miércoles, 24 de abril de 2024

INTRODUCCIÓN A BROWNING TRADUCIDO Por Armando Uribe Arce

 


INTRODUCCIÓN

A BROWNING TRADUCIDO

Por Armando Uribe Arce

El traductor de poesía es poeta; o, no resulta más que transcribidor de palabras,

lo que puede ser útil con el texto original a la vista, pero insuficiente.

Pues no se transmitiría la misteriosa ambigüedad que presidió -con frecuencia

sin que el poeta originario fuese consciente de ello- el brotar a borbotones, no

siempre controlados por el irrigador, de la profunda poesía.

El inglés de este siglo William Empson disertó sobre Seven Types of Ambiguity

y tal vez haya más de siete.

¿Y cómo se transmitiría la emoción, e incluso el pensamiento necesariamente

trémulo de los versos, si no se hace poesía, sobre la base labrada de un poema en

otra lengua?

Antigua, ardua, inevitable cuestión sólo resuelta por la versión real y regia de un

poeta bajo el otro.

Estas versiones literales al castellano de partes eminentes de la gran poesía de

Robert Browning e intentan ser poesía castellana de los fines del siglo XX,

acerca de aquella laboriosa, liberadora (no menos que la de Francia) gracias a

Browning y sus sucesores, poesía inglesa del siglo XIX.

El traslado poético de poesía extranjera se obstaculiza, a veces, por palabras o

giros frente a los cuales el idioma patrio se encuentra perplejo, como ante

incunables mal preservados por el paso entre las lenguas, que equivale al

transcurso de un largo tiempo implacable y roedor. Podía verterse una sola

acepción de sentido obvio; pero la poesía no es obvia. Se inclinaría el traductor

de sensibilidad rigurosa a operar como los editores de inéditos manuscritos, a

abrir un breve paréntesis y anotar en bastardilla, en vez de “indescifrable”,

“intraducible”, para ser verdaderamente fiel. No puede hacerlo, ha de optar. Y

sufre.

Traducir es sufrir. Si hay sinceridad en ello, la molestia, el dolor, pueden ser

fecundos en cuanto suponen un fondo de fidelidad perpleja.

Estas traducciones poéticas de Browning son dolidas, aun en las ocasiones en

que se trata de reproducir pasajes con gracia y felicidad en los originales.

Las versiones componen, en los mejores casos, borradores que se remontan,

como en palimsesto, a ser fórmulas “UR” del texto definitivo. La versión

literaria honesta es un borrador, el cual por aparente paradoja viene a constituir

un estado anterior del original que, suspendiendo la recta razón cronológica, se

anticipa a la poesía, para el traductor, pendiente, aún no escrita; aunque la tenga

en letras de molde, estática, sobre la mesa misma en que vierte, gozosa y

dificultosamente, su propia emoción de lector poseído por el frenesí de crear, en

la lengua materna, el hijo de una extraña solamente posible.

Improbables son las versiones poéticas, nunca judiciales ni juiciosas.

Uno se pregunta, al maquinar estos comentarios:

¿Cuántas veces no habrá sido todo esto dicho y rumiado?

Muchas; pero bien dijo Gide, nada nuevo bajo el sol, etc., como se sabe; más

dado que nadie, o casi, lo ve, y por redicho que esté, lo oye, habría que repetirlo

hasta el cansancio. Pretextos de majadero; papilla de lugares comunes; puesto

que sabemos que con enorme y vergonzosa frecuencia los lugares comunes son

ciertos; y se dice etcétera, con fruición satisfecha.

Los motivos de la elección de poemas escogidos traducibles. Esos poemas

llamaron a este traductor; lo estaban aguardando desde hace más de un siglo.

Esto, porque al traductor le gustaron muy especialmente; pero también,

diríamos, porque a esos poemas les gustaba en potencia el ser traducidos. ¿Por

qué no al castellano de este tiempo finisecular?

Cualquier año es finisecular para los humanos que nos sabemos mortales. Los

poemas no esperan. Están, no más, detenidos, a sabiendas de que duran, como

poesía que son, más que la vida del autor y más que la de lectores y traductores.

Por ser cada poema lo que es y el que es –como un ser y no un ente-, fueron

escogidos. Y quedarán para serlo de nuevo, si hay nuevo lector, ¿y por qué no?,

un sucesivo traductor novísimo.

Respeto debido, y capaz a la vez de correr mano: a los francos o reservados,

pudorosos sin temor a escándalo, verdaderos poemas.

Los de la copiosa obra de Browning lo son, y dan todos deleite a quienes, sin

recato, se les atreven.

La poesía de Robert Browning no es solamente, como todas, ambigua. Es

asimismo pensada y reflexionada, ha dado vueltas en la cabeza, como un

monólogo en que se habla en voz alta para sí, y las veces que es dicha, hace del

poeta un ventrílocuo múltiple, y se oye desde muy diferentes rincones, y en

lugares conocidos e inesperados a la vez, países extranjeros, esquinas de calles

no frecuentadas, bibliotecas, comedores, dormitorios. Muchísima de ella consiste

en soliloquios.

Hay una pesadez de voz cansada; o, de repente, los entusiasmos de un

descubrimiento que deja atónito; y la acumulación de rememoraciones de una

persona eterna de vieja.

Se remacha en lo interior el detalle de una historieta –nada hay de peyorativo en

esta excelente palabra- y la situación, producto de una crisis del pasado, con sus

complicaciones, sus personajes necesarios, algunos históricos famosos, otros con

máscara, más numerosos los opacos, muchos si no todos de nombre y apellido,

se va desenvolviendo, no sin intervención del autor que observa cuanto va

ocurriendo; se compone y toma la forma de una historia ejemplar que tiene su

moral.

La poesía de Browning es muy compleja.

Durmiendo se envejece, y la poesía son sueños de los cuales no se sale incólume.

Lo que en ellos sucedió es recordado a trazos, las siluetas se marcan contra un

fondo del cual se desprende ahí un pedazo, más allá los yesos descascarados, o

cae la sombra sobre casi todo, un manojo de yerbas desarraigadas aparece nítido

en el primer plano, los trozos se ensamblan a la fuerza. Pintura de caballete de

discípulo de un gran maestro del Renacimiento, con anuncios del Barroco.

Browning es un poeta del Renacimiento tardío, repercutiendo en Inglaterra

después de haber dado botes en Holanda, tal vez en Francia, ¿o seguramente? en

España.

No es que su verso haya sido influido por lenguas extranjeras. Su poesía es

netamente inglesa del siglo XIX, relacionada con la dramática de antes, y

heredera de Chaucer, Spenser, y sobre todo, Shakespeare.

Pero no es para nada un poeta victoriano.

(No aparece, por ejemplo, en Victorian Poetry, antología con ensayo, de

Messenger y J.R.Watson, 1974, estudiosos que excluyen, por su formato, a

Browning, junto a Tennyson, Mathew Arnold y Hopkins; a éstos los citan; al

nuestro lo saludan).

Se ha dicho que su intención, casi científica, de penetrar en lo psicológico y aun

metafísico, sería propia del tiempo de la reina Victoria.

¿Y en Shakespeare, o en John Donne, no hay profunda poesía, y aun metafísica?

Trasciende la era en que vivió. Trasciende su país. Es de la escasa literatura

moderna, en todas las lenguas, que puede ser llamada universal.

Y es además, por sus temas, ambiciones y estilo, internacional, no sólo

cosmopolita, sino haciéndole sentir al lector que está en su casa, cualquiera sea

el país en que se le conoce. Es poesía para gente inteligente.

“Conversación entre gente inteligente”, llamó a la más alta poesía Ezra Pound,

legatario reconocido de la de Browning.

Psicología, historia, parajes geográficos, carne, metafísica.

En la parte que viene, vamos a usar muletas prestadas por comentaristas ajenos y

más sabihondos (nada de malicia en el término) sobre la obra del inglés.

De joven, Browning compuso obras de teatro. No las hemos leído; en cambio

conocemos sus Poetical Works. Se ha relacionado esa primera vocación, que

dicen fue frustrada, con el género fundamental del poeta: el soliloquio y el

monólogo dramático. Pero había comenzado a escribir de éstos antes de redactar

para el teatro.

En todo caso, es evidente que su obra poética tiene parentesco hereditario con el

gran teatro inglés: desde el isabelino; sin perjuicio de una relación, de menor

entidad, con poemas didácticos del siglo XVIII, y otra, mayor, con grandes

poemas extensos del pasado inglés, desde Chaucer y Spenser hasta Milton.

Detengámonos en lo de los soliloquios.

El siglo XIX de las islas británicas los había intentado, por sí mismos o

introducidos en poemas de contenido múltiple y, en algunos casos, abigarrados.

Hay el monólogo Ulysses de Tennyson. Hay los que figuran en los extendidos

poemas de Byron. A pesar del amor de Browning por Shelley, de que se hace

caudal, no se notan rastros de esa fase del romanticismo en estas piezas suyas.

Démonos tregua de referencias a nombres.

Lo peculiar y propio sólo de nuestro (ya que es universal) poeta, consiste en los

monólogos que analizan el hombre interior, y estudian su psicología profunda,

incluso incursionando más allá de la conciencia, en sus modos de reaccionar

frente a otros personajes y respecto de situaciones, cosas y hechos del pasado o

coyunturas del presente en que se produce el soliloquio.

Poeta de la psicología. La que aparece en el verso de Browning importa, para la

poesía que lo sucede hasta ahora, aunque las formas líricas sean, siglo y medio

después, muy otras, un acontecimiento primordial y presente. Ello equivale a la

introducción de psicología de las profundidades en la novela, que dio vuelco,

desperezándose con Proust. Ambos, de maneras desiguales, revelan, en la

conciencia, la importancia decisiva de malentendidos, errores semivoluntarios,

retornos de memoria, la trascendencia de lo que figura como insignificante. Se

explayan en la reflexión íntima que no adquiere completa forma racional, en la

ironía dramática que despierta la yuxtaposición de hechos debida nada más que a

la fortuna azarosa, los “casos” individuales con sus problemas irresolubles, y sus

conflictos ocultos aun para el sujeto mismo, pero decidiendo, por él, sus

conductas. La trascendencia de la anécdota. Los deseos internos y sus disimulos

y simulaciones. Los caracteres. Las máximas psicológicas. Las asociaciones de

ideas.

