viernes, 21 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. LA CIFRA (1981). Poemario Completo.


LA CIFRA
  (1981)


      Inscripción

     De la serie de hechos inexplicables que son el universo o el tiempo, la dedicatoria de un libro no es, por cierto, el menos arcano. Se la define como un don, un regalo. Salvo en el caso de la indiferente moneda que la caridad cristiana deja caer en la palma del pobre, todo regalo verdadero es recíproco. El que da no se priva de lo que da. Dar y recibir son lo mismo.
     Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio.
     J. L. B.
 Buenos Aires, 17 de mayo de 1981


  PRÓLOGO

     El ejercicio de la literatura puede enseñarnos a eludir equivocaciones, no a merecer hallazgos. Nos revela nuestras imposibilidades, nuestros severos límites. Al cabo de los años, he comprendido que me está vedado ensayar la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección, la obra sabiamente gobernada o de largo aliento. Mi suerte es lo que suele denominarse «poesía intelectual». La palabra es casi un oxímoron; el intelecto (la vigilia) piensa por medio de abstracciones, la poesía (el sueño), por medio de imágenes, de mitos o de fábulas. La poesía intelectual debe entretejer gratamente esos dos procesos. Así lo hace Platón en sus diálogos; así lo hace también Francis Bacon en su enumeración de los ídolos de la tribu, del mercado, de la caverna y del teatro. El maestro del género es, en mi opinión, Emerson; también lo han ensayado, con diversa felicidad, Browning y Frost, Unamuno y, me aseguran, Paul Valéry.
     Admirable ejemplo de una poesía puramente verbal es la siguiente estrofa de Jaimes Freyre.
     Peregrina paloma imaginaria
     que enardeces los últimos amores;
     alma de luz, de música y de flores,
     peregrina paloma imaginaria.
     No quiere decir nada y a la manera de la música dice todo.
     Ejemplo de poesía intelectual es aquella silva de Luis de León, que Poe sabía de memoria:
     Vivir quiero conmigo,
     gozar quiero del bien que debo al Cielo,
     a solas, sin testigo,
     libre de amor, de celo,
     de odio, de esperanza, de recelo.
     No hay una sola imagen. No hay una sola hermosa palabra, con la excepción dudosa de testigo, que no sea una abstracción.
     Estas páginas buscan, no sin incertidumbre, una vía media.


     J. L. B.
 Buenos Aires, 29 de abril de 1981


  RONDA

     El Islam, que fue espadas
     que desolaron el poniente y la aurora
     y estrépito de ejércitos en la tierra
     y una revelación y una disciplina
     y la aniquilación de los ídolos
     y la conversión de todas las cosas
     en un terrible Dios, que está solo,
     y la rosa y el vino del sufí
     y la rimada prosa alcoránica
     y ríos que repiten alminares
     y el idioma infinito de la arena
     y ese otro idioma, el álgebra,
     y ese largo jardín, las Mil y Una Noches,
     y hombres que comentaron a Aristóteles
     y dinastías que son ahora nombres del polvo
     y Tamerlán y Omar, que destruyeron,
     es aquí, en Ronda,
     en la delicada penumbra de la ceguera,
     un cóncavo silencio de patios,
     un ocio del jazmín
     y un tenue rumor de agua, que conjuraba
     memorias de desiertos.

  EL ACTO DEL LIBRO

     Entre los libros de la biblioteca había uno, escrito en lengua arábiga, que un soldado adquirió por unas monedas en el Alcana de Toledo y que los orientalistas ignoran, salvo en la versión castellana. Ese libro era mágico y registraba de manera profética los hechos y palabras de un hombre desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que ocurriría en 1614.
     Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado, como se lee en el sexto capítulo.
     El hombre tuvo el libro en las manos y no lo leyó nunca, pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y seguirá cumpliéndolo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga memoria de los pueblos.
     ¿Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno?

  DESCARTES

     Soy el único hombre en la tierra y acaso no haya tierra ni hombre.
     Acaso un dios me engaña.
     Acaso un dios me ha condenado al tiempo, esa larga ilusión.
     Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben la luna.
     He soñado la tarde y la mañana del primer día.
     He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.
     He soñado a Lucano.
     He soñado la colina del Gólgota y las cruces de Roma.
     He soñado la geometría.
     He soñado el punto, la línea, el plano y el volumen.
     He soñado el amarillo, el azul y el rojo.
     He soñado mi enfermiza niñez.
     He soñado los mapas y los reinos y aquel duelo en el alba.
     He soñado el inconcebible dolor.
     He soñado mi espada.
     He soñado a Elizabeth de Bohemia.
     He soñado la duda y la certidumbre.
     He soñado el día de ayer.
     Quizá no tuve ayer, quizá no he nacido.
     Acaso sueño haber soñado.
     Siento un poco de frío, un poco de miedo.
     Sobre el Danubio está la noche.
     Seguiré soñando a Descartes y a la fe de sus padres.

  LAS DOS CATEDRALES*

     En esa biblioteca de Almagro Sur
     compartimos la rutina y el tedio
     y la morosa clasificación de los libros
     según el orden decimal de Bruselas
     y me confiaste tu curiosa esperanza
     de escribir un poema que observara
     verso por verso, estrofa por estrofa,
     las divisiones y las proporciones
     de la remota catedral de Chartres
     (que tus ojos de carne no vieron nunca)
     y que fuera el coro, y las naves,
     y el ábside, el altar y las torres.
     Ahora, Schiavo, estás muerto.
     Desde el cielo platónico habrás mirado
     con sonriente piedad
     la clara catedral de erguida piedra
     y tu secreta catedral tipográfica
     y sabrás que las dos,
     la que erigieron las generaciones de Francia
     y la que urdió tu sombra,
     son copias temporales y mortales
     de un arquetipo inconcebible.

  BEPPO*

     El gato blanco y célibe se mira
     en la lúcida luna del espejo
     y no puede saber que esa blancura
     y esos ojos de oro que no ha visto
     nunca en la casa son su propia imagen.
     ¿Quién le dirá que el otro que lo observa
     es apenas un sueño del espejo?
     Me digo que esos gatos armoniosos,
     el de cristal y el de caliente sangre,
     son simulacros que concede al tiempo
     un arquetipo eterno. Así lo afirma,
     sombra también, Plotino en las Ennéadas.
     ¿De qué Adán anterior al Paraíso,
     de qué divinidad indescifrable
     somos los hombres un espejo roto?

  AL ADQUIRIR UNA ENCICLOPEDIA

     Aquí la vasta enciclopedia de Brockhaus,
     aquí los muchos y cargados volúmenes y el volumen del atlas,
     aquí la devoción de Alemania,
     aquí los neoplatónicos y los gnósticos,
     aquí el primer Adán y Adán de Bremen,
     aquí el tigre y el tártaro,
     aquí la escrupulosa tipografía y el azul de los mares,
     aquí la memoria del tiempo y los laberintos del tiempo,
     aquí el error y la verdad,
     aquí la dilatada miscelánea que sabe más que cualquier hombre,
     aquí la suma de la larga vigilia.
     Aquí también los ojos que no sirven, las manos que no aciertan,
     [las ilegibles páginas,

     la dudosa penumbra de la ceguera, los muros que se alejan.
     Pero también aquí una costumbre nueva,
     de esta costumbre vieja, la casa,
     una gravitación y una presencia,
     el misterioso amor de las cosas
     que nos ignoran y se ignoran.

  AQUÉL*

     Oh días consagrados al inútil
     empeño de olvidar la biografía
     de un poeta menor del hemisferio
     austral, a quien los hados o los astros
     dieron un cuerpo que no deja un hijo
     y la ceguera, que es penumbra y cárcel,
     y la vejez, aurora de la muerte,
     y la fama, que no merece nadie,
     y el hábito de urdir endecasílabos
     y el viejo amor de las enciclopedias
     y de los finos mapas caligráficos
     y del tenue marfil y una incurable
     nostalgia del latín y fragmentarias
     memorias de Edimburgo y de Ginebra
     y el olvido de fechas y de nombres
     y el culto del Oriente, que los pueblos
     del misceláneo Oriente no comparten,
     y vísperas de trémula esperanza
     y el abuso de la etimología
     y el hierro de las sílabas sajonas
     y la luna, que siempre nos sorprende,
     y esa mala costumbre, Buenos Aires,
     y el sabor de las uvas y del agua
     y del cacao, dulzura mexicana,
     y unas monedas y un reloj de arena
     y que una tarde, igual a tantas otras,
     se resigna a estos versos.

  ECLESIASTÉS, I, 9*

     Si me paso la mano por la frente,
     si acaricio los lomos de los libros,
     si reconozco el Libro de las Noches,
     si hago girar la terca cerradura,
     si me demoro en el umbral incierto,
     si el dolor increíble me anonada,
     si recuerdo la Máquina del Tiempo,
     si recuerdo el tapiz del unicornio,
     si cambio de postura mientras duermo,
     si la memoria me devuelve un verso,
     repito lo cumplido innumerables
     veces en mi camino señalado.
     No puedo ejecutar un acto nuevo,
     tejo y torno a tejer la misma fábula,
     repito un repetido endecasílabo,
     digo lo que los otros me dijeron,
     siento las mismas cosas en la misma
     hora del día o de la abstracta noche.
     Cada noche la misma pesadilla,
     cada noche el rigor del laberinto.
     Soy la fatiga de un espejo inmóvil
     o el polvo de un museo.
     Sólo una cosa no gustada espero,
     una dádiva, un oro de la sombra,
     esa virgen, la muerte. (El castellano
     permite esta metáfora.)

  DOS FORMAS DEL INSOMNIO

     ¿Qué es el insomnio?
     La pregunta es retórica; sé demasiado bien la respuesta.
     Es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales, es ensayar con magia inútil una respiración regular, es la carga de un cuerpo que bruscamente cambia de lado, es apretar los párpados, es un estado parecido a la fiebre y que ciertamente no es la vigilia, es pronunciar fragmentos de párrafos leídos hace ya muchos años, es saberse culpable de velar cuando los otros duermen, es querer hundirse en el sueño y no poder hundirse en el sueño, es el horror de ser y de seguir siendo, es el alba dudosa.
     ¿Qué es la longevidad?
     Es el horror de ser en un cuerpo humano cuyas facultades declinan, es un insomnio que se mide por décadas y no con agujas de acero, es el peso de mares y de pirámides, de antiguas bibliotecas y dinastías, de las auroras que vio Adán, es no ignorar que estoy condenado a mi carne, a mi detestada voz, a mi nombre, a una rutina de recuerdos, al castellano, que no sé manejar, a la nostalgia del latín, que no sé, a querer hundirme en la muerte y no poder hundirme en la muerte, a ser y seguir siendo.

  THE CLOISTERS

     De un lugar del reino de Francia
     trajeron los cristales y la piedra
     para construir en la isla de Manhattan
     estos cóncavos claustros.
     No son apócrifos.
     Son fieles monumentos de una nostalgia.
     Una voz americana nos dice
     que paguemos lo que queramos,
     porque toda esta fábrica es ilusoria
     y el dinero que deja nuestra mano
     se convertirá en zequíes o en humo.
     Esta abadía es más terrible
     que la pirámide de Ghizeh
     o que el laberinto de Knossos,
     porque es también un sueño.
     Oímos el rumor de la fuente,
     pero esa fuente está en el Patio de los Naranjos
     o en el cantar Der Asra.
     Oímos claras voces latinas,
     pero esas voces resonaron en Aquitania
     cuando estaba cerca el Islam.
     Vemos en los tapices
     la resurrección y la muerte
     del sentenciado y blanco unicornio,
     porque el tiempo de este lugar
     no obedece a un orden.
     Los laureles que toco florecerán
     cuando Leif Ericsson divise las arenas de América.
     Siento un poco de vértigo.
     No estoy acostumbrado a la eternidad.

  NOTA PARA UN CUENTO FANTÁSTICO

     En Wisconsin o en Texas o en Alabama los chicos juegan a la guerra y los dos bandos son el Norte y el Sur. Yo sé (todos lo saben) que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece, pero también sé imaginar que ese juego, que abarca más de un siglo y un continente, descubrirá algún día el arte divino de destejer el tiempo o, como dijo Pietro Damiano, de modificar el pasado.
     Si ello acontece, si en el decurso de los largos juegos el Sur humilla al Norte, el hoy gravitará sobre el ayer y los hombres de Lee serán vencedores en Gettysburg en los primeros días de julio de 1863 y la mano de Donne podrá dar fin a su poema sobre las transmigraciones de un alma y el viejo hidalgo Alonso Quijano conocerá el amor de Dulcinea y los ocho mil sajones de Hastings derrotarán a los normandos, como antes derrotaron a los noruegos, y Pitágoras no reconocerá en un pórtico de Argos el escudo que usó cuando era Euforbo.

