jueves, 12 de mayo de 2022

NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS. COMPRA EN LÍNEA.

 

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Thomas Mann Ensayos sobre música, teatro y literatura. 24 de mayo Ayer me vino a la mente y a la pluma El asno de oro...

 


 24 de mayo

 

 

Ayer me vino a la mente y a la pluma El asno de oro, no por casualidad, porque he descubierto ciertas relaciones entre Don Quijote y esa novela de la Antigüedad tardía, de las que mi ignorancia desconoce si también les han llamado la atención a otros. En efecto, llaman la atención determinados pasajes y episodios por su novedad, por la singularidad de sus motivos, que sugieren un origen lejano; y es característico que aparezcan en la segunda parte de la obra, la más digna espiritualmente.

Ahí tenemos para empezar en el libro noveno el relato de las bodas de Camacho «con otros gustosos sucesos». ¿Gustosos? Lo que sucede en estas bodas es horrible, pero el «gustoso» nos anticipa en el título que en esos horrores se trata de broma, chanza, engaño, de un mimo que ríe a escondidas, una burla del lector y de los que participan de la historia, que por fin se resuelve en sorprendida hilaridad. Se describe con el «más gustoso» derroche la rústica fiesta de esponsales de la hermosísima Quiteria con el rico Camacho, que es el rival afortunado del forzosamente rechazado y muy honesto joven Basilio que ama a Quiteria, su vecina, desde siempre y al que ella ama a su vez, de modo que, en el fondo, se pertenecen el uno al otro ante Dios y los hombres, y la unión entre la bella y el rico Camacho sólo se produce bajo la férrea y ambiciosa presión del padre de la novia. Los festejos ya han llegado hasta el momento del casamiento cuando con roncos gritos aparece el infortunado Basilio en escena, «vestido, al parecer, de un sayo negro jironado de carmesí a llamas» y con voz temblorosa inicia un discurso en el que declara que él, cuya persona es el obstáculo moral para la felicidad plena y sin traba de aquellos dos, se quitará él mismo de en medio: «¡Viva, viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó las alas a su dicha y le puso en la sepultura!». Y con estas palabras extrae de su bastón, que ha clavado en la tierra, como de una vaina un estoque y se arroja sobre él, de tal manera que la mitad de la cuchilla aparece manchada de sangre por su espalda y él mismo queda tendido en el suelo bañado en su sangre.

No se puede imaginar una interrupción más espantosa de una fiesta tan alegre y espléndida. Todos se arremolinan a su alrededor. Don Quijote mismo deja a Rocinante para socorrer al desventurado, el cura se afana y no consiente que se extraiga el estoque de la herida antes de que Basilio haya confesado; porque el sacárselo y el expirar sería una misma cosa. El desdichado aún vuelve un poco en sí y con voz desmayada expresa el deseo de que Quiteria le dé su mano de esposa en su último trance, porque así su muerte culpable estaría justificada. ¿Cómo se lo imagina? ¿Pretende que el rico Camacho renuncie a favor de la muerte? El cura exhorta al moribundo para que piense en su alma y confiese; pero Basilio con los ojos en blanco y visiblemente en las últimas asegura que nunca jamás confesará si Quiteria no le da su mano, lo que por fin, ya que se trata del alma de un cristiano, sucede efectivamente con la conformidad del buen Camacho. Apenas recibida la bendición Basilio se levanta de un salto, se saca el estoque del cuerpo que le había servido de vaina y replica desenvuelto a los que ya gritan: «¡Milagro! ¡Milagro!». —«No “milagro, milagro”, sino “¡industria, industria!”». —Resumiendo, resulta que el estoque no traspasó las costillas de Basilio sino un tubo de hierro lleno de sangre y que todo era una travesura tramada por los amantes que luego, gracias a la generosidad de Camacho, gracias también a las buenas y sabias palabras de Don Quijote, conduce a que Basilio se queda con su Quiteria y la fiesta se reanuda en honor de esta pareja.

¿Está permitida una cosa parecida? La escena del suicidio está pintada con toda seriedad y con acentos trágicos; indudablemente provoca alarma y conmoción, no sólo en todos los que la presencian sino también en el lector —para que al final todo se disuelva en ridículo humo y demuestre ser una cómica patraña. Levemente molesto uno se pregunta si estas prácticas mistificadoras le están permitidas al arte —al arte como nosotros lo entendemos. Pero yo sé, gracias a Erwin Rohde y al excelente libro que ha escrito el mitólogo e historiador de las religiones Karl Kerényi de Budapest, que los fabuladores de la Antigüedad tardía amaban sobremanera este tipo de escenas. El novelista alejandrino Aquileo Tatios cuenta en su Historia de Leukippa y Cleitofón cómo la heroína es degollada por ladrones de los pantanos egipcios de una manera horrible, descrita con todos los detalles más bárbaros, y además ante los ojos de su amado, separado de ella por una ancha zanja, amado que a renglón seguido intenta desesperado matarse sobre la tumba de la heroína. Pero entonces acuden presurosos los compañeros, a los que él creía también muertos, sacan a la víctima fresca y lozana de la tumba y explican a Cleitofón que apresados, a su vez, por los Bucolos se habían dejado encargar por ellos el sacrificio y habían llevado aparentemente a cabo la escalofriante tarea ron la ayuda de un puñal de teatro con cuchilla plegable y una vejiga llena de sangre que habían atado a la muchacha. —¿Me equivoco o la vejiga llena de sangre y toda esa burda impostura ha repercutido en Don Quijote?

El segundo caso es un recuerdo de Apuleyo mismo. Me refiero a la curiosísima aventura del rebuzno del burro que se relata en los capítulos 8 y 10 del libro IX; de cómo los dos regidores de un pueblo, a uno de los cuales se le había escapado un burro salen juntos al monte donde suponen que se halla el animal y, como no lo encuentran, intentan atraerlo imitando su rebuzno, arte en el que ambos son maestros hasta un punto asombroso. El uno plantado aquí, el otro allá, rebuznan alternándose, y siempre que el uno se ha hecho oír acude el otro corriendo, convencido de que ha aparecido el burro porque sólo él mismo podría haber rebuznado con tanta naturalidad, y ambos se cubren mutuamente de cumplidos por su precioso don. Que el burro no quiera acudir se debe a que yace entre los arbustos devorado por los lobos. Allí lo encuentran los regidores, y tristes y roncos regresan a casa. La historia de su competición de rebuznos se propaga por toda la región, con la consecuencia de que las gentes de ese pueblo se convierten en objeto de chanza de los pueblos vecinos y han de soportar que se burlen de ellos con rebuznos por todas partes, de lo que se producen enconadas disputas, incluso verdaderas batallas entre pueblo y pueblo; y en los preparativos de una de ellas se cruzan Don Quijote y Sancho. Porque como suele suceder, los habitantes del pueblo del rebuzno han convertido la burla en una cuestión de honor y un paladio; salen a pelear con un estandarte sobre cuyo raso blanco está pintado un burro rebuznando, y bajo este emblema marchan armados de lanzas, ballestas, partesanas y alabardas contra los antiburro para presentarles batalla, momento en que Don Quijote se interpone en su camino. Les da un noble discurso en el que les exhorta en nombre de la razón a desistir de su empeño y a no permitir derramamiento de sangre por tales nimiedades. Ellos, por su parte, parecen escucharle de buena gana. Pero entonces Sancho, para contribuir lo suyo, mete baza y lo estropea todo diciéndoles que es una necedad enfadarse cuando se oye rebuznar a alguien, y añadiendo que él en su juventud sabía rebuznar con tanta gracia y naturalidad que todos los burros del pueblo le contestaban; y para demostrar que es una ciencia, que como la natación nunca se olvida cuando se ha aprendido, se tapa la nariz y rebuzna hasta que retumban los valles cercanos —para su mayor daño. Pues los del pueblo que no pueden soportar oír rebuznar le zurran deplorablemente, y también Don Quijote por su lado ha de ver, muy en contra de su costumbre, cómo poner pies en polvorosa ante sus ballestas y partesanas. Busca la lejanía a donde le sigue descalabrado Sancho al que han puesto «sobre su jumento» aún medio aturdido. Los del escuadrón, por cierto, regresan contentos y orgullosos a su pueblo tras esperar en vano toda la noche al enemigo que no sale a luchar, y, añade el docto autor, «si ellos supieran la costumbre antigua de los griegos, levantaran en aquel lugar y sitio un trofeo».

¡Extraña historia! Tiene algo de evocador y alusivo, sobre lo que no creo equivocarme. El burro tiene en el mundo imaginativo religioso grecooriental un papel especial. Es el animal de Tifón-Set, el hermano malo de Osiris, el «rojo», y el odio mítico hacia él llega hasta tan adelantado el medievo que los comentarios de la Biblia rabínicos llaman al hermano rojo de Jacob «un asno salvaje». La idea de la paliza estaba unida estrecha y sagradamente con este ser fálico. La frase «zurrar al burro» tiene connotación ritual. Manadas enteras de asnos eran conducidas en ceremonia alrededor de las murallas de las ciudades bajo una lluvia de palos. También existía la costumbre religiosa de despeñar al animal tifónico desde una roca —precisamente la manera de morir a la que apenas escapa Lucio, convertido en burro en la novela de Apuleyo: los bandidos le amenazan con «katakremnizeshtai». Por cierto, que recibe una paliza por rebuznar, igual que Sancho, y mientras es un asno recibe constantemente palos: si contamos los casos, son catorce. Añadiré que según Plutarco la voz del burro era tan aborrecida por los habitantes de ciertos lugares que rechazaban incluso las trompetas que parecían sonar igual que ella. ¿Los pueblos en Don Quijote no son acaso una reminiscencia de estos susceptibles asentamientos? Da una extraña sensación ver asomar en este autor español del Renacimiento un patrimonio tan ancestralmente mítico disfrazado con candidez. ¿Lo conocía por trato directo con la literatura novelesca de la Antigüedad? ¿Llegaron a él estos temas a través de Italia y Boccaccio? Los sabios dirán.

