martes, 8 de enero de 2013

Philip Kindred Dick . USA: el 16 de diciembre de 1928, en Chicago- 1982.


Philip Kindred Dick nació prematuramente, junto a su hermana gemela Jane, el 16 de diciembre de 1928, en Chicago. Jane murió trágicamente pocas semanas después. La influencia de la muerte de Jane fue una parte dominante de su vida y obra.
En 1930, los padres de Dick, Dorothy Grant y Joseph Edgar Dick, se mudaron a Berkeley. El divorcio, que se venía anunciando desde hacía tiempo, llegó en 1932. Dick se quedó con su madre y ambos se mudaron a Washington.
En 1940 regresaron a Berkeley. Fue durante este período cuando Dick comenzó a leer y escribir ciencia ficción. En su adolescencia, publicó regularmente historias cortas en el Club de Autores Jóvenes, una columna del Berkeley Gazette.
El muchacho leía toda la ciencia ficción que llegaba a sus manos y muy pronto empezó a ser influido por autores como Robert Heinlein y Alfred E. Van Vogt. Durante estos años su salud no fue buena, sufrió frecuentes ataques de asma y periodos de agorafobia.
El interés del joven Philip por la ciencia-ficción disminuyó cuando acabó sus estudios secundarios. A los 18 años, dejó a su madre y se fue a vivir solo. Entretanto, continuó en contacto con la comunidad intelectual de Berkeley mientras trabajaba como empleado en un local de venta de discos. Durante este periodo sus gustos literarios se hicieron más exquisitos.
Después de vender varios relatos a las más importantes revistas pulp de ciencia ficción de aquella época, Philip K. Dick tomó en 1951 la decisión de dedicarse al oficio de escritor a tiempo completo.
Su primer éxito fue la novela Lotería Solar, en 1955, iniciando así una muy prolífica carrera como escritor. En 1963 recibió el premio Hugo por la novela El Hombre en el Castillo y en 1975, el John Campbell Memorial por Fluyan mis Lágrimas dijo el Policía. Estos fueron los únicos premios que le otorgaron en vida.
En 1948, con solo veinte años, Dick contrajo el que fue el primero de un total de cinco matrimonios. Esta primera tentativa fue un rotundo fracaso y duró escasamente seis meses.
Su segundo matrimonio, con Kleo Apostolides, fue más afortunado. Sin embargo, a finales de los cincuenta, Dick empezó a relacionarse con su atractiva vecina Anne, una viuda todavía afectada por la reciente muerte de su marido, y al poco tiempo, Philip acabó con el que había sido hasta entonces un feliz matrimonio. En 1960 nació Laura Archer, la hija de Dick y Anne.
Sin embargo, Dick desarrolló una fuerte paranoia hacia su nueva esposa, convencido de que ella asesinó a su anterior esposo y que pronto lo haría con él. Los caracteres negativos y destructivos de los personajes femeninos que se pueden encontrar en las novelas de Dick están basados en Anne. Finalmente, en 1964, Dick y Anne se divorciaron.
Dos años más tarde Philip reincidió y contrajo matrimonio con Nancy Hackett, diez años menor que él, lo que no impidió que estuvieran profundamente enamorados. La hija de esta pareja, llamada Isa, nació en 1966. Pero su adicción a las drogas le produjo, entre otros problemas, el cuarto divorcio.
Establecido en California junto a sus amigos Tim Powers y K.W. Jeter, volvió a casarse, esta vez con la joven Tessa Busby con la que en 1973 tuvo a su hijo Cristopher.
A pesar de la paranoia y la animosidad hacia su tercera esposa, en la época de ese matrimonio, Dick inició una de sus más prolíficas y brillantes épocas como escritor. Obras como El Hombre en el Castillo, Tiempo de Marte y Los Tres Estigmas de Palmer Eldritch, fueron escritas durante aquel periodo. Retirado en una cabaña alquilada al sheriff local para alejarse de sus conflictos domésticos, Dick escribió la casi increíble cifra de once novelas entre 1963 y 1964.
Ya divorciado de Anne y establecido en San Francisco, en 1964, empezaron sus experimentos con drogas, como el LSD y las anfetaminas. Un excelente libro basado en el estilo de vida de los adictos es su novela Una Mirada a la Oscuridad.
Cuando Nancy, la cuarta esposa, lo dejó, llevándose a la hija de ambos con ella, empezó para Dick una de las peores épocas de su vida. Fuertemente adicto a las drogas y afectado por la paranoia, cayó en un periodo de sequía creativa que duró varios años. El siempre prolífico escritor no volvió a producir nada hasta 1973. Después de una tentativa de suicidio y una corta estancia en un centro de rehabilitación, Dick volvió a reencontrarse a sí mismo.
A mediados de los 70, Philip sufrió varias experiencias religiosas. Durante mucho tiempo se dedicó a elaborar explicaciones e interpretaciones de estas experiencias, actividad que dominó a partir de entonces toda su vida e influyó en sus novelas posteriores.
Siempre le había apasionado el tema de cómo los seres, de la especie que sean, perciben la realidad, cuestión que lleva a otra especulación más profunda: ¿Qué es la realidad?
El viejo problema filosófico puede resumirse de la siguiente manera: ¿La realidad es algo independiente y anterior al sujeto que la percibe o, por el contrario, está determinada por la forma en que dicho sujeto la percibe? ¿Cuan real es la realidad?. Dick exploró el problema en muchas de sus obras, desde un ángulo científico, filosófico y religioso.
Es un lugar común decir que Philip K. Dick era esquizofrénico, porque él lo reconoció en Una Mirada a la Oscuridad, en particular, y también en otras ocasiones. Ciertamente su literatura parece en ocasiones escrita por un paranoico y sus angustiosos entornos: Ubik y Fluyan mis Lágrimas semejan visiones esquizoides puras, pero probablemente tengan mas que ver con el uso de alucinógenos que con la enfermedad mental. También es cierto que algunos de sus amigos quedaban desconcertados por sus comentarios. El escritor John Brunner cuenta que en su último encuentro con Dick, durante un festival de ciencia ficción celebrado en Metz (Francia), se sorprendió cuando éste le dijo, muy seguro de sí, que se comunicaba con el apóstol Pablo y que había matado un gato con solo desear su muerte.
Dick se destacó tanto en los cuentos como en las novelas. Una de sus mayores virtudes es que produjo ciencia ficción seria y sobre todo accesible para el gran público. Fue un escritor consistente y brillante, y de los más originales del género. Curiosamente, es mucho más apreciado en Europa que en los propios Estados Unidos, habiendo países donde es el escritor de ciencia ficción por excelencia, en detrimento de otros ilustres como Asimov, Clarke o Bradbury. En cualquier caso Dick es un autor controvertido, siendo sorprendente para algunos críticos que, habiéndose especializado en la irracionalidad, en el seno de una literatura tan básicamente apartada de ella como es la ciencia ficción, haya tenido un reconocimiento tan profundo.
Murió en 1982, de un fallo cardiaco, a la edad de 53 años, dejando un libro inconcluso y seguramente muchas ideas sin desarrollar. No llegó a ver el estreno de Blade Runner, la primera adaptación de su obra al cine.
Desde su muerte, Dick ha sido objeto de culto por parte de muchísimas personas. En 1983 se constituyeron la Philip K. Dick Society y el premio Philip K. Dick Memorial, que se entrega a la mejor novela original publicada en edición de bolsillo. Dos años más tarde se le otorgó el premio Gigamesh, por su novela La Transmigracion de Timothy Archer.

Fuente N.N.

FRAGMENTO  E INTRODUCCIÓN  DEL TOMO I DE LOS CUENTOS COMPLETOS.

Philip K. Dick
Título original: Beyond lies the wub
Traducción: Eduardo G. Murillo
© 1987 by the estate of Philip K. Dick
© 1989 Ediciones Martínez Roca S.A.
Gran vía 774 - Barcelona
I.S.B.N.: 84-270-1339-6
Edición digital de los relatos: Daniel sierras de Córdoba.
Revisión y compaginación: Sadrac
R6 10/02
ÍNDICE
Prefacio del autor
Prólogo, por Steven Owen Godersky
Introducción, por Roger Zelazny
Estabilidad, Stability © 1947.
Roog, Roog © 1953.
La pequeña rebelión, The Little Movement © 1952.
Aqui yace el Wub, Beyond Lies the Wub © 1952.
El cañón, The Gun © 1952.
La calavera, The Skull © 1952.
Los defensores, The Defenders © 1953.
La nave humana, Mr. Spaceship © 1953.
Flautistas en el bosque, Piper in the Woods © 1953.
Los infinitos, The Infinities © 1953.
La máquina preservadora, The Preserving Machine © 1953.
Sacrificio, Expendable © 1953.
El hombre variable, The Variable Man © 1953.
La rana infatigable, The Indefatigable Frog © 1953.
La cripta de cristal, The Crystal Crypt © 1954.
La vida efímera y feliz del zapato marrón, The Short Happy Life of the Brown Oxford
© 1953.
El constructor, The Builder © 1953.
El factor letal, Medler © 1954.
La paga, Paycheck © 1953.
El gran C, The Great C © 1953.
En el jardín, Out in the Garden © 1953.
El rey de los elfos, The King of Elves © 1953.
Colonia, Colony © 1953.
La nave de Ganímedes, Prize Ship © 1954.
La niñera, Nanny © 1955.
Notas

PREFACIO DEL AUTOR
«En primer lugar, definiré lo que es la ciencia ficción diciendo lo que no es. No puede
ser definida como "un relato, novela o drama ambientado en el futuro", desde el momento
en que existe algo como la aventura espacial, que está ambientada en el futuro pero no
es ciencia ficción; se trata simplemente de aventuras, combates y guerras espaciales que
se desarrollan en un futuro de tecnología superavanzada. ¿Y por qué no es ciencia
ficción? Lo es en apariencia, y Doris Lessing, por ejemplo, así lo admite. Sin embargo, la
aventura espacial carece de la nueva idea diferenciadora que es el ingrediente esencial.
Por otra parte, también puede haber ciencia ficción ambientada en el presente: los relatos
o novelas de mundos alternos. De modo que si separamos la ciencia ficción del futuro y
de la tecnología altamente avanzada, ¿a qué podemos llamar ciencia ficción?
»Tenemos un mundo ficticio; éste es el primer paso. Una sociedad que no existe de
hecho, pero que se basa en nuestra sociedad real; es decir, ésta actúa como punto de
partida. La sociedad deriva de la nuestra en alguna forma, tal vez ortogonalmente, como
sucede en los relatos o novelas de mundos alternos. Es nuestro mundo desfigurado por el
esfuerzo mental del autor, nuestro mundo transformado en otro que no existe o que aún
no existe. Este mundo debe diferenciarse del real al menos en un aspecto que debe ser
suficiente para dar lugar a acontecimientos que no ocurren en nuestra sociedad o en
cualquier otra sociedad del presente o del pasado. Una idea coherente debe fluir en esta
desfiguración; quiero decir que la desfiguración ha de ser conceptual, no trivial o
extravagante... Esta es la esencia de la ciencia ficción, la desfiguración conceptual que,
desde el interior de la sociedad, origina una nueva sociedad imaginada en la mente del
autor, plasmada en letra impresa y capaz de actuar como un mazazo en la mente del
lector, lo que llamamos el shock del no reconocimiento. Él sabe que la lectura no se
refiere a su mundo real.
»Ahora tratemos de separar la fantasía de la ciencia ficción. Es imposible, y una rápida
reflexión nos lo demostrará. Fijémonos en los personajes dotados de poderes
paranormales; fijémonos en los mutantes que Ted Sturgeon plasma en su maravilloso
Más que humano. Si el lector cree que tales mutantes pueden existir, considerará la
novela de Sturgeon como ciencia ficción. Si, al contrario, opina que los mutantes, como
los brujos y los dragones, son criaturas imaginarias, leerá una novela de fantasía. La
fantasía trata de aquello que la opinión general considera imposible: la ciencia ficción trata
de aquello que la opinión general considera posible bajo determinadas circunstancias.
Esto es, en esencia, un juicio arriesgado, puesto que no es posible saber objetivamente lo
que es posible y lo que no lo es, creencias subjetivas por parte del autor y del lector.
»Ahora definiremos lo que es la buena ciencia ficción. La desfiguración conceptual (la
idea nueva, en otras palabras) debe ser auténticamente nueva, o una nueva variación
sobre otra anterior, y ha de estimular el intelecto del lector; tiene que invadir su mente y
abrirla a la posibilidad de algo que hasta entonces no había imaginado. "Buena ciencia
ficción" es un término apreciativo, no algo objetivo, aunque pienso objetivamente que
existe algo como la buena ciencia ficción.
»Creo que el doctor Willis McNelly, de la Universidad del estado de California, en
Fullerton, acertó plenamente cuando afirmó que el verdadero protagonista de un relato o
de una novela es una idea y no una persona. Si la ciencia ficción es buena, la idea es
nueva, es estimulante y, tal vez lo más importante, desencadena una reacción en cadena
de ideas-ramificaciones en la mente del lector, podríamos decir que libera la mente de
éste hasta el punto que empieza a crear, como la del autor. La ciencia ficción es creativa
e inspira creatividad, lo que no sucede, por lo común, en la narrativa general. Los que
leemos ciencia ficción (ahora hablo como lector, no como escritor) lo hacemos porque nos
gusta experimentar esta reacción en cadena de ideas que provoca en nuestras mentes
algo que leemos, algo que comporta una nueva idea; por tanto, la mejor ciencia ficción
tiende en último extremo a convertirse en una colaboración entre autor y lector en la que
ambos crean... y disfrutan haciéndolo: el placer es el esencial y definitivo ingrediente de la
ciencia ficción, el placer de descubrir la novedad.»
PHILIP K. DICK
(Fragmento de una carta)
14 de mayo de 1981