No es cosa de que haya temas semejantes entre ambos. Es que ambos buscaban

la verdad sutil y total, y que los dos encontraron, reconozcamos que diversas,

verdades totales y sutiles sobre los seres humanos en la sociedad de este último

siglo.

Se puede ir, atrevidamente, más lejos. ¿No precedió Browning a Freud? ¿No fue

contemporáneo, Proust, del mismo? Poetas de la psicología humana en

situaciones fronterizas.

Para revelar sus experimentaciones, empleó recursos que se dan en el drama

teatral y, también, modos de atacar el asunto, y hasta de desarrollarlo, propios del

cuento breve plasmado en el siglo en que vivía: ¿no comienza la Apología del

Obispo Blougram, guardada la distancia y precedencia a favor del poeta, como

algunos cuentos de Maupassant?

Por otra parte, influye notoriamente la poesía de Browning en cierta novela

inglesa en que la psicología, sin descartar la sórdida o siniestra, hace el valor y el

interés, y aun lo entretenido del género: de Henry James en adelante, Evelyn

Waugh, Graham Greene. Si apareciese o se difundiera el posible género de la

novela en verso (hay tentativas, escasas y sin arraigo), no cabe duda de que para

entenderla habría que remitirse a este poeta de hace ciento cincuenta años.

El fondo del asunto es que Robert Browning, tomando su obra en conjunto, es un

autor muy saliente, acaso decisivo, de epopeya burguesa. Dando hacia atrás un

salto osado, ¿no cerraría él un largo ciclo iniciado por Ariosto? La cosa nos

excede.

Los poemas de Browning, como abanicos, traen también aires de un género

literario erróneamente estimado muy ajeno a la lírica. Se emparentan… no:

continúan el espíritu, y a ratos, el tipo de texto de los ensayos más óptimos y

magistrales, los de Montaigne; y, con la natural modestia de lo menor y más

cercano, de ensayistas ingleses del siglo XVIII, aquéllos que escribían, por

ejemplo, en The Spectator.

Sobre todo su frecuente y maestro uso de las digresiones es de la estirpe de

Montaigne.

¡Qué poeta de tanta enjundia, tan vasto, que corre airoso tantos riesgos!

Tiene familiaridad con la Historia. Diríamos –y es por ignorancia que lo decimos

en potencial, pues muy probablemente haya sido estudiado- que una de las vetas

trabajadas por él viene del gran autor de la Decadencia y Caída..., Edward

Gibbon. Y se podría agregar que tanto por esa fuente común como por influencia

directa de este inglés, el griego Cavafis es tributario de tal estilo de curiosidades.

La curiosidad de Browning. El lector más desprevenido advierte que el poeta en

su vida debe de haber estado a la pesca de aquello que Stendhal estimaba por

sobre todo: los “pequeños hechos verdaderos”, que al ser aislados y permitírseles

el despliegue, se revelan tan trascendentes como la gran historia.

Eso, en su vida. Ello, en sus poemas que hacen movilizarse tales sucesos, a veces

volar, otras arrastrarse, tal como en la vida, y consumirse, desaparecer como en

la realidad, bruscamente o porque se agotaron y ya no pueden más, y porque, si

corresponde, se pasan a otra cosa; y dejan al lector en una rumiación interior: ha

conocido ciertas verdades, nunca las olvidará. Ese lector, en su fuero interno

futuro, seguirá conversando con los personajes de esta poesía, los hará girar

sobre sus variadas fases; irá incluso más allá de lo permitido por el autor, que ya

los hizo tornarse en todas sus fases significativas.

Los hechos verídicos que acoge Browning en sus poemas, de los que deduce

hallazgos de verdades, las que se hacen patentes al lector por lo verosímiles, son

introducidos a veces por un dato de hecho mínimo: conversación de sobremesa,

alrededor de la del Obispo Blungram; la epístola del discípulo Karshish, doctor

árabe, a su maestro Abib, relatando su extraña experiencia médica; otro relato

personal; un recuerdo; una impresión. Mínimos asuntos de hecho; nada

insignificantes cuando se los va conociendo en el poema.

Hasta historietas en prosa de las de terror, multiplicándose como subgénero en

los siglos XIX y XX, provenientes de las narraciones góticas anglosajonas,

proliferando incluso en textos o de crimen o de castigos luego de investigaciones

policiales, le vienen a uno a la cabeza cuando se fijan en la memoria algunos

aspectos de poemas de Browning.

De Browning y de Browning y de Browning.

Al tratar de un autor, uno echa su nombre al trajín. Por respeto, querría llamarlo

el Innominado, como el personaje misterioso de Manzoni, el Ignoto.

Se tiene la certidumbre, al ir conociendolo, de que se oye a una persona de

completa sinceridad; que no “inventa” lo que se dice, porque lo crea viviente, sin

amor propio, sin las indiscretas intrusiones de un “yo” ególatra. Puede decir, y

dice: yo; no molesta ni interrumpe; su yo es indispensable para lo objetivo, lo

real, la cosa viva, el ente mueble, el ser duradero que es su poema.

Ha habido crítica que considera sus poemas, episodios. Ha habido incluso el que

dice que en partes de sus poemas, además de lo fatal y vigorosamente lírico,

aquello que rellena el texto son glosas. Y se usa para destacar esa ocurrencia de

la fatal, la fatídica palabra malcomprendida: prosa. No falta el que escribe:

“Cuando no es poeta, resulta casi siempre que es otra cosa –psicólogo, moralista,

filósofo”… y prosigue, feliz, que “en cambio, cuando los monólogos de

Browning son inspirados, se alzan a una amplitud de potencia rítmica que pocos

otros poetas han igualado”.

Ay. Cosas de profesor. Campeonatos que desean arbitrar, confundiendo poeta

con atleta. Este va ganando; el segundo lo sobrepasó; el tercero llegó primero a

la meta.

No hay tal en poesía.

Es admisible que a un lector le guste, por circunstancias propias a él, leer un

poema más que otro, de distintos autores, o del mismo, y una parte de un poema

más que otra. ¿Elevar esa estimación de gusto a la categoría del espíritu? No.

Las observaciones anteriores las hemos retirado del saco de un introductor en

Francia de quince notables textos de Men and Women, de los cincuenta y uno de

esa obra editada en 1855; no sin mezclarlas con algunas primarias y propias.

Íbamos a decir que elegíamos tales puntos de comentario, como muestras del

conocimiento común sobre el poeta, tal como se podía manifestar, digamos, en

1938 en Francia. La verdad es que no fueron escogidos por eso, sino

sencillamente porque se trata del libro de traducciones de Browning, con el

original al frente, que teníamos más a mano; mejor, que hemos tenido cuarenta

años a mano porque son los poemas del inglés que más nos han gustado, en

donde aprendimos muchas de las cosas sobre poesía, no reduciéndose a

Browning, que hasta ahora sabemos.

En los poemas; no propiamente en la Introducción.

Con todo, habiendo saqueado al profesor francés de la Sorbona Louis Cazamian,

colega a cuarenta, a cincuenta, a sesenta años de distancia del que esto escribe,

es de reconocer que sabía lo que a un profesor de letras inglesas corresponde;

pero de poesía intrínseca, poco.

Así es como dice, criticando a Browning, que en “los pasajes de pura exposición

analítica, más o menos clara, fácil y viva, el mérito del pensamiento y la forma,

por brillante que fuere, no se diferencia, después de todo, de aquél de la prosa –si

se toma esta palabra en su sentido verdadero, es decir designando las

exposiciones directas, donde los hechos y las ideas son presentados en sí

mismos-. El poder propiamente poético de los monólogos exige que la

exposición directa, el “statement” sea traspuesto en una presentación indirecta,

es decir, en una sugerencia. De la impresión sugestiva emana un poder de

evocación y de eco, que se repercute a través de la imaginación del lector,

despertando en ella vastas y bruscas perspectivas, grandes paisajes de emociones

y de ideas entrevistos un instante; y la sensación embriagadora de tal riqueza, de

tal fecundidad probada pero no agotada, de todo lo que hay de virtual en los

vocablos animados por aquel poder misterioso, que es la sensación propiamente

poética”.

¿Por qué transcribir esa mazamorra pesada de pseudo-ideas inefables?

Porque tales necedades, que parecen haber sido nutridas por la mala lectura de

simbolistas en francés (supongamos, en los tres gruesos volúmenes de la

Antología de Adolphe van Bever y Paul Lèautaud, publicada a principios de

siglo por el Mercure de France), tiene sus parangones, con distinta jerga mucho

más abstrusa pero no menos hueca, en los epígonos de más recientes

estructuralistas, post-lo mismo y ahora de construccionistas, profesores a sueldos

de la gratuita poesía.

Pero a la vez, estas frases se fundan en el pretendido “prosaísmo” del verso de

Browning, lo que toca en todo caso comentar.

Qué manera de no entender la poesía. La poesía no es otro extremo respecto de

la prosa. Elemental. La prosa difiere del verso, sí, no de la poesía. Verso y prosa

se distinguen, por escrito, en lo gráfico; oralmente en cuanto el verso tiende algo

más a ser cantado. Algo más; no necesariamente.

La poesía en cualquier forma visible u oída consiste (¡y esto ha sido tan dicho!,

pero hay los que no escuchan ni ven) en palabras cargadas de energía y sentido

hasta el máximo ilimitado. Lo argumentado, lo discursivo, el razonamiento, cabe

que alcancen máximos apenas soportables; y entonces son poesía.

La sugestión de creer que la sugerencia es poética, supone estar hipnotizado por

cendales impalpables y cursis, y ser miope a la belleza de la inteligencia; más

bien, bajo la hipnosis del tedio hastiado de las salas de clases.

(Sólo hace flecha en blanco, por azar pensamos, el profesor de sesenta años ha,

cuando llama a las tentativas de poesía filosófica “muy bellas empresas de

desesperación”). Tener la sensibilidad de las argucias intelectuales, el gusto de la

erudición, la necesidad de verdades formales, y escrúpulos de orden escolástico

o dialéctico, son fuentes de ardua poesía metafísica que Browning no se negó.