  EPÍLOGO

     Ya cumplida la cifra de los pasos
     que te fue dado andar sobre la tierra,
     digo que has muerto. Yo también he muerto.
     Yo, que recuerdo la precisa noche
     del ignorado adiós, hoy me pregunto:
     ¿Qué habrá sido de aquellos dos muchachos
     que hacia mil novecientos veintitantos
     buscaban con ingenua fe platónica
     por las largas aceras de la noche
     del Sur o en la guitarra de Paredes
     o en fábulas de esquina y de cuchillo
     o en el alba, que no ha tocado nadie,
     la secreta ciudad de Buenos Aires?
     Hermano en los metales de Quevedo
     y en el amor del numeroso hexámetro,
     descubridor (todos entonces lo éramos)
     de ese antiguo instrumento, la metáfora,
     Francisco Luis, del estudioso libro,
     ojalá compartieras esta vana
     tarde conmigo, inexplicablemente,
     y me ayudaras a limar el verso.

  BUENOS AIRES

     He nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires.
     Recuerdo el ruido de los hierros de la puerta cancel.
     Recuerdo los jazmines y el aljibe, cosas de la nostalgia.
     Recuerdo una divisa rosada que había sido punzó.
     Recuerdo la resolana y la siesta.
     Recuerdo dos espadas cruzadas que habían servido en el desierto.
     Recuerdo los faroles de gas y el hombre con el palo.
     Recuerdo el tiempo generoso, la gente que llegaba sin anunciarse.
     Recuerdo un bastón con estoque.
     Recuerdo lo que he visto y lo que me contaron mis padres.
     Recuerdo a Macedonio, en un rincón de una confitería del Once.
     Recuerdo las carretas de tierra adentro en el polvo del Once.
     Recuerdo el Almacén de la Figura en la calle de Tucumán.
     (A la vuelta murió Estanislao del Campo.)
     Recuerdo un tercer patio, que no alcancé, que era el patio de los
     [esclavos.

     Guardo memoria del pistoletazo de Alem en un coche cerrado.
     En aquel Buenos Aires, que me dejó, yo sería un extraño.
     Sé que los únicos paraísos no vedados al hombre son los paraísos
     [perdidos.

     Alguien casi idéntico a mí, alguien que no habrá leído esta página,
     lamentará las torres de cemento y el talado obelisco.

  LA PRUEBA

     Del otro lado de la puerta un hombre
     deja caer su corrupción. En vano
     elevará esta noche una plegaria
     a su curioso dios, que es tres, dos, uno,
     y se dirá que es inmortal. Ahora
     oye la profecía de su muerte
     y sabe que es un animal sentado.
     Eres, hermano, ese hombre. Agradezcamos
     los vermes y el olvido.

  HIMNO

     Esta mañana
     hay en el aire la increíble fragancia
     de las rosas del Paraíso.
     En la margen del Éufrates
     Adán descubre la frescura del agua.
     Una lluvia de oro cae del cielo;
     es el amor de Zeus.
     Salta del mar un pez
     y un hombre de Agrigento recordará
     haber sido ese pez.
     En la caverna cuyo nombre será Altamira
     una mano sin cara traza la curva
     de un lomo de bisonte.
     La lenta mano de Virgilio acaricia
     la seda que trajeron
     del reino del Emperador Amarillo
     las caravanas y las naves.
     El primer ruiseñor canta en Hungría.
     Jesús ve en la moneda el perfil de César.
     Pitágoras revela a sus griegos
     que la forma del tiempo es la del círculo.
     En una isla del Océano
     los lebreles de plata persiguen a los ciervos de oro.
     En un yunque forjan la espada
     que será fiel a Sigurd.
     Whitman canta en Manhattan.
     Homero nace en siete ciudades.
     Una doncella acaba de apresar
     al unicornio blanco.
     Todo el pasado vuelve como una ola
     y esas antiguas cosas recurren
     porque una mujer te ha besado.

  LA DICHA

     El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva.
     Todo sucede por primera vez.
     He visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna, pero
     [qué puedo hacer con una palabra y con una mitología.

     Los árboles me dan un poco de miedo. Son tan hermosos.
     Los tranquilos animales se acercan para que yo les diga su nombre.
     Los libros de la biblioteca no tienen letras. Cuando los abro surgen.
     Al hojear el atlas proyecto la forma de Sumatra.
     El que prende un fósforo en el oscuro está inventando el fuego.
     En el espejo hay otro que acecha.
     El que mira el mar ve a Inglaterra.
     El que profiere un verso de Liliencron ha entrado en la batalla.
     He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.
     He soñado la espada y la balanza.
     Loado sea el amor en el que no hay poseedor ni poseída, pero los
     [dos se entregan.

     Loada sea la pesadilla, que nos revela que podemos crear el
     [infierno.

     El que desciende a un río desciende al Ganges.
     El que mira un reloj de arena ve la disolución de un imperio.
     El que juega con un puñal presagia la muerte de César.
     El que duerme es todos los hombres.
     En el desierto vi la joven Esfinge, que acaban de labrar.
     Nada hay tan antiguo bajo el sol.
     Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.
     El que lee mis palabras está inventándolas.

  ELEGÍA

     Sin que nadie lo sepa, ni el espejo,
     ha llorado unas lágrimas humanas.
     No puede sospechar que conmemoran
     todas las cosas que merecen lágrimas:
     la hermosura de Helena, que no ha visto,
     el río irreparable de los años,
     la mano de Jesús en el madero
     de Roma, la ceniza de Cartago,
     el ruiseñor del húngaro y del persa,
     la breve dicha y la ansiedad que aguarda,
     de marfil y de música Virgilio,
     que cantó los trabajos de la espada,
     las configuraciones de las nubes
     de cada nuevo y singular ocaso
     y la mañana que será la tarde.
     Del otro lado de la puerta un hombre
     hecho de soledad, de amor, de tiempo,
     acaba de llorar en Buenos Aires
     todas las cosas.

  BLAKE

     ¿Dónde estará la rosa que en tu mano
     prodiga, sin saberlo, íntimos dones?
     No en el color, porque la flor es ciega,
     ni en la dulce fragancia inagotable,
     ni en el peso de un pétalo. Esas cosas
     son unos pocos y perdidos ecos.
     La rosa verdadera está muy lejos.
     Puede ser un pilar o una batalla
     o un firmamento de ángeles o un mundo
     infinito, secreto y necesario,
     o el júbilo de un dios que no veremos
     o un planeta de plata en otro cielo
     o un terrible arquetipo que no tiene
     la forma de la rosa.

  EL HACEDOR

     Somos el río que invocaste, Heráclito.
     Somos el tiempo. Su intangible curso
     acarrea leones y montañas,
     llorado amor, ceniza del deleite,
     insidiosa esperanza interminable,
     vastos nombres de imperios que son polvo,
     hexámetros del griego y del romano,
     lóbrego un mar bajo el poder del alba,
     el sueño, ese pregusto de la muerte,
     las armas y el guerrero, monumentos,
     las dos caras de Jano que se ignoran,
     los laberintos de marfil que urden
     las piezas de ajedrez en el tablero,
     la roja mano de Macbeth que puede
     ensangrentar los mares, la secreta
     labor de los relojes en la sombra,
     un incesante espejo que se mira
     en otro espejo y nadie para verlos,
     láminas en acero, letra gótica,
     una barra de azufre en un armario,
     pesadas campanadas del insomnio,
     auroras y ponientes y crepúsculos,
     ecos, resaca, arena, liquen, sueños.
     Otra cosa no soy que esas imágenes
     que baraja el azar y nombra el tedio.
     Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
     he de labrar el verso incorruptible
     y (es mi deber) salvarme.

  YESTERDAYS

     De estirpe de pastores protestantes
     y de soldados sudamericanos
     que opusieron al godo y a las lanzas
     del desierto su polvo incalculable,
     soy y no soy. Mi verdadera estirpe
     es la voz, que aún escucho, de mi padre,
     conmemorando música de Swinburne,
     y los grandes volúmenes que he hojeado,
     hojeado y no leído, y que me bastan.
     Soy lo que me contaron los filósofos.
     El azar o el destino, esos dos nombres
     de una secreta cosa que ignoramos,
     me prodigaron patrias: Buenos Aires,
     Nara, donde pasé una sola noche,
     Ginebra, las dos Córdobas, Islandia…
     Soy el cóncavo sueño solitario
     en que me pierdo o trato de perderme,
     la servidumbre de los dos crepúsculos,
     las antiguas mañanas, la primera
     vez que vi el mar o una ignorante luna,
     sin su Virgilio y sin su Galileo.
     Soy cada instante de mi largo tiempo,
     cada noche de insomnio escrupuloso,
     cada separación y cada víspera.
     Soy la errónea memoria de un grabado
     que hay en la habitación y que mis ojos,
     hoy apagados, vieron claramente:
     el Jinete, la Muerte y el Demonio.
     Soy aquel otro que miró el desierto
     y que en su eternidad sigue mirándolo.
     Soy un espejo, un eco. El epitafio.

  LA TRAMA

     En el segundo patio
     la canilla periódica gotea,
     fatal como la muerte de César.
     Las dos son piezas de la trama que abarca
     el círculo sin principio ni fin,
     el ancla del fenicio,
     el primer lobo y el primer cordero,
     la fecha de mi muerte
     y el teorema perdido de Fermat.
     A esa trama de hierro
     los estoicos la pensaron de un fuego
     que muere y que renace como el Fénix.
     Es el gran árbol de las causas
     y de los ramificados efectos;
     en sus hojas están Roma y Caldea
     y lo que ven las caras de Jano.
     El universo es uno de sus nombres.
     Nadie lo ha visto nunca
     y ningún hombre puede ver otra cosa.

  MILONGA DE JUAN MURAÑA

     Me habré cruzado con él
     en una esquina cualquiera.
     Yo era un chico, él era un hombre.
     Nadie me dijo quién era.
     No sé por qué en la oración
     ese antiguo me acompaña.
     Sé que mi suerte es salvar
     la memoria de Muraña.
     Tuvo una sola virtud.
     Hay quien no tiene ninguna.
     Fue el hombre más animoso
     que han visto el sol y la luna.
     A nadie faltó el respeto.
     No le gustaba pelear,
     pero cuando se avenía,
     siempre tiraba a matar.
     Fiel como un perro al caudillo
     servía en las elecciones.
     Padeció la ingratitud,
     la pobreza y las prisiones.
     Hombre capaz de pelear
     liado al otro por un lazo,
     hombre que supo afrontar
     con el cuchillo el balazo.
     Lo recordaba Carriego
     y yo lo recuerdo ahora.
     Más vale pensar en otros
     cuando se acerca la hora.

  ANDRÉS ARMOA*

     Los años le han dejado unas palabras en guaraní, que sabe usar cuando la ocasión lo requiere, pero que no podría traducir sin algún trabajo.
     Los otros soldados lo aceptan, pero algunos (no todos) sienten que algo ajeno hay en él, como si fuera hereje o infiel o padeciera un mal.
     Este rechazo lo fastidia menos que el interés de los reclutas.
     No es bebedor, pero suele achisparse los sábados.
     Tiene la costumbre del mate, que puebla de algún modo la soledad.
     Las mujeres no lo quieren y él no las busca.
     Tiene un hijo en Dolores. Hace años que no sabe nada de él, a la manera de la gente sencilla, que no escribe.
     No es hombre de buena conversación, pero suele contar, siempre con las mismas palabras, aquella larga marcha de tantas leguas desde Junín hasta San Carlos. Quizá la cuenta con las mismas palabras, porque las sabe de memoria y ha olvidado los hechos.
     No tiene catre. Duerme sobre el recado y no sabe qué cosa es la pesadilla.
     Tiene la conciencia tranquila. Se ha limitado a cumplir órdenes.
     Goza de la confianza de sus jefes.
     Es el degollador.
     Ha perdido la cuenta de las veces que ha visto el alba en el desierto.
     Ha perdido la cuenta de las gargantas, pero no olvidará la primera y los visajes que hizo el pampa.
     Nunca lo ascenderán. No debe llamar la atención.
     En su provincia fue domador. Ya es incapaz de jinetear un bagual, pero le gustan los caballos y los entiende.
     Es amigo de un indio.

