jueves, 12 de abril de 2012

Camus Albert: la filosofía del absurdo.



BIOGRAFIA:
Albert Camus
(Francia, 1913-1960)

Novelista, ensayista y dramaturgo francés, considerado uno de los escritores más importantes posteriores a 1945. Su obra, caracterizada por un estilo vigoroso y conciso, refleja la philosophie de l`absurde, la sensación de alienación y desencanto junto a la afirmación de las cualidades positivas de la dignidad y la fraternidad humana. Camus nació en Mondovi (actualmente Drean, Argelia), el 7 de noviembre de 1913, y estudió en la universidad de Argel. Sus estudios se interrumpieron pronto debido a una tuberculosis. Formó una compañía de teatro de aficionados que representaba obras a las clases trabajadoras.

Autor: Camus, Albert (1913-1960)
Título: Teatro / Albert Camus , traducción de Aurora Bernárdez y Guillermo de Torre
Edición: 5ª ed
Editorial: Buenos Aires : Losada, 1962
Descripción física: 2 v. , 20 cm
Notas:
Contiene : T.1. El malentendido , Calígula , El estado de sitio , Los justos -- T.2. Los poseídos.

Transcribo de Camus la obra de teatro EL MALENTENDIDO:


ALBERT CAMUS
TEATRO
EL MALENTENDIDO
CALIGULA
EL ESTADO DE SITIO
LOS JUSTOS
E D I T O R I A L LOSADA, S.A.
BUENOS AIRES
Títulos originales franceses:
Le malentendu - Caligula - L'état de siège - Les justes
Traducción de la primera y la última obra por
AURORA BERNÁRDEZ y GUILLERMO DE TORRE;
de las restantes por-
AURORA BERNÁRDEZ
Copyright by Editorial Losada, S. A.
Buenos Aires, 1949
Queda hecho el depósito que
previene la ley núm. 11.723
Primera edición: 4-VII-1949
Segunda edición: 8-III-I951
PRINTED IN ARGENTINA
Este libro se terminó de imprimir el día 8 de marzo de 1951, en Artes
Gráficas Bartolomé U. Chiesino, Ameghino 838, Avellaneda - Buenos Aires.


EL MALENTENDIDO
Pieza en tres actos
P E R S O N A J E S
MARTA
MARÍA
LA MADRE
JAN
EL VIEJO CRIADO
Estrenada en el Teatro des Mathurins de París, en 1944