Aclaración a lo largo del día y cielo azul. El mar es de color violeta —¿no lo describe así Homero? Hacia mediodía vimos fantásticos bancos de niebla flotar sobre el agua en el fulgor del sol, unos tras otros, fondos de blancura lechosa, como creados para pies angelicales, una fantasmagoría delicada y diáfana.

martes, 10 de mayo de 2022

THOMAS MANN. CONSIDERACIONES DE UN APOLÍTICO. PRÓLOGO DE FERNANDO BAYÓN.

 


EL FINAL DE LA MÚSICA

FERNANDO BAYÓN

El que mi reloj de mesa esté parado

tiene un efecto devastador sobre el cuarto.

Desde hace catorce años estaba

acostumbrado a su marcha.

THOMAS MANN, DIARIOS, 6 DE ENERO DE 1919

Consideraciones biográficas

El lector tiene entre sus manos un gran libro enfermo. Los más

cinéfilos entre Vds. sabrán que esta es una expresión —grand film

malade— robada a Françoise Truffaut, que la empleó para calificar a

una película de Alfred Hitchcock que, con todo, él admiraba: Marnie.

Sirve, por extensión, para caracterizar obras muy especiales, cuya

imperfección y falta de redondez, cuyo carácter difícil, contradictorio

y no del todo logrado, acaba por hacerlas misteriosamente

apasionantes, llegando a convertir sus síntomas en ocasiones para

el disfrute y sus errores en acontecimiento estético. Obras artísticas

cuyos padecimientos internos adquieren el rango de revelación.

No es malicia por mi parte si escojo este giro francés para

calificar un libro —un grand livre malade— en el que precisamente

Francia desempeña el papel del antagonista, quizás al modo de lo

que suponía el impostor alazôn para el desmitificador eirôn en la

antigua comedia griega. La idea de que Thomas Mann concibió este

volumen durante la etapa más irregular y peliaguda de su vida, en

circunstancias de abatimiento e irritabilidad íntimos que ni siquiera el

posterior exilio pudo igualar, está sostenida por abrumadoras

pruebas biográficas, que son las más extendidas cada vez que se

trata la génesis de Consideraciones de un apolítico.

Comenzada en octubre de 1915, su redacción se extendió con

una lentitud dolorosa hasta marzo de 1918 —el punto y final

coincidió con la última ofensiva de Ludendorff en el río Somme—, en

medio de condiciones materiales de una dificultad inédita para la

boyante familia, que convirtieron a la esposa del autor, Katia Mann,

nacida Pringsheim (y qué belleza el salón de música del palacio de

la Arcisstrasse en que nació), en toda una especialista en el

mercado negro muniqués. Es un libro de guerra. Mann comienza la

redacción de sus Consideraciones como súbdito de un Imperio de

impronta prusiana que quiere vencer militar e industrialmente sobre

las potencias occidentales, organizándose como una dictadura in

tempore belli, y las ve publicadas por su fiel editor Fischer como

ciudadano de una nación humillada tras el desastre de la Segunda

Batalla del Marne, definitivamente expuesta, después del armisticio

del 11 de noviembre, a un giro republicano así como al impositivo

Diktat de los Clemenceau y el cuáquero Wilson. Expuesta, por lo

que respecta más particularmente a la Baviera en que residía el

autor, a un expediente revolucionario y comunista, cuyos

documentos inolvidables fueron el fin de la monarquía en la persona

del último Wittelsbach, Luis III, la proclamación de la República por

vez primera en los dominios del Reich por el malogrado Kurt Eisner

—adelantándose algunas horas a los hechos que precipitaron en

Berlín la abdicación del káiser Guillermo II—, y el gobierno

bolchevique de los Consejos de trabajadores y soldados à la russe.

Claro que Thomas Mann —que despreciaba a Liebnecht, a Rosa

Luxemburg y a Eisner, los tres a las puertas de la muerte, porque su

socialismo salvaje los convirtió en nada más que «políticos», esto

es, furibundos que querían imponer la felicidad a la humanidad (sic)

—, en anotación de 24 de marzo de 1919 entiende la sublevación

espartaquista como un levantamiento ¡contra el imperialismo de los

Aliados! Pero después de haber sido triturados hasta la médula de

los huesos por las frases hipócritas de esa «gentuza» aliada, «estoy

a punto de salir corriendo a la calle y gritar: ¡Muera la falaz

democracia occidental! ¡Hurra por Alemania y Rusia! ¡Viva el

comunismo!»[1].

¿Qué fue lo que movilizó inicialmente a Thomas Mann a hacer a

un lado su novela en curso —se trataba de La montaña mágica, una

novela cuya profundidad y equilibrio habrían de quedar muy

agradecidos a la interrupción que supuso las Consideraciones—,

para dedicarse de una manera tan implacable a este volumen, del

que se cuidaba muchísimo de aclararles a sus hijos, especialmente

a los dos mayores, Erika y Klaus, que «esta vez no era una

historia», sino sencillamente un libro, que él mismo veía como algo

«monstruoso» y, sin embargo, no podía dejar de atender con

extravagante fiebre? Katia incluyó un escorado resumen de los

hechos en Meine ungeschriebenen Memoiren (Mis memorias no

escritas), el volumen de recuerdos que Elisabeth Plessen y su

propio hijo Michael, mediante una serie de entrevistas y abusando

de su paciencia, consiguieron extraerle a la viuda de Mann, quien

siempre se había dicho a sí misma: «en esta familia debe haber

alguien que no escriba».

En él se refiere al «desdichado» ensayo de Heinrich Mann, el

hermano mayor de Thomas, publicado en noviembre de 1915 bajo

el título de Zola, como detonante del polémico libro de su marido. Se

trataba de un extenso ensayo, aparecido en la revista de inspiración

expresionista Weissen Blätter (Hojas Blancas), editada en Zúrich

durante los años de la guerra por el escritor alsaciano René

Schickele, en el que Heinrich Mann homenajea a la figura de Émile

Zola, ese «genio consciente de la democracia», empleándola como

timbre del europeísmo, y a su «J’accuse» como documento

imborrable de la prevalencia de la verdad y la justicia sobre las

leyendas chauvinistas del militarismo. Cierto es que si a Heinrich le

interesaba volver sobre aquel célebre artículo de L’Aurore que

conmocionara en 1898 a la República francesa del presidente

Faure, destapando el manto de falsificaciones racistas que cubría su

gloria nacional, era porque veía hasta qué punto este Guillermo II,

con todas las exaltaciones belicistas de su imperio en decadencia,

necesitaba urgentemente su propio Zola alemán.

Aunque es más que probable que Thomas Mann conociera

previamente el ensayo de su hermano, el ejemplar de Hojas Blancas

con el Zola de Heinrich no llegó a su poder hasta enero de 1916. Es

decir, cuando ya llevaba semanas trabajando en sus

Consideraciones. No cabe duda de que la lectura exacerbó la

distancia ideológica entre los hermanos, que a nadie se le escapaba

que venía siendo muy notable desde mucho tiempo atrás. El propio

Thomas Mann, en una carta a su hermano con fecha de 8 de

noviembre de 1913, acaso la más angustiosa de las miles que

escribió, había expuesto hasta qué punto sentía posarse sobre sus

hombros toda la miseria de su hora y de su patria, y cómo veía en

Heinrich a alguien mucho más rematado moralmente de lo que él

mismo estaba, confesándole su impericia para orientarse

políticamente «como tú sí has hecho». Declaraba que todo su

interés lo ocupaba la decadencia, algo que le impedía preocuparse

como Heinrich por el progreso: y, sin necesitar enemigos, tachaba a

LosBuddenbrook de libro bourgeois y sin significación para el siglo

veinte, a Tonio Kröger de lacrimoso, a Alteza real de pieza de

vanidad, a Muerte en Venecia de consentido y perversamente

equivocado…

Después de todo, ¿cuáles habían sido sus últimas obras?

Heinrich acababa de finalizar una novela titulada El súbdito, cuyos

primeros apuntes databan de 1906, que terminó en vísperas de la

guerra y fue un éxito después de ella. Relato premonitorio, editado

por entregas en una revista ilustrada a lo largo de 1914, parodiaba

por medio de su protagonista, Diederich Hessling, la tipología

masculina del ciudadano del imperio, ese que había aprendido antes

a cuadrarse que a dejar de llamar bárbaro a todo lo espiritual que no

comprendía, mientras compensaba de paso su complejo de

inferioridad mediante arrebatos de despotismo. Una parodia de la

vacuidad del orgullo nacionalista alemán, incapaz de creer en nada

que no pudiera ser derribado por un cañón y que, en cambio, se

allanaba religiosamente ante las máscaras con que el poder se

extendía amenazadoramente sobre la política y los negocios.

