lunes, 24 de marzo de 2025

Eugenio Xammar El huevo de la serpiente Crónicas desde Alemania (1922-1924) PRESENTACIÓN

 



Eugenio Xammar llegó a Berlín en el invierno de 1922. Encontró una Alemania que sufría las consecuencias de la derrota y en la cual se gestaba el nazismo. Vivió de primera mano momentos históricos de gran importancia, como la inflación extraordinaria de la moneda alemana o la ocupación de las tierras del Ruhr por el ejército francés, decidido a cobrarse las indemnizaciones de guerra fijadas en el tratado de Versalles. Episodios como éste, que, pasados tantos años, han quedado desdibujados, reviven en la narración de Xammar con una viva inmediatez. En Berlín coincidió con Josep Pla —entonces corresponsal de La Publicitat—, con quien, de 1923 a 1925, desempeñó una actividad profesional paralela. Viajaron juntos a Renania y a Baviera, desde donde describieron entre otras cosas los consejos de guerra franceses a ciudadanos alemanes poco dispuestos a colaborar o el frustrado golpe de Estado de Hitler en una cervecería de Múnich, así como una turbadora entrevista que mantuvieron con el futuro dictador en una época tan temprana como 1923, en la que éste ya prefigura el holocausto. Estos textos están recogidos en el presente El huevo de la serpiente, que nos abre una ventana con gran ángulo de visión sobre uno de los momentos más inquietantes de la historia europea reciente.

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PRESENTACIÓN Xammar me ha enseñado más que todos los libros juntos. Es el hombre más inteligente que conozco. E JOSEP PLA UGENIO Xammar (Barcelona, 1888-L’Ametlla del Valles, 1973) publicó ya en su juventud sus primeros artículos en el semanario La Tralla y en El Poble Català, pero fue en Londres, en calidad de corresponsal de un periódico catalán —El Día Gráfico—, donde se inició de verdad como periodista, además de frecuentar a intelectuales españoles —Ramiro de Maeztu y Julio Camba entre otros—, y donde, sin duda, su mentalidad y su carácter acabaron de definirse, deudores de una filiación inglesa que no lo abandonó jamás. Corresponsal de guerra para La Publicitat después de breves etapas en el periodismo barcelonés y en el de Madrid, Xammar comenzó un largo periplo por el extranjero: desde Ginebra —donde trabajó para la sección de información de la Sociedad de Naciones— se trasladó a Berlín. Allí, de 1922 a 1937, fue, sucesivamente (y a veces simultáneamente), corresponsal de diarios catalanes, madrileños —El Liberal, El Heraldo de Madrid y, sobre todo, Ahora, desde su creación en 1930— y sudamericanos. Xammar dice en sus memorias que llegó a Berlín «un día de invierno, frío y con niebla» de 1922. Encontró un país deprimido en todos los sentidos. El Tratado de Versalles había impuesto duras indemnizaciones de guerra. Además había crisis económica, y la ocupación francesa del Ruhr —habiéndose negado Alemania a pagar íntegramente las controvertidas reparaciones de guerra— agravó el panorama: se perdió la confianza en la moneda y estalló una inflación sin precedentes. En este contexto, Xammar escribió —no siempre con regularidad— sus crónicas, primero para La Veu de Catalunya y, después, para La Publicitat. Era el Berlín de la posguerra europea: se digerían las durísimas condiciones de la derrota y se gestaba el nazismo. Xammar estaba, pues, en el centro neurálgico de las preocupaciones europeas, y eso en la misma época en que España vivía los primeros años de la dictadura de Primo de Rivera. En Berlín coincidió con Josep Pla —entonces corresponsal de La Publicitat—, con quien durante unos años (de 1923 a 1925) llevó una actividad profesional paralela: así, viajaron juntos a la Renania ocupada y a la Baviera donde se estaba incubando el fascismo. «Hicimos muchas interviús», escribió Pla, «y, si el país hubiera tenido sensibilidad europea, habríamos adquirido fama de grandes periodistas.» El resultado fue media docena de artículos en los que, en efecto, aparecen entrevistados los protagonistas políticos del momento y en los que se trata el intento frustrado de golpe de Estado que Hitler protagonizó en Múnich. Esta serie de artículos fue interrumpida bruscamente después de una entrevista con el mismo Hitler — Xammar promete al final del artículo una continuación que jamás llegaría a publicarse—, censurada, en parte, allí donde se menciona la expulsión de los judíos españoles. No deja de ser una hipótesis aventurada que la responsabilidad de la interrupción fuera de la dirección del periódico, pero la versión de Pla para La Publicitat[1] demuestra que existía más material sobre aquella entrevista. Xammar no volvió a colaborar en La Veu hasta meses más tarde, cuando envió —con la firma conjunta de Josep Pla— unas cartas al director sobre el periodismo en Cataluña que suscitaron una considerable polémica en la prensa barcelonesa del momento. Poco tiempo después de que Pla abandonara Berlín, en mayo de 1924, Xammar empezó a escribir para La Publicitat. Fueron años de intensa amistad con el escritor ampurdanés, que en su obra ha dejado testimonio de las tertulias en casa de Xammar, «el círculo de Berlín». En 1925 viajaron juntos a Rusia. De este viaje, Pla envió artículos a La Publicitat, mientras Xammar escribía para La Veu. Esta serie de crónicas marca el final de una larga etapa de colaboración con periódicos catalanes. Las crónicas rusas, como las cartas de la polémica Pla-Xammar, están recogidas en un volumen presentado por Josep Badia i Moret y editado por Quaderns Crema (Periodisme, 1989). Años más tarde, Xammar se vería sorprendido en Berlín, primero, por la llegada de Hitler al poder, y después, por el comienzo de la Guerra Civil española. Pasó el resto de la guerra como agregado de prensa de la República en la embajada de París. Acabada la Segunda Guerra Mundial, trabajó en Francia para la Associated Press y después fue, durante muchos años, traductor de las Naciones Unidas en Nueva York y en Ginebra. Vivió sus últimos años entre Granollers y L’Ametlla del Valles, donde murió el 5 de diciembre de 1973. CHARO GONZÁLEZ PRADA

jueves, 20 de marzo de 2025

VARGAS LLOSA LE DEDICO MI SILENCIO CAPÍTLO I

 



 ¿Para qué lo habría llamado ese miembro de la élite intelectual del Perú, José Durand Flores? Le habían dado el recado en la pulpería de su amigo Collau, que era también un quiosco de revistas y periódicos, y él llamó a su vez pero nadie contestó el teléfono. Collau le dijo que el aviso lo había recibido su hija Mariquita, de pocos años, y que quizás no había entendido los números; ya volverían a telefonear. Entonces comenzaron a perturbar a Toño esos animalitos obscenos que, decía él, lo perseguían desde su más tierna infancia. ¿Para qué lo había llamado? No lo conocía personalmente, pero Toño Azpilcueta sabía quién era José Durand Flores. Un escritor reconocido, es decir, alguien a quien Toño admiraba y detestaba a la vez pues estaba allá arriba y era mencionado con los adjetivos de «ilustre letrado» y «célebre crítico», los acostumbrados elogios que tan fácilmente se ganaban los intelectuales que en este país pertenecían a eso que Toño Azpilcueta denominaba «la élite». ¿Qué había hecho hasta ahora ese personaje? Había vivido en México, por supuesto, y nada menos que Alfonso Reyes, ensayista, poeta, erudito, diplomático y director del Colegio de México, le había prologado su célebre antología Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes, que le editaron allá. Se decía que era un experto en el Inca Garcilaso de la Vega, cuya biblioteca había alcanzado a reproducir en su casa o en algún archivo universitario. Era bastante, por supuesto, pero tampoco mucho, y, a fin de cuentas, casi nada. Volvió a llamar y tampoco le contestaron. Ahora, ellos, los roedores, estaban ahí y seguían moviéndose por todo su cuerpo, como cada vez que se sentía excitado, nervioso o impaciente. Toño Azpilcueta había pedido en la Biblioteca Nacional del centro de Lima que compraran los libros de José Durand Flores, y aunque la señorita que lo atendió le dijo que sí, que lo harían, nunca llegaron a adquirirlos, de modo que Toño sabía que se trataba de un académico importante, pero ignoraba por qué. Estaba familiarizado con su nombre por una rareza que traicionaba o desmentía sus gustos foráneos. Todos los sábados, en el diario La Prensa, sacaba un artículo en el que hablaba bien de la música criolla y hasta de cantantes, guitarristas y cajoneadores como el Caitro Soto, acompañante de Chabuca Granda, lo que a Toño, por supuesto, le hacía sentir algo de simpatía por él. En cambio, por los intelectuales exquisitos que despreciaban a los músicos criollos, a quienes nunca se referían ni para elogiarlos ni para crucificarlos, sentía una enorme antipatía —que se fueran al infierno—. Toño Azpilcueta era un erudito en la música criolla —toda ella, la costeña, la serrana y hasta la amazónica—, a la que había dedicado su vida. El único reconocimiento que había obtenido, dinero no, por descontado, era haberse convertido, sobre todo desde la muerte del profesor Morones, el gran puneño, en el mejor conocedor de música peruana que existía en el país. A su maestro lo había conocido cuando estaba aún en el colegio de La Salle, poco después de que su padre, un inmigrante italiano de apellido vasco, hubiera alquilado una casita en La Perla, donde Toño había vivido y crecido. Después de la muerte del profesor Morones, él se convirtió en el «intelectual» que más sabía (y más escribía) sobre la música y los bailes que componían el folclore nacional. Estudió en San Marcos y había obtenido su título de bachiller con una tesis sobre el vals peruano que dirigió el mismo Hermógenes A. Morones —Toño había descubierto que esa «A» con un puntito escondía el nombre de Artajerjes—, de quien fue ayudante y discípulo dilecto. En cierta forma, Toño también había sido el continuador de sus estudios y averiguaciones sobre las músicas y los bailes regionales. En el tercer año, el profesor Morones lo dejó dictar algunas clases y todo el mundo esperaba en San Marcos que, cuando su maestro se jubilara, Toño Azpilcueta heredara su cátedra. Él también lo creía así. Por eso, cuando terminó los cinco años de estudios en la Facultad de Letras, siguió investigando para escribir una tesis doctoral que se titularía Los pregones de Lima, y que, naturalmente, estaría dedicada a su maestro, el doctor Hermógenes A. Morones. Leyendo a los cronistas de la colonia, Toño descubrió que los llamados «pregoneros» solían cantar en vez de decir las noticias y órdenes municipales, de modo que éstas llegaban a los ciudadanos acompañadas con música verbal. Y, con la ayuda de la señora Rosa Mercedes Ayarza, la gran especialista en música peruana, supo que los «pregones» eran los ruidos más antiguos de la ciudad, pues así anunciaban los vendedores callejeros los «rosquetes», el «bizcocho de Guatemala», los «reyes frescos», el «bonito», la «cojinova» y los «pejerreyes». Ésos eran los sonidos más antiguos de las calles de Lima. Y no se diga los de la «causera», el «frutero», la «picaronera», la «tamalera» y hasta la «tisanera». Pensaba en eso y se inflamaba hasta las lágrimas. Las vetas más profundas de la nacionalidad peruana, ese sentimiento de pertenecer a una comunidad a la que unían unos mismos decretos y noticias, estaban impregnadas de música y cantos populares. Ésa iba a ser la nota reveladora de una tesis que había avanzado en multitud de fichas y cuadernos, todos guardados con celo en una maletita, hasta el día en que el profesor Morones se jubiló y con cara de duelo le informó que San Marcos había decidido, en vez de nombrarlo a él para sucederlo, clausurar la cátedra dedicada al folclore nacional peruano. Se trataba de un curso voluntario y cada año, de forma inexplicable, inaudita, tenía menos inscritos de la Facultad de Letras. La falta de alumnos sentenciaba su triste final. El colerón que se llevó Toño Azpilcueta cuando supo que nunca sería profesor en San Marcos fue de tal grado que estuvo a punto de romper en mil pedazos cada ficha y cada cuaderno que almacenaba en su maleta. Felizmente no lo hizo, pero sí abandonó por completo su proyecto de tesis y la fantasía de una carrera académica. Sólo le quedó el consuelo de haberse convertido en un gran especialista en la música y los bailes populares, o, como él decía, en el «intelectual proletario» del folclore. ¿Por qué sabía tanto de música peruana Toño Azpilcueta? No había nadie en sus ancestros que hubiera sido cantante, guitarrista ni mucho menos bailarín. Su padre, un emigrante de algún pueblecito italiano, estuvo empleado en los ferrocarriles de la sierra del centro, se había pasado la vida viajando, y su madre había sido una señora que entraba y salía de los hospitales tratándose de muchos males. Murió en algún punto incierto de su infancia, y el recuerdo que de ella guardaba venía más de las fotografías que su padre le había mostrado que de experiencias vividas. No, no había antecedentes en su familia. Él comenzó solito, a los quince años, a escribir artículos sobre el folclore nacional cuando entendió que debía traducir en palabras las emociones que le producían los acordes de Felipe Pinglo y los otros cantantes de música criolla. Tuvo bastante éxito, por lo demás. El primer artículo lo mandó a alguna de las revistas de vida efímera que salían en los años cincuenta. Lo tituló «Mi Perú» porque trataba, precisamente, de la casita de Felipe Pinglo Alva, en Cinco Esquinas, que había visitado con un cuaderno en mano que llenó de notas. Por ese texto le pagaron diez soles, que le hicieron creer que se había convertido en el mejor conocedor y escritor sobre música y bailes populares peruanos. El dinero se lo gastó de inmediato, sumado con otros ahorros, en discos. Era lo que hacía con cada solcito que llegaba a sus manos, invertirlo en música, y así su discoteca no tardó en hacerse famosa en toda Lima. Las radios y los diarios empezaron a pedirle discos prestados, pero, como rara vez se los devolvían, tuvo que volverse un amarrete. Después dejaron de molestarlo cuando cambió su valiosa colección por materiales para hacerse una casita en Villa El Salvador. No importaba, se dijo, la música la seguía llevando en la sangre y en la memoria, y eso era suficiente para escribir sus artículos y perpetuar el linaje intelectual del célebre puneño Hermógenes A. Morones, que en paz descanse. Su pasión era intelectual, única y exclusivamente. Toño no era guitarrista ni cantante, y ni siquiera bailarín. Pasaba muchos apuros de joven con eso de no saber bailar. A veces, sobre todo en las peñas o tertulias a las que iba siempre con un cuadernito de notas en el bolsillo del terno, algunas señoras lo sacaban y él, mal que mal, daba unos pasitos con el vals, que era más bien sencillo, pero nunca con las marineras, los huainitos o esos bailes norteños, los tonderos piuranos o las polcas. No coordinaba, los pies se le enredaban; incluso se cayó alguna vez —un papelón—, y por eso prefirió cultivar la mala fama de no saber bailar. Permanecía sentado, hundido en la música, observando cómo hombres y mujeres muy distintos, venidos de toda Lima, se fundían en un abrazo fraterno que, estaba seguro, confirmaba sus más profundas intuiciones. Aunque los intelectuales peruanos que ostentaban cátedras universitarias o publicaban en editoriales prestigiosas lo despreciaran o ni siquiera supieran de su existencia, Toño no se sentía menos que ellos. Puede que no supiera mucho de historia universal ni estuviera al tanto de las modas filosóficas francesas, pero se sabía la música y la letra de todas las marineras, pasillos y huainitos. Había escrito multitud de artículos en Mi Perú, La Música Peruana, Folklore Nacional, ese repertorio de publicaciones que llegaban sólo al segundo o tercer número y que luego desaparecían, a menudo sin haberle pagado lo poco que le debían. Un «intelectual proletario», qué remedio. Puede que no despertara el respeto y ni siquiera el interés de intelectuales como José Durand Flores (¿para qué lo estaría buscando?), pero sí el de los propios cantantes o guitarristas interesados en ser conocidos y promovidos, algo que Toño Azpilcueta se había pasado años haciendo, como testimoniaban los cientos de recortes que almacenaba en la misma maleta donde se enmohecían las notas de su tesis. En algunos de esos artículos quedaba la memoria de las peñas criollas que, como La Palizada y La Tremenda Peña, dos locales que estaban en el puente del Ejército, allá en Miraflores, habían desaparecido. Menos mal que Toño había sido testigo de esas tertulias. Frecuentaba todas las de Lima desde muy joven. Empezó con quince, cuando todavía era casi un niño, y las evocaba para que no se olvidara la importante función que habían cumplido. En ocasiones algún periodista que quería escribir una crónica de Lima lo buscaba, y entonces él lo citaba en el Bransa de la plaza de Armas para tomar desayuno. Ése era su único vicio, los desayunos del Bransa, que a veces tenía que costear pidiéndole plata prestada a su esposa Matilde. Sus ingresos reales los obtenía dando clases de Dibujo y Música en el colegio del Pilar, de monjitas, en Jesús María. Le pagaban poco pero educaban gratis a sus dos hijas, Azucena y María, de diez y doce años. Llevaba allí ya varios años y, aunque no le gustaba enseñar Dibujo, la mayor parte del tiempo lo dedicaba a la música, y por supuesto a la música criolla, con la que cumplía esa labor pedagógica fundamental que era inculcar el amor por las tradiciones peruanas. El único problema eran las enormes distancias de Lima. El colegio del Pilar estaba muy lejos de su barrio, lo que significaba que él y sus dos hijas tenían que tomar dos colectivos para llegar allí cada día; más de una hora de viaje, si no había huelgas de por medio. A su mujer la había conocido poco antes de que ambos construyeran su casita en ese descampado enorme que por aquellos días era Villa El Salvador. Quién hubiera dicho entonces que esa barriada vería llegar a grupos de senderistas queriendo desplazar a los líderes del sector para controlar a los habitantes. Incluso a los líderes izquierdistas, como María Elena Moyano, una mujer valiente que sólo hacía un par de meses, después de denunciar la arbitrariedad y el fanatismo de los senderistas, había sido asesinada de la forma más brutal en uno de los locales del barrio. Desde que llegaron a la zona, Matilde se había ganado la vida como lavandera y zurcidora de camisas, pantalones, vestidos y toda clase de ropas, un oficio que le reportaba los centavitos que les permitían comer. La unión con Toño, mal que bien, funcionaba, si no para tener una vida intensa, al menos sí para subsistir. Habían tenido sus momentos buenos, sobre todo al inicio, cuando Toño creyó que podría compartir con ella su pasión por la música. La había enamorado enviándole acrósticos en los que plagiaba los versos más ardientes de sus valsecitos preferidos, y llegó a pensar que esas palabras que brotaban de lo más profundo de la sensibilidad popular habían doblegado su corazón. Muy pronto, sin embargo, se dio cuenta de que ella no vibraba como él con los acordes de las guitarras, ni se le entrecortaba el aliento cuando Felipe Pinglo Alva cantaba con su voz de terciopelo esas estrofas que hablaban de amargos sufrimientos debidos a amores mal recompensados. Convencido de que ella, en lugar de estremecerse con la música y fantasear con vidas mejores y más fraternas, se aburría, dejó de llevarla a las peñas y tertulias, y con los años empezó a hacer su vida solo, sin contarle siquiera qué hacía ni a dónde iba los fines de semana. Eran unas salidas generalmente castas, en las que se dedicaba sólo a conversar, a oír música criolla, a descubrir nuevas voces y nuevos guitarristas —todo lo anotaba con detalle en sus libretas—, y a seguir admirando a los bailarines y sus figuras alocadas. Ya no tomaba como antaño, sobre todo ahora que había cumplido cincuenta años y el alcohol le destrozaba el estómago. Apenas una mulita de pisco o —gran salvajada— de cañazo. En esos ambientes, Toño sentía ejercer su autoridad porque normalmente sabía más que los otros y, cuando le formulaban preguntas, se hacía un silencio como si las respuestas que daba fueran la voz de un catedrático en una universidad. Puede que no hubiera publicado ningún libro y que sus esmerados artículos apenas despertaran la curiosidad de unos pocos, nunca de los insignes letrados, pero en esas casonas oscuras decoradas con láminas de tapadas limeñas y réplicas de balcones, donde se palpaba el verdadero Perú, su aroma más puro y auténtico, nadie gozaba de mayor prestigio que él. Cuando necesitaba levantarse el ánimo se decía a sí mismo que terminaría el libro sobre los pregones de Lima y se graduaría de doctor, y seguramente encontraría una editorial que quisiera pagarle la edición. Ese pensamiento —que repetía a veces como una especie de mantra— le subía la moral. Había salido a caminar por las terrosas calles de Villa El Salvador y ya veía de lejos su casa y, frente a ella, la fonda y el quiosco de periódicos de su compadre Collau. Cuando avanzó unos cincuenta metros más divisó a Mariquita, la hija mayor de los Collau, que venía a su encuentro. —¿Qué pasa, mi amor? —dijo Toño, dándole un beso en la mejilla. —Lo llaman por teléfono otra vez —respondió Mariquita—. El mismo señor que llamó ayer. —¿El doctor José Durand Flores? —dijo él, echándose a correr para que no fuera a cortarse la llamada antes de que llegara a la pulpería de Collau. —Es más difícil encontrarlo a usted que al presidente de la República —dijo una voz confianzuda en el teléfono—. Hablo con el señor Toño Azpilcueta, ¿no es cierto? —El mismo —confirmó Toño en el aparato—. El doctor Durand Flores, ¿no? Siento mucho que no me encontrara ayer. Lo llamé, pero creo que Mariquita, la hijita de un amigo, tomó mal el número. ¿En qué puedo servirlo? —Apuesto que no ha oído hablar nunca de Lalo Molfino —contestó la voz en el auricular—. ¿Me equivoco? —No, no… ¿Lalo Molfino, me dijo? —Es el mejor guitarrista del Perú y acaso del mundo —exclamó con seguridad el doctor José Durand Flores. Tenía una voz firme, compulsiva—. Llamo para invitarlo esta noche a una tertulia donde Lalo Molfino tocará. No deje de venir. ¿Tiene en qué apuntar la dirección? Será en Bajo el Puente, cerca de la Plaza de Acho. ¿Está libre? —Sí, sí, por supuesto —respondió Toño, intrigado y sorprendido de que algún músico, supuestamente tan talentoso, escapara a su radar —. Lalo Molfino… No, nunca lo he oído. Iré con todo gusto. Dígame la dirección, por favor. ¿A eso de las nueve, entonces, esta noche? Toño Azpilcueta decidió ir, más interesado en conocer al doctor Durand Flores que al tal Lalo Molfino, sin imaginar que esa invitación le revelaría una verdad que hasta entonces sólo intuía.

miércoles, 19 de marzo de 2025

RECOMENDACIÓN: LA MENTE DEL ESCRITOR. BRUNO ESTAÑON.

 RECOMENDACIÓN-. (****) 4 ESTRELLAS.


He terminado de leer el libro: "LA MENTE DEL ESCRITOR".  Un buen libro. Interesante sobre el punto de vista literario y científico. Para mi gusto, al final decae pero, no deja de ser un buen libro-.

Cristina Mucci LEOPOLDO LUGONES Los escritores y el poder PRÓLOGO

 



PRÓLOGO 

 "Hay muchos suicidas en nuestra literatura: Alfonsina Storni, Francisco López Merino (1), Horacio Quiroga. Lo esencial es la sensación de inutilidad que tienen en este país las personas que se dedican a las letras”. Jorge Luis Borges.

 A fines de la década del treinta, tres de nuestros más grandes escritores -Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni-se quitaron la vida con diferencia de meses por diferentes razones, y la noticia de sus muertes conmocionó el país. En 1937, Horacio Quiroga ya había vuelto a Buenos Aires de su exilio en la selva de Misiones y se había internado en el Hospital de Clínicas para tratarse de un cáncer de próstata. Según su biógrafo Pedro Orgambide, ya había dicho todo lo que podía y quería decir, y unas páginas que escribió en 1930 pueden leerse como su verdadero testamento: “El momento actual ha hallado a su verdadero dios, relegando al olvido toda la errada fe de nuestro pasado artístico. De éste, ni las grandes figuran cuentan. Pasaron” (2). 

 Efectivamente, su suicidio con cianuro de potasio contiene todos los elementos que revelan la suerte de los escritores a los que la sociedad da la espalda. Tuvo un triste velorio en la Casa del Teatro y, a falta de dinero para pagar los servicios fúnebres, el empresario periodístico Natalio Botana se hizo cargo de los gastos. El gobierno del Uruguay propuso enterrarlo en ese país, ya que ese era su lugar de nacimiento, y allí fue en parte resarcido: se organizó una gran ceremonia y más de cinco mil personas se sumaron al cortejo. Unos años antes, Alfonsina Storni había dicho en un reportaje aparecido en Crítica: “El uruguayo endiosa a sus escritores, mientras que el argentino los baja del pedestal a pedradas. El ímpetu creativo ha disminuido mucho en esta Argentina gobernada por el general Justo, en la que importan más los negociados que la creación de los escritores”.

 Alfonsina despidió a su amigo con un poema: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria… / Allá dirán”. Leopoldo Lugones, en cambio, se limitó a comentar se mató como una sirvienta, sin comprender aún que en realidad no importaba la manera. Lugones y Quiroga se habían conocido en uno de los viajes habituales del uruguayo, cuando junto a un amigo se animó a tocar el llamador de la casa del poeta en la calle Balcarce entre Alsina y Victoria, hoy Hipólito Yrigoyen. Lugones era apenas mayor, pero hacía un año que vivía en Buenos Aires y ya había publicado Las montañas del oro, libro que lo convertiría en el símbolo del modernismo en el Río de la Plata. “Venimos de Montevideo, somos admiradores suyos”, le dijeron, y allí se estableció una amistad. Se distanciarían muchos años después, cuando el ya indiscutido poeta nacional declaró en Ayacucho que había llegado la hora de la espada. Fue entonces cuando el uruguayo, que habitualmente no opinaba sobre política, escribió: “Subleva el alma que sea a veces un alto intelectual – un amigo - quien se expresa de esa atroz manera”. A partir de allí ya no se verían más. Lugones se suicidó un año después que Quiroga, apelando al mismo procedimiento. “En esa época abundaban los suicidios de domésticas con cianuro de potasio en polvo, producto que se adquiría con facilidad en las ferreterías”, explicaba César Tiempo. 

 Luego sería el turno de Alfonsina. Operada de un cáncer de mama, pasó su convalecencia en la quinta Los granados, del gran benefactor indiscutido de los artistas de la época, Natalio Botana (en realidad, era íntima amiga de Salvadora Medina Onrubia, su mujer), y sólo aceptó someterse a una única sesión de rayos, que la dejó exhausta. A partir de allí sufrió fuertes dolores y cambió su carácter, tradicionalmente alegre y sociable. Una madrugada, dejó su habitación de hotel en Mar del Plata y algunas horas después la encontraron flotando a doscientos metros de la playa. Seguramente se arrojó desde la escollera del Club Argentino de Mujeres, ya que allí quedó uno de sus zapatos, que debió engancharse en los hierros al caer. A diferencia de Quiroga, su cuerpo fue recibido en Buenos Aires por una multitud que la acompaño hasta el cementerio de la Recoleta, donde fue enterrada (¿dónde si no?), en la bóveda de la familia Botana. Fue entonces cuando el senador Alfredo Palacios se decidió a hablar en el Congreso de la Nación: “Nuestro progreso material asombra a propios y extraños. Hemos construido urbes inmensas. Centenares de millones de cabezas de ganado pacen en la inmensurable planicie argentina, la más fecunda de la tierra; pero frecuentemente subordinamos los valores del espíritu a los valores utilitarios y no hemos conseguido, con toda nuestra riqueza, crear una atmósfera propicia donde pueda prosperar esa planta delicada que es un poeta. En dos años han desertado de la existencia tres de nuestros grandes espíritus, cada uno de los cuales bastaría para dar gloria a un país: Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga y Alfonsina Storni. 

Algo anda mal en la vida de una nación cuando, en vez de cantarla, los poetas parten, voluntariamente, con un gesto de amargura y de desdén, en medio de una glacial indiferencia del Estado”. Al igual que Horacio Quiroga, Palacios se había desencantado del poeta –de quien fue amigo en sus inicios-por sus virajes políticos, aunque no vaciló en solidarizarse con su muerte. ¿Influyeron de algún modo en estos suicidios la indiferencia del Estado o –lo que es lo mismo-la sensación de inutilidad que planteó Borges (quien, dicho sea de paso, no incluyó a Lugones)? Seguramente tuvieron algún peso en el caso de Quiroga, que murió en la soledad y la pobreza, y en menor grado, en el de Alfonsina. Lugones, en cambio, trabajó siempre desde un lugar distinto: el del artista que desarrolla su obra y paralelamente aspira a convertirse en el ideólogo de su tiempo, ocupando un lugar de cercanía al poder. La relación entre escritores y política nunca fue sencilla, y abundan los ejemplos. Salvando las distancias, hubo otra escritora que cumplió con un recorrido similar al de Leopoldo Lugones. 

Marta Lynch desarrolló paralelamente a su carrera literaria (de fuerte contenido político, con títulos como La alfombra roja y La señora Ordóñez), un pretendido rol en la política activa que, sin embargo, nunca logró alcanzar. De tradición antiperonista, comenzó apoyando la candidatura presidencial de Arturo Frondizi, de quien se distanció prontamente al no obtener el protagonismo al que aspiraba. Luego se declaró partidaria de la revolución cubana, el grupo Montoneros, el peronismo revolucionario y el gobierno de Héctor J. Cámpora, donde tampoco encontró un lugar. En 1976 consideró que los militares “nos traerían un orden necesario” y terminó relacionándose con unos de los personajes más nefastos de la dictadura, el almirante Emilio Eduardo Massera, quien sin embargo al poco tiempo comenzó a evitarla. Finalmente, con la recuperación de la democracia, intentó integrarse a los sectores que rodeaban al presidente Raúl Alfonsín, pero su cercanía al gobierno de facto impidió que le dieran un espacio. Pese a que unos meses antes había presentado su último libro con gran éxito, se suicidó de un tiro en la cabeza en octubre de 1985, después de algunos desengaños amorosos, y fundamentalmente –al igual que el poeta-en medio de una enorme sensación de frustración personal. Lugones también asumió el riesgo de sus cambios ideológicos, a tono con las tendencias de la época (3). En sus comienzos como socialista, fue aclamado en mítines partidarios en la plaza Herrera de Barracas y fundó el periódico La Montaña, junto a José Ingenieros y Roberto Payró. 

Luego conoció a Julio Argentino Roca y se entusiasmó con el proyecto de la generación del ochenta, con el que colaboró desde distintos cargos. Finalmente, terminó apelando al militarismo y convirtiéndose en el ideólogo de la revolución de 1930, que iniciaría la serie de golpes de estado que sufrió el país hasta 1983. Sin embargo, el gobierno de José Félix Uriburu jamás lo convocó. Y con la asunción de Agustín P. Justo (quien arrojó sus innumerables proyectos en el cesto de papeles) perdió definitivamente la esperanza de asumir el rol para el que se consideraba destinado. 

Tal vez haya aspirado a un lugar imposible en la Argentina, donde salvo en la época de la organización del Estado, los intelectuales jamás han tenido una verdadera incidencia en el poder real. Según la ensayista María Pía López, con el suicidio de Lugones se agotó un modo de ser del escritor argentino, aquel que desde los próceres de Mayo aunaba de modo indisoluble la literatura y la política. Efectivamente, el país cultivó desde sus orígenes elites intelectuales destinadas a la organización del Estado, y aún entre enormes contradicciones, Mariano Moreno, Juan José Castelli, Manuel Belgrano, Bernardo de Monteagudo y tantos otros soñaron un país. Más adelante, los miembros más relevantes de la generación del 37 no sólo sentaron las bases de la República sino que fueron los autores de las primeras obras clásicas de la literatura argentina: El matadero y La cautiva de Esteban Echeverría, Recuerdos de provincia y Facundo de Sarmiento, Amalia de José Mármol. En ese momento se dio la situación excepcional y única de que nuestros estadistas fueran hombres de letras, y los fundadores de nuestra literatura fueran estadistas (4). Luego el rol de los escritores se tornaría más modesto y más confuso, acorde a las épocas que les tocaría transitar. Aunque la llamada generación del ochenta tuvo una fuerte vocación pública, ya se había conformado la Argentina moderna y habían dejado de confundirse los roles del político y del intelectual. 

A partir del siglo veinte, ya no sólo no se repetirían casos como el de Sarmiento: tal como demostró el fracaso de Lugones, los escritores ni siquiera serían escuchados. Y aunque sus intervenciones públicas en muchos casos no fueron felices, lo cierto es que el país se extravió más fácilmente al desdeñar el trabajo intelectual y dejar de concebir la cultura como prioridad. Sin embargo, fueron muchos los que se involucraron fuertemente en el debate. Unos años antes de la revolución de 1930, un grupo de escritores jóvenes vinculados a la revolución rusa y enfrentados a los valores de las clases dominantes – que a su criterio seguían gobernando a través de los gobiernos radicales de Yrigoyen y Alvear – constituyeron el primer grupo organizado que dio origen a la literatura social en el país. Fue el grupo de Boedo, formado entre otros por Leónidas Barletta, Elías Castelnuovo y Álvaro Yunque, enfrentado al grupo de Florida (Borges, Oliverio Girondo, Norah Lange), que se inclinaba hacia las novedades europeas y las escuelas de vanguardia. En tanto, Ezequiel Martínez Estrada se dedicaba principalmente a la poesía. 

Pero el golpe de Uriburu lo llevó a cuestionar la estructura del país con títulos como Radiografía de la pampa, La cabeza de Goliat y Muerte y transfiguración de Martín Fierro, al igual que Raúl González Tuñón, quien se convirtió en militante comunista y fue encarcelado por incitar a la rebelión. Arturo Jauretche, por su parte, ya había formado al grupo FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) junto a Homero Manzi y Raúl Scalabrini Ortiz, y luego participaría en el levantamiento cívico-militar de Paso de los Libres. Desde una vereda política opuesta, Victoria Ocampo encabezó el grupo Sur. 

 Después llegaría el peronismo, con el slogan “alpargatas sí, libros no”, la censura y las manifestaciones autoritarias. Juan Domingo Perón desconfiaba de los intelectuales y no dio demasiada cabida a los pocos escritores que simpatizaban con su gobierno: Leopoldo Marechal, Fermín Chávez, María Granata, Julia Prilutzky Farny y el subsecretario de Cultura, José María Castiñeira de Dios. Jauretche y Manzi, por su parte, consideraron a Perón como el continuador de la políticas de Yrigoyen y decidieron apoyarlo (lo que provocó la disolución de FORJA) pero, al igual que Scalabrini Ortiz, finalmente fueron marginados. Aunque la revolución de 1955 intervino en la actividad cultural con el fin de evitar cualquier referencia al régimen depuesto, en esa época se abrieron rumbos que sentarían las bases del florecimiento de la década siguiente. Importantes figuras de la cultura ocuparon cargos en el gobierno, aunque sólo en sus áreas específicas: Jorge Luis Borges fue nombrado director de la Biblioteca Nacional, Jorge Romero Brest del Museo Nacional de Bellas Artes, Orestes Caviglia, del Teatro Nacional Cervantes, y Jorge D´Urbano, del Teatro Colón. Además, José Luis Romero fue designado interventor de la Universidad de Buenos Aires, Manuel Mujica Láinez, director de relaciones culturales de la Cancillería, y Eduardo Mallea, embajador ante la UNESCO. 

Ernesto Sabato, por su parte, fue nombrado director de la revista Mundo Argentino –que había sido comprada por el gobierno-aunque al año renunció, después de denunciar torturas a militantes sindicales. Muchos escritores –el mismo Sabato, Ismael y David Viñas, León Rozitchner, Noé Jitrik, Félix Luna, Marta Lynch, Martha Mercader-se involucraron en el proyecto presidencial de Arturo Frondizi, autor de Petróleo y política y seguramente el único intelectual argentino del siglo veinte que llegaría al poder (aunque tal vez se podría incluir a Carlos Chacho Álvarez, profesor de historia y director de la revista cultural Unidos, quien asumió como vicepresidente de la Nación en 1999 y terminó renunciando al año siguiente por disidencias con el presidente Fernando de la Rúa). El gobierno de Frondizi abrió grandes expectativas: “Un tipo de aspecto profesoral, pero que no vivía en las nubes. Libros y realidad: la síntesis esperada durante años”, opinó David Viñas (5). 

“Se ha producido un hecho nuevo que abre un enorme interrogante. Por primera vez en la historia argentina, un intelectual recibe apoyo del pueblo, o, dicho de otra manera, por primera vez el pueblo no está contra el intelectual”, dijo Arturo Jauretche (6). Sin embargo, al poco tiempo de asumir, el Presidente traicionó su discurso de campaña y la mayoría terminaría distanciándose. Según el escritor Mempo Giardinelli, en esa época se incubó una idea desdichada que luego la dictadura trabajó a conciencia: “De los intelectuales hay que desconfiar, son peligrosos, por algo será, los intelectuales son de café, de izquierda o de mierda”. Para Giardinelli, “cuando fracasa un intelectual es como si la culpa la tuviéramos todos. Al menos en la Argentina, que es un país tan ingrato como puede ser feroz a la hora de generalizar” (7). Muchísimos autores han escrito sobre Lugones, tal vez más que sobre cualquier otro escritor. 

Desde Julio Irazusta y Bernardo Canal Feijóo hasta Jorge Luis Borges, pasando por Juan José Sebreli, Beatriz Sarlo, Álvaro Abós, David Viñas, Ivonne Bordelois y Noé Jitrik. Más allá de sus fluctuaciones y sus ansias de grandeza, la figura atrae por lo que representa. Repasar su historia invita también, en cierta forma, a recordar algunos aspectos de la difícil relación entre los intelectuales, el poder político y la sociedad. NOTAS 1.- El poeta Francisco López Merino nació en 1904 en La Plata, y a los veinticuatro años se pegó un tiro en esa misma ciudad. Publicó tres libros de poesía y mantuvo una estrecha amistad con los escritores vinculados a la revista Martín Fierro. Integró junto a Borges, Leopoldo Marechal y Raúl González Tuñón, el Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes. 2.- Pedro Orgambide, Horacio Quiroga, Editorial Planeta, 1994. 3.- María Pía López, Lugones: entre la aventura y la cruzada, Editorial Colihue, 2004. 4.- Mempo Giardinelli, El País y sus intelectuales. Historia de un desencuentro, Capital Intelectual, 2004. 5-Carlos Altamirano, Arturo Frondizi, Fondo de Cultura Económica, 1998. 6.- Ibidem. 7.- Mempo Giardinelli, op. cit.

martes, 18 de marzo de 2025

Lecturas de la tradición en la poesía de José Lezama Lima Daniela Evangelina Chazarreta

 


A modo de prólogo 

Lecturas de la tradición en la poesía de José Lezama Lima “La tradición, como en la famosa frase sobre la libertad, fue para él un don, pero también fue una conquista”. Lezama Lima, “García Lorca: la alegría de siempre contra la casa maldita” “La liberación del tiempo es la constante más tenaz de lo sobrenatural.” Lezama Lima, “Confluencias”. Estos cuatro momentos mencionados no pretenden abandonarse a la banalidad de la causalidad, de la sucesión cronológica. 

No son etapas, sino la integración del ser dentro del ser, la identidad de una sustancia consigo misma. Las agrupaciones del tiempo en un escritor corresponden a los momentos en que alcanzó un signo. Lezama Lima, “Nuevo Mallarmé I” Sin duda, acercarse a la obra y especialmente a la poesía de José Lezama Lima (1910-1976) implica muchos interrogantes debido a su hermetismo y complejidad. Frente a este universo, sólo podemos proponer algunos extractos, vislumbrar algunas lecturas, pensando sobre todo en crear aportes que den cuenta de su poesía, atendiendo y esperando contribuir a la interpretación de versos de su poética.1 Los estudios de lengua y cultura griega clásica y nuestros trabajos de investigación previos, que tomaron en cuenta esta presencia, fueron muy beneficiosos para la lectura de la poesía en la medida en que pudimos encontrar rastros concretos de ese mundo y también de una fuerte impregnación católica que matiza la poética de Lezama Lima. 

El trabajo de estas dos vertientes, por tanto, se desarrolla principalmente en la primera mitad de la obra de Lezama, insistiendo en algunos textos y poemas porque creemos que es la forma más viable de plantear estas cuestiones con cierta profundidad y con la mayor riqueza posible. En esta línea, nuestra investigación vuelve ciertamente una y otra vez a un texto inicial, “Muerte de Narciso” que nos llevó a Lezama Lima, de allí a Valéry y a interrogarnos sobre la importancia del linaje en Lezama, presentado en un singular contraste con la estética de vanguardia que insistía en la ruptura que a nivel superficial incluye las grandes figuras modelo. 

El primer epígrafe introduce la línea principal de la tesis: la preocupación del poeta por la tradición y la construcción de su linaje. Más allá de las presencias, nos interesa examinar ciertos modos de selección y apropiación y, sobre todo, el interés de Lezama en subrayar, a través de una sugerencia a menudo directiva, la presencia de figuras -a veces emblemáticas- en su poética; porque está interesado en establecerse en una determinada tradición. Como toda ambición, este propósito de Lezama es excesivo, pues no sólo se atiene a su linaje individual, sino que se considera primordialmente 1 Por la complejidad, extensión e hipótesis que movilizan esta lectura, el contexto de la obra de Lezama apenas se insinúa. Para revisar este aspecto en sus diversas etapas, se puede consultar Álvarez Bravo 1968,14 Lecturas de la tradición en la poesía de José Lezama Lima como figura de la expresión cubana, y luego del continente, cuyo reflejo más manifiesto es el ensayo La expresión americana (1957). Con este objetivo en mente, una de las principales estrategias para lograrlo es, como indica el segundo de los epígrafes, el dibujo de la “banalidad de la causalidad, de la sucesión cronológica”, es decir, el tiempo cronológico -lineal- como eje de la escritura de la historia de la cultura; 

Esta es una preocupación constante de Lezama, pues siente que frente a la supuesta superioridad de la cultura europea, no sólo cualitativa, sino sobre todo cuantitativa, la mirada del estadounidense hacia su pasado sólo encuentra carencia y desvalorización por parte de la europea, instancia vivida en conflicto. Tomando como referencia el tercer apartado, nos interesa también destacar que, si bien hay una llamativa, buscada y lograda cohesión y continuidad en la obra de Lezam, hay ciertos “signos”, categorías significativas que al sistematizarse se convierten en puntos de inflexión sin implicar necesariamente un corte cronológico (y siempre teniendo en cuenta la construcción del linaje que, como otras operaciones culturales, implica el pasado, pero no impone la sucesión, más bien la refuta). Son la isla, la imagen y el poeta. 

Un primer corte corresponde a “Muerte de Narciso” (1937), a Enemigo Rumor (1941) y al intento de burlar la ley, la causalidad de la cadena diacrónica como valoración de lo cultural. Esta cuestión se relaciona con la teoría del insularismo tanto en una lectura simbólica, que considera el aislamiento del hecho literario en su particularidad vinculada a la sucesión en el espacio que geográficamente implica la isla. Un segundo momento significativo corresponde a La fijeza (1949) y la presencia de la teoría de la imagen, otra estrategia fundamental para negar el valor dado al eje cronológico como valoración de lo cultural. La tercera consideración tiene que ver con el alcance del poeta, sus problemas en la obra de Lezama y sus emblemas, haciendo un recorrido por gran parte de su producción. El corpus escogido, por tanto, responde a la elección de modos efectivos de trabajar la poesía hermética de Lezama Lima -incluyendo ciertos ámbitos del Paradiso- y siempre con el aporte de las reflexiones de los ensayos, no pensadas como una explicación mutua, sino como texturas diferentes con las mismas inquietudes poéticas. Sin pretender una lectura unívoca, sino todo lo contrario, la nuestra se centra en textos que, en general, son paradigmáticos de toda la obra de Lezama, concentrándose en ángulos de análisis para luego expandir los universos de significado que surgen de ellos. Teniendo en cuenta estas premisas, al abordar la noción de tradición y su significado en la poética de Lezama, nos centramos particularmente en la manera de procesarla y leerla desde los mecanismos de apropiación y selección para construir un linaje propio, atravesado por lo fragmentario y lo diverso. Allí incluso tenemos en cuenta la noción de pliegue de Deleuze (1989), pues tanto la lectura como el libro -entendido como archivo o reservorio- (Molloy 1996: 26) son una extensión del sujeto poético. 

El pliegue, además, se traduce en una de las figuras privilegiadas de la poética de Lezama, un recurso a partir del cual se “despliegan” los demás y con el que se configura el sujeto poético. Si bien a lo largo de este libro mencionamos los trabajos que nos han ayudado en esta aproximación a Lezama, es necesario remitirse a un breve relato (conocido académicamente como estado de la cuestión). Son diversas las líneas que la crítica ha trabajado en torno al orbe polisémico de Lezama, de las que destacamos, sobre todo por el aporte a nuestra lectura, a Guillermo Sucre, Susana Cella y Emilio de Armas en sus aproximaciones a la obra poética de Lezama. El primero de ellos, Guillermo Sucre –en “Lezama Lima: el Logos de la imaginación” de La máscara y la transparencia (1975)- nos introduce en la poesía del cubano a medida que aborda los textos poéticos teniendo en cuenta el perfil metadiscursivo de su producción, centrándose, por tanto, en el contexto de la poética de Lezama. Sutilmente, desentrañando algunas categorías teóricas importantes como la imagen y la poesía como sobrenatural, analiza toda La fijeza desde la perspectiva mencionada para descubrir cómo la singularidad de la poética de Lezama se desarrolla a partir de la poesía. 

Conocimiento poético. La poesía de José Lezama Lima (2003) de Susana Cella es más diversa y sobre todo considera con destreza el modo en que ciertas inflexiones teóricas como la poesía, el barroco, el cronotopo lezamiano, la isla, la imagen, el cuerpo o el sujeto se funcionalizan y enriquecen en el orbe lezamiano y en algunos de sus poemas. El enfoque principal del libro es la relación problemática entre poesía y conocimiento presente en la facultad del discurso poético de producir formas cognitivas en sus modos de estructurarse. El crítico y poeta aclara que “se trata de una poética que deliberadamente propone una búsqueda de algún tipo de sabiduría y organización del mundo y lo hace, no a través de la racionalización y la abstracción sino desde un singular despliegue sensorial e intelectual, donde la constitución y concepción de la imagen es central para lograr un propósito trascendente (que la separa de una postura purista del arte) —llamado por Lezama Lima hipertelia—, a la vez que mantiene un fuerte anclaje en la inmanencia” (2003: 28). Emilio de Armas, uno de los más importantes críticos de Lezama Lima—en "La poesía del Eros cognoscente" (1992), estudio introductorio a su edición de Poesía—analiza cómo Eros —el impulso erótico de la creación— está presente en toda la poesía de Lezama desde "Muerte de Narciso" hasta Fragmentos a su imán (póstuma, de 1977) en imágenes de reproducción, gestación, sexualidad en un esfuerzo de aprehensión cognitiva. 

De estos críticos destacamos especialmente el saber penetrar, leer la poesía de Lezama, suscitar inquietudes y idear no sólo respuestas, sino incluso preguntas. Creímos relevante analizar el diálogo entre la obra de Lezama y la tradición, ya que esta línea de trabajo ofrecía importantes vacíos y lagunas. Una de las más importantes es la huella del insularismo; Sugerida por primera vez por Cintio Vitier, especialmente en Lo cubano en la poesía de 1970, es la primera en aludir a la teoría que implica una teleología y ciertos tratamientos vinculados a la pertenencia a la isla y al surgimiento de esa expresión magistralmente lograda en “Noche insular: jardines invisibles” de Enemigo rumor y “Pensamientos en La Habana” de La fijeza. Para Vitier, su presencia en la obra de Lezama se relaciona con “la reminiscencia de la imagen mítica de la isla americana, se integra con ese paisaje de generosas transmutaciones, con ese espacio donde la semilla formal hispánica se abre a una tradición de piedras convertidas en guerreros, de objetos convertidos en imágenes, como el ejército del Inca Viracocha, y a una futuridad desconocida” (440). Arnaldo Cruz-Malavé, tanto en su artículo “Lezama Lima y el 'insularismo': un problema de orígenes” de 1988 como en uno de los capítulos de El primitivo implorante. El “Sistema Poético del Mundo” de José Lezama Lima, de 1994, retoma ciertas consideraciones de Vitier. Su análisis gira en torno al ensayo de Lezama “Colloquio con Juan Ramón Jiménez” y sus vínculos con La expresión americana. La reflexión sobre el insularismo interesa a Cruz-Malavé porque representa un primer intento de definir una expresión cubana opuesta a un sentimiento “pesimista” en torno a la creación misma. Estas dos últimas ideas nos permitieron pensar el insularismo como una estética posible presente en los poemas de la primera etapa de Lezama y vinculada a teorías posteriores sobre la imagen y expresión americana, como búsqueda de un discurso propio y trascendente. Estas cualidades confieren aún más coherencia a la obra de Lezama. "Apetitos de Góngora y Lezama" de Roberto González Echevarría (1975) analiza con agudeza la particular lectura de Lezama de "Sierpe de don Luis de Góngora", poniendo el énfasis en cuestionar la autonomía y la alienación del lenguaje poético del Barroco gongorino (1975: 484) para subrayar la imposibilidad del lenguaje y expresar la plenitud que San Juan de la Cruz busca como actitud opuesta a la propuesta gongorina. La apreciación de José Martí en Lezama ha sido observada por Vitier (1985) y Fina García Marruz en La familia de Orígenes 19 Daniela Evangelina Chazarreta (1997) quienes subrayan una lectura sagrada de este poeta como encarnación de la posibilidad infinita.

 A esta postura se suma Gustavo Pellón en “Martí, Lezama Lima y el uso figurativo de la historia” (1991), quien considera “el valor emblemático” (80) que tiene Martí en la configuración de eras imaginarias de Lezama. Como vemos hasta ahora, con la excepción de Vitier sobre el insularismo, la crítica se ha dedicado principalmente al ensayo. Aunque la bibliografía sobre Paradiso (1966) es abundante, no es aquella que aborda su diálogo con la tradición. “La tradición cubana en el mundo novelístico de José Lezama Lima” (1975) de José Juan Arrom es una excepción a esto y fue significativa para nuestra lectura al recuperar la imagen paradisíaca de la isla y sus raíces en los Diarios de Colón. El interés de Pedro Barreda por “Paradiso: Lezama y la reescritura de la oralidad” (1975) contribuyó a la importancia de la oralidad en la novela y al modo en que ésta crea un tiempo y un espacio míticos. Esto nos llevó a nuestras reflexiones sobre el modo en que la saga familiar fue construida como un fuerte soporte autorizador para la escritura de este texto. “«La muerte de Narciso» o el símbolo fatal de la autoconciencia: Ovidio, Schlegel, Valéry, Lezama” (1993) de Joaquín Martínez ofrece importantes reflexiones sobre la impronta de estos textos en el primer poema de Lezama, recuperando sobre todo una textura viva y renovada del mito. El artículo es excelente aunque no aborda la importancia que se le da a la construcción de linajes en Lezama. 

Teniendo muy presente el problema del tiempo, retomamos el análisis de la imagen y las épocas de Lezama en “La historia tejida por la imagen”, un estudio introductorio de Irlemar Chiampi a 20 lecturas de la tradición en la poesía de José Lezama Lima La expresión americana (1993). Aunque esta crítica se centra en los ensayos, algunas de sus conclusiones fueron productivas para el estudio de los textos poéticos. Examinamos en particular su afirmación de que el tejido de la historia aparece como una ficción dirigida por el logos poético; En este contexto, el contrapunto es concreto entre las imágenes y el lugar privilegiado que lo americano encuentra en este nuevo orden establecido por las eras imaginarias: reescribir la tradición.La importancia de esta distinción [la imagen] —indica la crítica— reside en la perspectiva misma que Lezama adopta al abordar el hecho estadounidense. Si una era imaginaria coincidiera necesariamente con una cultura, América no podría aparecer como una era imaginaria, ya que, al carecer del prestigio del milenio requerido, se disolvería, indiferenciada, en el gran trasfondo temporal y bimilenario de Occidente. Por otro lado, si una era imaginaria puede ser un afloramiento dentro de una cultura, entonces es posible detectar el estatuto estadounidense imaginario dentro de Occidente (1993: 20). A lo largo de nuestro texto pasamos del análisis particularizado de poemas, textos, temas y trazos a introducir cuestiones fundamentales de Lezama para luego volver a la consideración detallada y, nuevamente, global de nuestro querido poeta cubano. Ojalá estas líneas hagan brillar -si no otra cosa- la maestría de su obra, superando los placeres y riesgos que entraña el gusto por su palabra poética.

lunes, 17 de marzo de 2025

Horado Quiroga PROLOGO: Noé Jitrik NOTAS: Jorge Rafímlli




PROLOGO Las seis narraciones de Horacio Quiroga que ahora pu blica ARCA reunidas en dos volúmenes (novelas cortas o no- velines o “nouvelles’' o folletines, según designación del autor) ocupan un extraño sitio dentro de su obra o, mejor dicho, al margen de su obra. No se parecen temática ni estilísticamente a los cuentos misioneros ni tienen el sentido experimental que por lo menos tenían los cuentos modernistas o los de la época del delirio poeano; si en algo se diferencian de unos y otros es justamente en la propuesta de personalidad que unos y otros a su modo formulan y en virtud de la cual se puede establecer un pasaje, una evolución que es ya un resultado clásico en la crítica quiroguiana: del modernista al realista, del decadente al vigoroso autor de cuentos de monte, del se ñorito al hombre de la “experiencia y el riesgo”. 