ACTO I
Mediodía. La sala común del albergue. Es limpia y clara. Todo esta
en orden.
ESCENA I
LA MADRE. — Volverá.
MARTA. — ¿Te lo dijo?
LA MADRE. — Sí.
MARTA. — ¿Solo?
LA MADRE. — No sé.
MARTA. — No tiene aspecto de hombre pobre.
LA MADRE. — No se ocupó del precio.
MARTA. — Está bien. Pero es raro que un hombre rico ande solo.
Y eso es lo que dificulta las cosas. El que sólo se interesa en
hombres ricos y a la vez solitarios, se expone a esperar mucho
tiempo.
LA MADRE. — Si, las ocasiones son escasas.
MARTA. — Lo cierto es que todos estos años hemos tenido largas
vacaciones. Esta casa está muchas veces desierta. Los pobres no se
detienen por mucho tiempo y los ricos que se extravían sólo
vienen de tarde en tarde.
LA MADRE. — No te quejas, Marta. Los ricos dan mucho trabajo.
MARTA (mirándola).—Pero pagan bien.
Silencio.
MARTA. — Madre, es usted rara. Me cuesta trabajo reconocerla de
un tiempo a esta parte.
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Albert Camus
LA MADRE. — Estoy fatigada, hija mía, nada más. Y aspiro al descanso.
MARTA. — Puedo encargarme de los trabajos que aún le quedan en
la casa. Así dispondrá del día entero.
LA MADRE. — No me refiero exactamente a ese descanso. No, es vrn
sueño de vieja. Sólo aspiro a la paz, a un poco de despreocupación.
(Ríe débilmente.) Es estúpido decirlo, Marta, pero algunas noches
casi me inclinaría a la religión.
MARTA. — No es usted tan vieja, madre, para llegar a este extremo;
supongo que tiene algo mejor que hacer.
LA MADRE. — Bien sabes que bromeo. Pero bueno, al final de la
vida bien puede una dejarse llevar. No es posible mantenerse
siempre rígida y endurecerse como tú lo haces, Marta. Ni es
propio de tu edad. Y conozco muchas mujeres, nacidas el mismo
año que.tú, que sólo piensan en locuras.
MARTA. — Sus locuras no son nada comparadas con las nuestras,
usted lo sabe.
LA MADRE. — No hablemos de eso.
MARTA (lentamente). — Se diría que ahora hay palabras que le
queman la boca.
LA MADRE. — ¿Qué te importa si no retrocedo ante los actos? ¡Pero
qué más da! Quería decir que a veces me gustaría verte sonreír.
MARTA. — A veces me sucede, se lo aseguro.
LA MADRE. — Nunca te he visto hacerlo.
MARTA. — Porque sonrío en mi cuarto, cuando estoy sola.
LA MADRE (mirándola atentamente). — ¡Qué rostro tan duro el
tuyo, Marta!
MARTA (acercándose y con calma). — ¿Así que no le gusta?
LA MADRE (mirándola siempre, luego de un silencio). — Creo qu*
sí, sin embargo.
MARTA (agitada). — ¡Ah, madre! Cuando hayamos juntado mucho
dinero y podamos irnos de esta tierra sin horizonte, cuando déjenlos
atrás este albergue y esta ciudad lluviosa y olvidemos este país
de sombra, el día que por fin estemos frente al mar, con el que
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El malentendido
tanto he soñado, ese día me verá sonreír. Pero hace falta mucho
dinero para vivir libre frente al mar. Por eso no hay que tener
miedo a las palabras. Por eso debemos ocuparnos del que vendrá.
Porque si es bastante rico, quizá mi libertad empiece con él.
LA MADRE. — Si es rico y si está solo.
MARTA. — Y si está solo, claro, porque el hombre solo es el que nos
interesa. ¿Le habló mucho, madre?
LA MADRE. — No. Dos frases en total.
MARTA. — ¿Con qué cara le pidió la habitación?
LA MADRE. — No sé. No veo bien y apenas lo miré. Sé, por experiencia,
que es preferible no mirarlos. Es más fácil matar lo que no se
conoce. (Pausa.) Alégrate: ahora no tengo miedo a las palabras.
MARTA. — Es mejor así. No me gustan las alusiones. El crimen es
el crimen, hay que saber lo que se quiere. Y me parece que usted
lo sabía, hace un rato, porque pensó en él cuando respondió al
viajero.
LA MADRE. — No sería justo decir que lo pensé, pero la costumbre
es una gran fuerza.
MARTA. — ¿La costumbre? Usted mismo lo dijo: las ocasiones han
sido pocas.
LA MADRE. — Sin duda. Pero la costumbre empieza con el segundo
crimen. Con el primero no empieza nada: termina algo. Y además,
si bien las ocasiones fueron escasas, se distribuyeron con
largos intervalos y el recuerdo fortificó la costumbre. Sí, la costumbre
me impulsó a responder a ese hombre, me advirtió que
no lo mirara, y me aseguró que tenía cara de víctima.
MARTA. — Madre, habrá que matarlo.
LA MADRE (más bajo). — Sin duda, habrá que matarlo.
MARTA. — Lo dice usted de una manera rara.
: LA MADRE. — Estoy cansada, es la verdad. Y me gustaría que por
i lo menos éste fuera el último. Matar es terriblemente fatigoso.
Y aunque poco me preocupa morir frente al mar o en el centro
t la llanura, quisiera que después nos marcháramos juntas.
MARTA ¡Nos marcharemos, será un gran momento! Anímese,
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Albert Camus
madre, hay poco que hacer. Bien sabe que ni siquiera es cuestión
de matar. Beberá el té, se dormirá, y, vivo todavía, lo llevaremos
al río. Mucho después lo encontrarán pegado a la represa, junto
con otros que no tuvieron su suerte y que se tiraron al agua
con los ojos abiertos. El día que asistimos a la limpieza de la
represa, usted me lo decía, madre: los nuestros son los que menos
sufren; la vida es más cruel que nosotras. Anímese, usted encontrará
el descanso y yo veré por fin lo que nunca he visto.
LA MADRE. — Sí, me animaré. A veces, sí, me alegra la idea de
que los nuestros nunca sufrieron. Casi no es un crimen: sólo
una intervención, un empujoncito a vidas que desconocemos. Y
a decir verdad, aparentemente la vida es más cruel que nosotras.
Quizá por eso me cuesta sentirme culpable. Apenas puedo sentirme
fatigada.
Entra EL VIEJO CRIADO. Se sienta detrás del mostrador, sin decir
una palabra. No se moverá hasta el fin de la escena.
MARTA. — ¿En qué cuarto lo meteremos?
LA MADRE. — En cualquiera, con tal de que sea en el primer piso.
MARTA. — Sí, nos costó demasiado, la última vez, bajar las escaleras.
(Se sienta por primera vez.) Madre, ¿es cierto que allá la arena
quema los pies?
LA MADRE. — Nunca estuve, tú lo sabes. Pero me han dicho que
el sol lo devora todo.
MARTA. — Leí en un libro que el sol se come hasta las almas y hace
resplandecer los cuerpos, pero los vacía por dentro.
LA MADRE. — ¿Y eso, Marta, te hace soñar?
MARTA. — Sí, porque estoy harta de cargar siempre con mi alma
y tengo prisa por llegar a ese país donde el sol mata las preguntas
No es ésta mi morada.
LA MADRE. — Pero antes, ay, tenemos mucho que hacer. Si todo
marcha bien, iré contigo, por supuesto. Pero yo no tendré la
impresión de que voy a mi morada. A cierta edad no hay morada
donde sea posible el reposo, y ya es mucho haber podido construir
esta irrisoria casa de ladrillos, amueblada con recuerdos donde
12
El malentendida
a veces una acierta a dormirse. Pero naturalmente, también sería
algo encontrar a la vez sueño y olvido. (Se levanta y se dirige a
la puerta.) Prepara todo, Marta. (Pausa.) Si es que en realidad
vale la pena.
Marta la mira salir. También ella sale por otra puerta.
ESCENA II
El VIEJO permanece en escena, solo, durante unos segundos. Entra
JAN. Se detiene, mira la sala, ve al VIEJO detrás del mostrador.
JAN. — ¿No hay nadie?
El VIEJO lo mira, se levanta, cruza el escenario y se va.
ESCENA III
Entra MARÍA. JAN se vuelve bruscamente hacia ella.
JAN. — Me has seguido.
MARÍA. — Perdóname, pero no podía más. Quizá me vaya en seguida.
Pero permíteme ver el lugar donde te dejo.
JAN. — Puede venir alguien y entonces lo que quiero hacer no
será posible.
MARÍA.—Por lo menos aceptemos la oportunidad de que venga
alguien y yo consiga que te reconozcan a pesar tuyo.
Él se aparta. Pausa.
MARÍA (mirando a su alrededor). — ¿Es aquí?
JAN. — Sí, aquí. Salí por esa puerta, hace veinte años. Mi hermana
era una chiquilla. Jugaba en ese rincón. Mi madre no vino a
besarme. Entonces creí que me daba lo mismo.
MARÍA. — Jan, no puedo creer que no te hayan reconocido hace
un rato. Una madre reconoce siempre a su hijo; es lo menos
que puede hacer.
JAN. — Sí, pero veinte años de separación cambian un poco las cosas.
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Albert Camus
Desde que me fui, la vida ha continuado. Mi madre envejeció,
su vista ha disminuido. Casi no la reconocí yo mismo.
MARÍA (con impaciencia). — Lo sé; entraste, dijiste: "Buenos días",
te sentaste. Esta sala no se parecía a la que tú recordabas.
JAN. — Mi memoria no era justa. Me recibieron sin decir una palabra.
Me sirvieron la cerveza que pedí. Me miraban, no me veían.
Todo era más difícil de lo que yo creía.
MARÍA. — Bien sabes que no era difícil y que bastaba hablar. En
esos casos se dice: "Soy yo", y todo vuelve a ser natural.
JAN. — Sí, pero yo había fantaseado mucho. Y cuando esperaba la
cena del hijo pródigo, me dieron cerveza a cambio de dinero.
Eso me quitó las palabras de la boca. Pensé que debía continuar.
MARÍA. — No había nada que continuar. Ésa era otra de tus ocurrencias;
hubiera bastado una sola palabra.
JAN. — No era una ocurrencia, María, era la fuerza de las cosas.
Confío en la fuerza de las cosas. Además, no tengo tanta prisa.
Vine a traer mi fortuna y, si puedo, la felicidad. Cuando me enteré
de la muerte de mi padre, comprendí que tenía responsabilidades
con ellas dos, y una vez comprendido, hago lo que corresponde.
Pero supongo que no es tan fácil como dicen volver al hogar paterno,
y que es menester algún tiempo para que un extranjero se
convierta en hijo.
MARÍA.—Pero, ¿por qué no anunciaste tu llegada? Hay casos en
que es obligatorio proceder como todo el mundo. Cuando uno
quiere que lo reconozcan, da su nombre; eso es evidente. El que
adopta la apariencia de lo que no es, acaba por embrollarlo todo.
¿Cómo no habían de tratarte como a un extranjero en una casa
donde te presentas como extranjero? No, no, todo eso no es normal.
JAN. — Vamos, María, no es tan grave. Y además, favorece mis
proyectos. Aprovecharé la ocasión para verlas un poco desde fuera.
Me daré cuenta mejor de lo que las hará felices. Después inventaré
el modo de darme a conocer. En suma, basta encontrar las palabras.
14
El malentendido
•¡AAKIA.. — Hay un solo modo: hacer lo que haría un recién llegado,
decir: "Aquí estoy", dejar hablar al corazón.
j A N - — El corazón no es tan sencillo.
MARÍA. — Pero emplea sólo palabras sencillas. Y no era tan difícil
decir: "Soy su hijo, ésta es mi mujer. Viví con ella en un país
que amamos, frente al mar y al sol. Pero no era bastante feliz
y hoy las necesito".
JAN. — No seas injusta, María. No las necesito, pero he comprendido
que ellas debían necesitarme y que un hombre nunca está solo.
Pausa. Marta se aparta.
MARÍA. — Quizá tengas razón, perdóname. Pero desconfío de todo
desde que llegué a este país donde en vano busco un rostro feliz.
Esta Europa es tan triste. Desde que llegamos no te oí reír, y yo
me estoy volviendo recelosa. Ay, ¿por qué me hiciste abandonar
mi país? Vayámonos, Jan, aquí no encontraremos la felicidad.
JAN. — No hemos venido a buscar la felicidad. Ya tenemos la felicidad.
MARÍA (con vehemencia). — ¿Por qué no conformarse con ella?
JAN. — La felicidad no es todo; los hombres tienen deberes. El mío
es recobrar a mi madre y a mi patria.
MARÍA hace un ademán. JAN la detiene: se oyen pasos.
JAN. — Viene alguien. Vete, María, por favor.
MARÍA. — Así no, no es posible.
JAN (mientras los pasos se acercan).—Métete ahí. (Is unpnj* Ít~
irás de la puerta del fondo.)
ESCENA IV
Se abre la puerta del fondo. EL VIEJO crux» la pieza sin ver «
MARÍA y sale por la puerta de calle.
J A N . — Y ahora, vete en seguida. Ya ves, la suertt está conmigo.
MARÍA. — Quiero quedarme. Me callar** y esperaré a tu lado que
t» reconozcan.
15
A I h » v t r* n *» « C
JAN. — No, me traicionarás.
Ella se aparta, luego vuelve haría él y lo mira a la cara.
MARÍA. — Jan3 h^c e cinco años que estamos casados.
JAN. — Pronto k a " cinco años.
MARÍA (bajando ^a cabeza). — Y es la primera noche que nos
separaremos. (Él se calla; MARÍA lo mira de nuevo.) Siempre lo he
querido todo en **; a u n 1° 1ue no comprendía, y bien sé que en
el fondo no te desearía diferente. No soy una esposa amiga de
contrariar. Pero aquí tengo miedo del lecho desierto al que me
envías, y Carotin tengo miedo de que me abandones.
JAN. — No debes dudar de mi amor.
MARÍA. — Nío dudo de él. Pero están tu amor y tus sueños, o tus
deberes, es lo mismo. Te me escapas tantas veces. Entonces es
como si descansaras de mí. Pero yo no puedo descansar de ti, y
esta noche (%e arroja en sus brazos llorando), esta noche no podré
soportarla.
JAN (estrec¡bátid°la contra sí). — Esto es pueril.
MARÍA. — Claro que es pueril. Pero éramos tan felices allá y n o S
culpa mía si las noches de este país me dan miedo. No quiero
que me diejes sola.
JAN. — Pero comprende, María, que debo cumplir mi palabra; y
esto es importante.
MARÍA. —
JAN. — La qxie empeñé cuando comprendí que mi madre me necesitaba.
MARÍA. — Tienes otra palabra que cumplir.
JAN. — ¿Cuál?
MARÍA. — La qu e me has dado cuando prometiste vivir conmigo.
JAN. — Creo que podré conciliario todo. Lo que te pido es poca
cosa. No es un capricho. Una tarde y una noche en que trataré
de orientam16, de conocer mejor a las que amo y de aprender a.
hacerlas felices-
MARÍA (sa
los que se quieren de verdad.
i ¿
El malentendido
|AN_ — Tonta, bien sabes que te quiero de verdad.
IZARÍA. — No, los hombres nunca saben cómo se quiere de verdad.
Nada los satisface. Lo único que saben es soñar, imaginar nuevos
deberes, buscar nuevos países y nuevas moradas. En cambio, nosotras
sabemos que hay que apresurarse a querer, a combatir el
mismo lecho, a darse la mano, a temer la ausencia. Cuando se
quiere, no se sueña con nada.
TAN. — ¡Qué estás diciendo! Sólo es cuestión de encontrar a mi
madre, de ayudarla y hacerla feliz. En cuanto a mis sueños o
deberes, hay que tomarlos como son. No sería nada sin ellos y me
querrías menos si no los tuviera.
MARÍA (volviéndole bruscamente la escalda). — Sé que tus razones
son siempre buenas y que puedes convencerme. Pero ya no te
escucho y me tapo los oídos cuando adoptas esa voz que tan bien
conozco. Es la voz de tu soledad, no la del amor.
JAN (poniéndose detrás de ella). — No hablemos de eso, María. Deseo
que me dejes solo aquí para ver más claro las cosas. No es tan
terrible, ni una cosa del otro mundo dormir bajo el mismo techo
que la madre de uno. Dios hará lo demás. Pero Dios sabe también
que entretanto no te olvido. Sólo que no se puede ser feliz en
el destierro o en el olvido. No es posible seguir siendo siempre
un extranjero. Un hombre necesita felicidad, es cierto, pero también
necesita encontrar su definición. Y me imagino que recobrar
mi país, hacer felices a todos los que quiero me ayudará a ello.
No deseo otra cosa.
MARÍA. — Podrías hacer todo eso usando un lenguaje sencillo. Pero
tu método no es el bueno.
JAN. — Es bueno porque sabré si tengo o no tengo razón de alimentar
sueños.
MARÍA. — Deseo que sí, que la tengas. Pero yo no tengo otro sueño
que aquel país donde éramos felices, ni otro deber que tú.
JAN (atrayéndola hacia si). — Déjame seguir. Terminaré por encontrar
las palabras que lo arreglen todo.
MARÍA (riéndose). — Ah, continúa soñando. ¡Qué importa, si
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Albert Camus
conservo tu amor. Habitualmente no puedo ser desgraciada cuando
estoy junto a ti. Tengo paciencia, espero que te canses de estar
en las nubes: entonces me llega el momento. Lo que me hace desgraciada
hoy es que estoy muy segura de tu amor y cierta, sin
embargo, de que me dirás que me vaya. Por eso el amor de los
hombres es un desgarramiento. No pueden contenerse: abandonan
lo que prefieren.
JAN (le toma la cara y sonríe). — Es cierto, María. Pero mírame,
no estoy tan amenazado. Hago lo que quiero y tengo el corazón
tranquilo. Me confías por una noche a mi madre y a mi hermana:
no es tan terrible.
MARÍA (separándose de él). — Entonces adiós, y que mi amor te
proteja. (Se dirige hacia la puerta donde se detiene. Mostrando las
manos vacias.) Pero mira que desposeída estoy. Tú marchas a
un descubrimiento y me dejas esperando. (Vacila y se va.)
ESCENA V
JAN se sienta. Entra MARTA.
JAN. — Buenos días. Vengo por el cuarto.
MARTA. — Lo sé. Lo están preparando. Tengo que inscribirlo en el
libro. (Va a buscar el libro y vuelve.)
JAN. — Tienen ustedes un criado extraño.
MARTA.—Es la primera vez que nos reprochan algo de él. Siempre
hace con toda exactitud lo que le corresponde.
