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miércoles, 14 de mayo de 2014

Stanislaw Ignacy Witkiewicz (1885-1939). Insaciabilidad. Prólogo del autor a su famosa novela.


INSACIABILIDAD
Prefacio del autor
Por: Stanislaw Ignacy Witkiewicz (1885-1939)
Sin pretender saber si la novela es o no una obra de arte –para mí, no lo es-, querría contemplar el problema de las relaciones del novelista con su vida y quienes le rodean. Para mí, la novela es por encima de todo la descripción del discurso de un determinado fragmento de la realidad, imaginada o verdadera –lo mismo da-, pero de la realidad definida en el sentido de que lo principal en ella es el contenido en lugar de la forma. Evidentemente, esto no excluye la fantasía más desenfrenada en el tema y en la psicología de los personajes. Se trata únicamente de que el lector se vea obligado a creer que las cosas son o pudieran ser así y no de otra manera. Esta impresión depende asimismo de cómo se presentan las cosas, o sea de la forma de las diferentes partes y frases, y de la composición general; pero los elementos artísticos no constituyen en la novela un conjunto que actúa directamente a través de la forma y la construcción; sirven especialmente para ampliar el contenido “vital”, para sugerirle al lector un sentido de realidad de las personas y los acontecimientos descritos. Sin embargo, opino que la construcción del conjunto es una cosa secundaria en la novela, un producto accesorio de la descripción de la vida, que de antemano no debe tener ninguna influencia deformadora sobre la realidad en virtud de unas exigencias puramente formales. Claro que sería mucho mejor que así fuese y que la construcción estuviese presente, pero su ausencia no representa un mayor defecto en la novela, contrariamente a lo que ocurre con las obras de Arte Puro, donde sin el valor formal del conjunto no cabe hablar de expresión artística, y donde al faltar, carecemos totalmente de obra de arte, teniendo a lo sumo una realidad deformada y un caos de elementos puramente formales y desvinculados.
Por esa misma razón, una novela no puede ser cualquier cosa, independientemente de las leyes de la composición, empezando por una aventura psicológica presentada desde el exterior, hasta algo que se acerca al tratado filosófico o social. Evidentemente algo ha de suceder en ella: las ideas y su lucha deben mostrarse sobre unos seres vivos y no sobre unos maniquíes. Pues de ser así, más valdría escribir un folleto o un tratado cualquiera. La opinión según la cual la novela debe ser absolutamente la presentación de un fragmento de vida en la que el autor, llevando anteojeras como un caballo temeroso, evita cualquier digresión real y hasta aparente, me parece errónea. Salvo alguna tontería del novel o las triviales tanto como inútiles consideraciones sobre unos individuos sin interés, todo se halla justificado, incluidas las mayores digresiones en relación con el “tema”. La adulación de los gustos más bajos del público vulgar y el temor de las ideas personales o de no ser apreciado por una cierta camarilla hicieron de nuestra literatura –salvo raras excepciones- esa agua tibia que produce ganas de vomitar. Anton Ambrozewicz pretende con exactitud que en Polonia la literatura no ha existido más que en función de la lucha por la independencia, y desde que la conseguimos, parece estar agonizando sin esperanza. Ruego no se me tilde de megalomanía ni del deseo de convencer al público de que mis novelas constituyen el ideal y que todo lo demás son sólo tonterías. Disto mucho –y hasta muchísimo- de esa idea. Sin embargo, opino que la crítica actual, por culpa de un falso concepto de su obligación social y del deseo de enseñar las pequeñas virtudes a las gentes mezquinas, no quiere contemplar los problemas amenazadores y su posible solución, con lo cual no deja de frenar la evolución de nuestra literatura. Lo molesto no se dice o se entiende y se interpreta mal. La falsedad y la cobardía caracterizan toda nuestra vida literaria y los mismos que atacan con razón diversos fenómenos sumamente desagradables –como por ejemplo Slonimski- se muestran impotentes por carecer de ciertos conceptos básicos y por falta de un antiintelectualismo deliberado. La falta de formación intelectual de la mayoría de los críticos, el carecer de un sistema conceptual que les permita juzgar del valor de una obra, junto a la producción masiva de la mediocridad y a la inundación del mercado por la traducción de la literatura barata extranjera, nos ofrece una triste imagen de la decadencia en este campo. ¿Qué puede exigirse del público cuando la propia crítica se halla a un nivel tan bajo? No voy a batirme aquí por una ideas generales con todos los críticos en particular (esta polémica aparecerá en un libro separado bajo el título “Última píldora para mis enemigos”). Quiero limitarme a un solo problema: el de la relación entre la vida privada de un autor y su obra.