  EL TERCER HOMBRE*

     Dirijo este poema
     (por ahora aceptemos esa palabra)
     al tercer hombre que se cruzó conmigo antenoche,
     no menos misterioso que el de Aristóteles.
     El sábado salí.
     La noche estaba llena de gente;
     hubo sin duda un tercer hombre,
     como hubo un cuarto y un primero.
     No sé si nos miramos;
     él iba a Paraguay, yo iba a Córdoba.
     Casi lo han engendrado estas palabras;
     nunca sabré su nombre.
     Sé que hay un sabor que prefiere.
     Sé que ha mirado lentamente la luna.
     No es imposible que haya muerto.
     Leerá lo que ahora escribo y no sabrá
     que me refiero a él.
     En el secreto porvenir
     podemos ser rivales y respetarnos
     o amigos y querernos.
     He ejecutado un acto irreparable,
     he establecido un vínculo.
     En este mundo cotidiano,
     que se parece tanto
     al Libro de las Mil y Una Noches,
     no hay un solo acto que no corra el albur
     de ser una operación de la magia,
     no hay un solo hecho que no pueda ser el primero
     de una serie infinita.
     Me pregunto qué sombras no arrojarán
     estas ociosas líneas.

  NOSTALGIA DEL PRESENTE

     En aquel preciso momento el hombre se dijo:
     Qué no daría yo por la dicha
     de estar a tu lado en Islandia
     bajo el gran día inmóvil
     y de compartir el ahora
     como se comparte la música
     o el sabor de una fruta.
     En aquel preciso momento
     el hombre estaba junto a ella en Islandia.

  EL ÁPICE

     No te habrá de salvar lo que dejaron
     escrito aquellos que tu miedo implora;
     no eres los otros y te ves ahora
     centro del laberinto que tramaron
     tus pasos. No te salva la agonía
     de Jesús o de Sócrates ni el fuerte
     Siddharta de oro que aceptó la muerte
     en un jardín, al declinar el día.
     Polvo también es la palabra escrita
     por tu mano o el verbo pronunciado
     por tu boca. No hay lástima en el Hado
     y la noche de Dios es infinita.
     Tu materia es el tiempo, el incesante
     tiempo. Eres cada solitario instante.

  POEMA*

     ANVERSO

     Dormías. Te despierto.
     La gran mañana depara la ilusión de un principio.
     Te habías olvidado de Virgilio. Ahí están los hexámetros.
     Te traigo muchas cosas.
     Las cuatro raíces del griego: la tierra, el agua, el fuego, el aire.
     Un solo nombre de mujer.
     La amistad de la luna.
     Los claros colores del atlas.
     El olvido, que purifica.
     La memoria que elige y que redescubre.
     El hábito que nos ayuda a sentir que somos inmortales.
     La esfera y las agujas que parcelan el inasible tiempo.
     La fragancia del sándalo.
     Las dudas que llamamos, no sin alguna vanidad, metafísica.
     La curva del bastón que tu mano espera.
     El sabor de las uvas y de la miel.
     REVERSO

     Recordar a quien duerme
     es un acto común y cotidiano
     que podría hacernos temblar.
     Recordar a quien duerme
     es imponer a otro la interminable
     prisión del universo,
     de su tiempo sin ocaso ni aurora.
     Es revelarle que es alguien o algo
     que está sujeto a un nombre que lo publica
     y a un cúmulo de ayeres.
     Es inquietar su eternidad.
     Es cargarlo de siglos y de estrellas.
     Es restituir al tiempo otro Lázaro
     cargado de memoria.
     Es infamar el agua del Leteo.

  EL ÁNGEL

     Que el hombre no sea indigno del Ángel
     cuya espada lo guarda
     desde que lo engendró aquel Amor
     que mueve el sol y las estrellas
     hasta el Último Día en que retumbe
     el trueno en la trompeta.
     Que no lo arrastre a rojos lupanares
     ni a los palacios que erigió la soberbia
     ni a las tabernas insensatas.
     Que no se rebaje a la súplica
     ni al oprobio del llanto
     ni a la fabulosa esperanza
     ni a las pequeñas magias del miedo
     ni al simulacro del histrión;
     el Otro lo mira.
     Que recuerde que nunca estará solo.
     En el público día o en la sombra
     el incesante espejo lo atestigua;
     que no macule su cristal una lágrima.
     Señor, que al cabo de mis días en la Tierra
     yo no deshonre al Ángel.

  EL SUEÑO

     La noche nos impone su tarea
     mágica. Destejer el universo,
     las ramificaciones infinitas
     de efectos y de causas, que se pierden
     en ese vértigo sin fondo, el tiempo.
     La noche quiere que esta noche olvides
     tu nombre, tus mayores y tu sangre,
     cada palabra humana y cada lágrima,
     lo que pudo enseñarte la vigilia,
     el ilusorio punto de los geómetras,
     la línea, el plano, el cubo, la pirámide,
     el cilindro, la esfera, el mar, las olas,
     tu mejilla en la almohada, la frescura
     de la sábana nueva, los jardines,
     los imperios, los Césares y Shakespeare
     y lo que es más difícil, lo que amas.
     Curiosamente, una pastilla puede
     borrar el cosmos y erigir el caos.

  UN SUEÑO

     En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma del círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.

  INFERNO, V, 129

     Dejan caer el libro, porque ya saben
     que son las personas del libro.
     (Lo serán de otro, el máximo,
     pero eso qué puede importarles.)
     Ahora son Paolo y Francesca,
     no dos amigos que comparten
     el sabor de una fábula.
     Se miran con incrédula maravilla.
     Las manos no se tocan.
     Han descubierto el único tesoro;
     han encontrado al otro.
     No traicionan a Malatesta,
     porque la traición requiere un tercero
     y sólo existen ellos dos en el mundo.
     Son Paolo y Francesca
     y también la reina y su amante
     y todos los amantes que han sido
     desde aquel Adán y su Eva
     en el pasto del Paraíso.
     Un libro, un sueño les revela
     que son formas de un sueño que fue soñado
     en tierras de Bretaña.
     Otro libro hará que los hombres,
     sueños también, los sueñen.

  CORRER O SER*

     ¿Fluye en el cielo el Rhin? ¿Hay una forma
     universal del Rhin, un arquetipo,
     que invulnerable a ese otro Rhin, el tiempo,
     dura y perdura en un eterno Ahora
     y es raíz de aquel Rhin, que en Alemania
     sigue su curso mientras dicto el verso?
     Así lo conjeturan los platónicos;
     así no lo aprobó Guillermo de Occam.
     Dijo que Rhin (cuya etimología
     es rinan o «correr») no es otra cosa
     que un arbitrario apodo que los hombres
     dan a la fuga secular del agua
     desde los hielos a la arena última.
     Bien puede ser. Que lo decidan otros.
     ¿Seré apenas, repito, aquella serie
     de blancos días y de negras noches
     que amaron, que cantaron, que leyeron
     y padecieron miedo y esperanza
     o también habrá otro, el yo secreto
     cuya ilusoria imagen, hoy borrada,
     he interrogado en el ansioso espejo?
     Quizá del otro lado de la muerte
     sabré si he sido una palabra o alguien.

  LA FAMA

     Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar.
     Recordar el patio de tierra y la parra, el zaguán y el aljibe.
     Haber heredado el inglés, haber interrogado el sajón.
     Profesar el amor del alemán y la nostalgia del latín.
     Haber conversado en Palermo con un viejo asesino.
     Agradecer el ajedrez y el jazmín, los tigres y el hexámetro.
     Leer a Macedonio Fernández con la voz que fue suya.
     Conocer las ilustres incertidumbres que son la metafísica.
     Haber honrado espadas y razonablemente querer la paz.
     No ser codicioso de islas.
     No haber salido de mi biblioteca.
     Ser Alonso Quijano y no atreverme a ser don Quijote.
     Haber enseñado lo que no sé a quienes sabrán más que yo.
     Agradecer los dones de la luna y de Paul Verlaine.
     Haber urdido algún endecasílabo.
     Haber vuelto a contar antiguas historias.
     Haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco o seis
     [metáforas.

     Haber eludido sobornos.
     Ser ciudadano de Ginebra, de Montevideo, de Austin y (como
     [todos los hombres) de Roma.

     Ser devoto de Conrad.
     Ser esa cosa que nadie puede definir: argentino.
     Ser ciego.
     Ninguna de esas cosas es rara y su conjunto me depara una fama
     [que no acabo de comprender.


  LOS JUSTOS

     Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
     El que agradece que en la tierra haya música.
     El que descubre con placer una etimología.
     Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
     El ceramista que premedita un color y una forma.
     El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le
     [agrada.

     Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
     El que acaricia a un animal dormido.
     El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
     El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
     El que prefiere que los otros tengan razón.
     Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

  EL CÓMPLICE

     Me crucifican y yo debo ser la cruz y los clavos.
     Me tienden la copa y yo debo ser la cicuta.
     Me engañan y yo debo ser la mentira.
     Me incendian y yo debo ser el infierno.
     Debo alabar y agradecer cada instante del tiempo.
     Mi alimento es todas las cosas.
     El peso preciso del universo, la humillación, el júbilo.
     Debo justificar lo que me hiere.
     No importa mi ventura o mi desventura.
     Soy el poeta.

  EL ESPÍA

     En la pública luz de las batallas
     otros dan su vida a la patria
     y los recuerda el mármol.
     Yo he errado oscuro por ciudades que odio.
     Le di otras cosas.
     Abjuré de mi honor,
     traicioné a quienes me creyeron su amigo,
     compré conciencias,
     abominé del nombre de la patria.
     Me resigno a la infamia.

  EL DESIERTO

     Antes de entrar en el desierto
     los soldados bebieron largamente el agua de la cisterna.
     Hierocles derramó en la tierra
     el agua de su cántaro y dijo:
     Si hemos de entrar en el desierto,
     ya estoy en el desierto.
     Si la sed va a abrasarme,
     que ya me abrase.
     Ésta es una parábola.
     Antes de hundirme en el infierno
     los lictores del dios me permitieron que mirara una rosa.
     Esa rosa es ahora mi tormento
     en el oscuro reino.
     A un hombre lo dejó una mujer.
     Resolvieron mentir un último encuentro.
     El hombre dijo:
     Si debo entrar en la soledad
     ya estoy solo.
     Si la sed va a abrasarme,
     que ya me abrase.
     Ésta es otra parábola.
     Nadie en la tierra
     tiene el valor de ser aquel hombre.

  EL BASTÓN DE LACA*

     María Kodama lo descubrió. Pese a su autoridad y a su firmeza, es curiosamente liviano. Quienes lo ven lo advierten; quienes lo advierten lo recuerdan.
     Lo miro. Siento que es una parte de aquel imperio, infinito en el tiempo, que erigió su muralla para construir un recinto mágico.
     Lo miro. Pienso en aquel Chuang Tzu que soñó que era una mariposa y que no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.
     Lo miro. Pienso en el artesano que trabajó el bambú y lo dobló para que mi mano derecha pudiera calzar bien en el puño.
     No sé si vive aún o si ha muerto.
     No sé si es taoísta o budista o si interroga el libro de los sesenta y cuatro hexagramas.
     No nos veremos nunca.
     Está perdido entre novecientos treinta millones.
     Algo, sin embargo, nos ata.
     No es imposible que Alguien haya premeditado este vínculo.
     No es imposible que el universo necesite este vínculo.

  A CIERTA ISLA

     ¿Cómo invocarte, delicada Inglaterra?
     Es evidente que no debo ensayar
     la pompa y el estrépito de la oda,
     ajena a tu pudor.
     No hablaré de tus mares, que son el Mar,
     ni del imperio que te impuso, isla íntima,
     el desafío de los otros.
     Mencionaré en voz baja unos símbolos:
     Alicia, que fue un sueño del Rey Rojo,
     que fue un sueño de Carroll, hoy un sueño,
     el sabor del té y de los dulces,
     un laberinto en el jardín,
     un reloj de sol,
     un hombre que extraña (y que a nadie dice que extraña)
     el Oriente y las soledades glaciales
     que Coleridge no vio
     y que cifró en palabras precisas,
     el ruido de la lluvia, que no cambia,
     la nieve en la mejilla,
     la sombra de la estatua de Samuel Johnson,
     el eco de un laúd que perdura
     aunque ya nadie pueda oírlo,
     el cristal de un espejo que ha reflejado
     la mirada ciega de Milton,
     la constante vigilia de una brújula,
     el Libro de los Mártires,
     la crónica de oscuras generaciones
     en las últimas páginas de una Biblia,
     el polvo bajo el mármol,
     el sigilo del alba.
     Aquí estamos los dos, isla secreta.
     Nadie nos oye.
     Entre los dos crepúsculos
     compartiremos en silencio cosas queridas.