JAN. — No es un reproche. No es como todo el mundo, nada más.
¿Es mudo?
MARTA. — Nada de eso.
JAN. — ¿Entonces habla?
MARTA. — Lo menos posible y sólo para lo esencial.
JAN. — En todo caso, no parece que oyera lo que se le dice.
MARTA. — No se puede decir que no oiga. Sólo que oye mal. Pero
debo preguntarle su nombre y apellido.
18
El malentendido
TAN. — Hasek, Karl.
MARTA. — ¿Karl, nada más?
J A N . —Nada más.
MARTA. — ¿Lugar y fecha de nacimiento?
TAN, — Tengo treinta y ocho años.
MARTA.—Sí, ¿pero dónde nació?
JAN (titubea). — En Bohemia.
MARTA. — ¿Profesión?
JAN. — Ninguna.
MARTA. — Hay que ser muy rico o muy pobre para vivir sin un
oficio.
JAN (sonríe). — No soy muy pobre, y por muchas razones, me
alegro.
MARTA (en otro tono). — Es usted checo, naturalmente.
JAN. — Naturalmente.
MARTA. — ¿Domicilio habitual?
JAN. — Bohemia.
MARTA. — ¿Viene usted de allá?
JAN. — No, vengo del Sur. (Ella parece no entender.) Del otro
lado del mar.
MARTA. — Comprendo. (Pausa.) ¿Va usted allá con frecuencia?
JAN. — Con bastante frecuencia.
MARTA (sueña un momento pero prosigue). — ¿Cuál es su destino?
JAN. — No sé. Dependerá de muchas cosas.
MARTA. — ¿Quiere establecerse aquí?
JAN. — No sé. Según lo que encuentre.
MARTA. — Eso no interesa. ¿Pero nadie lo espera?
JAN. — No, nadie, en principio.
MARTA. — Supongo que tendrá un documento de identidad.
JAN. — Sí, puedo mostrárselo.
MARTA.—No vale la pena. Basta con indicar si es un pasaporte
o una cédula de identidad.
JAN (insistente). — Es un pasaporte. Aquí está. ¿Quiere verlo?
19
Albert Camus
Ella lo toma en sus manos, pero evidentemente piensa en otra cosa.
"Parece sopesarlo; luego se lo devuelve.
MARTA. — No, téngalo. Cuando va allá, ¿vive cerca del mar?
JAN. — Sí.
Ella se levanta, hace ademán de guardar el libro, luego cambia de
opinión y lo mantiene abierto.
MARTA (con súbita dureza).— ¡Ah, me olvidaba! ¿Tiene usted
familia?
JAN. — Debo decir que la tenía. Pero hace mucho tiempo que la
abandoné.
MARTA. — No, quiero decir si es casado.
JAN. — ¿Por qué me lo pregunta? En ningún otro hotel me hicieron
esta pregunta.
MARTA. — Figura en el cuestionario que nos entrega la administración
del cantón.
JAN. — Es raro. Si, soy casado. Por lo demás, habrá visto usted
mi anillo.
MARTA.—No lo he visto. No estoy aquí para mirarle las manos,
sino para llenar la ficha. ¿Puede darme la dirección de su mujer?
JAN. — No, es decir, se quedó en su país.
MARTA. — Ah, perfecto. (Cierra el libro.) ¿Le sirvo algo para beber
mientras disponen su cuarto?
JAN. — No, aguardaré aquí. Espero no molestarla.
MARTA. — ¿Por qué había de molestarme? La sala es para recibir
a los clientes.
J A N . — S í , pero un cliente solo a veces es más molesto que una
gran concurrencia.
MARTA (que ordena la habitación). — ¿Por qué? Supongo que no
tendrá la ocurrencia de hacerme la corte. Debe usted suponer
que no puedo dar nada a los que vienen aquí en busca de bromas.
En la región lo han comprendido hace tiempo. Y pronto verá que
ha elegido un albergue tranquilo. No viene casi nadie.
JAN. — Eso no ha de convenirles.
MARTA. — Hemos perdido algunas entradas, pero ganamos en tran-
20
El malentendido
quilidad. Y la tranquilidad nunca se paga bastante cara. Por lo
demás, es preferible un buen cliente a una clientela ruidosa, y lo
que buscamos es precisamente el buen cliente.
TAN_ Pero. . . (titubea) a veces la vida no ha de ser alegre para
ustedes. ¿No se sienten muy solas?
MARTA (volviéndose bruscamente hacia él). — Sobre este punto, no
\t contestaré, porque no tiene derecho a hacer esa pregunta. Y
veo que debo hacerle una advertencia, y es que al entrar aquí
sus únicos derechos son los de un cliente. En cambio, los recibirá
todos. Estará bien servido y supongo que no tendrá nunca que
quejarse de nuestra acogida. Pero no veo por qué habíamos de
proceder de tal suerte que tuviera usted motivo especial para
felicitarse. Por eso sus preguntas son sorprendentes. No tiene por
qué preocuparse de nuestra soledad, ni debe inquietarle molestarnos,
ser inoportuno o no serlo. Póngase en su lugar de cliente,
está en su derecho. Pero nada más.
JAN. — Discúlpeme. Quería hacerle presente mi simpatía y no era
mi intención enojarla. Simplemente, me pareció que no éramos tan
extraños el uno para el otro.
MARTA. — Veo que deberé repetirle que no es cuestión de enojarme
o no enojarme. Me parece que usted se obstina en adoptar un
tono que no debería ser el suyo, y trato de mostrárselo. Le aseguro
que lo hago sin enfadarme. Porque a los dos nos conviene
guardar las distancias. Si usted continuara usando un lenguaje
impropio de un cliente, es muy sencillo: nos negaríamos a recibirlo.
Pero si, como lo pienso, quiere comprender que dos mujeres
que le alquilan un cuarto no están obligadas a admitirlo, además,
en su intimidad, entonces todo marchará bien.
JAN.—Evidentemente. Es imperdonable haberla inducido a creer
que podía equivocarme.
MARTA. — No tiene nada de malo. No es usted el primero que
intenta usar ese tono. Pero siempre he hablado con claridad
suficiente para que la confusión resultara imposible.
21
Albert Camus
JAN. — Habla usted con claridad, es cierto, y supongo que no tengo
nada más que decir. . . por el momento.
MARTA. — Se equivoca. Nada le impide emplear el lenguaje de
los clientes.
JAN. — ¿Y cuál es ese lenguaje?
MARTA. — La mayoría nos habla de todo, de sus viajes o de política,
menos de nosotras mismas. Es lo que pedimos. Hasta ha sucedido
que algunos nos hablaran de su propia vida y -de lo que eran.
Eso era lo previsto. Porqué después de todo, entre otros deberes,
nos pagan por escuchar. Pero, por supuesto, en el precio no puede
estar incluida la obligación del hotelero de contestar a las preguntas.
Y si mi madre lo hace a veces por indiferencia, yo me
niego por principio. Si usted ha comprendido bien esto, no sólo
estaremos de acuerdo: advertirá que todavía tiene muchas cosas
que decirnos y comprenderá que a veces es un gusto ser escuchado
cuando uno habla de sí mismo.
JAN. — Desgraciadamente, no podría hablar muy bien de mí mismo.
Pero tampoco seria útil. Si mi estada es breve, no necesitarán
conocerme. Y si me quedo mucho tiempo, tendrán ocasión de
sobra, sin que yo hable, para saber quién soy.
MARTA. — Sólo espero que no me guardará un rencor inútil por lo
que acabo de decir. Siempre me ha parecido una ventaja mostrar
las cosas tal como son, y no podía dejarlo continuar en un tono
que, al fin, hubiera echado a perder nuestras relaciones. Lo que
digo es razonable. Si hasta hoy no hubo nada en común entre
nosotros, se necesitarían grandes razones para que de pronto llegáramos
a una intimidad. Y me perdonará si le digo que no veo
todavía nada que pueda parecerse a una de esas razones.
JAN. — Ya la he perdonado. Yo creo también que la intimidad no se
improvisa. Cada uno debe poner algo de su parte. Si ahora todo
le parece claro entre nosotros, bien puedo alegrarme.
Entra la madre.
22
El malentendido
ESCENA VI
LA MADRE. — Buenos días, señor. Su cuarto está listo.
J AN. — Se lo agradezco mucho, señora.
La madre se sienta.
LA MADRE (a Marta). — ¿Llenaste la ficha?
MARTA. — Sí, ya está.
LA MADRE. — ¿Puedo verla? Discúlpeme, señor, pero la policía es
rigurosa. Fíjese, por ejemplo: mi hija omitió anotar si usted vino
aquí por razones de salud, por su trabajo o en viaje de turista.
JAN. — Por turismo.
LA MADRE. — Seguramente a ver el claustro. Elogian mucho nuestro
claustro.
JAN. — Sí, me han hablado de él. Y además quise ver de nuevo esta
región que conocí en otro tiempo y de la que guardaba el mejor
recuerdo.
MARTA. — ¿Vivió usted aquí?
JAN. — No, pero hace mucho tiempo tuve ocasión de pasar. No
la he olvidado.
LA MADRE. — Sin embargo, nuestra ciudad es insignificante.
JAN. — Es cierto. Pero estoy muy a gusto. Y desde que llegué, me
siento un poco como en mi casa.
LA MADRE. — ¿Piensa quedarse mucho tiempo?
JAN. — No sé. Le parecerá raro, sin duda. Pero realmente, no sé.
Para quedarme en un lugar, es preciso tener razones: amigos, el
afecto de algunos seres. Si no, no hay motivo para estar en un
lugar y no en otro. Y como resulta difícil saber si uno será bien
recibido, es natural que ignore aún lo que haré.
MARTA. — Eso no es muy claro.
JAN. — Sí, pero no sé expresarme mejor.
LA MADRE. — Vamos, pronto se cansará.
JAN. — No, tengo un corazón fiel y en seguida formo recuerdos,
cuando me dan la oportunidad.
23
Albert Camus
MARTA (con impaciencia). — El corazón no tiene mucho que hacer
aquí.
JAN (como si no hubiera oído; a la madre). — Usted parece muy
desengañada. ¿Hace tanto tiempo que vive en este hotel?
LA MADRE. — Años y años. Tantos años que ya no recuerdo el
comienzo y he olvidado cómo era yo entonces. Ésta es mi hija.
Me ha acompañado durante todo este tiempo y seguramente por eso
sé que es mi hija. Si no, también a ella la hubiera olvidado.
MARTA. — Madre, no hay motivo para que cuente usted estas cosas.
LA MADRE. — Es cierto, Marta.
JAN (muy rápido). — Déjela. Comprendo tan bien su modo de
sentir, señora; es el que se encuentra al cabo de una vida de
trabajo. Pero quizá todo hubiera cambiado si la hubiesen ayudado
como debe serlo toda mujer, y si hubiera recibido el apoyo
de un brazo viril.
LA MADRE. — Ay, lo recibí hace mucho, pero había demasiado
que hacer. Mi marido y yo apenas dábamos abasto. Ni siquiera
teníamos tiempo de pensar uno en el otro, y aun antes de que
hubiera muerto, creo que lo había olvidado.
J A N . — S í , lo comprendo. Pero. . . (Con una pausa de vacilación)
, a un hijo que le hubiera prestado su brazo, ¿acaso lo habría olvidado?
MARTA. — Madre, ya sabe que tenemos mucho que hacer.
LA MADRE. — ¡Un hijo! ¡Ay, soy una mujer demasiado vieja! Las
mujeres viejas hasta se olvidan de que quisieron a sus hijos. El
corazón se gasta, señor.
JAN. — Es cierto. Pero sé que no olvida jamás.
MARTA (interponiéndose entre ellos y con decisión). — El hijo que
entrara aquí encontraría lo que cualquier cliente está seguro de
encontrar: una indiferencia benévola. Todos los hombres que hemos
recibido se adaptaron a ella. Pagaron su cuarto y recibieron
una llave. No hablaron de sus sentimientos. (Pausa.) Eso nos
simplificaba el trabajo.
LA MADRE. — Calla.
24
El malentendido
TAN (reflexionando). — ¿Y se quedaron mucho tiempo asi?
MARTA. — Algunos, mucho tiempo. Hicimos todo lo necesario para
que se quedaran. Otros que eran menos ricos, se marcharon al
día siguiente. No hicimos nada por ellos.
TAN_ .— Tengo bastante dinero y deseo quedarme algún tiempo en
este hotel, si ustedes me aceptan. Olvidé decirles que puedo pagar
por adelantado.
LA MADRE. — Oh, no pedimos eso.
MARTA. — Si es usted rico, está bien. Pero no hable más de sus sentimientos.
No tenemos nada que hacer con ellos. Estuve a punto de
pedirle que se marchara; me cansaba tanto su tono. Tome la llave,
revise su cuarto. Pero sepa que está en una casa sin recursos para
las cosas del corazón. Demasiados años grises han pasado por este
puntito del centro de Europa. Poco a poco han enfriado esta casa.
Nos han quitado la tendencia a la simpatía. Se lo digo una vez
más: nada tendrá aquí que se parezca a la intimidad. Tendrá lo que
reservamos siempre a los escasos viajeros, y lo que les reservamos
nada tiene que ver con las pasiones del corazón. Tome la llave
(se la tiende), y no lo olvide: lo recibimos por interés tranquilamente,
y si lo retenemos, será por interés, tranquilamente.
JAN toma la llave; ella sale, él la mira salir.
LA MADRE. — No haga mucho caso, señor. Pero lo cierto es que hay
temas que nunca ha podido soportar. (Se levanta, y él quiere ayudarla.)
Deje, hijo mío, no soy una inválida. Mire mis manos: todavía
son fuertes. Podrían sostener las piernas de un hombre. (Pausa.
Él mira la llave.) ¿Mis palabras le dan que pensar?
JAN. — No, discúlpeme, apenas la escuché. ¿Pero por qué me ha llamado
"hijo mío"?
LA MADRE. — ¡Ah, estoy aturdida! No era familiaridad, créame. Es
una manera de decir.
JAN. — Es muy natural todo. Sólo me falta conocer el cuarto.
LA MADRE. — Vaya señor. El viejo lo espera en el corredor. (Él la
mira. Quiere hablarle.) ¿Necesita usted algo?
JAN (vacilando). — No, señora. Pero... le agradezco su acogida.
25
Albert Camus
ESCENA VII
La MADRE está sola. Vuelve a sentarse, apoya las manos en la
mesa y las contempla.
LA MADRE. — Singular idea de hablarle de mis manos. Sin embargo,
si las hubiera mirado, quizá habria comprendido lo que se niega
a entender en las palabras de Marta.
¿Pero por qué tendrá este hombre tanto empeño en morir y
yo tan poco en matar de nuevo? Quisiera que se fuese para poder
acostarme y dormir también esta noche. ¡Demasiado vieja! Soy
demasiado vieja para cerrar de nuevo las manos alrededor de sus
tobillos y sentir el balanceo del cuerpo, a lo largo de todo el
camino que lleva al río. Soy demasiado vieja para hacer el último
esfuerzo que lo arroje al agua, dejándome los brazos colgando
la respiración entrecortada y los músculos endurecidos, sin fuerzas
para secarme el agua que me haya salpicado en la cara al caer el
hombre dormido. Estoy demasiado vieja. ¡Vamos, vamos! La víctima
es perfecta. Debo darle el sueño que deseaba para mi propia
noche. Y es. . .
MARTA entra bruscamente.
¡ ESCENA VIII
MARTA. — Todavía entregada a sus sueños. Y sin embargo, tenemos
mucho que hacer.
LA MADRE. — Pensaba en ese hombre. O más bien, pensaba en mí.
MARTA. — Es preferible pensar en mañana. ¿De qué sirve no miraf
a ese hombre si de pronto ha de pensar en él? Usted misma lo dijo:
es más fácil matar lo que no se conoce. Sea práctica.
LA MADRE. — Son las palabras de tu padre, Marta, las reconozco.
Pero quisiera estar segura de que es la última vez que nos vemos
obligadas a ser prácticas. ¡Qué raro! Él lo decía para ahuyentar
26
El malentendido
el miedo a la justicia; tú sólo las usas para borrar esta ligera
tendencia a la honradez que acabo de sentir.
MARTA. — Lo que usted llama tendencia a la honradez, es tan sólo
ganas de dormir. Suspenda la fatiga hasta mañana y después podrá
estar tranquila para siempre.
LA MADRE. — Sé que tienes razón. ¿Pero por qué ha de enviarnos
el azar una víctima tan poco alentadora?
MARTA. — El azar nada tiene que ver. Lo cierto es que ese viajero
es demasiado distraído y que exagera su aire de inocencia. ¿Qué
sería del mundo si los condenados empezaran a confiar al verdugo
sus penas sentimentales? No es un buen principio. Pero bueno,
al mismo tiempo me irrita, y cuando me ocupe de él pondré algo
de la cólera que siento frente a la estupidez del hombre.
LA MADRE. — Eso es lo que no está bien. Antes no poníamos ni
cólera ni compasión en nuestro trabajo y teníamos la indiferencia
necesaria. Ahora yo estoy fatigada y tú irritada. ¿Habrá qué
obstinarse cuando las cosas se presentan mal, y pasar por encima
de todo por un poco más de dinero?
MARTA. — No, no es el dinero, sino el olvido de este país y una
casa frente al mar. Si está usted cansada de su vida, yo estoy
harta hasta morir de este horizonte cerrado, y siento que no podré
vivir aquí un mes más. Las dos estamos cansadas de esta posada,
y usted, que es vieja, sólo quiere cerrar los ojos y olvidar. Pero
yo, que todavía siento en el corazón algunos deseos de mis veinte
años, quiero tratar de dejarlos para siempre, aunque para eso haya
de hundirme un poco más en la vida que queremos abandonar. Y
usted debe ayudarme, usted me echó al mundo en un país de
nubes y no en una tierra de sol.
LA MADRE. — No sé, Marta, si en cierto sentido no valdría más
que me olvidaras como lo hizo tu hermano, antes de oírte hablar
en tono de acusación.
MARTA. — Bien sabe que no querría apenarla. (Pausa; luego hosca.)
¿Qué haría yo sin usted a mi lado, qué sería de mí lejos de usted?
27
Albert Camus
Yo, por lo menos, no podría olvidarla, y si el peso de esta vida
a veces me hace perderle el respeto que le debo, le pido perdón.
LA MADRE. — Eres una buena hija y además me imagino que una
mujer vieja es a veces difícil de comprender. Pero quiero aprovechar
este momento para decirte lo que intento desde hace un
rato: esta noche no. . .
MARTA. — ¡Vamos! ¿Esperaremos hasta mañana? Bien sabe que nunca
ha procedido así, que es preciso no darle tiempo de que vea
gente, y que hay que obrar mientras lo tenemos a mano.
LA MADRE. — Lo sé. Pero esta noche, no. Concedámosle esta noche.
Permitámonos esta tregua. Quizá por él nos salvaremos.