En la introducción al Adiós al Otoño he escrito una frase que quiero citar aquí literalmente: “Lo que escribe mi segundo “enemigo” encarnizado Karol Irzykowski acerca de la crítica de una obra de arte a través de su autor es muy justo. Manosear en los asuntos del autor en relación con su obra es indiscreto, incorrecto, indigno de un caballero. Pero desgraciadamente cada puede verse envuelto en ese tipo de suciedad, lo que es sumamente desagradable”. En respuesta a esa declaración, me he encontrado con las siguientes reacciones a mi novela. Emil Breitner ha titulado su crítica de “seudonovela” indicando al final que mi libro era una “confesión”. Tuvo la prudencia de no agregar “confesión ideológica”, para que dicha observación siguiera siendo ambigua. De manera que cada lector medio se figura (y con ello cuenta Emil Breitner para molestarme y perjudicarme) que me limito a relatar sencillamente unos hechos extraídos de mi vida, sobre los cuales (Breitner) tiene ciertas informaciones secretas, como son por ejemplo haber sido violado por cierto conde bajo la influencia de la cocaína, que he vivido a costa de una rica judía en Ceilán, que drogué una osa en los Tatra, etc. No seré sospechoso de haber sido fusilado por los comunistas porque no existen Soviets en Polonia y porque desgraciadamente sigo viviendo y de momento continúo escribiendo. A raíz de tales críticas y habladurías, ocurren cosas como éstas: una señora cuyo retrato acabo de terminar, me dice: “Tenía mucho miedo de usted. Me decía a mí misma: ¿Cómo voy a soportar una hora con un hombre tan terrible (1)? Sin embargo, es usted enteramente el retrato de sus hijas y hasta los hombres se sientan con ademanes vacilantes “en el aparato”, como si se figurasen que les voy a arrancar los dientes por sorpresa o saltar los ojos con el lápiz en lugar de dibujárselos.
Otro hecho: Karol Irzykowski 8de cuyo libro La lucha por el contenido me ocuparé en la obra anteriormente citada) escribe una crítica deliberadamente ambigua a todas luces (utiliza la expresión de “escritorzuelo genial”, lo cual viene a ser como la “cuadratura del círculo” o quizás algo peor) en la que emplea la palabra “cinismo” en un sentido poco claro para el lector medio, añadiendo luego (precisamente él, acerca de quien he escrito la frase anteriormente citada, a causa de sus propias críticas) que mi novela se basa demasiado en las vivencias personales. ¿Cómo pueden atreverse a pensar tales cosas esos señores? ¿Basándose acaso en los chismorreos espantosos de los que me hacen víctima? Pueden imaginar libremente lo que quieran (Dios los ampare), pero escribir esas cosas en una crítica literaria es el colmo de la insolencia. Tengo la impresión de ser una excepción en este caso: aún no he leído nada parecido con respecto a cualquier otro autor. No puedo retractarse de las expresiones que utilicé más arriba, por cuanto esos señores, si así puedo llamarles, se “pegan” a las mismas. Pues nadie negará que el realismo de una descripción cualquiera no implica ni por asomo la copia directa de una realidad dada; puede ser, pongamos por caso, la prueba del talento realista del autor. Pero tratándose de mí, hasta eso, que pudiera ser cumplido, se transforma pérfidamente en un reproche y por añadidura en un reproche personal, sin fundamento y perjudicial para mi vida privada. ¿Cómo llegar a eso de un modo diferente a como lo hago? Es tanto más extraño cuanto que en el Adiós al Otoño no hay ni un solo hecho que corresponda a la realidad. Quizá dichos señores contaban con que el autor, calumniado de tal forma ante el público, dejase de escribir o cuando menos perdiese su libertad de expresión en detrimento de su trabajo.
Un fenómeno parecido aunque menos desagradable es toda la sarta de citaciones arbitrariamente escogidas, mezclando hábilmente las palabras de los héroes con las frases del autor; ese texto falseado se presenta entonces como si se tratase de su ideología. No se trata de que a uno le alaben a toda costa, sino de que le combatan lentamente, pero hasta eso se consigue difícilmente en nuestro país. “¿De qué sirve discutir con un idiota?”, como decían Jan Mardula. Sin embargo, más vale entendérselas con un crítico idiota que con un crítico deshonesto. Por lo menos, a uno le gustaría creer en su breve voluntad, pero a veces eso también resulta totalmente imposible. No hay ningún autor que no recurra a la introspección y a la observación de los demás para escribir su novela. Pues al fin y al cabo, el rasgo esencial del novelista debe ser la capacidad de representarse los estados de unos personajes imaginarios o de lograr la transposición de una realidad determinada dentro de la cual un hecho mínimo debe bastar para cristalizar en torno cuyo toda la concepción. Sería difícil que quien vive en una atmósfera determinada no se nutra de ella. Lo importante es la forma con que dicho alimento se utiliza. Existe un cierto límite de nitidez en cuanto al dibujo de los tipos (unos rasgos particulares, como en los pasaportes) más allá de la cual cabe afirmar más o menos que tal autor presenta verdaderamente a un hombre real. Pero para ello es preciso quererlo, con miras a algún objetivo secreto: venganza personal, publicidad o política. Afirmo que no tengo absolutamente nada que ver con esos fines y que cada interpretación de ese tipo, tanto en lo que respecta como en la relación con la realidad social actual, habré de considerarla como una deliberada porquería para perjudicarme personalmente. Es de lamentar que la polémica sobre ese mismo tema entre Kaden Bandrowski e Irzykowski se haya estancado en las invectivas personales, sin haber disipado las tinieblas que rodean la creación literaria. Si discuten de esa manera –nuestro más grande escritor actual y el que se considera como la mayor autoridad en materia crítica- ello demuestra que las cosas andan muy mal en nuestras esferas literarias.
S.I.W. 4. XII. 1929

