jueves, 19 de noviembre de 2015

Baronesa Rendell de Babergh cc Ruth Rendell. Novela: Carne trémula.



Ruth Barbara Grasemann, Baronesa Rendell de Babergh, DBE (Londres, Inglaterra, 17 de febrero de 1930 - ibídem, 2 de mayo de 2015),1 2 fue una escritora británica.
Rendell escribió también bajo el pseudónimo de Barbara Vine. Fue una de las escritoras más prolíficas de la literatura de misterio británica. Además de la gran cantidad de novelas y cuentos publicados, su producción destaca por la gran calidad literaria de sus obras que hicieron merecedora de premios como la Daga de Plata de la Crime Writers Association en 1987, la Daga de Oro en cuatro ocasiones (1976, 1986, 1987 y 1991), la Daga de Diamantes por sus aportaciones al género, el National Book Award en 1980, tres premios Edgar Allan Poe y el premio literario del Sunday Times en 1990.
Su primera novela publicada fue From Doon with Death en 1967 en la que aparece por primera vez uno de sus personajes más populares, el inspector Wexford. Rendell tiene 20 novelas publicadas de lo que se conoce como las "Wexford novels", todas ellas ambientadas en la localidad inglesa de Kingsmarksham, la última de ellas End in Tears (2006). Aparte de la serie Wexford, escribió más de 30 novelas negras y numerosos cuentos de misterio.3
Es característico de su técnica literaria el uso del intertexto, utilizando clásicos incuestionables de la literatura inglesa y universal para crear, a partir de ellos, nuevos argumentos, por ejemplo, en Carne trémula (1986) utiliza elementos de Crimen y castigo de Dostoyevski; La casa de las escaleras (1988) tiene como una de sus principales líneas argumentales la intriga de Las alas de la paloma de Henry James y utiliza también fragmentos de El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald, "Mariana in the South" de Tennyson y de Safo; otro ejemplo sería la novela No More Dying Then, del inspector Wexford, que se basa en el soneto 146 de Shakespeare.
Algunas de sus obras han sido llevadas a la pequeña pantalla por la BBC.
Fuente: Wikipedia.
(Fragmento de novela: Carne trémula).

Para Don

1
La pistola era de imitación. Spenser dijo a Fleetwood que estaba seguro de ello en un 99 por ciento. Fleetwood sabía que eso quería decir en un 49 por ciento, pero de todos modos no hacía mucho caso a lo que decía Spenser. Por su parte, no creía que la pistola fuera de verdad. Los violadores no llevaban pistolas de verdad. Para asustar vale un arma de imitación.
La ventana que había roto la muchacha era un agujero cuadrado y vacío. Desde que había llegado Fleetwood, el hombre de la pistola se había asomado sólo una vez. Había aparecido porque Fleetwood le llamó, pero no dijo nada, simplemente se le vio allí durante unos treinta segundos empuñando la pistola con las dos manos. Era joven, más o menos de la edad de Fleetwood, con una melena muy larga que caía sobre sus hombros, según la moda del momento. Llevaba gafas oscuras. Durante medio minuto permaneció allí, luego se dio la vuelta abruptamente y desapareció en las sombras de la habitación. Fleetwood no había visto a la muchacha, que por lo que él sabía podía estar muerta.
Estaba sentado en el murete de un jardín al otro lado de la calle, mirando la casa. Su coche y la furgoneta de la policía estaban estacionados junto a la acera. Dos agentes de uniforme habían conseguido despejar a la multitud que se congregó, manteniéndola a raya mediante una barrera improvisada. Aunque había comenzado a llover, dispersar a la multitud hubiera sido tarea imposible. Todas las puertas de la calle estaban abiertas y las mujeres en los escalones, a la espera de que ocurriera algo. Fue una de ellas, que oyó romper el cristal y los gritos de la muchacha, la que llamó a la policía.
