«Non sunt multiplicando entia praeter necessitatem.» La sentencia de Guillermo de Occam (h. 1280-h. 1349), conocida como «la navaja de Occam», es quizás, en plena Edad Media, la más radical reivindicación de la experiencia del hombre en el mundo como un acto complementario del tiempo, del espacio y, aun, del cielo metafísico. El tiempo y el espacio no son independientes de la experiencia. El cielo (Dios) soporta la presencia de la materia humana, no la condena ni la contradice. Por eso se suele ver en Occam al padre lejano pero cierto de la experiencia científica. Sin Occam, ni Copérnico ni Galileo se hubiesen atrevido a divorciar la razón de la fe, la experiencia científica de la existencia de Dios, al grado de que sus descendientes más radicales, los occamistas, no sólo separaron la Iglesia del Estado, sino que miraron con sospecha —y aun, condena— a un Dios que nos había engañado.
Me excuso de esta breve exposición que radica la experiencia (incluyendo la experiencia divina) en el conocimiento y la ética humanistas. Ello no otorga a la experiencia humana, me apresuro a decirlo, poderes omnímodos o mucho menos divinos. Creerlo es caer en el pecado del orgullo y exponerse al saldo trágico de la derrota, la decepción y el engaño. Humana es la experiencia, y necesaria. ¿Pero es libre, o es fatal? ¿Cómo es libre y cómo es fatal? Estas preguntas desvelan nuestras existencias porque reúnen, en un haz, cuanto constituye nuestra manera de vivir la vida.
La experiencia es deseo, afán o proyecto de realizarse en sí misma, en el mundo, en mi yo y en los demás.
Abarca mucho. ¿Aprieta poco? ¿Quién no le da a la experiencia un valor inmenso, casi sinónimo de la vida misma: experiencia del amor, de la amistad, del trabajo, de la creación, del poder, de la felicidad? Pero experiencia significa también orgullo, vergüenza, ambición, temor. Y placer. Y esperanza.
Por qué hay experiencias dañinas, nos preguntamos si las heridas sólo se cierran si nos hacemos cargo de lo que las causó. Porque hay experiencias benéficas, construimos la esperanza de que lo bueno se repetirá, de que siempre habrá algo más.
Sin embargo, la propia experiencia —buena o mala— se encarga de recordarnos que, una y otra vez. defraudaremos la oportunidad del día, les daremos la espalda a quienes requieren nuestra atención; ni siquiera nos escucharemos a nosotros mismos. Una y otra vez, lo que creíamos permanente demostrará que es sólo fugitivo. Una y otra vez lo que imaginamos repetible, no tuvo lugar nunca más...
Y es que la experiencia, como la Tierra de Galileo, se mueve. Se desplaza y su motor más íntimo es el deseo. En un momento dado. Borges describe el objeto del deseo como otro deseo. El hijo de un soñador ignora que está siendo soñado y el temor del padre es que su vástago fantasmal descubra que no es en verdad un hombre, sino la proyección del sueño —del deseo— de otro hombre. El vértigo de la situación se resuelve cuando el padre descubre que él, también, está siendo soñado. Esto es, que él, también, está siendo deseado. En Balzac, lo indiqué más arriba, el objeto del deseo es un fetiche —el cuerpo de una mujer y la piel de zapa que cumple el deseo de su poseedor.
Balzac en La piel de zapa, Freud en La interpretación de los sueños, Borges en Las ruinas circulares, dan fe cabal de la relación entre experiencia y desplazamiento.
Desplazar: mudar de lugar. Desplazamiento: abandonar la plaza. Movimiento, traslado, cambio, mutación, transferencia: el dinero circula, el héroe asciende, el descubridor viaja, el conquistador empuja y sus naves desplazan toneladas de agua y voluntad y pasión y sueño. Desplazamiento: distorsión de la imagen visual mediante la inversión de sus coordenadas usuales: izquierda y derecha, arriba y abajo, desorientación occidental y profundidad del Sur y lejanía del Oeste y pérdida del Norte o sea nueva desorientación y desplazamiento freudiano como actividad del sueño, trabajo del sueño comparable al de la novela: omisión, modificación, reagrupamiento de la materia, sustitución de satisfactores, cambio del objeto del deseo, sublimación de la percepción, la identificación y la nominación de las cosas, disfraz del sueño erótico convertido en sueño social, mascarada de la realidad social condensada en la abreviación de un sueño de amor. Exorcismo de la pesadilla. Triunfo de la alusión reemplazada. Traslación de la inmediatez a la mediatez. Formas del movimiento no sólo en superficie sino en profundidad: viajes alrededor de mi cuarto, viajes al centro de la tierra, viajes de Ulises y Phileas Fogg, pero también del Narrador de Proust y del Insecto de Kafka: desplazamientos hacia el faro, hacia la montaña mágica, pero también detrás del espejo de Alicia y en el jardín de los senderos que se bifurcan.