Versión del polaco: Melitón Bustamante Ortiz

Insaciabilidad. Madrid. Barral Editores. 1973. Págs. 9-13.

jueves, 20 de marzo de 2014

Czeslaw Milosz

 
Czeslaw Milosz (1911-2004) - Lo pronunciado se fortalece
Por Seamus Heaney
Sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, disidente del comunismo, exiliado más de una vez, lector en ruso, francés e inglés, nacido en Lituania de familia católica polaca, Milosz encarna el ideal europeo del hombre culto y el testigo privilegiado. Narrador, memorialista y crítico, su destino de autor se cifra, sin embargo, en la poesía, su primera y última vocación. Su lector y amigo Seamus Heaney, Premio Nobel como él, escribe este sentido cenotafio
Octubre 2004 | Tags:
Entrevista
Ensayo
literatura
Hace ya buen rato que quienes conocieron de cerca a Czeslaw Milosz no podían dejar de preguntarse cómo sería su ausencia. Mientras tanto, él se mantenía más firme que nunca, escribiendo allá en Cracovia, nonagenario ya, en un apartamento donde tuve el privilegio de visitarlo dos veces. En la primera ocasión, estaba en cama, demasiado indispuesto para asistir a una serie de conferencias organizadas en su honor; y en la segunda, se hallaba a buen resguardo en su sala, cara a cara con un busto de bronce tamaño natural de su segunda esposa, Carol, unos treinta años menor que él, que había muerto víctima de un cáncer rápido y cruel en el 2002: ahí sentado a un costado de aquella habitación, frente a la escultura de bronce, el viejo poeta parecía estar contemplándolo todo desde otra orilla. Por entonces se hallaba al cuidado de su nuera, merced a cuyas oscilantes atenciones, así como a su propia apariencia algo transfigurada, uno pensaba en el anciano Edipo y en las hijas ocupándose de su bienestar en el bosquecillo de Colono: aquel vetusto rey había llegado al sitio donde sabía que moriría. Colono no era su lugar de nacimiento, pero sí el lugar donde había vuelto a casa a encontrarse con su persona, con el mundo y con el otro mundo: lo mismo se podía decir de Milosz en Cracovia.
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"El niño que vive dentro de nosotros confía en que en alguna parte existan hombres sabios que posean la verdad": según sus propias palabras y para sus muchos amigos, Milosz encarnaba a uno de esos hombres sabios. Sus frases célebres se citaban a diestra y siniestra, incluso cuando se trataba más de agudezas que de sabiduría. Unos días antes de su muerte, recibí una carta de Robert Pinsky en la que me contaba su visita, el mes anterior, al hospital en que estaba internado Czeslaw. "¿Cómo estás?", le preguntó Robert. "Consciente —fue la respuesta—. Tengo la cabeza llena de chucherías." Ésta fue la primera vez que detecté una nota de temor en su discurso. Un par de años antes, por ejemplo, un cuestionamiento semejante por parte de Robert Hass, colega traductor de Pinsky, había obtenido como contestación: "Sobrevivo por encantamiento", que sonaba más a su persona. Su vida y obra se basaban en la fe en "una palabra que han despertado labios que mueren". Este primordial principio artístico se relacionaba claramente con el último evangelio de la Misa, el In principio de San Juan: "En el principio era el Verbo." Inexorablemente, entonces, a lo largo de toda una vida en busca de una vocación poética, de un estudio cuidadoso de lo que esa búsqueda significaba, y de una incesante y rica productividad en cuanto a sus hábitos de composición, desarrolló una feroz convicción en la sagrada fuerza de su arte, en la convocatoria de la poesía a combatir la muerte y la nada, a ser "Un incansable mensajero que va corriendo / A través de campos interestelares, a través de galaxias vertiginosas, / Y llama a voces, protesta, grita." (del poema "Significado"). Con Milosz ausente, el mundo ha perdido a un increíble testigo de esta inmemorial creencia en el poder salvador de la poesía.
