Prólogo
Julio
Travieso Serrano
Hacia
1956, Alejo Carpentier es ya un escritor de renombre en las letras
latinoamericanas con una conocida obra literaria. En 1949 ha publicado, en
México, El reino de este mundo,
importante novela, tanto por ella misma como por el prólogo que la acompaña, en
el cual explica su concepción de lo que él llamó lo real maravilloso americano.
Luego, en 1953, edita, también en México, otra obra fundacional de la
novelística latinoamericana: Los pasos
perdidos.
Ambas
obras (unidas a dos relatos publicados anteriormente, “Viaje a la semilla”, en
1944 y “Semejante a la noche”, en 1946) transitan por los caminos de lo real
maravilloso. Mientras los recorren, se adentran en el frondoso bosque de lo
barroco, de lo fastuoso americano que, en palabras de otro gran escritor
cubano, José Lezama Lima, es una “manera del saboreo y del tratamiento de los
manjares que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso”.
En
aquellos años, quizá los más importantes de su creación intelectual,
Carpentier, viajero incansable, radica en Caracas, no entregado precisamente a
la literatura, sino al periodismo y a actividades publicitarias, porque la
literatura, por lo menos en estas tierras, nunca ha dado para vivir enteramente
de ella, a no ser que te llames García Márquez o Isabel Allende. En esos
tiempos el cubano, con todo y sus buenas novelas anteriores, era sólo Alejo
Carpentier Valmont, hijo de un emigrado francés y una emigrada rusa que se
habían asentado en la gran isla del Caribe, y no don Alejo Carpentier, Premio Cervantes de las letras, unos cuantos
premios internacionales más, y posible candidato al Nobel, que finalmente no le
otorgaron con toda injusticia, al igual que no se lo dieron a Rulfo.
Antes
de Caracas ha vivido en su ciudad natal, La Habana, y antes en París y ha
estado en España, Haití y en otras muchas partes, lo que, unido a su gran
cultura, le da a su literatura, independientemente de los temas
latinoamericanos, un marcado carácter cosmopolita que se refleja en sus
referencias y en sus entornos.
Con
ese bagaje a cuestas, Carpentier publica, en 1956, El acoso, un año después que Rulfo su Pedro Páramo, y casi al mismo tiempo que Guimaraes Rosa nos
entregara Gran Sertón Veredas, otra
de las grandes obras de las letras iberoamericanas.
El acoso, novela muy diferente a las suyas anteriores,
rompe con una de las reglas de oro del éxito comercial: “No te apartes de lo
que ya ha gustado”. Por supuesto, Carpentier no era un mercachifle ni un
comerciante, sino todo un señor intelectual que se respetaba a sí mismo, a su
obra, a la literatura, y no creía en reglas comerciales. Por desgracia, en la
actualidad, muchos no son como él y, día tras día, nos abruman con sus mismos
temas de siempre, trillados y más que trillados, en el más puro estilo de Corín
Tellado.
Con
frecuencia se ha escrito sobre el hecho de que El acoso mantiene la estructura de una sonata. El propio Carpentier
se encargó de reafirmarlo al decir en una entrevista: “Mi novela El acoso está construida en forma de
sonata, sobre tres temas iniciales (dos masculinos y uno femenino) con
variaciones centrales y una coda. Y, para más, el relato entero cabe en el
tiempo exacto que dura una correcta interpretación de la Sinfonía heroica de Beethoven”.
Lo
anterior es cierto, pero a nuestro entender, no es lo más relevante de esta
obra que, comparada con sus hermanas El
reino de este mundo, Los pasos perdidos y El siglo de las luces, ha quedado un tanto relegada. No hay que
olvidar que la mayoría de los lectores de literatura no está formada de
musicólogos y, por tanto, se les hace indiferente si una obra guarda relación o
no con determinada forma musical.
Como
señala Sergio Chaple, un conocido investigador cubano:
Lo
expresado por Carpentier nos parece inobjetable (…) pero pretender de ahí
establecer una correlación exacta entre estos lenguajes en la dirección de los
trabajos mencionados al ocuparnos de la vertiente crítica que estudia la obra
en sus relaciones musicales, lo creemos poco productivo del análisis
propiamente literario.
Lo
primero que salta a la vista en El acoso
es la ausencia de lo real maravilloso, tan magistralmente presentado en sus
producciones anteriores. Nada hay aquí de prodigios y portentos, de manos
sumergidas en aceite hirviente que no sufren quemaduras, de misteriosos caminos
en la selva, de Adelantados, Conquistadores, y viejos que retornan a la niñez,
guerreros que completan un ciclo histórico, ni un discurrir circular del tiempo,
en búsqueda de la libertad y la evasión, como en El reino de este mundo, Los pasos perdidos, “Viaje a la semilla” y
“Semejante a la noche”.
Aquí
no encontramos personajes que se muevan en un mundo maravilloso, sino en un
escenario muy real: La Habana de los años 40.