El distrito no era ni Kensal Rise, ni West Kilburn, ni Brondesbury, sino una zona borrosa que no lindaba con ningún sitio en particular. Fleetwood no había estado nunca allí, sencillamente había pasado en su coche. La calle se llamaba Solent Gardens, era larga, recta y llana, con casas de dos pisos a cada lado: algunas de ellas victorianas; otras, de una época más tardía, de la década de los veinte o los treinta. La casa con la ventana de cristales rotos era el 62 de Solent Gardens, una de las más nuevas, al final de una fila de ocho, una mezcla de ladrillos rojos y piedrecitas, con tejas españolas en el techo, pintada de blanco y negro, la puerta principal azul celeste. Todas las casas tenían jardines detrás y delante con un seto de madreselva o aligustre y un poco de césped, la mayor parte con muretes de piedra o ladrillo delante del seto. Fleetwood, sentado en un murete bajo la lluvia, comenzó a preguntarse qué debía hacer.
Ninguna de las víctimas del violador habló de una pistola, por lo que parecía que la de imitación había sido adquirida hacía poco. Dos de ellas –fueron cinco, o al menos cinco lo denunciaron– pudieron describirle: alto, esbelto, veintisiete o veintiocho años, piel aceitunada, cabellos largos y oscuros, ojos oscuros y cejas muy negras. ¿Un extranjero? ¿Oriental? ¿Griego? Quizá, pero también podía ser un inglés con antepasados de piel oscura. Una de las muchachas había sido gravemente herida, porque se defendió, pero él no había empleado ningún arma, únicamente sus manos.
Fleetwood se levantó y se acercó a la puerta del número 63, que estaba enfrente, para hablar con la señora Stead, la que había llamado a la policía. La señora Stead había sacado una banqueta de la cocina para sentarse, poniéndose un abrigo. Ya había dicho que la muchacha se llamaba Rosemary Stanley y que vivía con sus padres, pero ellos estaban fuera. A las ocho menos cinco Rosemary había roto los cristales de la ventana y se había puesto a gritar.
Fleetwood preguntó a la señora Stead si la había visto.
–Él la arrastró hacia dentro antes de que yo pudiera verla.
–No podemos saberlo –dijo Fleetwood–. Supongo que ella sale a trabajar, ¿no?, quiero decir en un día normal.
–Sí, pero nunca se va antes de las nueve. Muchas veces a las nueve y diez. Le contaré lo que pasó, estoy segura de que fue así. Él llamó al timbre y ella bajó en camisón para abrirle, entonces él le dijo que quería ver el contador de la luz (les toca este trimestre, lo debía saber) y ella le llevó arriba; él intentó algo, ella pudo romper la ventana y dar un grito de desesperación pidiendo socorro. Tuvo que ser así.
Fleetwood no estaba de acuerdo. En primer lugar, el contador de la luz no estaría arriba. Todas las casas, en esa parte de la calle, eran iguales y el contador de la señora Stead estaba detrás de la puerta principal. Sola en una casa, en una oscura mañana de invierno, sería difícil que Rosemary Stanley abriera la puerta a alguien que llamara. Se hubiera asomado a la ventana para ver quién era. Las mujeres de ese distrito estaban tan asustadas por las historias que corrían acerca del violador, que ninguna salía después del anochecer, ni dormía sola en su casa si podía evitarlo, ni abría la puerta principal sin poner la cadenilla. El ferretero del barrio le contó a Fleetwood que se habían vendido muchísimas cadenillas para puertas en las últimas semanas. Fleetwood creía más probable que el hombre con la pistola hubiera forzado la entrada, dirigiéndose al dormitorio de Rosemary Stanley.
–¿Quiere un café, inspector? –dijo la señora Stead.
–Sargento –rectificó Fleetwood–. No, gracias. Quizá después. Pero esperemos que no haya un después.