  EL «GO»

     Hoy, 9 de setiembre de 1978,
     tuve en la palma de la mano un pequeño disco
     de los trescientos sesenta y uno que se requieren
     para el juego astrológico del go,
     ese otro ajedrez del Oriente.
     Es más antiguo que la más antigua escritura
     y el tablero es un mapa del universo.
     Sus variaciones negras y blancas
     agotarán el tiempo.
     En él pueden perderse los hombres
     como en el amor y en el día.
     Hoy, 9 de setiembre de 1978,
     yo, que soy ignorante de tantas cosas,
     sé que ignoro una más,
     y agradezco a mis númenes
     esta revelación de un laberinto
     que nunca será mío.

  SHINTO

     Cuando nos anonada la desdicha,
     durante un segundo nos salvan
     las aventuras ínfimas
     de la atención o de la memoria:
     el sabor de una fruta, el sabor del agua,
     esa cara que un sueño nos devuelve,
     los primeros jazmines de noviembre,
     el anhelo infinito de la brújula,
     un libro que creíamos perdido,
     el pulso de un hexámetro,
     la breve llave que nos abre una casa,
     el olor de una biblioteca o del sándalo,
     el nombre antiguo de una calle,
     los colores de un mapa,
     una etimología imprevista,
     la lisura de la uña limada,
     la fecha que buscábamos,
     contar las doce campanadas oscuras,
     un brusco dolor físico.
     Ocho millones son las divinidades del Shinto
     que viajan por la tierra, secretas.
     Esos modestos númenes nos tocan,
     nos tocan y nos dejan.

  EL FORASTERO

     En el santuario hay una espada.
     Soy el segundo sacerdote del templo. Nunca la he visto.
     Otras comunidades veneran un espejo de metal o una piedra.
     Creo que se eligieron esas cosas porque alguna vez fueron raras.
     Hablo con libertad; el Shinto es el más leve de los cultos.
     El más leve y el más antiguo.
     Guarda escrituras tan arcaicas que ya están casi en blanco.
     Un ciervo o una gota de rocío podrían profesarlo.
     Nos dice que debemos obrar bien, pero no ha fijado una ética.
     No declara que el hombre teje su karma.
     No quiere intimidar con castigos ni sobornar con premios.
     Sus fieles pueden aceptar la doctrina de Buddha o la de Jesús.
     Venera al Emperador y a los muertos.
     Sabe que después de su muerte cada hombre es un dios que
     [ampara a los suyos.

     Sabe que después de su muerte cada árbol es un dios que ampara
     [a los árboles.

     Sabe que la sal, el agua y la música pueden purificarnos.
     Sabe que son legión las divinidades.
     Esta mañana nos visitó un viejo poeta peruano. Era ciego.
     Desde el atrio compartimos el aire del jardín y el olor de la tierra
     [húmeda y el canto de aves o de dioses.

     A través de un intérprete quise explicarle nuestra fe.
     No sé si me entendió.
     Los rostros occidentales son máscaras que no se dejan descifrar.
     Me dijo que de vuelta al Perú recordaría nuestro diálogo en un
     [poema.

     Ignoro si lo hará.
     Ignoro si nos volveremos a ver.

  DIECISIETE HAIKU

 1


     Algo me han dicho
     la tarde y la montaña.
     Ya lo he perdido.
 2


     La vasta noche
     no es ahora otra cosa
     que una fragancia.
 3


     ¿Es o no es
     el sueño que olvidé
     antes del alba?
 4


     Callan las cuerdas.
     La música sabía
     lo que yo siento.
 5


     Hoy no me alegran
     los almendros del huerto.
     Son tu recuerdo.
 6


     Oscuramente
     libros, láminas, llaves
     siguen mi suerte.
 7


     Desde aquel día
     no he movido las piezas
     en el tablero.
 8


     En el desierto
     acontece la aurora.
     Alguien lo sabe.
 9


     La ociosa espada
     sueña con sus batallas.
     Otro es mi sueño.
 10


     El hombre ha muerto.
     La barba no lo sabe.
     Crecen las uñas.
 11


     Ésta es la mano
     que alguna vez tocaba
     tu cabellera.
 12


     Bajo el alero
     el espejo no copia
     más que la luna.
 13


     Bajo la luna
     la sombra que se alarga
     es una sola.
 14


     ¿Es un imperio
     esa luz que se apaga
     o una luciérnaga?
 15


     La luna nueva.
     Ella también la mira
     desde otra puerta.
 16


     Lejos un trino.
     El ruiseñor no sabe
     que te consuela.
 17


     La vieja mano
     sigue trazando versos
     para el olvido.

  NIHON

     He divisado, desde las páginas de Russell, la doctrina de los conjuntos, la Mengenlehre, que postula y explora los vastos números que no alcanzaría un hombre inmortal aunque agotara sus eternidades contando, y cuyas dinastías imaginarias tienen como cifras las letras del alfabeto hebreo. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar.
     He divisado, desde las definiciones, axiomas, proposiciones y corolarios, la infinita sustancia de Spinoza, que consta de infinitos atributos, entre los cuales están el espacio y el tiempo, de suerte que si pronunciamos o pensamos una palabra, ocurren paralelamente infinitos hechos en infinitos orbes inconcebibles. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar.
     Desde montañas que prefieren, como Verlaine, el matiz al color, desde la escritura que ejerce la insinuación y que ignora la hipérbole, desde jardines donde el agua y la piedra no importan menos que la hierba, desde tigres pintados por quienes nunca vieron un tigre y nos dan casi el arquetipo, desde el camino del honor, el bushido, desde una nostalgia de espadas, desde puentes, mañanas y santuarios, desde una música que es casi el silencio, desde tus muchedumbres en voz baja, he divisado tu superficie, oh Japón. En ese delicado laberinto…
     A la guarnición de Junín llegaban hacia 1870 indios pampas, que no habían visto nunca una puerta, un llamador de bronce o una ventana. Veían y tocaban esas cosas, no menos raras para ellos que para nosotros Manhattan, y volvían a su desierto.

  LA CIFRA

     La amistad silenciosa de la luna
     (cito mal a Virgilio) te acompaña
     desde aquella perdida hoy en el tiempo
     noche o atardecer en que tus vagos
     ojos la descifraron para siempre
     en un jardín o un patio que son polvo.
     ¿Para siempre? Yo sé que alguien, un día,
     podrá decirte verdaderamente:
     No volverás a ver la clara luna.
     Has agotado ya la inalterable
     suma de veces que te da el destino.
     Inútil abrir todas las ventanas
     del mundo. Es tarde. No darás con ella.
     Vivimos descubriendo y olvidando
     esa dulce costumbre de la noche.
     Hay que mirarla bien. Puede ser última.

  *UNAS NOTAS

     *Las dos catedrales. La filosofía y la teología son, lo sospecho, dos especies de la literatura fantástica. Dos especies espléndidas. En efecto, ¿qué son las noches de Sharazad o el hombre invisible, al lado de la infinita sustancia, dotada de infinitos atributos, de Baruch Spinoza o de los arquetipos platónicos? A éstos me he referido en el «Poema», así como en «Correr o ser» o en «Beppo». Recuerdo, al pasar, que ciertas escuelas de la China se preguntaron si hay un arquetipo, un li, del sillón y otro del sillón de bambú. El curioso lector puede interrogar A Short History of Chinese Philosophy (Macmillan, 1948), de Fung Yu-Lan.
     *Aquél. Esta composición, como casi todas las otras, abusa de la enumeración caótica. De esta figura, que con tanta felicidad prodigó Walt Whitman, sólo puedo decir que debe parecer un caos, un desorden y ser íntimamente un cosmos, un orden.
     *Eclesiastés, I, 9. En el versículo de referencia algunos han visto una alusión al tiempo circular de los pitagóricos. Creo que tal concepto es del todo ajeno a los hábitos del pensamiento hebreo.
     *Andrés Armoa. El lector debe imaginar que su historia ocurre en la provincia de Buenos Aires, hacia mil ochocientos setenta y tantos.
     *El tercer hombre. Esta página, cuyo tema son los secretos vínculos que unen a todos los seres del mundo, es fundamentalmente igual a la que se llama «El bastón de laca».

jueves, 20 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. LA INOCENCIA DE LAYAMON.




LA INOCENCIA DE LAYAMON

Legouis ha visto la paradoja de Layamon, pero no sé si lo patético. El exordio del Brut, redactado a principios del siglo xiii, en tercera persona, guarda los hechos de su vida. Escribe Layamon: "Hubo en el reino un sacerdote llamado Layamon; era hijo de Leovenath, a quien tenga Dios en su gloria, y vivía en Ernley, en una noble iglesia a orillas del Severn, donde era bueno estar. Dio en el pensamiento de referir las hazañas de los ingleses; cómo se llamaban y de dónde vinieron y quiénes arribaron a tierra inglesa después del diluvio. Layamon viajó por el reino y consiguió los nobles libros que fueron su modelo. Tomó el libro inglés que hizo Beda; otro tomó en lengua latina que hicieron San Albino y San Agustín, que nos trajo el bautismo; un tercero tomó y lo puso en el medio, obra de un clérigo francés llamado Wace, que bien sabía escribir y que se lo dio a la noble Leonor, reina del alto Enrique. Layamon abrió esos tres libros y volvió las hojas; con amor los miró, —¡sea Dios misericordioso con él!— y tomó la pluma entre los dedos y escribió en pergamino y ordenó las justas palabras y de los tres libros hizo uno. Ahora ruega Layamon, por amor de Dios Todopoderoso, que quienes lean este libro y aprendan las verdades que enseña, recen por el alma de su padre, que lo engendró, y por el alma de su madre, que lo dio a luz, y por su alma, para que sea más buena. Amén". Treinta mil versos irregulares, después, historian las batallas de los britanos, y singularmente de Arturo, contra los pictos, los noruegos y los sajones.

La primera impresión, y tal vez la última, que deja el exordio de Layamon es de infinita, de casi increíble ingenuidad. Colabora en esa impresión el rasgo pueril de que el poeta diga Layamon y no yo, pero detrás de las candorosas palabras la emoción es compleja. No sólo la materia cantada sino la circunstancia algo mágica de verse a sí mismo cantándola, conmueve a Layamon; ese desdoblamiento corresponde al Illo Virgilium me tempore, de las Geórgicas o al hermoso Ego Ule qui quondam que alguien antepuso a la Eneida.

Una leyenda que Dionisio de Halicarnaso recoge y que Virgilio insignemente adoptó dice que Roma fue fundada por hombres de la estirpe de Eneas, troyano que en las páginas de la Ilíada pelea con Aquiles; parejamente una Historia Regum Britanniae que data de principios del siglo xii atribuyó la fundación de Londres ("Citie that some tyme cleped was New Troy") a un bisnieto de Eneas llamado Bruto, cuyo nombre estaría perpetuado en el de Britania. Bruto es el primer rey de la crónica secular de Layamon; lo siguen otros, que en la literatura ulterior han conocido muy diversa fortuna: Hudibras, Lear, Gorboduc, Ferrex y Porrex, Lud, Cimbelino, Vortigern, Uther Pendragon (Uther Cabeza de Dragón) y Arturo de la Tabla Redonda, "rey que ha sido y será", según su misterioso epitafio. Arturo recibe una herida mortal en su última batalla, pero Merlín, que en el Brut no es hijo del Diablo sino de un silencioso fantasma de oro que su madre amó en sueños, profetiza que volverá (como Barbarroja) cuando lo necesite su pueblo. Vanamente guerrean contra él, en revueltas hordas, los "perros paganos" de Hengest, los sajones que desde el siglo v se difundieron por la faz de Inglaterra.

Se ha dicho que Layamon fue el primero de los poetas ingleses; más justo y más conmovedor es pensarlo el último de los poetas sajones. Éstos, convertidos a la fe de Jesús, aplicaron a esa nueva mitología el duro acento y las imágenes militares de las epopeyas germánicas (los doce apóstoles, en uno de los poemas de Cynewulf, resisten al embate de las espadas y son diestros en el juego de los escudos; en el Éxodo, los israelitas que atraviesan el Mar Rojo son vikings); Layamon sujetó a ese mismo rigor las ficciones cortesanas y mágicas de la Matiére de Bretagne. Por el tema, por buena parte del tema, es uno de los muchos poetas del ciclo bretón, un lejano colega de aquel anónimo que reveló a Francesca da Rimini y a Paolo el amor que sentían y que ignoraban; por el espíritu, es un descendiente lineal de aquellos rapsodas sajones que reservaban sus palabras felices para la descripción de batallas y que no produjeron en cuatro siglos una sola estrofa amatoria. Layamon ha olvidado las metáforas de los antepasados; en el Brut, ni el mar es el camino de la ballena, ni las flechas son víboras de la guerra, pero la visión del mundo es la misma. Como Stevenson, como Flaubert, como tantos hombres de letras, el sedentario clérigo se complace en violencias verbales; ahí donde Wace escribió: "En aquel día los britanos dieron muerte a Passent y al rey irlandés", Layamon amplifica: "Y dijo estas palabras Uther el Bueno: ¡Passent, aquí te quedarás; aquí viene Uther a caballo! Lo golpeó en la cabeza y lo derribó y le puso la espada en la boca (ese alimento para él era nuevo) y la punta de la espada se hundió en la tierra. Entonces dijo Uther: Ahora te va bien, irlandés; toda Inglaterra es tuya. En tus manos la entrego para que te quedes a vivir con nosotros. Mira, aquí está; ahora la tendrás para siempre". En todo verso anglosajón hay ciertas palabras, dos en la primera mitad y una en la segunda, que empiezan con la misma consonante o con una vocal; Layamon trata de observar esa vieja ley métrica, pero los octosílabos pareados de la Geste des Bretons de Wace —uno de los tres "nobles libros"— continuamente lo distraen con la nueva tentación de la rima y así después de brother tenemos other, y night después de light... La conquista normanda ocurrió al promediar el siglo once; el Brut data de principios del xiii, pero el vocabulario del poema es casi puramente germánico; no hay cincuenta palabras de origen francés en treinta mil versos. He aquí un pasaje, que apenas prefigura el idioma inglés y tiene afinidades notorias con el alemán:

And seothe icb cumen wulle
to mine kineriche
and wumien mid Brutten
mid muchelere wunne.

Son las últimas palabras de Arturo; el sentido es: "Y luego iré a mi reino y entre britanos moraré con mucho deleite".

Layamon cantó con fervor las antiguas batallas de los britanos contra los invasores sajones, como si él no fuera sajón y como si britanos y sajones no hubieran sido, desde el día de Hastings, conquistados por los normandos. El hecho es singular y permite diversas conjeturas. Layamon, hijo de Leovenath (Leofnoth), habitó no lejos de Gales, baluarte de los celtas y manantial (según Gastón Paris) del complejo mito de Arturo; su madre bien pudo ser britana. Esta conjetura es verosímil, inverificable y pobrísima; también cabría suponer que el poeta fue hijo y nieto de sajones, pero que en lo más hondo el jus soli pudo más que el jus sanguinis. No de otra suerte un argentino sin sangre querandí suele identificarse con los indios que defendían su tierra, no con los españoles de Cabrera o de Juan de Garay. Otra posibilidad es que Layamon, a sabiendas o no, hubiera dado a los britanos del Brut el valor de sajones y a éstos el de normandos. Los enigmas, el Bestiario y las curiosas runas de Cynewulf prueban que tales ejercicios criptográficos o alegóricos no eran ajenos a esa vieja literatura; algo, sin embargo, me dice que esta especulación es fantástica. Si Layamon hubiera pensado que los conquistadores de ayer eran los conquistados de hoy y los conquistadores de hoy podían ser los conquistados de mañana, habría recurrido, creo, al símil de la rueda de la Fortuna, que está en el De Consolatione, o a los libros proféticos de la Biblia, no a la intrincada gesta de Arturo.

El tema de la épica anterior lo constituían los trabajos de un héroe o la lealtad que los guerreros deben a su capitán; el verdadero tema del Brut es Inglaterra. Layamon no podía prever que a los dos siglos de su muerte sus aliteraciones serían ridiculas ("I can not geste —rum, ram, ruf— by lettre", dice un personaje de Chaucer) y su lengua, una rústica jerigonza. No podía sospechar que sus injurias contra los sajones de Hengest eran las últimas palabras del idioma sajón, destinado a morir para renacer en el idioma inglés. Según el germanista Ker, apenas conoció la literatura cuya tradición heredó; nada supo de las andanzas de Widsith entre persas y hebreos ni del combate de Beowulf en el fondo de la ciénaga roja. No conoció los grandes versos de los que procederían los suyos; quizá no los hubiera entendido. Su curioso aislamiento, su soledad, lo hacen (ahora) patético. Nadie sabe quién es, afirmó Léon Bloy; de esa ignorancia íntima no hay símbolo mejor que este hombre olvidado, que abominó con ímpetu sajón de su estirpe sajona y fue el postrer poeta sajón y no lo supo nunca.

Sur, Buenos Aires, N° 197, marzo de 1951.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. HISTORIA DE LA NOCHE. (1977). POEMARIO COMPLETO.

 
HISTORIA DE LA NOCHE
  (1977)


      Inscripción*

     Por los mares azules de los atlas y por los grandes mares del mundo. Por el Támesis, por el Ródano y por el Arno. Por las raíces de un lenguaje de hierro. Por una pira sobre un promontorio del Báltico, helmum behongen. Por los noruegos que atraviesan el claro río, en alto los escudos. Por una nave de Noruega, que mis ojos no vieron. Por una vieja piedra del Althing. Por una curiosa isla de cisnes. Por un gato en Manhattan. Por Kim y por su lama escalando las rodillas de la montaña. Por el pecado de soberbia del samurái. Por el Paraíso en un muro. Por el acorde que no hemos oído, por los versos que no nos encontraron (su número es el número de la arena), por el inexplorado universo. Por la memoria de Leonor Acevedo. Por Venecia de cristal y crepúsculo.
     Por la que usted será; por la que acaso no entenderé.
     Por todas estas cosas dispares, que son tal vez, como presentía Spinoza, meras figuraciones y facetas de una sola cosa infinita, le dedico a usted este libro, María Kodama.
     J. L. B.
 Buenos Aires, 23 de agosto de 1977


  ALEJANDRÍA, 641 A.D.*

     Desde el primer Adán que vio la noche
     y el día y la figura de su mano,
     fabularon los hombres y fijaron
     en piedra o en metal o en pergamino
     cuanto ciñe la tierra o plasma el sueño.
     Aquí está su labor: la Biblioteca.
     Dicen que los volúmenes que abarca
     dejan atrás la cifra de los astros
     o de la arena del desierto. El hombre
     que quisiera agotarla perdería
     la razón y los ojos temerarios.
     Aquí la gran memoria de los siglos
     que fueron, las espadas y los héroes,
     los lacónicos símbolos del álgebra,
     el saber que sondea los planetas
     que rigen el destino, las virtudes
     de hierbas y marfiles talismánicos,
     el verso en que perdura la caricia,
     la ciencia que descifra el solitario
     laberinto de Dios, la teología,
     la alquimia que en el barro busca el oro
     y las figuraciones del idólatra.
     Declaran los infieles que si ardiera,
     ardería la historia. Se equivocan.
     Las vigilias humanas engendraron
     los infinitos libros. Si de todos
     no quedara uno solo, volverían
     a engendrar cada hoja y cada línea,
     cada trabajo y cada amor de Hércules,
     cada lección de cada manuscrito.
     En el siglo primero de la Hégira,
     yo, aquel Omar que sojuzgó a los persas
     y que impone el Islam sobre la tierra,
     ordeno a mis soldados que destruyan
     por el fuego la larga Biblioteca,
     que no perecerá. Loados sean
     Dios que no duerme y Muhammad, Su Apóstol.

  ALHAMBRA

     Grata la voz del agua
     a quien abrumaron negras arenas,
     grato a la mano cóncava
     el mármol circular de la columna,
     gratos los finos laberintos del agua
     entre los limoneros,
     grata la música del zéjel,
     grato el amor y grata la plegaria
     dirigida a un Dios que está solo,
     grato el jazmín.
     Vano el alfanje
     ante las largas lanzas de los muchos,
     vano ser el mejor.
     Grato sentir o presentir, rey doliente,
     que tus dulzuras son adioses,
     que te será negada la llave,
     que la cruz del infiel borrará la luna,
     que la tarde que miras es la última.
     Granada, 1976


  METÁFORAS DE
 «LAS MIL Y UNA NOCHES»

     La primera metáfora es el río.
     Las grandes aguas. El cristal viviente
     que guarda esas queridas maravillas
     que fueron del Islam y que son tuyas
     y mías hoy. El todopoderoso
     talismán que también es un esclavo;
     el genio confinado en la vasija
     de cobre por el sello salomónico;
     el juramento de aquel rey que entrega
     su reina de una noche a la justicia
     de la espada, la luna, que está sola;
     las manos que se lavan con ceniza;
     los viajes de Simbad, ese Odiseo
     urgido por la sed de su aventura,
     no castigado por un dios; la lámpara;
     los símbolos que anuncian a Rodrigo
     la conquista de España por los árabes;
     el simio que revela que es un hombre,
     jugando al ajedrez; el rey leproso;
     las altas caravanas; la montaña
     de piedra imán que hace estallar la nave;
     el jeque y la gacela; un orbe fluido
     de formas que varían como nubes,
     sujetas al arbitrio del Destino
     o del Azar, que son la misma cosa;
     el mendigo que puede ser un ángel
     y la caverna que se llama Sésamo.
     La segunda metáfora es la trama
     de un tapiz, que propone a la mirada
     un caos de colores y de líneas
     irresponsables, un azar y un vértigo,
     pero un orden secreto lo gobierna.
     Como aquel otro sueño, el Universo,
     el Libro de las Noches está hecho
     de cifras tutelares y de hábitos:
     los siete hermanos y los siete viajes,
     los tres cadíes y los tres deseos
     de quien miró la Noche de las Noches,
     la negra cabellera enamorada
     en que el amante ve tres noches juntas,
     los tres visires y los tres castigos,
     y encima de las otras la primera
     y última cifra del Señor; el Uno.
     La tercera metáfora es un sueño.
     Agarenos y persas lo soñaron
     en los portales del velado Oriente
     o en vergeles que ahora son del polvo
     y seguirán soñándolo los hombres
     hasta el último fin de su jornada.
     Como en la paradoja del eleata,
     el sueño se disgrega en otro sueño
     y ése en otro y en otros, que entretejen
     ociosos un ocioso laberinto.
     En el libro está el Libro. Sin saberlo,
     la reina cuenta al rey la ya olvidada
     historia de los dos. Arrebatados
     por el tumulto de anteriores magias,
     no saben quiénes son. Siguen soñando.
     La cuarta es la metáfora de un mapa
     de esa región indefinida, el Tiempo,
     de cuanto miden las graduales sombras
     y el perpetuo desgaste de los mármoles
     y los pasos de las generaciones.
     Todo. La voz y el eco, lo que miran
     las dos opuestas caras del Bifronte,
     mundos de plata y mundos de oro rojo
     y la larga vigilia de los astros.
     Dicen los árabes que nadie puede
     leer hasta el fin el Libro de las Noches.
     Las Noches son el Tiempo, el que no duerme.
     Sigue leyendo mientras muere el día
     y Shahrazad te contará tu historia.

  ALGUIEN

     Balkh Nishapur, Alejandría; no importa el nombre. Podemos imaginar un zoco, una taberna, un patio de altos miradores velados, un río que ha repetido los rostros de las generaciones. Podemos imaginar asimismo un jardín polvoriento, porque el desierto no está lejos. Se ha formado una rueda y un hombre habla. No nos es dado descifrar (los reinos y los siglos son muchos) el vago turbante, los ojos ágiles, la piel cetrina y la voz áspera que articula prodigios. Tampoco él nos ve; somos demasiados. Narra la historia del primer jeque y de la gacela o la de aquel Ulises que se apodó Es-Sindibad del Mar.
     El hombre habla y gesticula. No sabe (otros lo sabrán) que es del linaje de los confabulatores nocturni, de los rapsodas de la noche, que Alejandro Bicorne congregaba para solaz de sus vigilias. No sabe (nunca lo sabrá) que es nuestro bienhechor. Cree hablar para unos pocos y unas monedas y en un perdido ayer entreteje el Libro de las Mil y Una Noches.

  CAJA DE MÚSICA

     Música del Japón. Avaramente
     de la clepsidra se desprenden gotas
     de lenta miel o de invisible oro
     que en el tiempo repiten una trama
     eterna y frágil, misteriosa y clara.
     Temo que cada una sea la última.
     Son un ayer que vuelve. ¿De qué templo,
     de qué leve jardín en la montaña,
     de qué vigilias ante un mar que ignoro,
     de qué pudor de la melancolía,
     de qué perdida y rescatada tarde
     llegan a mí, su porvenir remoto?
     No lo sabré. No importa. En esa música
     yo soy. Yo quiero ser. Yo me desangro.

  EL TIGRE

     Iba y venía, delicado y fatal, cargado de infinita energía, del otro lado de los firmes barrotes y todos lo mirábamos. Era el tigre de esa mañana, en Palermo, y el tigre del Oriente y el tigre de Blake y de Hugo y Shere Khan, y los tigres que fueron y que serán y asimismo el tigre arquetipo, ya que el individuo, en su caso, es toda la especie. Pensamos que era sanguinario y hermoso. Norah, una niña, dijo: Está hecho para el amor.

