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CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
jueves, 12 de mayo de 2022
Thomas Mann Ensayos sobre música, teatro y literatura. 24 de mayo Ayer me vino a la mente y a la pluma El asno de oro...
24 de mayo
Ayer
me vino a la mente y a la pluma El asno
de oro, no por casualidad, porque he descubierto ciertas relaciones entre Don Quijote y esa novela de la
Antigüedad tardía, de las que mi ignorancia desconoce si también les han
llamado la atención a otros. En efecto, llaman la atención determinados pasajes
y episodios por su novedad, por la singularidad de sus motivos, que sugieren un
origen lejano; y es característico que aparezcan en la segunda parte de la
obra, la más digna espiritualmente.
Ahí
tenemos para empezar en el libro noveno el relato de las bodas de Camacho «con
otros gustosos sucesos». ¿Gustosos? Lo que sucede en estas bodas es horrible,
pero el «gustoso» nos anticipa en el título que en esos horrores se trata de
broma, chanza, engaño, de un mimo que ríe a escondidas, una burla del lector y
de los que participan de la historia, que por fin se resuelve en sorprendida
hilaridad. Se describe con el «más gustoso» derroche la rústica fiesta de
esponsales de la hermosísima Quiteria con el rico Camacho, que es el rival
afortunado del forzosamente rechazado y muy honesto joven Basilio que ama a
Quiteria, su vecina, desde siempre y al que ella ama a su vez, de modo que, en
el fondo, se pertenecen el uno al otro ante Dios y los hombres, y la unión
entre la bella y el rico Camacho sólo se produce bajo la férrea y ambiciosa
presión del padre de la novia. Los festejos ya han llegado hasta el momento del
casamiento cuando con roncos gritos aparece el infortunado Basilio en escena,
«vestido, al parecer, de un sayo negro jironado de carmesí a llamas» y con voz
temblorosa inicia un discurso en el que declara que él, cuya persona es el
obstáculo moral para la felicidad plena y sin traba de aquellos dos, se quitará
él mismo de en medio: «¡Viva, viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria
largos y felices siglos, y muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó
las alas a su dicha y le puso en la sepultura!». Y con estas palabras extrae de
su bastón, que ha clavado en la tierra, como de una vaina un estoque y se
arroja sobre él, de tal manera que la mitad de la cuchilla aparece manchada de
sangre por su espalda y él mismo queda tendido en el suelo bañado en su sangre.
No
se puede imaginar una interrupción más espantosa de una fiesta tan alegre y
espléndida. Todos se arremolinan a su alrededor. Don Quijote mismo deja a
Rocinante para socorrer al desventurado, el cura se afana y no consiente que se
extraiga el estoque de la herida antes de que Basilio haya confesado; porque el
sacárselo y el expirar sería una misma cosa. El desdichado aún vuelve un poco
en sí y con voz desmayada expresa el deseo de que Quiteria le dé su mano de
esposa en su último trance, porque así su muerte culpable estaría justificada.
¿Cómo se lo imagina? ¿Pretende que el rico Camacho renuncie a favor de la
muerte? El cura exhorta al moribundo para que piense en su alma y confiese;
pero Basilio con los ojos en blanco y visiblemente en las últimas asegura que
nunca jamás confesará si Quiteria no le da su mano, lo que por fin, ya que se
trata del alma de un cristiano, sucede efectivamente con la conformidad del
buen Camacho. Apenas recibida la bendición Basilio se levanta de un salto, se
saca el estoque del cuerpo que le había servido de vaina y replica desenvuelto
a los que ya gritan: «¡Milagro! ¡Milagro!». —«No “milagro, milagro”, sino
“¡industria, industria!”». —Resumiendo, resulta que el estoque no traspasó las
costillas de Basilio sino un tubo de hierro lleno de sangre y que todo era una
travesura tramada por los amantes que luego, gracias a la generosidad de
Camacho, gracias también a las buenas y sabias palabras de Don Quijote, conduce
a que Basilio se queda con su Quiteria y la fiesta se reanuda en honor de esta
pareja.
¿Está
permitida una cosa parecida? La escena del suicidio está pintada con toda
seriedad y con acentos trágicos; indudablemente provoca alarma y conmoción, no
sólo en todos los que la presencian sino también en el lector —para que al
final todo se disuelva en ridículo humo y demuestre ser una cómica patraña.
Levemente molesto uno se pregunta si estas prácticas mistificadoras le están
permitidas al arte —al arte como nosotros lo entendemos. Pero yo sé, gracias a
Erwin Rohde y al excelente libro que ha escrito el mitólogo e historiador de
las religiones Karl Kerényi de Budapest, que los fabuladores de la Antigüedad
tardía amaban sobremanera este tipo de escenas. El novelista alejandrino
Aquileo Tatios cuenta en su Historia de
Leukippa y Cleitofón cómo la heroína es degollada por ladrones de los
pantanos egipcios de una manera horrible, descrita con todos los detalles más
bárbaros, y además ante los ojos de su amado, separado de ella por una ancha
zanja, amado que a renglón seguido intenta desesperado matarse sobre la tumba
de la heroína. Pero entonces acuden presurosos los compañeros, a los que él
creía también muertos, sacan a la víctima fresca y lozana de la tumba y
explican a Cleitofón que apresados, a su vez, por los Bucolos se habían dejado
encargar por ellos el sacrificio y habían llevado aparentemente a cabo la
escalofriante tarea ron la ayuda de un puñal de teatro con cuchilla plegable y
una vejiga llena de sangre que habían atado a la muchacha. —¿Me equivoco o la
vejiga llena de sangre y toda esa burda impostura ha repercutido en Don Quijote?
El
segundo caso es un recuerdo de Apuleyo mismo. Me refiero a la curiosísima
aventura del rebuzno del burro que se relata en los capítulos 8 y 10 del libro
IX; de cómo los dos regidores de un pueblo, a uno de los cuales se le había
escapado un burro salen juntos al monte donde suponen que se halla el animal y,
como no lo encuentran, intentan atraerlo imitando su rebuzno, arte en el que
ambos son maestros hasta un punto asombroso. El uno plantado aquí, el otro
allá, rebuznan alternándose, y siempre que el uno se ha hecho oír acude el otro
corriendo, convencido de que ha aparecido el burro porque sólo él mismo podría
haber rebuznado con tanta naturalidad, y ambos se cubren mutuamente de
cumplidos por su precioso don. Que el burro no quiera acudir se debe a que yace
entre los arbustos devorado por los lobos. Allí lo encuentran los regidores, y
tristes y roncos regresan a casa. La historia de su competición de rebuznos se
propaga por toda la región, con la consecuencia de que las gentes de ese pueblo
se convierten en objeto de chanza de los pueblos vecinos y han de soportar que
se burlen de ellos con rebuznos por todas partes, de lo que se producen
enconadas disputas, incluso verdaderas batallas entre pueblo y pueblo; y en los
preparativos de una de ellas se cruzan Don Quijote y Sancho. Porque como suele
suceder, los habitantes del pueblo del rebuzno han convertido la burla en una
cuestión de honor y un paladio; salen a pelear con un estandarte sobre cuyo
raso blanco está pintado un burro rebuznando, y bajo este emblema marchan
armados de lanzas, ballestas, partesanas y alabardas contra los antiburro para
presentarles batalla, momento en que Don Quijote se interpone en su camino. Les
da un noble discurso en el que les exhorta en nombre de la razón a desistir de
su empeño y a no permitir derramamiento de sangre por tales nimiedades. Ellos,
por su parte, parecen escucharle de buena gana. Pero entonces Sancho, para
contribuir lo suyo, mete baza y lo estropea todo diciéndoles que es una necedad
enfadarse cuando se oye rebuznar a alguien, y añadiendo que él en su juventud
sabía rebuznar con tanta gracia y naturalidad que todos los burros del pueblo le
contestaban; y para demostrar que es una ciencia, que como la natación nunca se
olvida cuando se ha aprendido, se tapa la nariz y rebuzna hasta que retumban
los valles cercanos —para su mayor daño. Pues los del pueblo que no pueden
soportar oír rebuznar le zurran deplorablemente, y también Don Quijote por su
lado ha de ver, muy en contra de su costumbre, cómo poner pies en polvorosa
ante sus ballestas y partesanas. Busca la lejanía a donde le sigue descalabrado
Sancho al que han puesto «sobre su jumento» aún medio aturdido. Los del
escuadrón, por cierto, regresan contentos y orgullosos a su pueblo tras esperar
en vano toda la noche al enemigo que no sale a luchar, y, añade el docto autor,
«si ellos supieran la costumbre antigua de los griegos, levantaran en aquel
lugar y sitio un trofeo».
¡Extraña
historia! Tiene algo de evocador y alusivo, sobre lo que no creo equivocarme.