Cruzó la calle. Detrás de la barrera la multitud esperaba pacientemente, bajo la llovizna, con los cuellos de los gabanes levantados y las manos en los bolsillos. Al final de la calle, donde se salía de la carretera principal, uno de los agentes discutía con un camionero, que parecía querer seguir adelante con el camión. Spenser había supuesto que el hombre de la pistola saldría para entregarse cuando viera a Fleetwood y a los otros; los violadores son unos cobardes notorios, como es sabido, ¿y qué iba a ganar resistiendo? Pero no ocurrió así. Fleetwood pensó que el violador creía que tenía una posibilidad de escaparse. Si es que era el violador. No estaban seguros de que lo fuera, y Fleetwood era un maniático de la exactitud y de la imparcialidad. Unos minutos después de la llamada a la policía, una muchacha llamada Heather Cole se presentó en la comisaría con un hombre llamado John Parr, y Heather Cole dijo que la habían asaltado en Queens Park media hora antes. Estaba paseando a su perro cuando un hombre la agarró por detrás, pero ella se había puesto a gritar, el señor Parr había acudido y el hombre se escapó. «Se escapó por aquí, pensó Fleetwood, y entró en el 62 de Solent Gardens para esconderse de sus perseguidores, no con la intención de violar a Rosemary Stanley, porque Heather Cole se había resistido.» Al menos eso suponía Fleetwood.
Fleetwood se acercó a la casa de los Stanley abriendo la pequeña puerta de hierro forjado del jardín, cruzando el cuadrado de césped mojado de color verde brillante y rodeándola. En el interior no se oía ningún ruido. La pared de un lado era lisa, sin desagües ni salientes, sólo con tres ventanas. Aunque en la parte trasera parecía como si hubieran ampliado la cocina y para llegar al techo de esa ampliación, que no tenía más de dos metros de altura, se podía trepar por la pared junto a la que crecía una fuerte trepadora sin espinas. Probablemente una glicina, pensó Fleetwood, que en sus ratos de ocio era aficionado a la jardinería.
Encima del techo se abría una ventana con bastidor. Así que Fleetwood tenía razón. Vio el acceso al jardín desde un paso en la parte de atrás, por un sendero de losas de hormigón que pasaba delante de un garaje hecho del mismo material. Si todo lo demás fallaba, él u otro cualquiera podía entrar en la casa subiendo por donde había subido el hombre de la pistola.
Al volver a la fachada de nuevo, sonó una voz llamándole. Era una voz llena de miedo, pero eso no quería decir que no pudiera, a su vez, provocarlo en otras. Fue inesperada, y Fleetwood tuvo un sobresalto. Se dio cuenta de que estaba nervioso, que tenía miedo, aunque no lo había pensado antes. Hizo un esfuerzo por seguir andando y no correr hasta el sendero de delante. El hombre con la pistola estaba en la ventana rota, que golpeó para que cayeran los últimos trozos de cristal sobre un macizo de flores, con el arma en la mano derecha y levantando la cortina con la izquierda.
–¿Es usted el que dirige esto? –le dijo a Fleetwood.
Como si aquello fuera una especie de espectáculo. Bueno, a lo mejor lo era, y de cierto éxito, a juzgar por la avidez del público, que desafiaba la lluvia y el frío. Al oír la voz se escapó un ruido, un susurro de la multitud, un murmullo colectivo, no muy distinto al viento que corre entre las copas de los árboles.
Fleetwood asintió con un movimiento de la cabeza.
–Así es.
–¿Es con usted con quien tengo que hacer el trato?
–No habrá trato.
El hombre de la pistola pareció pensar en ello.
–¿Cuál es su graduación? –preguntó.
–Sargento detective Fleetwood.
Se notó la decepción en su rostro enjuto, aunque no se le veían los ojos. El hombre parecía pensar que, por lo menos, se merecía un inspector jefe. «A lo mejor debo llamar a Spenser», pensó Fleetwood. La pistola le estaba apuntando. Fleetwood no iba a levantar las manos, desde luego que no. Eso era Kensal Rise, no Los Ángeles, aunque no sabía hasta qué punto la diferencia era real. Miró el negro agujero de la boca de la pistola.