¿Y Thomas? Tras ese personalísimo remake del Fedro que es la

Muerte en Venecia, se comprometió con proyectos de gran aliento y

recorrido en los que quedaría retratada una madurez genial, tales

como Confesiones del estafador Félix Krull, cuya primera —y única

— parte no habría de aparecer hasta 1954, y muy especialmente La

montaña mágica, cuyas palabras iniciales fueron redactadas el 9 de

septiembre de 1913, suponemos que a las nueve de la mañana,

como era habitual, y no vería la luz hasta el otoño de 1924. Lo que

sí vio la luz de momento, en 1915, fue una colección «de escritos de

historia contemporánea» (Sammlung von Schriften zur

Zeitgeschichte), entre los que descollaban las entregas de

Pensamientos en guerra (Gedanken im Kriege) y su elocuente

ensayo Federico y la Gran Coalición, que dio título al volumen,

trabajos en los que seguía creyendo con inflamada retórica en el

Reich alemán como síntesis de Poder y Espíritu y en la guerra como

algo popular, grande, solemne incluso, respetable hasta la médula,

una suerte de purificación y una esperanza inmensa; pero que, al

mismo tiempo, podría reportarle a Alemania un calvario moral y

cultural. En fin, mientras Heinrich volvía empáticamente la mirada al

caso Dreyfus, Thomas tornaba los ojos al siglo dieciocho, al

veraniego inquilino de Sanssouci, aquel rey filósofo, sobre cuya

homosexualidad se maliciara a escondidas su protegido Voltaire,

que maniobró contra la casa de Austria para anexionarse la Silesia

polaca —uno de los factores desencadenantes, en 1756, de la

Guerra de los Siete Años, la ocasión en que la pequeña Prusia

adquirió los galones de temible potencia mundial al enfrentarse

militarmente a una gran coalición de enemigos formada, además de

Austria, por Sajonia, Rusia y… Francia, que había dado un giro

diplomático impresionante hasta converger con los Habsburgo y con

el Zar—.

Hay una breve frase del ensayo de Heinrich, la segunda para ser

más exactos, que Thomas Mann leyó como si se tratara de una

alusión, de un puyazo, de una afrenta inequívocamente dirigida

contra su persona: «Es típico de quienes habrán de secarse

prematuramente el presentarse ante los demás con aires de

consciencia y universal rectitud cuando solo están al comienzo de

sus veinte años». Frase que, por cierto, Heinrich eliminaría

posteriormente en la reedición del Zola dentro del volumen

recopilatorio Geist und Tat. Franzosen 1780-1930. A continuación, el

mayor de los Mann arremetía contra los intelectuales arribistas, que

se convierten en poetas nacionales al desempeñar el papel de

compañeros de viaje de la falsificación, «siempre alentando,

siempre enloquecidos por el entusiasmo, sin sentir responsabilidad

alguna ante la inminente catástrofe, ¡que por cierto ignoran como

cualquier hijo de vecino!». Falsos intelectuales, más culpables que

los hombres del poder, pues con sus retóricas nacionalistas

convierten en justo lo injusto, sin desgajarse críticamente del pueblo

cuya conciencia deberían formar, tal y como hizo Zola al separarse,

con dolor y rabia, de los que consideraba, pese a todo, sus

semejantes.

Cualquier conocedor de la peripecia política y vital de Thomas

Mann puede pensar, ¿pero es que hay palabras más exactas para

describir lo que el autor de José y sus hermanos precisamente no

fue? Bastaría con leer sus vibrantes discursos contra Hitler en forma

de alocuciones a los radioescuchas alemanes a través de la BBC,

donde se duele del abismo abierto entre el país de sus padres y el

mundo civilizado por toda esa demoníaca basura del Nuevo Orden,

bastaría con recordar que este paisano de Lübeck se encontró

inopinadamente en el exilio en 1933 y jamás volvería a residir en su

patria, jamás, tardando dieciséis años en pisar otra vez suelo

alemán en unas contadas —polémicas y emocionantes— visitas.

Sí, Thomas Mann acabó siendo el alemán separado, crítica,

traumáticamente, de sus semejantes corrompidos por una camarilla

de asesinos, el que se negó a ser compañero de viaje de la

mitificación nacionalista y por ello tuvo que escuchar todavía los

cínicos rapapolvos de tantas personalidades culturales que se

quedaron en Alemania, cuidando con prudencia de no quemarse

con las brasas del fascismo, sin dejar de calentarse con ellas, y

recurrieron después de la derrota a esa ficción titulada «exilio

interior» como argumento exculpatorio y timbre de su resistencia,

que reputaban más heroica que la de la premiada y propagandística

élite que vio la guerra desde sus palcos del destierro… y cuyo

príncipe habría de ser Thomas Mann. Personalidades a cuyos

currículos de la época nazi sacan ahora lustre sus panegiristas,

contabilizando como mérito lo único que se les puede contabilizar,

no la ferocidad de sus opiniones contra Hitler, sino las

despreciativas opiniones de Hitler contra ellos. Mann acabó

padeciendo mil insidias. Pero esa es otra (y la misma) historia que

comienza a partir de 1922…

Por lo que hace al clima en que Thomas Mann se desempeña en

sus Consideraciones, la ruptura con Heinrich fue total, adquiriendo

incluso una dimensión pública cuando, en 1917, los hermanos son

invitados por el Berliner Tageblatt a verter sus opiniones acerca de

la paz mundial. Cuestión de temperamento, Heinrich tituló su

artículo con un desiderátum: «Vida, no destrucción»; Thomas, con

una interrogación: «¿Paz mundial?». Este último deslizaba en su

escrito argumentos ad hominem, en un tono entre duro y patético,

en que recordaba a Heinrich cómo el amor retórico-político por la

humanidad, con el que tanto se llenba los labios, era una forma

bastante periférica de amor y «suele ser pregonado con tanta más

dulzura cuanto más falla su núcleo». Los filántropos, antes de

proclamar la democratización del mundo, deberían preocuparse

ellos mismos de ser un poco menos ergotistas, arrogantes y

fariseos, igual que los que disfrutan del éxito afirmando el amor a

Dios con preciosas palabras convierten dicho amor en «bella

literatura y fuegos fatuos» si entretanto odian a su hermano. A los

lectores menos avisados les extrañará el tono con que Thomas

Mann se emplea, alejado de ese tópico que pretende hacerlo pasar

por un intelectual apolíneo y ultrasereno: el mismo tono de

empecinamiento fatal con que el 3 de enero de 1918 rechaza la

oferta de reconciliación que Heinrich, tras el boxeo en los medios

periodísticos, le hace llegar privadamente por carta. «Deja concluir

la tragedia de nuestra fraternidad —le espeta—. ¿Dolor? Ni mucho

ni poco. Uno se vuelve duro e insensible. Desde el suicidio de Carla

(la cuarta hermana, actriz frustrada, se suicidó en 1910) y tu ruptura

definitiva con Lula (Julia Mann, la tercera hermana, una burguesa

fina, melindrosa y morfinómana, en decadencia social tras enviudar

—según su sobrino Klaus—, se ahorcaría en 1927), la separación

definitiva no es nada nuevo en nuestra comunidad. No he hecho

esta vida. La detesto. Hay que vivir hasta el final lo mejor posible.

Adiós».

La noche del 29 al 30 de septiembre de 1918, Thomas sueña

que estaba con Heinrich, «que éramos muy amigos» y que, por

cariño, le dejaba comer una gran cantidad de pasteles, de esos

pequeños a la crême, y dos trozos de tarta, renunciando él a su

parte. Le embarga un sentimiento de perplejidad. ¿Cómo

compaginar este gesto generoso con la inminente publicación de las

Consideraciones? Era una sensación absurda. Pero despertó. Y le

alivió comprobar que solo había sido un sueño. ¿Cuánto se

prolongó aquel adiós? Hasta 1922, año capital en la vida[2] de

Thomas Mann. Heinrich enfermó. Y Thomas acudió a su lecho de

enfermo.

Consideraciones políticas

Consideraciones de un apolítico podría parecer la pieza del catálogo

manniano que ha disfrutado de una recepción más controvertida y

embarazosa, tanto entre sus lectores como entre los responsables

de cuidar su legado, empezando por su hija Erika, que ejerció

regularmente de asistente del mago. Sin embargo, cuando el libro

se reeditó en 1922, es decir, después de que «Saulo Mann», como

algunos dieron en llamarlo, leyera su célebre conferencia De la

República Alemana, con ocasión de la celebración del sexagésimo

aniversario del poeta Gerhart Hauptmann, ocasión recurrentemente

interpretada como su profesión de fe democrática, el texto

presentaba algunos signos de haber sido expurgado. La depuración,

contrariamente a lo que supusieron sus enemigos, no obedecía a

una operación de lavado de cara para quitarle al mamotreto las

legañas nacionalistas, ni afectó por tanto a nada que pudiera

resultarle inconveniente a su recién estrenado perfil de campeón de

la república en peligro —perfil que al poco se consolidaría

mundialmente como el de uno de los intelectuales más significados

en la lucha antifascista—, sino tan solo a aquellos aspectos muy

personales en que se dirigía de manera harto ofensiva contra un

hermano con quien, para esas fechas, ya se había reconciliado. En

fin, Thomas Mann acabó sabiendo demasiado de abismos como

para creer que la vida se resuelve en una cadena de simples caídas

de caballo. Los que más cerca estuvieron del autor quisieron

proteger este libro de las malas lecturas, las de todos aquellos que

querrían ver en él la enésima biblia del decadentismo. Él, por su

parte, sabía que habían de leerlo, si no mal, sí en su mal.

