HENRY JAMES
Viajes con Henry James
Traducción de Borja Folch
PRÓLOGO
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HENDRIK HERTZBERG
Henry James era un arrogante freelancer de veintidós años cuando
publicó, en el número del 16 de noviembre de 1865 del semanario The Nation,
que llevaba cuatro meses en la calle, una de las críticas más demoledoras de la
literatura estadounidense.1 En su reseña anónima de un libro —Drum-Taps, una colección de lo que
rechazó como «poemas espurios»— lo consideró «una ofensa contra el arte»,
«burdo», «monstruoso», carente de «sentido común» y «agresivamente descuidado,
falto de elegancia e ignorante». Establecidos estos preliminares, el futuro
autor de Retrato de una dama, Daisy Miller, Los embajadores, La copa dorada,
Otra vuelta de tuerca y mucho, mucho
más, procedía a dirigirse directamente al censurable poeta, reprendiéndolo como
sigue: «Ser adoptado como poeta nacional no es suficiente para descartar
cualquier cosa en concreto ni para aceptar cualquier cosa en general, para
acumular rudeza tras rudeza, para descargar los contenidos sin digerir de sus
cuadernos sobre el regazo del público. Debe respetar al público al que se
dirige; pues este tiene gusto, aunque usted no lo tenga... No basta con ser
grosero, lúgubre y adusto. También debe ser serio.»
Perdonémoslo. Era joven y
rebosaba energía y entusiasmo. Con el tiempo, como es natural, Henry James
cambiaría de opinión acerca de Walt Whitman, tanto es así que, en 1904, él y
Edith Wharton pasaban largas veladas leyendo en voz alta y con regocijo Hojas de hierba. (Mientras James leía,
recordaría Wharton, «su voz llenaba la habitación silenciosa como el adagio de
un órgano», y exclamaba, «¡Oh, sí, un gran genio, sin duda un grandísimo
genio!».)2 Más o menos por aquel entonces, en una carta a un amigo que le había
tomado el pelo sobre aquella antigua reseña, se mostró melodramáticamente
contrito. Era una «vergüenza», se lamentaba, una «pequeña atrocidad» que había
«perpetrado [contra Whitman] con la burda insolencia de la juventud». Y añadía:
«Solo sé que llevo más de treinta años sin ver esa execrable reseña y que, si
se cruzara en mi camino, nada me induciría a leerla. Disto tanto de “conservar”
las abominaciones de mi primera inocencia que las destruyo cada vez que las
avisto; menos mal que ocurre rara vez.»3
Menos mal que el James maduro no
estaba en situación de destruir sus abominaciones de juventud, ninguna de las
cuales, por cierto, era abominable. (Incluso su arrebatada demolición de
Whitman crepita con una portentosa exuberancia.) Valgan de ejemplo los relatos
de viajes reunidos en este volumen. Aparte de ser deliciosos por derecho
propio, estas no abominaciones de juventud son importantes por lo que
presagian. Se cuentan entre los primeros balbuceos de una gran carrera con
pocas semejanzas entre los escritores estadounidenses y británicos —o entre los
escritores de cualquier nacionalidad, si vamos al caso— del periodo entre la
Guerra de Secesión y la Primera Guerra Mundial. (Para la literatura, la Edad de
Oro fue de veinticuatro quilates.)
El inmortal chiste de Samuel
Johnson —«Nadie más que un tarugo escribió alguna vez, excepto por dinero»— no
era aplicable a Henry James. Al menos, no del todo. En sentido estricto, James
no «necesitaba» dinero. Su padre, Henry James Sr., había heredado el
equivalente actual a ocho millones de dólares y, por lo general, estaba
dispuesto a proporcionar una carta de crédito cada vez que uno de sus hijos
andaba escaso de dinero en efectivo. Henry Jr. amaba a su padre, a su madre, a
sus hermanos y a su hermana, pero también amaba la independencia. Solo quería
escribir y quería escribir lo que quisiera escribir, y quería ir donde quisiera
ir y solo quería rendir cuentas consigo mismo. En última instancia, escribió
para hacer arte. Pero también escribió para soltar lastre, para liberarse a fin
de hacer arte. Escribió por escribir. Para él escribir era un propósito en sí
mismo; pero no el único propósito, no cada vez que se sentaba a su escritorio.