El burro tiene en el mundo imaginativo religioso grecooriental un papel
especial. Es el animal de Tifón-Set, el hermano malo de Osiris, el «rojo», y el
odio mítico hacia él llega hasta tan adelantado el medievo que los comentarios
de la Biblia rabínicos llaman al hermano rojo de Jacob «un asno salvaje». La
idea de la paliza estaba unida estrecha y sagradamente con este ser fálico. La
frase «zurrar al burro» tiene connotación ritual. Manadas enteras de asnos eran
conducidas en ceremonia alrededor de las murallas de las ciudades bajo una
lluvia de palos. También existía la costumbre religiosa de despeñar al animal
tifónico desde una roca —precisamente la manera de morir a la que apenas escapa
Lucio, convertido en burro en la novela de Apuleyo: los bandidos le amenazan
con «katakremnizeshtai». Por cierto, que recibe una paliza por rebuznar, igual
que Sancho, y mientras es un asno recibe constantemente palos: si contamos los
casos, son catorce. Añadiré que según Plutarco la voz del burro era tan
aborrecida por los habitantes de ciertos lugares que rechazaban incluso las
trompetas que parecían sonar igual que ella. ¿Los pueblos en Don Quijote no son acaso una
reminiscencia de estos susceptibles asentamientos? Da una extraña sensación ver
asomar en este autor español del Renacimiento un patrimonio tan ancestralmente
mítico disfrazado con candidez. ¿Lo conocía por trato directo con la literatura
novelesca de la Antigüedad? ¿Llegaron a él estos temas a través de Italia y
Boccaccio? Los sabios dirán.
Aclaración
a lo largo del día y cielo azul. El mar es de color violeta —¿no lo describe
así Homero? Hacia mediodía vimos fantásticos bancos de niebla flotar sobre el
agua en el fulgor del sol, unos tras otros, fondos de blancura lechosa, como
creados para pies angelicales, una fantasmagoría delicada y diáfana.
martes, 10 de mayo de 2022
THOMAS MANN. CONSIDERACIONES DE UN APOLÍTICO. PRÓLOGO DE FERNANDO BAYÓN.
EL FINAL DE LA MÚSICA
FERNANDO BAYÓN
El que mi reloj de mesa esté parado
tiene un efecto devastador sobre el cuarto.
Desde hace catorce años estaba
acostumbrado a su marcha.
THOMAS MANN, DIARIOS, 6 DE ENERO DE 1919
Consideraciones biográficas
El lector tiene entre sus manos un gran libro enfermo. Los más
cinéfilos entre Vds. sabrán que esta es una expresión —grand film
malade— robada a Françoise Truffaut, que la empleó para calificar a
una película de Alfred Hitchcock que, con todo, él admiraba: Marnie.
Sirve, por extensión, para caracterizar obras muy especiales, cuya
imperfección y falta de redondez, cuyo carácter difícil, contradictorio
y no del todo logrado, acaba por hacerlas misteriosamente
apasionantes, llegando a convertir sus síntomas en ocasiones para
el disfrute y sus errores en acontecimiento estético. Obras artísticas
cuyos padecimientos internos adquieren el rango de revelación.
No es malicia por mi parte si escojo este giro francés para
calificar un libro —un grand livre malade— en el que precisamente
Francia desempeña el papel del antagonista, quizás al modo de lo
que suponía el impostor alazôn para el desmitificador eirôn en la
antigua comedia griega. La idea de que Thomas Mann concibió este
volumen durante la etapa más irregular y peliaguda de su vida, en
circunstancias de abatimiento e irritabilidad íntimos que ni siquiera el
posterior exilio pudo igualar, está sostenida por abrumadoras
pruebas biográficas, que son las más extendidas cada vez que se
trata la génesis de Consideraciones de un apolítico.
Comenzada en octubre de 1915, su redacción se extendió con
una lentitud dolorosa hasta marzo de 1918 —el punto y final
coincidió con la última ofensiva de Ludendorff en el río Somme—, en
medio de condiciones materiales de una dificultad inédita para la
boyante familia, que convirtieron a la esposa del autor, Katia Mann,
nacida Pringsheim (y qué belleza el salón de música del palacio de
la Arcisstrasse en que nació), en toda una especialista en el
mercado negro muniqués. Es un libro de guerra. Mann comienza la
redacción de sus Consideraciones como súbdito de un Imperio de
impronta prusiana que quiere vencer militar e industrialmente sobre
las potencias occidentales, organizándose como una dictadura in
tempore belli, y las ve publicadas por su fiel editor Fischer como
ciudadano de una nación humillada tras el desastre de la Segunda
Batalla del Marne, definitivamente expuesta, después del armisticio
del 11 de noviembre, a un giro republicano así como al impositivo
Diktat de los Clemenceau y el cuáquero Wilson. Expuesta, por lo
que respecta más particularmente a la Baviera en que residía el
autor, a un expediente revolucionario y comunista, cuyos
documentos inolvidables fueron el fin de la monarquía en la persona
del último Wittelsbach, Luis III, la proclamación de la República por
vez primera en los dominios del Reich por el malogrado Kurt Eisner
—adelantándose algunas horas a los hechos que precipitaron en
Berlín la abdicación del káiser Guillermo II—, y el gobierno
bolchevique de los Consejos de trabajadores y soldados à la russe.
Claro que Thomas Mann —que despreciaba a Liebnecht, a Rosa
Luxemburg y a Eisner, los tres a las puertas de la muerte, porque su
socialismo salvaje los convirtió en nada más que «políticos», esto
es, furibundos que querían imponer la felicidad a la humanidad (sic)
—, en anotación de 24 de marzo de 1919 entiende la sublevación
espartaquista como un levantamiento ¡contra el imperialismo de los
Aliados! Pero después de haber sido triturados hasta la médula de
los huesos por las frases hipócritas de esa «gentuza» aliada, «estoy
a punto de salir corriendo a la calle y gritar: ¡Muera la falaz
democracia occidental! ¡Hurra por Alemania y Rusia! ¡Viva el
comunismo!»[1].
¿Qué fue lo que movilizó inicialmente a Thomas Mann a hacer a
un lado su novela en curso —se trataba de La montaña mágica, una
novela cuya profundidad y equilibrio habrían de quedar muy
agradecidos a la interrupción que supuso las Consideraciones—,
para dedicarse de una manera tan implacable a este volumen, del
que se cuidaba muchísimo de aclararles a sus hijos, especialmente
a los dos mayores, Erika y Klaus, que «esta vez no era una
historia», sino sencillamente un libro, que él mismo veía como algo
«monstruoso» y, sin embargo, no podía dejar de atender con
extravagante fiebre? Katia incluyó un escorado resumen de los
hechos en Meine ungeschriebenen Memoiren (Mis memorias no
escritas), el volumen de recuerdos que Elisabeth Plessen y su
propio hijo Michael, mediante una serie de entrevistas y abusando
de su paciencia, consiguieron extraerle a la viuda de Mann, quien
siempre se había dicho a sí misma: «en esta familia debe haber
alguien que no escriba».
En él se refiere al «desdichado» ensayo de Heinrich Mann, el
hermano mayor de Thomas, publicado en noviembre de 1915 bajo
el título de Zola, como detonante del polémico libro de su marido. Se
trataba de un extenso ensayo, aparecido en la revista de inspiración
expresionista Weissen Blätter (Hojas Blancas), editada en Zúrich
durante los años de la guerra por el escritor alsaciano René
Schickele, en el que Heinrich Mann homenajea a la figura de Émile
Zola, ese «genio consciente de la democracia», empleándola como
timbre del europeísmo, y a su «J’accuse» como documento
imborrable de la prevalencia de la verdad y la justicia sobre las
leyendas chauvinistas del militarismo. Cierto es que si a Heinrich le
interesaba volver sobre aquel célebre artículo de L’Aurore que
conmocionara en 1898 a la República francesa del presidente
Faure, destapando el manto de falsificaciones racistas que cubría su
gloria nacional, era porque veía hasta qué punto este Guillermo II,
con todas las exaltaciones belicistas de su imperio en decadencia,
necesitaba urgentemente su propio Zola alemán.
Aunque es más que probable que Thomas Mann conociera
previamente el ensayo de su hermano, el ejemplar de Hojas Blancas
con el Zola de Heinrich no llegó a su poder hasta enero de 1916. Es
decir, cuando ya llevaba semanas trabajando en sus
Consideraciones. No cabe duda de que la lectura exacerbó la
distancia ideológica entre los hermanos, que a nadie se le escapaba
que venía siendo muy notable desde mucho tiempo atrás. El propio
Thomas Mann, en una carta a su hermano con fecha de 8 de
noviembre de 1913, acaso la más angustiosa de las miles que
escribió, había expuesto hasta qué punto sentía posarse sobre sus
hombros toda la miseria de su hora y de su patria, y cómo veía en
Heinrich a alguien mucho más rematado moralmente de lo que él
mismo estaba, confesándole su impericia para orientarse
políticamente «como tú sí has hecho». Declaraba que todo su
interés lo ocupaba la decadencia, algo que le impedía preocuparse
como Heinrich por el progreso: y, sin necesitar enemigos, tachaba a
LosBuddenbrook de libro bourgeois y sin significación para el siglo
veinte, a Tonio Kröger de lacrimoso, a Alteza real de pieza de
vanidad, a Muerte en Venecia de consentido y perversamente
equivocado…
Después de todo, ¿cuáles habían sido sus últimas obras?
Heinrich acababa de finalizar una novela titulada El súbdito, cuyos
primeros apuntes databan de 1906, que terminó en vísperas de la
guerra y fue un éxito después de ella. Relato premonitorio, editado
por entregas en una revista ilustrada a lo largo de 1914, parodiaba
por medio de su protagonista, Diederich Hessling, la tipología
masculina del ciudadano del imperio, ese que había aprendido antes
a cuadrarse que a dejar de llamar bárbaro a todo lo espiritual que no
comprendía, mientras compensaba de paso su complejo de
inferioridad mediante arrebatos de despotismo. Una parodia de la
vacuidad del orgullo nacionalista alemán, incapaz de creer en nada
que no pudiera ser derribado por un cañón y que, en cambio, se
allanaba religiosamente ante las máscaras con que el poder se
extendía amenazadoramente sobre la política y los negocios.