  LEONES

     Ni el esplendor del cadencioso tigre
     ni del jaguar los signos prefijados
     ni del gato el sigilo. De la tribu
     es el menos felino, pero siempre
     ha encendido los sueños de los hombres.
     Leones en el oro y en el verso,
     en patios del Islam y en evangelios,
     vastos leones en el orbe de Hugo,
     leones de la puerta de Micenas,
     leones que Cartago crucifica.
     En el violento cobre de Durero
     las manos de Sansón lo despedazan.
     Es la mitad de la secreta esfinge
     y la mitad del grifo que en las cóncavas
     grutas custodia el oro de la sombra.
     Es uno de los símbolos de Shakespeare.
     Los hombres lo esculpieron con montañas
     y estamparon su forma en las banderas
     y lo coronan rey sobre los otros.
     Con sus ojos de sombra lo vio Milton
     emergiendo del barro el quinto día,
     desligadas las patas delanteras
     y en alto la cabeza extraordinaria.
     Resplandece en la rueda del caldeo
     y las mitologías lo prodigan.
     Un animal que se parece a un perro
     come la presa que le trae la hembra.

  ENDIMIÓN EN LATMOS

     Yo dormía en la cumbre y era hermoso
     mi cuerpo, que los años han gastado.
     Alto en la noche helénica, el centauro
     demoraba su cuádruple carrera
     para atisbar mi sueño. Me placía
     dormir para soñar y para el otro
     sueño lustral que elude la memoria
     y que nos purifica del gravamen
     de ser aquel que somos en la tierra.
     Diana, la diosa, que es también la luna,
     me veía dormir en la montaña
     y lentamente descendió a mis brazos
     oro y amor en la encendida noche.
     Yo apretaba los párpados mortales,
     yo quería no ver el rostro bello
     que mis labios de polvo profanaban.
     Yo aspiré la fragancia de la luna
     y su infinita voz dijo mi nombre.
     Oh las puras mejillas que se buscan,
     oh ríos del amor y de la noche,
     oh el beso humano y la tensión del arco.
     No sé cuánto duraron mis venturas;
     hay cosas que no miden los racimos
     ni la flor ni la nieve delicada.
     La gente me rehúye. Le da miedo
     el hombre que fue amado por la luna.
     Los años han pasado. Una zozobra
     da horror a mi vigilia. Me pregunto
     si aquel tumulto de oro en la montaña
     fue verdadero o no fue más que un sueño.
     Inútil repetirme que el recuerdo
     de ayer y un sueño son la misma cosa.
     Mi soledad recorre los comunes
     caminos de la tierra, pero siempre
     busco en la antigua noche de los númenes
     la indiferente luna, hija de Zeus.

  UN ESCOLIO

     Al cabo de veinte años de trabajos y de extraña aventura, Ulises hijo de Laertes vuelve a su Ítaca. Con la espada de hierro y con el arco ejecuta la debida venganza. Atónita hasta el miedo, Penélope no se atreve a reconocerlo y alude, para probarlo, a un secreto que comparten los dos, y sólo los dos: el de su tálamo común, que ninguno de los mortales puede mover, porque el olivo con que fue labrado lo ata a la tierra. Tal es la historia que se lee en el libro vigésimo tercero de la Odisea.
     Homero no ignoraba que las cosas deben decirse de manera indirecta. Tampoco lo ignoraban sus griegos, cuyo lenguaje natural era el mito. La fábula del tálamo que es un árbol es una suerte de metáfora. La reina supo que el desconocido era el rey cuando se vio en sus ojos, cuando sintió en su amor que la encontraba el amor de Ulises.

  NI SIQUIERA SOY POLVO

     No quiero ser quien soy. La avara suerte
     me ha deparado el siglo diecisiete,
     el polvo y la rutina de Castilla,
     las cosas repetidas, la mañana
     que, prometiendo el hoy, nos da la víspera,
     la plática del cura y del barbero,
     la soledad que va dejando el tiempo
     y una vaga sobrina analfabeta.
     Soy hombre entrado en años. Una página
     casual me reveló no usadas voces
     que me buscaban, Amadís y Urganda.
     Vendí mis tierras y compré los libros
     que historian cabalmente las empresas:
     el Grial, que recogió la sangre humana
     que el Hijo derramó para salvarnos,
     el ídolo de oro de Mahoma,
     los hierros, las almenas, las banderas
     y las operaciones de la magia.
     Cristianos caballeros recorrían
     los reinos de la tierra, vindicando
     el honor ultrajado o imponiendo
     justicia con los filos de la espada.
     Quiera Dios que un enviado restituya
     a nuestro tiempo ese ejercicio noble.
     Mis sueños lo divisan. Lo he sentido
     a veces en mi triste carne célibe.
     No sé aún su nombre. Yo, Quijano,
     seré ese paladín. Seré mi sueño.
     En esta vieja casa hay una adarga
     antigua y una hoja de Toledo
     y una lanza y los libros verdaderos
     que a mi brazo prometen la victoria.
     ¿A mi brazo? Mi cara (que no he visto)
     no proyecta una cara en el espejo.
     Ni siquiera soy polvo. Soy un sueño
     que entreteje en el sueño y la vigilia
     mi hermano y padre, el capitán Cervantes,
     que militó en los mares de Lepanto
     y supo unos latines y algo de árabe…
     Para que yo pueda soñar al otro
     cuya verde memoria será parte
     de los días del hombre, te suplico:
     Mi Dios, mi soñador, sigue soñándome.

  ISLANDIA

     Qué dicha para todos los hombres,
     Islandia de los mares, que existas.
     Islandia de la nieve silenciosa y del agua ferviente.
     Islandia de la noche que se aboveda
     sobre la vigilia y el sueño.
     Isla del día blanco que regresa,
     joven y mortal como Baldr.
     Fría rosa, isla secreta
     que fuiste la memoria de Germania
     y salvaste para nosotros
     su apagada, enterrada mitología,
     el anillo que engendra nueve anillos,
     los altos lobos de la selva de hierro
     que devorarán la luna y el sol,
     la nave que Alguien o Algo construye
     con uñas de los muertos.
     Islandia de los cráteres que esperan,
     y de las tranquilas majadas.
     Islandia de las tardes inmóviles
     y de los hombres fuertes
     que son ahora marineros y barqueros y párrocos
     y que ayer descubrieron un continente.
     Isla de los caballos de larga crin
     que engendran sobre el pasto y la lava,
     isla del agua llena de monedas
     y de no saciada esperanza.
     Islandia de la espada y de la runa,
     Islandia de la gran memoria cóncava
     que no es una nostalgia.

  GUNNAR THORGILSSON
  (1816-1879)

     La memoria del tiempo
     está llena de espadas y de naves
     y de polvo de imperios
     y de rumor de hexámetros
     y de altos caballos de guerra
     y de clamores y de Shakespeare.
     Yo quiero recordar aquel beso
     con el que me besabas en Islandia.

  UN LIBRO

     Apenas una cosa entre las cosas
     pero también un arma. Fue forjada
     en Inglaterra, en 1604,
     y la cargaron con un sueño. Encierra
     sonido y furia y noche y escarlata.
     Mi palma la sopesa. Quién diría
     que contiene el infierno: las barbadas
     brujas que son las parcas, los puñales
     que ejecutan las leyes de la sombra,
     el aire delicado del castillo
     que te verá morir, la delicada
     mano capaz de ensangrentar los mares,
     la espada y el clamor de la batalla.
     Ese tumulto silencioso duerme
     en el ámbito de uno de los libros
     del tranquilo anaquel. Duerme y espera.

  EL JUEGO

     No se miraban. En la penumbra compartida los dos estaban serios y silenciosos.
     Él le había tomado la mano izquierda y le quitaba y le ponía el anillo de marfil y el anillo de plata.
     Luego le tomó la mano derecha y le quitó y le puso los dos anillos de plata y el anillo de oro con piedras duras.
     Ella tendía alternativamente las manos.
     Esto duró algún tiempo. Fueron entrelazando los dedos y juntando las palmas.
     Procedían con lenta delicadeza, como si temieran equivocarse.
     No sabían que era necesario aquel juego para que determinada cosa ocurriera, en el porvenir, en determinada región.

  MILONGA DEL FORASTERO

     La historia corre pareja,
     la historia siempre es igual;
     la cuentan en Buenos Aires
     y en la campaña oriental.
     Siempre son dos los que tallan,
     un propio y un forastero;
     siempre es de tarde. En la tarde
     está luciendo el lucero.
     Nunca se han visto la cara,
     no se volverán a ver;
     no se disputan haberes
     ni el favor de una mujer.
     Al forastero le han dicho
     que en el pago hay un valiente.
     Para probarlo ha venido
     y lo busca entre la gente.
     Lo convida de buen modo,
     no alza la voz ni amenaza;
     se entienden y van saliendo
     para no ofender la casa.
     Ya se cruzan los puñales,
     ya se enredó la madeja,
     ya quedó tendido un hombre
     que muere y que no se queja.
     Sólo esa tarde se vieron.
     No se volverán a ver;
     no los movió la codicia
     ni el amor de una mujer.
     No vale ser el más diestro,
     no vale ser el más fuerte;
     siempre el que muere es aquel
     que vino a buscar la muerte.
     Para esa prueba vivieron
     toda su vida esos hombres;
     ya se han borrado las caras,
     ya se borrarán los nombres.

  EL CONDENADO

     Una de las dos calles que se cruzan puede ser Andes o San Juan o Bermejo; lo mismo da. En el inmóvil atardecer Ezequiel Tabares espera. Desde la esquina puede vigilar, sin que nadie lo note, el portón abierto del conventillo, que queda a media cuadra. No se impacienta, pero a veces cambia de acera y entra en el solitario almacén, donde el mismo dependiente le sirve la misma ginebra, que no le quema la garganta y por la que deja unos cobres. Después, vuelve a su puesto. Sabe que el Chengo no tardará mucho en salir, el Chengo que le quitó la Matilde. Con la mano derecha roza el bultito del puñal que carga en la sisa, bajo el saco cruzado. Hace tiempo que no se acuerda de la mujer; sólo piensa en el otro. Siente la modesta presencia de las manzanas bajas: las ventanas de reja, las azoteas, los patios de baldosa o de tierra. El hombre sigue viendo esas cosas. Sin que lo sepa, Buenos Aires ha crecido a su alrededor como una planta que hace ruido. No ve –le está vedado ver– las casas nuevas y los grandes ómnibus torpes. La gente lo atraviesa y él no lo sabe. Tampoco sabe que padece castigo. El odio lo colma.
     Hoy, 13 de junio de 1977, los dedos de la mano derecha del compadrito muerto Ezequiel Tabares, condenado a ciertos minutos de 1890, rozan en un eterno atardecer un puñal imposible.

  BUENOS AIRES, 1899

     El aljibe. En el fondo la tortuga.
     Sobre el patio la vaga astronomía
     del niño. La heredada platería
     que se espeja en el ébano. La fuga
     del tiempo, que al principio nunca pasa.
     Un sable que ha servido en el desierto.
     Un grave rostro militar y muerto.
     El húmedo zaguán. La vieja casa.
     En el patio que fue de los esclavos
     la sombra de la parra se aboveda.
     Silba un trasnochador por la vereda.
     En la alcancía duermen los centavos.
     Nada. Sólo esa pobre medianía
     que buscan el olvido y la elegía.

  EL CABALLO*

     La llanura que espera desde el principio. Más allá de los últimos durazneros, junto a las aguas, un gran caballo blanco de ojos dormidos parece llenar la mañana. El cuello arqueado, como en una lámina persa, y la crin y la cola arremolinadas. Es recto y firme y está hecho de largas curvas. Recuerdo la curiosa línea de Chaucer: a very horsely horse. No hay con qué compararlo y no está cerca, pero se sabe que es muy alto.
     Nada, salvo ya el mediodía.
     Aquí y ahora está el caballo, pero algo distinto hay en él, porque también es un caballo en un sueño de Alejandro de Macedonia.

  EL GRABADO

     ¿Por qué al hacer girar la cerradura,
     vuelve a mis ojos con asombro antiguo
     el grabado de un tártaro que enlaza
     desde el caballo un lobo de la estepa?
     La fiera se revuelve eternamente.
     El jinete la mira. La memoria
     me concede esta lámina de un libro
     cuyo color y cuyo idioma ignoro.
     Muchos años hará que no la veo.
     A veces me da miedo la memoria.
     En sus cóncavas grutas y palacios
     (dijo san Agustín) hay tantas cosas.
     El infierno y el cielo están en ella.
     Para el primero basta lo que encierra
     el más común y tenue de tus días
     y cualquier pesadilla de tu noche;
     para el otro, el amor de los que aman,
     la frescura del agua en la garganta
     de la sed, la razón y su ejercicio,
     la tersura del ébano invariable
     o –luna y sombra– el oro de Virgilio.