La aridez en pasajes poéticos de Browning: la sequedad del idioma, de las ideas

e imágenes, de los giros y de los silencios, de la puntuación misma –que en este

inglés abunda de manera desmedida, desmesurada diríamos, en guiones,

desesperadas pausas o cambios de asunto y digresiones en la conversación o el

monólogo-, lo yermo del poema es, en los de Browning, parte inseparable y

esencial de lo poético. Las rugosidades, las discordancias, el carácter en

apariencia ingrato de la intrincada psicología de sus fundamentales personajes,

bien fundada, sus apotegmas de moralista, y la atmósfera moral de poemas

enteros, sus filosofías, son pura poesía, o si se quiere, impura. La poesía no se

para en pelillos de higiene.

Las historietas y discursos de Browning ocurren en países europeos variados; la

propia Inglaterra, la ajena Italia y sus ciudades, las de España, en presente suyo

(que es hoy nuestro pasado), en antigua Francia, en campiñas extranjeras, en

lugares árabes, en antigüedades históricas precisas o imaginadas, con personajes

de carácter, nombrados con apellido y apelativos, que pueden parecer exóticos.

Los exotismos de Browning, su por qué.

La época en que viviera estaba dominando definitivamente el mundo:

comunicaciones, historia, arqueologías. Estaba más documentada que todas las

anteriores. Inglaterra era la potencia de Europa y el globo. Europa constituiría la

culminación de las civilizaciones.

Browning admitía, ¿cómo no?, estar en una cúspide mundial; pero desconfiaba

de su altura y de su profundidad. Deseaba penetrar más allá de la cáscara de las

maneras, convencionalismos materiales, ideas predominantes de su tiempo.

Necesitaba poner su presente físico y mental en contraste con lo que era y había

sido de otros, con lo otro.

Sus exotismos eran las vías para colacionar lo permanente de los seres humanos

y sus sociedades, para extraer lo nítido y neto que pudiese ser calificado de

duradero; la eternidad esencial, humana y colectiva.

Era asimismo el siglo en que los poetas y otros artistas esquivaban la Inglaterra

triunfante, con su espantoso “cant”, que suponía hipocresías peores que las

conocidas fuera de ella; y viajaban, o se instalaban por años en países

extranjeros, en el continente, de preferencia hacia el Mediterráneo. Ya no bastaba

el “tour” de los ricos y nobles por las Europas, ni se trataba de un viaje, más o

menos prolongado, de “formación”, aprendizaje y ejercicio de lenguas,

experiencias de las “cortes” forasteras.

Para los poetas ingleses fue el tiempo, iniciado por Byron, Keats y Shelley en

esta nueva versión cultural y humana, que suponía una crítica, más explícita que

implícita, al país natal, del expatriarse a sitios vividos como más cultos y

humanos. Italia fue lugar de elección. También para Browning.

Pese a ello, sus “exotismos” superaron las motivaciones de los demás. No se

reducían sólo a escoger otros espacios de geografías y topografía muy diferentes

a las natales, sino, de manera semejante, otras épocas, efectivas o imaginadas, un

antes más idóneo para lo que su poesía necesitaba decir.

Nada de superficial o frívolo en estas opciones.

A la vista del que escudriña, un fondo de insatisfacción y de disgusto en cuanto a

la era que le había tocado en (mala) suerte, respecto de los lugares y las

situaciones que ofrecía una civilización percibida como incompleta, conteniendo

gérmenes de fracaso y quizá de Apocalipsis, bajo el manto pétreo o de ladrillo y

brea cubierto de ambición, artificio y arrogancia, en que las Grandes Bretañas

regían y seriamente se solazaban, bendiciéndose y aun pavoneándose.

Ese hondo sentimiento era un cráter, apenas apagado en apariencia, del que

tenían urgencia se surgir las obras del poeta.

Otras atmósferas le permitirían labrar sus verdades; incluso las opiniones de

fondo del poeta sobre su país y tiempo serían trazadas más precisamente

introduciéndolas en sitios y períodos “exóticos”.

Y algo todavía más profundo: el mundo, todos los mundos, todos los tiempos,

pasados y actuales, son por él considerados como lo ajeno, lo que no es propio,

lo que no es sólido ni duradero. La necesidad de otro mundo, uno eterno, que se

refleja como posible por la contraposición con todos los tiempos efímeros y las

caras mortales. El sentimiento religioso. Algo diremos sobre ello hacia el final.

Lenguas extranjeras al inglés no aparecen citadas en sus versos, salvo como

inscripciones ilustradas: griegas por ejemplo. Su presencia es la de signos

arcaicos, o de lo extraño, raro, inquietante; lo que más tarde, en psicología y

literatura, fue muy nombrado como “uncanny”.

En cambio la poesía de Browning, no siempre a sabiendas, tiene una larga

penetración en otras literaturas. La poesía de las lenguas modernas europeas es

tributaria suya en aspectos que, para describirlos, requerirían escribir otro

ensayo. También la literatura de ficción, después de él, recibió variaciones que

introdujo Browning, al menos en cuanto al punto de vista en que se coloca el

autor.

Y todo ello, por cierto, ocurrió en primer lugar en las obras literarias del idioma

inglés.

¿A qué se debe que este actuar por presencia de Robert Browning en la cultura

que le sucedió asuma un aire clandestino, no muy reconocido, y supuestamente

discutible?

Asimismo, es materia de un estudio separado. Creemos, para decirlo en breve,

que la influencia general de la literatura de Browning, se ha dado, en distintos

idiomas que el inglés, pero igualmente en éste, por medio de otros autores, que

son tributarios suyos en prosa y en verso; más que en forma directa.

Porque éste es un autor difícil, denso, complejo, caracoleado. No es que su

lectura sea en especial ardua. No por encima; por dentro sí.

Para cerrar esto de las influencias. Algo acerca del influjo de la poesía sobre la

prosa; y viceversa.

Puesto que la poesía se da en la prosa, tanto como en el verso, nada tiene de raro

que la poesía en verso pase naturalmente al alambique de las narraciones,

cuentos, novelas, ensayos y por cierto a las obras teatrales y a diálogos

filosóficos. Deja de ser verso métrico, pero –máxime desde que es blanco, suelto

o libre- interviene lo que, formando parte justificada, evidente, exigida, de la

trama, contenga en pasajes que pueden ser prolongados, esa carga extrema de

energía comunicativa a que nos referíamos antes como lo distintivo de la poesía.

Puede presentarse en el diálogo o en las descripciones; pero, en aparente

paradoja, se trasluce menos en lo que dio por llamarse “prosa poética” con

imágenes y sonoridades ofreciéndose en veste de “líricas”, que en las situaciones

en que el nervio de lo dicho y escrito está al vivo, y transmite –pásennos la

metáfora- paralizante corriente eléctrica.

No nos asilemos en metáfora retórica. La poesía de las situaciones la

experimentamos todos en lectura de novelas. La clave misma de la trama queda

en momentos, ¿por qué no durables?, al desnudo, en descubierto. Se incrusta en

la memoria como si contuviera rimas: se recuerda su contenido que se puede

repetir al menos resumido; algunas frases, una tirada de esa prosa de ficción,

resuenan como si se las hubiera escuchado cantadas con bellos o terribles

acentos; se las escandea, pueden ser contadas literalmente a quienes no conocen

tal novela, y reiterárselas en voz alta décadas más tarde. Es poesía.

¡Cómo no entender, entonces, que la poesía en verso tiene todas las condiciones

para ser asimilada, en lo más primigenio y esencial, por la prosa!

Claro que hay, además, la “prosa prosaica”, en que las palabras agotan, al

pronunciarse, y en letras de molde, todo su efecto en el instante justo en que son

oídas o leídas, cumplen su modesto rol, y quedan atrás, borradas.

Viceversa, la prosa, de ficción u otras clases, puede influir en la poesía en verso.

No cabe dar ejemplos manifiestos aquí. Los hay célebres. Como de razón, se

trata de obras en prosa que contienen una espesa o sutil, en todo caso una rica

poesía.

Basta de escollos.

Reduzcámonos, ya que de tan amplias cuestiones se trata, al abundante

Browning.

Después de pasear por caminos contiguos a estas versiones del inglés, oigamos

derechamente algunas observaciones pertinentes de Armando Roa Vial, el poeta

que lo traduce. Van, en seguida, con comillas.

“Browning es un poeta que intenta explorar hasta los rincones más íntimos del

alma humana. Para ello yuxtapone el tiempo psicológico con el tiempo

cronológico, en un hábil juego contrapuntístico que entrecruza los aspectos

externos de la trama del poema con las vicisitudes internas de sus protagonistas.

No sería aventurado conjeturar en Browning al primer gran moderno que

prefigura obras como las de Joyce o Faulkner, apelando a la ‘corriente de

conciencia’.

“El simultaneísmo anterior se refleja también en la forma como Browning

intenta absorber diferentes personajes históricos para enmascarar sus propios

sentimientos, ejercicio que, como recuerda Manuel Almagro, luego sería

adoptado y denominado por Pound como la ‘contemporaneidad de todas las

épocas’.

“Los poemas filosóficos de Browning reflejan un imperturbable optimismo

metafísico y religioso, ajeno al mundo protestante que condena de raíz a la

naturaleza humana. El hombre, para Browning, gracias a su voluntad, puede

culminar su ser. La idea del universo como voluntad es muy central en su obra.

Si para Schopenhauer el mundo era abyecto por ser voluntad insatisfecha, en

Browning ese mismo mundo alcanza plenitud porque la voluntad puede

trascenderse en su itinerario de despliegue hacia el Creador. Voluntad, en

consecuencia, como impulso de amor. En esto último el pensamiento de

Browning se acerca a la escolástica de Escoto, quien influiría poderosamente en

Gerald Manley Hopkins.

“Quizá el punto más fascinante de investigar sería este: algunas de las

concepciones anteriores se pueden rastrear en la obra del Padre Lacunza, cuya

última edición fue hecha en Londres, y quien de acuerdo a los estudios de Mario

Góngora “tuvo una fuerte penetración en una serie de pensadores religiosos,

especialmente escoceses, de la Inglaterra previctoriana”. Dada la enorme

erudición de Browning, sobre todo en lo que a pensamiento filosófico y religioso

se refiere, no sería descabellado conjeturar que hubiera leído la obra del padre

Lacunza (La Venida del Mesías en Gloria y Majestad) con lo cual se podría

establecer un interesante nexo intelectual entre Browning y la obra de uno de

nuestros más ilustres escritores”.