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Su credibilidad fue y seguirá siendo primordial. Nunca mostró el menor gesto solapado en cuanto a su profesión de fe en la poesía, a la que alguna vez llamó la "aliada de la filosofía al servicio del bien", cuyo mensaje habría de "llegar a las montañas merced al unicornio y al eco". Tal confianza en el delicioso potencial del arte y del intelecto para otorgar júbilo quedaba protegida por fuertes bastiones construidos a base de conocimientos y experiencia que él se había ganado de primera mano y a un costo altísimo. Su pensamiento, dicho de otro modo, era al mismo tiempo un jardín —ora un jardín de monasterio, ora un jardín de las delicias terrenales— y una ciudadela. Las fortificaciones en torno al jardín se situaban en una alta montaña, desde donde él podía ver los reinos del mundo, reconocer sus tentaciones y sus tragedias, y comunicarle a sus lectores tanto la frescura como la interiorización que esta situación permitía. En alguna parte, por ejemplo, compara un poema con un puente hecho de aire sobre el aire, y una de las delicias de su obra es la correspondiente sensación de una realidad vigilante desde la perspectiva de una mente esclarecedora, que lo dejaba a uno libre dentro de la auténtica soledad del propio ser y, a la vez, le ofrecía una gratificante compañía espiritual, gracias a lo cual siempre le daban ganas de decir: "Qué bueno que estamos aquí."
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Milosz estaba bien consciente de este aspecto de su obra, y fue muy explícito acerca de su deseo de que la poesía, en general, fuera capaz de ofrecer tan elevado nivel de consideración. Sin embargo, como para probar la verdad de la idea de W.B. Yeats, según la cual no hay avance sin contrariedad, era igualmente enfático acerca de la necesidad de la poesía de descender de su elevada posición ventajosa para arrastrarse entre los nómadas del valle. No bastaba con que el poeta fuera como la Venus de "El escudo de Aquiles", de W.H. Auden, que miraba por encima del hombro de su artefacto rumbo a un panorama lejano que lo incluía todo, desde la comedia en la cocina hasta el genocidio. El poeta debía estar allá abajo con el populacho común y corriente, cara a cara con la familia de refugiados en el suelo de la estación del tren, compartiendo el olor de migajas rancias que la madre reparte entre sus críos incluso con las botas de la patrulla militar encima, mientras la ciudad es bombardeada, y los mapas y los recuerdos estallan en llamas. Se necesitaba una conciencia acerca de la trivialidad y las tribulaciones de la vida de los demás para humanizar el canto. No era suficiente desplazarse por los salones del mundo avant-garde. Hay ciertas cosas, según lo dice en "1945", que no se pueden aprender "de Apollinaire, / de los manifiestos cubistas, ni de los festivales en las calles de París". Milosz habría entendido profundamente y habría estado de acuerdo con la contención de John Keats en cuanto a que el uso de un mundo de dolor y perturbación habría de aleccionar la inteligencia, convirtiéndola en un alma. El soldado con licencia del poema "1945" ha recibido justamente esa lección:
En la estepa, conforme se vendaba los pies sangrantes con un trapo,
Comprendió el fútil orgullo de aquellas encumbradas generaciones:
Hasta donde podía ver, una tierra rasa, irredenta.
Y en tan drásticas condiciones, ¿qué tiene el poeta que ofrecer? Sólo lo que se le ha concedido merced a la costumbre y la ceremonia, merced a la civilización:
Parpadeé, ridículo y rebelde,
Solo con mi Jesús María en contra del poder irrefutable,
Descendiente de ardientes plegarias, de doradas esculturas
y milagros.
