Mostrando entradas con la etiqueta literatura guatemalteca. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura guatemalteca. Mostrar todas las entradas

jueves, 18 de junio de 2015

Rodrigo Rey Rosa. Severina. Novela.


Rodrigo Rey Rosa (Ciudad de Guatemala, 4 de noviembre de 1958) es un escritor y traductor guatemalteco, Premio Nacional de Literatura 2004.Hijo de una familia burguesa de la capital guatemalteca —sangre italiana por parte de padre—,1 Rodrigo Rey Rosa recuerda que en su infancia viajaba mucho con sus padres, por México y América Central, también fueron a Europa. Pero la primera vez que viajó solo fue a los 18 años, inmediatemente después de haber terminado la enseñanza secundaria: fue a Londres y después recorrió el viejo continente, como tenía poco dinero, trabajó en Alemania, de allí fue a España.
Al regresar después de un año de viajes, estuvo otro en Guatemala, pero abandonó su país en 1979 debido al ambiente `de violencia y crispación` que existía y se instaló en Nueva York, donde se matriculó en una escuela de cine de la que no llegó a titularse.
***
Severina.
Un delirio amoroso. Así define su autor esta novela, en la que la monótona existencia de un librero se ve conmocionada por la irrupción de una consumada ladrona de libros. Como en un sueño obsesivo en el que se difuminan las fronteras entre lo racional y lo irracional, el protagonista se va adentrando en las misteriosas circunstancias que rodean a Severina y en la equívoca relación que mantiene con su mentor, a quien presenta como su abuelo, al tiempo que alimenta la esperanza de que la lista de libros sustraídos le ayudará a entender el enigma de su vida.

Fuente: Título original: Severina
Rodrigo Rey Rosa, 2011.
Diseño/retoque portada: Arkaitz del Río
Editor original: Biblion2008 (v1.0)
ePub base v2.0

(Fragmento) Novela: Severina.

Me fijé en ella la primera vez que entró, y desde entonces sospeché que era una ladrona, aunque esa vez no se llevó nada.
  Los lunes por la tarde solía haber lecturas de poesía en La Entretenida, el negocio que habíamos abierto recientemente un grupo de amigos aficionados a los libros. No teníamos nada mejor que hacer y estábamos cansados de pagar precios demasiado altos por libros escogidos por y para otros, como le ocurre a la llamada gente rara en las ciudades provincianas. (Cosas mucho peores pasan aquí, pero no es de eso de lo que quiero hablar ahora.) En fin, para acabar con este malestar, abrimos nuestra propia tienda.
  Acababa de terminar con una de las mujeres que yo creía que sería la mujer de mi vida. Una colombiana. Una historia fácil e imposible a la vez, una pérdida de tiempo o una hermosa aventura, según quien lo vea.
  La librería no era muy grande, pero había sitio, en el fondo del local, para acomodar mesas y sillas para estos actos, que oscilaban entre la mera lectura, la performance y el burlesque.
  La vi llegar una tarde después de un chaparrón que inundó los pasillos del sótano del pequeño centro comercial en donde estábamos, y había que andar de negocio en negocio por unos tablones elevados sobre bloques de cemento y ladrillos reciclados. Vestía tights, botas altas sin tacones, una blusa blanca de algodón, y el pelo lo tenía muy negro. Parecía bastante madura. No se quedó hasta el final de la lectura de unos poemas en prosa que, para mí, sonaban muy bien, pero yo supe que volvería.
  Varias tardes estuve esperándola. ¿Por qué estaba seguro de que volvería?, me preguntaba. No lo sabía.
  Al fin, otro lunes por la tarde, apareció. La lectura ya había comenzado. Se quedó de pie junto a las cortinas que separaban la librería en sí de la salita de lectura. Ahora traía un vestido de una sola pieza de algodón azul celeste un poco holgado que le llegaba hasta las rodillas —unas rodillas perfectamente redondas, torneadas con evidente esmero—, un cinturón ancho de metal plateado, sandalias de cuero negro y un pequeño bolso de lentejuelas. Se quedó hasta el final. Fue a tomar algo junto al bar, intercambió miradas y saludos y, antes de marcharse, con una velocidad admirable, se guardó en el bolso dos libritos de la sección de traducciones del japonés. Salió por la puerta sin ninguna prisa. La alarma no sonó; me pregunté cómo lo había logrado. La dejé ir: de nuevo, estaba seguro de que volvería.
  Un momento más tarde fui hasta el anaquel japonés. Anoté los títulos de los libros sustraídos en una libreta de cuentas, puse la fecha y la hora. Luego fui al cubículo de la caja registradora y me quedé allí, tratando de imaginar adonde iría con los libros.
  La ocasión siguiente, dos o tres semanas después, al verla llegar le di las buenas tardes y le pregunté si buscaba algo en particular.
  —Quiero hacer un regalo, sí —fueron las primeras palabras que le oí decir.
  —¿Se puede saber para quién es?
  —Para mi novio —me dijo; tenía un acento imposible de identificar.
  —Usted sabrá, entonces. Hay algunos títulos nuevos en la sección de traducciones del japonés.
  Se le iluminó la cara.
  —Ah —dijo—. Los japoneses me fascinan.
  —Por allá —indiqué un extremo de la librería—. Usted ya sabe.
  No se inmutó.
  —Pero no le gustan tanto a él. Están demasiado de moda, es la explicación que da. ¿Tiene algo de… Chesterton?
  Me reí —una risa vacía.
  —Ah, esa clase. Algo debe de haber por ahí. Estaría —señalé el extremo opuesto del negocio— en el estante más alto. Che, sí, de Chesterton.
  Volví a colocarme detrás de la caja registradora, me puse a ojear catálogos, para que ella se sintiera a sus anchas. Iba de un lado para otro entre los libros. Me pareció oír cuando dejaba deslizar uno (un volumen de Las mil y una noches en la versión de Galland, como comprobé después) hacia el fondo de su morral. Fingió una tos —dos libros más—. Unos minutos después se acercó a la caja y me dijo:
  —No he tenido suerte. Le compraré un perfume.
  —Vuelva cuando quiera. —Me quedé mirándola. Pasó por el arco de la alarma, que, de nuevo, no sonó.
  Fui hasta el anaquel expoliado. Anoté en la libreta: Las mil y una noches, volúmenes uno, dos y tres. Agregué la hora y la fecha. Decidí que algún día iba a seguirla cuando saliera.

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas