PROLOGO
Las seis narraciones de Horacio Quiroga que ahora pu
blica ARCA reunidas en dos volúmenes (novelas cortas o no-
velines o “nouvelles’' o folletines, según designación del autor)
ocupan un extraño sitio dentro de su obra o, mejor dicho, al
margen de su obra. No se parecen temática ni estilísticamente
a los cuentos misioneros ni tienen el sentido experimental que
por lo menos tenían los cuentos modernistas o los de la época
del delirio poeano; si en algo se diferencian de unos y otros
es justamente en la propuesta de personalidad que unos y
otros a su modo formulan y en virtud de la cual se puede
establecer un pasaje, una evolución que es ya un resultado
clásico en la crítica quiroguiana: del modernista al realista,
del decadente al vigoroso autor de cuentos de monte, del se
ñorito al hombre de la “experiencia y el riesgo”.
Al contrario,
estas seis narraciones ofrecen un atractivo que no tiene nada
que ver con aquella imagen que por suerte se ha establecido
ya acerca de Quiroga. Un atractivo opaco, lleno de reminis
cencias de la literatura decimonónica, el atractivo, que se traisr
fiere al lector de esos cuentos, en quien se desencadena el deseo
de comprender qué relación existe entre ellos y esa evolución
un tanto oficial de su obra, la mejor cifra hasta ahora de su
inteligibilidad.
Está claro entonces: hay un Quiroga que nos propone una
lección por medio de un proceso cuyas etapas son siempre
aceptables pero he aquí que hay una fuertemente impregnada
de clandestinidad; de clandestinidad subjetiva porque Quiroga
consideró estas piezas como meros instrumentos de ganapán y
de las que no valía la pena hablar, excrecencias de una habili
dad que le permitía olvidarse de los verdaderos sentidos que
perseguía obsesivamente; de clandestinidad objetiva porque se
apartan en sí mismos, como estructuras significativas, de lo que
un lector, en cuya interioridad se va reproduciendo el proceso
de maduración de toda una literatura, espera y necesita: cuen
tos de entretenimiento, de suspenso, de misterio, de héroes casi
inmortales cortados de una sola pieza, todo ofrece una canta
rína e infantil perspectiva que nada tiene que ver con ese
Quiroga atormentado y sombrío, el adusto observador de
realidad tan cambiante como su propia relación con ella.
Y sin embargo, estos novelines, a partir justamente de esa
alegría de lo intrascendente que proponen, empiezan a ser res
cata bles pero no sólo en virtud de una filosofía literaria es
pecial, de un gesto artificialmente ingenuo, sino en relación
con esos sentidos principales, con el proceso de fondo que ha
hecho de Quiroga un narrador fundamental, ese denso escri
tor que nos place reivindicar dentro de la complicada y poco
sólida tradición literaria rioplatense.
Desde esa perspectiva, ¿cómo se produce la presunta co
municación entre lo marginal y lo legal? ¿Cuáles son sus pun
tos de contacto?
¿Constituyen estos relatos de algún modo un
microcosmos que permite recuperar un universo mayor? ¿Son
esa frase notable que ilumina un discurso y, homólogamente,
ese conjunto de formas y significaciones que se abren sobre
una obra? Una respuesta trivial para todas las preguntas es no,
de ninguna manera, por una elemental cuestión de calidad.
Pero por todo lo que ya sabemos de Quiroga no podemos asu
mir una respuesta convencional, basada en lo aparente, no po
demos resignarnos a esta condena de escisión, no podemos de
jar de buscar en lo clandestino y aun en lo menospreciado por
el autor mismo, aquello que estamos buscando en la zona
luminosa de su obra. Es lo que precisamente vamos a intentar
en este trabajo, a partir del examen de esos cuentos, persua
didos de que una expresión parcial y no muy elevada de un
escritor totalizante y profundo encierra sentidos que se vincu
lan con lo central de una obra todavía productiva y perdurable.