¿Y Thomas? Tras ese personalísimo remake del Fedro que es la
Muerte en Venecia, se comprometió con proyectos de gran aliento y
recorrido en los que quedaría retratada una madurez genial, tales
como Confesiones del estafador Félix Krull, cuya primera —y única
— parte no habría de aparecer hasta 1954, y muy especialmente La
montaña mágica, cuyas palabras iniciales fueron redactadas el 9 de
septiembre de 1913, suponemos que a las nueve de la mañana,
como era habitual, y no vería la luz hasta el otoño de 1924. Lo que
sí vio la luz de momento, en 1915, fue una colección «de escritos de
historia contemporánea» (Sammlung von Schriften zur
Zeitgeschichte), entre los que descollaban las entregas de
Pensamientos en guerra (Gedanken im Kriege) y su elocuente
ensayo Federico y la Gran Coalición, que dio título al volumen,
trabajos en los que seguía creyendo con inflamada retórica en el
Reich alemán como síntesis de Poder y Espíritu y en la guerra como
algo popular, grande, solemne incluso, respetable hasta la médula,
una suerte de purificación y una esperanza inmensa; pero que, al
mismo tiempo, podría reportarle a Alemania un calvario moral y
cultural. En fin, mientras Heinrich volvía empáticamente la mirada al
caso Dreyfus, Thomas tornaba los ojos al siglo dieciocho, al
veraniego inquilino de Sanssouci, aquel rey filósofo, sobre cuya
homosexualidad se maliciara a escondidas su protegido Voltaire,
que maniobró contra la casa de Austria para anexionarse la Silesia
polaca —uno de los factores desencadenantes, en 1756, de la
Guerra de los Siete Años, la ocasión en que la pequeña Prusia
adquirió los galones de temible potencia mundial al enfrentarse
militarmente a una gran coalición de enemigos formada, además de
Austria, por Sajonia, Rusia y… Francia, que había dado un giro
diplomático impresionante hasta converger con los Habsburgo y con
el Zar—.
Hay una breve frase del ensayo de Heinrich, la segunda para ser
más exactos, que Thomas Mann leyó como si se tratara de una
alusión, de un puyazo, de una afrenta inequívocamente dirigida
contra su persona: «Es típico de quienes habrán de secarse
prematuramente el presentarse ante los demás con aires de
consciencia y universal rectitud cuando solo están al comienzo de
sus veinte años». Frase que, por cierto, Heinrich eliminaría
posteriormente en la reedición del Zola dentro del volumen
recopilatorio Geist und Tat. Franzosen 1780-1930. A continuación, el
mayor de los Mann arremetía contra los intelectuales arribistas, que
se convierten en poetas nacionales al desempeñar el papel de
compañeros de viaje de la falsificación, «siempre alentando,
siempre enloquecidos por el entusiasmo, sin sentir responsabilidad
alguna ante la inminente catástrofe, ¡que por cierto ignoran como
cualquier hijo de vecino!». Falsos intelectuales, más culpables que
los hombres del poder, pues con sus retóricas nacionalistas
convierten en justo lo injusto, sin desgajarse críticamente del pueblo
cuya conciencia deberían formar, tal y como hizo Zola al separarse,
con dolor y rabia, de los que consideraba, pese a todo, sus
semejantes.
Cualquier conocedor de la peripecia política y vital de Thomas
Mann puede pensar, ¿pero es que hay palabras más exactas para
describir lo que el autor de José y sus hermanos precisamente no
fue? Bastaría con leer sus vibrantes discursos contra Hitler en forma
de alocuciones a los radioescuchas alemanes a través de la BBC,
donde se duele del abismo abierto entre el país de sus padres y el
mundo civilizado por toda esa demoníaca basura del Nuevo Orden,
bastaría con recordar que este paisano de Lübeck se encontró
inopinadamente en el exilio en 1933 y jamás volvería a residir en su
patria, jamás, tardando dieciséis años en pisar otra vez suelo
alemán en unas contadas —polémicas y emocionantes— visitas.
Sí, Thomas Mann acabó siendo el alemán separado, crítica,
traumáticamente, de sus semejantes corrompidos por una camarilla
de asesinos, el que se negó a ser compañero de viaje de la
mitificación nacionalista y por ello tuvo que escuchar todavía los
cínicos rapapolvos de tantas personalidades culturales que se
quedaron en Alemania, cuidando con prudencia de no quemarse
con las brasas del fascismo, sin dejar de calentarse con ellas, y
recurrieron después de la derrota a esa ficción titulada «exilio
interior» como argumento exculpatorio y timbre de su resistencia,
que reputaban más heroica que la de la premiada y propagandística
élite que vio la guerra desde sus palcos del destierro… y cuyo
príncipe habría de ser Thomas Mann. Personalidades a cuyos
currículos de la época nazi sacan ahora lustre sus panegiristas,
contabilizando como mérito lo único que se les puede contabilizar,
no la ferocidad de sus opiniones contra Hitler, sino las
despreciativas opiniones de Hitler contra ellos. Mann acabó
padeciendo mil insidias. Pero esa es otra (y la misma) historia que
comienza a partir de 1922…
Por lo que hace al clima en que Thomas Mann se desempeña en
sus Consideraciones, la ruptura con Heinrich fue total, adquiriendo
incluso una dimensión pública cuando, en 1917, los hermanos son
invitados por el Berliner Tageblatt a verter sus opiniones acerca de
la paz mundial. Cuestión de temperamento, Heinrich tituló su
artículo con un desiderátum: «Vida, no destrucción»; Thomas, con
una interrogación: «¿Paz mundial?». Este último deslizaba en su
escrito argumentos ad hominem, en un tono entre duro y patético,
en que recordaba a Heinrich cómo el amor retórico-político por la
humanidad, con el que tanto se llenba los labios, era una forma
bastante periférica de amor y «suele ser pregonado con tanta más
dulzura cuanto más falla su núcleo». Los filántropos, antes de
proclamar la democratización del mundo, deberían preocuparse
ellos mismos de ser un poco menos ergotistas, arrogantes y
fariseos, igual que los que disfrutan del éxito afirmando el amor a
Dios con preciosas palabras convierten dicho amor en «bella
literatura y fuegos fatuos» si entretanto odian a su hermano. A los
lectores menos avisados les extrañará el tono con que Thomas
Mann se emplea, alejado de ese tópico que pretende hacerlo pasar
por un intelectual apolíneo y ultrasereno: el mismo tono de
empecinamiento fatal con que el 3 de enero de 1918 rechaza la
oferta de reconciliación que Heinrich, tras el boxeo en los medios
periodísticos, le hace llegar privadamente por carta. «Deja concluir
la tragedia de nuestra fraternidad —le espeta—. ¿Dolor? Ni mucho
ni poco. Uno se vuelve duro e insensible. Desde el suicidio de Carla
(la cuarta hermana, actriz frustrada, se suicidó en 1910) y tu ruptura
definitiva con Lula (Julia Mann, la tercera hermana, una burguesa
fina, melindrosa y morfinómana, en decadencia social tras enviudar
—según su sobrino Klaus—, se ahorcaría en 1927), la separación
definitiva no es nada nuevo en nuestra comunidad. No he hecho
esta vida. La detesto. Hay que vivir hasta el final lo mejor posible.
Adiós».
La noche del 29 al 30 de septiembre de 1918, Thomas sueña
que estaba con Heinrich, «que éramos muy amigos» y que, por
cariño, le dejaba comer una gran cantidad de pasteles, de esos
pequeños a la crême, y dos trozos de tarta, renunciando él a su
parte. Le embarga un sentimiento de perplejidad. ¿Cómo
compaginar este gesto generoso con la inminente publicación de las
Consideraciones? Era una sensación absurda. Pero despertó. Y le
alivió comprobar que solo había sido un sueño. ¿Cuánto se
prolongó aquel adiós? Hasta 1922, año capital en la vida[2] de
Thomas Mann. Heinrich enfermó. Y Thomas acudió a su lecho de
enfermo.
Consideraciones políticas
Consideraciones de un apolítico podría parecer la pieza del catálogo
manniano que ha disfrutado de una recepción más controvertida y
embarazosa, tanto entre sus lectores como entre los responsables
de cuidar su legado, empezando por su hija Erika, que ejerció
regularmente de asistente del mago. Sin embargo, cuando el libro
se reeditó en 1922, es decir, después de que «Saulo Mann», como
algunos dieron en llamarlo, leyera su célebre conferencia De la
República Alemana, con ocasión de la celebración del sexagésimo
aniversario del poeta Gerhart Hauptmann, ocasión recurrentemente
interpretada como su profesión de fe democrática, el texto
presentaba algunos signos de haber sido expurgado. La depuración,
contrariamente a lo que supusieron sus enemigos, no obedecía a
una operación de lavado de cara para quitarle al mamotreto las
legañas nacionalistas, ni afectó por tanto a nada que pudiera
resultarle inconveniente a su recién estrenado perfil de campeón de
la república en peligro —perfil que al poco se consolidaría
mundialmente como el de uno de los intelectuales más significados
en la lucha antifascista—, sino tan solo a aquellos aspectos muy
personales en que se dirigía de manera harto ofensiva contra un
hermano con quien, para esas fechas, ya se había reconciliado. En
fin, Thomas Mann acabó sabiendo demasiado de abismos como
para creer que la vida se resuelve en una cadena de simples caídas
de caballo. Los que más cerca estuvieron del autor quisieron
proteger este libro de las malas lecturas, las de todos aquellos que
querrían ver en él la enésima biblia del decadentismo. Él, por su
parte, sabía que habían de leerlo, si no mal, sí en su mal.