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Hombre tierno respecto de la inocencia, de mente firme ante la brutalidad y la injusticia, Milosz podía ser a ratos susceptible, a ratos despiadado. Ora evocaba el erotismo virginal de alguna muchacha adolescente rondando los jardines de una lituana casa solariega, ora llevaba a cabo una anatomía de los rasgos de carácter y dones creativos mal dirigidos que empujaron a algún contemporáneo a quedar atrapado en la red marxista. De principio a fin, un desalmado poder analítico coexistía con un indefenso placer sensual. Recuerda los olores del pan recién horneado en las calles de París en sus épocas de estudiante, al tiempo que convoca los rostros de sus compañeros de clase de Indochina, jóvenes revolucionarios que se preparaban para tomar el poder y "matar en nombre de bellas ideas universales". En una ocasión, después de una lectura de poesía en Harvard, donde parecía haber combinado, según lo relaté después, los papeles de Orfeo y Tiresias, me confió: "Me siento como un chiquillo jugando a las márgenes del río." Y los poemas lo convencían a uno de que aquí también estaba diciendo la verdad. De hecho, Milosz demostró la falsedad del verso de T.S. Eliot acerca de que el ser humano no puede tolerar demasiada realidad. El joven poeta que comenzó con sus pares en los cafés y en las controversias de la Varsovia de 1930 estaba presente cuando esos mismos jóvenes poetas morían en la balacera de la Insurrección de Varsovia, cuya memoria había dejado apenas huella como unos graffiti en los escombros de la ciudad devastada. El viejo, el sabio de la Calle Grizzly Peak en Berkeley, veterano de la Guerra Fría, héroe de Solidaridad, amigo del Papa, fue al mismo tiempo el niño "que recibe la Primera Comunión en Vilna y después bebe el chocolate caliente que le sirven fervorosas damas católicas", y el poeta que constantemente escuchaba "el inmenso llamado de lo Particular, pese a las leyes terrenales que condenan la memoria a la extinción".
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Yo sólo conozco la poesía de Milosz en traducción; sin embargo, casi no se siente ninguna dificultad al leerlo en inglés, pues todo lo invade una voz única, una poesía cargada de una densidad de experiencia cabal y de primera mano, irradiada por una comprensión que la ha vuelto simbólica. No es sólo que uno confíe en el oído y en la precisión de los poetas que llevaron a cabo la traducción, si bien sus contribuciones al respecto resultan indispensables. Es, sobre todo, que de inmediato se intuye el peso de una presencia humana, un contenido prosístico y una transmisión musical que deben existir en el original, mucho más allá de nuestros alcances lingüísticos. La poesía como un todo resulta eminentemente comprensible e imposible de ignorar. Posee idénticas ocasiones de sorpresa y reconocimiento. Oscila de la evocación suntuosa a la articulación individual. Sus cadencias, tan espontáneas como la respiración, su sencillez con frecuencia inesperada (caso este último del hechizante poema joven "Encuentro") y su igualmente inesperada mas persuasiva ambigüedad ("En el lejano oeste", por ejemplo) nos convencen de la verdad en la frecuente afirmación de Milosz de que sus poemas le eran dictados por un daimon, del cual era un mero "secretario". Lo cual implicaba simplemente, dicho de otro modo, que él había aprendido a escribir rápido, a permitir los saltos asociativos propios de un corredor de vallas, a no darle demasiado tiempo al "entrometido intelecto" para intervenir. Cuando nos dice que escribió su poema "Ars Poetica" en veinte minutos, yo le creo y lo celebro.