Estos seis folletines fueron publicados entre 1908 y 1913, a
uno por año, en la revista Caras y Caretas cinco de ellos y el
último, Una cacería humana en Africa, en Fray Mocho, todos
bajo el seudónimo de S. Fragoso Lima. En su interesante co
rrespondencia con José M. Fernández Saldaña, única publi
cada por el Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos
Literarios de Montevideo que cubre aquellas fechas, hay, al
pasar, una sola alusión a ellos; es en la carta del 16 de marzo
de 1911 y dice: “Agrega además $ 400 de folletines por año, y
i
! la cosa marcha”. Frente a las reiteradas menciones a la novela
publicada en 1908, Historia de tm amor turbio, con su compli-
cada elaboración, y a las no menos frecuentes cavilaciones
I acerca de un cuento como Las Rayas, la economia de su referen-
' cia prueba por lo menos dos cosas: que no consideraba estos fo*
j
1 lie tiñes más que como recursos para ganar dinero y que su ela
boración no interfería proyectos que consideraba más trascen-
! dentes estéticamente hablando. Con independencia de esta ini
cial desvaloración, señalemos que seguramente los iba escribien
do sobre la marcha, por lo tanto tal vez en este orden: Las fie-
j ras cómplices, El mono que asesinó, El hombre artificial, El de-
| vorador de hombres, El remate del Imperio Romano y Una
cacería humana en Africa; no obstante, puede pensarse que
estaba maduro para concebirlos desde bastante antes, ya sea
por el tipo de lecturas de las que estos cuentos traen reminis-
! cendas y' que constituyen su declarado alimento intelectual, ya
sea porque algunos de ellos (El mono que asesinó y El hom-
í bre artificial) se inscriben en la oleada de literatura fantástica
que tuvo una expresión soberana en 1906 con Las fuerzas ex-
trañas de Lugones. Conviene aclarar, sin embargo, que ya antes
¡ Quiroga había hecho cuentos fantásticos: Los perseguidos, El
crimen del otro, que difieren de estos nuevos, más emparenta-
i dos con los de Lugones (por lo menos aquellos dos mencio-
1 nados), en el positivismo de la concepción; en la e'.apa ante
rior, bajo la influencia de Poe, la fantasía era sobre todo
! alucinatoria y mental mientras que aquí hay operaciones fí-
í sicas concretas. Ya lo veremos en particular al final de esta
¡ presentación.
Hay otro elemento, importante sin duda, para situar estos
¡cuentos: el comienzo de la experiencia misioneia y los primeros
i contactos con la selva que actualizan lecturas tal vez olvi-
i dadas reclamando temas que ahora se aprovechan, por ejemplo
líos relacionados con animales o formas de vida silvestres que
localiza, respondiendo a la tradición del género, en el Africa.
Ahora bien, acercándonos a las historias contadas, vemos que
| aparecen allí algunos temas que han de reaparecer en la obra
misionera o más adelante: el peón humillado que se venga
(Las fieras cómplices y La bofetada, casi contemporáneo, y Los
mensú), el animal domesticado (El devorador de hombres y El
león - en El Desierto-), la explotación de los obrajeros (Las
fieras cómplices y Los mensú) como temas mayores, sin contar
con elementos secundarios igualmente recurrentes: dinamitar
a un hombre (Las fieras cómplices y Van Houten), las hormigas
devoradoras (Las fieras cómplices y La miel silvestre), amar a
los animales (Una cacería humana en Africa y Cuentos de la
selva), estar de parte del desposeído (Una cacería humana en
Africa y Los precursores).
Este último elemento mencionado es especialmente suge-
rente porque se liga con otros: en la época de los primeros
folletines Quiroga estaba ya escribiendo cuentos de los llama
dos “de monte”, resultantes más de la experiencia correntina
que misionera pero de todos modos situados en su nuevo pro
yecto estético de alcance realista; al mismo tiempo, vivía en
Buenos Aires donde empezaba a hacerse conocer como escritor;
los tres datos están unidos por un común denominador, ya
puesto de relieve: la habilidad que, al aplicarse a temas de
una literatura de gran público, adquiere un matiz de diverti-
mento, hacer lo que se quiere, vender un truco, seducir a un
público ingenuo, con el oído hecho a los Kipling, London,
Sienkievicz, acaso Veme. El divertimento consiste en que se
elige una estructura temática y narrativa que, tal vez por su
convencionalidad misma, invariablemente diverte, causa pla
cer, como por ejemplo los finales milagrosos en los que el héroe
se salva siempre y castiga al malvado (western sin saberlo);
despreocupación —puesto que se trata de obras menores— pero
no inadvertencia y, en cambio, la finalidad de hacer saltar una
sonrisa que estaba en el autor y que el lector, al aceptarla, le
devuelve corroborando una actitud que tiene su origen en un
estado de ánimo o en una forma de vivir. Ahora bien, ¿placer
en el Quiroga que se supone abrumado por las culpas, misán
tropo y hosco, barbudo y al borde de un destino trágico? ¿Ga
nas de reirse en el que está viviendo en Buenos Aires desde la
muerte, provocada por él, de su amigo Ferrando? Pues sí, pla
cer intelectual en primera instancia al construir estos relatos
casi sin pensar y divirtiéndose con ellos, placer similar al de las
epístolas en verso que descubrimos en sus cartas desde 1903
hasta 1907, dirigidas a sus amigos más queridos:
“ Mi nacimiento, en suma, fue como el de cualquiera:
mi madre sonreía con su candor de cera,
la sirvienta prolija buscaba ropas blancas,
y el médico admiraba sus formidables ancas."