Occam nos pide pasar por alto el movimiento como mera reaparición de una cosa en un lugar diferente. En cambio, Borges, Balzac y Freud nos dan las pruebas de una experiencia que requiere del desplazamiento, del movimiento de un lugar (anímico o físico) a otro, pero mediante una transformación, una metamorfosis. ¿De qué? De la experiencia en destino.
Se dice con facilidad pero se opera, más que con dificultad —sin eximirla— con complejidad. Transformar la experiencia en destino implica, para empezar, el deseo. Pero el deseo, a su vez, se abre como un abanico de posibilidades. Es deseo de ser feliz. Un deseo que la Ilustración consagró como derecho, sobre todo en las leyes fundadoras de los Estados Unidos: «The pursuit of happiness.» Pero aunque hay filosofías que sólo entienden la felicidad como hermana de la pasividad, la cultura fáustica del Occidente, imperante e imperiosa, nos propone que actuemos para ser felices. La experiencia de la acción es la condición para llegar a la felicidad. Pero esa acción va a encontrar una multitud de escollos. Comparable al viaje de Ulises, la Odisea de la búsqueda de la felicidad navegará peligrosamente entre Escila y Caribdis, oirá los cantos de las sirenas, se entretendrá en los brazos de Calipso, correrá el riesgo de convertir lo que busca en su opuesto: el ángel en cerdo. Verá y será vista por el ojo temible del gigante Polifemo. Y regresará al hogar para enfrentarse a los pretendientes, a los usurpadores de lo que consideramos nuestro.
La experiencia activa va a encontrarse con el mal. Y lo malo del mal es que conoce al bien. El bien, por serlo, goza de la inocencia de sólo saberse a sí mismo. El mal lleva las de ganar porque se conoce a sí mismo y al bien. La experiencia del bien es cogida de sorpresa por el mal como los vaqueros por los indios en los desfiladeros del Lejano Oeste. Nuestro dilema es que para vencer al mal, el bien debe conocerlo. Conocerlo sin practicarlo. ¿Exigencia para santos? ¿O tenemos maneras de conocer el mal sin experimentarlo?
Como hombre fáustico occidental, me cuesta entender o practicar las filosofías orientales que saben vencer pasivamente al mal. La historia maligna de mi tiempo me lleva a oponerme activamente a los atentados contra la libertad y la vida. Pero no soy inconsciente de que la energía para ganar el bien es comparable a la energía para alcanzar el mal. Tanta energía, tanta experiencia dispensa el creador disciplinado —artista, político, empresario, obrero, profesionista— para obtener el bien como la que requiere para perderlo. La drogadicción, lo sabemos quienes la hemos visto de cerca, requiere tanta energía, tanta voluntad, tanta astucia, como pintar un mural, organizar una empresa o llevar a cabo un quíntuplo bypass cardíaco.
Se levantará el templo de la ética para que la experiencia humana sea, difícil, excepcionalmente, constructiva. Ello requiere, a mi entender, un alto grado de atención que rebasa nuestro propio yo, nuestro propio interés, para prestarle cuidado a la necesidad del otro, ligando nuestra subjetividad interna a la objetividad del mundo a través de lo que mi yo y el mundo compartimos: la comunidad, el nosotros. Si ésta es una variedad del imperativo kantiano, sea. Acaso Kant es el último pensador que pudo ser plenamente moral, antes de que la historia demostrase (Nietzsche) que ella, la historia, rara vez coincidía ni con el bien ni con la felicidad.
