Quien quiera recordar debe ponerse en manos del olvido, de ese riesgo que
es el olvido absoluto y de esa hermosa casualidad en que se convierte
entonces el recuerdo.
MAURICE BLANCHOT
Hay cosas en blanco en esta vida, cosas en blanco que se intuyen al abrir el
«expediente»: una simple ficha en una carpeta de un color azul cielo que se
ha desvaído con el tiempo. Casi blanco también, ese antiguo azul cielo. Y la
palabra «expediente» está escrita en el centro de la carpeta. Con tinta negra.
Es el último vestigio que me queda de la agencia de Hutte, el único
rastro de mi paso por esas tres habitaciones de un piso antiguo cuyas
ventanas daban a un patio. No tenía mucho más de veinte años. El despacho
de Hutte estaba en la habitación del fondo, con el archivador. ¿Por qué ese
«expediente» y no otro? Por las cosas en blanco seguramente. Y además no
estaba en el archivador, sino que ahí se había quedado, abandonado encima
del escritorio de Hutte. Un «caso», como decía él. que no estaba resuelto
aún —¿lo estaría alguna vez?—, el primero del que me habló la tarde en
que me cogió «a prueba», como dijo. Y unos cuantos meses después, otra
tarde a la misma hora, cuando había renunciado a ese trabajo y me fui
definitivamente de la agencia. metí a hurtadillas en la cartera, sin que Hutte
se diera cuenta y después de haberme despedido de él, la ficha, dentro de su
carpeta azul cielo, que rodaba por su escritorio. De recuerdo.
Sí, la primera misión que me encomendó Hutte tenía que ver con esa
ficha. Debía preguntarle a la portera de una casa del distrito 15 si sabía algo
de una tal Noëlle Lefebvre, una persona que le planteaba a Hutte un
problema por partida doble: no solo había desaparecido de la noche a la
mañana, sino que ni siquiera había nada seguro sobre su verdadera
identidad. Después de la portería. Hutte me encargó que pasara por una
oficina de Correos llevando una tarjeta que me había dado. Estaba el
nombre de Noëlle Lefebvre, sus señas y su foto y la usaba para recoger la
correspondencia en la ventanilla de lista de correos. La persona conocida
como Noëlle Lefebvre se la había dejado olvidada en su domicilio. Y
después tenía que ir a un café para saber si habían visto por allí a Noëlle
Lefebvre esa temporada, sentarme a una mesa y quedarme hasta media
tarde por si Noëlle Lefebvre se presentaba. Todo esto en el mismo barrio y
en el mismo día.
La portera del edificio tardó mucho en contestar. Estuve golpeando cada
vez más fuerte el cristal de la garita. Por la puerta a medio abrir apareció
una cara adormilada. De entrada, me dio la impresión de que ese nombre,
«Noëlle Lefebvre», no le sonaba de nada.
—¿La ha visto últimamente?
Acabó por decirme con tono seco:
—… No. caballero, llevo más de un mes sin verla.
No me atreví a hacerle más preguntas. Tampoco me habría dado tiempo
porque volvió a cerrar la puerta en el acto.
En la oficina de lista de correos, el hombre miró la tarjeta que le
presentaba.
—Pero usted no es Noëlle Lefebvre, caballero.
—Está fuera de París —le dije—. Me ha encargado que le recoja la
correspondencia.
Entonces se levantó y fue hacia una hilera de taquillas. Miró las pocas
cartas que había en ellas. Volvió y negó con la cabeza.
—No hay nada a nombre de Noëlle Lefebvre.
Ya solo me faltaba ir al café que me había indicado Hutte.
Primera hora de la tarde. Nadie en ese local pequeño salvo un hombre,
detrás de la barra, que estaba leyendo un periódico. No me vio entrar y
seguía leyendo. Yo no sabía ya cómo formular la pregunta. ¿Alargarle sin
más la tarjeta de lista de correos a nombre de Noëlle Lefebvre? Me sentía
violento en ese papel que me hacía interpretar Hutte y que encajaba mal con
mi timidez. Alzó la cabeza hacia mí.
—¿No ha visto a Noëlle Lefebvre estos días?
Me parecía estar hablando demasiado deprisa, tan deprisa que me comía
las palabras.
—¿Noëlle? No.
Me había contestado con tanta concisión que sentía la tentación de
hacerle otras preguntas relacionadas con esa persona. Pero temía despertar
su desconfianza. Me senté a una de las mesas de la terracita que había en la
acera. Vino a ver qué iba a tomar. Era el momento oportuno para hablarle y
averiguar más cosas. Se me agolpaban en la cabeza frases anodinas que
habrían podido sacarle respuestas concretas.
—Voy a esperarla por si acaso…, nunca se sabe con Noëlle… ¿Cree
usted que sigue viviendo en el barrio?… Ha quedado aquí conmigo,
¿sabe?… ¿Hace mucho que la conoce?
Pero cuando me trajo el refresco de granadina me quedé callado.
Me saqué del bolsillo la tarjeta que me había dado Hutte. Hoy, un siglo
después, he dejado de escribir por un momento en la página 12 del bloc
Clairefontaine para volver a mirar esta tarjeta que forma parte del
«expediente». «Certificado de emisión de la autorización para recibir
correspondencia sin sobretasa en lista de correos. Autorización n.° 1.
Apellido: Lefebvre. Nombre: Noëlle, residente en París 15.0. Calle y
número: Convention. 88. Fotografía del titular. Autorizado para recibir sin
sobretasa la correspondencia que se le envía a lista de correos.»
La foto es mucho mayor que una de fotomatón. Y está demasiado
oscura. Seria imposible decir el color de los ojos. Ni el del pelo: ¿negro,
castaño claro? En la terraza del café, aquella tarde, yo miraba fijamente, con
cuanta atención podía, esa cara cuyos rasgos se veían apenas y no tenía la
seguridad de poder reconocer a Noëlle Lefebvre.