Theodor W. Adorno lo detectó claramente en su retrato del
escritor: lo que se reprocha a Mann como decadencia era
exactamente lo contrario de esta, la fuerza de la naturaleza para ser
consciente de sí misma como algo frágil. Es decir, con ser
importantes, las controversias entre los hermanos no bastan para
armar al lector frente a la ventolera de personajes, citas y
argumentos de un libro que interesa, mucho más que por las
razones biográficas que en parte lo convirtieron en un fratricidio in
efigie, por el modo como Thomas Mann disecciona el universo
cultural en que cultivó su imaginación como pensador y poeta
alemán, a la luz de sucesos que lo amenazan con algo peor que la
descomposición, con la acusación de ser un universo culpable.
¿Cómo leer hoy las Consideraciones de un apolítico? Si el libro
se queja de manera tan inflamada del sentido antihumanista
escondido en la virtuosa lógica del democratismo, en una época en
que la vida pública estaba sobredeterminada por la política, ¿cómo
encajarlo en un tiempo, el nuestro, caracterizado al contrario por una
claudicante despolitización de la esfera comunitaria que, en tantas
ocasiones, convierte al parlamentarismo en una criada muda de,
pongo por caso, los sistemas financieros y de consumo? Thomas
Mann nos da una pista en algún lugar del prólogo, que fue lo último
que redactó: propone al lector que Consideraciones sea leído como
una «novela experimental», con el «literato de civilización» a la
cabeza de su dramatis personae, un elenco poblado de personajes
que adquieren el espesor de «tipos» muy al modo de Nietzsche —el
fariseo, el jacobino, el hombre gótico, el radical, etc.—, todos ellos
heterónimos de la destinataria de sus dardos, aquella humanidad
política celosamente impregnada de espiritualidad oficial, que piensa
que la aventura del hombre solo se resuelve en la medida en que
este pasa a ser un órgano del Estado.
Por lo tanto, hay que empezar a leer este libro evitando
contabilizarlo como un ítem más en el inventario del reaccionarismo
antiliberal de una Europa pródiga en memorias de ultratumba. Y,
desde luego, no es necesario —con ser desde luego muy
recomendable— leer a Adorno o a Roger Griffin para percibir qué
erróneo sería incluirlo entre las pruebas incriminatorias contra la
tradición filosófica tardorromántica por sus implicaciones en el
ascenso del fascismo europeo, gesto típico de intérpretes en exceso
proclives a ver en la historia intelectual alemana un eslabón gigante
del irracionalismo del que todos y cada uno de sus pensadores
serían un paso obligado. Ni romántico ni idealista ni culpable, pero
con la firmeza del enfermo, este ensayo presenta mayores
afinidades con obras como las de Max Weber, Ernst Troelscht y
Werner Sombart[3] que con las de germanistas como Ernst Bertram,
que, por esas fechas, frecuentaba la casa de los Mann con sus
mistificaciones nietzscheanas y sus severidades durerianas bajo el
brazo. Por si Los Buddenbrook no fuera prueba suficiente, este libro
demuestra hasta qué punto estaba equivocada la acusación de
Heinrich, según la cual a su hermano le habría pillado dormido la
transformación del viejo burgués alemán, de cuño espiritual y
luterano, en unbourgeois embrutecido e inmoral, pues Thomas
Mann consagra páginas a la comprensión del burguesismo
capitalista en su modernidad, sin callarse los efectos más terribles
de la desactivación social de su pasado «heroísmo».
Esta es una prosa irritada. Le irrita el virtuosismo de todos
aquellos esclarecidos y satisfaits que, en unas fechas tan críticas, se
arrogaban el derecho a definir urbi et orbi —o demasiado pronto—
qué era la libertad y qué era la barbarie, y creían que en su alma,
dice Mann, disponían de un patrón con el que medir de modo
infalible el bien y el mal, cuando en realidad era la fugacidad y el
confusionismo de los hechos los que los estaban midiendo a todos
ellos. El autor de La ley (1943) habría de clamar en el futuro contra
la intelligentsia que se resistía a aparcar sus poses y bizantinismos
cuando, bajo Hitler, el mundo asistió a una ruptura de la civilización
que exigía una defensa de la dignidad humana desprovista de
ambigüedades y complejos. Pero aquí tacha de fariseos a todos los
intelectuales de respetabilidad acorazada a fuerza de adosarse
opiniones políticas, y no deja resquicio a la duda o al escepticismo,
que son, como parece creer Mann, las formas más «religiosas» de
productividad del hombre en medio del caos.
Desde este punto de vista, las Consideraciones de un apolítico
no cargan contra la política sino contra cierta ilustración política que
emplea la virginiana retórica de las libertades y la felicidad para
dejar de ver que la vida social es y será una esfera de antinomias
insolubles. Por utilizar su lenguaje, en muchas ocasiones pasado de
vueltas, incluso para los estándares nietzscheanos: este conjunto de
escritos acaba siendo tanto o máspolítico cuanto más afila su crítica
contra esa untuosa credulidad del pacifista rumiante al que, lleno de
unción humanitaria, le atemoriza comprobar que la raíz y el principio
de lo político es el conflicto y la inestabilidad, y no suerte alguna de
anestesia democrática.
Si este libro tiene una tesis, y no solo dirigida contra el «célticoromano
» Heinrich, es esta: el apolítico es el opositor a cualquier
política de la neutralización de la política. Y así se podrá entender
por qué muchos lectores postmodernos de Betrachtungen eines
unpolitischen, al menos los más expuestos al léxico de Roberto
Esposito, se ven tentados de verter esta última palabra por
«impolítico».
Thomas Mann, ese erudito de la enfermedad, sabía que eran
preferibles los libros que aciertan cuando parecen fallar que los
libros que fallan cuando están convencidísimos de acertar. ¿Es hoy
acaso presentable un ataque a la interpenetración de la literatura y
la política? Tal hace Thomas Mann, quien cree que dicho cruce es
puro «jacobinismo». Con todo, una consideración tan poco
presentable como esta puede que resulte más necesaria que nunca
si comprobamos que lo que pretende, en realidad, es denunciar
ciertos procesos que siguen coleando. A saber, cómo conceptos que
habrían de movilizar el espíritu, por ejemplo «libertad», «igualdad» y
«justicia», pierden cada vez más su espesor problemático, su
condición de principios reguladores de la moral capaces de alterar y
dinamizar todas nuestras filosofías, para petrificarse en
significaciones sociales al servicio de la fraseología del
humanitarismo más chabacano, huero y conservador. Y, a contrario
sensu, cómo la democracia se literaturiza (hoy diríamos que se ha
vuelto «massmediática»), adoptando la retórica enaltecedora del
género humano al servicio de la gran estética del voto universal. O,
si se me permite, siguiendo al coetáneo Benjamin, al servicio de la
estetización carismática de la política.
Consideraciones artísticas
Podré intentar comprender, buscar el entendimiento, pero
difícilmente arrancar mis raíces e hincarlas en otra parte, confiesa —
más que considera— Mann. A la hora de elegir los nombres en que
se apoya para demoler el descaro arrogante del literato de
civilización el escritor no busca entre espesuras mitológicas. Es el
literato de civilización quien, según apreciaciones algo miopes de
Thomas Mann, ha educado su fanatismo con el Nietzsche más
tardío y «grotesco». Él es quien tiene por referente a ese «político»
por excelencia que es el Tolstói-ya-no-artista, moralista de la dicha y
filósofo de la beneficiencia. No son el musculado Siegfried ni el
santo Parsifal los escogidos para caracterizar al hombre alemán,
sino las criaturas de poetas como Joseph von Eichendorff (sí, un
cantor popular cuyos poemas, base literaria de tantos Lieder,
amaba, como casi cualquier joven de inclinaciones artísticas en
Alemania, Adolf Hitler). Y, de entre todas las suyas, especialmente la
que da nombre a una de sus novelitas más célebres, Aus dem
Leben eines Taugenichts (De la vida de alguien que no sirve para
nada, de 1826)[4].
Un inútil, un inválido, un Oblómov echado a andar, un Gaspar
Hauser sin misterio que lo circunde, un ser sin nombre que no sirve
para nada, ni más ni menos que un hombre, este hijo de molinero
cuyo ánimo está continuamente de domingo, a quien su desgana
laboral lo empuja a un viaje sin fin, a perseguir como un vagabundo
una fortuna, entre cómica y lírica, que, visto está, a él no lo hallará,
como a los demás trabajadores de su tierra, arando el campo, sino
de peregrino por diversos países, violín en ristre, primero de
jardinero de palacio, luego de aduanero y criado, por fin de amante
de una dama que mantiene a esta alma simple y bella en un estado
de eterno tránsito y perpetua bendición de la vida, este artista que
nadie lo diría, es una de las encarnaciones del hombre alemán en
las Consideraciones.
«Pero no solo es él inútil, sino que desea ver inútil al mundo»,
aprecia Mann. El hombre inútil es como un erizo enrollado. Llega
demasiado tarde a todas partes, y una vez allí siente que nadie lo
espera o todos lo toman por lo que no es (hasta por una muchacha).