PRÓLOGO
Una frase hecha de uso corriente califica a Philip K. Dick como la mayor mente de la
ciencia ficción de todos los planetas. Bien, tanto eso como una trayectoria a Lagrange-5
son hiperbólicos. No reflejan la realidad. El mejor cuento aún está por escribirse.
Algunas cosas, sin embargo, hacen que nos sintamos algo más seguros sobre la
contribución de Phil Dick a este planeta, ahora que su reputación ya no necesita ningún
tipo de ayuda en particular. El alcance, la integridad y la magnificencia intelectual de la
obra de Phil han sido reconocidos en todo el mundo. Muchos le consideran el más «serio»
de los autores de la ciencia ficción moderna, y el interés por sus obras no ha dejado de
aumentar desde su prematura muerte en 1982. El creciente interés que le dedica la crítica
erudita ha reforzado todavía más su reputación. Si examinamos con calma su obra
descubriremos tres poderosos temas que impregnan casi todas sus novelas y relatos.
El primero y más evidente de los temas trenzados en la obra de Dick se refiere a la
división planteada entre la humanidad y todas las complejidades de sus creaciones, una
parte de las preocupaciones esenciales de todos los escritores consecuentes. Sin
embargo, Phil cambió la pregunta «¿Qué significa ser humano?», por la de «¿Cómo es no
ser humano?». Planteó el problema intelectualmente, según su estilo, pero luego
consiguió que sintiéramos sus respuestas. En la mejor y más alta tradición de Mary
Shelley descubrió que la empatía es la diferencia; para utilizar su propia palabra, caritas.
No necesito ser futurólogo para vaticinar que tanto su investigación como su
descubrimiento irán adquiriendo mayor importancia a medida que nos vayamos
adentrando en ese extraño camino que la ciencia llama progreso.
El segundo tema de Dick es de perspectiva, lo que yo definiría como el cuidado y
alimentación de dioses menores. A pesar de que el campo de sus ideas era amplísimo,
confiaba en «muy pocas cosas», como escribió en una ocasión. En una era literaria
dominada por superestrellas y superhéroes, Phil nos recuerda que nuestras aspiraciones
y capacidades no son tan diferentes y no menos importantes de las de los grandes y
poderosos.
Pensemos en el Tung Chien de La fe de nuestros padres y en el Ragel Gumm de Time
out of joint (Tiempo desarticulado); sus prosaicos y monótonos trabajos se revelan
esenciales para la fe de sus mundos. Recordemos al Herb Ellis de Un autor prominente:
un chico corriente reescribe el Viejo Testamento para cabrerizos que apenas miden tres
centímetros. Reflexionemos sobre el significado de los globos de chicle de Herb Sousa en
El combate sagrado; sobre la influencia moral de la piel de wub en Lejos de su guarida; y
sobre la batalla con el billar romano sensitivo de Partida de revancha. Muchas palabras
para describir lo breve, pocas para definir lo amplio. Desde el punto de vista ontológico de
Dick, tenderos y dependientes son tan atractivos como los señores de la guerra y los
mesías. La anciana señora Berthelsen de Mercado cautivo posee el secreto definitivo
sobre el tiempo y el espacio, y lo utiliza para vender verduras en un carretón.
No es fácil encontrar en las páginas de Dick naves espaciales de tres kilómetros de
largo brillando a la luz del sol. Lo normal es encontrar un robot averiado en el fondo de
una zanja. O, una posibilidad más aterradora, una mariposa atrapada en un pliegue
temporal. Observamos en los relatos de Phil Dick que todo, sea o no humano, está
conectado, que todos los personajes son importantes; lo que asusta a uno asusta a todos.
Como señala John Brunner, seguro que también asustaba al mismo Dick. El tercer tema
fundamental de Phil Dick es su fascinación por la guerra, así como el temor y el odio que
despertaba en él. La crítica apenas lo menciona, a pesar de que es tan consustancial a su
obra como el oxígeno al agua.
Tal vez Dick, que inició su carrera de escritor en Berkeley, California, absorbió la
sensibilidad de una ciudad que había contraído un firme compromiso liberal. Tal vez Joe
McCarthy y la guerra de Corea sensibilizaron la imaginación de un autor principiante.
Conocemos muy poco sobre sus años juveniles durante la segunda guerra mundial, pero
nos es posible identificar un temprano y consistente recelo hacia la mentalidad militar, el
temor causado por lo que había visto de la maquinaria bélica en ambos bandos. Sentía un
fuerte rechazo a aceptar las consignas del período en que los fines prevalecían sobre los
medios. La victoria a cualquier precio en pro de la Democracia, la Libertad y la Bandera
devienen aforismos carentes de sustancia cuando el precio de la victoria es la sumisión
totalitaria a una burocracia militar despiadada: Phil temía que éste fuera el futuro que nos
aguardara.
Desde los primeros relatos de Dick, Los defensores, El hombre variable, Ataque en la
superficie y Para servir al amo, hasta sus últimas producciones, como La fe de nuestros
padres y La puerta de salida conduce adentro, tanto los triunfadores como los perdedores
muestran de manera contundente la humanidad al rechazar la guerra y la agresión. En
opinión de Dick, la única contienda aceptable era contra el mal que reconocía como «las
fuerzas de la disolución». Phil Dick fue antimilitarista mucho antes de que se convirtiera
en una moda de los años sesenta. A lo largo de toda su carrera continuó valorando a la
humanidad y sus puntos débiles, no importa cuán pequeños y vulnerables fueran, por
encima del terror organizado del estado moderno, independientemente de las ventajas
que reportara.
Y eso es todo; un vistazo a una mente ecléctica y vigorosa. Esta indispensable
colección de los relatos de Philip Dick puede perturbar al lector. Le puede asustar, porque
algunos de los personajes de Phil viven muy cerca de su casa. Sin embargo, estos relatos
no le dejarán indiferente. Quizá un viento extraño se cuele por su puerta avanzada la
noche, y tal vez las sombras de los objetos familiares se estremezcan a la luz. ¿Algún
Palmer Eldritch se aproxima a nuestro planeta? Incluso si no es un precog, no diga que no
le advirtieron.
STEVEN OWEN GODERSKY