Habrá, entonces, que situar a Quiroga en este momento, gran
paréntesis que va desde la muerte de Ferrando —abril de
1902— hasta la instalación definitiva en Misiones —enero
de 1910.
A raíz de un desdichado duelo en el que debía participar
su entrañable amigo Federico Ferrando, Quiroga lo mata al
probar el arma. Esta desgracia corta la experiencia montevi-
deana (“El Consistorio del Gay Saber”) y Quiroga se refugia
en Buenos Aires esperando la cicatrización del trauma. Lo
imaginamos trágico y culpable, actualizando toda su vida, re
traído como su barba lo exige; lo suponemos invadido por el
hastío de la civilización y dispuesto a realizar experiencias lí
mites; en efecto, poco a poco, se va internando en ellas hasta
la que consagra su aspecto y su personalidad: Misiones. El viaje
que hace con Lugones a esas tierras lo incita a volver a ellas
hasta instalarse en Corrientes (Saladito) y liquidar una pe
queña herencia; luego volverá en los veranos hasta la instala
ción definitiva, coincidente con su casamiento. Pero entretanto
va viviendo ese proceso bajo el tiránico signo de un despertar
frente a sus propias posibilidades, lo cual lo colma de alegría,
de juego, de veneraciones y de avidez. Seis años en los que lo
predominante es la necesidad de la autoafirmación en el logro
y la conquista, historias de mujeres narradas con jactancia pue
ril y orgullosa exhibición de sus dotes, como un modo de en
tenderse con los demás, nada de asilamientos ni de esoterismos,
al contrario un tono totalmente muchachil, mujeres entrevistas
entre las alumnas de la escuela normal, las comprovincianas
de Salto, ocasionales pasantes, amigas de amigas, una persecu-
sión, pacatamente llamada “faunesca" por algunos, que se re
corta sobre una elasticidad operante también en otros sectores
de la realidad. La misma avidez y claridad reaparece en lo
literario donde un principio de salud borra tanto decadentis
mo, del cual se acuerda con “horror"; son las grandes lecturas
y la urgente comunicación de sus impresiones, es Dostoievsky,
Maupassant, Sudermann, Gorki,
Las 1001 Noches, experiencias
que le permiten juzgar el trabajo de los otros así como el suyo
propio y que están ejerciendo de correctivo a una capacidad
de producción inusitada; escribe cuentos hasta casi vivir de
ellos; Caras y Caretas, El Gladiador, Tipos y Tipetes y otras
revistas son el depósito de su decisión inquebrantable ya a esta
altura de hacer de su arte un sólido instrumento, un arma im-
batible. Pero nada dramáticos sus avatares, solo la falta de
dinero y su obsesiva persecusión, tema que ahora vive des
aprensivamente y con soltura y que, junto con los otros dos,
mujeres y literatura, reaparecerá cada vez más dramatizado a
lo largo de su vida. Pero ahora es como una absorción de lo
que la vida puede dar y al mismo tiempo una toma de distan
cia frente a la vida para la conjugación positiva de lo que se
le ofrece en lo que él puede aprovechar.
En las Cartas que escribe en ese período se desgrana tanto
como sus intereses recurrentes un tono que señala precisa
mente esa capacidad de distandamiento; es el breve juicio, la
broma sobre sí mismo, la “formidabilización” de las proezas, la
ponderación sobre lo que no tolera fantasismos, la clara asun
ción de los términos concretos de un vivir más saltarín que
apesadumbrado o acongojado. Frente a un rechazo de una
mujer no un lamento sino una maldición, frente a la dispepsia
el chiste, frente a las obligaciones de trabajo (la cátedra) el
guiño cómplice, frente a la solemnidad académica o el error la
rectificación acerada en un esbozo de militancia literaria. Vive
intensamente sus amigos, especialmente los uruguayos, y tiene
en Lugones un protector, un amigo, un mentor y un guía: es
quien le ha abierto el camino al modernismo pero también el
que le ha hecho conocer Misiones y el que, si hay "un cambio
político que alzara de nuevo al P. A. N. y sus secuaces”, le
haría obtener alguna canongía, aunque también, como se ha
dicho, con sus cuentos fantásticos le ha suscitado una posibili
dad. Levemente analiza sus maneras preporteñas de vivir y,
levemente también, las condena como cuando recuerda el has-
chisch y el tipo de literatura a flor de nervios. Es claro que
no hay una oposición frontal entre este Quiroga y el anterior
pero sí la expresión de un dinamismo personal que lo hace
el receptor adecuado de la nueva realidad que está intuyendo
como la más importante de su vida, la que le pernitirá una
transformación que anda buscando en un plano más entraña
ble de su ser. Poco a poco sobreviene la seriedad y la época de
las decisiones: el hábil profesional del cuento se va despojando
de artilugios y de recursos y se interesa por la trasmisión de lo
esencial, el artesano va dando paso al artista y el paisaje se
apodera de su cuerpo y de su alma; su obstinación será puesta
al servicio de un modo de vida y un modo de literatura y
desaparecerá, salvo episódicas recaídas, lo que k» distrae y que
en el momento que estamos viendo puede convivir con lo
esencial que está apuntando.