Theodor W. Adorno lo detectó claramente en su retrato del

escritor: lo que se reprocha a Mann como decadencia era

exactamente lo contrario de esta, la fuerza de la naturaleza para ser

consciente de sí misma como algo frágil. Es decir, con ser

importantes, las controversias entre los hermanos no bastan para

armar al lector frente a la ventolera de personajes, citas y

argumentos de un libro que interesa, mucho más que por las

razones biográficas que en parte lo convirtieron en un fratricidio in

efigie, por el modo como Thomas Mann disecciona el universo

cultural en que cultivó su imaginación como pensador y poeta

alemán, a la luz de sucesos que lo amenazan con algo peor que la

descomposición, con la acusación de ser un universo culpable.

¿Cómo leer hoy las Consideraciones de un apolítico? Si el libro

se queja de manera tan inflamada del sentido antihumanista

escondido en la virtuosa lógica del democratismo, en una época en

que la vida pública estaba sobredeterminada por la política, ¿cómo

encajarlo en un tiempo, el nuestro, caracterizado al contrario por una

claudicante despolitización de la esfera comunitaria que, en tantas

ocasiones, convierte al parlamentarismo en una criada muda de,

pongo por caso, los sistemas financieros y de consumo? Thomas

Mann nos da una pista en algún lugar del prólogo, que fue lo último

que redactó: propone al lector que Consideraciones sea leído como

una «novela experimental», con el «literato de civilización» a la

cabeza de su dramatis personae, un elenco poblado de personajes

que adquieren el espesor de «tipos» muy al modo de Nietzsche —el

fariseo, el jacobino, el hombre gótico, el radical, etc.—, todos ellos

heterónimos de la destinataria de sus dardos, aquella humanidad

política celosamente impregnada de espiritualidad oficial, que piensa

que la aventura del hombre solo se resuelve en la medida en que

este pasa a ser un órgano del Estado.

Por lo tanto, hay que empezar a leer este libro evitando

contabilizarlo como un ítem más en el inventario del reaccionarismo

antiliberal de una Europa pródiga en memorias de ultratumba. Y,

desde luego, no es necesario —con ser desde luego muy

recomendable— leer a Adorno o a Roger Griffin para percibir qué

erróneo sería incluirlo entre las pruebas incriminatorias contra la

tradición filosófica tardorromántica por sus implicaciones en el

ascenso del fascismo europeo, gesto típico de intérpretes en exceso

proclives a ver en la historia intelectual alemana un eslabón gigante

del irracionalismo del que todos y cada uno de sus pensadores

serían un paso obligado. Ni romántico ni idealista ni culpable, pero

con la firmeza del enfermo, este ensayo presenta mayores

afinidades con obras como las de Max Weber, Ernst Troelscht y

Werner Sombart[3] que con las de germanistas como Ernst Bertram,

que, por esas fechas, frecuentaba la casa de los Mann con sus

mistificaciones nietzscheanas y sus severidades durerianas bajo el

brazo. Por si Los Buddenbrook no fuera prueba suficiente, este libro

demuestra hasta qué punto estaba equivocada la acusación de

Heinrich, según la cual a su hermano le habría pillado dormido la

transformación del viejo burgués alemán, de cuño espiritual y

luterano, en unbourgeois embrutecido e inmoral, pues Thomas

Mann consagra páginas a la comprensión del burguesismo

capitalista en su modernidad, sin callarse los efectos más terribles

de la desactivación social de su pasado «heroísmo».

Esta es una prosa irritada. Le irrita el virtuosismo de todos

aquellos esclarecidos y satisfaits que, en unas fechas tan críticas, se

arrogaban el derecho a definir urbi et orbi —o demasiado pronto—

qué era la libertad y qué era la barbarie, y creían que en su alma,

dice Mann, disponían de un patrón con el que medir de modo

infalible el bien y el mal, cuando en realidad era la fugacidad y el

confusionismo de los hechos los que los estaban midiendo a todos

ellos. El autor de La ley (1943) habría de clamar en el futuro contra

la intelligentsia que se resistía a aparcar sus poses y bizantinismos

cuando, bajo Hitler, el mundo asistió a una ruptura de la civilización

que exigía una defensa de la dignidad humana desprovista de

ambigüedades y complejos. Pero aquí tacha de fariseos a todos los

intelectuales de respetabilidad acorazada a fuerza de adosarse

opiniones políticas, y no deja resquicio a la duda o al escepticismo,

que son, como parece creer Mann, las formas más «religiosas» de

productividad del hombre en medio del caos.

Desde este punto de vista, las Consideraciones de un apolítico

no cargan contra la política sino contra cierta ilustración política que

emplea la virginiana retórica de las libertades y la felicidad para

dejar de ver que la vida social es y será una esfera de antinomias

insolubles. Por utilizar su lenguaje, en muchas ocasiones pasado de

vueltas, incluso para los estándares nietzscheanos: este conjunto de

escritos acaba siendo tanto o máspolítico cuanto más afila su crítica

contra esa untuosa credulidad del pacifista rumiante al que, lleno de

unción humanitaria, le atemoriza comprobar que la raíz y el principio

de lo político es el conflicto y la inestabilidad, y no suerte alguna de

anestesia democrática.

Si este libro tiene una tesis, y no solo dirigida contra el «célticoromano

» Heinrich, es esta: el apolítico es el opositor a cualquier

política de la neutralización de la política. Y así se podrá entender

por qué muchos lectores postmodernos de Betrachtungen eines

unpolitischen, al menos los más expuestos al léxico de Roberto

Esposito, se ven tentados de verter esta última palabra por

«impolítico».

Thomas Mann, ese erudito de la enfermedad, sabía que eran

preferibles los libros que aciertan cuando parecen fallar que los

libros que fallan cuando están convencidísimos de acertar. ¿Es hoy

acaso presentable un ataque a la interpenetración de la literatura y

la política? Tal hace Thomas Mann, quien cree que dicho cruce es

puro «jacobinismo». Con todo, una consideración tan poco

presentable como esta puede que resulte más necesaria que nunca

si comprobamos que lo que pretende, en realidad, es denunciar

ciertos procesos que siguen coleando. A saber, cómo conceptos que

habrían de movilizar el espíritu, por ejemplo «libertad», «igualdad» y

«justicia», pierden cada vez más su espesor problemático, su

condición de principios reguladores de la moral capaces de alterar y

dinamizar todas nuestras filosofías, para petrificarse en

significaciones sociales al servicio de la fraseología del

humanitarismo más chabacano, huero y conservador. Y, a contrario

sensu, cómo la democracia se literaturiza (hoy diríamos que se ha

vuelto «massmediática»), adoptando la retórica enaltecedora del

género humano al servicio de la gran estética del voto universal. O,

si se me permite, siguiendo al coetáneo Benjamin, al servicio de la

estetización carismática de la política.

Consideraciones artísticas

Podré intentar comprender, buscar el entendimiento, pero

difícilmente arrancar mis raíces e hincarlas en otra parte, confiesa —

más que considera— Mann. A la hora de elegir los nombres en que

se apoya para demoler el descaro arrogante del literato de

civilización el escritor no busca entre espesuras mitológicas. Es el

literato de civilización quien, según apreciaciones algo miopes de

Thomas Mann, ha educado su fanatismo con el Nietzsche más

tardío y «grotesco». Él es quien tiene por referente a ese «político»

por excelencia que es el Tolstói-ya-no-artista, moralista de la dicha y

filósofo de la beneficiencia. No son el musculado Siegfried ni el

santo Parsifal los escogidos para caracterizar al hombre alemán,

sino las criaturas de poetas como Joseph von Eichendorff (sí, un

cantor popular cuyos poemas, base literaria de tantos Lieder,

amaba, como casi cualquier joven de inclinaciones artísticas en

Alemania, Adolf Hitler). Y, de entre todas las suyas, especialmente la

que da nombre a una de sus novelitas más célebres, Aus dem

Leben eines Taugenichts (De la vida de alguien que no sirve para

nada, de 1826)[4].

Un inútil, un inválido, un Oblómov echado a andar, un Gaspar

Hauser sin misterio que lo circunde, un ser sin nombre que no sirve

para nada, ni más ni menos que un hombre, este hijo de molinero

cuyo ánimo está continuamente de domingo, a quien su desgana

laboral lo empuja a un viaje sin fin, a perseguir como un vagabundo

una fortuna, entre cómica y lírica, que, visto está, a él no lo hallará,

como a los demás trabajadores de su tierra, arando el campo, sino

de peregrino por diversos países, violín en ristre, primero de

jardinero de palacio, luego de aduanero y criado, por fin de amante

de una dama que mantiene a esta alma simple y bella en un estado

de eterno tránsito y perpetua bendición de la vida, este artista que

nadie lo diría, es una de las encarnaciones del hombre alemán en

las Consideraciones.