Probablemente
El acoso sea la novela más complicada
de Carpentier desde el punto de vista de la técnica literaria utilizada, con
sus monólogos interiores, sus frecuentes y repentinos cambios de puntos de
vista, su estructura composicional, que pueden confundirnos. No espere el
lector una lectura sencilla. “Rompecabezas de trebejos cuidadosamente
mezclados”, le llamó Enrique Anderson Imbert.
Estamos
frente a una obra de innovaciones formales para su tiempo, que nos obligará,
una y otra vez, a releer lo leído para no perder las pistas de la narración,
como sucede en las buenas novelas policiacas. Y es que El acoso nos pudiera recordar, a veces, por el tema, una novela
policiaca, con esa caza de un hombre, del cual no sabemos mucho, sentenciado a
muerte. Esa muerte tan cara para algunos autores de lo policiaco.
Pero,
por su estilo, su composición, nada más lejano de lo policiaco que esta novela,
en la cual una constante es el lenguaje barroco y, ya lo sabemos, barroquismo y
lenguaje detectivesco no van de la mano.
Si
en El acoso no hallamos lo real
maravilloso, es aquí donde quizá el barroco se hace más presente dentro de la
obra carpenteriana, ese barroco exuberante, estallido magnificente en las
descripciones internas y externas, y en los estados de ánimo de los personajes.
Éstos,
también a diferencia de sus otras novelas (recordemos El siglo de las luces o Los pasos perdidos) son sólo unos pocos,
fundamentalmente tres: un ex revolucionario, un espectador fortuito y una
prostituta.
Trama
sencilla en su esencia y complicadísima en su tratamiento es la de El acoso, en la que un joven
revolucionario, cuyo nombre no conocemos, milita en un partido político (no
nombrado en la obra, pero, con seguridad, comunista), lo abandona por no
confiar en sus métodos de lucha, se une a grupos que esgrimen la violencia
rápida, como método de lucha, con quienes participa en actos que hoy en día
llamaríamos de terror, a los que también abandona para unirse a bandas de
matones, cuya finalidad es el ajuste de cuentas y el crimen por encargo. Y en
ese peligrosísimo camino, él resulta víctima de su propio juego mortal y se
convierte en el acosado.
Al
final, ya condenado, redescubre a Dios en el que cree, ante quien reconoce sus
crímenes, y solicita protección. Dios al cual el ex revolucionario llega a
través de una de las múltiples pruebas de su existencia, la causal.
El
narrador de la novela, refiriéndose al
acosado, nos dice:
La
portentosa novedad era Dios. Dios, que se le había revelado en el tabaco
encendido por la vieja, la víspera de su enfermedad (…) La mano traía, al sacar
la lumbre, un fuego venido de lo muy remoto, fuego anterior a la materia (…)
Pero si ese fuego presente era una finalidad en sí, necesitaba de una acción
ulterior para alcanzarla. Y esa acción, de otra y de otras anteriores, que no
podían derivar sino de una Voluntad Inicial.
Muchos
siglos antes, Santo Tomás nos había dicho: “Todo lo que se mueve es movido por
otro (…) Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea
movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios”.
Sin
embargo, ya es tarde y no habrá tiempo ni oportunidad para la redención de el acosado.
En
resumen, la creencia en una ideología (forma embozada de la fe), el
descreimiento, el pecado, otra vez la fe, el castigo. Algo común y corriente,
como la vida misma, pero que Carpentier eleva a grandes planos gracias a su
maestría de gran escritor. Ese es, precisamente, uno de los mayores méritos de
esta obra, replantear un problema tan viejo de la civilización y obligar al
lector a interrogarse sobre normas de conducta y el sistema de valores de los
seres humanos.
Al
leer El acoso me acuerdo de una
pequeña obra maestra, “Tema del traidor y del héroe”, de otro inmenso escritor,
tan admirado por todos: Jorge Luis Borges. Por supuesto, ambos relatos se
hallan muy lejos entre sí. Éste es brevísimo y se desarrolla en la Irlanda del
siglo XIX; aquél es una novela y tiene como escenario La Habana de 1940. Y sin
embargo, en los dos aparece el mismo tema recurrente: la traición, el crimen,
el castigo, al igual que estos últimos aparecen en Dostoyevski, a través de un
Raskólnikov, asesino de la vieja usurera Aliona Ivánovna.
¿Por
qué descree un hombre, por qué traiciona? Infinitos son los caminos que
conducen a Roma y muchas las razones por las cuales alguien se envilece, en
especial en épocas convulsas y de confusión, como las que vivió Cuba en los
años en los cuales se desarrolla la trama de El acoso.
¿Es
justificable la traición? Ciertamente que no, al igual que no es justificable
el crimen. Y, sin embargo, ¿cuál debe de ser el castigo? ¿El último, el más
fuerte? ¿Debe de ser un hombre acosado hasta la muerte, o puede redimirse?
La
vieja sentencia bíblica proclama: “ojo por ojo y diente por diente”. Cristo,
sin embargo, vino para redimir.
Muchas
son las respuestas que salen del marco de una obra de ficción y caen dentro del
terreno de la especulación filosófica y ética.