Cada cual disfruta de su lugar en la tierra; pero el reino de este
violinista no es de este mundo. Thomas Mann se complace,
curiosamente, en destacar la ausencia de excentricidad, de
demonismo, de morbosidad, en un personaje que carece al mismo
tiempo de centro, trabajo y posición. Es decir, este poeta que es el
hombre inútil no participa de un romanticismo histérico, «ni tísico, ni
voluptuoso, ni católico, ni intelectual», y su amor tampoco es de una
«palidez cadavérica», más bien muy humano, melancólico, íntimo y
humorístico, rasgos que lo acreditan como símbolo de una
humanidad (alemana) contrapuesta a la del literato de civilización.
De hecho, la vida del «hombre inútil» es solo un ejemplo,
escogido si no al azar, sí entre decenas de ellos (de Schiller a
Dostoyevski, de Goethe a Flaubert) que el lector podrá conocer de
primera mano en esta incursión en la educación de una mente que
pone a circular todos sus fantasmas culturales. A los pocos años de
esta remembranza manniana del hombre que no sirve
románticamente para nada, Europa habría de quedar mucho mejor
retratada por el musiliano hombre que carece de atributos para
actuar por convicción en un carrusel de oportunidades estériles.
También por entonces, el canon manniano de lo alemán sufrirá un
cambio radical, al ritmo de otras circunstancias, y su Adrián
Leverkühn, el nuevo doctor Fausto musical, será la encarnación de
una identidad sumamente dañada, excéntrica, daimónica, morbosa
y superintelectualizada, muy lejos del beatífico holgazán de
Eichendorff…
En realidad, las Consideraciones suponen la polémica
culminación de una idea que Thomas Mann elaboró de forma muy
explícita en una de sus obras menos atendidas por los lectores, me
refiero a su pieza teatral Fiorenza (1905), ampliamente citada por el
autor en estas páginas. La obsesión del escritor por dar forma a la
incesante antítesis del espíritu contra la vida ya le había llevado a
ocuparse críticamente, una década antes de este libro de guerra, de
los representantes de las «sacrae litterae». El tan maltratado
«literato de civilización» de las Consideraciones no es Heinrich, se
trata en realidad de una figura que ha conocido multitud de
encarnaciones en la producción manniana, que está en su mismo
nervio, la figura del rétor radicalizado de la más moderna
observancia, el neo-político que quiere someter a la ciudad con la
palabra hinchada de verdad.
En Fiorenza ya aparecía todo esto: sus dos principales
personajes son precisamente Jerónimo Savonarola, prior de San
Marcos, y Lorenzo de Médici, el Magnífico. Thomas Mann los trata
como dos césares que se disputan la posesión erótica de la ciudad
que mejor simboliza las tensiones del pacto entre poder y belleza,
Florencia. Sin embargo, el que le merece al dramaturgo el título de
político no es el príncipe, sino el furibundo predicador dominico,
mientras que el estadista desempeña el papel de esteta. El primero
quiere servir al espíritu, y a él consagra sus hogueras de las
vanidades, para purificar Florencia como político cristiano o, por
emplear la tipología nietzscheana del tercer tratado de la
Genealogía de la moral, como sacerdote ascético y héctico de
espíritu. El segundo pertenece a los que rinden cuentas a Dyonisos,
y engalana la ciudad como mecenas de las artes, organizador de
sensuales fiestas y cultos a la belleza. La vieja diatriba de la política
de la palabra versus la erótica de la imagen.
Del siglo quince para el siglo veinte, de Fiorenza a Doktor
Faustus: lo que observa Mann, y en esto tuvo un ojo
desoladoramente certero, es que el porvenir de Alemania
pertenecería al fundamentalismo del profeta. Que lo nuevo era
Savonarola. Que lo que tenía de verdad futuro era la demagogia
teocrática. Que su retórica de la dominación era lo que iba a
ponerse de moda de allí a diez años… Mientras que la
magnificencia de Lorenzo era algo que caminaba derecho a la
tumba. Quien no estuviera avisado de esas sombras dominadoras
de las «sacrae litterae» era, como diría Weber, éticamente un niño.
Claro que tampoco podemos engañarnos acerca de que, en las
Consideraciones, tales sombras, purificaciones y fundamentalismos,
Mann los toma por adaptaciones en suelo alemán del espíritu
profético del democratismo francés…
LORENZO.— […] ¿Según lo que dice, durante toda mi vida, habría
actuado contra el espíritu?
EL PRIOR.— […] ¡Ha divinizado el placer visual, lo ha hecho brotar
por todos los muros de Florencia y le ha dado el nombre de
Belleza! ¡Ha corrompido al pueblo incitándolo a creer en la infame
mentira que paraliza el deseo de salvación, ha instituido fiestas
lúbricas para glorificar la brillante superficie del mundo, y a esto lo
ha llamado arte…! […] Mis ojos han penetrado hasta el corazón de
nuestra época y he visto su frente de prostituta. […] Entonces
comprendí. Me correspondía a mí, solamente a mí, hacerme
grande, levantarme contra el mundo, porque era el portavoz y el
elegido. ¡El Espíritu había resucitado en mi persona!
LORENZO.— […] ¿Usted dice que el espíritu y la belleza se
oponen?
EL PRIOR.— Son opuestos, sostengo la verdad que he padecido.
¿Quiere usted una prueba que le demuestre que estos dos mundos
son irreconciliables y extraños uno al otro? El deseo. ¿Lo conoce?
Donde se abren abismos, los une con su arco iris; y, donde existe,
abre abismos[5].
Recuerdo que son palabras escritas en 1905, que producen cierto
escalofrío (político) al leerlas después de los tiempos de Hitler. Pero,
por suerte o por desgracia, no es Hitler el que pronostican Fiorenza
y las Consideraciones, sino el demócrata como «hombre gótico».
¿Quién nace de las cenizas del burguesismo moderno? ¿Quién
sustituye, según Mann, a esa humanidad goethiana, laxa, tolerante,
benéficamente dubitativa? El hombre gótico. El fanático
postburgués. El nuevo intolerante: el hombre de la creencia en la
creencia. Que ya no tiene la pinta de un monje aullante o un
Savonarola florentino sino la de cualquier colaborador periodístico
con falta de ética y gafitas de carey.
Con todo, Consideraciones de un apolítico tiene un corazón
musical, como las mejores obras de Thomas Mann. Quizá algunas
de las zonas más expresivas y sentidas de este libro sean aquellas
en que el escritor se mira, como casi siempre, en el espejo de un
músico. En este caso, se trata de Palestrina, al que Hans Pfitzner
dedicó una ópera homónima, obra maestra del postwagnerianismo,
terminada en 1915 y estrenada en Múnich en 1917 bajo la batuta de
Bruno Walter (quien la defendió hasta su muerte, por más que el
empresario judío Sir Rudolf Bing, gerente del Metropolitan de Nueva
York, dijera de ella cuando fue anunciada en su casa de la ópera:
«ya saben, es como Parsifal, solo que no tan divertida»).
Palestrina nos lleva a Roma y a Trento, en 1563, es decir, el
último año del Concilio. Mediante una interesante manipulación de
las fechas históricas, Giovanni Pierluigi da Palestrina es en esta
leyenda musical un hombre viejo, cansado y aislado del mundanal
ruido. Desde que murió su amada Lukrezia no ha vuelto, además, a
componer una nota. Tan solo le acompaña un hijo adolescente,
Ighino, y un precoz discípulo, Silla, inclinado hacia concepciones
más innovadoras e individualistas de la estética musical. En dicho
estado, recibe la visita de un príncipe de la Iglesia, el imponente
cardenal Borromeo, quien le pone sobre aviso de una circunstancia
crítica, el papa Pío IV ha decidido relegar la polifonía del uso
litúrgico y restaurar el canto llano, en aras de una mayor
inteligibilidad del texto sagrado. El cardenal (piense el lector en el
defensor más insigne del papel, Hans Hotter) exhorta al melancólico
Palestrina a que se aplique a la composición de un modelo de misa
que, sin traicionar las regulaciones eclesiásticas contrarreformistas,
demuestre que es posible sintetizar la textura polifónica con la
claridad textual. Palestrina rehúsa inicialmente el encargo; pero
pronto se ve obligado a responder ante la vocación del arte, tiene
una visión en que el espíritu de grandes maestros muertos (Josquin
des Prez, Heinrich Isaac, etc.) intenta persuadirlo de que él es el
elegido, para a continuación ser arrebatado por una visión pacífica y
extática de su amada Lukrezia. Después de borrascosas
disquisiciones en el capítulo general del Concilio, Palestrina termina
recibiendo el homenaje del papa, que le ofrece un cargo a
perpetuidad en la Capilla Sixtina, del cardenal, que le besa los pies,
del pueblo, que lo corona como salvador de la música… pero él
prefiere quedarse a solas con el retrato de su mujer a la vista.
Para Mann, devoto espectador en Múnich de la leyenda musical
de Pfitzner, por aquellos tiempos un amigo excelente, Palestrina es
el triunfo de la ironía sobre el radicalismo. El radical es un nihilista,
el ironista es conservador. Es más, ironía es erotismo. Palestrina es
un ser entremundos, salva la vida de la música siendo visitado por
los maestros muertos. Pues no le empuja el fanatismo del futuro,
como al utópico; igual que no le detiene la obediencia al pasado,
como al reaccionario.