De todo esto se deduce que lo juguetón que hay en los
folletines emerje de su propia disposición al juego típico de
esta época y que, por más que Quiroga les hubiera dado a estos
cuentos el caracter instrumental que les adjudica, se sitúan en
un período transicional de su obra, son el tributo necesario
a la búsqueda que seguramente estaba haciendo de una unidad
más compacta y trascendente para sí mismo y para los demás.
Vsmos a entrar a estos folletines de Quiroga armonizando
y contraponiendo los elementos estructurales de la anécdota y
la narración.
La anécdota como el conjunto de tópicos que se
entraman y la narración como el articulado específico de los
tópicos o materiales; la anécdota como recurso a la realidad,
la narración como conjunto de procedimientos para el reorde*
namíento de la realidad, como escritura. Sin duda, y vaya esto
como anticipo, anécdota y narración no configuran aquí una
unidad única, sólida y espontáneamente cohesionada, tal como
ocurre en cuentos posteriores; si bien tanto materia anecdótica
como materia narrativa participan de una fuente común que se
constituye sobre la base del gusto del público o sobre ideas de
eficacia (la habilidad) es flagrante la escisión por prevalencia
de un aspecto sobre el otro; generalmente el que prima es el
anecdótico y esa primacía tiene su causa en la circunstanciali-
dad de la creación, en la reclusión a la marginalidad que de
su propio proyecto hace el autor. Pero veamos cómo se dan
las cosas en uno y otro campo. Por un lado, los elementos que
componen la anécdota aparecen como apilados, acumulados,
crudos, como mero» temas tomados del exterior y no traspa
sados por lo personal, como pura objetividad interesante para
un lector situado; en ese sentido, la anécdota es pobre por su
previsibilidad cuyas raíces se hunden en lo cuantitativo obje
tivo. Sin ser más rica, justamente por la acentuación puesta en
lo temático, la narración ofrece en cambio un interés mayor
en la búsqueda de sentidos propuestos por los cuentos. An
tes de avanzar hay que decir, no obstante, que si los tópicos
que componen la anécdota son en su mayor parte reminiscen
cias graciosamente actualizadas de lecturas clásicas (El remate
del Imperio Romano — Sienkievicz—, el cachorro del gran rey
de los tigres — Kipling—, los tres sabios que inventan un
hombre — Holmberg—, etcétera) los recursos narrativos son
también acentuadamente retóricos (el suspenso, el cierre, la
calificación del narrador a lo narrado, personajes en blanco y
negro). No se trata, pues, de originalidad en sí sino que,
descartada ésta, el sector de la narración ofrece un campo de
trabajo que no podríamos extender considerando una unidad
inexistente ni radicándonos en el sector de la anécdota, rápi
damente clasificable y agotable.