Cabe
preguntarse por qué Carpentier escribió una novela así, tan lejana de sus otras
novelas y relatos históricos. ¿Quizá quiso darnos el retrato del antihéroe?
Pregunta difícil que sólo el autor podría responder. Según Umberto Eco, el
autor no debe facilitar interpretaciones de su obra. El texto debe hablar por
sí mismo, al margen de su creador.
El
escritor cubano no es el italiano y, refiriéndose a El acoso, nos da algunas pistas, en particular de carácter
histórico. En una entrevista de 1963, nos explica:
Es
un reflejo de la época en que yo era estudiante en la Universidad, en que viví
mis primeras luchas políticas. Era una época en que los estudiantes (…) tenían
ideas políticas avanzadas y estaban descontentos con el régimen de entonces (…)
la famosa tiranía de Machado (…) esos estudiantes derrocharon heroísmo y
algunos dieron su vida en esa lucha, pero tenían un defecto: y era el heroísmo
por el heroísmo, era la indignación, era la rebelión por la rebelión. (…) Por
esta razón El acoso es quizá mi único
libro, creo, que puede parecer pesimista, algo desesperado porque es la
historia de un esfuerzo inútil.
También
por otras declaraciones suyas y por investigaciones realizadas se sabe que un
hecho, semejante al relatado en El acoso,
sucedió en La Habana y Carpentier tuvo conocimiento de él.
Aquél
era su mundo, el mundo de las primeras rebeliones estudiantiles y de la lucha,
frustrada a la larga, contra una dictadura, una de las tantas que han tenido
lugar en nuestra América Latina. En el caso de Cuba, tal lucha devino más
tarde, a la caída del dictador, pelea entre grupos por el reparto del botín y
el encumbramiento políticos.
Ese
proceso, convertido en argumento particular de El acoso, deja un sabor amargo en la boca, como si nos recordara el
esfuerzo inútil de Sísifo. La frustración de lo que pudo ser y no fue. No en
balde, Carpentier consideró que la obra podía parecer pesimista.
Más
allá de lo histórico circunstancial, El
acoso se nos revela como libro de reflexión, donde la aventura ocupa un
segundo plano.
Carpentier
es autor que obliga a sus lectores a pensar y reflexionar. El destino del ser
humano, la repetición de sus ciclos vitales, la búsqueda de libertad, el libre
albedrío, fueron cuestiones inseparables de su discurso narrativo a las cuales
une, en El acoso, el tema del crimen
y el castigo. Esa constante reflexión, sumada a una colosal capacidad para fabular
y darnos tramas apasionantes, llenas de peripecias, y a un manejo exquisito del
lenguaje, explica la excelencia de sus obras y su atracción en el lector, aquel
lector que no va en busca de conflictos del corazón y combates de kung fu.
No
es necesario repetir que la música constituye una constante en la literatura de
Carpentier, que era un excelente musicólogo. Como escribimos más arriba, él
mismo afirma que la novela está construida con la estructura de una sonata. El acoso es la obra donde la influencia
musical se hace más fuerte y palpable.
Finalmente,
y no por ello menos importante, El acoso
es (si exceptuamos la fallida, según Carpentier, Écue-Yamba-Ó) su primera novela de tema urbano en La Habana del
siglo XX.
La
Habana, la ciudad soñada por muchos, cantada por otros, amada por todos, la
Perla del Caribe. A pesar de sus prolongadas estancias en París (1928-1939,
1966-1980) y Caracas (1945-1959), Carpentier amó intensamente su ciudad natal,
maravillosamente descrita por él en sus artículos y en su ensayo “La ciudad de
las columnas”.
Pero,
a diferencia de lo que otros hicieron, antes y después de él, en El acoso no intenta recrear la ciudad en
su belleza tropical, de cielo y mar, en sus noches de fiesta, en su rumbosa
alegría o en sus ocultos ritos afrocubanos. Nada hay que recuerde a Tres tristes tigres, Nuestro hombre en La
Habana, o una bella joyita de la literatura sobre la capital cubana como Nostalgia de Troya, obras, por supuesto,
muy diferentes en todo al estilo carpenteriano y a El acoso.
La
ciudad que recrea Carpentier es una ciudad casi desierta, en la cual los
personajes se mueven en un área restringida, a veces de difícil localización y
en un marco temporal también restringido.
Y,
sin embargo, ahí está La Habana, con sus mansiones de tan diferentes estilos,
sus comercios, iglesias, fuentes.
Para
que todo ese escenario aparezca en su totalidad habrá que aguardar muchos años,
hasta 1978, por La consagración de la
primavera, pero allí ya habrá una historia totalmente diferente a la
narrada en El acoso. En ésta
encontraremos la opaca tristeza de los perdedores, en aquella la desbordante
alegría de los ganadores.