–Quiero que me prometa que podré salir de aquí y que me darán media hora. Llevaré a la muchacha conmigo y cuando pase la media hora la enviaré de vuelta en un taxi. ¿De acuerdo?
–¿Bromea? –dijo Fleetwood.
–Para ella no va a ser ninguna broma si usted no me lo promete. Ve la pistola, ¿no? –Fleetwood no respondió–. Tiene una hora para decidirse. Luego dispararé contra ella.
–Eso sería asesinato. La sentencia es cadena perpetua.
La voz, profunda y grave aunque descolorida –una voz que a Fleetwood le dio la impresión de que no se usaba mucho o sólo cuando hacía falta–, se volvió fría. Habló con indiferencia de cosas terribles.
–No la mataré. Le dispararé a la espalda, al final de la columna vertebral.
Fleetwood no hizo ningún comentario. ¿Qué podía decir? Era una amenaza que únicamente podía provocar una condena moral o un reproche escandalizado. Se alejó porque vio con el rabillo del ojo que se acercaba un automóvil familiar, pero un resuello de la multitud, una especie de inhalación concertada, le hizo volver a mirar la ventana. La muchacha, Rosemary Stanley, había sido empujada hasta el cuadrado vacío, sin cristales, y el hombre la tenía sujeta; su posición recordaba la de una esclava maniatada en una plaza del mercado. Sus brazos estaban agarrados por otros brazos detrás de ella y su cabeza colgaba hacia adelante. Una mano agarraba sus largos cabellos y tiraba de ella, que sollozaba.
Fleetwood pensó que la multitud iba a hablarle a la mujer, o ésta a aquélla, pero no fue así. La mujer permaneció en silencio y con la mirada fija, el miedo la había inmovilizado como si fuera una estatua. Pensó que, posiblemente, la pistola presionaba sobre la parte baja de su columna vertebral. Sin duda había oído también la declaración de intenciones del hombre. Era tan intensa la indignación de la multitud que a Fleetwood le pareció percibir sus vibraciones. Sabía que debía tranquilizar a la mujer, pero no se le ocurría nada que no sonara a falso o hipócrita. La muchacha era delgada, con largos cabellos rubios, llevaba una prenda que podía ser un vestido o una bata. Un brazo rodeó su cintura, haciéndola retroceder y, simultáneamente, por primera vez, se corrieron las cortinas de la ventana. Eran cortinas espesas y dobles, que se cerraron del todo.
Spenser estaba aún sentado en el asiento de pasajero del Rover, leyendo una hoja. Pertenecía a ese tipo de personas que cuando no está ocupado se dedica a leer cualquier tipo de documento. A Fleetwood se le ocurrió pensar con cuánta discreción preparaba su futuro ascenso a comandante; su abundante y espeso cabello comenzaba a platearse; se afeitaba con más cuidado que nunca, la piel estaba curiosamente bronceada para ser invierno, vestía una camisa de textura cremosa transformada en popelina y un impermeable, seguramente Burberry. Fleetwood entró en la parte trasera del automóvil y Spenser le miró con ojos que tenían el azul de la llama del gas.
Para Fleetwood, Spenser se dedicaba siempre a leer cosas que no le informaban de nada útil, que no aportaban nada a la resolución de las crisis.
–Tiene dieciocho años, terminó el colegio el verano pasado y trabaja de mecanógrafa. Los padres se fueron al West Country a primera hora de la mañana, en taxi; a las siete y media, según un vecino. El padre de la señora Stanley ha tenido un infarto en Hereford. Les informaremos tan pronto como podamos localizarles. No queremos que se enteren por la televisión.