Semejante escepticismo nos ha hecho valorar, puesto que aún somos, decrépitos, arruinados, prisioneros de la última gran revolución cultural, que fue el romanticismo, la experiencia de la pasión, al grado de no poder concebir experiencia sin pasión. «Corazón apasionado», dice la vieja canción mexicana. Pues pasión significa reconocer y respetar y procurar la grandeza de las emociones humanas, al grado de creer que son las pasiones mismas las que constituyen el alma humana. La experiencia de la pasión trata de concebirse como libre obediencia a impulsos válidos, existenciales. Describo en una de mis novelas una pasión que abarca la entrega y la reserva necesarias para que el arrebato pasional culmine realmente.
A la entrada de la casa era reservado, discreto... En el segundo piso era entregado, abierto, como si sólo la exclusión le colocase a mitad de la intemperie, sin reserva alguna para el tiempo del amor. No pudo resistir la idea de esa combinación, una manera completa de ser hombre, sereno y apasionado, abierto y secreto, discreto vestido, indiscreto desnudo... Aquí estaba, al fin, desde siempre o inventado ahora mismo, pero revelador de un anhelo eterno.
Tener deseos y saber mantenerlos, corregirlos, desecharlos... ¿Cuál es el camino de este ideal de la experiencia? Precisamente el equilibrio difícil entre el momento activo y el momento paciente. Basta ver (no imaginar: constatar diariamente en imágenes y noticias) la manera como la pasión degenera en violencia, para reaccionar a favor de un equilibrio que no condene a la pasión, que tantas satisfacciones nos da, gracias a una paciencia que no es la de Job, sino la de la resistencia: el coraje moral de Sócrates, de Bruno, de Galileo, de Ajmátova y de Mandelstam, de Edith Stein y de Simone Weil, de todos los humillados y ofendidos de la ciudad del hombre, de todos los pacientes peregrinos a la ciudad de Dios.
El compás de espera es inseparable de la atención. No es resignación. No es la impaciencia terrible del confesionario católico, donde arruinamos la experiencia revelándosela a un hombre que puede ser tan lúbrico como lo revelan las instrucciones a los confesores de las colonias españolas («Niña, ¿te has visto desnuda en un espejo? ¿Has deseado el miembro de tu padre?») o tan indiferente como los soñolientos párrocos que dispensan padrenuestros y avemarias o tan atento, también es cierto, como el excepcional sacerdote que asume la voz de la confesión para apartarla del comercio de salón y hacerla objeto de comunión —de atención, repito, compartida...
El corazón de la experiencia, más bien, es la conciencia misma de que toda experiencia es limitada. Y no sólo porque nos embargue, como a Pascal, el vértigo de los espacios infinitos, sino porque la muerte, si no la vida, y la mirada de la noche, si no la ceguera del día, nos dicen que la experiencia es limitada y el universo, infinito. Nos lo comprueba el hecho de que no hay experiencia, por buena o valiosa que sea, que se cumpla plenamente. Lo sabe el artista, que no necesita dar el cincelazo de Miguel Ángel para asegurar la imperfección de la obra. Si la obra fuese perfecta, sería divina: sería impenetrable, sagrada. La muerte nos dirá lo mismo de la experiencia. Han muerto Sócrates y Greta Garbo. Ni el filósofo volverá a reunirse a dialogar, ni habrá más pensamientos suyos que los consignados por Platón. Todo lo demás (que no era lo de más) —memoria, humor, previsión, esperanza, física y psíquica actualidad— se ha ido para siempre. Greta Garbo nos mirará desde siempre y para siempre como la Reina Cristina, desde la proa del barco que la lleva lejos del amor a la memoria apasionada —pero Greta Gustaffson no filmará una sola película más. Sí, corazón apasionado —pero disimula su tristeza. Pues el que nace desgraciado, desde la cuna comienza a vivir martirizado.
Se necesita un valor temerario para vivir una experiencia sin techo, expuesta a todos los riesgos. Goethe, típicamente, pedía que buscáramos el infinito en nosotros mismos. «Y si no lo encuentras en tu ser y en tu pensamiento, no habrá piedad para ti.» Pero sí habrá la conciencia de los límites que el joven y romántico autor de Werther supo equilibrar con moral y estética en el Wilhelm Meister. Todo tiene un límite y el desafío a nuestra libertad es una pregunta: ¿rebasarla o no? La respuesta es otro desafío. Si queremos aumentar el área de la experiencia, debemos conocer los límites de la experiencia. No los límites políticos, psicológicos o éticos, sino los límites inherentes a cualquier experiencia por el hecho de serlo. Cada cual tendrá su cuadrante personal para medir esos límites. Einstein no rebasó los suyos. Hitler, sí.