La primera estructura que se destaca en el sector de la
narración es la del raconto, instrumentalización técnica del re
cuerdo. Existen en los seis cuentos distintos grados de raconto;
el más elevado aparece en El hombre artificial: el narrador
presenta a sus personajes en su trabajo y luego, haciendo una
pausa, rompiendo la tensión, se narran las historias de cada
uno de los tres; el menos elevado cuantitativamente se da en
El remate del Imperio Romano donde el raconto es apenas
algo más que una ubicación de las conductas, somero trazado
exigido por la causalidad de las acciones; pero entre ambos
términos se establece un pasaje que va de la necesidad casi
obvia de explicación causal hasta la categorización de una ma
nera de relatar; en Una cacería humana en Africa se raconta
algo más que en El remate pero todavía con el mismo sentido;
en cambio en El devorador de hombres el raconto cambia de
nivel pues está ligado a sentidos y no meramente a conductas:
el tigre recuerda una escena y se siente de determinado modo
frente a lo actual mientras que cuando el narrador describe la
vida anterior de Donissoff, raconto amplio y lujoso, es como
una explicación para el lector, no significa ninguna actualiza
ción interior para el personaje. Este cambio, de lo cuantita
tivo a lo cualitativo, se corresponde con el pasaje de raconto
(como modalidad) a recuerdo (como motivador) que, en El
mono que asesinó, cubre la totalidad del relato: esa historia
del hombre que escucha una voz de un mono que le recuerda
voces extrañas pero entrañables e indescifrablemente reales;
tratará de inteligirlas secuestrando al mono tras lo cual todo
le será revelado y aparecerá un recuerdo sepultado en la me
moria de generaciones. Del raconto al recuerdo y del recuerdo
a la memoria, sacudida, a la vez, por una efectista transferen
cia de personalidades basada en la idea de la trasmigración
de las almas: el hombre es despojado por el mono de su en
voltura física y su espíritu pasa a la miserable apostura del
mono. Y la memoria, más allá de la fantasía hinduista, pero
i incluso a través de ella, remite. al tema de la herencia, típico
del naturalismo positivista. De donde estructura narrativa que
, se apoya en una clara posición filosófica explicitada temática-
i mente, por añadidura, en otro cuento de la serie, El hombre
artificial. Pero esta veta, como lo he anunciado, será conside-
j rada por separado.
No menos interesante, aunque menos desarrollado, es el
elemento de las explicaciones que surgen inicialmente como
una voz de narrador que necesita ubicar acerca de meros acon-
teceres relativos al suspenso y que, por lo tanto, como en la
¡ mayor parte de los relatos clásicos, se atribuye el conocimiento
i de lo que ocurre en cada personaje así como de lo que liga o
separa a los personajes unos de otros; voz que, al apelar a una
i información objetiva para recortar los hechos de la ficción, se
vincula con la historia real diluyendo en el lector los límites
I de la narración (“Recuérdese solamente que en la construc
ción del ferrocarril de Mombasa al Victoria Nianza, costó al
! gobierno inglés millones la renovación constante de la tropa
de búfalos diezmada día a día por el tse-tsé”) ; voz que se hace
más insinuante y lleva al pináculo su omnipotencia cuando
i adopta el tono científico, es decir cuando le tiende al lector el
brazo que lo conducirá al sentido mismo del relato (“Durante
meses y meses los tres asociados habían luchado en la forma
ción del tejido óseo. A pesar del éxito de prueba obtenido,
siempre habían temido que los fosfatos no estuviesen bien fi
jados”.) Explicar, crear una zona blanda entre relato y desti
natario, acudir justo en el momento en que los hechos por sí
solos no son suficientes, indica en el menor de los casos domi
nio y sujeción de lo narrado a través de una racionalidad que
neutraliza el poder de los hechos, un poder dormido que no se
juzga necesario avivar en la ocasión. Entonces, por un lado
racionalidad que también hay que poner en la cuenta del posi
tivismo cientificista, por el otro neutralización de lo literario.
En todo caso, instrumento desafilado que espera el reempla
zante que Quiroga está destinando a los otros cuentos, en los
que la narración forma parte de la experiencia total que les
da origen.
Pero el elemento central de la estructura de la narración
reside en los personajes que son acentuados hasta el punto de
hacer perder de vista toda otra posibilidad de elaboración, ya
sea de lenguaje, ya de narrador, incluso de ritmo. Mediante los
personajes Quiroga inflexiona sus anécdotas, es a través de
ellas que las vehiculiza y en quienes centra todo el poder tras-
misivo que pone en movimiento. Pareciera que siente a los
personajes no en cuanto figuras que representan conflictos
dramatizables sino como las formas imprescindibles en que se
organiza la realidad: los personajes son entendidos como par-
ticularizaciones de la ficción para comprender la realidad. De
este modo, sí en un sentido general el valor narrativo es aglu
tinado por ellos, de entre ellos se destacan los protagonistas o,
si lo preferimos, los héroes que a veces no son protagonistas.