El intento fundamental de Browning en su obra poética, si tuvo alguno

centralmente, y si ése fuera único, ¿lo logró? ¿Fue un intento frustrado?

Conjeturas.

La verdad es que si hacemos tal pregunta, y con tantos puntos de interrogación,

es porque tenemos el pálpito irracional que –más allá de alguna proposición que

haya expresado para dar cuenta del por qué escribía- habría tenido un propósito

intencional, de intención más profunda que su propio consciente; y que tal

intento fue frustrado.

Es muy sencillo decir: por la muerte. A todos los que no somos Browning nos

ocurre o nos ocurrirá. El intento de ser inmortal.

La inmortalidad, no obstante, excede a la carne que se toca y a la carne de la

psique. La del alma, que para los cristianos, es regalo de la Gracia.

Por cierto la poesía no es producto del alma; y goza, en el mejor de los casos, de

reflejos de Gracia. Nunca por la obra literaria, por excelente y excelsa, única y

perdurable, influyente o célebre que sea, se salva el ser humano y se salva su

alma.

Intuimos que esto, Browning, en lo profundo lo sabía. Que sin embargo, recurrió

a escribir poesía a la desesperada, por si acaso, incluso para distraerse de la

angustia de ser hombre y mortal en su carne.

Y empero, a sabiendas, en esa suprema caída de saberse irrisorio, escribe. De

ahí, la frustración irremediable.

Conjeturas; evidentemente más irrisorias que lo que insolentemente atribuimos a

Browning.

Dejémoslo de lado; no sin acápites sobre lo religioso en su poesía.

La religiosidad de Robert Browning en persona.

Fue protestante. No cabe en esta sede discurrir sobre sus dudas filosóficas,

morales, psíquicas, acerca de la verdad y trascendencia sobrenatural de la

religión.

Concretémonos a un poema: la Apología del obispo Blougram. Es un prelado

católico. Explica sus percances espiritales en su mundo material, durante una

época que, justamente, era de apologías sacerdotales, de rectorías cardenalicias.

Tiempos de la Apología “Pro Vita Sua” del Cardenal Newman. Mediados del

siglo XIX. La apología apareció en 1864. El poema de Browning en Men and

Women, fue publicado en 1855. La autobiografía de Newman nació de un debate

teológico con el reverendo anglicano Kingsley. Newman lo había sido hasta

1843; y recibió el orden sacerdotal en Roma el año ’47.

El obispo Blougram conversa con un hombre de letras no creyente, y

particularmente desconfiado, parece, de la Iglesia romana. Modelo de monseñor

Blougram, inglés y “papista”, ficticio en el poema, fue el alto prelado Wiseman,

cardenal que había sido inspirador del “Oxford Movement” religioso,

encabezado por los reverendos Pusey y Newman.

Controversias vivísimas sobre la fe y la duda. Conversiones a la Iglesia

Apostólica Romana, y crítica a ellas, y al anticristo eclesiástico.

Wiseman mismo comentó el poema, a poco de ser publicado, en una revista

confesional, con fecha de enero de 1856. Lo tomaba muy en serio, no

reduciéndose a lo literario; y haciendo algunas expresas reservas, concluyó que

el autor era, en el fondo, religioso, y su conversión (al catolicismo de Roma) no

sería de ninguna manera sorprendente.

En efecto, considerado por un lego, el Obispo sale bien de las escaramuzas

doctrinarias y terrenales en que espontáneamente se enzarza frente a su tácito

impugnador.

“Mientras más dudas, más fuerte es la fe, digo yo, si la fe sobrelleva las dudas

(…) Qué importa aunque dude por cada poro, dudas en la cabeza, dudas en el

corazón, duda en la punta de los dedos, dudas en el trabajo trivial de cada día

(…) y todo es duda en mí, ¿dónde está la ruptura de la fe en estas cosas?”.

“¡El gran Quizás! miramos sin auxilio” (…), “visto desde el desierto que se

despliega a lado y lado” (…), “y así el tropiezo a prueba de verdades”.

“Vamos; mejor creer, si es que podemos”.

“Yo, perentoria y absolutamente

¡creo!”.

“Hablamos de lo que es, no de lo que pudiera ser, y cuánto mejor sería si fuese

de otra manera (…) Mi trabajo no es ser de otra manera, sino el hacer de mí lo

máximo absoluto de aquello que Dios hizo”.

“Nuestro interés está en el filo riesgoso de las cosas”.

Y pone casos atinentes a peligros: “Ladrón honesto, tierno asesino, supersticioso

ateo, mujeres medio-mundanas, que aman y su alma salvan según los nuevos

libros venidos de París…”

“¿Qué gano yo poniéndome del lado de los negadores?”.

“Cree –y con todo miente, roba, mata, fornica, frente a la cara de la fe, como la

bestia que eres”.

“La suma de todo esto es –sí, mi duda es grande, mi fe es más grande, entonces

mi fe es más que bastante”.

Y resume el Obispo la fe en palabras que casi pudieran ser de Wiseman, y de las

que hay semejantes en Newman.

“¡Pura fe, en realidad! –no sabe lo que pide.

“La creencia desnuda en Dios Omnipotente.

“Omnipotente y Omnisciente, pesa demasiado en la conciencia de las creaturas.

“Ninguna carne puede verlo.

“Hay quienes creen que la Creación lo muestra. Digo yo: lo oculta todo y para

eso es que sirve el Mal Bendito”.

Newman, a decir verdad, no habría jamás escrito la última línea paradojal: “And

that’s what all the blessed Evil’s for”.

Lo anterior sí:

“Si me mirara en un espejo, y no viera mi cara, tendría la especie de sentimiento

que me viene efectivamente cuando miro este viviente mundo en sus trabajos y

no veo ningún reflejo de su Creador (…) Si no fuera por su voz, que habla tan

clara en mi conciencia y en mi corazón, yo sería un ateo, o un panteísta, o un

politeísta, cuando miro el mundo (…)”.

“Los argumentos para probar que hay un Dios (…) no me calientan o alumbran;

no hacen desaparecer el invierno de mi desolación”. “Considerad el mundo: (…)

los desengaños de la vida, la derrota del bien, el éxito del mal, el dolor físico, la

angustia mental, cómo prevalece la intensidad de los pecados, las invasoras

idolatrías, las corrupciones (…)”.

“Si hubiera un Dios –puesto que hay un Dios”. (Apología, VII parte).

Dicen comentaristas de Browning, que las últimas cuarenta líneas de su

soliloquio –el cual cubre más de mil- colocarían al Obispo al margen de la

verdad. Discrepamos. Se plantea ahí si habría sido sincero: “En cuanto a

Blougram, él creía, digamos, la mitad de lo que dijo”.

Conforme: es sentencia del poeta. Quiere a la vez decir que creía efectivamente

en la otra mitad. Aquélla en que era incrédulo, está compuesta por los variados y

cuantiosos símiles y paradojas que utiliza en su argumentación para inducir al

descreído que le escucha, a que se convierta a la verdadera Iglesia.

¿Tuvo Browning el deseo o el capricho de convertirse a la Romana? Asunto para

los autores de Vida suya, o de Apologías, que no han faltado.

Pero su poesía toca directamente la cuestión en el soliloquio del Obispo; y la

roza, más misteriosamente, en numerosísimos pasajes de sus distintas obras. La

divinidad trascendente es, en suma, su principal, literal, Deus ex machina. Sin

acepción de iglesias.

Las posibilidades de trasladar poemas de una lengua a otra permiten o estimulan

muchas formas de resolver los intríngulis: desde las traducciones más literales a

las versiones, a las versiones libres, a las imitaciones, remedos, parodias,

pastiches; se llega hasta los plagios, o a lo que los academicistas tienden a

llamar, con feo término, “intertextualidades”.

Hay, además, una forma peculiar: verter libremente fragmentos breves de

poemas largos, dando a cada uno de los trozos cierta unidad cerrada, y haciendo

de aquello que se desprendió de la obra un poema completo; el cual puede

resultar inesperado. No es enmendar la plana al autor extranjero, ni resumir. La

poesía no admite reducción sintética.

Esta sería una especie de subgénero: de los fragmentos como poesía lírica

autónoma. Se querría decir: por antonomasia. Bien se sabe que la alta lírica

griega que nos resta se compone principalmente de fragmentos (a veces

recogidos por gramáticos u otros curiosos).

Esta lírica fragmentaria contrasta con el poema discursivo, descriptivo,

dramático y con anécdota, histórico o metafísico; los del género que cultivara, no

exclusivamente, Browning.

La poesía de Browning es tan variada, compleja y completa que puede, incluso

por fragmentos extraídos de poemas extensos, trozos cogidos al azar y por

curiosidad, interés y pasión, convencer que aquellos pasajes recogidos son por sí

mismos poemas íntegros incrustados, poesías dentro de su poesía.

Ocurre con Browning, en este aspecto y sentido, como con obras teatrales de

Shakespeare. Algunos monólogos, breves partes de escenas, retirándolas de la

pieza teatral, adquieren la lumbre, tienen el lucimiento de poemas líricos

autónomos.

Eso ha sido intentado con fragmentos poéticos de Robert Browning.

Ejemplos (serían, por así decir, imitaciones fieles):

“Death in the desert”, en Poetical Works, p.483

La muerte en el desierto.

(La supuesta de Pámphylax de Antioquia:

un pergamino entre mis manuscritos,

número cinco, tres pellejos juntos,

en griego, desde Épsilon a Mu,

es el segundo en el cajón llamado

el Especial, y se ha ensuciado

pero se le conserva en terebinto,

cubierto por un paño peludo, letra X,

viene de Xanthus, tío de mi esposa

(descansa en paz): Mu y Épsilon

señan mi nombre y apellido,

no los escribo enteros pero marco

una cruz + porque espero Su venida

como todos, así es: Comienza Pámphylax).

“How it strikes a contemporary”, en Poetical Works, p.420-421

Un único poeta conocí en esta vida.

Y esto es, o esta era, su manera.

Todo pasó en Valladolid.

Iba y venía, y uno se fijaba

inevitablemente en él, de traje negro

más bien usado, elegante y modesto,

heredado tal vez, pero comprado nuevo.

