viernes, 9 de junio de 2023

Agota Kristof La analfabeta FRAGMENTO.

 




           Once breves capítulos para once momentos de la intensa vida de Agota Kristof.

Una obra autobiográfica que sintetiza en once fragmentos, los once momentos fundamentales de una existencia apasionada. Unas páginas que han sido definidas por la crítica como «un regalo para el intelecto». Un trayecto vital que describe primero a una joven que devora libros en húngaro para luego dar la palabra a una escritora reconocida en otro idioma, el francés. De la infancia feliz a la pobreza después de la guerra, los años de soledad en el internado, la muerte de Stalin, la lengua materna y las lenguas enemigas como el alemán y el ruso, la huida de Austria y la llegada a Lausanne (Suiza) con su bebé.

Una historia hecha de historias llenas de lucidez y humor. Sus palabras nunca son tristes, son implacablemente justas y precisas. Todo el mundo de Agota Kristof está aquí, en este libro caracterizado por frases breves, minimalistas, diminutas en las que se perciben en todo momento las grandes reflexiones y los poderosos pensamientos que las han provocado.

 


 

Agota Kristof

 La analfabeta

 

 

 


Título original: L’analphabète

Agota Kristof, 2004

Traducción: Juli Peradejordi

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

 

 

 

 


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 Inicios

 

 

Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.

Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar. Vivimos en un pueblecito que no tiene ni estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono.

Mi padre es el único maestro del pueblo. Enseña en todos los cursos, desde el primero hasta el sexto. En la misma aula. La escuela está separada de nuestra casa sólo por el patio, y las ventanas del colegio dan al huerto de mi madre. Cuando me encaramo a la ventana más alta del comedor veo a toda la clase con mi padre delante, de pie, escribiendo en la pizarra negra.

El aula de mi padre huele a tiza, a tinta, a papel, a calma, a silencio, a nieve incluso en verano.

La gran cocina de mi madre huele a animal muerto, a carne cocida, a leche, a mermelada, a pan, a ropa húmeda, a pipí del bebé, a agitación, a ruido, al calor del verano… incluso en invierno.

Cuando el mal tiempo no nos permite jugar fuera, cuando el bebé grita más fuerte de lo habitual, cuando mi hermano y yo hacemos demasiado ruido y demasiados destrozos en la cocina, nuestra madre nos envía a nuestro padre para que nos imponga un «castigo».

Salimos de casa. Mi hermano se detiene delante del cobertizo en el que guardamos la leña:

—Yo prefiero quedarme aquí. Voy a cortar un poco de leña pequeña.

—Sí. Mamá se pondrá contenta.

Atravieso el patio, entro en la gran sala y me detengo cerca de la puerta. Bajo los ojos. Mi padre me dice:

—Acércate.

Me acerco y le digo a la oreja:

—Castigada… mamá…

—¿Nada más?

Me pregunta «nada más» porque a veces tengo que entregarle sin decir nada una nota de mi madre, o debo pronunciar las palabras «médico» o «urgencia», o bien únicamente un número: 38 o 40. Todo esto por culpa del bebé, que se pasa el día enfermo.

Le digo a mi padre:

—No. Nada más.

Me da un libro con imágenes:

—Ve y siéntate.

Voy al fondo de la clase, donde siempre hay lugares vacíos detrás de los mayores.

Fue así como, muy joven, por casualidad y sin apenas darme cuenta, contraje la incurable enfermedad de la lectura.

Cuando vamos de visita a casa de los parientes de mi madre, que viven en una ciudad cercana, en una casa que tiene luz y agua, mi abuelo me toma de la mano y, juntos, recorremos el vecindario.

El abuelo saca un diario del bolsillo de su levita y dice a los vecinos:

—¡Mirad! ¡Escuchad!

Y a mí me dice:

—¡Lee!

Y yo leo. Normalmente, sin errores, y tan rápido como me lo pida.

Dejando de lado este orgullo de abuelo, mi enfermedad de la lectura me traerá sobre todo reproches y desprecio:

«No hace nada. Se pasa el día leyendo.»

«No sabe hacer nada más.»

«Es la tarea más pasiva de todas.»

«Perezosa.»

Y, sobre todo, «Lee en vez de…».

¿En vez de qué?

«Hay miles de cosas más útiles, ¿no?»

Incluso ahora, por la mañana, cuando la casa se vacía y todos mis vecinos se van a trabajar, tengo un poco de cargo de conciencia por instalarme en la mesa de la cocina a leer los diarios durante horas en vez de… fregar los platos del día anterior, ir de compras, lavar y planchar la ropa, hacer mermeladas o pasteles…

Y, ¡sobre todo!, en vez de escribir.