MARTA. — Nada nos importa salvarnos; ese lenguaje es ridículo.
Todo lo que puede esperar, con el trabajo de esta noche, es el
derecho a dormir después.
LA MADRE. — Eso es lo que yo llamaba salvarse: conservar la
esperanza del sueño.
MARTA. — Entonces, se lo juro, esa salvación está en nuestras manos.
Madre, debemos terminar con esta indecisión. Será esta noche
o no será.
TELÓN
28
ACTO II
ESCENA I
El cuarto. La oscuridad comienza a invadir la habitación. JAN
•mira por la ventana.
JAN. — María tiene razón, esta hora es difícil. (Pausa.) ¿Qué hace,
qué piensa en el cuarto del hotel, con el corazón encogido, los
ojos secos, acurrucada en una silla? Las noches de allá son promesas
de felicidad. Pero aquí al contrario. . . (Mira el cuarto.)
Vamos, esta inquietud no tiene motivo. Hay que saber lo que se
quiere. En este cuarto se arreglará todo.
Llaman bruscamente. Entra MARTA.
MARTA. — Espero no molestarlo señor. Quisiera cambiar las toallas
y el agua.
JAN. — Creía que ya lo habían hecho.
MARTA. — No, el viejo tiene algunas distracciones.
JAN. — No tiene importancia. Pero casi no me atrevo a decirle
que no me molesta.
MARTA. — ¿Por qué?
JAN. — No estoy seguro de que figure en el convenio.
MARTA. — Ya ve usted que no puede contestar como todo el mundo,
aunque pretenda conciliario todo.
JAN (sonríe). — Tendré que acostumbrarme. Déme un poco de
tiempo.
MARTA (trabajando). —Ésa es la cuestión. (Él se aparta y mira por
la ventana. Ella lo observa. JAN sigue de espaldas. MARTA habla
29
Albert Camus
•mientras trabaja.) Lamento, señor, que este cuarto no sea tan
cómodo como usted podría desearlo.
JAN. — Es muy limpio y eso vale mucho. Lo han reformado hace
poco, ¿verdad?
MARTA. — Es cierto. ¿Cómo lo sabe?
JAN. — Por detalles.
MARTA. — De todos modos, muchos clientes lamentan la falta de
agua corriente y en realidad no se puede decir que no tengan
razón. Hace tiempo queremos instalar una lámpara eléctrica a la
cabecera de la cama. Supongo que ha de ser desagradable para
los que leen acostados tener que levantarse para apagar la luz.
JAN (se vuelve). — Cierto, no lo había notado. Pero no es una molestia
tan grande.
MARTA. — Es usted muy indulgente y se lo agradecemos. Me alegro
que los numerosos inconvenientes de nuestra posada no le importen
y le preocupen menos que a nosotros. Otros ya se hubieran
ido.
JAN. — A pesar de nuestro convenio, permítame decirle que es
usted extraña. Porque me parece que no es propio del hotelero
hacer notar los defectos de la instalación. Y en realidad se diría
que usted trata de convencerme de que me marche.
MARTA. — No he pensado nada de eso. (Tomando una decisión.)
Pero lo cierto es que mi madre y yo vacilamos mucho antes de
recibirlo.
JAN. — Pude notar, por lo menos, que no hacían mucho por retenerme.
Pero no comprendo por qué. No dudarán ustedes de mi
solvencia y me imagino que no doy la impresión de ser un hombre
que tenga alguna fechoría que reprocharse.
MARTA. — No, no es eso. Si quiere saberlo, no sólo no tiene usted nada
de malhechor sino que hasta lleva todas las marcas de la inocencia.
Los motivos son otros. Debemos abandonar este hotel, y
desde hace algún tiempo proyectamos todos los días cerrarlo para
comenzar los preparativos de la marcha. Nos resultaba fácil: rara
vez llegan clientes. Pero con la presencia de usted comprendi-
30
El m al entendido
mos qué arraigada teníamos la idea de abandonar nuestro antiguo
trabajo.
J A N ¿Así que desean exactamente que yo me marche?
MARTA. — Ya se lo he dicho: vacilamos y, sobre todo, yo. En realidad
todo depende de mí y todavía no sé qué decisión tomar.
TAN, — No quiero ser una carga para ustedes, no lo olvide, y conformaré
mi conducta a sus deseos. Sin embargo, le diré que me
convendría quedarme uno o dos días más. Tengo que ordenar
unos asuntos antes de proseguir mis viajes y esperaba encontrar
aquí la tranquilidad y la paz que me faltan.
MARTA. — Comprendo su deseo, créalo, y si quiere lo pensaré de
nuevo. (Pausa. Ella da un paso indeciso hacia la puerta.) ¿Entonces
volverá al país de donde viene?
JAN. — Sí, si es necesario.
MARTA. — Es un hermoso país, ¿verdad?
JAN (mira por la ventana). — Sí, es un hermoso país.
MARTA. — Dicen que en esas regiones hay playas completamente
desiertas. ,
JAN. — Es cierto, nada en ellas recuerda al hombre. A la mañana
temprano se encuentran en la arena las huellas que dejan las
patas de las aves marinas. Son las únicas señales de vida. En
cuanto a las noches. . . (Se interrumpe.)
MARTA (suavemente). — ¿En cuanto a las noches, señor?
JAN. — Son turbadoras. Sí, es un hermoso país.
MARTA (COW nuevo acento).—Muchas veces pienso en él. Algunos
viajeros me han hablado de ese país, he leído lo que pude. Y
muchas veces, como hoy, en medio de la primavera agria de
esta región, pienso en el mar y en las flores de allá. (Pausa; luego,
sordamente.) Y lo que imagino me vuelve ciega para todo lo
que me rodea.
JAN la mira con atención, se sienta suavemente delante de ella.
JAN.—Lo comprendo. Las primaveras de allá se le aferran a uno
a *a garganta, las flores brotan a millares por encima de los muros
blancos. Si se pasea usted una hora por las colinas que rodean la
31
Albert Camus
ciudad, le queda en la ropa el olor a miel de las rosas amarillas.
Ella también se sienta.
MARTA. — Es maravilloso. Lo que aquí llamamos primavera es una
rosa y dos capullos que acaban de brotar en el jardín del claustro.
(Con desprecio.) Eso basta para conmover a los hombres de mi
país. Pero sus almas se parecen a esa rosa avara. Un soplo más
poderoso las marchitaría; tienen la primavera que se merecen.
JAN. — No es usted muy justa, porque también tienen el otoño.
MARTA. — ¿Qué es el otoño?
JAN. — Una segunda primavera, en la que todas las hojas son como
flores. (La mira con insistencia.) Quizá hay también almas que
usted vería florecer si por lo menos las ayudara con su paciencia.
MARTA. — Ya no tengo reserva de paciencia para esta Europa
donde el otoño tiene cara de primavera y la primavera olor a
miseria. Pero imagino con deleite ese otro país donde el verano
lo aplasta todo, donde las lluvias de invierno inundan las ciudades,
y las cosas son lo que son. (Silencio. Él la mira cada vez con más
curiosidad. Marta lo advierte y se levanta bruscamente.) ¿Por
qué me mira así?
JAN. — Discúlpeme, pero en fin, ya que acabamos de dejar a un
lado el convenio, bien puedo decírselo: me parece que por primera
vez acaba de usar conmigo un lenguaje humano.
MARTA (con violencia). — Se equivoca, sin duda. Y si fuera como
dice, no tendría motivos para alegrarse. Si eso es humano en mí,
no es lo mejor que tengo. En mí lo humano es lo que deseo, y
para obtener lo que deseo, creo que lo aplastaría todo a mi paso.
JAN (sonríe). — Son violencias que comprendo. Y no tengo por
qué asustarme, pues yo no soy un obstáculo en su camino y
nada me lleva a oponerme a sus deseos.
MARTA. — No tiene usted motivo para oponerse, claro. Pero tampoco
los tiene para plegarse a ellos, y en ciertos casos, eso puede
precipitarlo todo.
JAN. — ¿Quién le ha dicho que no tengo motivos para plegarme?
32
El malentendido
SMARTA. El buen sentido y mi deseo de mantenerlo al margen de
mis proyectos.
T N si comprendo bien, hemos vuelto a nuestro convenio.
HARTA. — Sí, y fué un error apartarnos de él, ya lo ve. Pero le
agradezco que me haya hablado de países que usted conoce y le
pido disculpas por haberle hecho perder quizá el tiempo. (Ya
está cerca de la puerta.) Le diré que, por mi parte, no lo he
perdido del todo. Ha despertado en mí deseos que tal vez estuvieran
dormidos. Si es cierto que le interesaba quedarse aquí, sin
saberlo ha ganado su partida. Porque yo venía casi decidida a
pedirle que se marchara, pero ya lo ve, apeló usted a lo que tengo
de humano y ahora deseo que se quede. Así mi ansia por el mar y
los países del sol saldrá ganando.
Él la mira un instante en silencio.
JAN (lentamente).—Sus palabras son muy extrañas. Pero me quedaré
si puedo y si tampoco su madre encuentra inconveniente.
MARTA. — Los deseos de mi madre son menos fuertes que los míos,
es natural. Por lo tanto no tiene las mismas razones que yo
para desear su presencia. No piensa bastante en el mar y en las
playas salvajes para admitir la necesidad de que usted se quede. Es
un motivo que sólo vale para mí. Pero al mismo tiempo no tiene
motivos bastantes fuertes que oponerme y esto basta para resolver
la cuestión.
JAN. — Si comprendo bien, una de ustedes me admitirá por interés
y la otra por indiferencia.
MARTA. — ¿Qué más puede pedir un viajero? Pero hay algo de
verdad en lo que usted dice. (Abre la puerta.)
JAN. — Entonces debo alegrarme. Pero acaso admita usted que aquí
todo me parezca raro: el lenguaje y las personas. Esta casa es realmente
extraña.
MARTA. — Quizá lo único que sucede es que usted se porta de una
manera extraña. (Sale.)
33
Albert Camus
s ECCENA II
JAN (mirando hacia la puerta). — Quizá, s i . . . (Se dirige a la
cama y se sienta.) Pero esta mujer sólo me inspira el deseo de
marcharme, de encontrar a María y de ser feliz nuevamente.
Todo esto es estúpido. ¿Qué estoy haciendo aquí? Pero no, debo
hacerme cargo de mi madre y de mi hermana. Las tuve olvidadas
demasiado tiempo. (Se levanta.) Sí, en este cuarto se arreglará
todo. ¡Qué frío es, sin embargo! No reconozco nada, todo lo
han renovado. Se parece ahora a los cuartos de hotel de esas ciudades
extranjeras donde todas las noches llegan hombres solos.
También yo los conocí. Entonces me parecía que había una respuesta
por encontrar. Quizá la reciba aquí. (Mira hacia afuera.)
El cielo se cubre. Lo mismo sucede en todos los cuartos de hotel:
todas las horas de la noche son difíciles para el hombre solo.
Y aquí está ahora mi vieja angustia, aquí, en el fondo del cuerpo,
como una herida abierta que se irrita con cualquier movimiento.
Conozco su nombre. Es miedo a la soledad eterna, temor de que no
haya respuesta. ¿Y quién habría de responder en un cuarto de
hotel? (Se ha acercado a la campanilla. Vacila; luego llama. Ño
se oye nada. Después de un silencio, pasos; se oye un golpe. La
puerta se abre. En el marco aparece el viejo criado. Permanece
inmóvil y silencioso.). No es nada. Discúlpeme. Sólo deseaba saber
si alguien respondía, si la campanilla funcionaba.
El viejo lo mira, luego cierra la puerta. Los pasos se alejan.
ESCENA III
JAN. — La campanilla funciona, pero él no habla. No es una respuesta.
(Mira el cielo.) Las sombras se acumulan. Pronto reventarán
sobre toda la tierra. ¿Qué hacer?
Dos golpes en la puerta. Entra la hermana con una bandeja.
34
Ei malentendido
ESCENA IV
JAN. — ¿Qué es eso?
MARTA. — El té que usted pidió.
JAN. — Pero si yo no pedí nada.
MARTA. — ¿De veras? El viejo habrá oído mal. Muchas veces entiende
a medias. Pero ya que el té está servido, supongo que lo
tomará. (Deja la bandeja sobre la mesa. JAN hace una ademán.)
No se le cargará en la cuenta.
JAN. — No, no es eso. Pero me alegra que me traiga té.
MARTA. — Le aseguro que no hay por qué. Lo hacemos por interés.
JAN. — Usted no quiere dejarme ilusiones. Pero no veo dónde está
su interés en todo esto.
MARTA. — Sin embargo lo hay. (Sale.)
ESCENA V
JAN toma la taza, la mira, la deja de nuevo.
JAN. — La cena del hijo pródigo continúa. Un vaso de cerveza,
pero a cambio de dinero; una taza de té, pero para retener al
viajero. También es que no sé encontrar las palabras necesarias.
Frente a esta mujer de lenguaje claro, en vano busco la palabra
que lo concilie todo. Y además, todo es más fácil para ella:
¡es más cómodo encontrar las palabras de rechazo que dar con
las que unen! (Toma la taza y la sostiene un momento en silencio.
Luego, sordamente.) ¡Oh, Dios mío! Permíteme que encuentre
las palabras o haz que abandone esta vana empresa para volver al
amor de María. Dame fuerzas para elegir lo que prefiero y para
perseverar. (Levanta la taza.) Ésta es la cena del hijo pródigo.
Por lo menos le haré los honores, y hasta que parta habré desempeñado
mi papel. (Bebe. Llaman con fuerza a la puerta.)
¿Quién es?
La puerta se abre. Entra LA MADRE.
35
Albert Camus
ESCENA VI
LA MADRE. — Perdone, señor, mi hija me dijo que le había traído té.
JAN. — Ya lo ve.
LA MADRE. — ¿Lo bebió?
JAN. — Sí, ¿por qué?
LA MADRE. — Discúlpeme, pero voy a llevarme la bandeja.
JAN (sonriendo). — Lamento que esta taza de té provoque tanto
trastorno.
LA MADRE. — Nada de eso. Pero en realidad, el té no era para
usted.
JAN. — Ah, ¿es por eso? Su hija me lo trajo sin que yo lo pidiera.
LA MADRE (con una especie de cansancio). — Sí, por eso. Hubiera
sido preferible . . . Al fin, lo haya bebido o no, no tiene tanta
importancia.
JAN (sorprendido). — Lo lamento mucho, créame, pero su hija quiso
dejármelo a pesar de todo, y no creí .. .
LA MADRE. — Yo también lo lamento. Pero no quiero que usted se
disculpe. No es sino un error. (Pone la taza en la bandeja y se
dispone a salir.)
JAN. — ¡Señora!
LA MADRE. — Diga . . .
JAN. — Vuelvo a pedirle disculpas. Acabo de tomar una decisión:
creo que me marcharé esta noche, después de la cena. Naturalmente,
le pagaré el cuarto. (Ella lo mira en silencio.) Comprendo
su sorpresa. Pero no vaya a creer que usted tiene la culpa de
nada. Me inspira usted simpatía y, hasta diría, una gran simpatía.
Pero, para ser sincero, no estoy cómodo aquí y prefiero no
prolongar mi estada.
LA MADRE (lentamente). — No tiene ninguna importancia, señor.
En principio es usted enteramente libre. Pero de aquí a la cena,
quizá cambie de idea. A veces se obedece a la primera impresión
y después las cosas se arreglan y uno termina por acostumbrarse.
36
El malentendido
JAN. — No lo creo, señora. Sin embargo no se imagine que me
voy descontento de usted, Por el contrario, le estoy muy agradecido
por haberme acogido como lo hizo, pues me pareció sentir
en usted cierta benevolencia para conmigo.
LA MADRE. — Era muy natural, señor, y como supondrá, no tenía
razones personales para demostrarle hostilidad.
JAN {con emoción contenida). — Tal vez sea verdad. Si le digo
esto es porque deseo irme sin enojo. Quizá vuelva más adelante,
estoy seguro. Entonces todo será más claro y no hay duda
de que nos alegraremos al volver a vernos. Pero ahora me parece
que me he equivocado y que nada tengo que hacer aquí. Para
ser a usted franco, y aun a riesgo de parecerle oscuro, mi impresión
es que esta casa no es la mía.
Ella signe mirándolo.
LA MADRE. — Lo comprendo, señor. Pero en general son cosas que
uno siente en seguida y me parece que usted tardó en advertirlo.
JAN. — Es cierto. Pero, ¿sabe?, soy un poco distraído. Vine a Europa
para arreglar unos asuntos urgentes. Nunca es fácil volver a
un país del que uno se marchó hace mucho tiempo. Usted ha
de comprenderlo.
LA MADRE. — Lo comprendo, señor, y hubiera querido que las
cosas se le arreglaran. Pero creo que, por nuestra parte, nada más
podemos hacer.
JAN. — Desde luego, así parece. Aunque a decir verdad, nunca se
sabe.
LA MADRE. — De todos modos, creo que hemos hecho todo lo posible
para que usted se quedara en esta casa.
JAN. — Por supuesto, y no les reprocho nada. Sólo que son ustedes
las primeras personas que encuentro desde mi regreso y es natural
que empiece a sentir con ustedes las dificultades que me aguardan.
Claro está, todo es culpa mía; todavía soy un extranjero.
LA MADRE. — Hay historias que siempre empiezan mal y nadie
puede cambiarlas. Por un lado, la verdad es que yo también lo
37
Albert Camus
siento. Pero después de todo, me digo, no hay motivos para darle
tanta importancia.
JAN. — Ya es mucho que usted comparta mi disgusto y que haga
el esfuerzo de comprenderme. No sé si podré decirle cuánto me
conmueve y me agrada su atención. (Inicia un movimiento hacia
ella.) Mire. ..
LA MADRE. — No faltaba más. Nuestro oficio es hacernos agradables
a todos los clientes.
JAN (desalentado). — Tiene usted razón. (Pausa.) En resumen, sólo
les debo disculpas, y si lo creen conveniente, una indemnización.
(Se pasa la mano por la frente. Parece más fatigado. Habla con
menos facilidad.) Quizá hayan hecho preparativos o se hayan
metido en gastos, y es muy natural. . .
LA MADRE. — Sólo hemos hecho los preparativos de siempre en estos
casos. Y claro está que no tenemos por qué pedirle indemnización.
No lamentamos por nosotros sino por usted su incertidumbre.
JAN (se apoya en la mesa).—Bah, no importa. Lo esencial es que