INTRODUCCIÓN
En un principio rechacé la invitación a escribir esta Introducción. No tenía nada que ver
con mi opinión hacia la obra de Phil Dick. Sentía que ya había dicho todo con respecto al
tema. Entonces me indicaron que lo había hecho en lugares muy diferentes. Aun en el
caso de no añadir nada nuevo, volver a repetir similares argumentos aquí ayudaría a los
lectores que no los hubieran conocido antes.
Así que le di vueltas al asunto. Repasé también algunas de las cosas que había escrito
anteriormente. Me pregunté qué valdría la pena repetir o añadir. Había coincidido con
Dick en muy pocas ocasiones, en California y en Francia; fue pura casualidad que
colaboráramos en un libro. Durante esta colaboración intercambiamos cartas y hablamos
varias veces por teléfono. Me cayó bien y me impresionó mucho su trabajo. Dejaba
deslizar a menudo su sentido del humor en nuestras conversaciones telefónicas.
Recuerdo que una vez se refirió a unos derechos de autor que había recibido. Dijo: «He
obtenido tantos cientos en Francia, tantos cientos en Alemania, tantos cientos en
España... ¡Caray! ¡Esto ya parece el listado de arias de Don Giovanni...!». Su agudeza
verbal era más punzante que las ironías cósmicas manejadas en su narrativa.
Ya he hablado antes de su sentido del humor. También he hecho hincapié en sus
constantes juegos con la realidad convencional. Incluso me he permitido la libertad de
generalizar acerca de sus personajes. Pero ¿para qué parafrasear cuando al cabo de
estos años he encontrado una razón legítima para citar uno de mis textos?
«Estos personajes son a menudo hombres y mujeres víctimas, prisioneros,
manipulados. Es dudoso que su mundo haya perdido una pizca de maldad cuando lo
abandonen, pero la respuesta es impredecible: ellos no ceden en su esfuerzo. Se hallan,
por lo general, dispuestos a batear en la última mitad de la novena entrada con el partido
empatado, a punto de ser suspendido por la lluvia, con dos hombres expulsados, a falta
de dos lanzamientos de pelota y tres carreras. Pero ¿qué significa la lluvia? ¿Y el
estadio?
»Los mundos en los que se mueven los personajes de Phil Dick están sujetos a
cancelaciones o revisiones imprevistas. La realidad es tan dudosa como las promesas de
un político. El resultado no varía, independientemente de que el responsable del trastorno
de las situaciones sea una droga, un repliegue temporal, una máquina o un ser
extraterrestre: la Realidad, con mayúscula, deviene tan relativa como la sequedad de
nuestros respectivos martinis. A pesar de todo, la lucha continúa, el combate prosigue.
¿Contra qué? En último extremo contra los Poderes, las Autoridades, las Jerarquías y las
Tiranías que, casi siempre, se hospedan en los cuerpos de hombres y mujeres que son
víctimas, prisioneros, seres manipulados.
»Todo esto suena a frivolidad tétricamente seria. Se equivocan. Supriman
"tétricamente", añadan una coma y lo siguiente: pero una de las características de la
maestría de Phil Dick reside en el tono de su estilo. Posee un sentido del humor para el
que no encuentro adjetivos adecuados. Irónico, grotesco, bufonesco, satírico. Ninguno da
en el clavo, aunque todos pueden encontrarse sin necesidad de buscar demasiado. Sus
personajes resbalan ridículamente en los momentos más dramáticos; una patética ironía
invade las escenas más cómicas. No cabe duda de que se trata de una cualidad singular
y estimable para dirigir un espectáculo de tales características.»
Lo dije en Philip K. Dick: pastor eléctrico, y todavía lo asumo.
Me complace ver que Phil está consiguiendo por fin la atención que merecía, tanto a
nivel de la crítica como del público. Lo único que lamento es que haya llegado tan tarde.
Solía quejarse a menudo, pasada ya la edad de esforzarse por alcanzar una meta pero
aún luchando por conseguirla. Me sentí aliviado cuando al fin, un año antes de morir,
logró la seguridad económica y una cierta riqueza. La última vez que le vi parecía muy
feliz y sereno. Fue cuando estaban filmando Blade Runner; cenamos y pasamos una
larga velada hablando, bromeando y recordando anécdotas del pasado.
Se ha escrito mucho sobre el misticismo de su última etapa. No puedo opinar con
conocimiento de causa de lo que creía, en parte porque parecía cambiar incesantemente
y en parte porque a veces era difícil saber cuándo bromeaba y cuándo hablaba en serio.
Sin embargo, tras unas cuantas conversaciones deduzco que jugaba con la teología de la
misma forma que otras personas se interesan en los problemas del ajedrez, que le
gustaba formular la clásica pregunta del escritor de ciencia ficción («¿qué pasaría si...?»)
en todo aquello que se refiriera a nociones de filosofía y religión. Se trataba, sin duda, de
un aspecto más de su trabajo, y me he preguntado muchas veces cuáles hubieran sido
sus creencias de haber vivido diez años más, algo imposible de adivinar o de intuir ahora.
Recuerdo que, al igual que James Blish, estaba fascinado por el problema del mal y su
yuxtaposición con el eventual placer de vivir. Estoy seguro de que no tendría el menor
inconveniente en que les reproduzca un fragmento de la última carta que me escribió,
fechada el 10 de abril de 1981:
«Me pidieron que examinara dos publicaciones en el espacio de un cuarto de hora:
primero, una copia de Wind in the willows, que nunca había leído... En cuanto lo hube
examinado alguien me enseñó una fotografía a doble página del intento de asesinato del
presidente, aparecida en el último Time. A un lado el herido, luego el hombre del servicio
secreto con una metralleta Uzi en la mano, y más allá un montón de individuos que
sujetaban al asesino. Mi cerebro trataba de relacionar Wind in the willows con la
fotografía. Le fue imposible. Nunca lo conseguirá. Me llevé el libro de Grahame a casa y
me senté a leerlo mientras intentaban que la Columbia lo cediera, en vano, como ya
sabes. Cuando me levanté por la mañana no podía pensar en nada, ni en cosas raras,
como suele suceder al salir del sueño: la mente en blanco. Como si los computadores de
mi cerebro se negaran a dirigirse la palabra. Cuesta creer que la escena del intento de
asesinato y Wind in the willows formen parte del mismo universo. Seguro que uno de ellos
no es real. El señor Toad bajando por la corriente en un pequeño bote de remos y el
hombre de la Uzi... Es inútil tratar de otorgarle un sentido al universo, pero creo que
debemos esforzarnos a pesar de todo.»
Cuando la recibí sentí que esa tensión, ese desconcierto moral no eran más que una
versión atemperada de una emoción que recorría la mayor parte de su obra. Es una
cuestión que nunca resolvió; parecía demasiado sofisticado para confiar en cualquier
verdad aparente. A lo largo de los años hizo muchas afirmaciones en muchos lugares
diferentes, pero la que más quedó grabada en mi memoria, la que más se ajusta al
hombre con el que yo solía conversar es la que cité en mi prólogo al primer volumen de
entrevistas publicado por Greg Rickman, Philip K. Dick: In his own words (1984).
Constaba en una carta que Phil había escrito en 1970 a SF Commentary:
«Sólo sé una cosa sobre mis novelas. En todas ellas, una y otra vez, este hombre
insignificante se autoafirma por medio de su atolondrada y fatigosa lucha. En las ruinas de
las ciudades de la Tierra levanta con grandes dificultades una pequeña fábrica que
produce cigarros puros o artefactos de imitación con la leyenda "Bienvenidos a Miami, el
centro del placer del mundo". En A. Lincoln. Simulacros regenta un pequeño negocio de
órganos electrónicos vulgares y, más tarde, robots de apariencia humana más irritantes
que amenazadores. Todo a pequeña escala. El colapso es enorme; la animosa figurita
que se dibuja contra el paisaje en ruinas, al igual que Tagomi, Runciter o Molinari, tiene el
tamaño de un mosquito, apenas puede hacer nada..., pero posee una cierta grandeza. No
sé por qué. Simplemente creo en él y le amo. Prevalecerá. No hay nada más. Al menos,
nada que sea más importante. Nada que nos sea más importante. Pues mientras esté ahí,
como una minúscula figura paterna, todo irá bien.
»Algunos revisionistas han observado "amargura" en mis escritos. Me sorprende, por
cuanto la confianza nunca me abandona. Tal vez les moleste el hecho de que confío en
algo tan ínfimo. Quieren algo más grande. Voy a revelarles un secreto: no hay nada más
grande. Nada más, si me permiten la expresión. De hecho, ¿a cuánto más debemos
aspirar? ¿No es suficiente el señor Tagomi? Para mí, sí. Estoy satisfecho».
Supongo que lo he recordado dos veces porque me gusta pensar en este pequeño
elemento de confianza e idealismo de los escritos de Phil. Puede que esté imponiendo
una interpretación al hacer esto. Era una personalidad muy compleja, y tengo la
sensación de que impresionó deforma muy diferente a muchas y variadas personas.
Teniendo esto en cuenta, el mejor tributo que puedo rendir al hombre que aprecié y
conocí (casi siempre a larga distancia) se reduce a un simple bosquejo, si bien es lo mejor
que puedo ofrecer. Y como la mayoría de estas líneas son autoplagio, no siento el menor
escrúpulo en concluir con algo ya escrito previamente:
«La respuesta subjetiva..., una vez leído un libro de Philip Dick y colocado en la
estantería, es que, más allá de la reflexión, el argumento no se queda prendido en la
memoria; lo que permanece recuerda los efectos posteriores de un poema rico en
metáforas.
»Esto es lo que valoro, en parte porque desafía a toda clasificación, y en parte porque
lo que queda de un relato de Phil Dick cuando se han olvidado los detalles es algo que
recuerdo en momentos esporádicos y me produce una sensación o me provoca un
pensamiento; algo cuyo conocimiento me ha enriquecido.»
Me complace saber que está siendo reconocido y recordado con admiración en
muchos lugares. Creo que no dejará de suceder. Ojalá hubiera conocido el éxito mucho
antes.
ROGER ZELAZNY