 


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 De la palabra
 a la escritura

 

 

Ya desde muy pequeña me gustaba contar historias. Historias inventadas por mí misma.

A veces viene a visitarnos mi abuela, para ayudar a mi madre. Por la noche, la abuela nos acuesta; intenta dormirnos con cuentos que ya hemos escuchado centenares de veces.

Salgo de mi cama y le digo a la abuela:

—Las historias las explico yo, no tú.

Me sienta sobre sus rodillas y me acuna:

—Cuéntame, cuéntame, pues…

Comienzo por una frase, no importa cuál, y todo se encadena. Aparecen personajes, mueren o desaparecen. Hay los buenos, los malos, los pobres y los ricos, los vencedores y los vencidos. «No se acabará nunca», balbuceo sobre las rodillas de la abuela:

—Y después… y después…

La abuela me deja en la cama plegable, baja la llama de la lámpara de petróleo y se va a la cocina.

Mis hermanos duermen y yo también. Pero la historia sigue en mi sueño, hermosa y terrorífica.

Lo que más me gusta es explicarle historias a mi hermanito Tila. Es el preferido de mamá. Tiene tres años menos que yo, así que se cree todo lo que le cuento. Por ejemplo, lo llevo hasta un rincón del jardín y le pregunto:

—¿Quieres que te cuente un secreto?

—¿Qué secreto?

—El secreto de tu nacimiento.

—No hay ningún secreto en mi nacimiento.

—Pues sí, pero sólo te lo diré si me juras que no se lo contarás a nadie.

—Te lo juro.

—Pues mira, eres un niño encontrado. No eres de nuestra familia. Te encontraron en un campo, abandonado y desnudo.

Tila dice:

—No es verdad.

—Mis padres te lo explicarán más adelante, cuando seas mayor. Si supieras qué pena nos dabas, tan delgado, tan desnudo…

Tila empieza a llorar. Lo tomo en brazos:

—No llores. Te quiero como si fueras mi propio hermano.

—¿Tanto como a Yano?

—Casi. Al fin y al cabo Yano es mi hermano de verdad.

Tila reflexiona:

—Entonces, ¿por qué tengo el mismo apellido que vosotros? ¿Por qué mamá me quiere más que a vosotros dos? Os castiga todo el rato, a ti y a Yano. A mí nunca.

Se lo explico:

—Tienes el mismo apellido porque se te adoptó oficialmente. Y si mamá es más buena contigo que con nosotros, es porque quiere demostrar que no hace ninguna diferencia entre tú y sus verdaderos hijos.

—¡Yo soy su verdadero hijo!

Tila chilla, corre hacia la casa:

—¡Mamá, mamá!

Corro detrás de él:

—Me has jurado que no dirías nada. ¡Era una broma!

Demasiado tarde. Tila llega a la cocina, se arroja a los brazos de mamá:

—Dime que soy tu hijo. Tu verdadero hijo. Tú eres mi verdadera madre.

Me castigan, desde luego, por haber explicado necedades. Me arrodillo frente a una mazorca de maíz en una esquina de la habitación. Enseguida llega Yano con otra mazorca y se arrodilla a mi lado.

Le pregunto:

—¿Por qué te han castigado?

—No lo sé. Sólo he acariciado la cabeza de Tila y le he dicho «te quiero, bastardito».

Reímos. Sé que lo ha hecho expresamente para que le castigaran, por solidaridad, y porque sin mí se aburre.

Explicaré muchas otras burradas a Tila; lo intento también con Yano, pero él no me cree porque tiene un año más que yo.

Las ganas de escribir vendrán más tarde, cuando el hilo de plata de la infancia se haya quebrado, cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré: «No me gustan». Cuando, separada de mis padres y mis hermanos, ingreso en un internado de una ciudad desconocida, donde, para soportar el dolor de la separación, sólo me queda una solución: escribir.

 


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 Poemas

 

 

Cuando entro en el internado tengo catorce años. Yano, mi hermano, está interno desde hace un año, pero en otra ciudad. Tila todavía está con mi madre.

No se trata de un internado para jovencitas ricas, sino todo lo contrario. Es algo entre un cuartel y un convento, entre un orfelinato y un reformatorio.

Somos más o menos doscientas chicas de entre catorce y dieciocho años, alojadas y mantenidas gratuitamente por el Estado.

Tenemos dormitorios donde caben de diez a veinte personas, con literas cubiertas por jergones y mantas grises. Nuestros armarios, metálicos, estrechos, están en el pasillo.