Me acuerdo de que era a principios de primavera. La terracita estaba al
sol y, a ratos, el cielo se nublaba. Un alero, encima de la terraza, me
protegía de los chaparrones. Cuando se acercaba por la acera una silueta
que podría haber sido la de Noëlle Lefebvre, la seguía con la mirada a la
espera de ver si entraba en el café. ¿Por qué no me había dado Hutte
indicaciones más concretas sobre la manera de dirigirme a ella? «Ya se las
apañará. Esté a la mira para que sepa yo si sigue rondando por ese barrio»
La expresión «a la mira» me hizo soltar la carcajada. Y Hutte me contempló
en silencio, frunciendo el entrecejo, con expresión de reprocharme mi
frivolidad.
La tarde transcurría despacio y yo seguía sentado a una de las mesas de
la terraza. Me imaginaba los trayectos que haría Noëlle Lefebvre de su casa
a Correos, de Correos al café. Seguramente iba a otros sitios del barrio: un
cine, algunas tiendas… Dos o tres personas con las que se cruzase con
frecuencia por la calle podrían haber dado fe de su existencia. O una sola
cuya vida compartiera.
Me había dicho a mí mismo que iría a diario a la ventanilla de lista de
correos. Al final acabaría por caerme en las manos una carta, una de esas
cartas que nunca llegan al destinatario. Ausente sin dejar señas. O me
quedaría una temporada en el barrio. Cogería una habitación en un hotel.
Recorrería la zona entre el edificio donde vivía. Correos y el café y
ampliaría mi campo de observación con un movimiento concéntrico. Estaría
pendiente de las idas y venidas de la gente por las aceras y me familiarizaría
con sus caras, igual que quien acecha las oscilaciones de un péndulo y está
preparado para captar las ondas más furtivas. Bastaba con tener un poco de
paciencia y, en aquella época de mi vida, me sentía capaz de pasar horas
esperando bajo el sol y los chaparrones.
Habían entrado unos cuantos clientes en el café, pero no había
reconocido entre ellos a Noëlle Lefebvre. A través de la luna que tenía
detrás los observaba. Estaban en los asientos corridos, menos uno que
estaba delante de la barra y hablaba con el dueño. En ese me había fijado
cuando llegó. Debía de tener mi edad, en cualquier caso no más de
veinticinco años. Era alto, moreno. y llevaba una chaqueta de piel vuelta,
forrada de borreguito. El dueño me señalaba con un ademán casi
imperceptible y él había clavado la vista en mí. Pero con la luna que nos
separaba me resultaba fácil desviar un poco la cabeza, hacer como si no
hubiera notado nada.
—Caballero, por favor…, caballero…
Oigo a veces esas palabras en mis sueños, pronunciadas con un tono de
fingida suavidad, pero en las que apuntaba una amenaza. Era el joven del
forro de borreguito. Yo hacía como que no me enteraba.
—Por favor…, caballero…
El tono era más seco, como de alguien que te hubiera pillado con las
manos en la masa. Alcé la cabeza hacia él.
—Caballero…
Me extrañaba esa palabra, «caballero», que usaba aunque tuviéramos la
misma edad. Tenía la cara crispada y le notaba cierta desconfianza hacia mí.
Le sonreí de oreja a oreja, pero esa sonrisa parecía exasperarlo.
—Me han dicho que buscaba a Noëlle…
Estaba parado delante de mi mesa, como si quisiera provocarme.
—Sí. A lo mejor puede decirme qué es de ella…
—Y eso ¿a título de qué? —me preguntó con voz altanera.
Me estaban entrando ganas de levantarme y dejarlo allí plantado.
—¿A título de qué? Bueno, pues es una amiga. Me encargó que fuera a
recogerle la correspondencia a lista de correos.
Le enseñé la tarjeta en la que estaba grapada la foto de Noëlle Lefebvre.
—¿La reconoce?
Miraba la foto. Luego alargó el brazo como si quisiera coger la tarjeta,
pero se lo impedí con un gesto brusco.
Acabó por sentarse a mi mesa, o más bien se desplomó en la silla de
mimbre. Yo me daba cuenta de que ahora me tomaba en serio.
—No lo entiendo… ¿Iba a buscar su correspondencia a lista de correos?
—Sí, a una oficina de Correos que está algo más arriba, en la calle de la
Convention.
—¿Roger estaba enterado?
—¿Roger? ¿Qué Roger?
—¿No conoce a su marido?
—No.
Pensé que había leído demasiado deprisa la ficha en el despacho de
Hutte, una ficha muy breve, tres párrafos apenas. Sin embargo, me parecía
que no se especificaba que Noëlle Lefebvre estuviera casada.
—¿Se refiere a alguien llamado Roger Lefebvre? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—De ninguna manera. Su marido se llama Roger Behaviour… Y usted
¿quién es exactamente?
Había arrimado la cara a la mía y me clavaba los ojos con mirada
insolente.
—Un amigo de Noëlle Lefebvre… La conocí con su apellido de
soltera…
Lo había dicho con una voz tan tranquila que se suavizó un poco.
—Es curioso que nunca lo haya visto con Noëlle…
—Me llamo Eyben, Jean Eyben. Conocí a Noëlle Lefebvre hace unos
meses. Nunca me dijo que estuviera casada.
Él guardaba silencio y parecía realmente decepcionado.
—Me pidió que fuese a recogerle la correspondencia a lista de correos.
Pensaba que no vivía ya en este barrio.
—Pues sí —dijo él con voz seria—. Vivía en este barrio con Roger. En
el 13 de la calle de Vaugelas. Desde entonces he dejado de saber de ella.
—¿Y usted cómo se llama?
Me arrepentí en el acto de haberle hecho esa pregunta de forma tan
brusca.