Se establece también una gradación que es importante esbozar
como un camino de ingreso en lo particular. En Las fieras
cómplices, Longhi y secundariamente Guaycurú, son protago
nistas-héroes, en El mono que asesinó, Guillermo Boox es
protagonista-idea, en El hombre artificial, Donissoff es prota
gonista-héroe con algunos matices de protagonista-idea, en El
devorador de hombres la estructura es más compleja: un re
lator —el tigre- que es protagonista-paciente da lugar a la re
fulgencia de un héroe -Lord Aberdale- que no es protagonis
ta; en El remate y Una cacería Paulo Emilio y Ruy Díaz, res
pectivamente son protagonistas-héroes. Sea como fuere, rari»
mo de eitoí protagoniitas señalados, y cada uno en su cuento,
raplican una culminación que exige por lo general contra*
i guras explícitas: Longhi tiene su malvado, Alves; Boox tiene
,u mono que et una perfecta y amenazante irrisión; Donissoff
ja materia que se le niega; A hádale el siniestro domador Kim-
yerley; Paulo Emilio ai grotesco Didio Juliano; y Ruy Díaz
¡os implacables oficiales negreros. Lo necesario es que ectos
éroe- triunfen, si no materialmente, como ocurre con Ixm-
thi, Ruy Díaz y Aberdale, por lo menos en cuanto a la im
presión de grandeza que mediante ellos se quiere dejar: “Su
orvenir entero estaba muerto ya, como había muerto el hom-
•re de las manos vendadas; corar* había muerto su creación
ibominable; como allí — criatura sublime, arcángel de genio,
oluntad y belleza, estaba muerto Donissoff” (El hombre ar-
jificial), o bien: “Paulo Emuio pisó firmemente para asegurar
il equilibrio, y recogiendo un pliegue de la toga, miró sereno
los sicarios. Fue su última n rada. Los venablos partieron, se
undie.on en el pecho patricio, y mientras Paulo Emilio se
‘¿plomaba con los ojos cerrados, los sicarios, con un definitvo
f triunfal aullido, .altaban sobre su cuerpo” (El remate del
\mperio Romano). Es evidente y casi obvo que ésta o la otra
jrma de triunfo tienden a consolidar la identificación que se
promueve entre lector y héroes: para que el lector viva, me
lante la grardeza de los héroes, un instante de su propia e
Indefinible y por lo general oculta grandeza.
Precisamente,
ñuscar este efecto con tanta homogeneidad se liga a la instru-
nentalidad con que las historias han sido realizadas y forma
arte del general humor con que han seleccionado los elemen-
os que las componen. Pero la cosa no termina ahí; los héroes
on también, ya se ha insinuado, héroes positivos en todos loe
liveles: por lo que hacen, por lo que sienten, por cómo los
presentan los narradores, por los sentimientos que engendran
in los demás personajes; estos cuatro planos configuran héroes
erfecto* que actúan en el reino puro de los designios, no in~
erferido!» por apetitos ni mediatizaciones, del problema que la
ealidad les tiende como celadas a la solución sin vacilaciones,
in miedos, sin hambre ni frío ni cansancio, sin voluntad
:-xual, con la complicidad de los elementos, sin espado para
i realización de los proyectos, aceptando una conminación
que procede del proyecto sin protestas ni agachadas de niru
guna índole.
'
Pero uno de estos cuentos propone una variante: El mo
no que asesinó. El protagonista-idea, tal vez por este carácter!
no triunfa, no defiende ninguna positividad, no es un modelo
ni un héroe, al contrario ejemplifica una rechazante perspec-:
tiva de degradación y, sobre todo, por la singularidad de lo
que protagoniza, reduce la universalidad, se limita a la relai
ción de un caso extravagante. Naturalmente, la extravagancia
no constituye un valor, además se paga un tributo muy gram
de a una cierta moda temática, además el carácter caprichosa
del material manejado exige del lector más excitabilidad quei
simpatía. Sin embargo, este cuento contiene una idea que lc<
hace el más sugerente de la selección, es la circularidad: el fii
nal recobra la imagen inicial pero invertida. Guillermo Boox
empezó por sentarse y mirar al mono que le habló y ahora ei
mono, en el cuerpo y el espíritu de Boox, aparece sentado en
el mismo banco mirando a Boox que está dentro de la jaula y
del cuerpo y el espíritu abyecto del mono; es como si la histooj
ria no hubiese ocurrido, es como si la memoria, que constituye
la sustancia del relato, quedara congelada en un presente que
le impide verificarse; el cierre clausura también el tiempo de
relato, puesto que todo es exactamente igual al comienzo dei
modo que el lector puede apartarse de lo especial, del “caso”
de traspasamiento basado en la trasmigración hindú, de la:
rigidez de la “herencia”, para ubicarse frente a algo que haa
biendo pasado no pasó, frente, en suma a la ficción y a lo que
de ella puede brotar e invadirlo.