A las seis de la mañana nos despierta una campana, y una vigilante medio dormida viene a controlar las habitaciones. Algunas alumnas se esconden debajo de la cama, otras bajan al jardín corriendo. Después de dar tres vueltas por el jardín, hacemos ejercicio durante diez minutos. Luego subimos corriendo y, ya dentro del edificio, nos lavamos con agua fría, nos vestimos y después bajamos al comedor. Nuestro desayuno está compuesto de café con leche y una rebanada de pan.

Distribución del correo del día anterior: cartas abiertas por la dirección. Justificación:

«Sois menores de edad. Reemplazamos a vuestros padres.»

A las siete y media partimos hacia la escuela en fila india, cantando canciones revolucionarias mientras atravesamos la ciudad. Los niños se paran para vernos pasar, silban y nos dicen piropos y palabras vulgares.

Al volver de la escuela, comemos y luego vamos a la sala de estudio, donde nos quedamos hasta la hora de cenar.

En las salas de estudio se exige un silencio total.

¿Qué hacer durante todo este tiempo? Los deberes, desde luego, pero los deberes te los quitas de encima enseguida, especialmente porque no tienen ningún tipo de interés.

También se puede leer, pero sólo tenemos libros de «lectura obligatoria» que se leen enseguida y que, en su mayoría, no tienen el más mínimo interés.

Así pues, durante estas horas de silencio forzado, empiezo a redactar una especie de diario y me invento una escritura secreta para que nadie pueda leerlo. Anoto en él mis desgracias, mi pesar, mi tristeza, todo lo que por la noche me hace llorar en silencio en la cama.

Lloro la pérdida de mis hermanos, de mis padres, de la casa de la familia, en la que ahora viven unos extranjeros.

Lloro sobre todo mi libertad perdida.

Es cierto que tenemos la posibilidad de recibir visitas los domingos por la tarde en el «salón» del internado, incluso de chicos, en presencia de una vigilante. También nos dejan pasear, incluso con chicos, los domingos por la tarde, pero sólo por la calle principal de la ciudad. También se pasea una vigilante.

Pero no me dejan ir a ver a mi hermano Yano, que está a veinte kilómetros de aquí, en la misma situación que yo, y que tampoco puede venir a verme. Nos han prohibido abandonar la ciudad, aunque, de todos modos, no tenemos dinero para el tren.

También lloro mi infancia, nuestra infancia, la de los tres, Yano, Tila y yo.

Se acabaron las carreras descalzos por el bosque sobre el suelo húmedo hasta «la roca azul»; se acabó subirse a los árboles o caer cuando se quiebra una rama podrida; se acabó Yano, que me levantaba de mi caída; se acabaron los paseos nocturnos por el tejado; se acabaron las denuncias de Tila a mi madre.

En el internado, las luces se apagan a las diez de la noche. Una vigilante controla las habitaciones.

Leo aún, si tengo algo que leer, a la luz reverberante. Luego, cuando me duermo llorando, nacen frases en la noche. Dan vueltas a mi alrededor, cuchichean, adquieren un ritmo, riman, cantan, se convierten en poemas:

«Ayer, todo era más bello,

la música en los árboles

el viento en mis cabellos

y en tus manos tendidas

el Sol.»

miércoles, 7 de junio de 2023

TENEBRAE — 1982 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 




  TENEBRAE

 

— 1982 —

 

 

John Saxon, protagonista del que bien puede ser considerado el primer giallo de la historia, «La muchacha que sabía demasiado» de Mario Bava. Para la fotografía. Argento contó con Luciano Tovoli, artífice del deslumbrante cromatismo de «Suspiria», aunque, esta vez, el cineasta buscaba una textura situada a las antípodas de aquella.

Los homicidios que suceden de noche los he iluminado como a pleno sol —explicó Argento a raíz del estreno— porque quería subrayar que las tinieblas también se manifiestan a la luz del día”.

 

 

  Sinopsis

 

 