—Gérard Mourade.
Desde luego en la ficha de Hutte había muchas lagunas. No se
mencionaba para nada a un Gérard Mourade. Como tampoco a un Roger
Behaviour, el supuesto marido de Noëlle Lefebvre.
—¿Noëlle no le habló nunca ni de Roger ni de mí? No deja de ser raro.
Me llamo Gé-rard Mou-rade…
Había repetido su nombre muy alto, separando las sílabas, como si
quisiera convencerme de forma definitiva de su identidad y despertar en mí
un recuerdo perdido, o más bien convencerme de la importancia de Gérard
Mourade.
—… Me da la impresión de que no estamos hablando de la misma
persona…
Me entraban ganas de contestarle, para tranquilizarlo, que tenía razón y
que, bien pensado, había seguramente en Francia muchas Noëlle Lefebvre.
Y nos habríamos separado tras tan reconfortantes palabras.
Intento a trancas y barrancas transcribir el diálogo que mantuve esa
tarde con el llamado Gérard Mourade, pero solo quedan retazos después de
tantos años. Me habría gustado que todo se hubiera grabado en una cinta
magnetofónica. Así. al oírlo ahora, no habría tenido la sensación de que
nuestra conversación había ocurrido mucho antes, en el pasado, sino que
pertenecía a un presente eterno. Se habría oído de ruido de fondo, y para
siempre, el bullicio de una tarde de primavera en la calle de la Convention e
incluso cómo voceaban unos niños que volvían de la escuela próxima, niños
que hoy se habrían convertido en adultos de cierta edad. Y esa bocanada de
presente, al haber conseguido cruzar intacta por casi medio siglo, me habría
permitido entender mejor cuál era mi estado de ánimo por entonces. Hutte
me había ofrecido una colocación en su agencia —una colocación la mar de
subalterna— pero yo no quería de ninguna manera encarrilarme por ahí.
Había pensado que ese trabajo provisional me iba a proporcionar una
documentación que podría servirme de inspiración más adelante si me
dedicaba a la literatura. La escuela de la vida, como quien dice.
Hutte me había explicado que había ido a verlo hacía unas cuantas
semanas un «cliente» cuyo nombre figuraba en el encabezamiento de la
ficha: Brainos, avenida de Victor-Hugo, 194. Este le había pedido que
investigase la desaparición de Noëlle Lefebvre. Y yo, en cuanto me vi en
una ventanilla de lista de correos, tuve la esperanza de que una carta o un
telegrama dirigido a esa Noëlle Lefebvre nos pusiera sobre la pista En la
terraza del café, y según iba pasando el tiempo, me había vuelto la
esperanza. Estaba casi seguro de que iba a aparecer de un momento a otro.
Era media tarde. Gérard Mourade seguía sentado enfrente de mí.
—Hablamos de la misma persona —le dije.
Volví a alargarle la tarjeta de lista de correos. Se quedó mirándola
mucho rato.
—Sí que es ella. Pero ¿por qué calle de la Convention? Vivía con Roger
en la calle de Vaugelas.
—¿No le parece que sería su dirección antes de casarse?
—Roger me dijo que Noëlle Lefebvre acababa de llegar a París cuando
él la conoció.
La información que había reunido Hutte era aproximativa. Seguramente
había redactado la ficha deprisa y corriendo, igual que un mal estudiante la
tarea de vacaciones cotidiana.
—Pero ¿y usted? Me gustaría mucho saber dónde conoció a Noëlle…
Volvía a mirarme con ojos desconfiados. Estuve tentado de decirle la
verdad, porque, al final, ese juego del ratón y el gato me cansaba. Busqué
las palabras: ficha…, agencia… Esas palabras me parecían embarazosas. E
incluso el apellido «Hutte» me hacía sentirme molesto por culpa de una
sonoridad intranquilizadora que hasta ahora no había tenido. No dije nada.
Me contuve a tiempo. Después creo que notaba el mismo alivio por no
haberle revelado mi verdadero rostro que quien ha pasado por encima del
parapeto de un puente para arrojarse al vacío y ha renunciado a hacerlo. Sí,
alivio. Y también una leve sensación de vértigo.
—Conocí a Noëlle Lefebvre hace unos meses, en casa de un tal Brainos.
Era el nombre de la persona que había ido a ver a Hutte y quería saber
los motivos de la desaparición de Noëlle Lefebvre. Pero yo no estaba ese
día en la agencia. Hutte no me había dado ninguna descripción de ese
hombre.
—¿Conoce al Brainos ese? —le pregunté.
—En absoluto. Nunca he oído ese apellido en labios de Noëlle o de
Roger.
Seguramente estaba esperando que le diera detalles sobre ese hombre,
pero yo no sabia nada de él. Y la ficha donde se citaba su nombre solo
especificaba las señas: avenida de Victor-Hugo, 194. Ya podría Hutte
haberme proporcionado alguna aclaración acerca de su «cliente» antes de
ponerme a trabajar sobre el terreno.
Lo que tenía que hacer era inventarme algo y predicar con la mentira
para intentar enterarme de la verdad. Por supuesto, siempre me había
gustado meterme en la vida de los demás, por curiosidad y también por una
necesidad de entenderlos mejor y de desenredar los hilos embrollados de
sus vidas, cosa que con frecuencia eran incapaces de hacer ellos en persona
porque vivían la vida de demasiado cerca mientras que yo contaba con la
ventaja de ser un simple espectador, o más bien un testigo, como se diría en
lenguaje jurídico.
—Brainos… es un médico… Conocí a Noëlle Lefebvre una tarde del
pasado mes de mayo en la sala de espera de ese médico.
Había fruncido las cejas, con cara de creerme a medias.