Fleetwood pensó inmediatamente en la muchacha con la que se iba a casar la semana siguiente. ¿Se enteraría Diana que estaba él allí y se sentiría preocupada? Pero, por lo que él sabía, no se había presentado ningún equipo de televisión ni ningún reportero. Le contó a Spenser las condiciones exigidas por el hombre de la pistola.
–Podemos estar seguros en un noventa y nueve por ciento de que es de imitación –dijo Spenser–. ¿Cómo entró? ¿Lo sabemos?
–Por un árbol que hay junto a la pared de atrás. –Fleetwood sabía que Spenser no tendría ni idea de qué hablaba si mencionaba la glicina.
Spenser murmuró algo y Fleetwood tuvo que pedirle que lo repitiera.
–He dicho que vamos a tener que entrar, sargento.
Spenser tenía treinta y siete años, casi diez más que él. También estaba echando carnes, a lo mejor era lo adecuado para un futuro comandante. Mayor que Fleetwood, menos ágil y con dos grados más, lo que Spenser quería decir al emplear el plural era que Fleetwood debía entrar, tal vez llevando consigo a uno de los agentes jóvenes.
–Posiblemente usando el árbol del que usted habla –dijo Spenser.
La ventana estaba abierta, esperándole. Dentro había un hombre con una pistola de verdad o de imitación –¿quién podía saberlo?– y una muchacha asustada. Él, Fleetwood, no tenía más armas que sus manos, sus pies y su inteligencia, y cuando le dijo algo a Spenser sobre la posibilidad de que le proporcionaran un arma, el superintendente le miró como si hubiera pedido una cabeza nuclear.
Eran las diez menos cuarto y el hombre de la pistola había dado su ultimátum alrededor de las nueve y veinte.
–¿No le va a decir nada usted, señor?
Spenser sonrió sin ganas.
–No le hace gracia, ¿eh, sargento?
Fleetwood no respondió. Spenser bajó del automóvil y cruzó la calle. Después de vacilar un instante, le siguió. La lluvia había dejado de caer y el cielo, antes de un gris uniforme y liso, estaba gris y blanco, con huecos de azul. Parecía hacer más frío. La multitud ya llegaba hasta la calle principal, Chamberlayne, que pasa por Kensal Rise para confluir al final en Landbroke Grove. Fleetwood vio que habían detenido el tráfico en Chamberlayne Road.
Allá arriba, en la ventana rota de la casa de los Stanley, el vientecillo movía las cortinas. Spenser pasó a la hierba enlodada, desde la relativa limpieza del camino de cemento, sin detenerse, sin echar ni siquiera un vistazo a sus brillantes y negros zapatos italianos. Se quedó de pie en medio del césped, las piernas separadas, los brazos cruzados, y se dirigió a la ventana con la auténtica voz del que ha ascendido en el escalafón de la policía, con un tono frío y claro, sin acento regional, una voz sin pretensiones de cultivada, casi sin inflexiones, la de un robot cuidadosamente programado:
–Habla el superintendente Ronald Spenser. Acérquese a la ventana. Quiero hablar con usted.
Pareció como si las cortinas se movieran con más violencia, pero posiblemente fue el viento.
–¿Puede oírme? Acérquese a la ventana, por favor.
Las cortinas continuaron moviéndose, pero no se abrieron. Fleetwood, que estaba en la acera con el agente Bridges, vio que un equipo de televisión trataba de abrirse paso entre la multitud –sin duda eran los chicos de las noticias, aunque no se podía ver la furgoneta estacionada en la esquina–. Uno de ellos estaba montando un trípode. Y luego ocurrió algo que hizo que todos se sobresaltaran. Rosemary Stanley gritó.
El grito fue espantoso, rasgó el aire. La multitud respondió con una especie de eco de ese grito lejano, mitad resuello, mitad murmullo de angustia. Spenser, que dio un respingo como los demás, se quedó en su sitio, clavando sus talones, hundiéndose literalmente en el barro, los hombros encogidos, como para demostrar la firmeza de su propósito, su determinación que de allí no le moverían. Pero no volvió a hablar. Fleetwood pensó lo mismo que todos, lo que tal vez pensó el propio Spenser: que habían sido sus palabras las que motivaron la acción que provocó el grito.