La capa, reluciente por lo brillosa, ya mostraba

la cuerda, las hilachas, un viso carmesí.

Pero tenía empaque. Tremebundo.

Caminaba golpeando el pavimento

con su bastón, husmeando el mundo

mirándolo de cara a cara en pleno.

Un perro viejo cegatón y calvo

a sus talones. Doblaban por la esquina

de la iglesia que lleva a parte alguna.

O por las alamedas, a la buena ventura,

o a aquellas horas en que están vacías.

Miraba la vitrina de una tienda

francesa, o bien se detenía

a ver al remendón que cosía zapatos,

o los impresos de estampas tremendas

y caracteres hoscos en un patio.

Y conocía entonces a los hombres y cosas

tanto como la fusta a la piel del caballo,

la mujer al marido. Y de todo lo cual tomaba nota.

Y así teníamos entre nosotros

más que un espía, más que Inquisidor.

¡Si la ciudad supiera que ya tiene patrón!

Se gobierna pro-forma, cuando hay un tal ignoto.

No es nada fácil, es difícil

cuando el secreto de las crisis

está a la vista de él.

Que tenía sus años.

Bajo esas cejas ¡qué ojos!

agudos como avispas a ambos lados

de la nariz curvada como garra de halcón.

Hubo un informe reservado

sobre su vida. Dice: Seguido hasta su casa

de más allá del ghetto, se le vio en una pieza

cenando entre unos cirios, y con cuatro tizianos

en la pared; hay más: como unas veinte mozas de ésas

que se desnudan traíanle los platos.

No creo en esa relación.

Pobre hombre. Otra su vida, otra su raza.

Dijo mi padre que se le llamaba

-chiit, chiit- Corregidor.

Error. Ese hombre no era.

“Filippo Baldinucci on the privilege of burial”, Epilogue, I, en Poetical Works,

p.551

“Los poetas escancian

vino”, dijo el poeta más querido

que hube en mis tiempos conocido,

el del amor, el más grande, el mejor.

¿Nos piden poesía? La escanciamos

a los sedientos de las viñas. Será la de los años

mejores, grandes uvas, oro que llena las estancias;

¿nos reclaman que sea dulce y tinto el color?

¡Si fuera vino añejo de esos años!

“Gold hair, a store of Pornic”, I, II y V, en Poetical Works, p.472

¡Oh la niña, la bella, pálida en demasía,

que vivía en Pornic, cerca del mar, donde la barra

unía mar y Loira! Su nombre de Bretaña

no lo diré, familia conocida.

La demasiado pálida. Las flores de la vida

rojas son. Su carnación bizarra

seráfica, tan suave, el alma hacía

florecer en el cielo que restaña.

Así, cuando murió, fue cosa extraña,

la tarde delicada se moría,

rayo de sol mugiente que desbarra

con un color violento, repentino, homicida.

Pauline, a Fragment of a Confession, en Poetical Works, p.1

Paulina mía, agáchate, tus pechos

suaves palpitan en el mío, inclina

tus dulces ojos sobre mí, tu pelo

suelto, y los labios que respiran,

los brazos que me atraen a ti y arman

refugio en que nos encerramos

los dos juntos, sin miedos a la alarma,

hasta que despertamos desalmados.

“Confessions”, I y II en Poetical Works, p.495-6

¿Qué es ese ruido en mis orejas?

Ahora que me estoy muriendo.

¿En el valle de lágrimas meriendo?

Ah, señor, no me venga con ésas.

Que lo que una vez vi; y lo que vi de nuevo,

donde están las botellas de remedios:

un sendero campestre al borde de la mesa,

al lado de mi mano unas murallas viejas.

Johannes Agrícola en Meditación, en Poetical Works, p.426

El cielo arriba, y la noche y las noches

miro a través del esplendente techo;

no bastan soles, lunas, por brillantes

que fueran, a apagarme, pues a prueba

soy de esplendor de estrellas; las desprecio.

Mi objeto es alcanzar a Dios. Delante

de ellas paso adelante hacia la cueva

de Dios para arrojarme contra el pecho

de Dios, donde reposo en sus carbones.

Sordello. Book I en Poetical Works, p.103

La visten, y la invisten,

esa cosa sin vida, con la vida

de su alma, disponiéndola

al querer, al control,

a que distintamente se posea,

a que tenga unos goces sólo suyos,

y alto interés en el que pueda emplearse

como conviene a la belleza,

para sí misma.

No se quedan en ello; mientras más nace la belleza

más depierta homenaje, excede el gusto

del amor, toda forma lo amoroso:

así es como a los dioses

inferiores, sus ínfimas coronas

ajenas se les quita y arrebata,

ante la gloria que nos sobreviene.

De alto abajo se escurre el fuego en flechas,

mientras los modos de la tierra pujan

para que surja este secreto: un toque

divino –y caen las escamas

de las pupilas: vara mágica:

a la vista a través de su jardín pasea

Dios.

Migajas, de entre los recuerdos que tenemos de Browning. “I have read much,

thought much, experienced much”. Lo decisivo que ha sido, para muchos, en

más de cien años, el endecasílabo de poeta.

El primer verso de “How it strikes a contemporary”, cómo nos llama la atención

a los contemporáneos. “Un único poeta conocí en mi vida”. Y ese único, ¿sería o

no un espía? “I only know one poet in my life”. Cómo golpeó este verso, aislado,

dicho de memoria más de cien años después aquí, donde esto se escribe, a dos

poetas de distintas edades, hace casi ya medio siglo; a tal enorme distancia de

Inglaterra y de todo.

Quedamos estupefactos y satisfechos.

¡Por fin!, habría un poeta incólume, el único posible.

“Mucho ha leído; pensó mucho; lo que experimentara fue muchísimo”.

No es colofón. Pudo ser su (nuestro) epitafio.

jueves, 18 de abril de 2024

LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO



 CAPÍTULO I

La primera poesía

La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la

epopeya y el teatro. Hay múltiples razones para ello: algunas se encuentran en el

estado de la literatura griega contemporánea, en la función desempeñada al

mismo tiempo por la tradición homérica y las representaciones teatrales en la

cultura helénica; pero otras se deben a condiciones propias de Roma. Antes de la

literatura escrita existía una literatura oral, lo que llamamos los «cantos de

banquete», recitados por jóvenes en alabanza a los grandes hombres del pasado.

La influencia de la civilización etrusca había propagado el conocimiento de los

mitos helénicos, que se mezclaban con los relatos folclóricos. Tenemos un

reflejo de este repertorio preliterario en las pinturas de las necrópolis etruscas

arcaicas, donde se representan aventuras bélicas (como la de Macstarna, que

probablemente sea un episodio de la historia romana) y leyendas épicas (por

ejemplo, la inmolación de los prisioneros troyanos en la tumba de Patroclo). Es

muy probable que el remoto pasado de Roma fuese así, desde tiempos

inmemoriales, material «literario»: los ancestros de las gentes, los reyes y sobre

todo Rómulo, fundador de la ciudad, debían figurar, con sus hazañas, en estos

rudimentarios poemas. La métrica probablemente fuera el «verso saturnio» (así

llamado a causa de la leyenda según la cual Saturno fue el primer rey mítico del

Lacio), del cual solo conocemos formas tardías y relativamente «literarias» y que

parece estar compuesto por dos partes desiguales, la primera generalmente

formada por tres palabras (las dos primeras de dos sílabas, la tercera de tres), la

segunda por dos palabras de tres sílabas (según este modelo: Virum, mihi,

Camena / insece versutum², primer verso de la Odusia de Livio Andrónico;

aunque existían otras combinaciones posibles, por ejemplo este verso de Nevio:

Fato Metelli Romae / fiunt consules³, en el cual la distribución de palabras de

dos y tres sílabas varía). Las recitaciones se acompañaban con la lira, que

marcaba el compás. La influencia que ejercen en la literatura latina estos «cantos

de banquete» es difícil de captar. En su momento se conjeturó que fueron la

primera forma de historia y contribuyeron a la elaboración de las leyendas que

los críticos modernos a menudo censuraban en la tradición de historiadores

posteriores (Tito Livio en particular). Actualmente hay consenso sobre su menor

importancia y su desarrollo al margen de la historia, sin sustituirla. Pero bien es

verdad que prepararon el nacimiento de las variantes nacionales de dos géneros

griegos: la epopeya romana y la tragedia «pretexta», que pone a personajes

romanos en escena.

El primer autor en lengua latina es un antiguo esclavo, originario de Tarento,

llamado Livio Andrónico, que parece haber sido llevado a Roma en el año 272,

tras la toma de su patria por el ejército romano. El joven Andrónico tenía

entonces ocho años. Su amo era un senador, Livio Salinator, que lo manumitió

tras haberle confiado la educación de su hijo. Teniendo en cuenta la juventud de

Livio cuando llegó a Roma, hay que admitir que adquirió su cultura en esa

ciudad, donde la gran cantidad de esclavos y libertos, pero también de hombres

libres, comerciantes, artesanos, etc., originarios de las ciudades del sur de Italia,

habían difundido el conocimiento y la práctica del griego. El mérito de Livio

consistió no en introducir en Roma la literatura griega, sino en concebir la

posibilidad de una literatura de expresión latina según el modelo de las obras

griegas. Y, simultáneamente, compuso tragedias, comedias y una epopeya,

fundando así tres géneros que pronto conocerían un extraordinario florecimiento

con las obras de sus contemporáneos y sus sucesores inmediatos: Nevio, Plauto,

Ennio y Pacuvio.