«Pero no solo es él inútil, sino que desea ver inútil al mundo»,

aprecia Mann. El hombre inútil es como un erizo enrollado. Llega

demasiado tarde a todas partes, y una vez allí siente que nadie lo

espera o todos lo toman por lo que no es (hasta por una muchacha).

Cada cual disfruta de su lugar en la tierra; pero el reino de este

violinista no es de este mundo. Thomas Mann se complace,

curiosamente, en destacar la ausencia de excentricidad, de

demonismo, de morbosidad, en un personaje que carece al mismo

tiempo de centro, trabajo y posición. Es decir, este poeta que es el

hombre inútil no participa de un romanticismo histérico, «ni tísico, ni

voluptuoso, ni católico, ni intelectual», y su amor tampoco es de una

«palidez cadavérica», más bien muy humano, melancólico, íntimo y

humorístico, rasgos que lo acreditan como símbolo de una

humanidad (alemana) contrapuesta a la del literato de civilización.

De hecho, la vida del «hombre inútil» es solo un ejemplo,

escogido si no al azar, sí entre decenas de ellos (de Schiller a

Dostoyevski, de Goethe a Flaubert) que el lector podrá conocer de

primera mano en esta incursión en la educación de una mente que

pone a circular todos sus fantasmas culturales. A los pocos años de

esta remembranza manniana del hombre que no sirve

románticamente para nada, Europa habría de quedar mucho mejor

retratada por el musiliano hombre que carece de atributos para

actuar por convicción en un carrusel de oportunidades estériles.

También por entonces, el canon manniano de lo alemán sufrirá un

cambio radical, al ritmo de otras circunstancias, y su Adrián

Leverkühn, el nuevo doctor Fausto musical, será la encarnación de

una identidad sumamente dañada, excéntrica, daimónica, morbosa

y superintelectualizada, muy lejos del beatífico holgazán de

Eichendorff…

En realidad, las Consideraciones suponen la polémica

culminación de una idea que Thomas Mann elaboró de forma muy

explícita en una de sus obras menos atendidas por los lectores, me

refiero a su pieza teatral Fiorenza (1905), ampliamente citada por el

autor en estas páginas. La obsesión del escritor por dar forma a la

incesante antítesis del espíritu contra la vida ya le había llevado a

ocuparse críticamente, una década antes de este libro de guerra, de

los representantes de las «sacrae litterae». El tan maltratado

«literato de civilización» de las Consideraciones no es Heinrich, se

trata en realidad de una figura que ha conocido multitud de

encarnaciones en la producción manniana, que está en su mismo

nervio, la figura del rétor radicalizado de la más moderna

observancia, el neo-político que quiere someter a la ciudad con la

palabra hinchada de verdad.

En Fiorenza ya aparecía todo esto: sus dos principales

personajes son precisamente Jerónimo Savonarola, prior de San

Marcos, y Lorenzo de Médici, el Magnífico. Thomas Mann los trata

como dos césares que se disputan la posesión erótica de la ciudad

que mejor simboliza las tensiones del pacto entre poder y belleza,

Florencia. Sin embargo, el que le merece al dramaturgo el título de

político no es el príncipe, sino el furibundo predicador dominico,

mientras que el estadista desempeña el papel de esteta. El primero

quiere servir al espíritu, y a él consagra sus hogueras de las

vanidades, para purificar Florencia como político cristiano o, por

emplear la tipología nietzscheana del tercer tratado de la

Genealogía de la moral, como sacerdote ascético y héctico de

espíritu. El segundo pertenece a los que rinden cuentas a Dyonisos,

y engalana la ciudad como mecenas de las artes, organizador de

sensuales fiestas y cultos a la belleza. La vieja diatriba de la política

de la palabra versus la erótica de la imagen.

Del siglo quince para el siglo veinte, de Fiorenza a Doktor

Faustus: lo que observa Mann, y en esto tuvo un ojo

desoladoramente certero, es que el porvenir de Alemania

pertenecería al fundamentalismo del profeta. Que lo nuevo era

Savonarola. Que lo que tenía de verdad futuro era la demagogia

teocrática. Que su retórica de la dominación era lo que iba a

ponerse de moda de allí a diez años… Mientras que la

magnificencia de Lorenzo era algo que caminaba derecho a la

tumba. Quien no estuviera avisado de esas sombras dominadoras

de las «sacrae litterae» era, como diría Weber, éticamente un niño.

Claro que tampoco podemos engañarnos acerca de que, en las

Consideraciones, tales sombras, purificaciones y fundamentalismos,

Mann los toma por adaptaciones en suelo alemán del espíritu

profético del democratismo francés…

LORENZO.— […] ¿Según lo que dice, durante toda mi vida, habría

actuado contra el espíritu?

EL PRIOR.— […] ¡Ha divinizado el placer visual, lo ha hecho brotar

por todos los muros de Florencia y le ha dado el nombre de

Belleza! ¡Ha corrompido al pueblo incitándolo a creer en la infame

mentira que paraliza el deseo de salvación, ha instituido fiestas

lúbricas para glorificar la brillante superficie del mundo, y a esto lo

ha llamado arte…! […] Mis ojos han penetrado hasta el corazón de

nuestra época y he visto su frente de prostituta. […] Entonces

comprendí. Me correspondía a mí, solamente a mí, hacerme

grande, levantarme contra el mundo, porque era el portavoz y el

elegido. ¡El Espíritu había resucitado en mi persona!

LORENZO.— […] ¿Usted dice que el espíritu y la belleza se

oponen?

EL PRIOR.— Son opuestos, sostengo la verdad que he padecido.

¿Quiere usted una prueba que le demuestre que estos dos mundos

son irreconciliables y extraños uno al otro? El deseo. ¿Lo conoce?

Donde se abren abismos, los une con su arco iris; y, donde existe,

abre abismos[5].

Recuerdo que son palabras escritas en 1905, que producen cierto

escalofrío (político) al leerlas después de los tiempos de Hitler. Pero,

por suerte o por desgracia, no es Hitler el que pronostican Fiorenza

y las Consideraciones, sino el demócrata como «hombre gótico».

¿Quién nace de las cenizas del burguesismo moderno? ¿Quién

sustituye, según Mann, a esa humanidad goethiana, laxa, tolerante,

benéficamente dubitativa? El hombre gótico. El fanático

postburgués. El nuevo intolerante: el hombre de la creencia en la

creencia. Que ya no tiene la pinta de un monje aullante o un

Savonarola florentino sino la de cualquier colaborador periodístico

con falta de ética y gafitas de carey.

Con todo, Consideraciones de un apolítico tiene un corazón

musical, como las mejores obras de Thomas Mann. Quizá algunas

de las zonas más expresivas y sentidas de este libro sean aquellas

en que el escritor se mira, como casi siempre, en el espejo de un

músico. En este caso, se trata de Palestrina, al que Hans Pfitzner

dedicó una ópera homónima, obra maestra del postwagnerianismo,

terminada en 1915 y estrenada en Múnich en 1917 bajo la batuta de

Bruno Walter (quien la defendió hasta su muerte, por más que el

empresario judío Sir Rudolf Bing, gerente del Metropolitan de Nueva

York, dijera de ella cuando fue anunciada en su casa de la ópera:

«ya saben, es como Parsifal, solo que no tan divertida»).

Palestrina nos lleva a Roma y a Trento, en 1563, es decir, el

último año del Concilio. Mediante una interesante manipulación de

las fechas históricas, Giovanni Pierluigi da Palestrina es en esta

leyenda musical un hombre viejo, cansado y aislado del mundanal

ruido. Desde que murió su amada Lukrezia no ha vuelto, además, a

componer una nota. Tan solo le acompaña un hijo adolescente,

Ighino, y un precoz discípulo, Silla, inclinado hacia concepciones

más innovadoras e individualistas de la estética musical. En dicho

estado, recibe la visita de un príncipe de la Iglesia, el imponente

cardenal Borromeo, quien le pone sobre aviso de una circunstancia

crítica, el papa Pío IV ha decidido relegar la polifonía del uso

litúrgico y restaurar el canto llano, en aras de una mayor

inteligibilidad del texto sagrado. El cardenal (piense el lector en el

defensor más insigne del papel, Hans Hotter) exhorta al melancólico

Palestrina a que se aplique a la composición de un modelo de misa

que, sin traicionar las regulaciones eclesiásticas contrarreformistas,

demuestre que es posible sintetizar la textura polifónica con la

claridad textual. Palestrina rehúsa inicialmente el encargo; pero

pronto se ve obligado a responder ante la vocación del arte, tiene

una visión en que el espíritu de grandes maestros muertos (Josquin

des Prez, Heinrich Isaac, etc.) intenta persuadirlo de que él es el

elegido, para a continuación ser arrebatado por una visión pacífica y

extática de su amada Lukrezia. Después de borrascosas

disquisiciones en el capítulo general del Concilio, Palestrina termina

recibiendo el homenaje del papa, que le ofrece un cargo a

perpetuidad en la Capilla Sixtina, del cardenal, que le besa los pies,

del pueblo, que lo corona como salvador de la música… pero él

prefiere quedarse a solas con el retrato de su mujer a la vista.