En una época en la que pocos
miembros cultivados de las clases media y media-alta podían permitirse viajar
por placer, pasear de prestado era lo más parecido. Había un próspero mercado
para los relatos de viajes. Aumentaban las tiradas, y las revistas estaban
ansiosas por sacar provecho. Incluso una revista menor e intelectualmente
elitista como The Nation —que entonces, como ahora, se
consagraba a la política, con una sección de crítica cultural— quería su parte
del pastel.
Con cierta modestia, James
también. El dinero rara vez motiva a los escritores de la Nation actual, pero para James, en aquel entonces, ocupaba un
puesto alto en la lista. Los honorarios que percibía por estos artículos —50
dólares la pieza— quizá no parezcan gran cosa, pero eran suficientes para que
recorriera buena parte del camino hacia la autosuficiencia mientras deambulaba
por el noreste de Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa occidental durante la
década de 1870, acumulando impresiones que, tarde o temprano, aparecerían en
sus novelas y sus cuentos.
Henry James era, casi
literalmente, un viajero nato. Apenas tenía seis meses en octubre de 1843
cuando, junto con su familia, cruzó el Atlántico por primera vez. (Los James lo
hicieron a lo grande, a bordo del Great
Western, un vapor de ruedas con el casco de madera, de un tamaño y un lujo
sin precedentes.) Efectuó otras cuatro travesías en la adolescencia, yendo a
una apabullante variedad de colegios, estudiando con una sucesión de profesores
particulares y convirtiéndose en un asiduo visitante bilingüe de Londres, París
y Ginebra. Pasó buena parte de la década de 1860 en Estados Unidos, mayormente
en Boston y Cambridge. No regresó a Europa hasta 1869, esta vez como adulto y
enfáticamente por su cuenta, para quince meses de viaje intensivo; Londres de
nuevo, París de nuevo, Ginebra de nuevo y entonces, en un estado rayano en el
éxtasis, Italia: Milán, Verona, Padua, Venecia, Pisa, Nápoles, Génova,
Florencia y Roma.
Cuando regresó a Cambridge tenía
veintisiete años. Todavía no había escrito un solo libro ni era famoso, pero
sus críticas y relatos lo habían convertido en el favorito de los directores de
las mejores revistas. Leon Edel, el biógrafo definitivo de James, resume el
paso siguiente de su personaje, así como los motivos que hay detrás:
Apenas acababa de establecerse de
nuevo en Quincy Street a principios de verano de 1870 cuando convenció a The Nation para que aceptara una serie
de artículos sobre viajes de su pluma; visiones de Rhode Island, Vermont, Nueva
York. Fue una oportunidad para ganar algo de dinero en efectivo; también fue
una manera de convencer a The Nation
de lo vivaz que podía ser como cronista de viajes, sobre todo si estuviera en
Europa.
Existía, no obstante, un
incentivo más profundo. Estaría «angustiado cual náufrago», dijo a [su gran
amiga] Grace Norton, si regresaba a Europa con una «ingrata ignorancia y
negligencia» de su tierra natal. Por consiguiente iría a «ver todo lo que pueda
de América y lo restregaré con resuelto fervor». Su gira consistió en una
estancia de un mes en Saratoga, donde tomó las aguas y «astutamente observaría
muchas idiosincrasias de la civilización estadounidense; una semana en Lake
George; quince días en Pomfret, donde sus padres estaban de vacaciones; y otros
quince días en Newport».4
Al menos tres cosas resultan
especialmente llamativas a este respecto. En primer lugar, el joven James se
considera suficientemente extranjero en su tierra natal para sentirse obligado
a emprender un trabajo de campo, un programa sistemático de estudios cuyo
objetivo era familiarizarse con sus rasgos geográficos y sociales. En segundo
lugar, se propone recorrer una porción extraordinariamente reducida de su país.
A fin de «ver todo lo que pueda de América», traza un itinerario que consiste
únicamente en prósperos centros turísticos del Noreste. En tercer lugar, además
de ponerse al día sobre «América» y ganar un poco de dinero, pretende inducir a
The Nation a subvencionar su viaje
por Europa, el lugar donde su fervor era verdaderamente resuelto. Sus seis
ensayos para The Nation sobre lugares
de Estados Unidos le valen otros diecisiete sobre Inglaterra, Escocia, Francia,
Alemania y, con sumo cariño, sobre Italia.