—En el 194 de la avenida de Victor-Hugo… El pasado mayo…
Yo intentaba dar con otros detalles para convencerlo mejor de que no
estaba mintiendo, pero reconozco que aquel día me costaba entregarme a
esa actividad. ¿Habría perdido la maña?
—Creo que contaba con ese doctor Brainos para que le diera una receta.
—¿Una receta de qué?
Era incapaz de contestar. Habría debido, antes de coger el metro hasta la
estación de Javel, escribir unas cuantas notas en una libreta, algo así como
una chuleta. No improvisar… «Doctor Brainos»… No sonaba natural.
—Se sentía ansiosa… Estaba preocupada con el trabajo… Necesitaba
tranquilizantes…
—¿Usted cree? Sin embargo, le había supuesto un alivio haber
encontrado un empleo en Lancel…
¿Lancel? A lo mejor se trataba de esa tienda grande de artículos de piel
de la plaza de l'Opéra. Había llegado el momento de arriesgarse para saber
más, de marcarse un farol, como dicen los jugadores de póquer.
—Me decía que no le gustaba el trayecto en metro todas las mañanas y
todas las tardes para ir a trabajar… De su casa a Lancel, en la plaza de
l’Opéra, hay lo menos dos transbordos, ¿no?
Él asentía con la cabeza como si estuviera de acuerdo. Sí, había dado en
el clavo. Y, sin embargo, no me sentía ya con valor, a mediados de aquella
tarde, de seguir con aquel juego. Corría el riesgo de extraviarme de verdad a
fuerza de avanzar a tientas.
—Es verdad —me dijo— se quejaba muchas veces de los trayectos en
metro hasta Lancel. No resultaba práctico viviendo en este barrio…
—Y Roger ¿en qué trabajaba?
Había hecho la pregunta con voz distraída, como si no le diera
importancia alguna. Era un sistema que me había indicado Hutte para hacer
hablar a la gente. «Si no», me decía, «existe el riesgo de que se encrespen.»
—¿Roger? Ah, pues hacía un poco de todo. Cuando lo conocí estaba de
conductor en una empresa de mudanzas… Y luego en Oréve, una floristería
del distrito 16… Hace unos meses le salió un trabajo de ayudante de regidor
en un teatro… gracias a mí…
Al enumerar los diferentes empleos del tal Roger parecía sentir por él
cierta admiración.
—Roger siempre salía a flote…
Aparentemente, era una expresión que Roger y él debían de repetir con
frecuencia, algo así como una contraseña. Pero, nada más decirla, se le heló
la sonrisa…
—Y ahora quién sabe por dónde andará… La última vez que lo vi, me
dijo que se iba a buscar a Noëlle…
—¿Desapareció ella primero? —pregunté.
—Sí, una noche no volvió a la calle de Vaugelas. Al día siguiente,
tampoco. Fui con Roger a Lancel. Allí no estaban enterados de nada.
—¿Y no tienen ninguna idea, ni usted ni su marido, de qué ha podido
pasar?
Había escogido una forma de decirlo muy general: «qué ha podido
pasar», para que se sintiera libre de hacerme una confidencia o una
confesión. Era también algo que me había enseñado Hutte: no hacer
preguntas demasiado concretas. Evitar por completo la agresividad durante
un interrogatorio. Que las cosas fueran saliendo «por las buenas».
Creí notarle cierto malestar, un titubeo.
—¿Qué quiere decir con «qué ha podido pasar»?
Sí, estaba claro que se sentía violento, como si sospechase que yo sabía
algo. Pero ¿qué? Preferí contestarle encogiéndome de hombros. En silencio.
—¿Y usted a qué se dedica en la vida?
Había adoptado un tono intrascendente. Le sonreía. Notaba que había
vuelto a despertar su desconfianza y que a lo mejor me estaba ocultando
algún detalle referido a Noëlle Lefebvre, a su marido y a él mismo. Dos
personas no desaparecen tan deprisa sin que alguno de sus allegados tenga
una idea, aunque sea confusa, al respecto.
—¿Yo? Soy actor. Llevo un año matriculado en la academia Paupelix.
—¿Y qué tal le va?
Seguramente me había faltado tacto al hacerle esa pregunta demasiado
brusca.
—Trabajo de extra en películas —me dijo, muy seco—. Así puedo
pagar las clases.
Nunca había oído hablar de la academia Paupelix. Los siguientes días
me informé sobre ella, así que ahora puedo escribir el nombre sin faltas de
ortografía: Paupelix, profesor de arte dramático, calle de L’Arcade, 37.
París distrito 8. Y saberlo me aclaraba algunas expresiones de la cara,
algunas posturas y algunos gestos que se pasaban un poco de estudiados
que yo le había notado y que debían de haberle enseñado en la academia
Paupelix.
—Pero entonces ¿veía usted con frecuencia a Noëlle? De verdad que no
entiendo por qué no le habló nunca de Roger…
Seguramente estaba intentando saber qué tipo de relación existía entre
Noëlle Lefebvre y yo y eso lo intranquilizaba.
—Algo le contaría de su vida.
—Nada de nada —le dije— Solo nos vimos dos o tres veces, a última
hora de la tarde, cuando salía de trabajar en Lancel… En el café de
enfrente, en el bulevar de Les Capucines…
Al principio de la ficha figuraban la fecha y el lugar de nacimiento, pero
este último de manera imprecisa: «un pueblo de los alrededores de Annecy.
Alta Saboya».
—Nos dimos cuenta de que éramos de la misma zona. Por la parte de
Annecy. Lo mencionábamos con frecuencia.
Parecía ignorar ese detalle de la vida de Noëlle Lefebvre y no darle
importancia alguna. Pero yo estaba seguro de que Hutte habría pensado lo
mismo que yo: hay que saber siempre en qué barrio y en qué pueblo ha
nacido la gente.
—Y las cartas de lista de correos que le mandaba a recoger, ¿quién se
las escribiría?