Pero así y no de otro modo son las cosas cuando la culminación
y la mutación de la propia vida coincide con una mutación de los
tiempos, y cuando uno se torna lento, apegado, y ya un tanto
cansado. No es cosa pequeña haber madurado en la atmósfera de
una era, y luego, súbitamente, ver iniciarse una nueva, a la cual se
pertenece asimismo con una parte de su propio ser…
Son palabras de Mann sobre Palestrina… o de Palestrina sobre
Mann. El lector está a punto de leer un libro enfermo. Quizás su
estado mejore un poco en manos del siglo veintiuno, o no. Lo que es
seguro es que su recuperación —editorial— es un acierto completo.
Porque este texto, impolítico por ser político de principio a fin, no
incurre en babosas nostalgias de ninguna clase, abomina del
decadentismo belicista y de todos los estilos unilaterales, rebosando
sin embargo de esa irónica magnanimidad del que está a punto de
trasponer un límite, y sabe que sus posiciones se han hecho
inexorablemente difíciles hasta lo insostenible, y acaso queriendo
problematizarles la fiesta a todos los hombres del futuro, sanos
demócratas, lanza una campaña contra los fanatismos de la pureza,
contra el fariseísmo de la salud.
FERNANDO BAYÓN, DICIEMBRE DE 2010
lunes, 9 de mayo de 2022
Escritos de William Burroughs y Allen Ginsberg. (Fragmento).
15 de enero de 1953
Hotel Colón, Panamá
Querido Allen:
Me paré aquí para que me sacaran
las almorranas. Me pareció que no procedía volver a instalarme entre los indios
con almorranas.
Bill Gains estuvo en la ciudad y
le ha pegado fuego a la República de Panamá desde Las Palmas a David de
paregórico. Antes de Gains, Panamá era una ciudad p.g. Podías comprar ciento
catorce gramos en cualquier farmacia. Ahora los boticarios andan nerviosos y la
Cámara de los Diputados ya estaba a punto de aprobar una Ley Gains especial,
pero Gains tiró la toalla y se volvió a México. Yo me estaba quitando del jaco
y el tío no hacía más que darme la lata, que por qué me engañaba a mí mismo,
que una vez que eras yonqui lo eras para siempre. Que si dejaba el jaco me
convertiría en un borrachuzo baboso o me volvería loco metiéndome cocaína.
Me encebollé una noche y compré
un poco de paregórico y el tío no paraba de decirme, una y otra vez, «Sabía que volverías con paregórico. Lo sabía. Serás yonqui toda tu vida», y
me miraba con una sonrisita de gato. La droga para él es una causa.
Me fui yo mismo al hospital hecho
polvo del opio y me pasé cuatro días allí metido. Sólo me daban tres chutes de
morfina y no podía dormir del dolor que tenía, y del calor y la deprivación, y
encima había un herniado panameño en la misma habitación, y sus amigos venían y
se quedaban todo el día y la mitad de la noche...; uno de ellos se llegó a
quedar hasta medianoche.
Recuerdo cruzarme con unas
americanas por el pasillo, que tenían pinta de esposas de oficiales. Una iba
diciendo: «No sé por qué, pero no puedo comer caramelos.»
«Tiene usted diabetes, señora»,
le dije. Se dieron todas la vuelta y se me quedaron mirando indignadas.
Después de que me dieran el alta
en el hospital, me pasé por la Embajada de los Estados Unidos. Delante de la
embajada hay un baldío lleno de hierbajos y de árboles, donde los chicos se
desnudan para darse un baño en las aguas contaminadas de una especie de pequeña
bahía que parece el nido de una serpiente de mar venenosa. Olor a excrementos y
agua de mar y lujuria de joven macho. No había cartas para mí. Me paré otra vez
para comprar cincuenta y cinco gramos de paregórico. La vieja Panamá de
siempre. Putas y chulos y buscones.
«¿Quiere chica linda?»
«¿Baile señora desnuda?»
«¿Verme follar a mi hermana?»
No me sorprende que la comida
cueste tanto. No hay quien los mantenga en el campo. Todos quieren venirse a la
gran ciudad y ejercer de chulos.
Llevaba conmigo un artículo de
una revista que describía un garito de las afueras de Ciudad de Panamá llamado
el Ganso Azul. «Un local donde todo vale. Los camellos pululan por el váter de
hombres con jeringas cargadas y listos para entrar en acción. A veces salen
disparados de un retrete y te clavan la aguja en el brazo sin esperar a que les
des permiso. Los homosexuales andan desmadrados.»
El Ganso Azul parece un café de
carretera de la época de la Prohibición. Un edificio alargado, de una sola
planta, venido a menos y cubierto de parras. Oía el croar de las ranas que
llegaba del bosque y de los pantanos que lo rodean. Fuera había unos cuantos
coches aparcados; dentro, una tenue luz azulada. Me recordaba un café de
carretera de la Prohibición, de mis tiempos de adolescente, y el sabor de los
combinados de ginebra en verano, en el Medio Oeste. (¡Ah, Dios! Y la luna de
agosto en un cielo color violeta, y la polla de Billy Bradshinkel. ¿Se puede
uno poner más sensiblero?)
Inmediatamente, dos putas viejas
se me sentaron a la mesa, sin que yo las invitara, y pidieron copas. Una ronda
me costó 6 dólares con 90. Lo único que había pululando por el váter de hombres
era un insolente y dictatorial encargado. Y en cuanto a desmadrarse, bastante
poco; no pude hacérmelo ni con un solo chaval mientras estuve allí. Me pregunto
cómo serán los chicos panameños. Tan cortados como el material, seguramente.
Cuando dicen que «todo vale», se están refiriendo al garito, no a los clientes.
Me crucé con mi viejo amigo
Jones, el taxista, y le compré un poco de coca, más cortada que el demonio. Casi
me asfixio intentando esnifar lo bastante de aquella mierda como para pillar un
subidón. Eso es Panamá. No me sorprendería que hasta las putas estuvieran
cortadas con gomaespuma.
Los panameños son probablemente
la gente más guarra del hemisferio –aunque tengo entendido que los venezolanos
también les hacen la competencia–, pero nunca me he encontrado con ninguna
banda de ciudadanos que me dé tanto bajón como los funcionarios de la Zona del
Canal. Es imposible comunicarse con un funcionario en términos de intuición y
empatía. No reciben, y lo que emiten parece que salga de una pila gastada. Debe
de haber una onda cerebral especial, de baja frecuencia, entre los
funcionarios.
Los militares no parecen jóvenes.
Carecen de entusiasmo y de capacidad para la conversación. De hecho, rechazan
la compañía de los civiles. Los únicos con los que me muevo en Panamá son los
negros enrollados, y todos andan de palo por ahí.
Abrazos,
Bill
P.D. Billy Bradshinkel se acabó
poniendo tan pesado que al final tuve que quitármelo de encima.
La primera vez fue en mi coche,
después del desfile de primavera. Billy con los pantalones por los tobillos y
la camisa de gala puesta todavía, y el asiento del coche todo lleno de lefa.
Luego yo sujetándole del brazo mientras el chico vomitaba a la luz de los faros
del coche, allí plantado con su pinta juvenil y su pelo rubio revuelto por el
cálido viento de primavera. Luego nos metemos otra vez en el coche y apagamos
las luces y le digo: «Vamos a repetir.»
Y el tío me dice: «No, no
deberíamos.»
Y yo le dije que por qué, y para
entonces ya se había vuelto a excitar, así que lo hicimos otra vez, y le pasé
las manos por la espalda, por debajo de la camisa de gala, y lo apreté contra
mí y sentí los largos pelillos de bebé de su suave mejilla contra la mía, y se
durmió allí, y se estaba haciendo de día y nos volvimos a casa.
Después de aquello nos lo hicimos
varias veces en el coche, y una vez su familia estaba de viaje y nos quitamos
toda la ropa y después me quedé mirándole, dormido como un bebé con la boca un
poco abierta.
Ese verano Billy pilló la fiebre
tifoidea y yo iba a verlo todos los días, y su madre me daba limonada, y una
vez su padre me dio una botella de cerveza y un cigarrillo. Cuando Billy se
puso mejor cogíamos el coche y nos íbamos hasta el lago Creve Coeur y
alquilábamos una barca, y salíamos a pescar, y nos quedábamos tumbados en el
fondo de la barca, abrazados, sin hacer nada. Un sábado exploramos una vieja
cantera y encontramos una cueva, y nos quitamos los pantalones en la mustia
oscuridad.
Recuerdo que la última vez que vi
a Billy fue en octubre de ese año. Uno de esos resplandecientes días azules que
se dan en los Ozarks en otoño. Habíamos salido al campo con el coche, a cazar
ardillas con mi escopeta del 22 de un solo cartucho, y fuimos atravesando el
bosque otoñal sin que apareciera nada contra lo que pudiéramos disparar y Billy
estaba callado y serio y nos sentamos en un tronco y Billy se quedó con la
mirada fija en los zapatos y me dijo que no podíamos vernos más (observarás que
te estoy ahorrando el detalle de las hojas caídas).
–Pero ¿por qué, Billy? ¿Por qué?
–Bueno, si no lo sabes, no te lo
puedo explicar. Vamos a volver al coche.
Regresamos en silencio y cuando
llegamos a su casa Billy abrió la puerta del coche y se bajó. Me miró durante
un segundo como si fuera a decirme algo, pero luego se dio la vuelta de repente
y subió por el camino de baldosas que conducía a su casa. Yo me quedé allí
sentado un momento, mirando la puerta. Luego me volví a casa sintiéndome
aturdido. Cuando paré el coche en el garaje dejé caer la cabeza encima del
volante, sollozando y frotándome la mejilla contra las varillas de acero.