CUENTO.
ESTABILIDAD

Robert Benton desplegó lentamente sus alas, las agitó varias veces y se elevó con
majestuosidad desde el tejado hacia las tinieblas.
La noche lo engulló al instante. Bajo él, centenares de diminutos puntos de luz
indicaban otros tantos tejados desde los que otras personas le imitaban. Una forma
violácea flotó a su lado y luego desapareció en la negrura. Benton, sin embargo, no se
sentía inclinado a entablar carreras nocturnas. La forma violácea se acercó de nuevo con
un balanceo invitador. Benton la rechazó desdeñosamente y aleteó en busca de una zona
más alta.
Al cabo de un rato descendió y se dejó arrastrar por corrientes de aire que ascendían
desde la ciudad que se extendía a sus pies, la Ciudad de la Luz. Una sensación
maravillosa y excitante le invadió. Hizo entrechocar sus enormes y blancas alas, atravesó
con frenética alegría las nubes que circulaban en dirección contraria, se sumergió en la
puerta invisible del inmenso cuenco negro en el que volaba y, por fin, bajó hacia las luces
de la ciudad, pues su tiempo libre terminaba.
Una luz más brillante que las otras parpadeaba al fondo: la Oficina de Control. Se
dirigió hacia ella lanzando su cuerpo como una flecha, con las alas blancas recogidas. Su
trayectoria dibujó una perfecta línea recta. Extendió las alas a unos treinta metros de la
luz, se afianzó en el aire y se posó en una terraza elevada.
Benton empezó a caminar hasta que una luz se encendió y encontró el camino de la
puerta de entrada guiado por su resplandor. La puerta se abrió hacia dentro al presionarla
con las yemas de los dedos y Benton entró. Empezó a bajar al instante, cada vez a mayor
velocidad. El diminuto ascensor se paró de repente y Benton se introdujo en el despacho
del Controlador.
—Hola —dijo el Controlador—, sácate las alas y siéntate.
Benton obedeció. Las plegó cuidadosamente y las colgó en uno de los ganchos
clavados en la pared. Seleccionó la mejor silla y avanzó con decisión hacia ella.
—Ah —sonrió el Controlador—, veo que aprecias la comodidad.
—Bueno —respondió Benton—, no quiero desperdiciar la ocasión.
El Controlador dejó vagar su mirada más allá del visitante, a través de las paredes de
plástico transparente. Al otro lado se extendían, hasta perderse de vista, los apartamentos
más grandes de la Ciudad de la Luz. Todos eran...
—¿Para qué quería verme? —le interrumpió Benton.
El Controlador tosió y sacudió unas hojas de papel metálico.
—Como ya sabes, Estabilidad es el lema. La civilización ha ido avanzando durante
siglos, especialmente desde el veinticinco. Sin embargo, es ley natural que la civilización
deba avanzar o retroceder; no puede permanecer inerte.
—Lo sé —dijo Benton asombrado—. También sé la tabla de multiplicar. ¿Me la va a
recitar?
El Controlador no le hizo caso.
—Sin embargo, hemos quebrantado esta ley. Hace cien años...
¡Cien años! Parecía ayer cuando Eric Freidenburg, de los Estados de la Alemania
Libre, se puso de pie en la Cámara del Consejo Internacional y anunció a los delegados
reunidos que la humanidad había alcanzado por fin su cota más alta. Progresar más era
imposible. Sólo se habían consignado dos grandes inventos en los últimos años. Después
se habían dedicado a contemplar las grandes gráficas y diagramas hasta ver desaparecer
las líneas por la parte inferior. El gran pozo del ingenio humano se había secado, y por
eso Eric se irguió y dijo lo que todos sabían, pero no se atrevían a decir. Por supuesto,
desde que se había hecho público de manera formal, el Consejo se vio obligado a trabajar
para solucionar el problema.
Se estudiaron tres soluciones. Una parecía más humana que las otras dos. Fue la que
se adoptó. Era...
¡La Estabilización!
Hubo muchos problemas cuando llegó a oídos de la gente. Estallaron disturbios en las
principales capitales. La Bolsa se vino abajo y la economía de muchos países quedó fuera
de control. Los precios de los alimentos se encarecieron y la mayor parte de la población
padeció hambre. Se declaró la guerra... ¡por primera vez en trescientos años! Pero la
Estabilización había empezado. Los disidentes fueron eliminados y los radicales
desterrados. Fue duro y cruel, pero no había otra posibilidad. El mundo, por fin, se plegó a
un estado inflexible, un estado controlado que no admitía cambios: ni adelantos ni
retrocesos.
Todos los habitantes eran sometidos cada año a un difícil examen de una semana de
duración para determinar si se apartaban o no de la norma. Los jóvenes recibían una
educación intensiva de quince años. Los que no podían situarse al mismo nivel de los
demás simplemente desaparecían. Los inventos eran estudiados minuciosamente por
Oficinas de Control para asegurarse de que no podían perturbar la Estabilidad. Ante la
menor posibilidad...
—Y por eso no podemos permitir el uso de tu invento —explicó el Controlador a
Benton—. Lo siento.
Observó a Benton, le vio sobresaltarse, palidecer. Las manos le temblaban.
—Vamos —dijo con dulzura—, no te lo tomes así; puedes hacer otras cosas. Después
de todo, no hay peligro de destierro.
Benton se limitaba a mirarle fijamente:
—Pero usted no lo comprende —dijo al fin —; no he inventado nada. No sé de qué me
habla.
—¡Que no has inventado nada! —exclamó el Controlador—. ¡Si yo estaba presente el
día que lo trajiste! ¡Vi cómo firmabas la declaración de propiedad! ¡Me entregaste el
modelo a mí!
Miró a Benton. Luego apretó un botón de su escritorio y habló frente a un pequeño
círculo luminoso.
—Envíeme el expediente número tres, cuatro, cinco, cero, cero, D, por favor.
Un tubo apareció al cabo de un momento en el círculo luminoso. El Controlador levantó
el objeto cilíndrico y se lo pasó a Benton.
—Aquí tienes tu declaración firmada con tus huellas dactilares impresas en los lugares
correspondientes. Sólo tú pudiste dejarlas.
Benton abrió el tubo como atontado y extrajo unos papeles del interior. Los examinó
unos instantes, los volvió a colocar lentamente dentro del tubo y lo tendió al Controlador.
—Sí —dijo—, es mi letra, y no cabe duda de que son mis huellas digitales, pero sigo
sin comprenderlo, jamás he inventado nada y nunca estuve aquí antes. ¿Cuál es el
invento?
—¿Cuál es? —repitió el Controlador boquiabierto—. ¿No lo sabes?
—No, no lo sé.
—Bien, si quieres averiguarlo tendrás que bajar a las Oficinas. Lo único que puedo
decirte es que los planos que nos enviaste no merecieron la aprobación de la Junta de
Control. Yo sólo soy un portavoz. Tendrás que vértelas con ellos.
Benton se levantó y caminó hacia la puerta. Se abrió al simple contacto de sus dedos,
como la anterior, y él entró en las Oficinas de Control. Antes de que la puerta se cerrara a
su espalda, el Controlador le advirtió severamente:
—¡Ignoro lo que estás tramando, pero ya conoces el castigo por alterar la Estabilidad!
—Temo que la Estabilidad ya esté alterada —respondió Benton, y prosiguió su camino.
Las oficinas eran gigantescas. Desde la plataforma en la que estaba situado podía ver
un millar de hombres y mujeres que manipulaban eficientes y zumbantes máquinas.
Dentro de las máquinas, un alimentador distribuía montones de tarjetas. Muchos de los
empleados trabajaban en escritorios, mecanografiando informes, trazando gráficas,
descartando tarjetas y descifrando mensajes en clave. Los asombrosos diagramas que
colgaban de las paredes eran reemplazados sin cesar. Hasta el aire parecía haberse
contagiado de la vitalidad del trabajo, el zumbido de las máquinas el teclear de los
mecanógrafos y el murmullo de las voces que daban lugar a un único, apacible y
satisfecho sonido. Y esta inmensa maquinaria, que costaba una fortuna mantener en
funcionamiento, tenía un nombre: ¡Estabilidad!
Aquí residía lo que había hecho del mundo un todo indivisible. Esta sala, estos
esforzados trabajadores, el hombre insensible que agrupaba tarjetas en la pila etiquetada
«para exterminar» funcionaban al unísono como una gran orquesta sinfónica. Un error, un
retraso, y toda la estructura se tambalearía. Pero nadie fallaba. Nadie se detenía ni
vacilaba. Benton bajó por una escalerilla hasta el mostrador de información.
—Déme toda la información sobre un invento entregado por Robert Benton, tres,
cuatro, cinco, cero, cero, D —pidió al empleado, que asintió y abandonó el mostrador.
Al cabo de escasos minutos regresó con una caja metálica.
—Contiene los planos y un modelo a escala reducida del invento —explicó.
Puso la caja sobre el mostrador y la abrió. Benton echó un vistazo al contenido. Una
pequeña maqueta de una maquinaria muy compleja descansaba en el centro, sobre un
grueso montón de hojas metálicas cubiertas de diagramas.
—¿Puedo llevármelo? —preguntó Benton.
—Siempre que sea usted el propietario —replicó el empleado.
Benton le enseñó su tarjeta de identificación. El empleado la examinó y la cotejó con
los datos del invento. Por fin dio su aprobación, Benton cerró la caja, la cogió y salió a
toda prisa del edificio por una puerta lateral.
Desembocó en una de las calles subterráneas más anchas, en la cual había un aluvión
de luces y de vehículos. Se orientó y empezó a buscar un coche de comunicaciones que
le llevara a casa. Detuvo uno y subió. Pasados unos minutos de trayecto, levantó con
grandes precauciones la tapa de la caja y miró el extraño modelo.
—¿Qué lleva ahí, señor? —preguntó el conductor robot.
—Ojalá lo supiera —respondió Benton con pesar.
Dos voladores alados bajaron en picado y se agitaron frente a él, danzaron en el aire
durante un segundo y después desaparecieron.
—Oh, vientos —murmuró Benton—, olvidé mis alas.
Bien, era demasiado tarde para dar media vuelta y recuperarlas, el coche estaba
frenando delante de su casa. Pagó al conductor, entró y cerró la puerta, algo que ya no se
solía hacer. El mejor lugar para examinar el contenido de la caja sería su sala de
«reflexión», donde pasaba la mayor parte del tiempo libre que no utilizaba en volar. Allí,
entre sus libros y revistas, examinaría la caja a sus anchas.
El conjunto de diagramas constituyó un completo misterio para él, y aún más el modelo.
Lo miró desde todos los ángulos, por debajo, por encima. Trató de interpretar los símbolos
técnicos de los diagramas sin resultado alguno. Sólo había un camino viable. Localizó el
interruptor y lo golpeó ligeramente.
No sucedió nada durante cerca de un minuto. Luego, la habitación comenzó a oscilar y
a retroceder. Por un momento tembló como una masa de gelatina. Se mantuvo firme un
instante, y luego desapareció.
Benton cayó a través de un espacio similar a un túnel sin final, y se encontró
contorsionándose frenéticamente, buscando a tientas en la negrura algo a lo que asirse.
Cayó por un lapso de tiempo interminable, indefenso y aterrado. De pronto, tocó suelo,
sano y salvo. La caída no podía haber sido muy larga, aunque así lo pareciera. Ni siquiera
se habían desordenado sus vestiduras metálicas. Se incorporó y paseó la vista a su
alrededor.
El lugar al que había llegado le era desconocido. Se trataba de un campo..., si bien
pensaba que ya no existía. Por todas partes se veían ondulantes terrenos de grano. Sin
embargo, estaba convencido de que no crecía grano natural en ninguna parte de la Tierra.
Sí, así debía ser. Hizo pantalla con las manos para protegerse los ojos y miró al sol, que
parecía el mismo de siempre. Empezó a caminar.
Los campos de trigo se terminaron al cabo de una hora, y fueron sustituidos por un
extenso bosque. Gracias a sus estudios sabía que ya no quedaban bosques en la Tierra.
Habían perecido años antes. ¿Dónde se encontraba, pues?
Imprimió más rapidez a su paso. Después se puso a correr. Divisó una pequeña colina
y la escaló hasta la cumbre. Al contemplar la otra ladera no pudo evitar su asombro. No
había más que un gran vacío. La tierra era completamente lisa y estéril, y hasta donde
alcanzaba la vista no se veían árboles ni signos de vida, sólo el inmenso y calcinado país
de la muerte.
Bajó hacia la llanura. A pesar del calor y la sequedad que sentía bajo sus pies, no
desfalleció. Siguió andando. El suelo lastimaba sus pies, poco acostumbrados a las largas
caminatas, y el cansancio fue en aumento, pero estaba determinado a continuar. Un casi
inaudible susurro en el interior de su mente le impulsaba a no disminuir la velocidad.
—No lo cojas —dijo una voz.
—Lo haré —graznó, y se paró en seco.
¡Una voz! ¿De dónde vendría? Se giró con rapidez, pero no vio nada. No obstante,
había llegado hasta sus oídos, como si fuera la cosa más natural que las voces vinieran
del aire. Examinó la cosa que estaba a punto de coger. Era un globo de cristal del tamaño
aproximado de su puño.
—Destruirás vuestra valiosa Estabilidad —dijo la voz.
—Nadie puede destruir la Estabilidad —respondió automáticamente.
El globo de cristal reposaba frío y hermoso en la palma de su mano. Había algo dentro,
pero el calor que desprendía la esfera resplandeciente lo hacía bailar ante sus ojos y le
impedía conocer su naturaleza exacta.
—Estás permitiendo que cosas malignas controlen tu mente —dijo la voz—. Suelta el
globo y vete.
—¿Cosas malignas? —preguntó sorprendido.
Hacía calor y tenía sed. Hizo el ademán de guardarse el globo en la túnica.
—No lo hagas —ordenó la voz—, pues ése es su designio.
El globo era aún más bello apoyado contra su pecho. Le protegía del fiero calor del sol.
¿Qué estaba diciendo la voz?
—Te llamo a través del tiempo —explicó la voz—. Ahora le obedeces sin rechistar. Soy
su guardián, y desde entonces, cuando el mundo fue creado, lo he custodiado. Vete, y
déjalo tal como lo encontraste.
Pero hacía demasiado calor en la llanura. Quería marcharse; el globo le instaba, le
recordaba el fuego que caía del cielo, la sequedad de su boca, el aturdimiento de su
cabeza. Reemprendió el camino, y mientras apretaba el globo contra sí oyó el rugido de
furia y desesperación de la voz fantasmal.
Era lo único que podía recordar. Tuvo conciencia de volver sobre sus pasos hacia los
campos de trigo, atravesarlos, tropezando y tambaleándose, hasta llegar al lugar en el
que había aparecido. El globo de cristal apretado contra su costado le incitaba a recoger
la pequeña máquina del tiempo que había dejado abandonada. Le susurraba qué dial
cambiar, qué botón apretar, cuál sintonizar. Luego volvió a caer, de vuelta por el corredor
del tiempo, de vuelta, de vuelta hacia la neblina grisácea de la que había surgido, de
vuelta a su propio mundo.
De pronto, el globo le ordenó detenerse. El viaje a través del tiempo aún no había
finalizado: quedaba algo por hacer.
—¿Dices que tu apellido es Benton? ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el
Controlador—. Nunca habías estado aquí, ¿verdad?
Miró con fijeza al Controlador. ¿Qué quería decir? ¡Si acababa de abandonar su
oficina! ¿O no? ¿Qué día era? ¿Dónde había estado? Aturdido, se frotó la cabeza y tomó
asiento en la butaca. El Controlador le observaba con ansiedad.
—¿Te encuentras bien? ¿Puedo ayudarte?
—Estoy bien —dijo Benton. Tenía algo en las manos—. Quiero registrar este invento
para que reciba la aprobación del Consejo de la Estabilidad—. Tendió la máquina del
tiempo al Controlador.
—¿Traes los bocetos? —preguntó el Controlador.
Benton registró sus bolsillos y sacó los diagramas. Los esparció sobre el escritorio del
Controlador y depositó el modelo entre ellos.
—El Consejo no tendrá problemas en determinar lo que es —indicó Benton.
Le dolía la cabeza y quería marcharse. Se puso en pie.
—Me voy —dijo, y salió por la puerta lateral.
El Controlador le siguió con la mirada.
—Obviamente —dijo el primer Miembro del Consejo de Control—. ha estado usando
este aparato. ¿Afirma que en la primera visita actuó como si ya hubiera estado antes,
pero que en la segunda no recordaba; haber presentado un invento ni su visita anterior?
—Exacto —asintió el Controlador—. Sospeché algo en la primera visita, pero no
adiviné el significado hasta la segunda. Lo ha utilizado, no cabe duda.
—La Gráfica Central predice que un elemento desestabilizador está a punto de
sobrevenir —indicó el Segundo Miembro—. Yo diría que se trata del señor Benton.
—¡Una máquina del tiempo! —exclamó el Primer Miembro—. Podría representar un
peligro. ¿Traía algo más cuando vino... la primera vez?
—No observé nada especial, salvo que andaba como si llevara algo bajo sus
vestimentas —replicó el Controlador.
—Entonces debemos actuar cuanto antes. Tal vez haya desencadenado ya una serie
de circunstancias que nuestros Estabilizadores no sean capaces de controlar. Creo que
sería conveniente visitar al señor Benton.
Benton estaba sentado en su sala de estar con la mirada perdida en la lejanía. Sus ojos
mantenían una rigidez vidriosa que apenas les permitía parpadear. El globo le había
estado hablando, contándole sus planes, sus esperanzas. Se detuvo de súbito.
—Ya vienen —dijo.
Estaba posado en el sofá, a su lado, y su ligero susurro se introdujo en el cerebro de
Benton como volutas de humo. En realidad, no hablaba, pues su lenguaje era mental,
aunque Benton le oía.
—¿Qué he de hacer?
—Nada —dijo el globo—. Se irán.
Sonó el timbre de la puerta y Benton continuó inmóvil. El timbre sonó otra vez y Benton
se agitó inquieto. Al cabo de un rato, los hombres volvieron sobre sus pasos y dio la
impresión de que se habían ido.
—¿Y ahora qué? —preguntó Benton.
El globo tardó en contestar.
—Siento que la hora está a punto de llegar —dijo por fin—. Hasta ahora no he
cometido equivocaciones, y la parte más difícil ya ha pasado. Lo más complicado fue
atraerte a través del tiempo. Tardé años en conseguirlo..., el Vigía era inteligente.
Tardaste mucho en responder, y no lo hiciste hasta que encontré el método de poner la
máquina en tus manos. Entonces supe que el éxito estaba cerca. Pronto nos liberarás de
este globo. Después de tanto tiempo...
Oyeron crujidos y murmullos en la parte trasera de la casa. Benton se levantó de un
salto.
—¡Están entrando por la puerta de atrás! —gritó.
El globo crujió airadamente.
El Controlador y los Miembros del Consejo hicieron acto de presencia lenta y
cautelosamente. Cuando vinieron a Benton se detuvieron.
—Creíamos que no estabas en casa —dijo el Primer Miembro.
Benton se volvió hacia él.
—Hola. Lamento no haber respondido a la llamada; me quedé dormido. ¿Qué se les
ofrece?
Estiró la mano poco a poco hacia el globo, y pareció que éste se deslizara bajo el
manto protector de su palma.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó de pronto el Controlador.
Benton le miró, y el globo susurró consejos en su mente.
—Un pisapapeles —sonrió—. ¿Quieren sentarse?
Los hombres se acomodaron y el Primer Miembro empezó a hablar.
—Viniste a vernos dos veces, la primera para registrar un invento y la segunda porque
te habíamos conminado a ello, puesto que no podíamos autorizarte a utilizar ese invento.
—¿Y bien? —preguntó Benton—. ¿Qué sucede?
—Nada —respondió el Primer Miembro—, salvo que la que fue para nosotros la
primera visita fue para ti la segunda. Podemos probarlo, pero no lo haremos por el
momento. Lo único importante es que todavía conservas la máquina. He aquí un
problema difícil. ¿Dónde está la máquina? Suponemos que la tienes en tu poder. Si bien
no podemos obligarte a dárnosla, la obtendremos de una manera o de otra.
—Es cierto —admitió Benton.
Pero ¿dónde estaba la máquina? Acababa de dejarla en la Oficina del Controlador.
Aunque la había cogido durante su viaje por el tiempo, después había regresado al
presente y la había devuelto a la Oficina del Controlador.
—Ha dejado de existir, una no entidad en una espiral temporal —le susurró el globo,
adivinando sus reflexiones—. La espiral temporal concluyó cuando depositaste la
máquina en la Oficina de Control. Ahora haz que se vayan estos hombres para que
podamos hacer lo que ha de hacerse.
Benton se puso en pie y protegió el globo con su cuerpo.
—Temo que la máquina del tiempo no se halla en mi poder. Ni siquiera sé dónde está,
pero búsquenla si quieren.
—Por haber violado las leyes te has hecho merecedor del destierro —observó el
Controlador—, pero consideramos que hiciste lo que hiciste sin querer. No queremos
castigar a nadie sin motivos, sólo deseamos mantener la Estabilidad. Una vez alterada, ya
nada importa.
—Busquen, pero no la encontrarán —dijo Benton.
Los Miembros y el Controlador procedieron. Destriparon sillones; miraron bajo las
alfombras y los cuadros, en las paredes, pero no encontraron nada.
—Ya ven que les decía la verdad.
Benton sonrió cuando regresaron a la sala de estar.
—Puede que la hayas ocultado en otro lugar. —El Primer Miembro se encogió de
hombros—. Sin embargo, no importa.
El Controlador avanzó un paso.
—La Estabilidad es como un giroscopio. Es difícil apartarlo de san trayectoria, pues una
vez puesto en marcha cuesta mucho detenerlo. No creemos que tengas la energía
suficiente para desviar ese giroscopio, pero quizá otros la tengan. Está por ver. Ahora nos
iremos, y se te permitirá acabar con tu vida o aguardar al destierro. La elección está en
tus manos. Se te vigilará, por supuesto, y confío en que no tratarás de huir. En tal caso,
serás destruido inmediatamente. La Estabilidad debe ser mantenida a toda costa.
Benton les miró y luego depositó el globo sobre la mesa. Los Miembros lo observaron
con interés.
—Un pisapapeles —repitió Benton—. Interesante, ¿verdad?
El interés de los Miembros disminuyó. Se dispusieron a partir. Pero el Controlador
examinó el globo alzándolo hacia la luz.
—La maqueta de una ciudad, ¿eh? Qué sutileza de detalles.
Benton le miró en silencio.
—Caramba, parece increíble que una persona pueda esculpir tan bien —continuó el
Controlador—. ¿Qué ciudad es? Parece tan vieja como Tiro o Babilonia, o muy
adelantada en el futuro. Sabes, me recuerda una vieja leyenda. La leyenda cuenta que
una vez existió una ciudad muy perversa, tan perversa que Dios la disminuyó de tamaño y
la metió en un recipiente, y dejó un vigía para evitar que nadie se escapara y liberara la
ciudad rompiendo el recipiente. Se supone que ha seguido cautiva durante una eternidad,
aguardando el momento de liberarse. Es posible que ésa sea la maqueta.
—¡Vamos! —gritó el Primer Ministro—. Debemos irnos; tenemos muchas cosas que
hacer esta noche.
El Controlador se giró rápidamente hacia los Miembros.
—¡Esperad! No os vayáis.
Cruzó la habitación con el globo todavía en sus manos.
—No es el momento más adecuado para irse —dijo, y Benton observó que, pese a la
palidez de su rostro, apretaba con firmeza los labios.
El Controlador se volvió bruscamente hacia Benton.
—Un viaje a través del tiempo; la ciudad en un globo de cristal. ¿Qué significa esto?
Los dos Miembros del Consejo parecían asombrados y confusos.
—Un ignorante viaja por el tiempo y vuelve con un extraño objeto de vidrio —dijo el
Controlador—. Un trofeo muy extraño, ¿no creéis?
La cara del Primer Miembro perdió el color.
—¡Por el Buen Dios del Cielo! —murmuró—. ¡La ciudad maldita! ¿En ese globo?
Miró la esfera con expresión de incredulidad. El Controlador observó a Benton como
divertido.
—A veces podemos ser muy estúpidos, ¿no es así? Pero un día nos despertamos. ¡No
la toques!
Benton retrocedió con parsimonia, con las manos temblorosas.
—¿Y bien? —preguntó.
Al globo le molestaba estar en manos del Controlador. Emitió un zumbido y las
vibraciones se deslizaron por el brazo del Controlador. Al sentirlas, asió con más firmeza
el globo.
—Desea que lo rompa, que lo destroce contra el suelo para liberarse.
Contempló las diminutas espirales y el remate de los edificios en la sombría
nebulosidad del globo, tan diminutas que podía cubrirlas con sus dedos.
Benton se lanzó adelante, firme y seguro como cuando volaba. Cada minuto pasado en
la cálida negrura de la atmósfera de la Ciudad de la Luz vino en su ayuda. El Controlador,
que siempre había estado muy ocupado con su trabajo, demasiado ajeno a los placeres
aéreos que tanto enorgullecían a la ciudad, se derrumbó al instante. El globo salió
disparado de sus manos y rodó por el suelo de la habitación. Benton saltó tras él.
Mientras corría en pos de la brillante esfera vio de reojo los rostros asustados y perplejos
de los Miembros y del Controlador, que trataba de ponerse en pie, horrorizado y aturdido
por el golpe.
El globo le llamaba entre susurros. Benton avanzó sin vacilaciones y percibió primero
un murmullo victorioso y después un rugido de alegría cuando aplastó con el pie el cristal
que la mantenía prisionera.
El globo se quebró con un chasquido estruendoso. Nada sucedió durante un rato, hasta
que empezó a desprender niebla. Benton volvió al sofá y se sentó. La niebla empezó a
llenar la habitación. Creció y creció hasta el punto de asemejarse a algo vivo por la forma
en que se retorcía y mudaba.
El sueño se apoderó de Benton. La niebla se agolpó a su alrededor, se enroscó en sus
piernas, llegó al pecho y finalmente se arremolinó en torno a su rostro. Arrellanado en el
sofá, con los ojos cerrados, se dejaba envolver por la extraña y antigua fragancia.
Entonces oyó las voces. Lejanas y débiles al principio, el susurro del globo amplificado
incontables veces. Un concierto de murmullos se elevó del globo resquebrajado hasta
alcanzar un crescendo exultarte. ¡La alegría de la victoria! Vio a la ciudad en miniatura
dentro del globo fluctuar y desvanecerse, y luego cambiar de forma y tamaño. Podía oírla
tan bien como la veía. El firme latido de la maquinaria como un gigantesco tambor. La
trepidación y agitación de seres metálicos en cuclillas.
Los seres se movían. Vio a los esclavos, hombres sudorosos, encorvados y pálidos,
retorciéndose en sus esfuerzos por alimentar los rugientes hornos de acero. La escena
pareció dilatarse ante sus ojos hasta llenar la habitación; los sudorosos trabajadores le
rozaban y apartaban de su camino. Estaba ensordecido por el estruendo de las
rechinantes ruedas, engranajes y válvulas. Algo le empujaba a moverse hacia la ciudad y
la niebla resonaba con los nuevos y victoriosos sonidos de los liberados.
Cuando salió el sol ya estaba despierto. Sonó el despertador, pero ya hacía rato que
Benton había salido del cubidormitorio. Cuando se unió a las filas de sus compañeros
reconoció algunas caras familiares, hombres a los que había conocido anteriormente en
algún otro lugar. Pero en seguida se le borraron los recuerdos. Mientras marchaban en
perfecta formación hacia las máquinas que les esperaban, entonando los sonidos
disonantes que sus antecesores habían cantado durante siglos, con el peso de las
herramientas lastimándole la espalda, contó el tiempo que faltaba para su próximo día de
descanso. Apenas quedaban tres semanas y, pese a todo, debería hacerse merecedor
del premio ante las máquinas...
¿Acaso no había cuidado a su máquina fielmente?