—Ni idea. En el sobre de esas cartas me fijé en que era siempre la
misma letra… con tinta azul Florida…
Me pregunté si valía de algo inventarse detalles así. Habría querido que
él también pudiera darme algunas precisiones más acerca de Noëlle
Lefebvre. Pero no surgía nada.
—¿Tinta azul Florida…?
Por unos segundos creí que le había sugerido una pista. Pero no fue así.
Era sencillamente que no entendía lo que quería decir «azul Florida».
—Un azul muy claro —le dije.
—¿Y esas cartas venían de Francia o del extranjero?
Me había hecho la pregunta como si él también estuviera realizando una
investigación.
—Por desgracia no me fijé en los sellos.
—Si lo hubiera sabido, le habría dicho a Roger que no se fiara de ella…
Se le había puesto la voz metálica y la mirada, muy dura. ¿Ese cambio
violento de expresión le salía espontáneamente o lo había aprendido en la
academia Paupelix?
Intento con la mayor exactitud posible poner por escrito las palabras que
cruzamos aquel día. Pero muchas de ellas se me han ido. Todas esas
palabras perdidas, unas cuantas que ha dicho uno, las que ha oído y de las
que no le ha quedado recuerdo y otras que le dijeron y en las que no se fijó
en absoluto… Y a veces, al despertarte, o muy entrada la noche, una frase te
vuelve a la memoria, pero ignoras quién te la cuchicheó en el pasado.
Miró el reloj de pulsera y se puso de pie bruscamente.
—Tengo que ir a la calle de Vaugelas… A lo mejor hay alguna novedad
sobre Roger y Noëlle.
¿Esperaba que hubiera correspondencia metida por debajo de la puerta,
como yo, hacía un rato, en lista de correos?
—¿Puedo acompañarlo?
—Si le apetece… Roger me había dado una llave del piso.
—¿Noëlle venía con frecuencia a este café?
Y me sorprendió haberla llamado por primera vez por el nombre de pila.
—Sí, Roger y yo quedábamos con ella aquí, a última hora de la tarde,
cuando salía de trabajar de Lancel. Me alegraba tanto de que Roger se
hubiera casado… ¿Sabe? No había ninguna rivalidad por Roger entre
Noëlle y yo.
Por lo visto, no había podido evitar el hacerme esa confidencia, pero
noté que ya estaba arrepentido por el repentino apuro que se le veía en la
mirada.
íbamos por la calle de la Convention, hacia el este, y no me hace falta
en la actualidad mirar un plano de París para caer en la cuenta de que
andábamos hacia el centro, hasta el final de Vaugirard.
—Tardaremos como un cuarto de hora a pie —me dijo—. ¿No le
importa?
Era la primera vez que me mostraba cierta simpatía. ¿Le resultaba un
alivio andar en compañía de alguien a esa hora en que va cayendo la noche
y la desaparición de Noëlle Lefebvre y Roger Behaviour debía de pesarle
más que en cualquier otro momento del día? Y yo me decía también que esa
caminata con él por aquel barrio me ayudaría a entender qué vida llevaban
esas tres personas. La otra tarde, al alargarme la ficha en su carpeta azul
cielo. Hutte había sonreído irónicamente. «Le toca jugar a usted. amiguito.
¡Apáñeselas! No hay nada como una investigación sobre el terreno.»
Estábamos pasando por delante de la oficina de Correos donde había
tenido la esperanza, a primera hora de la tarde, de que me entregasen una
carta dirigida a Noëlle Lefebvre. La oficina aún estaba abierta. Iba a
proponerle a Gérard Mourade presentarme otra vez en la ventanilla de lista
de correos. A lo mejor había un reparto vespertino. Pero me contuve a
tiempo. Prefería ir solo en los días siguientes. La verdad es que no veía por
qué iba a meter demasiado a aquel individuo en mi investigación. A partir
de ahora era una cuestión íntima entre Noëlle Lefebvre y yo.
—En resumidas cuentas —le dije—, aquí vivían como en un barrio.
Intentaba saber a qué sitios iban los tres y a qué gente veían.
—Durante el día, no. Cuando nos juntábamos era por la noche.
—¿Y usted también vive por aquí?
—Sí, en un apartamento del muelle de Grenelle. Cerca de una discoteca
adonde íbamos porque a Noëlle le gustaba el sitio.
—¿Una discoteca?
—La discoteca de La Marine, en el muelle. Y eso que Roger y yo no
bailábamos nunca.
Me sorprendió ese comentario que había hecho con voz muy seria
—¿No bailaban nunca?
Creo que utilicé un tono irónico. Pero él aparentemente no estaba de
humor para reírse. Saqué la conclusión de que la discoteca de La Marine no
era lugar de su agrado.
—Roger conocía al gerente… ¿Noëlle no se lo mencionó nunca?
Me había hecho la pregunta como si se tratase de un asunto delicado.
—No, nunca… Ya le he dicho que Noëlle no me hablaba de su vida
personal… sino de cosas intrascendentes. De Annecy, por ejemplo, que
conocíamos los dos.
Parecía aliviado. A lo mejor había aludido a esa discoteca y a su
«gerente» para tantear el terreno y para saber si Noëlle Lefebvre me había
contado algo comprometedor.
—Roger había conocido al gerente cuando trabajaba en aquella empresa
de mudanzas… y ya está…
Tuve la impresión de que no valía de nada pedirle más detalles. No iba a
contestar.
El resto del camino anduvimos juntos en silencio. Para que se me
quedasen en la memoria los pocos nombres que me había dado relacionados
con Noëlle Lefebvre y que no figuraban en la ficha me los iba repitiendo:
Roger Behaviour, Lancel, la discoteca de La Marine… Con eso no me
bastaría. Harían falta más detalles que parecerían a primera vista sin
relación entre sí hasta el momento en que se reunieran muchas piezas del
puzle. Y ya solo quedaría ordenarlas para que el conjunto fuera saliendo
poco a poco a la luz.