Finalmente Madre me llamó desde la ventana del primer piso, preguntándome si me
pasaba algo, y que por qué no entraba en casa. Así que me enjugué las lágrimas
y entré en casa y le dije que me encontraba mal y subí a meterme en la cama.
Madre me trajo un plato de tostadas francesas en una bandeja, pero no podía
comer nada, y me pasé la noche llorando.
Después de aquello llamé a Billy
varias veces por teléfono, pero siempre me colgaba en cuanto oía mi voz. Y le
escribí una larga carta que nunca contestó.
Tres meses después leí en el
periódico que se había matado en un accidente de coche, y Madre dijo:
–¡Pero si era el hijo de los
Bradshinkel! Erais muy buenos amigos, ¿no?
–Sí, Madre –le dije, pero sin
sentir nada en absoluto.
Luego me puse hasta arriba de
whisky de maíz.
Otra milonga: un hombre que
fabrica recuerdos por encargo. Del tipo que quieras, y te garantiza que ocurrieron
justamente como le pidas... (De hecho, yo me acabo de vender a mí mismo la
historia de Billy Bradshinkel.) Una frase del geniecillo de la lámpara japonesa
hace las veces de banda sonora de la historia: «Sólo soy un viejecito que te
cambia viejos sueños por sueños nuevos.» ¡Ah, qué demonios! Que se la den a
Truman Capote.
Otro recuerdo viejo, pero
verdadero. Todos los domingos, a la hora de comer, mi abuela exhumaba a su
hermano, que se había matado cincuenta años antes saltando una cerca con la
escopeta, que se le disparó y le voló el pecho en pedazos.
«Siempre me acuerdo de mi
hermano. Era un chico encantador. Es odioso que los chicos anden por ahí con
armas de fuego.»
Así que todos los domingos a la
hora de comer teníamos a aquel muchacho tirado junto a la cerca de madera,
rodeado de sangre que se deslizaba por la tierra roja y arcillosa y congelada
de Georgia y se iba filtrando por entre los rastrojos.
Y luego estaba la señora Collins,
pobre anciana, esperando que maduraran sus cataratas para que le pudieran
operar del ojo. ¡Ah, Dios! ¡Esas comidas de domingo en Cincinnati!
25 de enero de 1953
Hotel Mulvo Regis, Bogotá
Querido Al.
Bogotá está en una meseta rodeada
de montañas. La hierba de la sabana es de color verde brillante, y aquí y allá
se yerguen monolitos precolombinos de piedra negra entre la hierba. Una ciudad
triste y sombría. Mi habitación de hotel es un cubículo sin ventanas (las
ventanas son un lujo en Sudamérica), con paredes de contrachapado verde, y la
cama me queda corta.
Me pasé mucho tiempo sentado en
esa cama, paralizado, de bajón. Luego salí a darme una vuelta. El aire era frío
y cortante, y me fui a tomarme una copa, dándole gracias a Dios por no haber
llegado enfermo de jaco a esta ciudad. Me tomé unas copas y volví al hotel, donde
un camarero feo y medio raro me sirvió una cena que me resultó indiferente.
Al día siguiente fui a la
universidad a recoger información sobre la ayahuasca. Todas las ciencias están
agrupadas en lo que llaman el Instituto. Un edificio de ladrillo rojo, de
pasillos polvorientos y despachos desprovistos de letreros, la mayoría de ellos
cerrados con llave. Me abrí paso entre cajas y animales disecados y muestras
botánicas. Todas esas cosas las andan moviendo continuamente de una sala para
otra, sin ningún motivo aparente. De los despachos sale corriendo gente
reclamando algún objeto del montón de basura del vestíbulo, para que se lo
lleven otra vez a su despacho. Los bedeles están todos por ahí sentados encima
de las cajas, fumando y saludando a todo el mundo, llamándole «doctor».
En una enorme sala polvorienta
llena de muestras de plantas y de olor a formaldehído vi a un hombre buscando
algo que no encontraba, con un aire de refinado fastidio. El tipo se percató de
mi presencia.
–¿Qué habrán hecho con mis muestras
de cacao? Era una especie nueva de cacao silvestre. ¿Y qué hace este cóndor
disecado en mi mesa?
Tenía una cara enjuta y refinada,
y llevaba gafas de montura de acero, una chaqueta de tweed y pantalones oscuros
de franela. Boston y Harvard, sin ninguna duda. Se me presentó como el doctor
Schindler. Estaba relacionado con la Comisión de Agricultura de los Estados
Unidos.
Le pregunté por la ayahuasca.
–Ah, sí –me dijo–. Aquí tenemos
muestras. –Luego, mientras echaba un último vistazo buscando sus plantas de
cacao, añadió–: Venga conmigo y se las enseño.
Me enseñó una muestra seca de
ayahuasca, que tenía pinta de ser una planta muy poco distinguida. Me dijo que
sí, que él la había tomado.
–Vi colores, pero no tuve
visiones.
Me dijo exactamente lo que iba a
necesitar para el viaje, y adónde ir y con quién ponerme en contacto. Le
pregunté por el asunto de la telepatía.
–Eso, por supuesto, son todo
imaginaciones –me dijo.
Me comentó que, de todas las
zonas en las que podría encontrar ayahuasca, el Putumayo probablemente fuera la
de más fácil acceso.
Me tomé unos días para preparar
mis cosas y tomarle el pulso a la capital. Para un viaje a la jungla necesitas
medicinas: el antídoto contra las mordeduras de serpiente, la penicilina, el
enterovioformo y la cloroquina son indispensables. Y luego una hamaca, una
manta y un saco encauchado que llaman tula,
para llevar tus cosas.
Bogotá está muy alta, y es fría y
lluviosa; un frío húmedo que se te mete dentro como la destemplanza interior de
la abstinencia. En Bogotá, más que en cualquier otra ciudad que haya visto en
Latinoamérica, sientes el peso muerto de España, sombrío y opresivo. Todo lo
oficial lleva el sello «Made in Spain».
Tuyo,
William
30 de enero
Hotel Niza, Pasto
Querido Al:
Cogí el autobús a Cali porque el
autoferro estaba completamente reservado desde hacía días. La policía nos paró
varias veces por el camino para registrar a todos los viajeros. Yo llevaba una
pistola en mi equipaje, escondida debajo de las medicinas, pero se limitaron a
cachearme durante las paradas. Está claro que cualquiera que llevase armas se
saltaría los controles o escondería las armas en algún sitio en el que no
pudieran encontrarlas estos torpes policías. Lo único que consiguen con el
actual sistema es fastidiar a los ciudadanos. No he conocido a nadie en
Colombia que simpatice con la Policía Nacional.
La Policía Nacional es la guardia
pretoriana del Partido Conservador (en el ejército hay un considerable
porcentaje de liberales, y no es de fiar). El cuerpo (la P. N.) es la banda más
unánimemente repulsiva de jóvenes que he visto en mi vida, querido. Parecen los
desechos resultantes de la radiación nuclear. Hay miles de estos extraños
jóvenes golfos en Colombia. Sólo una vez vi uno que hubiera considerado
apetecible, y tenía pinta de no sentirse a gusto en el uniforme.
Si hay algo bueno que decir sobre
los conservadores, yo desde luego no lo he oído. Son una minoría impopular de
mierdosos malencarados.
La carretera discurre por entre
puertos de montaña y desciende luego hasta la curiosa región central de Tolima,
en los límites de la zona de guerra. Árboles y llanuras y ríos y más y más
Policía Nacional. La población cuenta con algunas de las gentes más hermosas y
más feas que he visto nunca. La mayoría de ellos no parecen tener mejor cosa
que hacer que quedarse mirando el autobús y a los pasajeros, y especialmente al
gringo. Se me quedaban mirando hasta que les sonreía o los saludaba con la
mano, y luego me devolvían la típica sonrisa depredadora y desdentada con la
que se encuentra todo norteamericano cuando viaja por América del Sur.
«Hola, Míster; ¿un cigarrillo?»
En un caluroso y polvoriento
pueblo de carretera, donde paramos a tomar café, vi a un muchacho de delicados
rasgos cobrizos, con una suave y bella boca de dientes separados que le
asomaban de unas encías de intenso color rojo. Un buen mechón de fino cabello
negro le caía por delante de la cara. Toda su persona exudaba una dulce
inocencia masculina.
En uno de los controles
policiales conocí a un nacional que había combatido en Corea. Se abrió la
camisa para enseñarme las cicatrices que recorrían su poco apetecible anatomía.
«Vosotros me caéis bien», me
dijo.
Nunca me he sentido halagado por
ese promiscuo aprecio por los norteamericanos. Lo encuentro insultante para la
dignidad personal, y ninguno de estos enamorados de Norteamérica esconde nunca
nada bueno.
A última hora de la tarde me
compré una botella de coñac y me emborraché con el chófer del autobús. Esa
noche me quedé en Armenia, y al día siguiente cogí el autoferro hasta Cali.
Rodeada de vegetación
semitropical, con bambúes y bananos y papayos, Cali es una población
relativamente agradable, con un buen clima. Aquí no te sientes tenso. Cali
tiene una elevada tasa de delincuencia tradicional, no política. Hasta
reventadores de cajas fuertes. (Las grandes organizaciones criminales son raras
en Sudamérica.)