La llegada a Roma del escritor norteamericano de novelas policíacas Peter Neal (Anthony Franciosa) coincide con el asesinato de una delincuente de poca monta (Anjia Pieroni). El asesino ha seguido el método descrito en el último libro de Neal. En el aereopuerto romano. Neal es recibido por su agente Bullmer (John Saxon). Durante la rueda de prensa, el novelista se enfrenta a las agresivas preguntas de una antigua amiga periodista. Tilde (Mirella D’Angelo). A la salida del aereopuerto les espera Anne (Daria Nicolodi), secretaria personal y amiga íntima del escritor, y Gianni (Christiano Borromeo), ayudante de Bullmer. Una vez en su apartamento, Neal se encuentra con el detective Giermani (Giuliano Gemma) y la inspectora Altieri (Carola Stagnaro), que le informan del reciente asesinato. El policía le entrega un anónimo que ha encontrado debajo de su puerta y que reproduce una frase de su novela. Unas imágenes ilustran lo que puede ser un traumático recuerdo: una hermosa joven (Eva Robins) pasea por la playa en compañía de un grupo de admiradores. Uno de ellos, al ser rechazado por ella, la abofetea y huye. El grupo le persigue hasta alcanzarle y la muchacha le golpea brutalmente y le introduce el tacón de su zapato rojo en la boca. Durante la noche, Tilde y su amante son asesinadas en la casa que comparten. Neal reconoce a Jane (Verónica Lario), su mujer, a la que creía en Nueva York, espiándole por los alrededores. Más tarde, se entrevista con el periodista televisivo Christiano Berti (John Steiner), que se refiere a “la perversidad humana” de sus novelas. Maria (Lara Wendel), hija del recepcionista de los apartamentos en que Neal se aloja, es asesinada. Un nuevo anónimo amenaza directamente al escritor, que decide investigar por su cuenta. Las sospechas le llevan hasta el estrambótico periodista televisivo. Por la noche, y en compañía de Gianni, entra en la casa de Christiano. Gianni y Neal se separan. El primero ve morir a Christiano de un contundente hachazo. Gianni corre en busca de Neal, al que ayuda a recobrar el sentido. Gianni está impresionado por lo que ha visto, pero confiesa al escritor la inquietud que le provoca un detalle que no puede recordar. Nuevas imágenes de un flashback interrumpen el relato. La muchacha de la playa pasea con un acompañante (Michele Soavi). Alguien les observa. La joven se queda unos instantes sola. El observador se aproxima a ella, la apuñala y se apodera de sus zapatos rojos. Neal acude a la agencia de Bullmer y le anuncia su intención de dejar Roma. Una vez solo. Bullmer deja entrar a Jane: ambos se funden en un apasionado beso y se citan para más tarde. Jane recibe en su apartamento unos zapatos rojos, que cree que son un regalo de Bullmer. Este aguarda la llegada de Jane en una plaza pública, pero alguien lo apuñala. Neal se despide de Anne y Gianni. Éste anuncia su intención de regresar a casa de Christiano para recordar el detalle que le obsesiona. Una vez en el lugar, el joven da con la pieza que permite reconstruir lo sucedido: Christiano, un momento antes de morir, se confesó autor de las muertes. Nada de ello explica la muerte de Christiano, pero mientras Gianni se interroga por el nuevo misterio, alguien lo estrangula. El mismo asesino entra en el apartamento de Jane y la mata a golpes de hacha. La figura se hace visible: es el propio Peter Neal, que no duda en matar a un nuevo visitante, la inspectora Altieri. El detective Giermani y Anne detienen a Neal: éste confiesa su plan, consistente en aprovechar la cadena de asesinatos abierta por Christiano para incluir en ella su venganza personal contra Bullmer y Jane, que estaban manteniendo una relación amorosa a sus espaldas. Neal, después de confesar, se corta el cuello con una navaja de afeitar. Giermani y Anne regresan al coche. El policía revela que Neal fue, en su adolescencia, acusado de matar a una joven, pero se le absolvió por falta de pruebas. Una intuición hace que el detective regrese junto a los cadáveres. El cuerpo de Neal ha desaparecido: la navaja utilizada para el suicidio resulta ser falsa. El policía cae abatido por el hacha que empuña el escritor. Anne corre a la casa y Neal se dispone a asesinarla, pero la oportuna caída de una escultura de hierro acaba finalmente con el criminal.

 

 

 

 

 

La que fuera Mater Lacrimarum, recibe su justo castigo en «Tenebrae».

 

 

 

  La muerte en la escritura

 

 

«Tenebrae» se inicia de forma similar a «Inferno»: la lectura de las primeras frases de un libro. Aunque la temática de los textos ha cambiado (de la alquimia y sus arcanos hemos pasado al universo popular del best-seller policíaco), la pauta rectora es similar: rasgar el primer velo de un enigma.

El impulso se había convertido en irresistible. Sólo existía una respuesta a la furia que le torturaba. Y así cometió su primer asesinato. Había roto el tabú más hondamente arraigado, y no encontró ninguna culpa, ni ansiedad, ni miedo, sino libertad. Cada humillación que se interponía en su camino podía ser apartada con el simple acto de la aniquilación: el asesinato”.