domingo, 6 de enero de 2013

MOLIERE:Seudónimo de Jean Baptiste Poquelin,



Seudónimo de Jean Baptiste Poquelin, dramaturgo y actor francés. Sus caracteres cómicos resultan familiares a todos los aficionados al teatro, pues sus obras se siguen representando y han sido traducidas a numerosas lenguas. Molière nació en París el 15 de enero de 1622, hijo de un rico tapicero. Desde pequeño se sintió fascinado por el teatro. En 1643 se unió a la compañía creada por los Béjart, una familia de actores profesionales, en 1662 se casó con una joven de la familia, Armande Béjart. La compañía, a la que Molière dio el nombre de Illustre Théâtre, actuó en París hasta 1645 e inició un recorrido por Francia durante trece años, hasta que regresó a París en 1658. Luis XIV le prestó su apoyo y le permitió utilizar ocasionalmente el Théâtre du Petit-Bourbon e incluso, en 1661, el teatro del Palacio Real. Con la protección de la Corte, Molière se consagró por completo a la comedia como escritor, actor, productor y director. En 1659, estrenó Las preciosas ridículas. Escrita en un estilo similar al de las farsas antiguas, la obra satiriza las aspiraciones de dos jovencitas de provincias. La comedia impresionó tanto que desde entonces hasta su muerte se representó en París todos los años, al menos, una de las obras de Molière.