nos pongamos de acuerdo y que no me recuerde demasiado mal.
Por mi parte, no olvidaré su casa, créalo, y espero que el día que,
vuelva me hallaré de mejor ánimo. (Ella se dirige sin una palabra
hacia la puerta.) ¡Señora! (La mu)er se vuelve. Él habla penosamente,
pero termina con más facilidad que al principio.) Quisiera.
. . (Se detiene.) . . . Perdóneme, pero el viaje me ha cansado.
(Se sienta en la cama.) Por lo menos quisiera agradecerle el té
y la acogida. También quiero que sepa que no dejaré esta casa
como un huésped indiferente.
LA MADRE. — Por favor, señor. Me resulta incómodo recibir las
gracias por una equivocación. (Sale.)
38
El malentendido
ESCENA VII
ti la mira salir. Hace un movimiento, pero al mismo tiempo, da
señales de fatiga. Parece ceder al cansancio y se acoda en la almohada.
TAN- , Hay que simplificarlo todo, sí, simplificarlo todo. Volveré
mañana con María y diré: "Soy yo". Nada me impedirá hacerlas
felices. Es evidente. María tenía razón. (Suspira, se recuesta.)
Ay, no me gusta esta noche en la que todo está tan lejos. (Se ha
acostado del todo, dice palabras inaudibles, con voz que apenas
se oye.) ¿Sí o no?
Se mueve. Duerme. La escena está casi a oscuras. Largo silencio.
Se abre la puerta. Entran las dos mujeres con una luz.
ESCENA VIII
MARTA (después de iluminar el cuerpo, con voz sofocada). — ¡Ya
está!
LA MADRE (con la misma voz, pero elevándola poco a poco). — ¡No
Marta! No me gusta esta manera de forzarme. Me arrastras a
esto. Empiezas tú para obligarme a que termine yo. No me gusta
esta manera de pasar por alto mis vacilaciones.
MARTA. — Es una manera de simplificarlo todo. Si usted me hubiese
dado una explicación clara de su incertidumbre, hubiera sido
mi deber tenerla en cuenta. Pero puesto que usted estaba turbada,
me correspondía ayudarla obrando.
LA MADRE. — De sobra sé que no tiene tanta importancia y que
fuera él u otro, hoy o más adelante, esta noche o mañana, el
asunto tenía que terminar. Pero no importa. No me gusta.
MARTA. — Vamos, es mejor que piense en mañana y que nos demos
prisa. Al final de esta noche está nuestra libertad. (Registra
la chaqueta, saca una billetera y cuenta el dinero.)
LA MADRE. — ¡Cómo duerme, Marta!
39
Albert C am u s
MARTA.—Duerme como dormían todos. ¡Vamos ya!
LA MADRE. — Espera un poco. Es cierto que todos los hombres dormidos
parecen deponer las armas.
MARTA. — Es el aire que adoptan. Pero siempre terminan por despertar.
. .
LA MADRE (como si reflexionara). — No, los hombres no son tan
extraordinarios. Pero tú no sabes nada de esto.
MARTA. — No, no lo sé, pero sé que estamos perdimdo el tiempo.
LA MADRE (con cierta ironía cansada). — Nada nos apremia. Por
el contrario, es el momento de quedarse quietas, ya que lo principal
está hecho. ¿Por qué tanta rudeza ahora? ¿Acaso vale la
pena?
MARTA. — Nada vale la pena en cuanto uno lo dice. Es preferible
trabajar y no hacerse preguntas.
LA MADRE {con calma) . — Sentémonos, Marta.
MARTA. — ¿Aquí, cerca de él?
LA MADRE. — Claro, ¿por qué no? Acaba de caer en un sueño que
lo llevará lejos, y no irá a despertar para preguntarnos qué hacemos
aquí. En cuanto al resto del mundo, se detiene a la puerta
de este cuarto cerrado. Él y nosotros podemos gozar en paz de
este instante y de este descanso. (Se sienta.)
MARTA. — Está usted bromeando y ahora a quien no le gusta esto
es a mí.
LA MADRE. — No tengo ganas de bromas. Sólo muestro calma donde
tú pones fiebre. Siéntate (se ríe de un modo raro. MARTA se
sienta) y mira a este hombre, más inocente aún en el sueño que
en sus palabras. Él, por lo menos, terminó con el mundo. A partir
de este momento, todo le será fácil. Sólo pasará de un sueño
poblado de imágenes a un sueño sin sueños. Y lo que para todo
el mundo es un horrible desgarramiento, para él será un largo
dormir.
MARTA. — La inocencia tiene el sueño que merece. Y a éste, por
lo menos, yo no tenía motivos para odiarlo. Por eso me alegra que
le sea ahorrado el sufrimiento. Pero tampoco tengo motivos para
40
El malentendido
contemplarlo y me parece desdichada su idea de mirar tanto a
un hombre al que tendrá que cargar dentro de un rato.
LA MADRE (meneando la cabeza y con voz débil). — Lo llevaremos
cuando sea necesario. Pero no hay prisa todavía, y si lo miramos
atentamente, quizá, para él al menos, no sea una idea desdichada.
Porque todavía hay tiempo; el sueño no es la muerte. Míralo.
Está en ese instante en que su mismo destino le es extraño, en que
sus posibilidades de vida están en manos indiferentes. Si estas
manos se quedan donde están, abandonadas sobre mis rodillas hasta
el alba, sin que él lo sepa habrá resucitado. Pero si avanzan hacia
él y forman alrededor de sus tobillos duras argollas, entrará para
siempre en una tierra sin memoria.
MARTA (levantándose bruscamente).—Madre, olvida usted en este
momento que las noches no son eternas y que nos queda mucho
por hacer. Debemos revisar sus papeles y llevarlo a la habitación
de abajo. Tenemos que apagar todas las lámparas y vigilar desde
la puerta durante el tiempo que sea necesario.
LA MADRE. — Sí, tenemos mucho que hacer, y eso es lo que nos
diferencia de él, libre ahora del peso de su propia vida. Ya no
conoce la angustia de las decisiones, la tensión, el trabajo por
terminar. Ya no lleva la cruz de esa vida interior que proscribe el
reposo, la distracción o la debilidad. En este momento, no tiene exigencias
consigo mismo, y yo, vieja y fatigada, estoy a punto de
creer que ésa es la felicidad.
MARTA. — No tenemos tiempo para interrogarnos sobre la felicidad.
Cuando haya vigilado el tiempo necesario, tendremos que
recorrer todavía el camino hasta el río y comprobar si no se ha
dormido algún- borracho en la zanja. Tendremos que llevarlo
entonces rápidamente y ya sabe que la tarea no es fácil. Y tendremos
que intentarla varias veces antes de llegar a la orilla del
agua y arrojarlo, lo más lejos que sea posible, al fondo del río.
Permítame decirle una vez más que las noches no son eternas.
LA MADRE. — Eso es, sí, lo que nos espera, y desde ahora me
siento tan cansada, con un cansancio tan viejo, que la sangre ya
41
Alb er t Camus
no puede digerirlo. Mientras tanto, él no sospecha nada y goz*
del reposo. Si lo dejamos despertar, tendrá que empezar de nuevo
y, a juzgar por lo que vi, no es distinto de los otros hombres y
no es posible apaciguarlo. Quizá por eso debemos llevarlo allá y
abandonarlo a la corriente. (Suspira.) Pero es una lástima que se
necesiten tantos esfuerzos para arrancar a un hombre a sus locuras
y conducirlo a la paz definitiva.
MARTA. — Madre, me parece que está usted desvariando. Le repito
que tenemos mucho que hacer y que luego de arrojarlo, habremos
de borrar las huellas en la orilla del río, confundir nuestras
pisadas en el camino, destruir su equipaje y su ropa, disipar
todas las señales de su paso, y suprimirlo, en fin, de la superficie de
la tierra. Se acerca la hora en que será demasiado tarde para hacer
la tarea con sangre fría, y no puedo comprenderla, sentada junto
a esa cama, haciendo como que mira a ese hombre que apenas ve,
y prosiguiendo con obstinación un monólogo fútil y ridículo.
LA MADRE. — ¿Sabías, Marta, que quería marcharse esta noche?
MARTA.—No, no lo sabía. Pero aun sabiéndolo hubiera hecho lo
mismo, porque ya lo había decidido.
LA MADRE. — Me lo dijo hace un rato, y no supe qué responderle.
MARTA. — ¿Así que lo vio usted?
LA MADRE. — Sí, subí cuando me dijiste que le habías traído el té.
Ya lo había bebido. De poder, lo hubiera impedido. Pero cuando
comprendí que todo empezaba entonces, reconocí que podríamos
continuar y que al fin de cuentas, no era tan importante.
MARTA. — Si lo reconoció usted así, no tenemos motivos para demorarnos
aquí, y quisiera que se levantara de una vez y me ayudase
a terminar con una historia que me harta.
LA MADRE se levanta.
LA MADRE. — Claro que terminaré por ayudarte. Pero deja un
poco de calma a una vieja cuya sangre corre menos que la tuya.
Desde esta mañana lo precipitaste todo y te gustaría que yo
siguiese tu paso. Él mismo no pudo andar más rápido, y antes de
42
El malentendido
que se le ocurriera la idea de marcharse, había bebido el té que le
diste.
MARTA. —• Ya que tengo que decírselo, él fué quien me decidió. Usted
había acabado por hacerme dudar. Pero él me habló de los países
que espero conocer y, como supo conmoverme, me dio armas
en su contra. Así se recompensa a la inocencia.
LA MADRE. — Y sin embargo, Marta, él había terminado por comprender.
Me dijo que sentía que esta casa no era la suya.
MARTA (con fuerza e impaciencia).—Y esta casa, en efecto, no es
la suya, pero porque no es de nadie. Y nadie encontrará jamás en
ella confianza ni calor. Si lo hubiese comprendido más rápido,
se hubiera librado y nos hubiera librado. Nos habría evitado la
tarea de enseñarle que este cuarto está hecho para dormir y este
mundo para morir. Venga, madre, y por el amor de ese Dios que
usted invoca a veces, terminemos.
LA MADRE da un paso hacia la cama.
LA MADRE. — Vamos, Marta, pero me parece que no llegará nunca
el alba.
TELÓN
43
ACTO III
ESCENA I
En escena, la MADRE, MARTA y el CRIADO. El VIEJO barre y ordena
la habitación. La HERMANA está detrás del mostrador echándose
el pelo hacia atrás. La MADRE cruza el escenario en dirección a
la puerta.
MARTA. — Ya ve usted que ha llegado el alba y que vencimos las
dificultades de la noche.
LA MADRE. — Sí. Mañana me parecerá un alivio haber terminado
esto. Ahora sólo siento sueño y el corazón seco. La noche ha sido
dura.
MARTA. — Pero después de varios años, ésta es la primera mañana
que respiro. Nunca me ha costado menos un asesinato. Me parece
que ya oigo el mar y me dan ganas de gritar de alegría.
LA MADRE. — Mejor, Marta, mejor. Pero ahora me siento tan vieja
que no puedo compartir nada contigo. Supongo que mañana todo
marchará mejor para mí.
MARTA. — Sí, todo marchará mejor, eso espero. Pero no vuelva a
quejarse y déjeme ser feliz a mis anchas. Soy de nuevo la muchacha
que fui. De nuevo mi cuerpo tiene calor y me dan ganas
de correr. Ah, dígame tan sólo. . . (Se detiene.)
LA MADRE. — {Qué hay, Marta? Ya no te reconozco.
MARTA. — Madre. . . (Vacila; luego, con ardor.) ¿Todavía soy hermosa?
LA MADRE. — Me parece que esta mañana lo eres. Kay actos que te
sientan.
44
El malentendido
MARTA. — Oh, no, es que son actos que me parece fácil sobrellevar.
Pero hoy es como si naciera por segunda vez, pues voy a la tierra
donde seré feliz.
LA MADRE. — Bueno, bueno. Cuando haya desaparecido mi fatiga,
estaré muy contenta. Es una compensación de todas las noches
que pasamos en pie saber que te harán feliz. Pero esta mañana voy
a descansar; sólo siento que la noche ha sido dura.
MARTA. — ¡Qué importa! Hoy es un gran día. Viejo, fíjate, al pasar
dejamos caer los papeles del viajero y nos faltó tiempo para recogerlos.
Búscalos.
LA MADRE sale. El VIEJO barre debajo de una mesa, saca el pasaporte
del hijo, lo abre, lo examina y lo tiende, abierto, a MARTA.
MARTA. — De nada me sirve. Guárdalo. Quemaremos todo. (El
VIEJO sigue tendiendo el pasaporte. MARTA lo toma.) ¿Qué hay?
El VIEJO sale. MARTA lee largamente el pasaporte, sin una reacción.
Llama con voz aparentemente tranquila.
MARTA. — ¡Madre!
LA MADRE (desde adentro). — ¿Qué quieres ahora?
MARTA. — Venga.
LA MADRE entra. MARTA le da el pasaporte.
MARTA. — ¡Lea!
LA MADRE. — Bien sabes que tengo la vista cansada.
MARTA. — ¡Lea!
LA MADRE toma el pasaporte, se sienta cerca de una mesa, abre
el pasaporte y lee. Mira largo rato las páginas que tiene delante.
LA MADRE (con voz neutra). — Bueno, bien sabía yo que alguna vez
pasaría esto y que entonces habría que terminar.
MARTA (se planta delante del mostrador). — ¡Madre!
LA MADRE (en el mismo tono). —Deja, Marta, ya he vivido bastante.
He vivido mucho más tiempo que mi hijo. Eso no está dentro
de lo natural. Ahora puedo ir a reunirme con él al fondo del río
donde las hierbas ya le cubren el rostro.
MARTA. — ¡Madre! No me dejará usted sola, ¿verdad?
A MADRE. — Me has ayudado mucho, Marta, y lamento abando-
45
Albert Camus
narte. Si todavía puede tener sentido, diré que a tu manera has
sido una buena hija. Siempre me has guardado el respeto debido.
Pero ahora estoy cansada y mi viejo corazón, que se creía despegado
de todo, acaba de recordar el dolor. Ya no soy joven para
arreglármelas. Y de todos modos, cuando una madre no es capaz
de reconocer a su hijo, su papel en la tierra ha terminado.
MARTA. — No, si la felicidad de su hija está por hacerse. Y tanto
como yo misma, se desgarran mis esperanzas al oír esa manera de
hablar, en usted, que me enseñó a no respetar nada.
LA MADRE (con la misma voz indiferente). — Eso prueba que en
un mundo donde todo puede negarse, hay fuerzas innegables, y que
en esta tierra donde nada es seguro, tenemos nuestras certidumbres.
(Con amargura.)\E1 amor de una madre a su hijo es ahora
mi certidumbre.
MARTA. — ¿Así que no está usted segura de que una madre pueda
amar a su hija?
LA MADRE. — No quisiera herirte ahora, Marta, pero la verdad, no
es lo mismo. No es tan fuerte. ¿Y cómo podré prescindir ahora
del amor de mi hijo?
MARTA (estallando). — ¡Valiente amor que la olvidó veinte años!
LA MADRE. — Sí, valiente amor que sobrevive a veinte años de silencio.
¡Pero qué importa! Ese amor me bastaba, ya que no puedo vivir
sin él. (Se levanta.)
MARTA. — No es posible que usted diga eso sin un asomo de rebeldía,
y sin un pensamiento para su hija.
LA MADRE. — Por duro que sea para ti, es posible. No tengo pensamientos
para nadie y menos aún rebeldía. Supongo que éste es el
castigo y que hay una hora en la que todos los asesinos están como
yo: vacíos por dentro, estériles, sin porvenir posible. Por eso se los
suprime: no sirven para nada.
MARTA. — Desprecio sus palabras; no puedo oírla hablar de crimen
y de castigo. i
LA MADRE. — No elijo las palabras, ya no tengo preferencias. Pero
46
El malentendido
lo cierto es que lo he agotado todo en una ocasión. He perdido la
libertad: empezó el infierno.
MARTA (acercándose y con violencia). — No hablaba usted así antes.
Y durante todos esos años continuó a mi lado, sujetando con
mano firme las piernas de los que debían morir. Entonces no pensaba
usted en la libertad y en el infierno. No creía que le estuviera
vedado vivir. Y continuó. ¿Qué puede cambiar su hijo en todo
esto?
LA MADRE. — Continué, es cierto. Pero las cosas que viví de ese
modo, las viví por costumbre: no hay diferencia con la muerte.
Ha bastado el dolor para tranformarlo todo. Eso es, justamente, lo
que mi hijo vino a cambiar.
MARTA intenta hablar.
Lo sé, Marta, no es razonable. ¿Qué significa el dolor para una
asesina? Pero ya lo ves, no es un verdadero dolor de madre: todavía
no he gritado. No es sino el sufrimiento de renacer al amor, y sin
embargo resulta superior a mis fuerzas. Sé además que este sufrimiento
tampoco es razonable y bien puedo decirlo, yo que lo he
probado todo, desde la creación hasta la destrucción. (Se dirige
decidida hacia la puerta, pero MARTA se le adelanta y le cierra
el paso.)
MARTA. — No, madre, usted no me abandonará. No olvide que yo
me quedé y él se marchó, que me tuvo usted a su lado toda una
vida y él la dejó en el silencio. Eso hay que pagarlo. Eso tiene que
entrar en la cuenta. Y usted debe volver a mí.
LA MADRE (suavemente). — ¡Es cierto, Marta, pero a él lo he matado!
MARTA se aparta un poco, con la cabeza hacia atrás, como si mirara
la puerta.
MARTA (después de un silencio, con pasión creciente). — Todo lo
que la vida puede dar a un hombre, le fué dado. Abandonó este
país. Conoció otros espacios, el mar, seres libres. Yo me quedé
aquí. Me quedé, pequeña y oscura, en el tedio, hundida en el corazón
del continente, y crecí en la espesura de la tierra. Nadie besó
47
Albert Camus
mi boca y ni siquiera usted vio mi cuerpo sin ropa. Madre, se lo
juro, esto hay que pagarlo. Y con el vano pretexto de que ha
muerto un hombre, no puede usted hurtar el momento en que yo
iba a recibir lo que me corresponde. Comprenda, pues, que para
un hombre que ha vivido, la muerte es cosa de nada. Yo puedo olvidar
a mi hermano y usted a su hijo. Lo que le sucedió carece de
importancia; ya no le quedaba nada por conocer. Pero a mí, usted
me priva de todo y me quita lo que él gozó. ¿Todavía él habrá de
arrebatarme el amor de mi madre y se la llevará para siempre a su
río helado?