Para Mann, devoto espectador en Múnich de la leyenda musical

de Pfitzner, por aquellos tiempos un amigo excelente, Palestrina es

el triunfo de la ironía sobre el radicalismo. El radical es un nihilista,

el ironista es conservador. Es más, ironía es erotismo. Palestrina es

un ser entremundos, salva la vida de la música siendo visitado por

los maestros muertos. Pues no le empuja el fanatismo del futuro,

como al utópico; igual que no le detiene la obediencia al pasado,

como al reaccionario.

Pero así y no de otro modo son las cosas cuando la culminación

y la mutación de la propia vida coincide con una mutación de los

tiempos, y cuando uno se torna lento, apegado, y ya un tanto

cansado. No es cosa pequeña haber madurado en la atmósfera de

una era, y luego, súbitamente, ver iniciarse una nueva, a la cual se

pertenece asimismo con una parte de su propio ser…

Son palabras de Mann sobre Palestrina… o de Palestrina sobre

Mann. El lector está a punto de leer un libro enfermo. Quizás su

estado mejore un poco en manos del siglo veintiuno, o no. Lo que es

seguro es que su recuperación —editorial— es un acierto completo.

Porque este texto, impolítico por ser político de principio a fin, no

incurre en babosas nostalgias de ninguna clase, abomina del

decadentismo belicista y de todos los estilos unilaterales, rebosando

sin embargo de esa irónica magnanimidad del que está a punto de

trasponer un límite, y sabe que sus posiciones se han hecho

inexorablemente difíciles hasta lo insostenible, y acaso queriendo

problematizarles la fiesta a todos los hombres del futuro, sanos

demócratas, lanza una campaña contra los fanatismos de la pureza,

contra el fariseísmo de la salud.

FERNANDO BAYÓN, DICIEMBRE DE 2010

lunes, 9 de mayo de 2022

Escritos de William Burroughs y Allen Ginsberg. (Fragmento).

 




15 de enero de 1953

Hotel Colón, Panamá

Querido Allen:

Me paré aquí para que me sacaran las almorranas. Me pareció que no procedía volver a instalarme entre los indios con almorranas.

Bill Gains estuvo en la ciudad y le ha pegado fuego a la República de Panamá desde Las Palmas a David de paregórico. Antes de Gains, Panamá era una ciudad p.g. Podías comprar ciento catorce gramos en cualquier farmacia. Ahora los boticarios andan nerviosos y la Cámara de los Diputados ya estaba a punto de aprobar una Ley Gains especial, pero Gains tiró la toalla y se volvió a México. Yo me estaba quitando del jaco y el tío no hacía más que darme la lata, que por qué me engañaba a mí mismo, que una vez que eras yonqui lo eras para siempre. Que si dejaba el jaco me convertiría en un borrachuzo baboso o me volvería loco metiéndome cocaína.

Me encebollé una noche y compré un poco de paregórico y el tío no paraba de decirme, una y otra vez, «Sabía que volverías con paregórico. Lo sabía. Serás yonqui toda tu vida», y me miraba con una sonrisita de gato. La droga para él es una causa.

Me fui yo mismo al hospital hecho polvo del opio y me pasé cuatro días allí metido. Sólo me daban tres chutes de morfina y no podía dormir del dolor que tenía, y del calor y la deprivación, y encima había un herniado panameño en la misma habitación, y sus amigos venían y se quedaban todo el día y la mitad de la noche...; uno de ellos se llegó a quedar hasta medianoche.

Recuerdo cruzarme con unas americanas por el pasillo, que tenían pinta de esposas de oficiales. Una iba diciendo: «No sé por qué, pero no puedo comer caramelos.»

«Tiene usted diabetes, señora», le dije. Se dieron todas la vuelta y se me quedaron mirando indignadas.

Después de que me dieran el alta en el hospital, me pasé por la Embajada de los Estados Unidos. Delante de la embajada hay un baldío lleno de hierbajos y de árboles, donde los chicos se desnudan para darse un baño en las aguas contaminadas de una especie de pequeña bahía que parece el nido de una serpiente de mar venenosa. Olor a excrementos y agua de mar y lujuria de joven macho. No había cartas para mí. Me paré otra vez para comprar cincuenta y cinco gramos de paregórico. La vieja Panamá de siempre. Putas y chulos y buscones.

«¿Quiere chica linda?»

«¿Baile señora desnuda?»

«¿Verme follar a mi hermana?»

No me sorprende que la comida cueste tanto. No hay quien los mantenga en el campo. Todos quieren venirse a la gran ciudad y ejercer de chulos.

Llevaba conmigo un artículo de una revista que describía un garito de las afueras de Ciudad de Panamá llamado el Ganso Azul. «Un local donde todo vale. Los camellos pululan por el váter de hombres con jeringas cargadas y listos para entrar en acción. A veces salen disparados de un retrete y te clavan la aguja en el brazo sin esperar a que les des permiso. Los homosexuales andan desmadrados.»

El Ganso Azul parece un café de carretera de la época de la Prohibición. Un edificio alargado, de una sola planta, venido a menos y cubierto de parras. Oía el croar de las ranas que llegaba del bosque y de los pantanos que lo rodean. Fuera había unos cuantos coches aparcados; dentro, una tenue luz azulada. Me recordaba un café de carretera de la Prohibición, de mis tiempos de adolescente, y el sabor de los combinados de ginebra en verano, en el Medio Oeste. (¡Ah, Dios! Y la luna de agosto en un cielo color violeta, y la polla de Billy Bradshinkel. ¿Se puede uno poner más sensiblero?)

Inmediatamente, dos putas viejas se me sentaron a la mesa, sin que yo las invitara, y pidieron copas. Una ronda me costó 6 dólares con 90. Lo único que había pululando por el váter de hombres era un insolente y dictatorial encargado. Y en cuanto a desmadrarse, bastante poco; no pude hacérmelo ni con un solo chaval mientras estuve allí. Me pregunto cómo serán los chicos panameños. Tan cortados como el material, seguramente. Cuando dicen que «todo vale», se están refiriendo al garito, no a los clientes.

Me crucé con mi viejo amigo Jones, el taxista, y le compré un poco de coca, más cortada que el demonio. Casi me asfixio intentando esnifar lo bastante de aquella mierda como para pillar un subidón. Eso es Panamá. No me sorprendería que hasta las putas estuvieran cortadas con gomaespuma.

Los panameños son probablemente la gente más guarra del hemisferio –aunque tengo entendido que los venezolanos también les hacen la competencia–, pero nunca me he encontrado con ninguna banda de ciudadanos que me dé tanto bajón como los funcionarios de la Zona del Canal. Es imposible comunicarse con un funcionario en términos de intuición y empatía. No reciben, y lo que emiten parece que salga de una pila gastada. Debe de haber una onda cerebral especial, de baja frecuencia, entre los funcionarios.

Los militares no parecen jóvenes. Carecen de entusiasmo y de capacidad para la conversación. De hecho, rechazan la compañía de los civiles. Los únicos con los que me muevo en Panamá son los negros enrollados, y todos andan de palo por ahí.

Abrazos,

Bill

P.D. Billy Bradshinkel se acabó poniendo tan pesado que al final tuve que quitármelo de encima.

La primera vez fue en mi coche, después del desfile de primavera. Billy con los pantalones por los tobillos y la camisa de gala puesta todavía, y el asiento del coche todo lleno de lefa. Luego yo sujetándole del brazo mientras el chico vomitaba a la luz de los faros del coche, allí plantado con su pinta juvenil y su pelo rubio revuelto por el cálido viento de primavera. Luego nos metemos otra vez en el coche y apagamos las luces y le digo: «Vamos a repetir.»

Y el tío me dice: «No, no deberíamos.»

Y yo le dije que por qué, y para entonces ya se había vuelto a excitar, así que lo hicimos otra vez, y le pasé las manos por la espalda, por debajo de la camisa de gala, y lo apreté contra mí y sentí los largos pelillos de bebé de su suave mejilla contra la mía, y se durmió allí, y se estaba haciendo de día y nos volvimos a casa.

Después de aquello nos lo hicimos varias veces en el coche, y una vez su familia estaba de viaje y nos quitamos toda la ropa y después me quedé mirándole, dormido como un bebé con la boca un poco abierta.

Ese verano Billy pilló la fiebre tifoidea y yo iba a verlo todos los días, y su madre me daba limonada, y una vez su padre me dio una botella de cerveza y un cigarrillo. Cuando Billy se puso mejor cogíamos el coche y nos íbamos hasta el lago Creve Coeur y alquilábamos una barca, y salíamos a pescar, y nos quedábamos tumbados en el fondo de la barca, abrazados, sin hacer nada. Un sábado exploramos una vieja cantera y encontramos una cueva, y nos quitamos los pantalones en la mustia oscuridad.

Recuerdo que la última vez que vi a Billy fue en octubre de ese año. Uno de esos resplandecientes días azules que se dan en los Ozarks en otoño. Habíamos salido al campo con el coche, a cazar ardillas con mi escopeta del 22 de un solo cartucho, y fuimos atravesando el bosque otoñal sin que apareciera nada contra lo que pudiéramos disparar y Billy estaba callado y serio y nos sentamos en un tronco y Billy se quedó con la mirada fija en los zapatos y me dijo que no podíamos vernos más (observarás que te estoy ahorrando el detalle de las hojas caídas).

–Pero ¿por qué, Billy? ¿Por qué?

–Bueno, si no lo sabes, no te lo puedo explicar. Vamos a volver al coche.