Si el hombre de la pistola hubiera obedecido, acercándose a la ventana, habrían llamado su atención, y Fleetwood y Bridges podrían haber trepado por la casa, entrando por la ventana. Sin duda el hombre también lo sabía. Pero Fleetwood se sintió extrañamente aliviado. No se había producido una detonación. El grito de Rosemary Stanley no se debía a que le hubieran disparado. Spenser, una vez demostrado su valor y su flema, se alejó de la casa lentamente por el césped mojado y el sendero. Abrió la puerta de la verja, salió a la acera y miró inexpresivamente a la multitud. Le dijo a Fleetwood:
–Tiene que ir pensando en entrar.
Fleetwood se dio cuenta de que le estaban sacando una foto de perfil. En realidad, lo que querían era una foto de Spenser. De repente, las cortinas se apartaron y apareció el hombre de la pistola. Era curioso cómo le recordaba a Fleetwood la representación teatral a la que él y Diana habían llevado a la sobrina de ella en Navidades: se abre el telón y un hombre aparece dramáticamente en el escenario. El malo del drama. El rey de los demonios. La multitud suspiró. Una mujer soltó una risa nerviosa y aguda, que se cortó como si se hubiera cubierto la boca con la mano.
–Tiene veinte minutos –dijo el hombre de la pistola.
–¿Dónde consiguió la pistola, John? –preguntó Spenser.
«¿John? –pensó Fleetwood–. ¿Por qué John?» Porque Lesley Allan, Sheila Manners o una de las muchachas lo había dicho, o simplemente para que Spenser sintiera la satisfacción de oírle decir:
–No me llamo John.
–Esas imitaciones no son muy buenas, ¿no le parece? –dijo Spenser con tono coloquial–. Hay que tener experiencia para ver la diferencia. No diría que hay que ser un experto, pero sí tener cierta experiencia.
Fleetwood formaba ya parte de la multitud, metido entre ella igual que Bridges. Se abrían paso hacia la calle principal. ¿Cuánto tiempo sería capaz Spenser de sostener una conversación con él? No mucho, si todo lo que se le ocurría era burlarse de él, diciendo estupideces como ésa de la pistola. Detrás de él oyó:
–Le quedan nada más que diecisiete minutos.
–Muy bien, Ted, vamos a hablar.
«Así está mejor», pensó Fleetwood, que quería que Spenser dejara de llamar al hombre con falsos nombres de pila. Ya no podía oír nada, estaba al otro lado de la multitud y en la calle principal, donde había un gran atasco de tráfico. Él y Bridges bajaron por el callejón, cerrado al tráfico por un bolardo de hierro, que se había convertido en el paso de la parte trasera de las casas. La casa de los Stanley era fácil de encontrar, llamaba la atención por su feo garaje de cemento.
Para entonces el hombre de la pistola podía haber cerrado fácilmente aquella ventana de bastidor, pero no lo hizo. Por supuesto, si la ventana estaba cerrada, sería prácticamente imposible entrar en la casa, al menos sin hacer ruido, así que debía de sentirse satisfecho de que John o Ted, o como se llamara, no la hubiera cerrado. Pero en vez de ello tuvo una sensación de vago y frío desánimo. Seguramente si la ventana estaba abierta no era por despiste. Estaba abierta para algo.