¿Cuál
es y será la jerarquía de El acoso
dentro de la rica obra carpenteriana? Pregunta quizá ociosa y de difícil
respuesta. Si nos hiciéramos una pregunta similar en relación con Cervantes, la
contesta es más que conocida. En cambio, si habláramos de Shakespeare las dudas
aflorarían: ¿Macbeth, Hamlet, Otelo, El
rey Lear? Lo mismo pudiera suceder al referirnos a autores de nuestro
continente si pensamos en Gallegos, Borges, Arlt, Fuentes, Vargas Llosa. Cada
lector, cada crítico, tendrá su respuesta.
Personalmente
no me gustan tales comparaciones entre las obras de un autor. A cada una la
disfruto (o no la disfruto) dentro de su momento y contexto. En todo caso, se
pudiera afirmar que unas son más conocidas que otras, pero no siempre la fama
es sinónimo de calidad. Y lo que hoy se considera como muy valioso, mañana
podrá ser desdeñado por absurdo e incongruente. De todas maneras, si tuviera que
dar una opinión diría que El acoso,
aunque sea una de las menos conocidas, se halla entre las obras mayores de
Carpentier, lo cual, dada la calidad de todas ellas, es un gran elogio. Le
corresponde ahora al lector de esta nueva edición corroborar la justeza de mi
afirmación.
***
(Fragmento).
I
Sinfonia Eroica, composta perfesteggiare il
souvvenire di un grand’Uomo, e dedicata a Sua Altezza Serenissima il Principe
di Lobkountz, da Luigi van Beethoven, op. 53, N° III delle Sinfonie… Y fue el portazo que le quebró, en un sobresalto,
el pueril orgullo de haber entendido aquel texto. Luego de barrerle la cabeza,
los flecos de la cortina roja volvieron a su lugar, doblando varias páginas al
libro. Sacado de su lectura, asoció ideas de sordera —el Sordo, las inútiles
cornetas acústicas…— a la sensación de percibir nuevamente el alboroto que lo
rodeaba. Sorprendidos por el turbión, los espectadores dispersos en la gran
escalinata regresaban al vestíbulo, riendo y empujando a los hacinados que se
llamaban a veces por entre los hombros desnudos, rodeados de una lluvia que
demoraba en el acunado de los toldos para volcarse, como a baldazos, sobre
peldaños de granito. A pesar de que estuviese sonando la segunda llamada,
permanecían todos allí, enracimados, por respirar el olor a mojado, a verde de
álamos, a gramas regadas, que refrescaba los rostros sudorosos, mezclándose con
alientos de tierra y de cortezas cuyas resquebrajaduras se cerraban al cabo de
larga sequía. Después del sofocante anochecer, los cuerpos estaban como
relajados, compartiendo el alivio de las plantas abiertas entre las pérgolas
del parque. Las platabandas, orladas de bojes, despedían vahos de campo recién
arado. “El tiempo está bueno para lo que yo sé”, murmuró alguno, mirando a la
mujer que se adosaba a la reja de la contaduría, de perfil oculto por el pelaje
de un zorro, y que no parecía considerar como hombre a quien estaba detrás, ya
que acababa de desceñirse de la molestia de una prenda muy íntima —no le
importaba, evidentemente, que él la viera— con gesto preciso y desenfadado.
“Detrás de una reja como los monos”, decían los acomodadores en burla de aquel
taquillera distinto a todos los demás taquilleras, que permanecía hasta el
final de los conciertos, cuando le estaba permitido marcharse después del
arqueo de las diez —aunque el Reglamento especificara: “Media hora antes de la
terminación del espectáculo”—. Quiso humillar a la del zorro, haciéndole
comprender que la había visto, y, con mañas de contador, hizo correr un puñado
de monedas sobre el angosto mármol del despacho. La otra, asomando el perfil,
le miró las manos suspendidas sobre dineros —nunca le miraban sino las manos— y
volvió a hacer el gesto. Tal impudor era prueba de su inexistencia para las
mujeres que llenaban aquel vestíbulo tratando de permanecer donde un espejo les
devolviera la imagen de sus peinados y atuendos. Las pieles, llevadas por tal
calor, ponían alguna humedad en los cuellos y los escotes, y, para aliviarse de
su peso, las dejaban resbalar, colgándoselas de codo a codo como espesos festones
de venatería. La mirada huyó de lo cercano inalcanzable. Más allá de las
carnes, era el parque de columnas abandonadas al chaparrón y, más allá del
parque, detrás de los portales en sombras, la casona del Mirador —antaño
casa-quinta rodeada de pinos y cipreses, ahora flanqueada por el feo edificio
moderno donde él vivía, debajo de las últimas chimeneas, en el cuarto de