Un personaje de Los años con Laura Díaz dice que quiere estar en un lugar donde se sienta en peligro y al mismo tiempo necesite protección, no para dejar de sentirse en peligro, sino para no engañarse con la ilusión de su propia fuerza... ¿A cuántas personas no conocemos que realizan un extraordinario esfuerzo para mostrarse fuertes ante el mundo porque conocen demasiado bien sus debilidades internas? Ganarle la partida a la debilidad haciéndonos fuertes por dentro para que el mundo no nos engañe con una fuerza falsa, una limosna de poder, o el insulto de la lástima. La resistencia estoica debe tomarse en serio, pues nada le sucede a nadie que él o ella no estén preparados por la naturaleza para soportar, nos dice Marco Aurelio. Y añade: «El tiempo es como un río de eventos que suceden; la corriente es fuerte; apenas aparece una cosa, la corriente se la lleva y otra cosa ocupa su lugar y ella misma también será arrastrada por la corriente...»
No se necesita gran coraje moral para entender esto, pero sí para vivirlo. «¿Para qué...?», pregunta Wordsworth al iniciar uno de los grandes poemas de todos los tiempos, El preludio. Y contesta con otra pregunta: «¿Para esto?» Detrás de ambas preguntas se teje la capa de la experiencia, nuestra segunda piel. Son los poderes que vamos adquiriendo como personas. Poderes de estar con otros, pero también experiencia de la soledad.
Formas que se van desprendiendo de nuestra experiencia personal para adquirir vida propia y dejar testimonio, más o menos pasajero, más o menos permanente, de nuestro paso —de nuestra pasión. Luces que van iluminando nuestro camino. Y la pregunta insistente:¿Cómo se llaman los portadores de las teas que nos iluminan la ruta? Piel de la experiencia. Tiene heridas que a veces cicatrizan; a veces no. Voz de la experiencia. A veces la escuchamos, a veces no. Experiencia: peligro y anhelo. Experiencia y deseo: anticipación ardiente o serena de lo que aún no es, sin perder el conocimiento de lo que ya pasó.
Estamos en la tierra porque aquí nacimos y aquí vamos a morir. Pero también estamos en el mundo, que no es exactamente lo mismo. Las mujeres a quienes doy la palabra en mi descripción del cerco de Numancia (El naranjo) dicen, sitiadas por la muerte y el hambre, que ven desaparecer al mundo avasallado, pero no la tierra. La tierra permanece aunque el mundo desaparezca. No importa. El mundo —construcción— muere pero la tierra —instrucción— se transforma. ¿Por qué? Porque lo dice la palabra. Porque no perdemos la experiencia de la palabra. El mundo nos revela como seres humanos sujetos a su experiencia. La tierra nos oculta por un momento sólo para devolvernos el poder de recrear al mundo. «Desaparecimos del mundo. Regresamos a la tierra. De allí saldremos a espantar.» Es decir: hablaremos.
La pregunta definitiva de la experiencia la hace Calderón de la Barca en la obra maestra del teatro español, La vida es sueño: El mayor delito del hombre es haber nacido. Segismundo, el protagonista de la obra, se compara a la naturaleza, que teniendo menos alma que él, tiene más libertad. Segismundo siente esta ausencia de libertad como una disminución, un no haber totalmente nacido, una conciencia de «que antes de nacer moriste». Pero, ¿no es un delito mayor no haber nacido en absoluto? Calderón nos libra al ritmo íntimo del sueño. Soñar es compensar lo que la experiencia nos negó. Soñamos hacia adelante, pero también hacia atrás. Deseamos en ambos sentidos. No, lo mejor es haber nacido. Y a cada cual nos incumbe examinar las razones por las cuales valió la pena haber nacido, y preguntarnos sin tregua, y sin esperanza de respuesta, las interrogantes de la experiencia:
¿Cómo se relacionan la libertad y el destino?
¿En qué medida puede cada uno de nosotros dar forma personal a nuestra propia experiencia?
¿Qué parte de nuestra experiencia es cambio y qué parte, permanencia?
¿Cuánto le debe la experiencia a la necesidad, al azar, a la libertad?
¿Y por qué nos identificamos por la ignorancia de lo que somos: unión de cuerpo y alma y sin embargo seguimos siendo exactamente lo que no comprendemos?