Al contrario, estas seis narraciones ofrecen un atractivo que no tiene nada que ver con aquella imagen que por suerte se ha establecido ya acerca de Quiroga. Un atractivo opaco, lleno de reminis cencias de la literatura decimonónica, el atractivo, que se traisr fiere al lector de esos cuentos, en quien se desencadena el deseo de comprender qué relación existe entre ellos y esa evolución un tanto oficial de su obra, la mejor cifra hasta ahora de su inteligibilidad. Está claro entonces: hay un Quiroga que nos propone una lección por medio de un proceso cuyas etapas son siempre aceptables pero he aquí que hay una fuertemente impregnada de clandestinidad; de clandestinidad subjetiva porque Quiroga consideró estas piezas como meros instrumentos de ganapán y de las que no valía la pena hablar, excrecencias de una habili dad que le permitía olvidarse de los verdaderos sentidos que perseguía obsesivamente; de clandestinidad objetiva porque se apartan en sí mismos, como estructuras significativas, de lo que un lector, en cuya interioridad se va reproduciendo el proceso de maduración de toda una literatura, espera y necesita: cuen tos de entretenimiento, de suspenso, de misterio, de héroes casi inmortales cortados de una sola pieza, todo ofrece una canta rína e infantil perspectiva que nada tiene que ver con ese Quiroga atormentado y sombrío, el adusto observador de realidad tan cambiante como su propia relación con ella. Y sin embargo, estos novelines, a partir justamente de esa alegría de lo intrascendente que proponen, empiezan a ser res cata bles pero no sólo en virtud de una filosofía literaria es pecial, de un gesto artificialmente ingenuo, sino en relación con esos sentidos principales, con el proceso de fondo que ha hecho de Quiroga un narrador fundamental, ese denso escri tor que nos place reivindicar dentro de la complicada y poco sólida tradición literaria rioplatense. Desde esa perspectiva, ¿cómo se produce la presunta co municación entre lo marginal y lo legal? ¿Cuáles son sus pun tos de contacto?

 ¿Constituyen estos relatos de algún modo un microcosmos que permite recuperar un universo mayor? ¿Son esa frase notable que ilumina un discurso y, homólogamente, ese conjunto de formas y significaciones que se abren sobre una obra? Una respuesta trivial para todas las preguntas es no, de ninguna manera, por una elemental cuestión de calidad. Pero por todo lo que ya sabemos de Quiroga no podemos asu mir una respuesta convencional, basada en lo aparente, no po demos resignarnos a esta condena de escisión, no podemos de jar de buscar en lo clandestino y aun en lo menospreciado por el autor mismo, aquello que estamos buscando en la zona luminosa de su obra. Es lo que precisamente vamos a intentar en este trabajo, a partir del examen de esos cuentos, persua didos de que una expresión parcial y no muy elevada de un escritor totalizante y profundo encierra sentidos que se vincu lan con lo central de una obra todavía productiva y perdurable. Estos seis folletines fueron publicados entre 1908 y 1913, a uno por año, en la revista Caras y Caretas cinco de ellos y el último, Una cacería humana en Africa, en Fray Mocho, todos bajo el seudónimo de S. Fragoso Lima. En su interesante co rrespondencia con José M. Fernández Saldaña, única publi cada por el Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios de Montevideo que cubre aquellas fechas, hay, al pasar, una sola alusión a ellos; es en la carta del 16 de marzo de 1911 y dice: “Agrega además $ 400 de folletines por año, y i ! la cosa marcha”. Frente a las reiteradas menciones a la novela publicada en 1908, Historia de tm amor turbio, con su compli- cada elaboración, y a las no menos frecuentes cavilaciones I acerca de un cuento como Las Rayas, la economia de su referen- ' cia prueba por lo menos dos cosas: que no consideraba estos fo* j 1 lie tiñes más que como recursos para ganar dinero y que su ela boración no interfería proyectos que consideraba más trascen- ! dentes estéticamente hablando. Con independencia de esta ini cial desvaloración, señalemos que seguramente los iba escribien do sobre la marcha, por lo tanto tal vez en este orden: Las fie- j ras cómplices, El mono que asesinó, El hombre artificial, El de- | vorador de hombres, El remate del Imperio Romano y Una cacería humana en Africa; no obstante, puede pensarse que estaba maduro para concebirlos desde bastante antes, ya sea por el tipo de lecturas de las que estos cuentos traen reminis- ! cendas y' que constituyen su declarado alimento intelectual, ya sea porque algunos de ellos (El mono que asesinó y El hom- í bre artificial) se inscriben en la oleada de literatura fantástica que tuvo una expresión soberana en 1906 con Las fuerzas ex- trañas de Lugones. Conviene aclarar, sin embargo, que ya antes 

 ¡ Quiroga había hecho cuentos fantásticos: Los perseguidos, El crimen del otro, que difieren de estos nuevos, más emparenta- i dos con los de Lugones (por lo menos aquellos dos mencio- 1 nados), en el positivismo de la concepción; en la e'.apa ante rior, bajo la influencia de Poe, la fantasía era sobre todo ! alucinatoria y mental mientras que aquí hay operaciones fí- í sicas concretas. Ya lo veremos en particular al final de esta ¡ presentación. Hay otro elemento, importante sin duda, para situar estos ¡cuentos: el comienzo de la experiencia misioneia y los primeros i contactos con la selva que actualizan lecturas tal vez olvi- i dadas reclamando temas que ahora se aprovechan, por ejemplo líos relacionados con animales o formas de vida silvestres que localiza, respondiendo a la tradición del género, en el Africa. Ahora bien, acercándonos a las historias contadas, vemos que | aparecen allí algunos temas que han de reaparecer en la obra misionera o más adelante: el peón humillado que se venga (Las fieras cómplices y La bofetada, casi contemporáneo, y Los mensú), el animal domesticado (El devorador de hombres y El león - en El Desierto-), la explotación de los obrajeros (Las fieras cómplices y Los mensú) como temas mayores, sin contar con elementos secundarios igualmente recurrentes: dinamitar a un hombre (Las fieras cómplices y Van Houten), las hormigas devoradoras (Las fieras cómplices y La miel silvestre), amar a los animales (Una cacería humana en Africa y Cuentos de la selva), estar de parte del desposeído (Una cacería humana en Africa y Los precursores). Este último elemento mencionado es especialmente suge- rente porque se liga con otros: en la época de los primeros folletines Quiroga estaba ya escribiendo cuentos de los llama dos “de monte”, resultantes más de la experiencia correntina que misionera pero de todos modos situados en su nuevo pro yecto estético de alcance realista; al mismo tiempo, vivía en Buenos Aires donde empezaba a hacerse conocer como escritor; los tres datos están unidos por un común denominador, ya puesto de relieve: la habilidad que, al aplicarse a temas de una literatura de gran público, adquiere un matiz de diverti- mento, hacer lo que se quiere, vender un truco, seducir a un público ingenuo, con el oído hecho a los Kipling, London, Sienkievicz, acaso Veme. El divertimento consiste en que se elige una estructura temática y narrativa que, tal vez por su convencionalidad misma, invariablemente diverte, causa pla cer, como por ejemplo los finales milagrosos en los que el héroe se salva siempre y castiga al malvado (western sin saberlo); despreocupación —puesto que se trata de obras menores— pero no inadvertencia y, en cambio, la finalidad de hacer saltar una sonrisa que estaba en el autor y que el lector, al aceptarla, le devuelve corroborando una actitud que tiene su origen en un estado de ánimo o en una forma de vivir. Ahora bien, ¿placer en el Quiroga que se supone abrumado por las culpas, misán tropo y hosco, barbudo y al borde de un destino trágico? ¿Ga nas de reirse en el que está viviendo en Buenos Aires desde la muerte, provocada por él, de su amigo Ferrando? Pues sí, pla cer intelectual en primera instancia al construir estos relatos casi sin pensar y divirtiéndose con ellos, placer similar al de las epístolas en verso que descubrimos en sus cartas desde 1903 hasta 1907, dirigidas a sus amigos más queridos: “ Mi nacimiento, en suma, fue como el de cualquiera: mi madre sonreía con su candor de cera, la sirvienta prolija buscaba ropas blancas, y el médico admiraba sus formidables ancas." Habrá, entonces, que situar a Quiroga en este momento, gran paréntesis que va desde la muerte de Ferrando —abril de 1902— hasta la instalación definitiva en Misiones —enero de 1910. A raíz de un desdichado duelo en el que debía participar su entrañable amigo Federico Ferrando, Quiroga lo mata al probar el arma. Esta desgracia corta la experiencia montevi- deana (“El Consistorio del Gay Saber”) y Quiroga se refugia en Buenos Aires esperando la cicatrización del trauma. Lo imaginamos trágico y culpable, actualizando toda su vida, re traído como su barba lo exige; lo suponemos invadido por el hastío de la civilización y dispuesto a realizar experiencias lí mites; en efecto, poco a poco, se va internando en ellas hasta la que consagra su aspecto y su personalidad: Misiones. El viaje que hace con Lugones a esas tierras lo incita a volver a ellas hasta instalarse en Corrientes (Saladito) y liquidar una pe queña herencia; luego volverá en los veranos hasta la instala ción definitiva, coincidente con su casamiento. Pero entretanto va viviendo ese proceso bajo el tiránico signo de un despertar frente a sus propias posibilidades, lo cual lo colma de alegría, de juego, de veneraciones y de avidez. Seis años en los que lo predominante es la necesidad de la autoafirmación en el logro y la conquista, historias de mujeres narradas con jactancia pue ril y orgullosa exhibición de sus dotes, como un modo de en tenderse con los demás, nada de asilamientos ni de esoterismos, al contrario un tono totalmente muchachil, mujeres entrevistas entre las alumnas de la escuela normal, las comprovincianas de Salto, ocasionales pasantes, amigas de amigas, una persecu- sión, pacatamente llamada “faunesca" por algunos, que se re corta sobre una elasticidad operante también en otros sectores de la realidad. La misma avidez y claridad reaparece en lo literario donde un principio de salud borra tanto decadentis mo, del cual se acuerda con “horror"; son las grandes lecturas y la urgente comunicación de sus impresiones, es Dostoievsky, Maupassant, Sudermann, Gorki, 