criadas cuyo tragaluz se pintaba, como una geometría más, entre los rombos,
círculos y triángulos de una decoración abstracta—. En la mansión, cuya materia
vieja, desconchada sobre vasos y balaustres, conservaba al menos el prestigio
de un estilo, debía estarse velando a un muerto, pues la azotea, siempre
desierta por demasiado sol o demasiada noche, se había visto abejeada de sombras
hasta el retumbo del primer trueno. Contemplaba con ternura, desde abajo, aquel
piso destartalado, caído en descuido de pobres, tan semejante a las mal
alumbradas viviendas de su pueblo, donde el encenderse de las velas por una
muerte, entre paredes descascaradas y jaulas envueltas en manteles, equivalía a
una suntuaria iluminación de tabernáculo, en medio de muebles cuya pobreza se
acrecía, junto al relumbrante enchapado de los candelabros. Por una velada se
tenían pompas, bajo el tejado de los goterones, con presencias de la plata y
del bronce, solemnidad de dignatarios enlutados, y altas luces que demasiado
mostraban, a veces, las telarañas tejidas entre las vigas o las pardas arenas
de la carcoma. (Luego, los que, como él, estaban estudiando algún instrumento,
tenían que explicar al vecindario que el repaso de los ejercicios no
significaba una trasgresión del luto, y que el aprendizaje de la “música
clásica” era compatible con el dolor sentido por la muerte de un pariente…) En aquellos días oculta a los hombres su
enfermedad; vive a solas con sus demonios: el amor herido, la esperanza y el
dolor. Si estaba ahí, trepado en el taburete, adosado a la cortina de
damasco raído, en aquella contaduría del ancho de una gaveta, era por alcanzar
el entendimiento de lo grande, por admirar lo que otros cercaban con puertas
negadas a su pobreza. Esa conciencia le devolvía su orgullo frente a las
espaldas muelles, como presionadas por pulgares en los omóplatos, que la mujer
apoyaba, bajado el zorro, en los delgados barrotes, tan al alcance de su mano. “El valor que me poseía a menudo, en los
días del estío, ha desaparecido”, escribe en el Testamento. Y es el frío de la
fosa y el olor de la Nada. En la casa perdida de Neiligenstadt, en esos días
sin luz, Beethoven aúlla a muerte… Había vuelto a la lectura del libro, sin
pensar más en los que rebrillaban por sus joyas y almidones, yendo de los
espejos a las columnas, de la escalinata a las liras y sistros del grupo
escultórico, en aquel intermedio demasiado prolongado por el Maestro, que
todavía hacía repasar a los cornos el Trío del Scherzo, levantando sonatas de montería en los trasfondos del
escenario. “Detrás de una reja como los monos.” Pero él, al menos, sabía cómo
el Sordo, un día, luego de romper el busto de un Poderoso, le había clamado a
la cara: “¡Príncipe: lo que sois, lo sois
por la casualidad del nacimiento; pero lo que soy, lo soy por mí!” Si hacía
tal oficio, en las noches, era por llegar a donde jamás llegarían los
alhajados, los adornados, que nunca le miraban sino las manos movidas sobre el
mármol del despacho. La mujer se apartó de la reja, de pronto, volviendo a
subirse la piel. Alzando el vocerío de los últimos diálogos, todos se
apresuraban, ahora, en volver a la sala cuyas luces se iban apagando desde arriba.
Los músicos entraban en la escena, levantando sus instrumentos dejados en las
sillas; iban a sus altos sitiales los trombones, erguíanse los fagotes en el
centro de las afinaciones dominadas por un trino agudo; los oboes, probadas sus
lengüetas con mohines golosos, demoraban en pastoriles calderones. Se cerraban
las puertas, menos la que quedaría entornada hasta el primer gesto del
director, para que los morosos pudieran entrar de puntillas. En aquel instante,
una ambulancia que llegaba a todo rodar pasó frente al edificio, ladeándose en
un frenazo brutal. “Una localidad”, dijo una voz presurosa. “Cualquiera”,
añadió impaciente, mientras los dedos deslizaban un billete por entre los
barrotes de la taquilla. Viendo que los talonarios estaban guardados y que se
buscaban llaves para sacarlos, el hombre se hundió en la oscuridad del teatro,
sin esperar más. Pero ahora llegaban otros dos, que ni siquiera se acercaron a
la contaduría. Y como se cerraba la última puerta, corrieron adentro,
perdiéndose entre los espectadores que buscaban sus asientos en la platea.
“¡Eh!”, gritó el de las rejas. “¡Eh!” Pero su voz fue ahogada por un ruido de
aplausos. Frente a él quedaba un billete nuevo, arrojado por el impaciente.