I. La epopeya de Livio a Ennio

Sabemos que Livio escribió en latín una Odusia que en gran medida era una

adaptación, si no una traducción, de la Odisea homérica. Aunque Livio, cuya

profesión era enseñar «gramática», utilizase su propia traducción para la

enseñanza, es muy probable que no la compusiera con tal propósito. Romanizó,

en la medida de lo posible, el texto de Homero, adaptando el nombre de los

dioses, transformando a las Musas en «Camenas», a la «Crónida Hera» en

«Juno, hija de Saturno». De esa Odusia no se conservan más que breves

fragmentos aislados, pero la elección del tema deja entrever el propósito de

Livio. Mientras la Ilíada, que era el «libro sagrado» por excelencia de la cultura

griega, se centraba en el Egeo, la Odisea, por el contrario, miraba hacia

Occidente. Una tradición de los comentaristas situaba la mayor parte de sus

episodios en las costas de Italia y Sicilia. Y también en Italia se ubicaban las

prolongaciones de la leyenda de Ulises. En particular, cabe destacar que este fue

un personaje familiar en tierra etrusca; los hijos que, se decía, tuvo con Circe

eran considerados los fundadores de muchas ciudades del centro de Italia (Tibur,

Ardea). Tras la epopeya de Livio se adivinan los relatos legendarios etruscos y la

epopeya «oral» del Lacio etrusquizado. Por otra parte, en esa segunda mitad del

siglo III Roma se vio implicada en los problemas de Iliria y se inquietaba por las

costas del Adriático, a las que había llegado tiempo atrás, pero que, hasta

entonces, no aparecían en su horizonte político inmediato. Y Roma no tardó en

actuar como protectora de los helenos contra los piratas bárbaros. Pues bien, uno

de los héroes de las Guerras Ilirias era precisamente un tal Livio Salinator, tal

vez el mismo hombre que manumitió a Livio, tal vez su hijo y, en este caso,

antiguo alumno del poeta. ¿Adaptar la Odisea al latín no sería acaso un refinado

homenaje a los romanos que, desde el centro de Italia, regresaban como

liberadores al país de Ulises?

La epopeya de Livio conservaba muchos rasgos de los orígenes italianos de la

literatura latina: no solo la métrica (la Odusia estaba escrita en versos saturnios),

sino también el interés por las leyendas en las que desde hacía tiempo ya se

identificaban las prolongaciones occidentales de los ciclos épicos.

Resueltamente italiano también, y más romano todavía, es el Bellum Punicum de

Nevio. Su autor era un campano que representó su primera obra en 235 a. C., tan

solo cinco años después de la que marcó los comienzos de Livio. Nevio

probablemente escribiera el Bellum Punicum en su vejez, hacia 209, en el

momento en que gran parte de Italia se encontraba ocupada por las tropas de

Aníbal o, al menos, amenazada por las campañas del púnico. Esta epopeya

también está escrita en versos saturnios: los fragmentos que se conservan, cortos

pero relativamente numerosos, permiten hacerse una idea del conjunto. El tema

era la primera guerra púnica, en la que Nevio participó como soldado. Pero los

primeros cantos los ocupa un relato de carácter mítico que detalla las aventuras

de Eneas, considerado el fundador de Roma, y sus amores con la reina Dido,

fundadora de Cartago. Es el mismo contenido de los cuatro primeros cantos de la

Eneida. Nevio no inventó nada nuevo. Desde hacía tiempo, Eneas figuraba entre

los héroes «itálicos»: en el centro de Italia, donde hay constancia de su presencia

en Veyes, en un santuario y lugar de peregrinaje etrusco, y en Sicilia, donde era

sabido que colonos troyanos se instalaron en Segesta, en los tiempos remotos del

rey Laomedonte, y a donde llevaron el culto a Venus, en el monte Erice. Eneas

también estuvo presente en el Lacio, en Lavinio, donde se ha descubierto un

santuario a él consagrado. No se sabe cómo se formó la leyenda de los amores de

Eneas y Dido. Probablemente en su origen no tuviera relación con Roma: el

helenismo llevaba mucho tiempo disputando a los púnicos la parte occidental de

Sicilia, y este mito pudo haber servido para legitimar las pretensiones de los

colonos de Segesta sobre el santuario del Erice, que la «Venus» púnica tendía a

incorporar. Fuera como fuese, Nevio utiliza esta historia dramática para explicar

la rivalidad mortal que oponía a Roma y Cartago. Su propósito es mostrar que

los Destinos son favorables a Roma, y eso reviste gran importancia durante los

oscuros años de la segunda guerra púnica. Roma recibe de su poeta una doble

certeza: que los dioses están de su parte y que sus victorias pasadas sobre

Cartago le garantizan el éxito final.

Mientras que la tradición italiana inspiraba la Odusia de Livio, el Bellum

Punicum es más precisamente romano; y es que las circunstancias han cambiado.

Roma ya no es el árbitro de Italia, sino una ciudad que lucha por su propia

existencia, y ese endurecimiento de su voluntad provoca un acceso de

nacionalismo, una de cuyas manifestaciones es la exaltación histórica de los

héroes nacionales. Es el momento en que, como veremos más adelante, se forma

la tragedia «pretexta».

La tercera epopeya romana fue la de Ennio. Escrita tras la victoria final de la

segunda guerra púnica, ya no es una obra de combate, sino una meditación sobre

la grandeza y la misión histórica de Roma. Ennio nació en Rudiae (en Mesapia,

no lejos de Tarento) en 239 a. C. Pertenece por tanto a la generación siguiente a

la de Livio y Nevio. Ennio solía jactarse de hablar y escribir tres lenguas: griego,

latín y osco, que era la lengua de su tierra natal. Pero lejos de guardar rencor

alguno a Roma, que había conquistado dicha tierra, se enorgullecía de haberse

convertido en romano.

Ennio es el más «helenístico» de los primeros poetas romanos. Él fue quien

condujo la literatura romana tras las huellas de la literatura griega, acercándose a

los modelos contemporáneos. Abandona el verso saturnio y adapta al latín el

hexámetro dactílico, que era, desde Homero, el verso épico griego. Adepto de las

doctrinas pitagóricas que persistían en torno a Tarento y contaban entre sus fieles

a miembros de la aristocracia romana, pretende ser una reencarnación de

Homero: quiere ser el Homero moderno al servicio de la grandeza romana. Por

todos esos motivos, los romanos suelen considerar a Ennio el «padre» de su

literatura, lo que no dejará de suscitar, en tiempos de Augusto, la ironía de

Horacio.

La gran epopeya de Ennio, los Anales, fue probablemente comenzada en 203, un

año antes de la batalla de Zama. Roma está ya segura de su victoria. Se sitúa al

nivel de las grandes potencias helenísticas, con las que todavía comparte el

imperio del mundo. Y fue precisamente un poema de corte alejandrino lo que

Ennio compuso: en sus treinta mil versos figuran escenas de batalla, pero

también pinturas de género, como el célebre «sueño de Ilia», la anunciación del

nacimiento de los gemelos Rómulo y Remo: el carácter novelesco, sensual, de

esa escena evoca más a Apolonio de Rodas que a la Ilíada. El propósito mismo

de versificar la «crónica» de Roma (Anales era el título de los registros donde

los pontífices consignaban, año tras año, los acontecimientos importantes) puede

relacionarse con las tentativas de los poetas helenísticos que habían relatado, por

ejemplo, las guerras mesenias en versos épicos. En este particular Nevio había

seguido los mismos modelos, pero en Ennio la imitación parece haber sido más

sistemática, la función desempeñada por el mito menos relevante y las hazañas

humanas históricas mucho más destacadas que la leyenda.

Ennio es más filósofo que «teólogo». Pone el énfasis en los valores estrictamente

humanos. Dos de sus poemas (aún menos conservados que los Anales, de los

que subsisten numerosos fragmentos), Epicarmo y Evémero, muestran su

preocupación por especulaciones cosmogónicas y morales muy alejadas de la

tradicional actitud religiosa de los romanos. En el segundo en particular expone

con gracia la doctrina de Evémero, para quien los dioses y diosas del panteón

ordinario no eran más que reyes y princesas de antaño, divinizados a causa de

los servicios que habían prestado a la humanidad. Esto permitía exaltar con

mayor plenitud a los jefes romanos, cuyas hazañas dominaban cada vez más la

historia humana. Esta perspectiva de la historia aparece en las relaciones entre

Ennio y Marco Fulvio Nobilior, el cónsul del año 191. Este, que había trabado

amistad con el poeta, lo llevó con su cohors praetoria cuando partió a combatir

contra los etolios. Ennio asistió a la toma de Ambracia, la capital de los

enemigos. Y Fulvio, a su regreso, erigió un templo a «Hércules de las Musas»

(Hercules Musarum, probable traducción del griego Herakles Musagetes,

Hércules conductor de las Musas). Ennio introdujo el episodio de Ambracia en

los Anales y compuso sobre el tema una obra poética de la que solo conocemos

el título, probablemente una tragedia pretexta. Hércules, patrón de los

vencedores, el héroe que debía su inmortalidad a sus hazañas, pedía a las Musas

que consagraran esa inmortalidad, la que la poesía perpetúa en las bocas

humanas. Fulvio demostraba de ese modo las mismas inquietudes que Alejandro

y casi todos los reyes helenísticos después de él, y sobre todo los ptolemaicos.

II. El teatro romano de Livio a Terencio

El teatro romano había debutado oficialmente en el año 240 en los Juegos

Romanos (Ludi Romani), cuando los magistrados montaron una obra compuesta

por Livio Andrónico. Probablemente quisieran mostrar al rey Hierón II, en visita

oficial aquel año, que Roma no tenía nada que envidiar a las ciudades griegas del

sur. Pero, al igual que ocurre con la epopeya, este nacimiento del teatro tuvo una

«prehistoria» que influiría considerablemente en las creaciones de los poetas

posteriores. Desde 364 a. C. (según Tito Livio), el Senado, a raíz de una peste y

para desviar la cólera de los dioses, había introducido la costumbre de los

«juegos escénicos», importados de los etruscos, que consistían en danzas

ejecutadas al son de la flauta y pantomimas improvisadas sin libreto ni guion. La

juventud romana se aficionó a imitar estas danzas en las fiestas campestres,

mezclándolas con cantos y estrofas satíricas. Poco a poco, nació un nuevo

género que más tarde recibiría el nombre de satura, donde se mezclaban toda

clase de cantos y gesticulaciones. Era el esbozo de un teatro. Este nació cuando,

en 240, Livio tuvo la idea de utilizar la satura en una representación regular.

