Se trata de una carpeta conteniendo cuatro archivos: cada uno de ellos es un relato corto del autor. 
1.- El amante desdichado 
2.- El amante despechado 
3.- La Casa es sagrada 
4.- Un horrible bloqueo de memoria 
[Reseñado abril 2012 - Marga]





El amante rechazado
[Cuento: Texto completo] 
Alberto Moravia
La calle se mostraba como una especie de túnel bajo una bóveda de diminuto y plumoso follaje verde y amarillo. Sostenían esta nube de hojas otoñales determinados árboles cuyos troncos eran de una negrura violenta y como carbonizada, que parecían empapados por toda la lluvia de los días anteriores. Innumerables hojas verdes y amarillas derribadas por el agua sobre el pellejo negro y graso del asfalto habían quedado adheridas haciéndolo parecer manchado como la piel de la pantera. En un sitio se había formado un gran montón de esas hojas; el verde y el amarillo, mezclándose y reluciendo por el agua, daban la ilusión de un oro copioso vomitado por la rotura de un cofre; y era una extraña visión, casi digna de ser deplorada como una gran riqueza inexplicablemente abandonada y despreciada. Yo no padecía, pero sabía que si hubiese tenido un dolor aquellos colores tan fuertes me habrían hecho sufrir, como todo detalle de excesiva evidencia al que una sensibilidad herida atribuye inmediatamente un significado. Así, en cuanto salimos de la casa, le hice notar a Livio el color de esas hojas y de esos troncos. Pero él meneó la cabeza y contestó que no tenía la mente como para eso. A continuación, con un tono suplicante, me pidió que no lo dejara: quería estar conmigo algo más. 
Empezamos a caminar delante y atrás sobre aquellas hojas, a lo largo de aquellos troncos en el aire ahumado y azulado del crepúsculo otoñal. 
-En fin -dijo Livio con un furor contenido-, si me hubiese dicho: amo a Roberto y a ti ya no te amo, paciencia... Por lo menos ésta sería una razón clara... pero ¿por qué inventar todas esas mentiras? Roberto es un constructor, tú un destructor... Roberto un constructor... ja, ja... con esa cara de buey, esa frente estrecha, esos ojos redondos... Un bruto, eso es lo que es. 
Dulcemente le contesté, observando el bordado elegante de las hojas que sobre las aceras se aglomeraban alrededor de los árboles hasta formar una alfombra, que Silvia era una de esas mujeres que no saben reconocer la verdad y necesitan siempre creer que están justificadas por razones de orden moral. Me miró como si no hubiese entendido, y después prosiguió: 
-La verdad, en cambio, es que él es rico y yo soy pobre... constructor, si, claro que lo es, futuro constructor de su desprovisto guardarropa... constructor de vestidos, zapatos, joyas... ¿Has oído con qué tono ha dicho: estoy cansada de vivir entre estrecheces? 
Dije que lo había notado todo. Pero ¿qué le iba a hacer? Se había ilusionado acerca de esa mujer, eso era todo. Diciendo esto, con la punta del paraguas yo restregaba la tierra entre la hojarasca, que se acumulaba ante la punta en un montón resistente que yo sentía adherido al asfalto por una película adhesiva de agua de lluvia. 
Livio dijo: 
-Ella es una boba... o, mejor dicho, una persona muy simple... esos discursos sobre la construcción y destrucción no son cosa suya... son de Roberto... con esos discursos, en mi ausencia, la ha fascinado... porque él de veras cree ser un hombre positivo por los cuatro costados, un constructor, precisamente... y ella, en su pérfida ingenuidad, me los ha ofrecido tal cual... como un papagayo... tanto es así que, cuando la he interrumpido y le he preguntado qué entendía por constructor, se ha quedado con la boca abierta y no ha sabido decir nada... diantre... no podía contestarme que por constructor entendía un hombre rico y nada más... 
Le dije que razonar de esa manera era en vano; a menos que, más que dolerse por la forzada separación de la amante, le importase demostrar su propia superioridad y la poquedad de esos dos. Mientras tanto, aún discurriendo, habíamos llegado al final de la calle, allí donde desemboca en la avenida a lo largo del río. 
Livio me indicó que nos acercásemos al parapeto y después prosiguió: 
-¿Yo destructor?... ¿y qué destruía, por favor? Tal vez sus malas costumbres... Cuando la conocí ella creía que la vida fuese una cuestión de dinero, de automóviles, de vestidos, de excursiones, de cenitas y diversiones... lo creía con ingenuidad, como si no hubiese ni pudiese haber en el mundo nada más... la verdad es que ella andaba a cuatro patas... y yo, por algún tiempo, la he hecho caminar erguida... pero ahora ha vuelto a caer en cuatro patas, la cara en el comedero... y para siempre... 