  THINGS THAT
 MIGHT HAVE BEEN

     Pienso en las cosas que pudieron ser y no fueron.
     El tratado de mitología sajona que Beda no escribió.
     La obra inconcebible que a Dante le fue dado acaso entrever,
     ya corregido el último verso de la Comedia.
     La historia sin la tarde de la Cruz y la tarde de la cicuta.
     La historia sin el rostro de Helena.
     El hombre sin los ojos, que nos han deparado la luna.
     En las tres jornadas de Gettysburg la victoria del Sur.
     El amor que no compartimos.
     El dilatado imperio que los Vikings no quisieron fundar.
     El orbe sin la rueda o sin la rosa.
     El juicio de John Donne sobre Shakespeare.
     El otro cuerno del Unicornio.
     El ave fabulosa de Irlanda, que está en dos lugares a un tiempo.
     El hijo que no tuve.

  EL ENAMORADO

     Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,
     lámparas y la línea de Durero,
     las nueve cifras y el cambiante cero,
     debo fingir que existen esas cosas.
     Debo fingir que en el pasado fueron
     Persépolis y Roma y que una arena
     sutil midió la suerte de la almena
     que los siglos de hierro deshicieron.
     Debo fingir las armas y la pira
     de la epopeya y los pesados mares
     que roen de la tierra los pilares.
     Debo fingir que hay otros. Es mentira.
     Sólo tú eres. Tú, mi desventura
     y mi ventura, inagotable y pura.

  G. A. BÜRGER

     No acabo de entender
     por qué me afectan de este modo las cosas
     que le sucedieron a Bürger
     (sus dos fechas están en la enciclopedia)
     en una de las ciudades de la llanura,
     junto al río que tiene una sola margen
     en la que crece la palmera, no el pino.
     Al igual de todos los hombres,
     dijo y oyó mentiras,
     fue traicionado y fue traidor,
     agonizó de amor muchas veces
     y, tras la noche del insomnio,
     vio los cristales grises del alba,
     pero mereció la gran voz de Shakespeare
     (en la que están las otras)
     y la de Angelus Silesius de Breslau
     y con falso descuido limó algún verso,
     en el estilo de su época.
     Sabía que el presente no es otra cosa
     que una partícula fugaz del pasado
     y que estamos hechos de olvido:
     sabiduría tan inútil
     como los corolarios de Spinoza
     o las magias del miedo.
     En la ciudad junto al río inmóvil,
     unos dos mil años después de la muerte de un dios
     (la historia que refiero es antigua),
     Bürger está solo y ahora,
     precisamente ahora, lima unos versos.

  LA ESPERA

     Antes que suene el presuroso timbre
     y abran la puerta y entres, oh esperada
     por la ansiedad, el universo tiene
     que haber ejecutado una infinita
     serie de actos concretos. Nadie puede
     computar ese vértigo, la cifra
     de lo que multiplican los espejos,
     de sombras que se alargan y regresan,
     de pasos que divergen y convergen.
     La arena no sabría numerarlos.
     (En mi pecho, el reloj de sangre mide
     el temeroso tiempo de la espera.)
     Antes que llegues,
     un monje tiene que soñar con un ancla,
     un tigre tiene que morir en Sumatra,
     nueve hombres tienen que morir en Borneo.

  EL ESPEJO

     Yo, de niño, temía que el espejo
     me mostrara otra cara o una ciega
     máscara impersonal que ocultaría
     algo sin duda atroz. Temí asimismo
     que el silencioso tiempo del espejo
     se desviara del curso cotidiano
     de las horas del hombre y hospedara
     en su vago confín imaginario
     seres y formas y colores nuevos.
     (A nadie se lo dije; el niño es tímido.)
     Yo temo ahora que el espejo encierre
     el verdadero rostro de mi alma,
     lastimada de sombras y de culpas,
     el que Dios ve y acaso ven los hombres.

  A FRANCIA

     El frontispicio del castillo advertía:
     Ya estabas aquí antes de entrar
     y cuando salgas no sabrás que te quedas.
     Diderot narra la parábola. En ella están mis días,
     mis muchos días.
     Me desviaron otros amores
     y la erudición vagabunda,
     pero no dejé nunca de estar en Francia
     y estaré en Francia cuando la grata muerte me llame
     en un lugar de Buenos Aires.
     No diré la tarde y la luna; diré Verlaine.
     No diré el mar y la cosmogonía; diré el nombre de Hugo.
     No la amistad, sino Montaigne.
     No diré el fuego; diré Juana,
     y las sombras que evoco no disminuyen
     una serie infinita.
     ¿Con qué verso entraste en mi vida
     como aquel juglar del Bastardo
     que entró cantando en la batalla,
     que entró cantando la Chanson de Roland
     y no vio el fin, pero presintió la victoria?
     La firme voz rueda de siglo en siglo
     y todas las espadas son Durendal.

  MANUEL PEYROU

     Suyo fue el ejercicio generoso
     de la amistad genial. Era el hermano
     a quien podemos, en la hora adversa,
     confiarle todo o, sin decirle nada,
     dejarle adivinar lo que no quiere
     confesar el orgullo. Agradecía
     la variedad del orbe, los enigmas
     de la curiosa condición humana,
     el azul del tabaco pensativo,
     los diálogos que lindan con el alba,
     el ajedrez heráldico y abstracto,
     los arabescos del azar, los gratos
     sabores de las frutas y las aves,
     el café insomne y el propicio vino
     que conmemora y une. Un verso de Hugo
     podía arrebatarlo. Yo lo he visto.
     La nostalgia fue un hábito de su alma.
     Le placía vivir en lo perdido,
     en la mitología cuchillera
     de una esquina del Sur o de Palermo
     o en tierras que a los ojos de su carne
     fueron vedadas: la madura Francia
     y América del rifle y de la aurora.
     En la vasta mañana se entregaba
     a la invención de fábulas que el tiempo
     no dejará caer y que conjugan
     aquella valentía que hemos sido
     y el amargo sabor de lo presente.
     Luego fue declinando y apagándose.
     Esta página no es una elegía.
     No dije ni las lágrimas ni el mármol
     que prescriben los cánones retóricos.
     Atardece en los vidrios. Llanamente
     hemos hablado de un querido amigo
     que no puede morir. Que no se ha muerto.

  THE THING I AM*

     He olvidado mi nombre. No soy Borges
     (Borges murió en La Verde, ante las balas)
     ni Acevedo, soñando una batalla,
     ni mi padre, inclinado sobre el libro
     o aceptando la muerte en la mañana,
     ni Haslam, descifrando los versículos
     de la Escritura, lejos de Northumberland,
     ni Suárez, de la carga de las lanzas.
     Soy apenas la sombra que proyectan
     esas íntimas sombras intrincadas.
     Soy su memoria, pero soy el otro
     que estuvo, como Dante y como todos
     los hombres, en el raro Paraíso
     y en los muchos Infiernos necesarios.
     Soy la carne y la cara que no veo.
     Soy al cabo del día el resignado
     que dispone de un modo algo distinto
     las voces de la lengua castellana
     para narrar las fábulas que agotan
     lo que se llama la literatura.
     Soy el que hojeaba las enciclopedias,
     el tardío escolar de sienes blancas
     o grises, prisionero de una casa
     llena de libros que no tienen letras
     que en la penumbra escande un temeroso
     hexámetro aprendido junto al Ródano,
     el que quiere salvar un orbe que huye
     del fuego y de las aguas de la Ira
     con un poco de Fedro y de Virgilio.
     El pasado me acosa con imágenes.
     Soy la brusca memoria de la esfera
     de Magdeburgo o de dos letras rúnicas
     o de un dístico de Angelus Silesius.
     Soy el que no conoce otro consuelo
     que recordar el tiempo de la dicha.
     Soy a veces la dicha inmerecida.
     Soy el que sabe que no es más que un eco,
     el que quiere morir enteramente.
     Soy acaso el que eres en el sueño.
     Soy la cosa que soy. Lo dijo Shakespeare.
     Soy lo que sobrevive a los cobardes
     y a los fatuos que ha sido.

  UN SÁBADO

     Un hombre ciego en una casa hueca
     fatiga ciertos limitados rumbos
     y toca las paredes que se alargan
     y el cristal de las puertas interiores
     y los ásperos lomos de los libros
     vedados a su amor y la apagada
     platería que fue de los mayores
     y los grifos del agua y las molduras
     y unas vagas monedas y la llave.
     Está solo y no hay nadie en el espejo.
     Ir y venir. La mano roza el borde
     del primer anaquel. Sin proponérselo,
     se ha tendido en la cama solitaria
     y siente que los actos que ejecuta
     interminablemente en su crepúsculo
     obedecen a un juego que no entiende
     y que dirige un dios indescifrable.
     En voz alta repite y cadenciosa
     fragmentos de los clásicos y ensaya
     variaciones de verbos y de epítetos
     y bien o mal escribe este poema.

  LAS CAUSAS*

     Los ponientes y las generaciones.
     Los días y ninguno fue el primero.
     La frescura del agua en la garganta
     de Adán. El ordenado Paraíso.
     El ojo descifrando la tiniebla.
     El amor de los lobos en el alba.
     La palabra. El hexámetro. El espejo.
     La Torre de Babel y la soberbia.
     La luna que miraban los caldeos.
     Las arenas innúmeras del Ganges.
     Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.
     Las manzanas de oro de las islas.
     Los pasos del errante laberinto.
     El infinito lienzo de Penélope.
     El tiempo circular de los estoicos.
     La moneda en la boca del que ha muerto.
     El peso de la espada en la balanza.
     Cada gota de agua en la clepsidra.
     Las águilas, los fastos, las legiones.
     César en la mañana de Farsalia.
     La sombra de las cruces en la tierra.
     El ajedrez y el álgebra del persa.
     Los rastros de las largas migraciones.
     La conquista de reinos por la espada.
     La brújula incesante. El mar abierto.
     El eco del reloj en la memoria.
     El rey ajusticiado por el hacha.
     El polvo incalculable que fue ejércitos.
     La voz del ruiseñor en Dinamarca.
     La escrupulosa línea del calígrafo.
     El rostro del suicida en el espejo.
     El naipe del tahúr. El oro ávido.
     Las formas de la nube en el desierto.
     Cada arabesco del calidoscopio.
     Cada remordimiento y cada lágrima.
     Se precisaron todas esas cosas
     para que nuestras manos se encontraran.

  ADÁN ES TU CENIZA

     La espada morirá como el racimo.
     El cristal no es más frágil que la roca.
     Las cosas son su porvenir de polvo.
     El hierro es el orín. La voz, el eco.
     Adán, el joven padre, es tu ceniza.
     El último jardín será el primero.
     El ruiseñor y Píndaro son voces.
     La aurora es el reflejo del ocaso.
     El micenio, la máscara de oro.
     El alto muro, la ultrajada ruina.
     Urquiza, lo que dejan los puñales.
     El rostro que se mira en el espejo
     no es el de ayer. La noche lo ha gastado.
     El delicado tiempo nos modela.
     Qué dicha ser el agua invulnerable
     que corre en la parábola de Heráclito
     o el intrincado fuego, pero ahora,
     en este largo día que no pasa,
     me siento duradero y desvalido.

  HISTORIA DE LA NOCHE

     A lo largo de sus generaciones
     los hombres erigieron la noche.
     En el principio era ceguera y sueño
     y espinas que laceran el pie desnudo
     y temor de los lobos.
     Nunca sabremos quién forjó la palabra
     para el intervalo de sombra
     que divide los dos crepúsculos;
     nunca sabremos en qué siglo fue cifra
     del espacio de estrellas.
     Otros engendraron el mito.
     La hicieron madre de las Parcas tranquilas
     que tejen el destino
     y le sacrificaban ovejas negras
     y el gallo que presagia su fin.
     Doce casas le dieron los caldeos;
     infinitos mundos, el Pórtico.
     Hexámetros latinos la modelaron
     y el terror de Pascal.
     Luis de León vio en ella la patria
     de su alma estremecida.
     Ahora la sentimos inagotable
     como un antiguo vino
     y nadie puede contemplarla sin vértigo
     y el tiempo la ha cargado de eternidad.
     Y pensar que no existiría
     sin esos tenues instrumentos, los ojos.