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Algo del secreto y gran parte del poder de su poesía provenían de su inmensa erudición. Su cabeza era como un teatro de la memoria renacentista. Latín bien aprendido en la escuela, teología tomista, filosofía rusa, poesía universal, historia del siglo veinte, todos los dramatis personae de la época, muchos de los cuales habían sido sus compañeros cercanos: basta leer unas cuantas páginas de su abundante prosa para percatarse de cuán presente tenía todo esto, y cuán frívolo e inadecuado resulta aquí el trillado cliché acerca de las mentes "bien abastecidas" que, en el caso de su pensamiento, se queda corto. La poesía es la fina flor de una obra que abarca la autobiografía, la disputa política, la crítica literaria, el ensayo personal, la ficción, las máximas, las memorias y tanto más, todo ello original, juguetón, ominoso, más o menos inclasificable. Otros poetas han escrito también prosa voluminosa. Entre sus contemporáneos más próximos en inglés vienen a la mente Hugh Macdiarmid y W.H. Auden, ambos dotados de una vigorosa inteligencia y un furor por el orden. En comparación, no obstante, Macdiarmid, con todo y su concisión, parece protestar demasiado. Auden está más cerca, en cuanto a que también es imperiosamente proclive a examinar el estado intermedio de la vida humana, y nunca logra olvidar los estados fronterizos de la bestia y el ángel. Sin embargo, comparado con Milosz, Auden tiende a la pedantería del gran personaje, no parece sufrir tanto por el complicado arrastre de lo contingente: hay en él serias especulaciones, pero al mismo tiempo una falta del interesante deterioro de la específica fuerza de gravedad personal. Me fascina Milosz por la garantía de su tono, una garantía de que al personaje en escena, este escritor de prosa, siempre lo someterá a constante escrutinio esa otra parte de él más penitente, más punitiva. Lo que nosotros recibimos de la prosa, como de la poesía, es el discurso total de un hombre.
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Y aun así, Milosz siempre se sentía inquieto por "la insuficiencia de la lírica", tal como lo afirma el poeta Donald Davie, y, de hecho, por la insuficiencia del arte en general, profundamente consciente de lo inasequible de la realidad que nos rodea.
Su anhelo de una forma de expresión más incluyente de lo que humanamente se encuentra al alcance era uno de sus temas recurrentes. "Distribuir los colores en un lienzo resulta trivial comparado con todo lo que exige exploración." Sin embargo, exultaba en cuanto a la certidumbre de que le correspondía, como poeta, "glorificar las cosas simplemente porque son", y sostenía que "la vida ideal para un poeta es la contemplación de la palabra es". En pos de este ideal, llevó la poesía más allá del círculo de gis dibujado por la forma significativa, y abrió su alcance a inmensos panoramas y pequeñas domesticidades: sus poemas a veces ponen el intelecto al servicio de la inocencia exclamatoria del arte infantil ("¡Qué felicidad: ver un lirio!"); otras, en el recorrido panorámico de la sinóptica meditación histórica, como en "Oeconomia Divina": "No esperaba vivir en un momento tan poco común... / Calles sostenidas por columnas de concreto, ciudades de vidrio y acero forjado, / campos aéreos más grandes que dominios tribales / que de pronto quedaron sin esencia y se desintegraron... / Se escapó la materialidad / de los árboles, los pedregales, hasta de los limones sobre la mesa." Al diagnosticar la arremetida de esta ligereza del ser, Milosz, en efecto, la detuvo para sus lectores, y gran parte de su poder de permanencia como poeta seguirá residiendo en su ejemplar obstinación, su negativa a menospreciar el espesor de lo presente, así como el soberano valor inherente de lo que elegimos recordar. "Lo pronunciado se fortalece. / Lo impronunciado tiende a la inexistencia" ("Al leer al poeta japonés Issa").