Por encima de las defensas del río, en el gran espacio entre ambas orillas, se descubría el cielo pesado de nubes oscuras e inmóviles, parecido a una frente pensativa y fruncida. Como un rostro detrás de un brazo, la ciudad nos miraba desde detrás de la barrera de sus puentes, tendida y mortecina. A lo largo del parapeto se alineaban unos plátanos que habían crecido hasta gran altura, de manera que al pasear no se veía otra cosa que troncos y más troncos, inclinados o erguidos, con las ramas elevadas hacia lo alto. Pero desde la cima de las copas el viento arrancaba a puñados grandes hojas muertas que caían, desagradables y duras, una tras otra, hasta reunirse con sus compañeras esparcidas en abundancia sobre las aceras. Contesté a Livio que él no podía juzgar sobre cuántas patas había de caminar la hermosa mujer que no quería tener más nada que ver con él. Probablemente le había pedido demasiado; ella se había esforzado por seguirlo, después le habían fallado las fuerzas y había vuelto a su vieja vida. 
-Ah, ¿no se debería pedir nada a la gente? Yo sólo le había pedido que fuese una persona decente... en cambio ya has oído lo que ha dicho... que yo la hacía volverse fea... ¿has oído con qué tono de obstinada desolación lo ha dicho? 
Nadie pasaba por la avenida junto al río. En determinados puntos las hojas muertas formaban altos montones, verdaderas tribus que murmuraban y bullían según el viento. 
-Tal vez no la halagabas lo suficiente -dije. 
Livio repuso: 
-¿Para qué sirven los halagos? Yo quería que se convirtiese en una persona, eso es todo... y para lograrlo le dije que ante todo tenía que reconocer la verdad de sus propias condiciones... tenía que darse cuenta de que era pobre, ignorante, con la cabeza a pájaros, malcriada, que mentía constantemente ante sí misma y ante los demás... yo pensaba que la verdad, aunque amarga, hubiese de tener para ella más valor que los halagos que le prodigaban Roberto y sus demás pretendientes... 
Me eché a reír y le dije que las mujeres querían dulces frases y no sermones. [...] 
-Sin embargo -dijo Livio como acordándose-, al principio me amó precisamente porque le decía esas verdades... me explicaba que nadie la había hablado jamás de esa manera... me agradecía que lo hiciese... y ¿te acuerdas? Al principio conseguí que abandonase a ese Santoro... 
Yo volví a reír: 
-Probablemente, para abandonarlo le habrá repetido punto por punto las mismas frases que tú en aquel momento le ibas propinando... habrá hecho con aquel pobre Santoro lo que ha hecho hoy conmigo... le habrá dicho que tú eras un constructor y él un destructor... y entonces, como hoy, no era cosa de ella... ¿no crees que habrá sido así? 
Él dijo con estupor: 
-Así ha sido... pero era la verdad... yo era el único que podía hacerle bien... y ella lo sabe... y por eso está tan empecinada contra mí... 
De pronto nos encontramos en un remolino de viento, en una explanada de la cual bajaban dos escalinatas hacia el río. Las hojas se elevaban del suelo girando hacia lo alto. [...] 
Dije: 
-Tu error ha sido tomarte demasiado en serio tu papel de moralista, de constructor, como dice Silvia... Tenías que pensar que nada es más fácil que un moralista revele después ser inmoral, y que el constructor de ayer se vuelva el destructor de mañana... ¿Qué frenesí es el de ustedes? Esta Silvia me parece una mujer a la que no se acercan sino hombres que la quieren salvar... se comprende que termine por creerle sucesivamente a cada uno de ellos. 
Meneó la cabeza y contestó: 
-Será como dices tú... pero lo que hace que yo sea distinto de los demás es que durante todo el tiempo, mientras hacía toda clase de esfuerzos de cambiarla, sentía que era en vano... y que pese a todo, precisamente por eso, había que hacerlo... tal vez tú nunca hayas experimentado esa sensación... me parecía estar entregado a una empresa que no tenía ninguna posibilidad de éxito... pero esa sensación de fundamental vanidad era justamente lo que me hacía persistir y me hacía amar a Silvia... la sensación de hacer algo sin esperanza... 
El crepúsculo se había ya convertido en una penumbra casi nocturna. La masa gris de un autobús de rojos faroles encendidos, pasando y desapareciendo por una calle transversal, lo hizo hundirse con toda su bruma, y se hizo la noche. Caminando en la oscuridad, contesté: 
-Entonces no te quejes... has obtenido lo que deseabas... ella te ha inspirado la voluntad de cambiarla, que anhelabas de corazón, y, al mismo tiempo, no menos querida, la sensación de la imposibilidad de dicho cambio... De ella, más no podías esperar. 
Contestó: 
-Eso es verdad... pero no quita que perderla sea muy amargo... 
Me reí: 
-Cuántas cosas querrías -dije. 
Yo había entrado en un gran montón de hojas, sin verlas, y casi experimentaba placer moviendo los pies y haciendo el mayor ruido posible. 
-Acaba con eso -dijo Livio-, ¿qué te ha dado? 
Yo tenía las hojas hasta la mitad de la espinilla de tan altas y tupidas. Livio añadió: 
-Así que se acabó. 
-Eso, se acabó -dije como un eco arrastrando los pies entre las hojas. Me sentía incapaz de tomarme en serio el disgusto de mi amigo. Más aún, experimentaba una especie de sentimiento de hilaridad, como si todo se hubiese producido según un orden preestablecido y superior.




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