La escuela de las mujeres (1662) constituye un cambio de rumbo con respecto a la tradición de la farsa. Considerada como la primera gran comedia seria de la literatura francesa, analiza el papel de las mujeres en la sociedad y su preparación para él. La obra constituye una gran sátira de los valores materialistas de la época y, como tal, fue acusada de impía y vulgar. En Tartufo (1664) Molière creó uno de sus personajes cómicos más famosos, el del hipócrita religioso. De la audacia de esta obra da testimonio el hecho de que el rey prohibiera su representación pública durante cinco años, pese a que él personalmente la consideraba divertida pero tenía buenas razones para creer que la comedia, con el hipócrita y avaricioso Tartufo vestido de cura y con cilicio, ofendería al poderoso alto clero francés. El misántropo (1666) introduce un nuevo tipo de necio: un hombre de elevados principios morales, que critica constantemente la debilidad y estulticia de los demás y, sin embargo, es incapaz de ver los defectos de Célimène, la muchacha de la que se ha enamorado y que encarna a esa sociedad que él condena. Otras obras de Molière (escribió en torno a 33) son El avaro (1668), una ácida comedia vagamente inspirada en una obra de Plauto y El médico a palos (1666), una sátira sobre la profesión médica. El burgués gentilhombre (1670), una comedia-ballet con música del compositor favorito del rey, Jean Baptiste Lully, ridiculiza a un rico e ingenuo comerciante, Monsieur Jourdain, que aspira a ser recibido en la corte. Aparece un timador que lo embauca con falsas promesas, el futuro caballero se prepara para la ocasión tomando clases de música, baile, esgrima y filosofía. Estas escenas se encuentran entre las más divertidas que escribiera Molière a la largo de su vida. La última comedia de Molière, El enfermo imaginario (1673), en torno a un hipocondríaco que teme la intervención de los médicos, sigue la tradición de aquellas sátiras de la medicina tan populares en la literatura de los siglos XVI y XVII. Irónicamente, pocos días después del estreno, en plena representación, Molière se sintió indispuesto y murió al cabo de unas horas, el 17 de febrero de 1673.

Las sátiras de Molière, dirigidas contra las convenciones sociales y las debilidades de la naturaleza humana, son, como retrato de la sociedad francesa de la época, más fieles que los dramas de sus contemporáneos Pierre Corneille y Jean Baptiste Racine. Pese a que sus estereotipos y argumentos se inspiraron en tradiciones más antiguas —en las comedias de Aristófanes, Terencio y Plauto, y en la commedia dell`arte italiana— Molière confirió profundidad psicológica a sus demagogos, avaros, amantes, hipócritas, cornudos y escaladores sociales. Pese a ser un maestro de la bufonada, logró mantener un tono de patetismo. Al igual que las compañías italianas que actuaban habitualmente en París en el siglo XVII, la de Molière sabía extraer todo el potencial de los estereotipos que retrataba. La interpretación incluía el estudio de las expresiones faciales, los gestos y los chistes. Por ello, las comedias de Molière sólo se disfrutan plenamente cuando son interpretadas por un elenco de actores y actrices brillantes y disciplinadas, como la famosa Comédie-Française, el teatro nacional de Francia, que se creó en 1680 como resultado de la fusión del Illustre Théâtre con otras compañías rivales, y que se conoce familiarmente como el Teatro de Molière.

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El 17 de febrero de 1673, Moliére caracterizaba a Argan, el protagonista de su obra El enfermo imaginario, cuando en la escena final le sobrevino un ataque y falleció pocas horas después. En su última obra, el dramaturgo francés presenta a ese tipo de enfermo imaginario que ha existido siempre: aquel que estando totalmente sano se siente enfermo, se cree débil y lleno de achaques y se cuida -al mismo tiempo que se hace cuidar- extremadamente para aliviar esos males que imagina. Y exige que todos los que viven junto a él giren alrededor de su enfermedad.
A pesar de sus muchas escenas caricaturescas y divertidas, El enfermo imaginario es una comedia dramática. Argan, en su egoísmo, es la imagen de la incomprensión. Procede injustamente, y hasta en forma perversa, con su hija, sin importarle sacrificar su felicidad. El desenlace es sencillo y natural, y las escenas finales son hábiles y cuidadas.
Todo ello y la maestría del autor para enfocar el tema central explican la vigencia actual de esta obra que tiene ya varios siglos.

Fuente: N.N.

sábado, 5 de enero de 2013

FEDOR DOSTOIEWSKI CRIMEN Y CASTIGO


Dostoievski, Fiódor Mijáilovich (1821-1881), novelista realista ruso, uno de los más importantes de la literatura universal, que escudriñó hasta el fondo de la mente y el corazón humanos, y cuya obra narrativa ejerció una profunda influencia en todos los ámbitos de la cultura moderna.
Nació en Moscú el 11 de noviembre de 1821. Su infancia fue bastante triste y, cuando contaba sólo diecisiete años, su padre, que era un médico retirado del Ejército, le envió a la Academia Militar de San Petersburgo. Pero los estudios técnicos le aburrían y, tras graduarse, decidió dedicarse a la literatura.
Su primera novela, Pobres gentes (1846). Su siguiente novela, El doble (1846).
En 1849, su carrera literaria quedó fatalmente interrumpida. Se había unido a un grupo de jóvenes intelectuales que leían y debatían las teorías de escritores socialistas franceses, por aquel entonces prohibidos en la Rusia zarista de Nicolás I. En sus reuniones secretas se infiltró un informador de la policía, y todo el grupo fue detenido y enviado a prisión. En diciembre de 1849 se les condujo a un lugar en que debían ser fusilados, pero, en el último momento, se les conmutó la pena máxima por otra de exilio. Dostoievski fue sentenciado a cuatro años de trabajos forzados en Siberia y a servir a su país, posteriormente, como soldado raso. Las tensiones de ese periodo desembocaron en una epilepsia, que sufriría durante el resto de su vida.
Describió con todo detalle el sadismo, las condiciones infrahumanas y la falta total de privacidad entre los presos, resultado de su experiencia. Allí, él, un caballero, había sido tratado con desprecio.
Durante este tiempo también experimentó un cambio espiritual y psicológico. Sus lecturas, limitadas a la Biblia, le empujaron a rechazar el ateísmo socialista, de inspiración occidental, que había practicado en su juventud. Las enseñanzas de Jesucristo se convirtieron en la suprema confirmación de sus ideas éticas y de la posibilidad de la salvación a través del sufrimiento. La brutalidad que observaba entre los más crueles delincuentes, salpicada a la vez por gestos de generosidad y por sentimientos nobles, le ayudaron a profundizar en su conocimiento de la complejidad del espíritu humano. Liberado en 1854, se le envió a una guarnición militar en Mongolia, donde pasó los siguientes cinco años hasta que recibió permiso para regresar a San Petersburgo, en compañía de una viuda aquejada de tuberculosis, con la que se casó pero con la que no fue feliz.
Tras la larga enfermedad y muerte de su mujer en 1864, y la de su hermano, cuyas deudas financieras se vio obligado a pagar, quedó prácticamente en la ruina. A cambio de un préstamo, se comprometió con un poco escrupuloso editor a cederle los derechos de sus obras si no le entregaba una novela completa en el plazo de un año. Dos meses antes de cumplirse ese plazo, le presentó El jugador (1866), basada en su propia pasión por la ruleta. Para transcribir esta novela había contratado los servicios de una mecanógrafa, Anna Snitkina, con la que se casaría poco después, y con la que alcanzaría felicidad y satisfacción.
Dostoievski se pasó los siguientes años fuera del país, para escapar de los acreedores. Fueron años de pobreza, pero de gran creatividad. Durante este periodo, consiguió finalizar Crimen y castigo (1866), que había comenzado antes que El jugador, y Los endemoniados (1871-1872). Cuando regresó a Rusia, en 1873, ya era un escritor con renombre internacional. Su última novela, Los hermanos Karamazov (1879-1880), la completó poco antes de su muerte, acaecida el 9 de febrero de 1881 en San Petersburgo.

Crimen y castigo` - juzgada según muchos como la obra maestra de Dostoievski - narra el doble asesinato que comete Rodion Raskolnikov y las consecuencias de ese asesinato. Toda la novela, salvo el epílogo, transcurre en una semana. A lo largo de los acontecimientos de esa semana, el escritor ruso trata a la perfección una de las cuestiones más importantes de su obra: la transgresión de las leyes morales en busca de una mayor libertad y las dramáticas consecuencias de ese accionar. Raskolnikov se cree superior a los demás y cree que esa superioridad lo habilita a ignorar las leyes que rigen a la generalidad de los hombres, no es malvado, no comete su asesinato por avaricia, pero lentamente descubrirá que a la grandeza y la verdadera libertad sólo se llega por otros caminos...

Fuente: N.N.