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A últimas fechas, al recordar a Czeslaw y verlo de pensamiento, desamparado en su cama, recibiendo visitas de amigos y, sin embargo, siempre con el ojo fijo en el muro arrasador de la vida, no podía evitar imaginármelo a la luz de dos obras de arte poseedoras de una mezcla típicamente milosziana de solidez y fuerza espiritual. La primera es la pintura de Jacques-Louis David, perteneciente a la colección del Museo Metropolitano de Arte, acerca de la muerte de Sócrates. El filósofo, de complexión robusta, se encuentra en su lecho en alto, el torso desnudo, el dedo al aire, sentado y muy erguido, exponiendo ante su grupo de amigos la doctrina de la inmortalidad del alma. El cuadro bien podría llevar, en calidad de título alternativo o leyenda, las palabras "Me lo permití todo, salvo la queja", afirmación hecha por Joseph Brodsky, que Milosz citaba con tonos de suma aprobación, y que podría aplicarse a él mismo con igual justicia. Y la otra obra, que probablemente me vino a la cabeza en virtud de la escena de Milosz cara a cara con el busto en bronce de su esposa Carol, es un sarcófago etrusco del Louvre, una grandiosa escultura en terracota de una pareja de esposos reclinada sobre los codos. La mujer se encuentra a la izquierda del hombre, en cercana y paralela postura yacente, ambos a sus anchas y mirando fijamente algo que, según todas las reglas de la perspectiva, debería quedar frente a la estirada mano derecha del hombre. Sólo que no hay nada ahí. ¿Se trataría acaso de un ave que pasó volando? ¿De una flor que alguien cortó? ¿De un pájaro que se aproxima? No se ve nada, y aun así su mirada está llena de comprensión, como si estuvieran a punto de obtener la respuesta agridulce que Milosz ofreció a su propia interrogación a la vida (en el poema "Ya no"):
De la renuente materia,
¿Qué se puede obtener? Nada, belleza a lo sumo.
Así pues, el cerezo en flor ha de bastarnos
Y los crisantemos y la luna llena.
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Me encontraba en nuestro jardín trasero, tomando el sol entre las flores, cuando llegó la llamada. La mañana lucía una plenitud californiana. Una ausencia de sombras que hacía recordar su poema "Don", escrito en Berkeley cuando cumplió los sesenta: "Un día tan feliz, / La bruma se dispersó temprano; me puse a trabajar en el jardín. / Los colibríes iban de una madreselva en otra..." La acción de gracias y la admiración flotaban en el aire, y fácilmente me habría repetido aquella afirmación hecha por él en alguna entrevista, como comentario a su epigrama: "Se sentía agradecido, así que era incapaz de no creer en Dios." A fin de cuentas, Milosz aseveraba, "uno puede creer en Dios sólo por gratitud por todos los dones". Entonces, cuando me pasaron el teléfono inalámbrico y escuché la voz de Jerzy Jarniewicz, sabía ya cuáles serían las noticias; pero, como ya llevaba tiempo preparándome, no lograron derribarme. En cambio, la pena se dejó ir hasta alcanzar el territorio sempiterno de la poesía. Bajo la luz del sol de Dublín, la silueta del poeta en su jardín de la colina, en lo alto de la bahía de San Francisco, se hizo una con la silueta de Edipo, afanándose cuesta arriba por los bosques de Colono, antes de desaparecer en un abrir y cerrar de ojos: al pestañear, lo vi ahí en toda su magnitud humana y su devoción; al pestañear de nuevo, había desaparecido, mas no estaba del todo ausente. Ahí y entonces, yo habría podido repetir las palabras del mensajero de Sófocles al dar su informe del incidente que, con todo y su misterio, quedaba circundado por el halo de una verdad común:
Se había perdido de vista:
Eso era todo lo que yo podía ver...
Ningún dios galopaba
En su carroza de fuego, ningún huracán
Había arrasado la colina. Podrán tildarme de loco
O de simple, pero ese hombre dejó este mundo
Bien preparado, cuesta abajo rumbo a la puerta
Emparejada de la casa de los muertos.
— Traducción de Pura López Colomé