Un elemento narrativo tal vez complementario, emergem
te de sus iniciales contactos con la selva, es el animal cotiici
complemento y aditamento de las historias; permite lateralizarr
crear un interés accesorio muy vivo, presenta una zona máá
amplia de la acción del héroe; el animal ennoblecido que se
entiende con el héroe y favorece su triunfo favoreciendo d«t
este modo un triunfo de ciertos valores positivos. Es un recun
so, por cierto, heredado de la literatura africanista y, como allí -
está investido de un sentido fundamental: el animal expreso
la naturaleza pura, por lo tanto, al adherir leones, tigres, am
tílopes al héroe puro, la causa de este último obtiene su re&¡
paldo nada menos que en la naturaleza. Se ratifica, así, un
orden moral que cae sobre el lector impidiéndole toda distan
cia, empujándolo a la identificación. Lo cual para estos cuen
tos no es tan censurable en la medida en que, de alguna ma
nera, alguna problemática de la realidad se ha filtrado y
frente a ella el autor propone la toma de partido a través de
al conducta que tiene su héroe: Longhi pelea contra la explo
tación de los mensúes, Ruy Díaz se juega la vida por salvar un
negrillo perseguido por oficiales blancos, Paulo Emilio muere
por sostener su palabra. Sin embargo, no se nos escapa el
rudimentario humanitarismo dentro del que es embolsada esta
toma de partido: Aberdale es un Lord, Ruy Díaz un científico
formado en Londres, Donissoff un principe ruso, Paulo Emi
lio un patricio romano; cada uno está realzado por una gran
dosis de idealización social que representa para Quiroga la su
jeción al héroe extraordinario, típico de la novela romántica,
el paso preliminar al héroe cotidiano que va a aparecer, que
está apareciendo ya, en los cuentos misioneros y mediante el
cual logrará dar una dimensión de la realidad.
En suma, por todos estos elementos que conforman la na
rración, estos divertimentos de Quiroga, no desgajados de su
actitud vital de esos años, no desvinculados de cierto inci
piente procesamiento y de una inicial temática que tomará
caminos muy diferentes para desarrollarse, ejemplifican la
idea de transición expresiva con la que se explica la totali
dad de su obra; marginados y todo, estos cuentos muestran lo
transicional, las diferentes operaciones que pudo empezar a
realizar sobre procedimientos y formas de recaudar material
que seguramente sentía como superables pero que, también,
debía experimentar hasta sus últimas consecuencias.
Ya lo hemos dicho varias veces: El mono que asesinó y
El hombre artificial se vinculan con la literatura fantástica en
auge a principios de siglo. Quiroga tiene antecedentes en esta
línea; los cuentos de El crimen del otro publicados en 1904
significan una culminación de una tendencia cuyo origen era
doble, les lecturas, especialmente de Edgar Alian Poe, y las
experiencias de drogas, realizadas alegremente en la época
consistorial, después del retorno primero al Uruguay. En carta
a Fernández Saldaña del 19 de Mayo de 1906 dice: “Cuando a
raíz del haschisch pesqué la amigdalitis, hacia el 49 o 59 (día)
de ésta le dije a Brignole que trajera un bisturí y me hiciera
unos tajos, cosa que efectuó una tarde, para ver de aliviar en
algo con la hemorragia”. En cuanto a la influencia literaria,
después de El crimen del otro, Quiroga declaraba estar de vuel
ta del decadentismo y de Poe: “Poe era en aquella época el
único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a
dominarme por completo...”, pero, antes, naturalmente, el
sentido de lo fantástico estaba dictado por una línea apoyada
en la romántica idea del “desorden de los sentidos”, la técnica
del horror emergente de tremendos cataclismos de la concien
cia, fenómenos espirituales, tensiones inauditas, nervios que
brantados por culpas sutiles y extrañas como venenos. Por
cierto que la locura es un tema especialmente satisfactorio en
estas búsquedas, es incluso un principio de explicación de tanto
refinamiento y, simultáneamente, es el puente tendido a la
otra línea de provisión de materiales fantásticos, la que en la
Argentina es inaugurada por Holmberg y sus Cuentos Fan
tásticos y que, teniendo un especial auge a la vuelta del siglo,
recibe su sustento del positivismo.