FEDOR DOSTOIEWSKI
CRIMEN Y CASTIGO

Revisado por: Carlos J. J.
PRIMERA PARTE
I
Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía
encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! -pensó con una sonrisa extraña-. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es lo que más
los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer... "eso"? ¿Es que, p or
lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo
esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro.
Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven. Era, dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido, de una talla que rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un
profundo desvarío, o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente, sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella costumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en que nuestro joven habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos amontonados en aquellos callejones y callejuelas del centro de Petersburgo ponían en el cuadro tintes tan singulares, que ni la figura más chocante podía llamar a nadie la atención.
Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un desprecio tan feroz hacia todo, que, a pesar de su altivez natural un tanto ingenua, exhibía sus harapos sin rubor alguno. Otra cosa habría sido si se hubiese encontrado con alguna persona conocida o algún viejo camarada, cosa que procuraba evitar. Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó nerviosamente la mano al sombrero cuando un borracho al que transportaban, no se sabe adónde ni por qué, en una carreta vacía que arrastraban al trote dos grandes caballos, le dijo a voz en grito:
-¡Eh, tú, sombrerero alemán!
Era un sombrero de copa alta, circular, descolorido por el uso, agujereado, cubierto de manchas, de bordes desgastados y lleno de abolladuras. Sin embargo, no era la vergüenza, sino otro sentimiento, muy parecido al terror, lo que se había apoderado del joven.
-Lo sabía -murmuró en su turbación-, lo presentía. Nada hay peor que esto. Una nadería, una insignificancia, puede malograr todo el negocio. Sí, este sombrero llama la atención; es tan ridículo, que atrae las miradas. El que va vestido con estos pingajos necesita una gorra, por vieja que sea; no esta cosa tan horrible. Nadie lleva un sombrero como éste. Se me distingue a una versta a la redonda. Te recordarán. Esto es lo importante: se acordarán de él, andando el tiempo, y será una pista... Lo cierto es que hay que llamar la atención lo menos posible. Los pequeños detalles... Ahí está el quid. Eso es lo que acaba por perderle a uno...
No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que tenía que dar desde la puerta de su casa; exactamente setecientos treinta. Los había contado un día, cuando la concepción de su proyecto estaba aún reciente. Entonces ni él mismo creía en su realización. Su ilusoria audacia, a la vez sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios. Ahora, transcurrido un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su irresolución, se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar suyo, a llamar «negocio» a aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo, aunque siguiera dudando de sí mismo.
Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada paso que daba. Con el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un temblor nervioso, llegó, al fin, a un inmenso edificio, una de cuyas fachadas daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido en infinidad de pequeños departamentos habitados por modestos artesanos de toda especie: sastres, cerrajeros... Había allí cocineras, alemanes, prostitutas, funcionarios de ínfima categoría. El ir y venir de gente era continuo a través de las puertas y de los dos patios del inmueble. Lo guardaban tres o cuatro porteros, pero nuestro joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno. Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha, estrecha y oscura como era propio de una escalera de servicio . Pero
estos detalles eran familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le disgustaban: en aquella oscuridad no había que temer a las miradas de los curiosos.«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a llevar a cabo de verdad el "negocio"?», pensó involuntariamente al llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el oficio de mozos y estaban sacando los muebles de un departamento
ocupado -el joven lo sabía- por un funcionario alemán casado.
«Ya que este alemán se muda -se dijo el joven-, en este rellano no habrá durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto está más que bien.»
Llamó a la puerta de la vieja. La campanilla resonó tan débilmente, que se diría que era de hojalata y no de cobre. Así eran las campanillas de los pequeños departamentos en todos los grandes edificios semejantes a aquél. Pero el joven se había olvidado ya de este detalle, y el tintineo de la campanilla debió de despertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se estremeció. La debilidad de sus nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha abertura, la inquilina observó al intruso con evidente desconfianza.
Sólo se veían sus ojillos brillando en la sombra. Al ver que había gente en el rellano, se tranquilizó y abrió la puerta. El joven franqueó el umbral y entró en un vestíbulo oscuro, dividido en dos por un tabique, tras el cual había una minúscula cocina. La vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer menuda, reseca, de unos sesenta años, con una nariz puntiaguda y unos ojos chispeantes de malicia.
Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un rubio desvaído y con sólo algunas hebras grises, estaban embadurnados de aceite.
Un viejo chal de franela rodeaba su cuello, largo y descarnado como una pata de pollo, y, a pesar del calor, llevaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. La tos la sacudía a cada momento. La vieja gemía. El joven debió de mirarla de un modo algo
extraño, pues los menudos ojos rec obraron su expresión de desconfianza.
-Raskolnikof, estudiante. Vine a su casa hace un mes -barbotó rápidamente, inclinándose a medias, pues se había dicho que debía mostrarse muy amable.
-Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente -articuló la vieja, sin dejar de mirarlo con una expresión de recelo.
-Bien; pues he venido para un negocillo como aquél -dijo Raskolnikof, un tanto turbado y sorprendido por aquella desconfianza. «Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez», pensó, desagradablemente impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar. Después indicó al visitante la puerta de su habitación, mientras se apartaba para dejarle
pasar.
-Entre, muchacho.
La reducida habitación donde fue introducido el joven tenía las paredes revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían
ante sus ventanas, adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol poniente iluminaba la habitación.
«Entonces -se dijo de súbito Raskolnikof-, también, seguramente lucirá un sol como éste.»
Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el menor detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de
particular. El mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de respaldo curvado, una mesa ovalada colocada
ante el sofá, un tocador con espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún valor, que representaban
señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la mano. Esto era todo.
En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de limpieza.
«Esto es obra de Lisbeth», pensó el joven.
Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el departamento.
«Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una limpieza semejante», se dijo Raskolnikof. Y dirigió, con
curiosidad y al soslayo, una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la segunda habitación, también sumamente
reducida, donde estaban la cama y la cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había más piezas en el
departamento.
-¿Qué desea usted? -preguntó ásperamente la vieja, que, apenas había entrado en la habitación, se había plantado ante él para
mirarle frente a frente.
-Vengo a empeñar esto.
Y sacó del bo lsillo un viejo reloj de plata, en cuyo dorso había un grabado que representaba el globo terrestre y del que pendía una
cadena de acero.
-¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le presté! El plazo terminó hace tres días.
-Le pagaré los intereses de un mes más. Tenga paciencia.
-¡Soy yo quien ha de decidir tener paciencia o vender inmediatamente el objeto empeñado, jovencito!
-¿Me dará una buena cantidad por el reloj, Alena Ivanovna?
-¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen amigo. La vez pasada le di dos hermosos billetes por un anillo
que podía obtenerse nuevo en una joyería por sólo rublo y medio.
-Deme cuatro rublos y lo desempeñaré. Es un recuerdo de mi padre. Recibiré dinero de un momento a otro.
-Rublo y medio, y le descontaré los intereses.
-¡Rublo y medió! -exclamó el joven.
-Si no le parece bien, se lo lleva.
Y la vieja le devolvió el reloj. Él lo cogió y se dispuso a salir, indignado; pero, de pronto, cayó en la cuenta de que la vieja usurera
era su último recurso y de que había ido allí para otra cosa.
-Venga el dinero- dijo secamente.
La vieja sacó unas llaves del bolsillo y pasó a la habitación inmediata.
Al quedar a solas, el joven empezó a reflexionar, mientras aguzaba el oído. Hacía deducciones. Oyó abrir la cómoda.
«Sin duda, el cajón de arriba -dedujo-. Lleva las llaves en el bolsillo derecho. Un manojo de llaves en un anillo de acero. Hay una
mayor que las otras y que tiene el paletón dentado. Seguramente no es de la cómoda. Por lo tanto, hay una caja, tal vez una caja de
caudales. Las llaves de las cajas de caudales suelen tener esa forma... ¡Ah, qué innoble es todo esto!»
La vieja reapareció.
-Aquí tiene, amigo mío. A diez kopeks por rublo y por mes, los intereses del rublo y medio son quince kopeks, que cobro por
adelantado. Además, por los dos rublos del préstamo anterior he de descontar veinte kopeks para el mes que empieza, lo que hace un
total de treinta y cinco kopeks. Por lo tanto, usted ha de recibir por su reloj un rublo y quince kopeks. Aquí los tiene.
-Así, ¿todo ha quedado reducido a un rublo y quince kopeks?
-Exactamente.
El joven cogió el dinero. No quería discutir. Miraba a la vieja y no mostraba ninguna prisa por marcharse. Parecía deseoso de hacer
o decir algo, aunque ni él mismo sabía exactamente qué.
-Es posible, Alena Ivanovna, que le traiga muy pronto otro objeto de plata... Una bonita pitillera que le presté a un amigo. En
cuanto me la devuelva...
Se detuvo, turbado.
-Ya hablaremos cuando la traiga, amigo mío.
-Entonces, adiós... ¿Está usted siempre sola aquí? ¿No está nunca su hermana con usted? -preguntó en el tono más indiferente que
le fue posible, mientras pasaba al vestíbulo.
-¿A usted qué le importa?
-No lo he dicho con ninguna intención... Usted en seguida... Adiós, Alena Ivanovna.
Raskolnikof salió al rellano, presa de una turbación creciente. Al bajar la escalera se detuvo varias veces, dominado por repentinas
emociones. Al fin, ya en la calle, exclamó:
-¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es posible que yo...? No, todo ha sido una necedad, un absurdo -afirmó
resueltamente-. ¿Cómo ha podido llegar a mi espíritu una cosa tan atroz? No me creía tan miserable. Todo esto es repugnante, innoble,
horrible. ¡Y yo he sido capaz de estar todo un mes pen...!
Pero ni palabras ni exclamaciones bastaban para expresar su turbación. La sensación de profundo disgusto que le oprimía y le
ahogaba cuando se dirigía a casa de la vieja era ahora sencillamente insoportable. No sabía cómo librarse de la angustia que le
torturaba. Iba por la acera como embriagado: no veía a nadie y tropezaba con todos. No se recobró hasta que estuvo en otra calle. Al
levantar la mirada vio que estaba a la puerta de una taberna. De la acera partía una escalera que se hundía en el subsuelo y conducía al
establecimiento. De él salían en aquel momento dos borrachos. Subían la escalera apoyados el uno en el otro e injuriándose.
Raskolnikof bajó la escalera sin vacilar. No había entrado nunca en una taberna, pero entonces la cabeza le daba vueltas y la sed le
abrasaba. Le dominaba el deseo de beber cerveza fresca, en parte para llenar su vacío estómago, ya que atribuía al hambre su estado.
Se sentó en un rincón oscuro y sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió un vaso con avidez.
Al punto experiment ó una impresión de profundo alivio. Sus ideas parecieron aclararse.
«Todo esto son necedades -se dijo, reconfortado-. No había motivo para perder la cabeza. Un trastorno físico, sencillamente. Un
vaso de cerveza, un trozo de galleta, y ya está firme el esp íritu, y el pensamiento se aclara, y la voluntad renace. ¡Cuánta nimiedad!»
Sin embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba contento como el hombre que se ha librado de pronto de una carga
espantosa, y recorrió con una mirada amistosa a las personas que le rodeaban. Pero en lo más hondo de su ser presentía que su
animación, aquel resurgir de su esperanza, era algo enfermizo y ficticio. La taberna estaba casi vacía. Detrás de los dos borrachos con
que se había cruzado Raskolnikof había salido un grupo de cinco personas, entre ellas una muchacha. Llevaban una armónica.
Después de su marcha, el local quedó en calma y pareció más amplio.
En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un individuo algo embriagado, un pequeño burgués a juzgar por su
apariencia, que estaba tranquilamente sentado ante una botella de cerveza. Tenía un amigo al lado, un hombre alto y grueso, de barba
gris, que dormitaba en el banco, completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría los brazos, empezaba a
castañetear los dedos, mientras movía el busto sin levantarse de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda tonadilla, haciendo
esfuerzos para recordar las palabras.
Durante un año entero acaricié a mi mujer...
Duran...te un año entero a...ca...ricié a mi mu...jer.
O:
En la Podiatcheskaia
me he vuelto a encontrar con mi antigua...
Pero nadie daba muestras de compartir su buen humor. Su taciturno compañero observaba estas explosiones de alegría con gesto
desconfiado y casi hostil.
El tercer cliente tenía la apariencia de un funcionario retirado. Estaba sentado aparte, ante un vaso que se llevaba de vez en cuando
a la boca, mientras lanzaba una mirada en torno de él. También este hombre parecía presa de cierta agitación interna.

viernes, 4 de enero de 2013

JUSTO JORGE PADRÓN. "Los círculos del infierno"


Los círculos del infierno 
Justo Jorge Padrón 
Prólogo: Artur Lundkvist 
Colección: "Selecciones de Poesía Española' 
Editorial: Plaza & Janes, S.A. 
Barcelona, España, 1976 
ISBN 84-01-80943-6 
114 páginas