Regresamos en silencio y cuando llegamos a su casa Billy abrió la puerta del coche y se bajó. Me miró durante un segundo como si fuera a decirme algo, pero luego se dio la vuelta de repente y subió por el camino de baldosas que conducía a su casa. Yo me quedé allí sentado un momento, mirando la puerta. Luego me volví a casa sintiéndome aturdido. Cuando paré el coche en el garaje dejé caer la cabeza encima del volante, sollozando y frotándome la mejilla contra las varillas de acero. Finalmente Madre me llamó desde la ventana del primer piso, preguntándome si me pasaba algo, y que por qué no entraba en casa. Así que me enjugué las lágrimas y entré en casa y le dije que me encontraba mal y subí a meterme en la cama. Madre me trajo un plato de tostadas francesas en una bandeja, pero no podía comer nada, y me pasé la noche llorando.

Después de aquello llamé a Billy varias veces por teléfono, pero siempre me colgaba en cuanto oía mi voz. Y le escribí una larga carta que nunca contestó.

Tres meses después leí en el periódico que se había matado en un accidente de coche, y Madre dijo:

–¡Pero si era el hijo de los Bradshinkel! Erais muy buenos amigos, ¿no?

–Sí, Madre –le dije, pero sin sentir nada en absoluto.

Luego me puse hasta arriba de whisky de maíz.

Otra milonga: un hombre que fabrica recuerdos por encargo. Del tipo que quieras, y te garantiza que ocurrieron justamente como le pidas... (De hecho, yo me acabo de vender a mí mismo la historia de Billy Bradshinkel.) Una frase del geniecillo de la lámpara japonesa hace las veces de banda sonora de la historia: «Sólo soy un viejecito que te cambia viejos sueños por sueños nuevos.» ¡Ah, qué demonios! Que se la den a Truman Capote.

Otro recuerdo viejo, pero verdadero. Todos los domingos, a la hora de comer, mi abuela exhumaba a su hermano, que se había matado cincuenta años antes saltando una cerca con la escopeta, que se le disparó y le voló el pecho en pedazos.

«Siempre me acuerdo de mi hermano. Era un chico encantador. Es odioso que los chicos anden por ahí con armas de fuego.»

Así que todos los domingos a la hora de comer teníamos a aquel muchacho tirado junto a la cerca de madera, rodeado de sangre que se deslizaba por la tierra roja y arcillosa y congelada de Georgia y se iba filtrando por entre los rastrojos.

Y luego estaba la señora Collins, pobre anciana, esperando que maduraran sus cataratas para que le pudieran operar del ojo. ¡Ah, Dios! ¡Esas comidas de domingo en Cincinnati!


 

25 de enero de 1953

Hotel Mulvo Regis, Bogotá

Querido Al.

Bogotá está en una meseta rodeada de montañas. La hierba de la sabana es de color verde brillante, y aquí y allá se yerguen monolitos precolombinos de piedra negra entre la hierba. Una ciudad triste y sombría. Mi habitación de hotel es un cubículo sin ventanas (las ventanas son un lujo en Sudamérica), con paredes de contrachapado verde, y la cama me queda corta.

Me pasé mucho tiempo sentado en esa cama, paralizado, de bajón. Luego salí a darme una vuelta. El aire era frío y cortante, y me fui a tomarme una copa, dándole gracias a Dios por no haber llegado enfermo de jaco a esta ciudad. Me tomé unas copas y volví al hotel, donde un camarero feo y medio raro me sirvió una cena que me resultó indiferente.

Al día siguiente fui a la universidad a recoger información sobre la ayahuasca. Todas las ciencias están agrupadas en lo que llaman el Instituto. Un edificio de ladrillo rojo, de pasillos polvorientos y despachos desprovistos de letreros, la mayoría de ellos cerrados con llave. Me abrí paso entre cajas y animales disecados y muestras botánicas. Todas esas cosas las andan moviendo continuamente de una sala para otra, sin ningún motivo aparente. De los despachos sale corriendo gente reclamando algún objeto del montón de basura del vestíbulo, para que se lo lleven otra vez a su despacho. Los bedeles están todos por ahí sentados encima de las cajas, fumando y saludando a todo el mundo, llamándole «doctor».

En una enorme sala polvorienta llena de muestras de plantas y de olor a formaldehído vi a un hombre buscando algo que no encontraba, con un aire de refinado fastidio. El tipo se percató de mi presencia.

–¿Qué habrán hecho con mis muestras de cacao? Era una especie nueva de cacao silvestre. ¿Y qué hace este cóndor disecado en mi mesa?

Tenía una cara enjuta y refinada, y llevaba gafas de montura de acero, una chaqueta de tweed y pantalones oscuros de franela. Boston y Harvard, sin ninguna duda. Se me presentó como el doctor Schindler. Estaba relacionado con la Comisión de Agricultura de los Estados Unidos.

Le pregunté por la ayahuasca.

–Ah, sí –me dijo–. Aquí tenemos muestras. –Luego, mientras echaba un último vistazo buscando sus plantas de cacao, añadió–: Venga conmigo y se las enseño.

Me enseñó una muestra seca de ayahuasca, que tenía pinta de ser una planta muy poco distinguida. Me dijo que sí, que él la había tomado.

–Vi colores, pero no tuve visiones.

Me dijo exactamente lo que iba a necesitar para el viaje, y adónde ir y con quién ponerme en contacto. Le pregunté por el asunto de la telepatía.

–Eso, por supuesto, son todo imaginaciones –me dijo.

Me comentó que, de todas las zonas en las que podría encontrar ayahuasca, el Putumayo probablemente fuera la de más fácil acceso.

Me tomé unos días para preparar mis cosas y tomarle el pulso a la capital. Para un viaje a la jungla necesitas medicinas: el antídoto contra las mordeduras de serpiente, la penicilina, el enterovioformo y la cloroquina son indispensables. Y luego una hamaca, una manta y un saco encauchado que llaman tula, para llevar tus cosas.

Bogotá está muy alta, y es fría y lluviosa; un frío húmedo que se te mete dentro como la destemplanza interior de la abstinencia. En Bogotá, más que en cualquier otra ciudad que haya visto en Latinoamérica, sientes el peso muerto de España, sombrío y opresivo. Todo lo oficial lleva el sello «Made in Spain».

Tuyo,

William


 

30 de enero

Hotel Niza, Pasto

Querido Al:

Cogí el autobús a Cali porque el autoferro estaba completamente reservado desde hacía días. La policía nos paró varias veces por el camino para registrar a todos los viajeros. Yo llevaba una pistola en mi equipaje, escondida debajo de las medicinas, pero se limitaron a cachearme durante las paradas. Está claro que cualquiera que llevase armas se saltaría los controles o escondería las armas en algún sitio en el que no pudieran encontrarlas estos torpes policías. Lo único que consiguen con el actual sistema es fastidiar a los ciudadanos. No he conocido a nadie en Colombia que simpatice con la Policía Nacional.

La Policía Nacional es la guardia pretoriana del Partido Conservador (en el ejército hay un considerable porcentaje de liberales, y no es de fiar). El cuerpo (la P. N.) es la banda más unánimemente repulsiva de jóvenes que he visto en mi vida, querido. Parecen los desechos resultantes de la radiación nuclear. Hay miles de estos extraños jóvenes golfos en Colombia. Sólo una vez vi uno que hubiera considerado apetecible, y tenía pinta de no sentirse a gusto en el uniforme.

Si hay algo bueno que decir sobre los conservadores, yo desde luego no lo he oído. Son una minoría impopular de mierdosos malencarados.

La carretera discurre por entre puertos de montaña y desciende luego hasta la curiosa región central de Tolima, en los límites de la zona de guerra. Árboles y llanuras y ríos y más y más Policía Nacional. La población cuenta con algunas de las gentes más hermosas y más feas que he visto nunca. La mayoría de ellos no parecen tener mejor cosa que hacer que quedarse mirando el autobús y a los pasajeros, y especialmente al gringo. Se me quedaban mirando hasta que les sonreía o los saludaba con la mano, y luego me devolvían la típica sonrisa depredadora y desdentada con la que se encuentra todo norteamericano cuando viaja por América del Sur.

«Hola, Míster; ¿un cigarrillo?»

En un caluroso y polvoriento pueblo de carretera, donde paramos a tomar café, vi a un muchacho de delicados rasgos cobrizos, con una suave y bella boca de dientes separados que le asomaban de unas encías de intenso color rojo. Un buen mechón de fino cabello negro le caía por delante de la cara. Toda su persona exudaba una dulce inocencia masculina.

En uno de los controles policiales conocí a un nacional que había combatido en Corea. Se abrió la camisa para enseñarme las cicatrices que recorrían su poco apetecible anatomía.

«Vosotros me caéis bien», me dijo.

Nunca me he sentido halagado por ese promiscuo aprecio por los norteamericanos. Lo encuentro insultante para la dignidad personal, y ninguno de estos enamorados de Norteamérica esconde nunca nada bueno.

A última hora de la tarde me compré una botella de coñac y me emborraché con el chófer del autobús. Esa noche me quedé en Armenia, y al día siguiente cogí el autoferro hasta Cali.

Rodeada de vegetación semitropical, con bambúes y bananos y papayos, Cali es una población relativamente agradable, con un buen clima. Aquí no te sientes tenso. Cali tiene una elevada tasa de delincuencia tradicional, no política. Hasta reventadores de cajas fuertes. (Las grandes organizaciones criminales son raras en Sudamérica.)