Las 1001 Noches, experiencias que le permiten juzgar el trabajo de los otros así como el suyo propio y que están ejerciendo de correctivo a una capacidad de producción inusitada; escribe cuentos hasta casi vivir de ellos; Caras y Caretas, El Gladiador, Tipos y Tipetes y otras revistas son el depósito de su decisión inquebrantable ya a esta altura de hacer de su arte un sólido instrumento, un arma im- batible. Pero nada dramáticos sus avatares, solo la falta de dinero y su obsesiva persecusión, tema que ahora vive des aprensivamente y con soltura y que, junto con los otros dos, mujeres y literatura, reaparecerá cada vez más dramatizado a lo largo de su vida. Pero ahora es como una absorción de lo que la vida puede dar y al mismo tiempo una toma de distan cia frente a la vida para la conjugación positiva de lo que se le ofrece en lo que él puede aprovechar. En las Cartas que escribe en ese período se desgrana tanto como sus intereses recurrentes un tono que señala precisa mente esa capacidad de distandamiento; es el breve juicio, la broma sobre sí mismo, la “formidabilización” de las proezas, la ponderación sobre lo que no tolera fantasismos, la clara asun ción de los términos concretos de un vivir más saltarín que apesadumbrado o acongojado. Frente a un rechazo de una mujer no un lamento sino una maldición, frente a la dispepsia el chiste, frente a las obligaciones de trabajo (la cátedra) el guiño cómplice, frente a la solemnidad académica o el error la rectificación acerada en un esbozo de militancia literaria. Vive intensamente sus amigos, especialmente los uruguayos, y tiene en Lugones un protector, un amigo, un mentor y un guía: es quien le ha abierto el camino al modernismo pero también el que le ha hecho conocer Misiones y el que, si hay "un cambio político que alzara de nuevo al P. A. N. y sus secuaces”, le haría obtener alguna canongía, aunque también, como se ha dicho, con sus cuentos fantásticos le ha suscitado una posibili dad. Levemente analiza sus maneras preporteñas de vivir y, levemente también, las condena como cuando recuerda el has- chisch y el tipo de literatura a flor de nervios. Es claro que no hay una oposición frontal entre este Quiroga y el anterior pero sí la expresión de un dinamismo personal que lo hace el receptor adecuado de la nueva realidad que está intuyendo como la más importante de su vida, la que le pernitirá una transformación que anda buscando en un plano más entraña ble de su ser. Poco a poco sobreviene la seriedad y la época de las decisiones: el hábil profesional del cuento se va despojando de artilugios y de recursos y se interesa por la trasmisión de lo esencial, el artesano va dando paso al artista y el paisaje se apodera de su cuerpo y de su alma; su obstinación será puesta al servicio de un modo de vida y un modo de literatura y desaparecerá, salvo episódicas recaídas, lo que k» distrae y que en el momento que estamos viendo puede convivir con lo esencial que está apuntando. De todo esto se deduce que lo juguetón que hay en los folletines emerje de su propia disposición al juego típico de esta época y que, por más que Quiroga les hubiera dado a estos cuentos el caracter instrumental que les adjudica, se sitúan en un período transicional de su obra, son el tributo necesario a la búsqueda que seguramente estaba haciendo de una unidad más compacta y trascendente para sí mismo y para los demás. Vsmos a entrar a estos folletines de Quiroga armonizando y contraponiendo los elementos estructurales de la anécdota y la narración. 

La anécdota como el conjunto de tópicos que se entraman y la narración como el articulado específico de los tópicos o materiales; la anécdota como recurso a la realidad, la narración como conjunto de procedimientos para el reorde* namíento de la realidad, como escritura. Sin duda, y vaya esto como anticipo, anécdota y narración no configuran aquí una unidad única, sólida y espontáneamente cohesionada, tal como ocurre en cuentos posteriores; si bien tanto materia anecdótica como materia narrativa participan de una fuente común que se constituye sobre la base del gusto del público o sobre ideas de eficacia (la habilidad) es flagrante la escisión por prevalencia de un aspecto sobre el otro; generalmente el que prima es el anecdótico y esa primacía tiene su causa en la circunstanciali- dad de la creación, en la reclusión a la marginalidad que de su propio proyecto hace el autor. Pero veamos cómo se dan las cosas en uno y otro campo. Por un lado, los elementos que componen la anécdota aparecen como apilados, acumulados, crudos, como mero» temas tomados del exterior y no traspa sados por lo personal, como pura objetividad interesante para un lector situado; en ese sentido, la anécdota es pobre por su previsibilidad cuyas raíces se hunden en lo cuantitativo obje tivo. Sin ser más rica, justamente por la acentuación puesta en lo temático, la narración ofrece en cambio un interés mayor en la búsqueda de sentidos propuestos por los cuentos. An tes de avanzar hay que decir, no obstante, que si los tópicos que componen la anécdota son en su mayor parte reminiscen cias graciosamente actualizadas de lecturas clásicas (El remate del Imperio Romano — Sienkievicz—, el cachorro del gran rey de los tigres — Kipling—, los tres sabios que inventan un hombre — Holmberg—, etcétera) los recursos narrativos son también acentuadamente retóricos (el suspenso, el cierre, la calificación del narrador a lo narrado, personajes en blanco y negro). No se trata, pues, de originalidad en sí sino que, descartada ésta, el sector de la narración ofrece un campo de trabajo que no podríamos extender considerando una unidad inexistente ni radicándonos en el sector de la anécdota, rápi damente clasificable y agotable. La primera estructura que se destaca en el sector de la narración es la del raconto, instrumentalización técnica del re cuerdo. Existen en los seis cuentos distintos grados de raconto; el más elevado aparece en El hombre artificial: el narrador presenta a sus personajes en su trabajo y luego, haciendo una pausa, rompiendo la tensión, se narran las historias de cada uno de los tres; el menos elevado cuantitativamente se da en El remate del Imperio Romano donde el raconto es apenas algo más que una ubicación de las conductas, somero trazado exigido por la causalidad de las acciones; pero entre ambos términos se establece un pasaje que va de la necesidad casi obvia de explicación causal hasta la categorización de una ma nera de relatar; en Una cacería humana en Africa se raconta algo más que en El remate pero todavía con el mismo sentido; en cambio en El devorador de hombres el raconto cambia de nivel pues está ligado a sentidos y no meramente a conductas: el tigre recuerda una escena y se siente de determinado modo frente a lo actual mientras que cuando el narrador describe la vida anterior de Donissoff, raconto amplio y lujoso, es como una explicación para el lector, no significa ninguna actualiza ción interior para el personaje. Este cambio, de lo cuantita tivo a lo cualitativo, se corresponde con el pasaje de raconto (como modalidad) a recuerdo (como motivador) que, en El mono que asesinó, cubre la totalidad del relato: esa historia del hombre que escucha una voz de un mono que le recuerda voces extrañas pero entrañables e indescifrablemente reales; tratará de inteligirlas secuestrando al mono tras lo cual todo le será revelado y aparecerá un recuerdo sepultado en la me moria de generaciones. Del raconto al recuerdo y del recuerdo a la memoria, sacudida, a la vez, por una efectista transferen cia de personalidades basada en la idea de la trasmigración de las almas: el hombre es despojado por el mono de su en voltura física y su espíritu pasa a la miserable apostura del mono. Y la memoria, más allá de la fantasía hinduista, pero i incluso a través de ella, remite. al tema de la herencia, típico del naturalismo positivista. De donde estructura narrativa que , se apoya en una clara posición filosófica explicitada temática- i mente, por añadidura, en otro cuento de la serie, El hombre artificial. Pero esta veta, como lo he anunciado, será conside- j rada por separado. 

 No menos interesante, aunque menos desarrollado, es el elemento de las explicaciones que surgen inicialmente como una voz de narrador que necesita ubicar acerca de meros acon- teceres relativos al suspenso y que, por lo tanto, como en la ¡ mayor parte de los relatos clásicos, se atribuye el conocimiento i de lo que ocurre en cada personaje así como de lo que liga o separa a los personajes unos de otros; voz que, al apelar a una i información objetiva para recortar los hechos de la ficción, se vincula con la historia real diluyendo en el lector los límites I de la narración (“Recuérdese solamente que en la construc ción del ferrocarril de Mombasa al Victoria Nianza, costó al ! gobierno inglés millones la renovación constante de la tropa de búfalos diezmada día a día por el tse-tsé”) ; voz que se hace más insinuante y lleva al pináculo su omnipotencia cuando i adopta el tono científico, es decir cuando le tiende al lector el brazo que lo conducirá al sentido mismo del relato (“Durante meses y meses los tres asociados habían luchado en la forma ción del tejido óseo. A pesar del éxito de prueba obtenido, siempre habían temido que los fosfatos no estuviesen bien fi jados”.) Explicar, crear una zona blanda entre relato y desti natario, acudir justo en el momento en que los hechos por sí solos no son suficientes, indica en el menor de los casos domi nio y sujeción de lo narrado a través de una racionalidad que neutraliza el poder de los hechos, un poder dormido que no se juzga necesario avivar en la ocasión. Entonces, por un lado racionalidad que también hay que poner en la cuenta del posi tivismo cientificista, por el otro neutralización de lo literario. En todo caso, instrumento desafilado que espera el reempla zante que Quiroga está destinando a los otros cuentos, en los que la narración forma parte de la experiencia total que les da origen. Pero el elemento central de la estructura de la narración reside en los personajes que son acentuados hasta el punto de hacer perder de vista toda otra posibilidad de elaboración, ya sea de lenguaje, ya de narrador, incluso de ritmo. Mediante los personajes Quiroga inflexiona sus anécdotas, es a través de ellas que las vehiculiza y en quienes centra todo el poder tras- misivo que pone en movimiento. Pareciera que siente a los personajes no en cuanto figuras que representan conflictos dramatizables sino como las formas imprescindibles en que se organiza la realidad: los personajes son entendidos como par- ticularizaciones de la ficción para comprender la realidad. De este modo, sí en un sentido general el valor narrativo es aglu tinado por ellos, de entre ellos se destacan los protagonistas o, si lo preferimos, los héroes que a veces no son protagonistas. Se establece también una gradación que es importante esbozar como un camino de ingreso en lo particular. En Las fieras cómplices, Longhi y secundariamente Guaycurú, son protago nistas-héroes, en El mono que asesinó, Guillermo Boox es protagonista-idea, en El hombre artificial, Donissoff es prota gonista-héroe con algunos matices de protagonista-idea, en El devorador de hombres la estructura es más compleja: un re lator —el tigre- que es protagonista-paciente da lugar a la re fulgencia de un héroe -Lord Aberdale- que no es protagonis ta; en El remate y Una cacería Paulo Emilio y Ruy Díaz, res pectivamente son protagonistas-héroes. Sea como fuere, rari» mo de eitoí protagoniitas señalados, y cada uno en su cuento, raplican una culminación que exige por lo general contra* i guras explícitas: Longhi tiene su malvado, Alves; Boox tiene ,u mono que et una perfecta y amenazante irrisión; Donissoff ja materia que se le niega; A hádale el siniestro domador Kim- yerley; Paulo Emilio ai grotesco Didio Juliano; y Ruy Díaz ¡os implacables oficiales negreros. Lo necesario es que ectos éroe- triunfen, si no materialmente, como ocurre con Ixm- thi, Ruy Díaz y Aberdale, por lo menos en cuanto a la im presión de grandeza que mediante ellos se quiere dejar: “Su orvenir entero estaba muerto ya, como había muerto el hom- •re de las manos vendadas; corar* había muerto su creación ibominable; como allí — criatura sublime, arcángel de genio, oluntad y belleza, estaba muerto Donissoff” (El hombre ar- jificial), o bien: “Paulo Emuio pisó firmemente para asegurar il equilibrio, y recogiendo un pliegue de la toga, miró sereno los sicarios. Fue su última n rada. Los venablos partieron, se undie.on en el pecho patricio, y mientras Paulo Emilio se ‘¿plomaba con los ojos cerrados, los sicarios, con un definitvo f triunfal aullido, .altaban sobre su cuerpo” (El remate del \mperio Romano). Es evidente y casi obvo que ésta o la otra jrma de triunfo tienden a consolidar la identificación que se promueve entre lector y héroes: para que el lector viva, me lante la grardeza de los héroes, un instante de su propia e Indefinible y por lo general oculta grandeza. 