GESTACIÓN DE LA OBRA 
Este magistral texto lírico, del que se cumple el XXV aniversario y que coincide con
su traducción a veinticinco lenguas, comienza a gestarse en 1973 cuando su autor no contaba
los treinta años de edad. Había publicado, hasta entonces. Los oscuros fuegos^ y Mar de la
noche''. En el verano de 1974, víctima de una fuerte crisis personal, el libro se va
consolidando en su estancia nórdica en las capitales de Suecia y Noruega. La labor de
creación finaliza en 1975. Es el apogeo de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la exUnión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Al caos vital se suma la amenazante situación
mundial de la época y ambos aspectos conforman las condiciones adecuadas para propiciar
Los círculos del infierno. Esta situación adquiere en la obra una juventud atemporal que se
expande a lo largo del tiempo en el espacio de la palabra; y sigue siendo actual porque la
expresión poética alcanza a reflejar con precisión, y poderosas visiones, el conflicto latente
del planeta por la amenaza de su destrucción junto a la de la especia humana. De ahí la
profunda actualidad de este libro que vino a significar la consagración literaria de Justo Jorge
Padrón y a otorgarle el pleno reconocimiento internacional a su labor creativa.
El poemario comenzó a elaborarse en Las Palmas y se clausuró en Estocolmo y Oslo;
principalmente en la capital sueca. Narra el propio poeta que en sus paseos cotidianos con
Artur Lundkvist no llegó a mostrarle estos poemas hasta su conclusión definitiva, a pesar del
interés que ya estaba despertando en el gran poeta y acadéinico sueco la idea general del
libro. Fue precisamente en una cena en el hogar del matrimonio Lundkvist, una vez
concluido, cuando le entregó el manuscrito al crítico nórdico. Padrón abandona la casa de
Artur Lundkvist y María Wine antes de la medianoche. A las siete de la mañana recibe una
llamada de Lundkvist en la que comenta que no ha podido dejar de leerlo durante toda la
noche y que debido a la honda impresión que le ha causado el libro le pr e propone a su autor ser
su primer traductor y prologuista.
' Artur Lundkvist, profundo conocedor de la lengua y literatura españolas, fue uno de
los mayores p)oetas nórdicos contemporáneos, el más prestigioso crítico literario internacional
y Presidente del Comité Nobel de la Academia sueca cuya opinión sirvió de referencia
indiscutible, durante muchos años, para la concesión del Premio Nobel a autores de nuestra
lengua. Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Vicente Aleixandre, Gabriel García Márquez,
Camilo José Cela y Octavio Paz son los seis escritores que fueron galardonados durante su
gestión. El propio Lundkvist rechazó el preciado galardón por su inquebrantable integridad;
ya que opinaba que un sueco no debía recibir un premio mundial otorgado por Suecia.
En España, Enrique Badosa -poeta de la Generación del 50, director en Plaza & Janes
de las selecciones de poesía española y universal y de narrativa durante más de dos décadashabía pubhcado la antología de Padrón La nueva poesía sueca coniemporánec^. En una
escala barcelonesa del poeta canario, Badosa menciona este libro y le pregunta si ha seguido
escribiendo después del Premio Boscán; Justo Jorge Padrón cita Los círculos del infierno,
que ya estaba siendo traducido al sueco y prologado por Artur Lundkvist. Enrique Badosa,
con cierta curiosidad, solicitó ver el texto aun a sabiendas de que para publicarlo en la
colección que él coordinaba no había posibilidad a corto plazo. Pero acontece lo que
anteriormente había sucedido con el crítico y académico sueco: la contundente impresión de
su iectiira le hace publicarlo de iimiediato dejando a un lado los compromisos adquiridos para
ser así su primer editor en español.
A finales de enero de 1976 ve la luz Los círculos del infierno . En la prensa española
más representativa aparecen encendidos elogios de esta publicación. Hay un auge de nuestro
poeta no sólo en Europa, sino en América. Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Alvaro Mutis,
Eduardo Carranza y Mario Vargas Llosa, entre otros muchos autores, reconocen con el más
distinguido pronunciamiento la poesía de Justo Jorge Padrón.
Esta repercusión crítica comienza a gestar la nombradia del poeta en ámbitos
internacionales que ya comienza a ser invitado a los mejores festivales de E e Europa, América y
Asia, así como a las más prestigiosas universidades y centros culturales.
Justo Jorge Padrón se erige, por tanto, no sólo en uno de los más destacados
miembros de la denominada Generación del 70, sino en el poeta español de las generaciones
de la posguerra con mayor reconocimiento internacional.
Los círculos del infierno obtiene en 1977, por unanimidad, el lústrico Premio
Fastenrath de la Real Academia Española de la Lengua al mejor libro de poesía publicado
entre 1972-1977; hecho sin precedentes inmediatos, a excepción del que se otorgó el año
1928 a Federico García Lorca por Romancero Gitano. Premio Bienal de la Asociación de
Escritores suecos 1976-1977, al mejor libro de poesía extranjera traducido al sueco por Los
círculos del infierno. Fue un libro fundamental, en el conjunto de la obra padroniana, para
obtener el Premio Europa de Literatura (Yugoslavia, 1986) que entre otros distinguidos
fínalistas contó con Graham Greene, Mario Luzi, Andrei Voznezenski y Alain Bosquet; tal
vez este libro fue decisivo para que Padrón obtuviera, cuatro años más tarde, la Corona de
Oro del XXIX Festival de Struga (Macedonia, 1990), uno de los más importantes galardones
del ámbito internacional, que en lengua española sólo se había otorgado a Pablo Neruda y a
Rafael Alberti.
Ha obtenido, entre otros, los siguientes galardones internacionales: Medalla de Oro
de la Comisión Francesa de la Cultura de Bruselas (Bélgica, 1981), Premio Internacional de
la Academia Mundial de Arte y Cultura en San Francisco (Estados Unidos, 1981), Premio
Internacional de Literatura de Madras (La India, 1982), Palmas de Plata de la Academia
Internacional de Pontzen en  N ^ l e s (Italia, 1983), Medalla de Oro del Ministerio de
Educación de la República de China (1983), Premio "Zeus" a la cultura en Atenas (Grecia,
1985), Gran Premio Internacional de Literatura de Sofía (Bulgaria, 1988), Premio Orfeo
(Bulgaria, 1992), Premio Blaise Cendrars del Festival Internacional de Poesía de Suiza
(1994), Premio de la Academia Michel Madhusudan de Calcuta (La India, 1995), Premio
Internacional Nichita Stánescu (Rumania, 1996) y Premio Internacional de Trieste (Italia,
1999) por el conjunto de su obra poética.
En nuestro ámbito ha obtenido, entre otros, el Premio Boscán (1972), Medalla de
Honor Gustavo Adolfo Bécquer y Premio de la Asociación de Escritores y Artistas de España
al mejor libro del año por La visita del mar (1984), Premio del Gobierno Autonómico de
Canarias al mejor libro de Literatura del año en Canarias por Sólo muere la mano que te
escribe^ (1989), Premio "Félix Casanova de Ayala" por el libro inédito Trazos de un
paréntesis (Tenerife, 1991), Premio Provincia de Guadalajara por Manantial de las
presencias' (1993), Premio del Gobierno Autonómico de Canarias al mejor libro de
Literatura del año en Canarias por Resplandor del odio* (1994), Premio Internacional de
Poesía Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria por Rumor de la agonice (1995), Premio
Canarias de Literatura de 1997 y Premio Aula de Poesía de Barcelona por Escalofrío^"
(1998)
La revista 5/re/wei (Yugoslavia, 1988) editó un doble número monográfico (número
3-4), donde colaboran trece autores -poetas y ensayistas- internacionales, a Los círculos del
infierno; la Fundación Femando Rielo de Madrid publicó 200 textos críticos sobre la obra
poética de Justo Jorge Padrón (Sevilla, 1991), con recopilación y prólogo de Víctor
Ivanovici, que compila algunos de los más importantes trabajos sobre Los círculos del
infierno; Ivitsa Dzeparovski, director macedonio, realizó la película de vídeo-arte "Los
círculos del infierno de Justo Jorge Padrón", inspirada en el citado libro y emitida en 1990
por la televisión yugoslava y la revista Vindrosor Moield (Estocolmo, Suecia, 2000) de la
Fundación de la Academia Sueca "Artur Lundkvist" dedicó un número especial a la obra de
Padrón (número 8-9) con una introducción biográfica y ensayo de Johan Persson y poemas
traducidos por Artur Lundkvist, Mónica Eidenfeldt y Lasse Sdderberg.
El profesor y poeta peruano César Toro Montalvo acaba de publicar el riguroso
estudio La cosmogonía del hombre contemporáneo. Introducción a Los círculos del infierno
de Justo Jorge Padrón (Editorial, Arte/Reda, Lima, Perú, 2001.


 POEMAS DEL POETA JUSTO JORGE PADRÓN.

Poema El Eros De La Muerte de Justo Jorge Padrón

Crueldad, quiero tu lengua, tu inteligencia oculta
de perversión feroz y a la deriva,
contaminada en las maquinaciones
del placer que enmudece, despertando
la insidia y el peligro de tu experiencia única.

Qué enjambre de caricias en el nudo
con el que aún reclamas la posesión suprema.
Seguir, merodear de forma subrepticia
hasta ir descubriendo este delirio
atroz que se enardece por entrar y expandirse
en el fuego del daño y el desmayo.

Impaciente deseo tu cuerpo cenagoso,
maduro como el vicio que a sí mismo corrompe
con su olor a azahares ultrajados,
a estrellas que en el vino se disuelven.
En él presiento el odio que palpita
en su voltaje oscuro de noche y de marea,
por alcanzar la sangre, cuando el beso
insaciable la busca y la aniquila.

Ah, sombría violencia fascinada,
que encuentras tu destino en la tensión mortal
con que dos cuerpos duros se engastan, se penetran
hasta la raíz misma de sus limos,
allí donde la furia es la pasión
y el miedo de no ser el fulgor de la muerte.


Poema En El Amanecer Te Desvaneces de Justo Jorge Padrón

En el amanecer te desvaneces.
Sólo queda tu sombra entre mis manos,
una presencia de aire, anhelo y sueño y risa
que disipa su incendio consumido.

Con desesperación busco tu cuerpo,
el fugaz testimonio, ese deleite
de toda tu fragancia derramada,
cautiva todavía por mi piel.

Relumbras por mis médulas como un latido unánime,
como una ciega música que habitara en mi oído,
con su calor, su vibración de fondo,
su presencia invisible en el silencio.

Cruzo de la pasión a la demencia
persiguiendo tu espectro, el espejismo
de una imagen que asciende por la escala nocturna,
llevándote desnuda entre sus brazos.

Poema La Sangre Irrefrenable de Justo Jorge Padrón

Avidez que descubro en mis pupilas
como fiera encerrada por un íntimo azar.
Atracción de aquel fuego, el espejismo
despliega sus arenas ante el mar del verano,
ante el vuelo de pájaros que anuncian
el diálogo furtivo de dos cuerpos.

Reino de la lascivia bajo palmas umbrosas,
ardiente brisa, música plena de los sentidos
empozada en el alma, respirada
con fruición por mis cinco salteadores dementes.
Cuántas luces se abrieron. Cuánto terso oleaje
en labios y caderas fugitivas.

Emergí de la espuma como un sol solitario.
Crucé dunas, oasis, olí sábanas tensas,
desperté los racimos más prietos y turgentes,
sentí las certidumbres que abrían estos dedos.
Allí la danza, abismo de dulzura,
y su vibrante vientre de atabal,
bebiéndose en desorden mi futuro
bajo el aire de un vértigo de estrellas.

Fui tirano y esclavo del gozo y el dolor,
de la dura nostalgia de los besos,
de la fugacidad depredadora
de cuanto vive y ama consumándose.
Desgarrado, escuché el pavor del capricho,
la impiedad que me niega o aquella en que amanezco.

Morí con convicción en tantas ocasiones
para resucitar con un vigor fragante,
y luego y luego y luego, después de tantos años,
sueño ante el mar rebelde del estío,
sueño en la juventud de un erguido deseo
y atiendo a la marea de las horas
viniendo y alejándose hacia el último páramo,
allá donde se apaga la sangre irrefrenable.


Poema Tu Latido Es El Mío de Justo Jorge Padrón

Y luché contra el sueño y la fatiga,
contra la ira sin fin y el desarraigo.
Escudriñé, escarbé sin asomo de duda,
entre las débiles pavesas ciegas
de mi memoria por hallar un año,
un solitario día, apenas un instante
en que pude decir: jamás te amé;
mas no encontré resquicio para mentirme a solas,
para afirmar siquiera la negación más leve.
Tu latido es el mío. Allí donde comienza
ese deseo intenso al que nombramos vida,
allí, resplandeciendo en los días distintos,
en la ardiente espesura de mi asombro,
con el sí, con el no del abismo o la suerte,
silenciosa me esperas como el árbol de fuego
que sostiene esa fruta lustral de la esperanza.
Mi mirada te invoca en el presente,
en el rumbo indeciso de cualquier lejanía
de ese mar que me canta y me seduce
con los ojos vehementes del relámpago.
Eres sed del edén que no percibo
y, en los acordes hondos de tu voz,
perenne permaneces, con la música
aterida del alma y la audaz primavera,
en todas las palabras de la sangre.

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