Debía tratarse de un gran aficionado, aunque no tuviera cara de extranjero, ya
que la audición de una Sinfonía, ejecutada en fin de concierto, le había
merecido un precio que era cinco veces el de la butaca más cara. De ropas muy
arrugadas, sin embargo: como de gente que piensa; un intelectual, un compositor,
tal vez. Pero el hombre que agoniza oye,
de repente, una respuesta a su imploración. Desde el fondo de los bosques que
lo rodean, donde duerme, bajo la lluvia de octubre, la futura Pastoral,
responde a la llamada del Testamento, el sonido de las trompas de la Eroica…
Aquel dinero parecía hincharse en la mano que le latía. Un puente apartaba las
rejas, atravesaba las paredes, se alargaba hacia la que esperaba —no podía
pensarla sino esperando— en la
penumbra de su comedor adornado de platos, con aquel perezoso gesto, muy suyo,
que le llevaba de las sienes a los pechos, de las corvas a la nuca —y lo dejaba
descansar luego en el regazo— el abanico que tenía alientos de sándalo en la
armadura de los calados. La mujer del entreacto, con su gesto; el pelaje fosco
sobre la piel sudorosa; los hombros que se repartían, a tanteos, el frescor de
los barrotes de metal, lo habían enervado. Pero aún podía volver el espectador
presuroso a reclamar su parte de lo arrojado al mármol con largueza de gran
señor —la Biografía, de páginas abiertas, le había enseñado, por lo demás, a
desconfiar de Príncipes y Grandes Señores—. Un gesto resignado, muy distinto
del que debió ser gesto de júbilo al cabo de la larga preparación, de la
ansiosa espera, apartó la cortina de damasco que lo separaba de la sala, donde
el silencio había inmovilizado a los músicos en posición de ataque. Sinfonia Eroica composta per festeggiare il
souvvenire di un grand’Uomo. Sonaron dos acordes secos y cantaron los
violoncellos un tema de trompa, bajo el estremecimiento de los trémolos. Hay tres estados de este principio en los
apuntes coleccionados por Nottebohem, decía el libro. Pero el libro quedó
cerrado de un manotazo. El lector husmeaba el olor a tierra, a hojas, a humus,
que entraba en el desierto vestíbulo, recordándole los traspatios de su pueblo,
después de la lluvia, cuando las bateas apretaban las duelas bajo el regodeo de
los patos que se holgaban en el agua turbia. Así también olía —luego de los
chubascos del verano— el cobertizo de los trastos, donde, subido en una
incubadora inservible, mirando por el hoyo de un ladrillo caído, había
contemplado tantas veces el baño de la Viuda, endurecida en lutos de nunca
acabar, cuyo cuerpo era tan liso aún, bajo la enjabonadura que le demoraba en
el vientre y se le escurría lentamente, en espumas, a lo largo de los muslos,
hacia las piernas que se tornaban de vieja, repentinamente, al bajar de las
rodillas. Él había conocido el secreto de ese pecho terso, de ese talle
arqueado, como hecho todavía para brazos de hombre, entre una voz regañona y
acida, cansada de dar clases a los niños del vecindario, y unos tobillos
descarnados por el siempre andar en lo mismo. Ahora, el recuerdo de quien le
hubiera enseñado el solfeo no hacía tanto tiempo, mientras él, midiendo el
compás, le detallaba lo oculto bajo telas vueltas a ser teñidas de negro, se
añadía a las incitaciones de la noche, acabando de vencer sus escrúpulos.
Nadie, aquí, podría jactarse de haberse acercado a la Sinfonía con mayor
devoción que él, al cabo de semanas de estudio, partitura en mano, ante los
discos viejos que todavía sonaban bien. Aquel director de reciente celebridad
no podía dirigirla mejor que el insigne especialista de sus placas —el mismo
que había conocido, entonces estudiante, ella nonagenaria, a una corista del
estreno de la Novena—. Podía
arrogarse la facultad de no escuchar lo que sonaba en aquel concierto, sin
faltar a la memoria del Genio. “Letra E”,
dijo, al advertir que se alzaba una tenue frase de flautas y primeros violines.
Y bajó la escalinata a todo correr, salpicado por una lluvia que rebotaba en el
pesado herraje de los faroles. Hasta el lanudo hedor de su ropa mojada se le
hacía deleitoso, íntimo, cómplice, de pronto, por sentirse poseedor de aquel
billete que lo haría dueño de la casa sin relojes —de puertas cerradas, aunque
tocaran y llamaran— por una noche entera. Y luego del despertar juntos, oyendo
el alboroto de los canarios, sería el último retozo en la cocina; la lumbre
prendida bajo los jarros del desayuno con el abanico oloroso a sándalo, y el
sabor de las galletas que deslizaban al alba por la boca del buzón —donde las
guardaba calientes el sol que daba a la casa de enfrente, por sobre la India
empenachada de la panadería.