La instantánea de Edel permite
vislumbrar lo que cabría llamar el genio estratégico de James en el gobierno de
su carrera. Desde el principio avanzó hacia la grandeza con majestuosidad,
conforme a un plan íntimo. Su ambición era inmensa, su confianza en su arte y
su talento, insondable. Fue su propio maestro, su propio mentor, su propio
crítico, su propio supervisor. El resultado final, al cabo del tiempo, es un
conjunto de obras sin par por su afiligranada calidad, así como por su pura
cantidad. (En la biblioteca del Dartmouth College encontré siete metros y medio
de estantes dedicados a escritos de Henry James, y otros seis metros con libros
acerca de él.) Hacia el final de la década en que fueron escritos estos
ensayos, James aparecería, con treinta y siete años, convertido en la madura
autoridad literaria que seguiría siendo durante la segunda mitad de su vida.
Para los lectores de estas postales
jamesianas, entonces como ahora, hay
un bienvenido desapego de las noticias del momento. Las tribulaciones de la
guerra, la política y la revolución casi nunca importunan y, cuando lo hacen,
solo son referencias hechas como de pasada. Instalado en su hotel de Lake
George en 1870, relajándose con la lectura de los periódicos neoyorquinos, está
«leyendo sobre las grandes hazañas de Prusia y la confusión de Francia»
mientras escucha a una banda de música germano-americana. «¡Qué augurio para el
futuro de Prusia!», se maravilla. «Su sencilla presencia teutónica parecía un
presagio.» (No podía saber en qué medida iba a serlo.) En París en 1872, «tras
un ajetreado, polvoriento y agotador día en las calles, mirando ruinas
carbonizadas y encontrando en todas las cosas una vago regusto a pólvora»,
asiste a una comedia de Molière en el Théâtre Français. El esplendor de la
actuación le induce a sentir «una especie de lánguido éxtasis de contemplación
y maravilla —maravilla de que la tierna flor de la poesía y el arte florezca de
nuevo sobre prendas de ropa manchadas de sangre y tumbas recién cavadas». (Está
aludiendo, por descontado, a la brutal represión de la Comuna de París el año
antes.) Pero en estos ensayos no estamos en un concienzudo viaje de
investigación. No estamos sin blanca en París y Londres. No, estamos
cómodamente retirados en Saratoga y Venecia (y en París y Londres también).
Viajamos por placer, y placer es lo que James nos proporciona; placer en los
lugares a los que nos lleva y, sobre todo, placer en su compañía.
Viajar con James en estas páginas
es tomarse unas apacibles vacaciones con un compañero totalmente avezado,
sumamente culto e inteligente en extremo. Nuestro guía es un observador curioso
no solo de paisajes, calles y catedrales sino también de cuadros, obras
teatrales y las características —nacionales, sociales e individuales— de las
personas que encontramos a su lado. Este es un libro para ser leído despacio, a
fin de asimilar mejor sus vistas y sonidos, sus perspicacias y reflexiones; un libro
de paseos a pie y, de vez en cuando, esporádicos trayectos en coche de
caballos, con el chacoloteo de los cascos en los adoquines. Palabra a palabra,
locución a locución, las largas frases de James, deliberadamente serpenteantes,
bellamente detalladas, le guiarán al tomar las curvas de una carretera rural,
al subir la escalinata de un castillo desmoronado y al entrar en el silencio de
una posada rústica o en el bullicio de un gran hotel. Siga el consejo de su
compañero de viaje:
Ir en busca de cualquier objeto
con el que uno ha soñado más o menos tiernamente; encontrar tu camino;
acercarse con sigilo; ver por fin, sea iglesia o castillo, las cúspides de las
torres asomar sobre olmos o hayas; seguir adelante con prisa y aparecer, y
detenerse, e inhalar esa primera bocanada de aire que es el acuerdo mutuo entre
tantas sensaciones; este es un placer concedido al turista incluso después de
que el gran resplandor de la fotografía haya disipado tantos dulces misterios
del arte de viajar.
De modo que haga el equipaje, y
no olvide su reloj de bolsillo, su sombrero o gorra de cazador ni sus pasajes
para la travesía. Aquí tiene su Baedeker. Bon
voyage!