Me encontré con algunos antiguos residentes norteamericanos que me decían que el país se había ido al carajo.

«Aquí odian a muerte a los extranjeros. ¿Sabe por qué? Es todo ese rollo de la Point Four y de las buenas relaciones entre vecinos y la ayuda económica. Si le das algo a esta gente, enseguida piensan: “O sea que me necesita.” Y cuanto más les das a los cabrones, más chulos se ponen.»

Esto me lo han dicho antiguos residentes norteamericanos por toda Sudamérica. No se les ocurre pensar que en todo esto hay un fondo mucho más elemental que las actividades de ayuda económica de la comisión Point Four. Es como lo que dicen los seguidores de Pegler, en los Estados Unidos: «El problema son los sindicatos.» Seguirían diciéndolo aunque estuvieran escupiendo sangre por culpa de la radiación nuclear. O convirtiéndose en crustáceos.

Seguí hasta Popayán en autoferro. Popayán es una tranquila población universitaria. Alguien me dijo que el lugar estaba lleno de intelectuales, pero yo no vi ninguno. Se respira una hostilidad curiosa y negativista en el ambiente. Estaba dando un paseo por la plaza principal y un hombre chocó conmigo, sin pedirme disculpas. Tenía una expresión ausente y catatónica en el rostro.

Estaba tomándome un café en una cafetería cuando se me acercó un joven con cara de judío asirio y se me empezó a enrollar con el cuento de lo bien que le caían los extranjeros, diciéndome que quería invitarme a una copa o por lo menos pagarme el café. A medida que hablaba iba resultando evidente que no le caían bien los extranjeros y que no tenía intención de invitarme a una copa. Pagué yo mismo el café y me marché.

En otra cafetería tenían montado una especie de juego parecido al bingo. De repente entró un tipo emitiendo curiosos grititos de hostilidad imbécil. Nadie levantó la vista del juego.

Delante de Correos había pasquines del Partido Conservador. Uno de ellos decía: «Campesinos, el ejército está luchando por vuestro bienestar. La delincuencia degrada al hombre, hasta que ya no puede vivir consigo mismo. El trabajo lo eleva hacia Dios. Coopera con la policía y con el ejército. Sólo necesitan tu información.» (La cursiva es mía.)

Es tu deber informar sobre la guerrilla, y trabajar, y saber estar en tu sitio y escuchar al cura. ¡Qué viejo timo! Como intentar vender el puente de Brooklyn. No hay mucha gente que se lo esté tragando. La mayoría de los colombianos son liberales.

Los de la Policía Nacional andan arrastrándose por todas las esquinas, torpes y cohibidos, esperando pegarle un tiro a alguien o hacer algo, lo que sea, menos quedarse ahí parados, bajo la hostil mirada de la población. Tienen un enorme furgón de color gris que anda dando vueltas por la población, sin ningún detenido dentro.

Salí caminando por una carretera polvorienta. A mi alrededor se extendía la campiña con sus verdes prados, sus vacas y ovejas y pequeñas granjas. Una vaca espantosamente enferma se había parado en el camino, cubierta de polvo. Junto a la carretera, un altarcillo en una urna de cristal. Los horrendos rosas y azules y amarillos del arte religioso.

Vi un cortometraje sobre un sacerdote de Bogotá que lleva una fábrica de ladrillos y construye casas para los trabajadores. El corto te saca al cura acariciando ladrillos y dándoles palmadas en la espalda a los obreros y largándose el rollo del viejo timo católico. Un hombre delgado, de ojos neuróticos y turbados. Finalmente echaba un sermón que venía a decir que allá donde haya progreso social o buenas obras o cualquier cosa buena te encontrarás a la Iglesia.

Su sermón no tenía nada que ver con lo que realmente estaba diciendo. No cabían dudas sobre la neurótica hostilidad de su mirada; el miedo y el odio a la vida. Te lo veías allí sentado, en su negro uniforme, expuesto como abogado de la muerte en toda su desnudez. Un empresario sin la motivación de la avaricia; su cancerosa actividad, estéril y asoladora. Fanatismo sin fuego ni energía, exudando un rancio hedor de putrefacción espiritual. Parecía enfermo y sucio –aunque supongo que de hecho iba bastante limpio–, con una presencia que sugería dientes amarillos, ropa interior sin lavar y problemas psicosomáticos de hígado. Me pregunto qué clase de vida sexual podría llevar.

Otro corto nos mostró un mitin del Partido Conservador. Todos parecían coagulados, como una costra congelada que recubriera el país. El público permanecía sentado en el más absoluto silencio. Ni un murmullo de aprobación ni desacuerdo. Nada. Propaganda descarada que se desplomaba en medio del silencio muerto.

Al día siguiente cogí un autobús para Pasto. Durante el viaje iba sintiendo en el estómago el impacto físico de la depresión y el horror. Altas montañas nos rodeaban por todas partes. Los habitantes nos echaban vacuas miraditas desde sus cabañas de techos de barro, los ojos enrojecidos por el humo. El hotel lo llevaban unos suizos, y resultó ser excelente. Me di un paseo por el pueblo. La población era fea y andrajosa. Cuanto mayor era la altitud, más feos se ponían los ciudadanos. Ésta es una zona de lepra. (La lepra en Colombia es más frecuente en las zonas de alta montaña. En la costa, tienen tuberculosis.) Se diría que una de cada dos personas con las que me cruzaba tenía un labio leporino, o una pierna más corta que la otra, o un ojo cegado y purulento.

Me metí en una cantina y estuve bebiendo aguardiente y escuchando música de montaña en la gramola. La música esta tiene algo arcaico y extrañamente familiar, muy viejo y muy triste. Está claro que no es de origen español, pero tampoco es oriental. Música pastoril que tocan con instrumentos de bambú que parecen primitivas flautas traveseras, quién sabe si etruscas. He oído música parecida en los montes de Albania, donde quedan restos raciales ilíricos. Te transmite una especie de nostalgia filogenética; ¿de la Atlántida, quizá?

Detrás de la barra vi lo que en un principio me pareció un muchacho atractivo de catorce años o así (el lugar estaba en penumbra, debido a un corte parcial de luz). Me acerqué a echarle un vistazo más de cerca y vi una cara vieja, un cuerpo hinchado de pulpa y agua como un melón podrido.

En la mesa de al lado había un indio buscándose algo en los bolsillos, los dedos entumecidos por el alcohol. Tardó varios minutos en sacar unos billetes arrugados; lo que mi abuela, que era una enérgica prohibicionista, solía describir como «dinero sucio». El tipo me vio y me ofreció una sonrisa retorcida y rota, como diciendo: «¿Qué le voy a hacer?»

En un rincón un indio joven estaba manoseando a una puta, una mujer fea, de cara bestial y descompuesta, que llevaba el sucio vestidillo rosa característico de la profesión. Al final se quitó al indio de encima y se marchó. El indio se quedó mirándola en silencio, sin enfado. La mujer se había marchado y no había nada que hacer. Se acercó al borracho y le ayudó a levantarse y salieron juntos dando tumbos, con esa triste y dulce resignación del indio montañés.

Schindler me había dado una carta de presentación para un alemán que regenta una bodega de vinos en Pasto. Lo encontré en una sala llena de libros, caldeada por dos estufas eléctricas. La primera señal de calefacción que había visto en Colombia. Tenía una cara enjuta y estragada, una nariz afilada, labios caídos y boca de yonqui. Estaba muy enfermo. Mal del corazón, mal de los riñones, la tensión por las nubes.

–Y yo, que solía ser más duro que las piedras... –me comentó con voz lastimera–. Lo que quiero hacer es ir a la Clínica Mayo. Un médico de aquí me puso una inyección de yodo que me desgració el metabolismo. Si como cualquier cosa con sal se me hinchan los pies. Se me ponen así de grandes.

Sí, conocía bien el Putumayo. Le pregunté por la ayahuasca.

–Sí, envié una muestra a Berlín. La analizaron y me dijeron que el efecto es idéntico al del hachís... Hay un insecto en el Putumayo, no recuerdo ahora cómo lo llaman, que es como un saltamontes grande, y tiene un efecto afrodisíaco tan fuerte que como se te pose encima y no consigas inmediatamente una mujer te mueres. Los he visto correr por ahí pajeándose después de entrar en contacto con el bicho... Tengo uno guardado en alcohol en algún sitio... No, ahora que lo pienso, se perdió cuando me mudé aquí, después de la guerra... Otra cosa sobre la que he estado intentando conseguir información... es una hoja de parra que la masticas y se te caen los dientes.

–Justo lo que viene bien para gastarles una broma a los amigos –le dije.

La criada nos trajo té y pumpernickel con mantequilla dulce en una bandeja.

–Odio este lugar, pero ¿qué va uno a hacer? Tengo aquí mi negocio. Mi mujer. Estoy atrapado.

Dentro de unos días saldré para Mocoa y el Putumayo. No te escribiré desde allí, porque a partir de Pasto el servicio de correo es muy poco fiable. Las cartas las suelen llevar voluntarios en autobuses y camioneros. Se pierden más de las que llegan. Esta gente desconoce el concepto mismo de la responsabilidad.

Tuyo,

Willy Lee

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