  EPÍLOGO

     Un hecho cualquiera –una observación, una despedida, un encuentro, uno de esos curiosos arabescos en que se complace el azar– puede suscitar la emoción estética. La suerte del poeta es proyectar esa emoción, que fue íntima, en una fábula o en una cadencia. La materia de que dispone, el lenguaje, es, como afirma Stevenson, absurdamente inadecuada. ¿Qué hacer con las gastadas palabras –con los idola fori de Francis Bacon– y con algunos artificios retóricos que están en los manuales? A primera vista, nada o muy poco. Sin embargo, basta una página del propio Stevenson o una línea de Séneca para demostrar que la empresa no siempre es imposible. Para eludir la controversia he elegido ejemplos pretéritos; dejo al lector el vasto pasatiempo de buscar otras felicidades, quizá más inmediatas.
     Un volumen de versos no es otra cosa que una sucesión de ejercicios mágicos. El modesto hechicero hace lo que puede con sus modestos medios. Una connotación desdichada, un acento erróneo, un matiz, pueden quebrar el conjuro. Whitehead ha denunciado la falacia del diccionario perfecto: suponer que para cada cosa hay una palabra. Trabajamos a tientas. El universo es fluido y cambiante; el lenguaje, rígido.
     De cuantos libros he publicado, el más íntimo es éste. Abunda en referencias librescas; también abundó en ellas Montaigne, inventor de la intimidad. Cabe decir lo mismo de Robert Burton, cuya inagotable Anatomy of Melancholy –una de las obras más personales de la literatura– es una suerte de centón que no se concibe sin largos anaqueles. Como ciertas ciudades, como ciertas personas, una parte muy grata de mi destino fueron los libros. ¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano.
     J. L. B.
 Buenos Aires, 7 de octubre de 1977


  *NOTAS

     *Inscripción. «Helmum behongen» (Beowulf, verso 3.139) quiere decir en anglosajón «exornada de yelmos».
     *Alejandría, 641 A.D. Omar, contra toda verosimilitud, habla de los trabajos de Hércules. No sé si cabe recordar que es una proyección del autor. La verdadera fecha es 1976, no el primer siglo de la Hégira.
     *El caballo. Debo corregir una cita. Chaucer («The Squieres Tale», 194) escribió:
     Therwith so horsly, and so quik of yë.
     *The Thing I Am. Parolles, personaje subalterno de All’s Well That Ends Well, sufre una humillación. Súbitamente lo ilumina la luz de Shakespeare y dice las palabras:
               Captain I’ll be no more
     But I will eat and drink and sleep as soft
     As captain shall. Simply the thing I am
     Shall make me live.
     En el verso penúltimo se oye el eco del tremendo nombre Soy El Que Soy, que en la versión inglesa se lee I am that I am (Buber entiende que se trata de una evasiva del Señor urdida para no entregar su verdadero y secreto nombre a Moisés). Swift, en las vísperas de su muerte, erraba loco y solo de habitación en habitación, repitiendo «I am that I am». Como el Creador, la criatura es lo que es, siquiera de manera adjetiva.
     *Las causas. Unos quinientos años antes de la Era Cristiana, alguien escribió: «Chuang-Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre».

Fuente:
EMECÉ EDITORES.

martes, 18 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. LA PERSONALIDAD Y EL BUDDHA.


LA PERSONALIDAD Y EL BUDDHA

En el volumen que Edmund Hardy, en 1890, dedicó a una exposición del budismo —Der Buddismus nach alteren Pali-Werken—, hay un capítulo que Schmidt, revisor de la segunda edición, estuvo a punto de omitir pero cuyo tema gravita (a veces de un modo secreto, siempre de un modo inevitable) en todo juicio occidental sobre el Buddha. Me refiero a la comparación de la personalidad del Buddha con la personalidad de Jesús. Esa comparación es viciosa, no sólo por las diferencias profundas (de cultura, de nación, de propósito) que separan a los dos maestros, sino por el concepto mismo de personalidad, que conviene a uno, no a otro. En el prólogo de la admirada y sin duda admirable versión de Karl Eugen Neumann se alaba el "ritmo personal" de los sermones del Buddha; Hermann Beckh (Buddhismus, I, 89) cree percibir en los textos del canon pali "el sello de una personalidad singular"; ambas cosas, entiendo, pueden inducir a error.

Es verdad que no faltan, en la leyenda y en la historia del Buddha, esas leves e irracionales contradicciones que son el estilo del yo —la admisión de su hijo Rahula en la orden, a la edad de siete años, contrariando los mismos reglamentos estatuidos por él; la elección de un sitio agradable, "con un río de agua muy clara y campos y poblaciones alrededor", para los duros años de penitencia; la mansedumbre del hombre que, al predicar, lo hace "con voz de león"; el deplorado almuerzo de carne salada de cerdo (según Friedrich Zimmermann, de hongos) que apresura la muerte del gran asceta—, pero su número es limitado. Tan limitado que Senart, en un Essai sur la légende du Bouddba, publicado en 1882, propuso una "hipótesis solar", según la cual el Buddha es, como Hércules, una personificación del sol, y su biografía es un caso muy avanzado de symbolisme atmosphérique. Mará es las nubes tormentosas, la Rueda de la Ley que el Buddha hizo girar en Benares es el disco solar, el Buddha muere al anochecer... Aún más escéptico, o más crédulo, que Senart, el indólogo holandés H. Kern vio en el primer concilio budista la figuración alegórica de una constelación. Otto Franke, en 1914, pudo escribir que "Buddha Gotama equivale estrictamente a N. N".

Sabemos que el Buddha, antes de ser el Buddha (antes de ser el Despierto), era un príncipe, llamado Gautama y Siddhartha. Sabemos que a los veintinueve años dejó su mujer, sus mujeres, su hijo, y practicó la vida ascética, como antes la vida carnal. Sabemos que durante seis años gastó su cuerpo en las penitencias; cuando el sol o la lluvia caían sobre él, no cambiaba de sitio; los dioses que lo vieron tan demacrado creyeron que había muerto. Sabemos que al fin comprendió que la mortificación es inútil y se bañó en las aguas de un río y su cuerpo recuperó el antiguo fulgor. Sabemos que buscó la higuera sagrada que en cada ciclo de la historia resurge en el continente del Sur para que a su sombra puedan los Buddhas alcanzar el Nirvana. Después, la alegoría o la leyenda empañan los hechos. Mará, dios del amor y de la muerte, quiere abrumarlo con ejércitos de jabalíes, de peces, de caballos, de tigres y de monstruos; Siddhartha, inmóvil y sentado, los vence, pensándolos irreales. Las huestes infernales lo bombardean con montañas de fuego; éstas, por obra de su amor, se convierten en palacios de flores. Los proyectiles configuran aureolas o forman una cúpula sobre el héroe. Las hijas de Mará quieren tentarlo; les dice que son huecas y corruptibles. Antes del alba, cesa la batalla ilusoria y Siddhartha ve sus previas encarnaciones (que ahora tendrán fin pero que no tuvieron principio) y las de todas las criaturas y la incesante red que entretejen los efectos y causas del universo. Intuye, entonces, las Cuatro Verdades Sagradas que predicará en el Parque de las Gacelas. Ya no es el príncipe Siddhartha, es el Buddha. Es el Despierto, el que ya no sueña que es alguien, el que no dice: "Yo soy, éste es mi padre, ésta es mi madre, ésta es mi heredad". Es también el Tathágata, el que recorrió su camino, el cansado de su camino.

En la primera vigilia de la noche, Siddhartha recuerda los animales, los hombres y los dioses que ha sido, pero es erróneo hablar de trasmigraciones de su alma. A diferencia de otros sistemas filosóficos del Indostán, el budismo niega que haya almas. El Milindapañha, obra apologética del siglo ii, refiere un debate cuyos interlocutores son el rey de la Bactriana, Menandro, y el monje Nagasena; éste razona que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ellas. La primera suma teológica del budismo, el Visuddbimagga (Sendero de la pureza), declara que todo hombre es una ilusión, impuesta a los sentidos por una serie de hombres momentáneos y solos. "El hombre de un momento pasado", nos advierte ese libro, "ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá", dictamen que podemos cotejar con éste de Plutarco (De E apud Delphos, 18): "El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de mañana". Un carácter, no un alma, yerra en los ciclos del Samsara de un cuerpo a otro; un carácter, no un alma, logra finalmente el Nirvana, o sea la extinción. (Durante años, el neófito se adiestra para el Nirvana mediante rigurosos ejercicios de irrealidad. Al andar por la casa, al conversar, al comer, al beber, debe reflexionar que tales actos son ilusorios y no requieren un actor, un sujeto constante.)

En el Sendero de la Pureza se lee: "En ningún lado soy un algo para alguien, ni alguien es algo para mí"; creerse un yo —attavada— es la peor de las herejías para el budismo. Nagarjuna, fundador de la escuela del Gran Vehículo, forjó argumentos que demostraban que el mundo aparencial es vacuidad; ebrio de razón, los volvió después (no pudo no volverlos) contra las Verdades Sagradas, contra el Nirvana, contra el Buddha. Ser, no ser, ser y no ser, ni ser ni no ser; Nagarjuna refutó la posibilidad de esas alternativas. Negadas la substancia y los atributos, tuvo asimismo que negar su extinción; si no hay Samsara, tampoco hay extinción del Samsara y es erróneo decir que el Nirvana es. No menos erróneo, observó, es decir que no es, porque negado el ser, queda también negado el no ser, que depende (siquiera verbalmente) de aquél. "No hay objetos, no hay conocimiento, no hay ignorancia, no hay destrucción de la ignorancia, no hay dolor, no hay origen del dolor, no hay aniquilación del dolor, no hay camino que lleve a la aniquilación del dolor, no hay obtención, no hay no-obtención del Nirvana", nos advierte uno de los sutras del Gran Vehículo. Otro funde en un solo plano alucinatorio el universo y la liberación, Nirvana y Samsara. "Nadie se extingue en el Nirvana, porque la extinción de inconmensurables, innumerables seres en el Nirvana es como la extinción de una fantasmagoría creada por artes mágicas." La negación no basta y se llega a negaciones de negaciones; el mundo es vacuidad y también es vacía la vacuidad. Los primeros libros del canon habían declarado que el Buddha, durante su noche sagrada, intuyó la infinita encadenación de todos los efectos y causas; los últimos, redactados siglos después, razonan que todo conocimiento es irreal y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.

Tales pasajes no son ejercicios retóricos; proceden de una metafísica y de una ética. Podemos contrastarlos con muchos de fuente occidental; por ejemplo, con aquella carta en que César dice que ha puesto en libertad a sus adversarios políticos, a riesgo de que retomen las armas, "porque nada anhelo más que ser como soy y que ellos sean como son". El goce occidental de la personalidad late en esas palabras, que Macaulay juzgaba las más nobles que jamás se escribieron. Aún más ilustrativa es la catástrofe de Peer Gynt; el misterioso Fundidor se dispone a derretir al héroe; esta consumación, infernal en América y en Europa, equivale estrictamente al Nirvana.

Oldcnberg ha observado que el Indostán es tierra de tipos genéricos, no de individualidades. Sus vastas obras son de carácter colectivo o anónimo; es común atribuirlas a determinadas escuelas, familias o comunidades de monjes, cuando no a seres míticos (Winternitz: Geschichte der indischen Litteratur, I, 24) o, con indiferencia espléndida, al Tiempo (Fatone: El budismo "nihilista", 14).

El budismo niega la permanencia del yo, el budismo predica la anulación; imaginar que el Buddha, que voluntariamente dejó de ser el príncipe Siddhartha, pudo resignarse a guardar los miserables rasgos diferenciales que integran la llamada personalidad, es no comprender su doctrina. También es trasladar —anacrónicamente, absurdamente— una superstición occidental a un terreno asiático. Léon Bloy o Francis Thompson hubieran sido para el Buddha ejemplos cabales de hombres extraviados y erróneos, no sólo por la creencia de merecer atenciones divinas sino por su tarea de elaborar, dentro del lenguaje común, un pequeño y vanidoso dialecto. No es indispensable ser budista para entenderlo así; todos sentimos que el estilo de Bloy, en el que cada frase busca un asombro, es moralmente inferior al de Gide, que es, o simula ser, genérico.

De Chaucer a Marcel Proust, la materia de la novela es el no repetible, singular sabor de las almas; para el budismo no hay tal sabor o es una de las tantas vanidades del simulacro cósmico. El Cristo predicó para que los hombres tuvieran vida y para que la tuvieran en abundancia (Juan, 10: 10); el Buddha, para proclamar que este mundo, infinito en el tiempo y en el espacio, es un fuego doliente. "Buddha Gotama equivale estrictamente a N. N.", escribió Otto Franke; cabría contestarle que el Buddha quiso ser N. N.

Sur, 1931-1951,'Buenos Aires, Año XIX, N° 192-193-194, octubre-diciembre de 1950, Año del Libertador General San Martín.

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