Se miran en silencio. Y la hermana baja los ojos.
En voz muy baja.
Me conformaría con tan poco. Madre, hay palabras que nunca
supe pronunciar, pero me parece que sería dulce reanudar nuestra
vida de todos los días.
LA MADRE ha avanzado hacia ella.
LA MADRE. — (Lo habías reconocido?
MARTA (alzando bruscamente la cabeza).— ¡No! No lo había reconocido.
No conservaba ninguna imagen de él y todo sucedió como
debía suceder. Usted misma lo dijo: este mundo no es razonable.
Pero no se equivoca del todo al hacerme esta pregunta. Porque
ahora sé que aun reconociéndolo, nada habría cambiado.
LA MADRE. — Quiero creer que no es cierto. No hay alma totalmente
criminal y los peores asesinos tienen momentos en que arrojan
el arma.
MARTA. — Yo también conozco esos momentos. Pero no hubiera agachado
la cabeza ante un hermano desconocido e indiferente.
LA MADRE. — ¿Y entonces ante quién?
MARTA agacha la cabeza.
MARTA. — Ante usted.
Silencio.
LA MADRE (lentamente). — Demasiado tarde, Marta. Ya no puedo
hacer nada por ti. (Apartándose un poco.) ¡Ah! ¿Por qué se
calló? El silencio es mortal. Pero hablar es igualmente peligroso,
48
El malentendido
pues lo poco que dijo precipitó las cosas. (Se vuelve hacia su hija.)
¿Lloras, Marta? No, no sabrías. ¿Recuerdas el tiempo en que yo
te besaba?
MARTA. — No, madre.
LA MADRE. — Tienes razón. Hace mucho de eso y muy pronto olvidé
tenderte los brazos. Pero no dejé de quererte. (Aparta dulcemente
a Marta, quien poco a poco le cede el paso.) Ahora lo sé, porque
tu hermano ha venido a despertar esta dulzura insoportable
que también debo matar conmigo.
El paso queda libre.
MARTA (tapándose la cara con las manos). — ¿Pero hay algo más
fuerte que la desesperación de su hija?
LA MADRE. — La fatiga quizá . . . y la sed de reposo.
Sale sin que la hija se oponga.
ESCENA II
MARTA corre hacia la puerta, la cierra brutalmente, se apoya en
ella. Estalla en gritos salvajes.
MARTA. — ¡No! No tenía por qué velar por mi hermano, y, sin embargo,
me encuentro desterrada en mi propio país; ya no hay lugar
para mi sueño; mi propia madre me ha rechazado. Pero yo no
tenía por qué velar por mi hermano; ésta es la injusticia que se
comete con la inocencia. Porque ahora él obtuvo lo que quería,
mientras yo me quedo solitaria, lejos del mar del que estaba sedienta.
¡Oh! ¡Lo odio! ¡Toda mi vida ha transcurrido en la espera
de esta ola que había de llevarme y sé que ya no vendrá! Tendré
que quedarme aquí, y a la derecha y a la izquierda, delante y
detrás de mí, innumerables pueblos y naciones, llanuras y montañas
que detienen el viento del mar y ahogan su constante llamada
con sus parloteos y murmullos. (Más bajo.) ¡Otros tienen más
suerte! Hay lugares alejados del mar Sonde el viento de la
noche lleva a veces olor a algas. Les habla de playas húmedas
49
Albert Camus
donde resuena el grito de las gaviotas, o de arenas doradas en tardes
interminables. Pero el viento se agota mucho antes de llegar
aquí; nunca más tendré lo que merezco. Aunque pegara el oído
a la tierra no oiría el choque de las olas heladas o la respiración
rítmica del mar feliz. Estoy demasiado lejos de lo que amo y mi
distancia no tiene remedio. ¡Lo odio, lo odio, porque obtuvo lo
que quería! Yo tengo por patria este lugar cerrado y denso donde
el cielo carece de horizonte; tengo para mi hambre el agrio ciruelo
de Moravia y para mi sed sólo la sangre que he vertido. Éste es el
precio que hay que pagar por la ternura de una madre! ¡Que se
muera, ya que nadie me quiere! ¡Que las puertas se cierren a mí
alrededor! ¡Que me dejen con mi justa cólera! Porque antes de
morir no alzaré los ojos para implorar al cielo. Allá, donde uno
puede huir, liberarse, apretar el cuerpo contra otro, revolcarse en
las olas; a aquel país defendido por el mar no llegan los dioses.
Pero aquí, donde todo detiene las miradas, toda la tierra está
diseñada para que el rostro se alce y la mirada mendigue. ¡Ah!
Odio este mundo en el que estamos reducidos a Dios. Pero a mí, que
padezco injusticia, no se me ha dado lo que me corresponde, y no
me arrodillaré. Y privada de mi lugar en esta tierra, rechazada por
mi madre, sola en medio de mis crímenes, abandonaré este mundo
sin reconciliarme.
Llaman a la puerta.
ESCENA III
MARTA.—¿Quién es?
MARÍA. — Una viajera.
MARTA. — No recibimos más clientes.
MARÍA. — Pero yo vengo a reunirme con mi marido.
Entra.
MARTA (mirándola). — ¿Quién es su marido?
MARÍA. — Llegó aquí ayer y debía venir a buscarme esta mañana.
Me sorprende que no lo haya hecho.
50
El malentendido
MARTA. — Había dicho que su mujer estaba en el extranjero.
MARÍA.—Tiene sus razones. Pero debíamos encontrarnos ahora.
MARTA (que no ha dejado de mirarla).—Le será difícil. Su marido
ya no está aquí.
MARÍA. — ¿Qué está diciendo? ¿No les alquiló un cuarto?
MARTA. — Es cierto que alquiló un cuarto, pero se fué por la noche.
MARÍA. — No puedo creerlo porque conozco todas las razones que
tiene para quedarse en esta casa. Pero su tono me inquieta. Dígame
lo que tiene que decirme.
MARTA. — No tengo nada que decirle sino que su marido ya no
está aquí.
MARÍA. — No pudo marcharse sin mí; no la comprendo. ¿Las dejó
definitivamente o avisó que volvería?
MARTA. — Nos dejó definitivamente.
MARÍA. — Escuche. Desde ayer soporto en este país extranjero una
espera que ha agotado toda mi paciencia. Vine impulsada por la
inquietud, y no me decido a marcharme sin haber visto a mi marido,
o sin saber dónde encontrarlo.
MARTA. — Ése es asunto suyo, no mío.
MARÍA. — Se equivoca usted. También es asunto suyo. No sé si mi
marido aprobará lo que voy a decirle, pero estoy cansada de estos
juegos y complicaciones. El hombre que llegó a su casa, ayer por
la mañana, es el hermano de quien no sabía usted nada desde hace
años.
MARTA. — No me dice nada nuevo.
MARÍA (estallando). — Pero entonces, ¿qué ha sucedido? Y si todo
se aclaró por fin, ¿por qué no está su hermano en esta casa? ¿No
lo reconoció, y su madre y usted no se alegraron del retorno?
MARTA.—Mi hermano ya no está aquí porque ha muerto.
MARÍA se sobresalta y permanece un momento en silencio, mirando
fijo a MARTA. Luego hace ademán de acercársele y sonríe.
MARÍA. — Usted bromea, ¿verdad? Jan me ha dicho muchas veces
que ya de niña le gustaba desconcertar a la gente. Somos casi
hermanas y. . .
51
Albert Camus
MARTA.—No me toque. Quédese donde está. No hay nada común
entre nosotras. (Pausa.) Su marido murió anoche y le aseguro que
no es una broma. Ya nada tiene que hacer aquí.
MARÍA. — ¡Usted está loca, loca de atar! Nadie se muere así cuando
lo esperan. Es demasiado repentino, no puedo creerlo. Déjeme verlo
y sólo entonces creeré lo que no puedo siquiera imaginar.
MARTA. — Es imposible. Ahora está en el fondo del río. . .
MARÍA inicia un movimiento hacia ella.
No me'toque, no se mueva. . . Está en el fondo del río donde mi
madre y yo lo llevamos anoche, después de adormecerlo. No sufrió,
pero eso no le impide estar muerto; nosotras, su madre y yo, lo
hemos matado.
MARÍA (retrocede). — Entonces la loca soy yo y escucho palabras
que hasta ahora nunca habían resonado sobre la tierra. Sabía que
nada bueno me esperaba aquí, pero no estoy dispuesta a participar
en esta demencia. Y aun en el momento en que sus palabras detienen
toda vida en mí, creo oírle hablar de otra persona que la
que compartía mis noches, y de una historia lejana donde mi corazón
nunca intervino.
MARTA. — No me corresponde convencerla sino sólo informarla.
Usted misma llegará a la evidencia.
MARÍA (con cierta distracción). — ¿Pero por qué, por qué me han
hecho eso?
MARTA. — ¿En nombre de qué me interroga usted?
MARÍA (en un grito). — ¡En nombre de mi amor!
MARTA. — ¿Qué quiere decir esa palabra?
MARÍA. — Quiere decir todo lo que en este momento me desgarra y
me muerde, este delirio que abre mis manos para el crimen. Quiere
decir mi alegría pasada, el dolor fresco que usted me trae. Si
no fuera por la obstinada incredulidad que me queda en el corazón,
aprendería usted, loca, lo que quiere decir esa palabra al sentir su
rostro desgarrado por mis uñas.
MARTA. — Decididamente, habla usted un lenguaje que no entiendo.
Apenas comprendo las palabras amor, alegría o dolor.
52
El malentendido
MARÍA (con un gran esfuerzo). — Escúcheme, dejemos el juego, si
lo es. No nos perdamos en palabras vanas. Dígame, bien claro,
lo que quiero saber, bien claro, antes de abandonarme.
MARTA. — Es difícil ser más clara de lo que lo he sido. Matamos a
su marido anoche para quitarle el dinero, como ya lo hemos hecho
con algunos viajeros.
MARÍA. — ¿Así que su madre y su hermana eran unas asesinas?
MARTA. — Sí, pero eso es asunto de ellas.
MARÍA (siempre con el mismo esfuerzo). — ¿Usted ya sabía que él
era su hermano?
MARTA. — Para decirle la verdad, hubo un malentendido. Y si usted
conoce un poco el mundo, no le sorprenderá.
MARÍA (volviéndose hacia la mesa, con los puños contra el pecho y
voz sorda). — Oh, Dios mío, yo sabía que esta comedia tenía que
resultar sangrienta, y que los dos recibiríamos castigo por habernos
prestado a ella. La desgracia estaba en ese cielo. (Se detiene delante
de la viesa y habla sin mirar a MARTA.) Él quería que ustedes lo
reconocieran, quería volver a su casa, traerles la felicidad, pero no
sabía dar con la palabra necesaria. Y mientras buscaba las palabras,
lo mataron. (Se echa a llorar.) Y ustedes, como dos insensatas,
ciegas al hijo maravilloso que volvía. . . porque era maravilloso;
¡no saben qué corazón orgulloso, qué alma exigente acaban de
matar! Podía ser el orgullo de ustedes, como fué el mío. Pero, ¡ay!,
usted era su enemiga, pues si no, ¿dónde encuentra fuerza suficiente
para hablar con frialdad de lo que debiera arrojarla a la calle
y arrancarle todos los gritos de la bestia?
MARTA. — No juzgue nada; usted no lo sabe todo. En este momento,
mi madre ha ido a reunirse con su hijo. Los dos están pegados a las
estacas de la represa y el agua, que empieza a roerlos, los empuja
sin tregua contra la madera podrida. Pronto habrán de sacarlos y
se encontrarán en la misma tierra. Pero no veo por qué esto ha de
arrancarme gritos. Tengo otra idea del corazón humano, y, para
decírselo de una vez, sus lágrimas me repugnan.
MARÍA (volviéndose contra ella con odio). — Son las lágrimas de
53
Albert Camus
las alegrías perdidas para siempre, de la felicidad frustrada. Para
usted es preferible al dolor seco que pronto sentiré y que podría
matarla sin temblar.
MARTA. — Nada de eso me conmueve, y a decir verdad, sería poca
cosa. Porque yo también he visto y oído bastante, y también decidí
morir. Pero no quiero mezclarme con ellos. Y en realidad, ¿qué
había de hacer con ellos? Los dejo entregados a su ternura recobrada,
a sus oscuras caricias. Ni usted ni yo participamos en ellas,
los dos nos son infieles para siempre. Afortunadamente me queda
mi cuarto y la viga es sólida.
MARÍA. — Y, ¿qué me importa que usted muera o que se derrumbe
el mundo entero si por culpa suya perdí al que amaba y ahora
tengo que vivir en esta terrible soledad donde la memoria es un
suplicio? m
MARTA se le acerca por detrás y le habla desde arriba.
MARTA. — No exageremos. Usted ha perdido a su marido y yo he
perdido a mi madre. Estamos en paz. Pero usted sólo lo perdió una
vez, después de gozarlo muchos años y sin que él la haya rechazado.
A mí mi madre me rechazó. Ahora está muerta y la perdí
dos veces.
MARÍA. — Sí; quizá cayera en la tentación de compadecerla y de hacerla
entrar en mi dolor si no supiese lo que le esperaba, a él, solo
en su cuarto, en el mismo momento en que usted preparaba su
muerte.
MARTA (con acento súbitamente desesperado). — También estoy
en paz con su marido, porque conocí su angustia. Como él, creía
tener mi casa. Me imaginaba que el crimen" era nuestro hogar y
que nos había unido, a mi madre y a mí, para siempre. Y si no,
¿a quién podía volverme en el mundo, sino a ella, que había matado
al mismo tiempo que yo? Pero me equivocaba. El crimen también
es soledad, aunque sean mil a ejecutarlo. Y es justo que
muera sola, después de vivir y matar sola.
MARÍA se vuelve hacia ella bañada en lágrimas.
MARTA retrocede y recobra su dureza.
54
El malentendido
No me toque, ya se lo he dicho. Al pensar que una mano humana
puede imponerme su calor antes de morir, al pensar que cualquier
cosa semejante a la horrible ternura de los hombres puede
perseguirme todavía, siento que todos los furores de la sangre me
suben a las sienes.
MARÍA se ha levantado y están frente a frente, muy cerca una de
otra.
MARÍA. — No tema. La dejaré morir como desea. Porque me parece
que con este dolor atroz que me aprieta el vientre, me llega una
ceguera donde desaparece todo lo que me rodea. Y tanto su madre
como usted nunca serán sino rostros fugaces, encontrados y
perdidos en el curso de una tragedia que no acabará. No siento
por usted ni odio ni compasión. Ya no puedo querer mi detestar
a nadie. (Oculta súbitamente el rostro entre las manos.) Y en
realidad, apenas he tenido tiempo de sufrir o rebelarme. La desgracia
era mayor que yo.
MARTA, que se ha vuelto y ha dado unos pasos hacia la puerta,
regresa hacia MARÍA.
MARTA. — Pero no tan grande, pues le ha dejado lágrimas. Y antes
de abandonarla para siempre, veo que me queda algo por hacer. Me
falta desesperarla.
MARÍA (mirándola con espanto). — ¡Oh! ¡Déjeme, vayase y déjeme!
MARTA. — Voy a dejarla, sí, y para mí también será un alivio: a duras
penas soporto su amor y sus lágrimas. Pero no puedo morir
dejándola convencida de que tiene razón, de que el amor no es en
vano, y de que esto es un accidente. Porque ahora estamos dentro
de la normalidad. Hay que convencerse.
MARÍA. — ¿Qué normalidad?
MARTA. — Ésa en la que nadie es reconocida nunca.
MARÍA (enajenada). — Qué me importa, casi no la entiendo. Mi
corazón está desgarrado. Sólo le importa aquel a quien usted mató.
MARTA (con violencia). — ¡Cállese! No quiero oír hablar más de él,
lo detesto. Ya no es nada para usted. Entró en la amarga morada
donde el hombre queda exilado para siempre. ¡Imbécil! Tiene lo
55
Albert Camus
que quería, encontró a la que buscaba. Ya estamos todos dentro
de la normalidad. Comprenda que ni para él ni para nosotros, ni
en la vida ni en la muerte, hay patria sin paz. (Con una risa despreciativa.)
Porque no se puede llamar patria, ¿verdad?, a esa
tierra densa, privada de luz, donde seremos alimento de animales
ciegos.
MARÍA (llorando). — No puedo, no puedo soportar sus palabras. Y
él tampoco las hubiera soportado. Había venido en busca de otra
patria.
MARTA (que ha llegado a la puerta, volviéndose bruscamente). —i
Esta locura ha recibido su pago. Pronto recibirá usted el suyo.
(Con la misma risa.) Nos han estafado, ya se lo dije. ¿Para qué
esa gran llamada al ser, ese alerta de las almas? ¿Por qué gritar al
mar o al amor? Es irrisorio. Su marido conoce ahora la respuesta,
esa morada espantosa donde al final estaremos apretados unos junto
a otros. (Con odio.) Usted también la conocerá, y si entonces
pudiera, recordaría con deleite el día de hoy en el cual, sin embargo,
cree empezar el más desgarrador exilio. Comprenda que su
dolor jamás igualará la injusticia que se comete con el hombre.
Y para terminar, escuche mi consejo. Porque le debo un consejo,
ya que he matado a su marido.
Ruegue a su dios que la haga semejante a la piedra. Es la felicidad
que él se asigna, la única felicidad verdadera. Haga como
él, vuélvase sorda a todos los gritos, sea como la piedra mientras
hay tiempo. Pero si se siente demasiado cobarde para entrar en esta
paz ciega, entonces venga a reunirse con nosotros en nuestra
morada común. ¡Adiós, hermana mía! Todo es fácil, ya lo ve.
Tiene que elegir entre la estúpida felicidad de los guijarros y el lecho
viscoso donde la esperamos.
Sale y MARÍA, que ha escuchado enajenada, vacila tendiendo las
manos hacia adelante.
MARÍA (gritando). — ¡Oh, Dios mío, no puedo vivir en este desierto!
Te hablaré, sabré encontrar las palabras. (Cae de rodillas.)
Porque a ti me encomiendo. ¡Ten piedad de mí, vuelve a mí tus
56
El malentendido
ojos! ¡Escúchame, Señor, dame tu mano! ¡Ten piedad de los que
se aman y están separados!
Se abre la puerta y aparece el VIEJO CRIADO.
ESCENA IV
EL VIEJO (con voz clara y firme). — ¿Me llamó usted?
MARÍA (volviéndose hacia él). — ¡Oh, no sé Pero ayúdeme, porque
necesito que me ayuden. ¡Apiádese, ayúdeme!
EL VIEJO. — ¡No!
TELÓN