La lectura, oficiada ritualmente por unas manos enguantadas, culmina con la quema simbólica del ejemplar. La siguiente secuencia parece nacer de sus llamas: un solitario Peter Neal atraviesa en bicicleta un puente, un puente que le aleja de alguna parte familiar y le lleva hasta un territorio de signo liminal, mágico, fuera del tiempo. Un movimiento habitual en el cine de Argento. El cineasta elige para la ocasión el barrio romano de Eur, un satélite residencial de la época de Mussolini que Argento no vacila en definir como “una especie de ciudad futurista, imaginaria, que no existe”. Peter Neal aterriza en esta Roma encantada para protagonizar un viaje simbólico al universo de sus libros, y acceder al corazón de las tinieblas que palpita en su reverso. No en vano, el cineasta define el film como “un rito ancestral donde uno se sacrifica a sí mismo, siendo crucificada su parte oscura al final de la ceremonia”. Sobre esta tierra de nadie, de casas blancas, cuidadoso césped y perpetua luz solar, se instaura una realidad imposible, subordinada a la lógica de las novelas policíacas: un asesino mata siguiendo a pies juntillas las descripciones de la novela de Neal; Bullmer, el agente literario del escritor, lleva un sombrero salido de un nostálgico guardarropía hard-boiled; el policía encargado de la investigación, el capitán Giermani, se declara entusiasta del género y lector empedernido de Rex Stout, Mike Spillane, Ed Me Bain y del propio Peter Neal; paradójicamente, es incapaz de descubrir al asesino antes de la última pagina, circunstancia que influirá decisivamente en su muerte; Neal confiesa al joven Gianni su técnica novelística —“Estas cosas siempre son aburridas, pero si dejas a un lado la parte aburrida, puedes obtener un best-seller”— en pleno asalto a la casa del sospechoso Cristiano Berti —acción que les convierte en genuinos personajes de pulp—; Neal cita una frase de ‘El perro de Bakerville’ (“Cuando se ha eliminado lo imposible, aquello que queda, por improbable que parezca, será la verdad”), los asesinatos, organizados, como en «Rojo oscuro», en forma de sequenza lunga, encuentran un posible parangón en aquellos capítulos que, encabezados por el nombre de la víctima, caracterizaban la estructura de algunas novelas de William Irish. En las páginas de este giallo encarnado, Neal interpreta el papel de carismático escritor de historias de misterio reciclado a detective, mientras, en off, su parte oscura trama una despiadada intriga criminal sobre la cual pretende mantener el más absoluto control demiúrgico. Pero es Argento quien maneja los hilos y hace del film una arquitectura que, como la academia de baile de «Suspiria» y el edificio de apartamentos de «Inferno», atrapa al personaje y lo transforma. El cineasta juega con Neal, acosándolo con una cámara que finge ser la subjetividad de Cristiano Berti, su perverso fan, pero que, en realidad, oculta un vacío a la espera de ser ocupado por la parte oscura del escritor. Argento se divierte haciendo de Neal un personaje esquizofrénico que no duda en confesar a Giermani:

Tengo la corazonada de que hay algo que se me escapa, una pieza que no encaja… Como si alguien que debiera estar muerto siguiera vivo, o alguien que debiera estar vivo ya estuviera muerto”.

Un comentario sobre sí mismo que refleja el estado de transición surrealista al que está sometido en este país de las maravillas que Argento recrea en el barrio de Eur. Antes de volcarse al abismo, Neal se detiene en el umbral de la puerta de su apartamento y mira unos segundos hacia dentro, despidiéndose para siempre del impoluto escritor con charme. El personaje queda personaje escindido entre el estereotipo que vemos en pantalla y su sombra, aquella que encabezaría el flashback, y que Neal contendría vanamente con pastillas: una figura siniestra siempre fuera de campo que planearía los crímenes y asesinaría sin que su otra mitad se enterase de nada.

 

 

 

 

 