Me encontré con algunos antiguos
residentes norteamericanos que me decían que el país se había ido al carajo.
«Aquí odian a muerte a los
extranjeros. ¿Sabe por qué? Es todo ese rollo de la Point Four y de las buenas
relaciones entre vecinos y la ayuda económica. Si le das algo a esta gente,
enseguida piensan: “O sea que me necesita.” Y cuanto más les das a los
cabrones, más chulos se ponen.»
Esto me lo han dicho antiguos residentes
norteamericanos por toda Sudamérica. No se les ocurre pensar que en todo esto
hay un fondo mucho más elemental que las actividades de ayuda económica de la
comisión Point Four. Es como lo que dicen los seguidores de Pegler, en los
Estados Unidos: «El problema son los sindicatos.» Seguirían diciéndolo aunque
estuvieran escupiendo sangre por culpa de la radiación nuclear. O
convirtiéndose en crustáceos.
Seguí hasta Popayán en autoferro.
Popayán es una tranquila población universitaria. Alguien me dijo que el lugar
estaba lleno de intelectuales, pero yo no vi ninguno. Se respira una hostilidad
curiosa y negativista en el ambiente. Estaba dando un paseo por la plaza
principal y un hombre chocó conmigo, sin pedirme disculpas. Tenía una expresión
ausente y catatónica en el rostro.
Estaba tomándome un café en una
cafetería cuando se me acercó un joven con cara de judío asirio y se me empezó
a enrollar con el cuento de lo bien que le caían los extranjeros, diciéndome
que quería invitarme a una copa o por lo menos pagarme el café. A medida que
hablaba iba resultando evidente que no le caían bien los extranjeros y que no
tenía intención de invitarme a una copa. Pagué yo mismo el café y me marché.
En otra cafetería tenían montado
una especie de juego parecido al bingo. De repente entró un tipo emitiendo
curiosos grititos de hostilidad imbécil. Nadie levantó la vista del juego.
Delante de Correos había
pasquines del Partido Conservador. Uno de ellos decía: «Campesinos, el ejército
está luchando por vuestro bienestar. La delincuencia degrada al hombre, hasta
que ya no puede vivir consigo mismo. El trabajo lo eleva hacia Dios. Coopera
con la policía y con el ejército. Sólo
necesitan tu información.» (La cursiva es mía.)
Es tu deber informar sobre la
guerrilla, y trabajar, y saber estar en tu sitio y escuchar al cura. ¡Qué viejo
timo! Como intentar vender el puente de Brooklyn. No hay mucha gente que se lo
esté tragando. La mayoría de los colombianos son liberales.
Los de la Policía Nacional andan
arrastrándose por todas las esquinas, torpes y cohibidos, esperando pegarle un
tiro a alguien o hacer algo, lo que sea, menos quedarse ahí parados, bajo la
hostil mirada de la población. Tienen un enorme furgón de color gris que anda
dando vueltas por la población, sin ningún detenido dentro.
Salí caminando por una carretera
polvorienta. A mi alrededor se extendía la campiña con sus verdes prados, sus
vacas y ovejas y pequeñas granjas. Una vaca espantosamente enferma se había
parado en el camino, cubierta de polvo. Junto a la carretera, un altarcillo en
una urna de cristal. Los horrendos rosas y azules y amarillos del arte
religioso.
Vi un cortometraje sobre un
sacerdote de Bogotá que lleva una fábrica de ladrillos y construye casas para
los trabajadores. El corto te saca al cura acariciando ladrillos y dándoles
palmadas en la espalda a los obreros y largándose el rollo del viejo timo
católico. Un hombre delgado, de ojos neuróticos y turbados. Finalmente echaba
un sermón que venía a decir que allá donde haya progreso social o buenas obras
o cualquier cosa buena te encontrarás a la Iglesia.
Su sermón no tenía nada que ver
con lo que realmente estaba diciendo. No cabían dudas sobre la neurótica
hostilidad de su mirada; el miedo y el odio a la vida. Te lo veías allí
sentado, en su negro uniforme, expuesto como abogado de la muerte en toda su
desnudez. Un empresario sin la motivación de la avaricia; su cancerosa
actividad, estéril y asoladora. Fanatismo sin fuego ni energía, exudando un
rancio hedor de putrefacción espiritual. Parecía enfermo y sucio –aunque
supongo que de hecho iba bastante limpio–, con una presencia que sugería
dientes amarillos, ropa interior sin lavar y problemas psicosomáticos de
hígado. Me pregunto qué clase de vida sexual podría llevar.
Otro corto nos mostró un mitin
del Partido Conservador. Todos parecían coagulados, como una costra congelada
que recubriera el país. El público permanecía sentado en el más absoluto
silencio. Ni un murmullo de aprobación ni desacuerdo. Nada. Propaganda
descarada que se desplomaba en medio del silencio muerto.
Al día siguiente cogí un autobús
para Pasto. Durante el viaje iba sintiendo en el estómago el impacto físico de
la depresión y el horror. Altas montañas nos rodeaban por todas partes. Los
habitantes nos echaban vacuas miraditas desde sus cabañas de techos de barro,
los ojos enrojecidos por el humo. El hotel lo llevaban unos suizos, y resultó
ser excelente. Me di un paseo por el pueblo. La población era fea y andrajosa.
Cuanto mayor era la altitud, más feos se ponían los ciudadanos. Ésta es una
zona de lepra. (La lepra en Colombia es más frecuente en las zonas de alta
montaña. En la costa, tienen tuberculosis.) Se diría que una de cada dos
personas con las que me cruzaba tenía un labio leporino, o una pierna más corta
que la otra, o un ojo cegado y purulento.
Me metí en una cantina y estuve
bebiendo aguardiente y escuchando música de montaña en la gramola. La música
esta tiene algo arcaico y extrañamente familiar, muy viejo y muy triste. Está
claro que no es de origen español, pero tampoco es oriental. Música pastoril
que tocan con instrumentos de bambú que parecen primitivas flautas traveseras,
quién sabe si etruscas. He oído música parecida en los montes de Albania, donde
quedan restos raciales ilíricos. Te transmite una especie de nostalgia
filogenética; ¿de la Atlántida, quizá?
Detrás de la barra vi lo que en
un principio me pareció un muchacho atractivo de catorce años o así (el lugar
estaba en penumbra, debido a un corte parcial de luz). Me acerqué a echarle un
vistazo más de cerca y vi una cara vieja, un cuerpo hinchado de pulpa y agua
como un melón podrido.
En la mesa de al lado había un
indio buscándose algo en los bolsillos, los dedos entumecidos por el alcohol.
Tardó varios minutos en sacar unos billetes arrugados; lo que mi abuela, que
era una enérgica prohibicionista, solía describir como «dinero sucio». El tipo
me vio y me ofreció una sonrisa retorcida y rota, como diciendo: «¿Qué le voy a
hacer?»
En un rincón un indio joven
estaba manoseando a una puta, una mujer fea, de cara bestial y descompuesta,
que llevaba el sucio vestidillo rosa característico de la profesión. Al final
se quitó al indio de encima y se marchó. El indio se quedó mirándola en
silencio, sin enfado. La mujer se había marchado y no había nada que hacer. Se
acercó al borracho y le ayudó a levantarse y salieron juntos dando tumbos, con
esa triste y dulce resignación del indio montañés.
Schindler me había dado una carta
de presentación para un alemán que regenta una bodega de vinos en Pasto. Lo
encontré en una sala llena de libros, caldeada por dos estufas eléctricas. La
primera señal de calefacción que había visto en Colombia. Tenía una cara enjuta
y estragada, una nariz afilada, labios caídos y boca de yonqui. Estaba muy
enfermo. Mal del corazón, mal de los riñones, la tensión por las nubes.
–Y yo, que solía ser más duro que
las piedras... –me comentó con voz lastimera–. Lo que quiero hacer es ir a la
Clínica Mayo. Un médico de aquí me puso una inyección de yodo que me desgració
el metabolismo. Si como cualquier cosa con sal se me hinchan los pies. Se me
ponen así de grandes.
Sí, conocía bien el Putumayo. Le
pregunté por la ayahuasca.
–Sí, envié una muestra a Berlín.
La analizaron y me dijeron que el efecto es idéntico al del hachís... Hay un
insecto en el Putumayo, no recuerdo ahora cómo lo llaman, que es como un
saltamontes grande, y tiene un efecto afrodisíaco tan fuerte que como se te
pose encima y no consigas inmediatamente una mujer te mueres. Los he visto
correr por ahí pajeándose después de entrar en contacto con el bicho... Tengo
uno guardado en alcohol en algún sitio... No, ahora que lo pienso, se perdió
cuando me mudé aquí, después de la guerra... Otra cosa sobre la que he estado
intentando conseguir información... es una hoja de parra que la masticas y se
te caen los dientes.
–Justo lo que viene bien para
gastarles una broma a los amigos –le dije.
La criada nos trajo té y pumpernickel con mantequilla dulce en
una bandeja.
–Odio este lugar, pero ¿qué va
uno a hacer? Tengo aquí mi negocio. Mi mujer. Estoy atrapado.
Dentro de unos días saldré para
Mocoa y el Putumayo. No te escribiré desde allí, porque a partir de Pasto el
servicio de correo es muy poco fiable. Las cartas las suelen llevar voluntarios
en autobuses y camioneros. Se pierden más de las que llegan. Esta gente
desconoce el concepto mismo de la responsabilidad.
Tuyo,
Willy Lee
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