miércoles, 11 de abril de 2012

George Bernard Shaw: Premio Nobel de literatura 1925.




George Bernard Shaw.
El escritor y dramaturgo George Bernard Shaw nació el 26 de julio de 1856 en Dublín, Irlanda, en el seno de una familia protestante y culta. Obtuvo desde muy pequeño sus primeros conocimientos en música y literatura, y más tarde inició su educación formal en una escuela anglicana. A los quince años trabajó como empleado de una agencia inmobiliaria, donde permaneció durante cinco años, luego
de los cuales viajó a Londres con su madre. Allí retomó sus estudios de música y se interesó por la política, defendiendo con convicción la ideología socialista.
Ya por esos años frecuentaba círculos intelectuales y literarios, pero ninguna de sus primeras cinco novelas fueron aceptadas por las editoriales.


Decidió entonces dedicarse al periodismo, y trabajó para The Star, The World y la Saturday Review, donde se destacó como crítico musical y literario. Sus primeras obras dramáticas fueron publicadas en 1898 en un volumen llamado `Obras agradables y desagradables`, y de las que se destacan `Cándida`, `La profesión de la señora Warren` y `Las armas y el hombre`. En 1900 apareció `Tres comedias para puritanos`, a la que seguirían `Una comedia y una filosofía` (1903) y `El dilema del doctor` (1906). Su obra criticó y atacó duramente los preceptos morales, estéticos, políticos y religiosos de la sociedad victoriana en Inglaterra, y por lo cual la mayor parte de sus creaciones o no se presentaban o estaban condenadas de antemano al fracaso y a la crítica destructiva en ese
país. Es por esto que Estados Unidos se convirtió en la plataforma de sus triunfos: `Cándida` recibió aplausos y reconocimientos, y el nombre de Bernard Shaw empezó a ser mencionado por toda la geografía norteamericana. Recién entonces el autor empezó a ser `descubierto` en Europa.
En Alemania comenzaron a representarse sus obras y en Londres, la ciudad que había apostado por su fracaso, quienes antes lo criticaban ahora reconocían su talento. Otros títulos de sus obras son `La dama morena de los sonetos` (1910), `Androcles y el león` (1912), `La gran Catalina` (1913), `Pigmalión y Santa Juana` (1923), etcétera. En 1926 obtuvo el premio Nobel de literatura. Los
últimos años de su vida los dedicó al periodismo. Murió en Londres el 2 de noviembre de 1950.

Segunda nota biográfica.
De wikipedia:

George Bernard Shaw

De Wikipedia, la enciclopedia libre
George Bernard Shaw
G Bernard Shaw.jpg
Nacimiento26 de julio, 1856
Bandera de Irlanda Dublín, Irlanda
Defunción2 de noviembre de 1950 (94 años)
SeudónimoBernard Shaw, GB Shaw
OcupaciónEscritor de teatro, crítico, activista político
NacionalidadBandera de Irlanda Irlanda
GéneroComedia
George Bernard Shaw (Dublín, 26 de julio de 1856Ayot St. Lawrence, Hertfordshire, 2 de noviembre de 1950) fue un escritor irlandés, ganador del Premio Nobel de literatura en 1925 y del Óscar en 1938.

Contenido

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[editar] Biografía

Shaw nació en Dublín el 26 de julio de 1856, en una familia pobre y protestante. Se educó en el Wesley College en Dublín, y emigró a Londres en 1870, para comenzar su carrera literaria. Allí, escribió cinco novelas que fueron rechazadas por los editores. Comenzó a escribir una columna de crítica musical en el periódico Star. Mientras tanto, comenzó a involucrarse en la política, y sirvió como concejal en el distrito de St. Pancras a partir de 1897. Fue un socialista notable, destacado miembro de la Sociedad Fabiana, que buscaba la transformación de la sociedad a través de métodos no revolucionarios.
George Bernard Shaw. 1925
El trabajo periodístico ejercido durante sus primeros años, comprendía desde la crítica literaria y artística hasta colaboraciones sobre temas musicales que firmó, entre 1888 y 1890, con el pseudónimo de Corno di Bassetto.
Shaw se volvió vegetariano[1] cuando tenía veinticinco años, después de una lectura de H. F. Lester.[2] En 1901, rememorando la experiencia, dijo "Fui caníbal durante veinticinco años. Por el resto de tiempo, he sido vegetariano".[3] Como convencido vegetariano, fue un firme anti-viviseccionista y antagonista de deportes crueles por el resto de su vida. La inmoralidad de comer animales fue una de las causas más cercanas a su corazón y es un tópico frecuente en sus obras y prefacios. Su posición, mantenida sucintamente, fue "Un hombre de mi intensidad espiritual no come cadáveres".[4]
En 1895, Shaw se convirtió en el crítico teatral del periódico Saturday Review, lo cual fue el primer paso hacia la carrera de dramaturgo. En 1898, Shaw se casó con Charlotte Payne-Townshend. Candida, su primera obra exitosa, se estrenó ese mismo año. Le siguieron The Devil's Disciple (1897), Arms and the Man (1898), Mrs. Warren's Profession (1898), Captain Brassbound's Conversion (1900), Man and Superman (1903), Caesar and Cleopatra (1901), Major Barbara (1905), Androcles and the Lion (1912), y Pigmalión (1913), por la que en 1938 obtuvo el Óscar al mejor guion adaptado.
Después de la Primera Guerra Mundial produjo varias obras, incluyendo Heartbreak House (1919) y Saint Joan (1923). Una de las características de las obras de teatro de Shaw es la larga introducción que las acompaña. En estos ensayos introductorios, Shaw daba su opinión —normalmente controvertida— sobre los temas que eran tratados en la obra. Algunos de estos ensayos son inclusive más extensos que la obra misma.
La turbulencia política en Irlanda no le fue indiferente. Acerca del levantamiento de Pascua, Shaw abogó en contra de la ejecución de los líderes rebeldes, argumentando que todos los hogares que se destruyeron podían ser siempre reconstruidos. Shaw fue amigo personal del líder Michael Collins, a quien invitó a cenar a su casa cuando Collins negociaba el tratado anglo-irlandés con David Lloyd George en Londres.
Pero Shaw también tuvo su parte oscura. Él creía en matar por categoría, al holgazán, el inepto y los opositores. Invitó a los científicos a que inventaran un gas humano que mate instantáneamente y sin dolor, mortal pero humano, no cruel. Además defendió el nazismo y el fascismo de Mussolini porque "hacían cosas", no se quedaban sin hacer nada como los gobiernos democráticos. Al final, renegó del nazismo porque Hitler había transformado tanto la concepción marxista del nazismo.[5]
Shaw se preocupó por las incoherencias en la escritura de la lengua inglesa, a tal grado de que en su testamento destinó una parte de sus bienes a la creación de un nuevo alfabeto fonético para el inglés. Tal proyecto nunca pudo comenzar, pues los bienes monetarios que Shaw dejó no eran suficientes. Sin embargo, las regalías obtenidas por los derechos de Pigmalión y My Fair Lady (obra musical basada en la obra de Shaw) fueron significativas. Los herederos desarrollaron entonces el denominado alfabeto Shaviano.
Shaw tuvo una larga amistad con el escritor británico Gilbert Keith Chesterton y con el compositor Sir Edward Elgar. Shaw se convirtió en la primera persona en haber ganado durante su vida un Nobel (literatura) y un Oscar (en la categoría de mejor guion, por Pigmalión), en 1938.
Desde 1906 hasta su muerte en 1950, Shaw vivió en Shaw's Corner, en el poblado de Ayot St. Lawrence, Hertfordshire. La casa se encuentra abierta al público visitante. El Teatro Shaw en Londres se abrió nuevamente en 1971, en su honor.

[editar] Obras

[editar] Drama

  • Plays Unpleasant (publicadas en 1898):
  • Plays Pleasant (publicadas en 1898):
    • El hombre del destino (The Man of Destiny)(1897)
    • El hombre y las armas (Arms and the Man)(1898)
    • Candida (1898)
    • You Never Can Tell (1898)
  • Three Plays for Puritans (publicadas en 1901):
  • The Admirable Bashville (1901)
  • Hombre y super hombre (Man and Superman)(19021903)
  • La otra isla de John Bull (John Bull's Other Islan) (1904)
  • How He Lied to Her Husband (1904)
  • El comandante Bárbara (Major Barbara) (1905)
  • El dilema del doctor (The Doctor's Dilemma) (1906)
  • Getting Married (1908)
  • The Glimpse of Reality (1909)
  • Misalliance (1910)
  • Dark Lady of the Sonnets (1910)
  • La primera obra de Fanny (Fanny's First Play) (1911)
  • Androcles y el león (Androcles and the Lion) (1913)
  • Pigmalión (Pygmalion) (1912–1913)
  • Heartbreak House (1919)
  • Volviendo a Matusalén (Back to Methuselah) (1921)
  • In the Beginning
  • The Gospel of the Brothers Barnabas
  • The Thing Happens
  • Tragedy of an Elderly Gentleman
  • As Far as Thought Can Reach
  • Santa Juana (Saint Joan)(1923)
  • El carro de manzanas (The Apple Cart)(1929)
  • On the Rocks (1933)
  • The Six of Calais (1934)
  • The Simpleton of the Unexpected Isles (1934)
  • Geneva, a Fancied Page of History in Three Acts|Geneva (1938)
  • In Good King Charles' Golden Days (1939)
  • Shakes versus Shav (1949)
  • Village Wooing

[editar] Novelas

  • Immaturity (1879)
  • The Irrational Knot (1880)
  • Love among the Artists (1881)
  • Cashel Byron's Profession (18821883)
  • An Unsocial Socialist (1883)

[editar] Ensayos

  • Quintessence of Ibsenism (1891)
  • The Perfect Wagnerite, Commentary on the Ring (1898)
  • Maxims for Revolutionists (1903)
  • Preface to Major Barbara (1905)
  • How to Write a Popular Play (1909)
  • Treatise on Parents and Children (1910)
  • Common Sense about the War (1914)
  • The Intelligent Woman's Guide to Socialism and Capitalism (1928)
  • The Black Girl in Search of God
  • Everybody's Political What's What? 1944

[editar] Crítica musical

  • The Perfect Wagnerite: A Commentary on the Niblung's Ring (1923)

[editar] Debate

  • Shaw v. Chesterton, a debate between George Bernard Shaw and G. K. Chesterton


Predecesor:
Władysław Reymont
Premio Nobel de Literatura
1925
Sucesor:
Grazia Deledda

[editar] Referencias


lunes, 9 de abril de 2012

Carlos Fuentes: "EN ESTO CREO".