sábado, 4 de enero de 2014

S.I. Witkiewicz


Nació el 24 de febrero de 1885 en Varsovia, hijo del arquitecto, pintor y escritor, Stanislaw Witkiewicz. Pasó la infancia y la juventud en Zakopane (en los montes Tatras) donde recibió una educación individual, no asistiendo a ninguna escuela. Después de haber aprobado el examen de bachillerato estudió en la Escuela de Bellas Artes de Cracovia y realizó varios viajes a Italia, Alemania y Francia.

Teniendo 24 años vivió un tormentoso romance con la actriz Irena Solska que le sirvió de inspiración para su novela "Las 622 caídas de Bungo o la mujer diabólica".

Cuando en 1914 su novia, Jadwiga Janczewska, se suicidó, Bronislaw Malinowski, famoso antropólogo y viajero, además amigo de su padre, le llevó consigo en su expedición por Australia, Nueva Guinea y Ceylán, con el fin de hacerle olvidar la tragedia. El papel de Witkiewicz consistió en documentar lo encontrado con fotografías y dibujos.

Al estallar la primera guerra mundial Witkiewicz decidió viajar a Rusia, en contra de la opinión de su padre -quien consideraba como Józef Pilsudski, que Polonia debía buscar su futura independencia apoyando a Austria-, ingresó en el Regimiento de la Guardia Pavlovski y participó en muchas operaciones militares, gravemente herido fue licenciado del ejército en 1917 y enviado a San Petersburgo.

Durante el comienzo de la revolución de octubre Witkiewicz se encontraba en Moscú donde participó activamente en el movimiento revolucionario, llegando a ser comisario político. En 1918 regresó a Polonia, estando marcado por un fuerte pesimismo historiosófico debido a todo lo que vio y vivió en Rusia.

Creó, así llamada, su «empresa de retratos» desarrollando, a la vez, una intensa labor literaria, publicando obras de teatro y pronunciando conferencias. La literatura lo encaminó hacia la filosofía que fue su gran pasión. Crea entonces su propio sistema filosófico basado en la ontología que denomina «monadismo biológico».

Cuando estalló la segunda guerra mundial y, el 17 de septiembre de 1939, los soviéticos ocuparon parte de Polonia (conforme a lo establecido en el pacto Ribbentropp - Molotov) Witkiewicz, acompañado de su amante, se suicidó.

La obra de Witkiewicz se basa en sus convicciones filosóficas y estéticas que define en sus obras ensayísticas, ante todo en "La introducción a la teoría de la forma pura en el teatro" (1923 ). Según Witkiewicz la civilización se encuentra en una encrucijada: llega la época de la igualdad, la socialización y la mecanización. Todo ello hace a las masas felices pero a su vez destruye la religión, la filosofía y el arte, es decir, todo lo que permite al individuo vivir «la extrañeza metafísica» y «el misterio de la existencia». Misteriosa es la unidad del ser humano para sí mismo y la finitud de su existencia en medio de la existencia infinita del mundo. «El terror metafísico frente al misterio de la existencia» encuentra su apaciguamiento en el arte que describe la unidad de la existencia mediante símbolos, unidos entre sí de forma necesaria. La unidad estructural de la obra constituye la obra de arte en sí, mientras que el papel de representar algo (el contenido) tiene una función marginal, ya que lo principal es despertar en el espectador o lector los sentimientos metafísicos. Eso sería a grandes rasgos la idea de la llamada «forma pura».

Para Witkiewicz la forma literaria que mejor se adaptaba para representar la idea de la «forma pura» era el teatro, por eso mismo se dedico de lleno a la dramaturgia. El drama "Los zapateros" ("Szewcy") es considerada su obra maestra.
http://www.circulodescritores.com/Autor4.php

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