Nada que ver con las zapatillas rojas de Dorothy.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—Elsa. El primer asesinato viene precedido de una espera que intercala distintos motivos de tensión, que tienen como protagonista a una delincuente de poca monta (interpretada por Anja Pieroni, la que fuera Mater Lacrimarum en «Inferno»): el robo de un libro —‘Tenebrae’, de Peter Neal—, un plano subjetivo que la focaliza durante unos segundos, el incidente con el encargado de seguridad que la sorprende, el altercado con un impertinente vagabundo… Pero la auténtica inquietud se hace palpable a partir de la angulación en picado que recoge la entrada de la muchacha en su apartamento y se materializa con esa mano surgida de ninguna parte, que hace pensar por un momento en «Repulsión» de Polanski. Un montaje veloz y certero resuelve la secuencia. Mientras una de las manos sostiene la navaja de afeitar contra el cuello de Anja Pieroni, la otra arranca las páginas del libro de Neal y se las introduce en la boca. Los planos se suceden siguiendo un mecanismo que privilegia el detalle por encima del conjunto (ahora la navaja que desciende, ahora el ojo de la muchacha) hasta culminar con el plano de la bola de papel de la boca cayendo al suelo, como inapelable certificado de su muerte. Argento muestra la caída del cuerpo mediante tres planos sucesivos que congelan y suspenden el instante: el rostro de la joven deslizándose fuera de campo / el cuerpo desplomándose visto desde el exterior a través de una cortina / el cuerpo en el suelo, víctima de los flashes fotográficos del asesino.

—Tilde. Como preludio al asesinato de la periodista y de su amante, la cámara se decanta por una inenarrable y desprejuiciado ejercicio de vuelo libre, de más de dos minutos y medio de duración, durante los cuales recorre ingrávidamente los cuatro puntos cardinales de la fachada del edificio de las dos futuras víctimas. El movimiento prueba el talante de un cineasta siempre dispuesto a saltarse la ley, un maquinista outsider aquejado de un desmesurado amor por el cine, que comanda el más loco de los trenes eléctricos que jamás han circulado por la historia del Séptimo Arte. «Tenebrae», por supuesto, no sería la misma sin el trazo de esa cámara especial llamada Louma sobre el plano. En ese trazo cinematográfico se superponen una mirada demiúrgica y otra depredadora. Esta segunda mirada se diría excitada por el propio artilugio que la genera, y que trueca su voracidad escoptofílica por pulsión criminal cuando las manos del asesino entran en campo: ojos y manos de un cineasta que anhela dejar sus huellas más allá de la pura dimensión tecnológica de su aventura cinematográfica. El asesinato de Tilde se vertebra a partir del desgarro que produce la navaja en la camiseta de la víctima, justo en el instante en que ésta se desnuda y la pasa por su cuello. Ese desgarro estimula la retórica del cuadro dentro del cuadro: vemos el rostro de la joven a través del agujero que la navaja deja en el vestido, y vemos, luego, al asesino, desde el punto de vista de Tilde, siempre a partir del agujero de la camiseta. La violencia que el criminal inflige a la mujer se traslada cinematográficamente a la mano: el encuadre la retiene y la aísla; sólo a través de ella y de sus movimientos crispados nos llega noticia del horror que acontece fuera de campo. El plano se enhebra con otro que muestra la rotura de un jarrón: de la mano que sintetiza el cuerpo pasamos al objeto cuya rotura conjura a la muerte.

—Maria. Sequenza lunga de diez minutos. Estamos en el cubil del asesino: el encuadre recoge la fotografía de una joven prostituta. A continuación, dos rápidos planos del sótano, y un tercero de una bombilla encendida que la mano del criminal apaga: acaba de designar a la próxima víctima. Sin embargo, al abandonar su macabro refugio, olvida las llaves en la cerradura. La importancia de esas llaves —repiqueteando en primer plano— va a centrar obsesivamente estos prolegómenos de la futura secuencia de asesinato. Justo en el momento en que va abordar a su próxima víctima, en un descampado, el asesino repara en la ausencia de las llaves: escuchamos el familiar repiqueteo de las mismas, antes de que Argento inserte de nuevo, casi musicalmente, dos primeros planos de las mismas, todavía colgando de la cerradura del sótano. La decisión del criminal de volver al sótano, al percibir su olvido, es primordial para un azaroso cambio de víctima: del plano de la prostituta asediada pasamos por corte directo a un primer plano de Maria, la hija del recepcionista de los apartamentos donde vive Neal, que, debido a un cúmulo de circunstancias azarosas —una discusión con su novio la ha dejado sola en una calle donde, inesperadamente, es perseguida por un perro hasta ponerse a salvo de él en el dichoso sótano—, acabará siendo asesinada.