Durante largo tiempo, el teatro romano conservó ciertos rasgos originales de este

origen popular. Así pues, para las partes cantadas, el papel de los actores se

duplicaba: la gesticulación, la mímica, se confiaban a un personaje, mientras otro

se encargaba de recitar o cantar el texto. Se decía que Livio imaginó este método

porque se había «roto» la voz a fuerza de bises: se habría reservado entonces la

mímica, mientras un cantor lo asistía con el resto. Costaría creer que un

accidente tan personal hubiese originado tan curiosa innovación, de no ser

precisamente porque el joven teatro latino tenía su germen en la tradición de la

satura. No hay que olvidar tampoco que, junto al teatro literario, los romanos

siempre practicaron la pantomima, que era un espectáculo de danza y cantos con

las partes habladas reducidas al mínimo. Constatamos que, en los primeros

tiempos del teatro latino, las representaciones tendieron a abandonar las partes

cantadas para acercarse a los modelos clásicos. Pero el resultado de esta

evolución fue alejar al teatro de su público y provocó la decadencia de los

«grandes» géneros, mientras que la pantomima siguió llena de vida hasta el final

del Imperio. Horacio anhelará, en vano, un renacimiento del teatro literario.

Conocemos mal la obra dramática de Livio, Nevio, Ennio y Pacuvio, los cuatro

mayores poetas de esa época. En la mayor parte de los casos, solo se conservan

los títulos o algunos fragmentos de versos. Livio compuso al menos nueve

tragedias: Aquiles, Áyax, El caballo de Troya, Egisto, Hermíone, Andrómeda,

Tereo, Dánae e Ino. Todas ellas tienen por tema leyendas griegas, algunas de las

cuales se vinculan con las tradiciones troyanas de Roma: una versión de la

historia de Dánae, por ejemplo, contaba que la heroína argiva había atracado en

las costas del Lacio.

Cinco años antes de la primera tragedia de Livio, Nevio daba su primera

representación. De su obra trágica solo perviven seis títulos: un Caballo de Troya

(el tema agradaba a los romanos), una Hesíone (otra leyenda relativa a las

catástrofes troyanas), una Partida de Héctor, una Ifigenia (probablemente

Ifigenia en Táuride), una Dánae y un Licurgo, obra dionisíaca sin duda

relacionada con el desarrollo del culto a Baco en el sur de Italia y el Lacio a

finales del siglo III.

Ennio compuso muchas tragedias, entre las cuales representaban el ciclo troyano

un Aquiles, un Áyax, un Alejandro (Alejandro era el nombre que los pastores

daban a Paris), un Rescate de Héctor, una Ifigenia, una Hécuba, una Andrómaca

cautiva, un Telamón y un Télefo. Abordó además leyendas de diversos orígenes:

Alcmeón, Atamante, Cresfontes, Erecteo, Euménides, Medea en el exilio,

Melanipa, Nemea, Fénix y Tiestes, lista en la cual se reconocen títulos (y temas,

desde luego) tomados de Eurípides.

Después de Ennio, el representante de la tragedia fue su sobrino Pacuvio, nacido

sobre 220 a. C. en Bríndisi, que gracias a la influencia de su tío se introdujo en

los ambientes filohelénicos de Roma, en particular en el círculo de los

Escipiones. Pacuvio parece haber preferido imitar a Sófocles antes que a

Eurípides, tal vez influido por sus amigos romanos, cuyos gustos se inclinaban

hacia el clasicismo ático. Estos son los títulos de sus tragedias que nos han

llegado: Antíope, El juicio por las armas (la atribución de las armas de Aquiles),

Atalanta, Criseida, Orestes esclavo, Hermíone, Iliona, Medo (la historia de un

hijo de Medea y Egeo) y El baño (donde se relataba cómo Telégono, hijo de

Ulises, había matado a su padre sin querer). En la serie de juicios tradicionales

de la época de Horacio sobre los antiguos dramaturgos romanos, Pacuvio se

consideraba un «sabio anciano», tal vez gracias a su esfuerzo por renovar las

fuentes de su teatro recurriendo a modelos menos manidos. Fuera como fuese,

sus obras se siguieron representando durante mucho tiempo tras su muerte y

hasta el público popular conocía de memoria largos pasajes de sus versos. En los

largos fragmentos de Pacuvio, que nos han llegado a través de Cicerón, se

vislumbra un gran vigor estilístico y un sentido del género patético moderado en

pro de la dignidad propia de los héroes, un sentido muy romano de la virtus,

similar al que ya se encontraba en Alcmena, la admirable «matrona» cuya figura

domina el Anfitrión de Plauto.

Junto a estas tragedias directamente inspiradas en modelos griegos, los poetas

romanos desde Nevio componían praetextae, cuyos héroes eran romanos

(vestidos con la toga pretexta que llevaban los magistrados y, antiguamente, los

reyes). Este género no fue una invención enteramente romana. Sabemos, por

ejemplo, que un autor judío llamado Ezequiel había puesto en escena la vida de

Moisés. En el mundo helenístico, cada pueblo trataba de imitar con su historia

nacional lo que habían hecho los griegos con su pasado. Nevio compuso un

Rómulo, pero también, cosa más original y más típicamente romana, una

tragedia de Clastidio que evocaba la batalla durante la cual Marcelo mató con

sus propias manos al rey de los ínsubres, Viridómaro. Esta se representó

probablemente durante los juegos fúnebres del propio Marcelo: otra tradición

típicamente romana, la de la laudatio del difunto durante los funerales, pudo

haber sugerido a Nevio esa innovación. Pero nos encontramos en 208, es decir,

en plena época de «reacción nacional». La praetexta de Clastidio surge del

mismo espíritu que el Bellum Punicum en el que Nevio trabajaba por entonces.

Ennio también había compuesto tragedias nacionales: una de carácter cuasi

mítico, las Sabinas, y tal vez otra de tema más cercano, el Ambracio, en honor a

su protector Marco Fulvio Nobilior. En el mismo sentido, Pacuvio escribiría una

tragedia llamada Paulus, que celebraba la victoria de Paulo Emilio en Pidna.

Mientras que de esta primera floración trágica no poseemos sino breves

fragmentos, el azar ha querido que conozcamos mucho mejor las comedias de la

época. Livio fue el primero en componer comedias, cuyos propios títulos no nos

quedan claros. Nevio, por su parte, escribiría más de treinta; sus títulos muestran

que toma temas prestados de la Comedia Media y la Comedia Nueva del

repertorio griego, pero mezcla sin vacilar dos intrigas para crear situaciones

originales. Es muy probable que Livio y Nevio utilizasen también en sus

comedias elementos prestados del teatro popular, «preliterario», que parece

haber florecido en la Italia osca y helenizada y que en la propia Roma se hallaba

representado por la satura dramática (ver p. 23). Para nosotros, la comedia

romana de finales del siglo III se resume fundamentalmente en el nombre y la

obra de Plauto.

De Plauto, umbro originario de Sarsina (en la cara adriática de los Apeninos),

conservamos unas veinte comedias⁴, representadas probablemente entre 212 y

186 a. C. Plauto, que tal vez fuera acróbata de profesión antes de convertirse en

autor, representa esta alianza de los temas griegos y las tradiciones populares: los

rasgos procedentes del original griego se modifican, se romanizan, y el poeta

introduce alusiones a las instituciones, lugares y costumbres de los romanos.

Como Nevio, reúne en una sola obra la sustancia de dos comedias griegas: es el

procedimiento que los autores modernos llaman contaminatio. Las intrigas

resultantes suelen ser bastante complicadas y proporcionan abundante material

para la facultad de invención verbal y el virtuosismo del poeta. Pero, en cambio,

Plauto suprime ciertas escenas y peripecias del original griego.

Plauto es el creador de acción por excelencia: en su teatro abundan sorpresas,

conspiraciones, engaños, que en escena se traducen por un movimiento

abrumador. Reducidas a lo esencial, las intrigas son bastante monótonas, como

lo eran las de la Comedia Nueva de Menandro y los poetas de principios del

siglo III, los modelos de Plauto. Casi siempre se trata de los amores de un joven

y una cortesana o una joven que creemos de condición servil y que está sometida

a un leno (comerciante de mujeres). El padre del joven es avaro, y para obtener

los favores de la muchacha o comprarla a su leno hace falta mucho dinero. Un

esclavo del joven, pillastre ladino e insolente, se encarga de conseguir para su

amo la cantidad necesaria. La trama consiste precisamente en la historia de sus

astucias. Solo las circunstancias varían de una obra a otra. Puede ser (en la

Mostellaria) la casa familiar que el esclavo vende durante la ausencia del padre,

y el esfuerzo por hacer creer al buen hombre que la casa está encantada y que no

ha de entrar en ella; o bien el bribón se embolsa el dinero procedente de la venta

de un rebaño de asnos que debería entregarse a su legítimo propietario

(Asinaria); o se abusa de la credulidad de un soldado algo ridículo para

conseguir a la muchacha deseada hurtando un anillo que sirve de sello a la

víctima (Curculio). Se descubre a menudo al final de la obra que la condición de

los personajes no es la que se pensaba: el soldado embaucado resulta ser

hermano de la joven deseada, o bien la muchacha amada es en realidad una

ciudadana libre por nacimiento; en resumen, se despejan los obstáculos y el

desenlace es feliz. El esclavo, cuyas astucias han entretenido a todos, recibe el

perdón mientras el cantor se vuelve hacia los espectadores y les pide que

aplaudan.

Por estas comedias circulan figuras típicas del mundo helenístico: por ejemplo,

el «soldado fanfarrón», uno de esos mercenarios que servían en los ejércitos de

los reyes de Asia y Grecia, pero también en los de Cartago, y a quienes los

legionarios romanos habían aprendido a conocer; o bien las cortesanas, cuyo

comercio se extendía de una orilla a otra del Mediterráneo; también los

mercaderes sirios o púnicos (Poenulus, Rudens), o los ancianos aburguesados,

orgullosos de pertenecer a una célebre ciudad. Hablan de raptos, piratas, familias

separadas y reunidas milagrosamente, todo un mundo en el que las aventuras que

hoy nos parecen fantásticas eran, si no frecuentes, al menos posibles, pues las

agitaciones políticas de las sociedades helenísticas habían acostumbrado a los

hombres a contar con la diosa Fortuna.