(…ese
latido, que me abre a codazos; ese vientre en borbollones, ese corazón que se
me suspende, arriba, traspasándome con una aguja fría; golpes sordos que me
suben del centro y descargan en las sienes, en los brazos, en los muslos;
aspiro a espasmos; no basta la boca, no basta la nariz; el aire me viene a
sorbos cortos, me llena, se queda, me ahoga, para irse luego a bocanadas secas,
dejándome apretado, plegado, vacío, y es luego el subir de los huesos, el
rechinar, el tranco; quedar encima de mí, como colgado de mí mismo, hasta que
el corazón, de un vuelco helado, me suelte los costillares para pegarme de
frente, abajo del pecho; dominar este sollozo en seco; respirar luego,
pensándolo; apretar sobre el aire quedado; abrir a lo alto; apretar ahora; más
lento: uno, dos, uno, dos, uno, dos… Vuelve el martilleo; lato hacia los
costados; hacia abajo, por todas las venas; golpeo lo que me sostiene; late
conmigo el suelo; late el espaldar, late el asiento, dando un empellón sordo
con cada latido; el latido debe sentirse en la fila entera; pronto me mirará la
mujer de al lado, recogiendo su zorro; me mirará el hombre de más allá; me
mirarán todos; de nuevo el pecho en suspenso; arrojar esta bocanada que me
hincha las mejillas, que está detenida. Alcanzado en la nuca, se vuelve el que
tengo delante; me mira; mira el sudor que me cae del pelo; he llamado la
atención: me mirarán todos; hay un estruendo en el escenario, y todos atienden
al estruendo. No mirar ese cuello: tiene marcas de acné; había de estar ahí,
precisamente —único en toda la platea—, para poner tan cerca lo que no debe
mirarse, lo que puede ser un Signo; lo que los ojos tratarán de esquivar,
pasando más arriba, más abajo, para acabar de marearse; apretar los dientes,
apretar los puños, aquietar el vientre —aquietar el vientre—, para detener ese
correrse de las entrañas, ese quebrarse de los riñones, que me pasa el sudor al
pecho; una hincada y otra; un embate y otro; apretarme sobre mi mismo, sobre
los desprendimientos de dentro, sobre lo que me rebosa, bulle, me horada;
contraerme sobre lo que taladra y quema en esta inmovilidad a que estoy
condenado, aquí, donde mi cabeza debe permanecer al nivel de las demás cabezas;
creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, y en
Jesucristo su único hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra del
Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio
Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos, y al
tercer día resucitó de entre los muertos… No podré luchar mucho más; tiemblo de
calor y de frío; agarrado de mis muñecas, las siento palpitar como las aves
desnucadas que arrojan al suelo de las cocinas; cruzar las piernas; peor, es
como si el muslo alto se derramara en mi vientre; todo se desploma, se
revuelve, hierve, en espumarajos que me recorren, me caen por los flancos, se
me atraviesan, de cadera a cadera; borborigmos que oirán los otros,
volviéndose, cuando la orquesta toque más quedo; creo en Dios Padre
Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra; creo, creo, creo. Algo se
aplaca, de pronto. “Estoy mejor; estoy mejor; estoy mejor”; dicen que
repitiéndolo mucho, hasta convencerse… Lo que bullía parece aquietarse,
remontarse, detenerse en alguna parte; debe ser efecto de esta posición;
conservarla, no moverse, cruzar los brazos; la mujer hace un gesto de
impaciencia, poniendo el zorro en barrera; su cartera resbala y cae; todos se
vuelven; ella no se inclina a recogerla; creen que soy yo el del ruido; me
miran los de delante; me miran los de detrás; me ven amarillo, sin duda, de
pómulos hundidos; la barba me ha crecido en estas últimas horas; me hinca las
palmas de las manos; les parezco extraño, con estos hombros mojados por el
sudor que vuelve a caerme del pelo, despacio, rodando por mis mejillas, por mi
nariz; mi ropa, además, no es de andar entre tantos lujos: “Salga de aquí”, me
dirán, “está enfermo, huele mal”; hay otro gran estrépito en el escenario;
todos vuelven a atender al estrépito… Debo vigilar mi inmovilidad; poner toda
mi fuerza en no moverme; no llamar la atención; no llamar la atención, por
Dios; estoy rodeado de gente, protegido por los cuerpos, oculto entre los
cuerpos; de cuerpo confundido con muchos cuerpos; hay que permanecer en medio
de los cuerpos; después, salir con ellos, lentamente, por la puerta de más
gente; el programa sobre la cara, como un miope que lo estuviera leyendo; mejor
si hay muchas mujeres; ser rodeado, circundado, envuelto… ¡Oh!, esos
instrumentos que me golpean las entrañas, ahora que estoy mejor; aquel que pega
sobre sus calderos, pegándome, cada vez, en medio del pecho; esos de arriba,
que tanto suenan hacia mí, con esas voces que les salen de hoyos negros; esos
violines que parecen aserrar las cuerdas, desgarrando, rechinando en mis
nervios; esto crece, crece, haciéndome daño; suenan dos mazazos; otro más y
gritaría; pero todo terminó; ahora hay que aplaudir… Todos se vuelven, me
miran, sisean, llevándose el índice a los labios; sólo yo he aplaudido; sólo
yo; de todas partes me miran; de los balcones, de los palcos; el teatro entero
parece volcarse sobre mí. “¡Estúpido!” La mujer del zorro también dice