Ese extraño giro que toman los acontecimientos —una adolescente perseguida durante la noche por un perro, a través de un solitario paisaje, que encuentra refugio en una casa abandonada cuyo sótano esconde un terrible secreto— hace pensar nuevamente en los cuentos clásicos que inspiraron «Suspiria». A diferencia, sin embargo, del film anterior, la atmósfera carece ahora del menor pliegue expresionista. Basta comparar la huida a través del bosque de la primera víctima de «Suspiria» con la de Maria. En los dos casos se impone un travelling lateral, pero las noches pertenecen a distintas tesituras. Al caserón neogótico y coloristico se opone una casa de líneas claras, acogedora de una modernidad que actúa de exorcismo frente a cualquier sospecha de un posible Mal en su interior. Pero entre las paredes luminosas, abiertas, en perfecta comunión con un exterior de impecable césped y agua domesticada, Maria encuentra un personaje enfermizo, que Argento filma como una sombra viviente, sin otro rasgo visible que la navaja que empuña y que, al final, sustituye por un hacha, instrumento de lectura bárbara en contraposición a la racionalidad arquitectónica del lugar.

 

 

 

 

 

El erotismo del miedo.

 

 

—Bullmer. El agente literario que encarna John Saxon es asesinado en medio de una plaza pública, a plena luz del día, rodeado de gente. La secuencia se constituye en antítesis rigurosa de aquella que mostraba la muerte del pianista ciego en «Suspiria», también en una plaza, pero de noche, en estricta soledad, y a consecuencia de inasibles fuerzas sobrenaturales. El cineasta italiano recurre en «Tenebrae» a una planificación que persigue, ante todo, la escala humana, para intensificar un clima de absoluta normalidad, del que nada malo puede esperarse. Hay, en Bullmer, algo del espíritu de Milton Arbogasth, el detective que interpretaba Martin Balsam en «Psicosis», un halo de inocencia que hace posible aplicarle la misma sentencia de Truffaut: “Il arrive comme une fleur… se faire cueillir”. Bullmer, sentado en un banco, mira a derecha e izquierda, motivando una sucesión de contraplanos que reflejan de manera realista aquello que le rodea: una pelea en la terraza de un bar, la discusión de una pareja, un niño jugando con una pelota. El método es semejante al utilizado en la secuencia del parque de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris». La rítmica combinación de plano/contraplano sienta el tiempo en la secuencia hasta llegar a una hipertrofia de la cotidianidad que la vuelve agresiva. Bullmer se levanta y alguien choca con él. La ausencia inicial de música deja paso a un tema desasosegante, que prepara el inminente crimen. Una sombra irrumpe sobre el rostro de Bullmer, que se muestra sorprendido al reconocer a su imprevisto acompañante y definitivamente perplejo ante el cuchillo que se clava en su vientre una y otra vez. El agente literario agoniza junto al banco con una gran mancha de sangre en la camisa.

 

  De la muerte en flashback a la muerte de Jane

 

 

Argento estructura el flashback que remite al primer crimen juvenil de Neal en tres tiempos que interrumpen la narración, sembrándola de la ambigüedad que requiere todo buen giallo. Es una incógnita (¿A quién pertenecen esos recuerdos?) que actúa de comodín al poder señalar a cualquiera de los personajes del film. Al margen de lo sugerente de las imágenes, llama la atención el lugar que ocupan los distintos tiempos en la narración. El primero funciona como segmento desestabilizador que indica un sospechoso poseído por demonios: el flashback como máscara de la que pueden participar todos. El segundo es más significativo, y entronca con el pesimismo del que Argento siempre ha hecho gala a la hora de pronunciarse sobre la pareja. Después de la muerte de Christiano, Anne se queda a pasar la noche en el apartamento de Neal para atenderle de la pedrada que le ha dejado sin sentido. La profesionalidad y la amistad de la pareja se diluyen en un repentino e inevitable beso. Es, sin duda, el principio de algo, y Argento lo filma consciente de ello… para, a renglón seguido, hacerlo pedazos, al insertar el segundo tiempo del flashback y, una vez concluido éste, volver al apartamento, ya pasada la noche, para mostrar a Anne sola en el sofá. Hemos pasado de la intimidad amorosa a un despertar que contagia el frío al que la relación está condenada. El pasado, la locura y el crimen implícitos en el flashback ocupan el espacio simbólico de la elipsis, interponiéndose entre las dos secuencias, robándoles la posibilidad del amor y del sexo. El tercer tiempo surge después del brutal asesinato de Jane, y cierra la estructura de la venganza antes de acceder a las últimas piezas: los zapatos rojos de la joven de la playa golpeando al acompañante rechazado / Jane recibiendo unos zapatos rojos / Bullmer asesinado, Jane luciendo los zapatos / Jane abatida a golpes de hacha / flashback con el asesinato de la joven, después desposeída de los zapatos rojos. Ese rojo se adivina como una encendida nota de color sobre el blanco dominante, una pincelada de pura abstracción plástica que va saltando de plano en plano, formando una especie de nota musical obsesiva que se mantiene a lo largo de todo el metraje.