Una obra se distingue de las otras por su tema y el tono de ciertas escenas: el

Anfitrión, comedia mitológica que recuerda a las parodias que gustaban en el sur

de Italia. Es la historia de los amores de Júpiter y Alcmena, de los que nacería

Hércules. Alcmena es tan fiel a su marido, Anfitrión, que el dios se ve abocado a

adoptar su forma para satisfacer su pasión. La obra esboza una figura de mujer

romana púdica, orgullosa de su rango y de las hazañas de su marido del cual

admira por encima de todo la virtus, el valor personal y el coraje en el campo de

batalla. Con esta comedia, paradójicamente, entramos en la intimidad de una

noble familia romana donde el afecto se matiza con pudor y los valores morales

triunfan sobre los del corazón.

El teatro de Plauto conlleva una lección moral: los personajes que nos presenta

viven una vida «a la griega», y el poeta los reprueba porque eso va en contra de

los deberes de buen ciudadano y arrastra a quien lo practica al despilfarro de su

patrimonio. El ideal de Plauto es el de todos los romanos de su época: hacerse un

hueco honorable en la ciudad, tener hijos para garantizar el porvenir de la

República, incrementar su fortuna, respetar la tradición, temer a los dioses. La

sociedad sigue siendo el propósito del hombre.

Un caso completamente distinto es el de las comedias de Terencio, que, si bien

imitan los mismos modelos que las de Plauto, plantean problemas morales

ajenos a este. Terencio era un esclavo africano llevado a Roma en su juventud y

educado en la familia del senador Terencio Lucano. Él mismo, tras su

manumisión, adoptó el nombre de Publio Terencio Afro. Nacido hacia el año

190, representó en 166 su primera obra, La muchacha de Andros (Andria);

después Hecyra (es decir, La suegra), representada al año siguiente; en 163 el

Heautontimorumenos (El verdugo de sí mismo); en 161, simultáneamente,

Formión y El eunuco, y en 160 Adelfos (Los hermanos). Al año siguiente

Terencio, que había marchado a Grecia para reunir comedias susceptibles de

servirle de modelo, moría durante el viaje.

Terencio fue amigo de la «joven generación» de los Escipiones: Escipión

Emiliano (cinco años más joven que él) y Lelio, quienes según se dice

colaboraron con él, en algunas escenas al menos. Y lleva al teatro los problemas

que preocupaban a sus amigos. El conflicto generacional, siempre latente, se

había agudizado en aquel momento. El personaje del adulescens, el joven,

siempre enamorado, era para Plauto una máscara cuya pasión dominante servía

para urdir la intriga; para Terencio es un auténtico enamorado, consciente de su

pasión, insatisfecho consigo mismo, pero incapaz de resistirse a los impulsos de

su corazón. Los reproches paternos no sirven de nada. Todas las obras de

Terencio plantean, directa o indirectamente, este problema de la educación:

¿deben los jóvenes ser sometidos por la fuerza y la autoridad a las disciplinas

tradicionales, o formados por el razonamiento, el ejemplo y la comprensión en el

respeto de los deberes fundamentales? El debate se establece entre los

«prejuicios» y la «verdad». Con Terencio, las preocupaciones de los filósofos

salen a escena y se invita al público a juzgar por sí mismo. Pero el público

prefería reír con las comedias de Plauto y se aburría con las de Terencio, cuyo

ritmo no era lo bastante animado para su gusto.

El contraste entre Plauto y Terencio, tan claro e instructivo para nosotros en

tanto en cuanto nos muestra la evolución de las mentes entre la época de la

segunda guerra púnica y la de las conquistas orientales, quedó atenuado en su

momento por la obra de Cecilio Estacio, un galo de Milán que vivió entre los

años 230 y 168 aproximadamente. Fue un esclavo educado en Roma y

posteriormente manumitido. De gustos más literarios que Plauto, imitaba

preferentemente las obras de Menandro, el más «regular» de los poetas de la

Comedia Nueva. En este sentido anunciaba ya a Terencio, a la par que

conservaba en sus comedias un «movimiento» comparable a las de Plauto. Más

adelante sería juzgado como escritor de poca calidad, pero en su tiempo pasó por

haber introducido profundidad (gravitas) en sus comedias. Al igual que Terencio,

«hace reflexionar». De sus obras no conocemos más que algunos títulos:

Meretrix, Portitor, Pugil, Epistola, Exul, Fallacia (La cortesana, El aduanero, El

boxeador, La carta, El exiliado, El engaño), etc.

III. La poesía moral de Apio Claudio a Lucilio

Cuando Livio representó su primera obra, la literatura latina ya había comenzado

su andadura, medio siglo antes, con las Sententiae de Apio Claudio Caeco, el

censor del año 312. La obra política de este personaje, abierto a las influencias

procedentes del sur de Italia, artesano de la expansión romana hacia Campania y

la Magna Grecia, parece haber sido considerable. Su alcance abarcaba los

problemas culturales: Apio Claudio había reformado la ortografía del latín,

provocado la publicación de fórmulas jurídicas (confiando esta tarea a su

secretario Cneo Flavio) y hecho gala personalmente de una elocuencia que sus

contemporáneos juzgaron memorable.

De las Sententiae de Apio Claudio solo conocemos algunas. Estaban redactadas

en un lenguaje rítmico, muy cercano al verso «saturnio» (ver p. 15), cuyos

ejemplos más antiguos se encuentran en las oraciones y rimas religiosas: lo que

los autores modernos llaman el carmen (es decir, la forma rimada de los

encantamientos). Expresaban una sabiduría que no era solamente popular, sino

que tenía en cuenta ideas extendidas por el teatro y la filosofía en las ciudades de

la Magna Grecia: necesidad de conservar el dominio de sí mismo, de no dejarse

caer en la ferocia (probablemente el hybris, la desmesura de los griegos) si no se

quieren cometer acciones de las que arrepentirse, valor de la amistad, función de

la clemencia, de la benevolencia para con los amigos verdaderos. Este

compendio es la primera expresión de una «sabiduría romana» donde se mezclan

íntimamente la tradición nacional y las aportaciones meridionales. El hecho de

basarse en estas máximas permitió a los romanos del siglo II a. C. pensar que la

conciencia nacional había elaborado espontáneamente una filosofía comparable

a la que los teóricos venidos de Grecia les darían a conocer.

La tradición de la poesía moralizante, inaugurada por Apio Claudio, estaba

destinada a pervivir a través de toda la literatura latina, dentro de la cual

constituye una de las corrientes más originales, la de la «sátira». Quintiliano, en

la época de los Flavios, escribirá que «la sátira es un género enteramente

romano». Y cierto es que el espíritu que durante tanto tiempo constituyó su

esencia es el mismo que se manifiesta en Apio Claudio y, un siglo más tarde, en

el Carmen de moribus (Poema sobre la moral) de Catón el Censor.

«La vida de los hombres viene a ser como el hierro: si se trabaja con él se

desgasta; pero si no, el óxido lo consume. Del mismo modo vemos que los

hombres, si trabajan, se desgastan; si no, la ociosidad y la inacción les hacen más

daño que el trabajo». Aquí Catón no debe nada al estilo de los «filósofos

populares» griegos, los «predicadores» cínicos que recorrían las ciudades,

reprochando a los hombres sus vicios y utilizando parábolas y comparaciones

familiares. Lo que le inspira esas palabras es la experiencia cotidiana de un

pequeño propietario atento a su dominio.

Pero el verdadero creador de la «sátira» fue Ennio, contemporáneo de Catón. El

nombre de este género probablemente signifique «obra miscelánea» (satura) y se

relacione con el de la satura dramática (ver p. 23), que podría ser el modelo del

que deriva la sátira literaria, ya que, como ella, contenía chanzas, apóstrofes a un

público real o imaginario, y se desarrollaba con toda libertad, pasando de un

ritmo a otro, de la prosa al verso, sin la menor atadura. La sátira de Ennio era

una especie de rapsodia en la que se encadenaban pantomimas, fábulas, relatos

de los que se sacaba una moraleja. Ennio fue el primero en narrar el apólogo de

«la alondra y sus crías».

Si bien solo conocemos las Sátiras de Ennio gracias a citas tardías y alusiones a

menudo enigmáticas, la obra de Lucilio ha dejado un rastro más claro, aunque no

la conservemos por entero. Lucilio, un noble originario de Sessa Aurunca, en los

confines de Campania, es dos generaciones más joven que Ennio, pues nació en

148 (veinte años después de morir este). Fue uno de los primeros romanos que

viajó a Grecia para adquirir una cultura filosófica. Amigo, como Terencio, de los

Escipiones, fue compañero de Escipión Emiliano en España durante la guerra

numantina, en el año 133. Poco después, siendo aún muy joven, debutaba como

poeta con el género de la sátira, que empezó componiendo, como Ennio, en

troqueos y jámbicos, que eran los versos propios de los géneros dramáticos. Más

adelante, en la última parte de su obra (la que, en el compendio publicado, forma

los veinte primeros volúmenes), utilizó únicamente el hexámetro, creando de

este modo la forma definitiva de la sátira, poema «sosegado», más narrativo y

meditativo que dramático, poco a poco encaminado hacia la regularidad formal

de la que hará gala más adelante.

A causa de sus orígenes aristocráticos, sus apoyos, el medio en que vivía, Lucilio

se vio abocado a participar en las luchas políticas y lo hizo con vivacidad e

incluso con violencia. Evoca por ejemplo los grandes procesos de la época, cosa

que lo conduce a retratar escenas de la vida del foro. En otras ocasiones,

confiando a los versos los sucesos de su propia vida, relata su viaje a Campania

y a Sicilia, donde sus negocios lo reclamaban. El realismo, el gusto por la

anécdota que se encuentra en las artes plásticas romanas, el interés prestado a los

paisajes, a los objetos, a los detalles de la existencia cotidiana, todo ello trasluce

en los fragmentos conservados y jalona una tradición. Abierto a las influencias

helénicas, Lucilio no deja de ser defensor convencido de los valores romanos

tradicionales, pero sin hacerse esclavo de los prejuicios y la estrechez de miras

de la generación precedente. En un célebre pasaje proclama que en primera fila

se encuentra la patria, en la segunda su familia y solo en la tercera él mismo, lo

que significa subordinar, en esa moral de la sabiduría, su propia felicidad a la de

los demás, actitud que no comparte con los filósofos griegos de Epicuro hasta

Zenón. Con él vemos que el espíritu romano, al menos entre la élite de la ciudad,

ha superado la crisis, la inquietud que retrataba la obra de Terencio, y prosigue

con éxito la síntesis de la cultura helénica y la tradición nacional.

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