“estúpido” al hombre de más allá; todos repiten: “estúpido, estúpido,
estúpido”; todos hablan de mí; todos me señalan con el dedo; siento esos dedos
clavados en mi nuca, en mis espaldas; yo no sabía que aplaudir aquí estaba
prohibido; llamarán al acomodador: “Sáquelo de aquí; está enfermo, huele mal;
mire cómo suda”… La orquesta vuelve a tocar; algo grave, triste, lento. Y es la
extraña, sorprendente, inexplicable sensación de conocer eso que están tocando. No comprendo cómo puedo conocerlo; nunca he
escuchado una orquesta de éstas, ni entiendo de músicas que se escuchan así
—como aquel, de los ojos cerrados; como aquellos, de las manos cogidas— como si
se estuviera en algo sagrado; pero casi podría tararear esa melodía que ahora
se levanta, y marcar el compás de ese detenerse y adelantar un pie y otro pie,
lentamente, como si fuera caminando, y entrar en algo donde domina aquel canto
de sonido ácido, y luego la flauta, y después esos golpes tan fuertes, como si
todo hubiera acabado para volver a empezar. “¡Qué bella es esta marcha
fúnebre!”, dice la mujer del zorro al hombre de más allá. Nada sé de marchas
fúnebres; ni puede ser bella ni agradable una marcha fúnebre; tal vez haya oído
alguna, allá, cerca de la sastrería cuando enterraron al negro veterano y la
banda escoltaba el armón de artillería, con el tambor mayor andando de
espaldas: ¿y se visten, se adornan, sacan sus joyas, para venir a escuchar
marchas fúnebres?… Pero ahora recuerdo; sí, recuerdo; recuerdo. Durante días he
escuchado esta marcha fúnebre, sin saber que era una marcha fúnebre; durante
días y días la he tenido al lado, envolviéndome, sonando en mi sueño, poblando
mis vigilias, contemplando mis terrores; durante días y días ha volado sobre
mí, como sombra de mala sombra, actuando en el aire que respiraba, pesando
sobre mi cuerpo cuando me desplomaba al pie del muro, vomitando el agua bebida.
No pudo ser una casualidad; estaba eso
en la casa de al lado, porque Dios quiso que así fuera; no eran manos de
hombre, las que ponían ahí, tan cerca, esa música de cortejo al paso, de
tambores sordos, de figuras veladas; era Dios en lo después, como en la leña sin prender está el fuego antes de ser el
fuego; Dios, que no perdonaba, que no quería mis plegarias, que me volvía las
espaldas cuando en mi boca sonaban las palabras aprendidas en el libro de la
Cruz de Calatrava; Dios, que me arrojó a la calle y puso a ladrar un perro
entre los escombros; Dios, que puso aquí, tan cerca de mi rostro, el cuello con
las horribles marcas; el cuello que no debe mirarse. Y ahora se encarna en los
instrumentos que me obligó a escuchar, esta noche, conducido por los truenos de
su Ira. Comparezco ante el Señor manifiesto en un canto, como pudo estarlo en la
zarza ardiente: como lo vislumbré, alumbrado, deslumbrado, en aquella brasa que
la vieja elevaba a su cara. Sé ahora que nunca ofensor alguno pudo ser más
observado, mejor puesto en el fiel de la Divina Mira, que quien cayó en el
encierro, en la suprema trampa —traído por la inexorable Voluntad a donde un
lenguaje sin palabras acaba de revelarle el sentido expiatorio de los últimos
tiempos—. Repartidos están los papeles en este Teatro, y el desenlace está ya
establecido en el después —hoc erat in
votis!—, como está la ceniza en la leña por prender… No mirar ese cuello;
no mirarlo; fijar la vista en un punto del piso; en una mancha de la alfombra;
en el pandero que adorna, arriba, el marco del escenario; Dios Padre, Creador
de los Cielos, ten misericordia de mí; no te he invocado en vano; sabes cómo yo
te pensaba en mis clamores; aún confío en tu Misericordia, aún confío en tu
infinita Misericordia; he estado demasiado lejos de ti, pero sé que a menudo ha
bastado un segundo de arrepentimiento —el segundo de nombrarte— para merecer un
gesto de tu mano, aplacamiento de tormentas, confusión de jaurías… Ha concluido
la marcha fúnebre, repentinamente, como quien, luego de recibir un ruego, una
imploración, responde con un simple “¡Sí!”, que hace inútiles otras palabras. Y
esto fue cuando decía que confiaba en su Misericordia. Silencio. Tiempo de
aplacamiento, de reposo. Silencio que el director alarga, con la cabeza gacha,
caídos los brazos, para que algo perdure de lo transcurrido. Ya no laten tanto
mis venas, ni mi respiración es dolor. Esta vez no se me ocurrió aplaudir… “A
ver cómo suena el…” ¿qué? —dice la mujer del zorro, sin mirar siquiera el
programa—. Una palabra que no oí bien. Comprendo ahora por qué los de la fila
no miran sus programas; comprendo por qué no aplauden entre los trozos; se
tienen que tocar en su orden, como en la misa se coloca el Evangelio antes del
Credo, y el Credo antes del Ofertorio; ahora habrá algo como una danza; luego,
la música a saltos, alegre, con un final de largas trompetas como las que
embocaban los ángeles del órgano de la catedral de mi primera comunión; serán
quince, acaso veinte minutos; luego aplaudirán todos y se encenderán las luces.
Todas las luces.)
Fuente: Título
original: El acoso
Alejo
Carpentier, 1956
Editor
digital: orhi
ePub
base r1.2
Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.