—Podemos acortar por ahí —me dijo.
Habíamos llegado a la mitad de la calle de Olivier-de-Serres y me
indicaba un callejón que se internaba entre los edificios. Me parece, con la
perspectiva del paso del tiempo, que tenía árboles y que había crecido la
hierba entre los adoquines. Hoy lo veo como un camino campestre, quizá
porque era de noche. Cruzamos el patio de un edificio y salimos por una
puerta cochera a la calle de Vaugelas.
En la planta baja, tres habitaciones pequeñas. La ventana de una daba a
la calle. No estaban corridas las cortinas, así que un transeúnte podría
habernos visto a Gérard Mourade y a mí. A veces, en mis sueños, ese
transeúnte soy yo. La noche pasada, seguramente porque había escrito las
páginas anteriores durante el día, iba otra vez por el camino campestre, por
entre los edificios. Había luz en la ventana del piso. Pegando la frente a la
ventana, veía de dónde venía: de la puerta entornada del dormitorio. ¿La
lámpara de la mesilla que se habían olvidado de apagar? En el momento en
que iba a dar unos golpes en el cristal me desperté.
Estábamos en la habitacioncita cuya ventana daba al patio. Gérard
Mourade había encendido la lámpara, encima de una mesa baja. Esa
habitación debía de hacer las veces de salón. Un sofá y dos sillones de
cuero.
—Queda algo de ropa de Noëlle en un armario —me dijo Mourade—.
Roger se llevó todas sus cosas como si no quisiera volver.
Ese detalle parecía preocuparlo mucho. Estaba a mi lado y en silencio.
—No deja de ser raro que ninguno de los dos le den señales de vida —le
dije.
No se movía, absorto en sus pensamientos.
—¿Se queda aquí un momento? —me dijo— Voy a ver al vecino de
arriba. Roger lo conocía mucho. A lo mejor tiene alguna noticia.
Pero me daba la impresión de que no estaba nada convencido y que
había dicho esa frase para tranquilizarse.
Así que me quedé solo en el saloncito cuya ventana daba al patio.
Apagué la lámpara y por la puerta entornada me colé en la habitación que
daba a la calle. Una cama bastante ancha y una librería baja pegada a la
pared. No encendí la lámpara de cabecera por temor a que un transeúnte me
viera por los cristales.
Una claridad imprecisa venía de la ventana y con eso me bastaba. Me
senté al filo de la cama, pegado a la mesilla de noche, como si tirase de mí
un imán y estuviera recuperando las costumbres de una vida anterior.
Saqué el cajón de la mesilla de noche. Medía la mitad que esta, así que
dejaba sitio para un doble fondo. Estiré el brazo y encontré una libreta con
tapas de cartón que habían escondido allí. Volví a colocar el cajón en su
sitio, y cuando estaba con la libreta en la mano oí a Gérard Mourade cerrar
la puerta de la calle.
—¿Está ahí? ¿Está en el cuarto de Noëlle y Roger?
No le contesté. Me metí la libreta en el bolsillo interior de la chaqueta y
me reuní con él.
—¿Porqué ha apagado?
—Me daba miedo que me tomasen por un ladrón si veían luz en la
ventana.
Habría podido enseñarle la libreta, pero me dije que no habría entendido
mi comportamiento. Y, además, ¿cómo explicárselo? Había actuado como
un sonámbulo, en estado de trance, y sin embargo se trataba de un gesto
concreto y espontáneo, como si hubiera sabido de antemano que detrás del
cajón había un doble fondo en esa mesilla de noche y que allí habían
escondido algo. Hutte me había explicado que una de las virtudes
necesarias para su oficio era la intuición. Y para entender mi gesto de esa
noche miro un diccionario en este preciso momento: «Intuición: forma de
conocimiento inmediato que no recurre al raciocinio.»
—¿Hay noticias? —le pregunté.
—Ninguna.
Tuve la esperanza de que en esa libreta que acababa de encontrar se
abriera una puerta que encaminase hacia Noëlle Lefebvre.
—Tendría que pedir información a otras personas que los hayan
conocido.
Se encogió de hombros. Ni siquiera se le ocurría encender la lámpara y
estábamos los dos en penumbra en medio del saloncito.
—¿Se llevaba bien con su marido?
—Sí, muy bien. Si no, no le habría aconsejado a Roger que se casase
con ella.
Había recobrado la voz altanera.
—¿Y a Roger Behaviour y a usted nunca se les ocurrió avisar a la
policía de su desaparición?
—¿A la policía? ¿Por qué?
Definitivamente de él no podía sacar gran cosa. Trepaba por una
pendiente resbaladiza sin tener ningún punto de apoyo. Por un momento
sentí la tentación de sacar la libreta del bolsillo interior de la chaqueta y
proponerle que descubriéramos juntos lo que Noëlle Lefebvre había escrito
en ella, porque estaba seguro de que esa libreta era de ella.
—¿Y usted? Ya que se habían conocido, a lo mejor le da señales de
vida.
De pronto parecía desvalido y me miraba fijamente con incertidumbre.
¿Quería hacerme más confidencias?
Así que se creía todo lo que le había dicho de Noëlle Lefebvre. Y yo
tenía por entonces tal facilidad para meterme en la vida de los demás que
me pregunté si no la habría conocido en aquel café del bulevar de Les
Capucines, a última hora de la tarde, después del trabajo.
—Si me da señales de vida —le dije—, no dejaré de avisarle.
Nos quedamos aún los dos unos momentos de pie en la penumbra. A lo
mejor tenía la misma sensación que yo; la de haber cometido un
allanamiento de morada en un piso vacío y abandonado y cuyos últimos
inquilinos no habían dejado rastro alguno de su paso por él.
Una agenda de tela negra con el año en caracteres dorados.
Esa misma noche copié en una hoja en blanco lo poco que Noëlle
Lefebvre había anotado en ella. Esa agenda era suya, puesto que ponía su
nombre en la parte de arriba de la página de guarda, con la misma letra
grande y la misma tinta azul que todo lo demás.
La última anotación era del 5 de julio: Estación de Lyon. 9 50 h. Entre
enero y junio unos cuantos nombres, unos cuantos lugares y horas de citas:
7 de enero - Hotel Bradford 19 h
16 de enero - Cook de Witting
12 de febrero - André Roger y Petit Pierre calle de Vitruve
14 de febrero - MM Durac bulevar de Brune
17 de febrero - La Caja de Magia calle de La Félicité 13, dist.
17, 20 h
21 de marzo - Jeanne Faber
17 de abril - Josée, calle de Yvon-Villarceau 16 h
15 de mayo - Pierre Mollichi, Georges. discoteca de La Marine
19 h
7 de junio - Anita Tel: PRO 76 74
8 de junio - telefonear al Sr. Bruneau
En la fecha del 10 de junio había copiado un poema:
Encima del tejado, el cielo,
¡azul, tranquilo)
Encima del tejado un árbol
y su abanico.
Cantidades de dinero, no con números, sino en letras:
3 de enero Seiscientos francos
14 de febrero Mil setecientos francos
En la fecha del 11 de febrero:
Tren llegada a Vierzon 17 h 27 Pruniers-en-Sologne - castillo de
Chéne-Moreau.
En la fecha del 16 de abril una anotación, la más larga de todas las de la
agenda:
Preguntar de parte de Georges a Marión Le Phat Vinh si puede
encontrarle trabajo a Roger en su sociedad de transportes (Viot et
Cie., calle de Cognacq-Jay, 5)
Y esta frase el 28 de junio, escrita con una letra mucho más grande que
de costumbre:
Si lo hubiera sabido…
Esto completaba la ficha de Hutte, así como los nombres que anoté en
cuanto volví al distrito 15.
Roger Behaviour
Gérard Mourade
Academia Paupelix
Lancel
Calle de Vaugelas, 13
Discoteca de La Marine
Poca cosa. Los siguientes días fui a las direcciones que Noëlle Lefebvre
había escrito en la agenda. Desgraciadamente sin número. Y la tarde en que
fui a parar al bulevar de Brune, entre dos hileras de bloques compactos que
me parecía que se prolongaban hasta el infinito, comprendí que no tenía
ninguna probabilidad de localizar a Miki Durac en ese bulevar, ni tampoco
a Andrée Roger y Petit Pierre en la calle de Vitruve. El teléfono PRO 76 74
ya no lo cogía nadie. Ninguna Anita. Imposible identificar los nombres de
pila sin señas. Confieso que no tuve valor para ir a la calle de YvonVillarceau.
Me limité a mirar la guía y marcar los diferentes números de
teléfono del número 5. Y decir en todas las ocasiones: «¿Podría hablar con
Josée?» Pero después de tres respuestas negativas, me cansé de repetir esa
frase. En resumidas cuentas, la agenda daba la misma impresión de
vaguedad que la ficha que había redactado Hutte y que tenía tan pocos
detalles. La fecha y el sitio aproximado de nacimiento de Noëlle Lefebvre,
su supuesto domicilio, en el 88 de la calle de la Convention, en el distrito
15, el tal Brainos que le había entregado a Hutte la tarjeta que usaba ella
para ir a buscar la correspondencia a lista de correos. Y el tal Brainos, sin
que se mencionase nada más acerca de él, decía de sí mismo que era «un
amigo de Noëlle Lefebvre».
Sí, definitivamente había cosas en blanco en esa vida. Más incluso que
al leer la ficha incompleta en la carpeta azul cielo, esa idea se me había
venido a la cabeza al hojear las muchas páginas intactas de la agenda. De
trescientos sesenta y cinco días, solo le habían interesado unos veinte a
Noëlle Lefebvre, y con indicaciones muy breves, con su letra grande, los
había sacado de la nada. Nunca sabría nadie cuáles habían sido sus horarios
y sus ocupaciones, las personas a quienes había visto ni los sitios en que
había estado los demás días. Y. de entre todas esas páginas blancas y vacías,
yo no podía apartar la vista de la frase que siempre me sorprendía cuando
hojeaba la agenda: «Si lo hubiera sabido…» Hubiérase dicho una voz que
quebraba el silencio, alguien que habría querido hacernos una confidencia,
pero que había renunciado a ello o a quien no le había dado tiempo.
La investigación no progresaba. Una tarde iba andando una vez más por
la calle de la Convention hasta la oficina de Correos con la esperanza de no
cruzarme con Mourade. Esperaba ante la ventanilla de lista de correos. El
hombre cogió una carta del casillero después de mirar la tarjeta de Noëlle
Lefebvre. Volvió donde estaba yo y me hizo firmar en un registro. Me pidió
la documentación. Le enseñé mi pasaporte belga. Pareció sorprenderse, fue
pasando despacio las hojas y volvió a cerrar el pasaporte sin apartar la vista
de las tapas verde claro como si sospechase que aquel documento era falso.
Pensé que no me iba a dar la carta de ninguna manera. Pero me alargó con
un ademán brusco el pasaporte belga, la tarjeta de Noëlle Lefebvre y la
carta.
Al salir, me fui en sentido contrario por la calle de la Convention. Me
había metido la carta en uno de los bolsillos de la chaqueta y andaba con
paso rápido, con el paso de alguien que siente que lo van siguiendo. Otra
vez temía encontrarme con Mourade. Hasta que no dejé atrás la orilla
izquierda del río y estuve en el puente Mirabeau no abrí la carta.