 

 

 

 

 

Morirá a pleno sol.

 

 

 


  Gianni

 

 

En la muerte de Gianni por estrangulamiento destaca el plano que muestra la mirada del joven focalizada desde el punto de vista del asesino. Unos ojos miran hacia otros ojos que no vemos. Es un instante de tensión extrema. Lo que ve Gianni es casi tan terrible como la muerte que se lo lleva. El espectador deberá, sin embargo, esperar todavía un recorrido de varias secuencias para encontrar cara a cara el contraplano que le muestre el rostro del asesino, aunque las sospechas sobre su identidad empiezan a gestar una imagen que está más allá del retrato de humo. Uno de los variados alicientes de volver a «Tenebrae» es intentar, en un ejercicio de funambulismo inspirado en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», reconstruir a través de los ojos del joven Gianni la expresión del rostro del que parte la mirada de Peter Neal. De esa imposibilidad y de su deseo nace uno de los alicientes alquímicos del cine Argento.

 

 

  Los ojos de Peter Neal

 

 

Peter Neal es, al menos en apariencia, un personaje encantador, un escritor de novelas de terror víctima de un loco que convierte sus asesinatos de ficción en cadáveres auténticos. Detrás de Neal se extiende una larga tradición novelística y cinematográfica que ha hecho del oficio de escritor un protagonista de privilegio para las intrigas criminales. Argento practica una sangrienta deconstrucción de su escritor a través de la figura de Anthony Franciosa, una estrella norteamericana de buen ver, con un pasado cinematográfico y televisivo en el que ha encarnado a más héroes que villanos. Nos acomodamos a su estereotipo y al esquema argumental que trae consigo: un escritor metido a improvisado detective para esclarecer unos asesinatos. Ese espejismo empieza a desvanecerse a partir del momento en que Neal es golpeado por una piedra, sin que la narración fílmica se haga testimonio de ello. Es en este preciso instante en que los ojos de Neal empiezan a significar por encima de su apostura física. Hay una posterior mirada en Neal que nos sorprende, una mirada que se marca a hierro candende en el plano, y que es el primer eco del estigma canceroso que tensa su interior. Se produce al visitar el escritor el despacho de Bullmer para comunicarle que abandona el país: una llamada telefónica atrae la atención del editor, Neal se levanta y le mira antes de despedirse. Es un fragmento casi efímero en la navegación de la secuencia, que capta las tinieblas que se impacientan bajo su máscara. Antes de partir supuestamente para París, en la mencionada escena en que Neal abandona el apartamento de los días romanos después de cerrar la luz, se detiene justo en la puerta y mira hacia dentro. No sabemos bien lo que están buscando sus ojos, si un gesto de comunión con esa oscuridad que ya le posee o la nostalgia de Anne y de lo que pudiera haber sido. No vemos su rostro, sólo una silueta negra tomada en plano general.

 

 

  El rostro de Peter Neal

 

 

En el último acto de «Tenebrae», ya en el vórtice de la lost highway, un Peter Neal fuera de sí arremete, hacha en mano, con lo que queda del dramatis personae, y, en una violenta performance, simula su propia muerte: A esa amalgama de gestos y actos de gusto hiperbólico se une la caída de las máscaras y el mirar de frente de los supervivientes. Es difícil describir la imagen patética —aunque no terminal— que ofrece Neal ante los ojos de Anne y del inspector Giermani. De la primitiva figura estereotipada del escritor sólo permanece un cuerpo empapado con la sangre de quienes ha asesinado. A este Neal enfermo solo le resta un acto acorde con su actual estado: exhibir su suicidio en primer plano con una navaja de afeitar. Pero Argento nos reserva la sorpresa de su resurrección: cuando, tras descubrir que el suicidio de Neal ha sido una farsa, Giermani se agacha para coger un pañuelo con las iniciales del escritor, aparece detrás suyo el auténtico rostro de Peter Neal, hueco de memoria y remordimientos, que abate el hacha sin el menor escrúpulo. Ese rostro tenebroso de Neal emergiendo, como una forma sagrada, detrás del capitán Giermani, permite a éste descubrir, demasiado tarde, la verdad que guarda la ultima página de la novela viviente de su autor favorito. Neal es ahora un Hyde por fin dispensado de su ingenuo papel heroico, que ya no vacila en levantar el hacha contra la mujer que ama. Pero esa parte oscura en estado puro, más allá del bien y del mal, es destruida por una oportuna escultura de metal que Dario Argento ha colocado ahí para recordar a su criatura que es él quien dirige el giallo, y quien escribe el epílogo que sigue a su última página.

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