El maestro Carlos Fuentes. Orgullo para México y para toda Latinoamérica.

Del Libro: "EN ESTO CREO".

AMISTAD

Lo que no tenemos lo encontramos en el amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia. No soy en ello diferente de la mayor parte de los seres humanos. La amistad es la gran liga inicial entre el hogar y el mundo. El hogar, feliz o infeliz, es el aula de nuestra sabiduría original pero la amistad es su prueba. Recibimos de la familia, confirmamos en la amistad. Las variaciones, discrepancias o similitudes entre la familia y los amigos determinan las rutas contradictorias de nuestras vidas. Aunque amemos nuestro hogar, todos pasamos por el momento inquieto o inestable del abandono (aunque lo amemos, aunque en él permanezcamos). El abandono del hogar sólo tiene la recompensa de la amistad. Es más: sin la amistad externa, la morada interna se derrumbaría. La amistad no le disputa a la familia los inicios de la vida. Los confirma, los asegura, los prolonga. La amistad le abre el camino a los sentimientos que sólo pueden crecer fuera del hogar. Encerrados en la casa familiar, se secarían como plantas sin agua. Abiertas las puertas de la casa, descubrimos formas del amor que hermanan al hogar y al mundo. Estas formas se llaman amistades.
Porque creo en este valor iniciático de la amistad me llama la atención el cinismo filosófico que la acompaña con una nube negra. Oscar Wilde emplea su temible don de la paradoja para decir de Bernard Shaw que no tiene un solo enemigo en el mundo, pero ninguno de sus amigos le quiere. Para Byron, la amistad es, tristemente, el amor sin alas. Y si la amistad puede convertirse en amor, lo cierto es que el amor rara vez se convierte en amistad. Al amigo, dice la sabiduría popular, hay que recibirlo con alegría y despedirlo con prisa. Si es huésped, a los tres días, como los cadáveres, apesta.
Yo creo que hay más dolor que cinismo en las amistades perdidas. Los sentimientos descubiertos y compartidos. La ilusión de sabiduría confirmada que nos proporciona un amigo. La constitución de la esperanza que sólo nos otorga la juventud compartida en la amistad. La alegría de la banda, la cuatiza, the gang, l’equipe, la chorcha, la patocha. Los lazos de unión. La complicidad de las amistades juveniles, el orgullo de ser joven y, si se es ya joven sabio, la voz admonitoria de la propia juventud cuando es vieja amistad. Aprendamos a gobernar el orgullo de ser jóvenes. Un día no lo seremos y necesitaremos, más que nunca, a los amigos.
Dos edades abren y cierran la experiencia de la amistad. Una es la edad juvenil, y mi «disco duro» recuerda nombres, rostros, palabras, actos de compañeros de escuela. Pero lo que recuerdo no rebasa todo lo que he olvidado. ¿Cómo no celebrar que sesenta años más tarde, mantenga un vínculo con mis primeros amigos de la infancia —una infancia errante, de familia diplomática, una peregrinación atentatoria contra la continuidad de los afectos? Aún me escribo con Hans Berliner, un niño judío alemán que llegó a mi escuela primaria en Washington huyendo del terror nazi y fue objeto de esa crueldad infantil ante lo diferente. Era moreno, alto para su edad, pero usaba, como los niños europeos de esa época, calzón corto. Para el niño norteamericano, no era «regular», es decir, indistinguible de ellos mismos. Yo perdí mi popularidad inicial cuando el presidente Cárdenas nacionalizó el petróleo en 1938 y me convertí —por primera pero no única vez en mi vida— en sospechoso comunista. La exclusión nos unió, a Hans y a mí, hasta el día de hoy. La geografía nos separó pero en Santiago de Chile, adolescente ya, encontré pronto equipo, banda, chorcha, patocha, en los muchachos que preferiríamos la lectura y el diálogo a los rudos deportes enlodados de nuestra escuela inglesa, The Grange, al pie de los Andes, regida por capitanes ingleses convencidos de que la batalla de Waterloo se ganó en los campos deportivos de Eton. Recuerdo los nombres de todos, las caras de todos —Page, Saavedra, Quesnay, Marín— pero sobre todo Torretti, Roberto, mi compañero intelectual, literario, con el cual escribí, al alimón, nuestra primera novela. Ésta se perdió en los baúles testamentarios de la madre de Roberto, pero Torretti y yo nos seguimos escribiendo y mantenemos, hasta el día de hoy, diálogos vivos en Oaxaca o Puerto Rico, y diálogo escrito entre México y Santiago. Él es un extraordinario filósofo y su amistad me retrotrae siempre a esos años juveniles en una escuela inglesa, a fingidas aventuras de mosqueteros en el palacete de la Embajada de México y a otras memorias más lejanas o más dolorosas. Conocí allí a José Donoso, mayor que yo, futura gloria de las letras chilenas. No sé si él me conoció a mí. Y conocí, en una escuela anterior, el dolor de un amigo íntimo desaparecido a los doce años de edad, dejándome desolado ante la primera muerte de un hombrecito de mi edad. Aunque tan desolado como me dejó el destino de otro niño, físicamente deforme, objeto de burlas y golpes, a quien me atreví a defender, descubriendo así otra dimensión de la amistad: la solidaridad. Que después del cuartelazo atroz del atroz Pinochet ese muchacho, ya hombre, haya sido torturado en los campos de la muerte del sur de Chile, sólo aumenta mi horror ante la crueldad humana pero también mi ternura y compasión hacia la realidad misma de eso que llamamos y debatimos «amistad».
Porque todos, en grado menor o mayor, hemos traicionado o sido traicionados por la amistad. Las bandas se desbandan y los íntimos amigos de la juventud pueden convertirse en los más alejados e indiferentes fantasmas de la edad adulta. Y es que no hay nada más traicionable que la amistad. Si hiciésemos la lista de los amigos perdidos, las apostillas dirían indiferencia, odio, rivalidad, pero también épocas distintas y distancias épicas. Dirían muertes. ¿Por qué los abandonamos? ¿Por qué nos abandonan ellos? Viéndolo bien, hay poca amistad en el mundo. Sobre todo entre iguales. William Blake lo decía de manera incomparable: Tu amistad me hiere demasiado. Por favor, sé mi enemigo. Porque si la amistad, en su origen, es disposición, generosidad, apertura a reunimos con otros, no deja de ser, al mismo tiempo, un rechazo secreto e insinuante de esa misma intimidad cuando es sentida como dependencia. Wordsworth habla de las «horas primitivas» de la vida, durante las cuales, vivimos una paradoja que nos arroja al camino de la suerte a la vez que nos protege de sus accidentes. Accidentes, a veces, del humor. Sargent pudo decir que cada vez que pintaba un retrato perdía un amigo. Y el famoso canciller británico, Canning, le daba a la amistad un giro diplomático vigente. Sálvame del amigo sincero, rogaba. Es cierto: en la diplomacia y en la política, confiar en la amistad es exponerse al error. En el poder se concentran las leyes que destruyen con más seguridad a la amistad. La traición. El arrepentimiento. La deserción. El campo de cadáveres que va dejando el uso del abuso. Las trincheras abandonadas que va dejando la indiferencia de la fuerza. Y siempre, la tentación del humor cruel. Mairaux a Genet: Que pensezvous vraiment de moi? Genet: Je ne vous aime assez pour vous le diré.
No son éstas lecciones inútiles. Los terrenos más yermos florecen para indicarnos que, en cuestiones de amistad, hay que darle cabida, en ocasiones, a la sabiduría del Eclesiastés y admitir que aun las heridas de un amigo pueden ser heridas fieles. Y que con el amigo podemos exponernos a decirle por qué no lo queremos. Al enemigo, en cambio, nunca se le debe dar esa satisfacción. Pero lo terrible de la pérdida de la amistad es el abandono de los días a los que ese amigo les dio sentido. Perder a un amigo se vuelve, entonces, literalmente, una pérdida de tiempo. Esperanzas excesivas, celos de los triunfos ajenos. Es tiempo de regresar a la amistad sabiendo que exige un cultivo cotidiano a fin de rendir sus frutos maravillosos. Establecer simpatías y gozar afinidades. Obsequiarnos serenidad unos a otros. Obligarnos a una disciplina jocunda para mantener la amistad. Descubrimiento con los amigos de las potencias del mundo y del deleite de compartir las horas. Reír con los amigos. Vivir la amistad como invitación permanente a aceptar y ser aceptados. Y reclamar internamente una posible perfección de la amistad al abrigo de todo atentado. Vivir la compañía de los amigos sin permitir ninguna ocasión de vergüenza al día siguiente, ni que se hable mal de los ausentes. Defender a la amistad contra celos, envidias, temores. Y estar de acuerdo en no estar de acuerdo —agree to disagree. Las diferencias deben aumentar la amistad y el respeto mutuos. El trato inteligente entre amigos no admite ambición, intolerancia o mezquindad. Amistad es modestia digna, es imaginación y es generosidad. Y a veces, por qué no, es todo lo contrario. Orgullo. Naturalidad pasiva. Avaricia del afecto.
Digo «naturalidad pasiva» y se me ocurre que siendo el diálogo una de las fiestas de la amistad, el silencio lo puede ser también. Es una enseñanza de mi amistad con Luis Buñuel. Al principio, pensé que sus lagunas en el curso de una conversación generalmente muy animada era una falla mía, un reproche de él. Llegué a saber que saber estar juntos sin decir nada era una forma superior de la amistad. Era respeto. Era reverencia. Era reflexión opuesta al mero parloteo. No somos, instantáneamente, pericos. Seremos, momentáneamente, filósofos... ¿No eran estoicos, ambos de Córdoba, Séneca y Manolete?
Esta experiencia de la amistad como silencio reflexivo y respetuoso me conduce a un filo inevitable en el que la frontera entre estar con mis amigos y estar solo separa nuestras vidas. Si la amistad es el nexo entre la vida en común y la vida del yo, éste tiene que reclamarle soledad a la amistad. Es natural: exigimos para nuestro ser la pasión, la inteligencia o el amor que reconocemos en la mirada del amigo. Las simpatías, los movimientos de acercamiento, tienen un límite: yo mismo. Regreso a mí, a mi desconsuelo pero también a mi propio poder. Recuerdo con nostalgia el amanecer de la infancia compartido con los amigos. ¡Qué difícil es mantenerlo de adultos! Repaso los momentos de las rupturas con dolor inevitable. Las horas no son las mismas. Los caminos se han desviado. Pero no puedo evitar la limosna que el propio yo le exige, al cabo, a la fortuna de la amistad. Pues, ¿no sabíamos ya, secretamente, desde el principio, que un día sentiríamos ante el amigo la necesidad de renovar la vida? ¿No sabíamos desde siempre que con íntimo desasosiego, casi con vergüenza, portamos una imperfección que no podemos revelar ni compartir con el amigo más entrañable?
Le entregamos entonces, paradójicamente, nuestra imperfección al mundo y nuestra vergüenza a la sociedad con la esperanza de que otra forma de amistad, la de pertenecer a la vida en común, nos redima. El artista, por definición, aprende muy pronto a soportar la soledad en nombre de la creación de la obra. Pero más ampliamente es la propia amistad lo que nos obliga no sólo a reconocer nuestros límites, sino a entender que los compartimos. Somos amigos en comunidad: nos necesitamos. Con razón decía Thoreau que tenía tres sillas en su casa. Una, para la soledad. Otra, para la amistad. Y la tercera, para la sociedad. Saber estar solo es la contrapartida indispensable y enriquecedora de saber estar con amigos.
La soledad no es la única contrapartida de la amistad. Lo es también la muerte. Así como recuerdo fielmente a mis más remotos amigos de la niñez, otorgo una memoria constante a esos viejos amigos ya partidos que fueron, además, mis maestros. Mi generación recuerda con verecundia latina a dos grandes maestros de nuestra juventud. El mexicano Alfonso Reyes y el español Manuel Pedroso. Dos sabios que además eran amigos. Su enseñanza intelectual era inseparable de su enseñanza cordial. No esperaban, como los falsos maestros, idolatría sin contradicción. Esperaban y solicitaban la reconquista de la propia juventud a cambio de nuestra propia conquista del saber y experiencia cordiales, de su vejez. Volvíamos a descubrir, con Reyes, pequeño y redondo, con Pedroso, alto y angular, que la amistad significa perdurar en la vejez —o en el tiempo. Que siempre falta descubrir más de lo que existe. Que la amistad se cosecha porque se cultiva. Que nadie hace amigos sin hacer enemigos, pero que ningún enemigo alcanzará jamás la altura de un amigo. Que la amistad es una forma de la discreción: no admite la maledicencia que maldice al que la dice, ni el chisme que todo lo convierte en basura. Amistad es confianza. (Es más vergonzoso desconfiar de los amigos que engañarlos, escribió La Rochefoucauld.) Que la amistad, para ser cercana, nos enseña el camino del respeto y de la distancia. Aunque la amistad autoriza a amar y detestar las mismas cosas.
Así, las épocas de la vida se van midiendo por los grados de afinidad íntima que mantenemos a lo largo de nuestras edades. Se olvidan amigos remotos en el tiempo. Se abandonan amigos de la juventud que no crecieron al mismo ritmo que nosotros. Se buscan amigos más jóvenes para adquirir el paso de una vitalidad que biológicamente se aleja. Buscamos a amigos de toda la vida y ya no tenemos nada que decirnos. Vemos la decadencia de viejos y queridos amigos a los que ya no reconocemos o que ya no nos reconocen. Pero cuando la edad aleja es sólo porque nos está esperando. Vuelven a brillar en el ocaso las luces de la primera juventud. En medio, quizás, de una bruma distante, recordamos las afinidades, descubrimos juntos cuanto existe, reconquistamos la juventud, volvemos a ser banda, cuatiza, chorcha, patocha, barra, gang. Volvemos a cosechar las pasiones y a subyugar las rebeliones. Y miramos con nostalgia las antiguas horas de la amistad, como si nunca hubieran sido...

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