Noëlle:
Después de nuestra última charla por teléfono, no sabia muy
bien si querías ver de nuevo a Sancho y volver con él a Roma. Sería
para ti la mejor solución.
Sandio creía que te habías reconciliado definitivamente con él
cuando volvisteis a veros el mes pasado en La Caravelle y lo ha
decepcionado mucho que no hayas vuelto a darle señales de vida.
He pasado por el piso de la calle de la Convention, pero lo he
encontrado vacío y por lo visto te has mudado. Te habías dejado la
tarjeta de lista de correos Como no sé dónde localizarte ahora,
espero que todavía sigas yendo a recoger la correspondencia. ¿con
el carnet de identidad? Te mando por si acaso esta carta a lista de
correos y por lo demás, me pregunto por qué tenías tanto interés en
que te escribieran allí y de qué ciase de cartas podía tratarse. Te
recuerdo que nunca le he dado tus señas a Sancho como te prometí,
ni le dije que habías encontrado un trabajo en Lancel. Pero mi
objetivo ha sido siempre reuniros a los dos y me parece que ha
llegado el momento Esta situación no puede durar y lo digo por tu
bien.
Valdría más que vinieras a Chêne-Moreau y que te quedases una
temporada. Sancho se reuniría allí contigo y volveríais a Roma.
Si recibes esta carta, dime qué te parece y toma deprisa una
decisión. Paul Morihien Iría a buscarte a la estación de Vierzon.
Llámame por teléfono lo antes posible.
GEORGES
P. D.: Si quieres dejarme un recado o hablar conmigo, siempre
puedes ir a ver a Pierre Mollichi a su despacho de la discoteca de
La Marine como ya has hecho otras veces.
En el sobre iba el matasellos de «París — calle de Anjou».
Esa noche le enseñé la carta a Hutte y le hice notar que los nombres
«Vierzon» y «Chêne—Moreau» aparecían también en la agenda de Noëlle
Lefebvre.
—¿Le parece que ha dado con una pista?
Tenía un tono tan desengañado que me hizo perder de golpe toda mi
radiante confianza. Como si le supusiera una carga, descolgó el teléfono.
—Querría que me diera el número del castillo de Chêne-Moreau en
Pruniers-en-Sologne.
Hubo una larga espera durante la que yo temía que colgase.
—¡Ah, ya!… Muy bien…
Se cruzaba de brazos y me miraba con una sonrisa condescendiente.
—Ya no tienen teléfono en el castillo de Chêne-Moreau.
Notaba mi decepción. Añadió:
—A lo mejor bastaría con saber el nombre del dueño.
Pero no parecía que esa gestión lo convenciera mucho.
—¿Y sabe usted algo de ese tal Brainos que vino a verlo? —le pregunté.
—Pues claro…, se me ha olvidado decírselo… Tengo que reconocer
que esta historia no es que me despierte una gran pasión…
Hojeaba con el índice el calendario de sobremesa que tenía encima del
escritorio.
—Debió de venir la semana pasada el tal Brainos, ¿no?
Cuando dio con el día, se inclinó para leer lo que había apuntado:
—Brainos, George, avenida de Victor-Hugo, 194. Reside en París, pero
por lo visto ha dirigido salas de cine en Bruselas.
Suspiró, como quien acaba de hacer un tremendo esfuerzo.
—Un hombre muy poco claro. Cincuentón. Parecía muy alterado por la
desaparición de Noëlle Lefebvre.
Abría la carpeta azul cielo donde estaban juntas la ficha, la tarjeta con la
foto de Noëlle Lefebvre y las notas que había tomado yo después de mi
investigación sobre el terreno, como decía él. Y la carta de lista de correos
que firmaba Georges Brainos.
—Le agradezco su información complementaria. Ese Brainos no me
había especificado que estaba casada ni que trabajaba en Lancel.
Me sonreía con sonrisa un poco apurada. Parecía estar escogiendo las
palabras para no herirme.
—Mire, hijito, no creo que este caso sea interesante. Va a dar mucho
trabajo para nada. Ese hombre no me parece un cliente muy de fiar. ¿Está
usted decepcionado? Se merece algo mejor. Le encargaré dentro de poco un
expediente de más consistencia.
Pero resultaba que no, que yo no me colocaba en absoluto en un plano
profesional. La desaparición de Noëlle Lefebvre despertaba en mí ecos
mucho más hondos, tan hondos que me habría costado trabajo aclararlos.
—Está en un error —le dije—. No estoy decepcionado.
Estaba incluso aliviado al pensar que se iba a desinteresar de ese caso.
En adelante ya era solo cosa mía. Ya no tenía que rendirle cuentas. Me
dejaba el campo libre.
Sí, eso era lo que pensaba entonces. Pero ahora, en este momento en
que estoy escribiendo y vuelvo a verme delante de Hutte, que se apoyaba
con los brazos cruzados en el filo del escritorio y me clavaba los ojos azul
ultramar con una atención paternal, siento la necesidad de rectificar las
anteriores líneas. Fue él quien me metió deliberadamente en mi
investigación. Sin decirme ni palabra, lo sabía todo desde el principio, pero
no quiso presentarme sino un expediente incompleto. A lo mejor había
adivinado hasta qué punto estaba yo implicado en aquel «caso» y habría
podido en pocas palabras revelarme los mínimos detalles e iluminarme
sobre mí mismo. «Le encargaré dentro de poco un expediente de más
consistencia» Yo era demasiado joven por entonces para entender el sentido
de esa frase. Era una forma discreta y afectuosa de retirarse y de dejarme
que recorriera el camino yo solo. Me tenía aprecio. Me había dado unos
cuantos indicios. A mí me correspondía seguir adelante con el trabajo.
Estaba llegando a la edad en que hay que tomar responsabilidades. Si me
dejaba el campo libre es porque había adivinado que iba a escribir todo esto
más adelante.