Precisamente, ñuscar este efecto con tanta homogeneidad se liga a la instru- nentalidad con que las historias han sido realizadas y forma arte del general humor con que han seleccionado los elemen- os que las componen. Pero la cosa no termina ahí; los héroes on también, ya se ha insinuado, héroes positivos en todos loe liveles: por lo que hacen, por lo que sienten, por cómo los presentan los narradores, por los sentimientos que engendran in los demás personajes; estos cuatro planos configuran héroes erfecto* que actúan en el reino puro de los designios, no in~ erferido!» por apetitos ni mediatizaciones, del problema que la ealidad les tiende como celadas a la solución sin vacilaciones, in miedos, sin hambre ni frío ni cansancio, sin voluntad :-xual, con la complicidad de los elementos, sin espado para i realización de los proyectos, aceptando una conminación que procede del proyecto sin protestas ni agachadas de niru guna índole. ' Pero uno de estos cuentos propone una variante: El mo no que asesinó. El protagonista-idea, tal vez por este carácter! no triunfa, no defiende ninguna positividad, no es un modelo ni un héroe, al contrario ejemplifica una rechazante perspec-: tiva de degradación y, sobre todo, por la singularidad de lo que protagoniza, reduce la universalidad, se limita a la relai ción de un caso extravagante. Naturalmente, la extravagancia no constituye un valor, además se paga un tributo muy gram de a una cierta moda temática, además el carácter caprichosa del material manejado exige del lector más excitabilidad quei simpatía. Sin embargo, este cuento contiene una idea que lc< hace el más sugerente de la selección, es la circularidad: el fii nal recobra la imagen inicial pero invertida. Guillermo Boox empezó por sentarse y mirar al mono que le habló y ahora ei mono, en el cuerpo y el espíritu de Boox, aparece sentado en el mismo banco mirando a Boox que está dentro de la jaula y del cuerpo y el espíritu abyecto del mono; es como si la histooj ria no hubiese ocurrido, es como si la memoria, que constituye la sustancia del relato, quedara congelada en un presente que le impide verificarse; el cierre clausura también el tiempo de relato, puesto que todo es exactamente igual al comienzo dei modo que el lector puede apartarse de lo especial, del “caso” de traspasamiento basado en la trasmigración hindú, de la: rigidez de la “herencia”, para ubicarse frente a algo que haa biendo pasado no pasó, frente, en suma a la ficción y a lo que de ella puede brotar e invadirlo. Un elemento narrativo tal vez complementario, emergem te de sus iniciales contactos con la selva, es el animal cotiici complemento y aditamento de las historias; permite lateralizarr crear un interés accesorio muy vivo, presenta una zona máá amplia de la acción del héroe; el animal ennoblecido que se entiende con el héroe y favorece su triunfo favoreciendo d«t este modo un triunfo de ciertos valores positivos. Es un recun so, por cierto, heredado de la literatura africanista y, como allí - está investido de un sentido fundamental: el animal expreso la naturaleza pura, por lo tanto, al adherir leones, tigres, am tílopes al héroe puro, la causa de este último obtiene su re&¡ paldo nada menos que en la naturaleza. Se ratifica, así, un orden moral que cae sobre el lector impidiéndole toda distan cia, empujándolo a la identificación. Lo cual para estos cuen tos no es tan censurable en la medida en que, de alguna ma nera, alguna problemática de la realidad se ha filtrado y frente a ella el autor propone la toma de partido a través de al conducta que tiene su héroe: Longhi pelea contra la explo tación de los mensúes, Ruy Díaz se juega la vida por salvar un negrillo perseguido por oficiales blancos, Paulo Emilio muere por sostener su palabra. Sin embargo, no se nos escapa el rudimentario humanitarismo dentro del que es embolsada esta toma de partido: Aberdale es un Lord, Ruy Díaz un científico formado en Londres, Donissoff un principe ruso, Paulo Emi lio un patricio romano; cada uno está realzado por una gran dosis de idealización social que representa para Quiroga la su jeción al héroe extraordinario, típico de la novela romántica, el paso preliminar al héroe cotidiano que va a aparecer, que está apareciendo ya, en los cuentos misioneros y mediante el cual logrará dar una dimensión de la realidad. En suma, por todos estos elementos que conforman la na rración, estos divertimentos de Quiroga, no desgajados de su actitud vital de esos años, no desvinculados de cierto inci piente procesamiento y de una inicial temática que tomará caminos muy diferentes para desarrollarse, ejemplifican la idea de transición expresiva con la que se explica la totali dad de su obra; marginados y todo, estos cuentos muestran lo transicional, las diferentes operaciones que pudo empezar a realizar sobre procedimientos y formas de recaudar material que seguramente sentía como superables pero que, también, debía experimentar hasta sus últimas consecuencias. Ya lo hemos dicho varias veces: El mono que asesinó y El hombre artificial se vinculan con la literatura fantástica en auge a principios de siglo. Quiroga tiene antecedentes en esta línea; los cuentos de El crimen del otro publicados en 1904 significan una culminación de una tendencia cuyo origen era doble, les lecturas, especialmente de Edgar Alian Poe, y las experiencias de drogas, realizadas alegremente en la época consistorial, después del retorno primero al Uruguay. En carta a Fernández Saldaña del 19 de Mayo de 1906 dice: “Cuando a raíz del haschisch pesqué la amigdalitis, hacia el 49 o 59 (día) de ésta le dije a Brignole que trajera un bisturí y me hiciera unos tajos, cosa que efectuó una tarde, para ver de aliviar en algo con la hemorragia”. En cuanto a la influencia literaria, después de El crimen del otro, Quiroga declaraba estar de vuel ta del decadentismo y de Poe: “Poe era en aquella época el único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo...”, pero, antes, naturalmente, el sentido de lo fantástico estaba dictado por una línea apoyada en la romántica idea del “desorden de los sentidos”, la técnica del horror emergente de tremendos cataclismos de la concien cia, fenómenos espirituales, tensiones inauditas, nervios que brantados por culpas sutiles y extrañas como venenos. Por cierto que la locura es un tema especialmente satisfactorio en estas búsquedas, es incluso un principio de explicación de tanto refinamiento y, simultáneamente, es el puente tendido a la otra línea de provisión de materiales fantásticos, la que en la Argentina es inaugurada por Holmberg y sus Cuentos Fan tásticos y que, teniendo un especial auge a la vuelta del siglo, recibe su sustento del positivismo. El positivismo postula ante todo la liquidación de la me tafísica y, en su triunfal reemplazo, el pleno reinado de la ciencia que se propone un trabajo sistemático, verdadero y ob jetivo sobre la materia. Es una buena nueva que va a aventar siglos de oscuridad y que va a fundamentar la idea del “pro greso”, tan necesaria para las comunidades que, como las nues tras, con todo empuje se preparan a vencer el futuro. Por ese lado, concluido el período criollo de las guerras civiles y los conflictos políticos, iniciada la era de paz, de trabajo y de ca pitalismo, nada más lógico que la escuela positiva entrara al Río de la Plata y se convirtiera en la filosofía necesaria de una generación liberada y liberal. Este es quizás el aspecto más importante pero el positivismo tiene también apéndices, conductas secundarias del mayor interés. Se preocupa por la sociedad y la estudia mediante una ciencia llamada Sociología; todos los fenómenos sociales son sistematizados implacable, ob jetivamente, por esta disciplina que trata de establecer las le yes fundamentales del comportamiento social; se preocupa por el individuo al cual somete a la misma rigurosa investigación: cobra auge la psicología experimental en general, con sus des doblamientos más característicos (la psiquiatría y la crimino logía) y sus invenciones más pintorescas (la frenología, la fisiognomía) y sus sacerdotes más delirantes, como Lombroso, o más aplomados, como Charcot. Se preocupa asimismo la es cuela positiva por la expresión literaria y funda el naturalis mo basado en la experimentación, la ley de la herencia y la teoría del medio. 

Todo, de una manera u otra, puede ser computado y medido, la más férrea red de causas explica las más disímiles consecuencias, y, so-pretexto de un materialismo invencible, de una racionalidad sin resquicios, la razón del positivismo estalla y da lugar a delirios y fantasías tal vez más audaces que las que nunca pudo soñar el espíritu metafísico. Esta fórmula: todo es materia, preside la revolución positivista; pese a su claridad termina por enredar a sus cultores que mediante las explicaciones rigurosas de la ciencia determinan la materialidad de lo espiritual; de esta confusión surge la fantaciencia por un lado (en Lugones se ve muy bien: convertir en fuerza mortífera el sonido o la música; en Julio Veme se conecta con la anticipación) y el espiritismo por el otro. El es- piritualismo, a través del método científico, se torna espiri tismo y los viejos fantasmas vuelven a la escena, la trasmi gración de las almas recupera vigencia e interés, viejas irra cionalidades se ponen al día, el hiptonismo, la interpretación de los sueños y, por supuesto, el gran problema de la locura. Se da todo junto; naturalismo en literatura al principio, psiquiatría, sociología, espiritismo, fantaciencia, literatura fantástica, constituyen el clima en los medios cultos tanto co mo en los populares. Es José Ingenieros (La simulación de la locura, La psicopatología de los sueños según la psicología y la clínica, Interpretación científica del hipnotismo' y la suges tión, Las doctrinas sobre el hipnotismo, casi contemporánea mente a Lombroso —Hynotismo e espiritismo—, a Flamma- rion —Les forces naturelles—, y a Charcot — Traité sur les mala- di es nerveuses—), es José María Ramos Mejía (La locura en la Argentina), Enrique García Velloso (Instituto Frenopático), Rafael Barret (El espiritismo en la Argentina) y también Cos me Mariño y Pancho Sierra como un poco más adelante la "madre” María, y también Lugones, Chiáppori, Eduardo Holmberg, más adelante Laferrere —Jettatore— y este Quiroga que juega sin duda, pero también se está verificando al mismo tiempo, y esto surge de estas conexiones, que se muestra hom bre de su época Ya se ha dicho, Quiroga tenía una inclinación personal por este tipo de literatura; el contacto con Lugones y la fre cuentación de Ingenieros tienen que haberla estimulado y or denado según las. pautas observadas; cede pues, a su momento, a lo que está en boga. Lo cual también es significativo en rela ción con lo que Quiroga debe romper para construir su obra, con lo que efectivamente rompe para hacerlo. Su punto de par tida, el modernismo, quedó remoto y atrás y obtuvo un tono, una voz, una apertura sobre la realidad y en su literatura transformada se transformaba él mismo; pero en un momento determinado necesitó apurar todas las conexiones que lo se guían ligando con el punto de partida, todos los disfraces de esa ilusión de literatura que abandonaba; claro que ese aban dono fue hecho a costa de concesiones y de desprendimientos. Hasta hallarse y, una vez más, volver atrás desde la culmina ción. Pero esta es otra historia, la que va de Los desterrados a El más allá. Jaoé jitrík

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