El positivismo postula ante todo la liquidación de la me
tafísica y, en su triunfal reemplazo, el pleno reinado de la
ciencia que se propone un trabajo sistemático, verdadero y ob
jetivo sobre la materia. Es una buena nueva que va a aventar
siglos de oscuridad y que va a fundamentar la idea del “pro
greso”, tan necesaria para las comunidades que, como las nues
tras, con todo empuje se preparan a vencer el futuro. Por ese
lado, concluido el período criollo de las guerras civiles y los
conflictos políticos, iniciada la era de paz, de trabajo y de ca
pitalismo, nada más lógico que la escuela positiva entrara al
Río de la Plata y se convirtiera en la filosofía necesaria de
una generación liberada y liberal. Este es quizás el aspecto
más importante pero el positivismo tiene también apéndices,
conductas secundarias del mayor interés. Se preocupa por la
sociedad y la estudia mediante una ciencia llamada Sociología;
todos los fenómenos sociales son sistematizados implacable, ob
jetivamente, por esta disciplina que trata de establecer las le
yes fundamentales del comportamiento social; se preocupa por
el individuo al cual somete a la misma rigurosa investigación:
cobra auge la psicología experimental en general, con sus des
doblamientos más característicos (la psiquiatría y la crimino
logía) y sus invenciones más pintorescas (la frenología, la
fisiognomía) y sus sacerdotes más delirantes, como Lombroso,
o más aplomados, como Charcot. Se preocupa asimismo la es
cuela positiva por la expresión literaria y funda el naturalis
mo basado en la experimentación, la ley de la herencia y la
teoría del medio.
Todo, de una manera u otra, puede ser
computado y medido, la más férrea red de causas explica las
más disímiles consecuencias, y, so-pretexto de un materialismo
invencible, de una racionalidad sin resquicios, la razón del
positivismo estalla y da lugar a delirios y fantasías tal vez más
audaces que las que nunca pudo soñar el espíritu metafísico.
Esta fórmula: todo es materia, preside la revolución positivista;
pese a su claridad termina por enredar a sus cultores que
mediante las explicaciones rigurosas de la ciencia determinan
la materialidad de lo espiritual; de esta confusión surge la
fantaciencia por un lado (en Lugones se ve muy bien: convertir
en fuerza mortífera el sonido o la música; en Julio Veme se
conecta con la anticipación) y el espiritismo por el otro. El es-
piritualismo, a través del método científico, se torna espiri
tismo y los viejos fantasmas vuelven a la escena, la trasmi
gración de las almas recupera vigencia e interés, viejas irra
cionalidades se ponen al día, el hiptonismo, la interpretación
de los sueños y, por supuesto, el gran problema de la locura.
Se da todo junto; naturalismo en literatura al principio,
psiquiatría, sociología, espiritismo, fantaciencia,
literatura
fantástica, constituyen el clima en los medios cultos tanto co
mo en los populares. Es José Ingenieros (La simulación de la
locura, La psicopatología de los sueños según la psicología y
la clínica, Interpretación científica del hipnotismo' y la suges
tión, Las doctrinas sobre el hipnotismo, casi contemporánea
mente a Lombroso —Hynotismo e espiritismo—, a Flamma-
rion —Les forces naturelles—, y a Charcot — Traité sur les mala-
di es nerveuses—), es José María Ramos Mejía (La locura en la
Argentina), Enrique García Velloso (Instituto Frenopático),
Rafael Barret (El espiritismo en la Argentina) y también Cos
me Mariño y Pancho Sierra como un poco más adelante la
"madre” María, y también Lugones, Chiáppori, Eduardo
Holmberg, más adelante Laferrere —Jettatore— y este Quiroga
que juega sin duda, pero también se está verificando al mismo
tiempo, y esto surge de estas conexiones, que se muestra hom
bre de su época
Ya se ha dicho, Quiroga tenía una inclinación personal
por este tipo de literatura; el contacto con Lugones y la fre
cuentación de Ingenieros tienen que haberla estimulado y or
denado según las. pautas observadas; cede pues, a su momento,
a lo que está en boga. Lo cual también es significativo en rela
ción con lo que Quiroga debe romper para construir su obra,
con lo que efectivamente rompe para hacerlo. Su punto de par
tida, el modernismo, quedó remoto y atrás y obtuvo un tono,
una voz, una apertura sobre la realidad y en su literatura
transformada se transformaba él mismo; pero en un momento
determinado necesitó apurar todas las conexiones que lo se
guían ligando con el punto de partida, todos los disfraces de
esa ilusión de literatura que abandonaba; claro que ese aban
dono fue hecho a costa de concesiones y de desprendimientos.
Hasta hallarse y, una vez más, volver atrás desde la culmina
ción. Pero esta es otra historia, la que va de Los desterrados a
El más allá. Jaoé jitrík