Ya estaban bastante cerca como para oír la voz de Spenser y la del hombre de la pistola. Spenser estaba diciendo algo acerca de que dejara que Rosemary Stanley saliera de la casa antes de hacer ningún trato. Que la dejara bajar las escaleras y salir por la puerta principal antes de comenzar a hablar de condiciones. Fleetwood no oyó la respuesta del hombre. Puso el pie derecho sobre la glicina, allí donde formaba un ángulo recto; el pie izquierdo un metro más alto, en la bifurcación, y luego se arrastró hasta ponerse sobre el tejado de la ampliación... Ya no tenía más que pasar la pierna sobre el alféizar. Deseaba oír voces, pero lo único que oyó fue el gemido de los frenos en la calle principal, el insensato ulular esporádico de las bocinas de los conductores impacientes. Bridges comenzó a trepar. Son extrañas las cosas en que piensas en momentos de tensión y prueba. Lo último que importaba era el color del alféizar. Pero Fleetwood se fijó en él, azul de Creta, del mismo tono que el de la puerta principal de la casa que él y Diana iban a comprar en Chigwell.
Fleetwood se encontró en el cuarto de baño. Los azulejos de las paredes eran verdes y los del suelo de un blanco cremoso. Lo cruzaban huellas de pisadas con barro líquido, ya secas, que se hacían menos visibles al acercarse a la puerta. El hombre de la pistola había entrado por allí. Bridges estaba ya fuera de la ventana, sosteniéndose en el alféizar.
Fleetwood tenía que abrir la puerta, aunque no podía pensar en nada que le apeteciera menos. No era valiente, pensó, tenía demasiada imaginación y a veces (aunque no fuera el momento de pensar en ello) le parecía que le hubiera ido mejor una vida más contemplativa, de estudioso, que la de policía.
Desde allí apenas se oía el ruido del tráfico. En algún lugar de la casa crujió una tabla del suelo. Fleetwood oyó también un latido regular, pero sabía que era su propio corazón. Tragó saliva y abrió la puerta.
El rellano no era como él esperaba. Había una gruesa alfombra de color crema pálido; en lo alto de las escaleras, un pasamanos de madera pulida, y, en las paredes, dibujos y grabados enmarcados en oro y plata de pájaros y animales, uno de ellos de las Manos orantes, de Durero. Ésa era una casa donde vivía gente feliz, que se esmeraba con los muebles y su conservación. Una oleada de cólera se apoderó de Fleetwood, porque lo que ocurría en ese momento en la casa era un asalto contra su serena felicidad, una profanación.
Permaneció en el rellano, agarrado al pasamanos. Las puertas de los tres dormitorios estaban cerradas. Miró el dibujo de una liebre y otro de un murciélago de rostro vagamente humano, vagamente verdoso, y se preguntó qué había en la violación que llevaba los hombres a cometerla. Por su parte, no podía disfrutar del sexo a menos que la mujer lo deseara tanto como él. Esas pobres chicas, pensó. La muchacha y el hombre de la pistola se encontraban detrás de la puerta, a la izquierda de donde estaba Fleetwood –a la derecha de los espectadores–. El hombre de la pistola sabía lo que hacía. No era tan tonto como para dejar sin vigilar la fachada de la casa mientras miraba lo que ocurría detrás.
Fleetwood razonó: «Si me dispara sólo puedo morir o no morir y recuperarme otra vez». Su imaginación tenía límites. Después recordaría lo que en su inocencia había pensado. Se quedó junto a la puerta cerrada, puso su mano sobre ella y dijo con voz clara y firme:
–Soy el sargento Fleetwood. Estamos en la casa. Haga el favor de abrir esa puerta.
Antes el silencio no era total. Fleetwood se dio cuenta porque ahora sí lo era. Esperó y volvió a hablar.
–Lo mejor que puede hacer es abrir la puerta. Sea sensato y entréguese. Abra la puerta y salga, o déjeme entrar.
No se le había ocurrido que tal vez la puerta no estaba cerrada con llave. Probó con la manecilla. Fleetwood se sintió un poco tonto, lo cual, curiosamente, le ayudó. Abrió la puerta sin empujarla; se abrió por sí sola, porque era de esas puertas que siempre chocan con un mueble colocado a la derecha de su recorrido.
La habitación apareció ante él como un escenario: una cama sencilla con ropa y colcha azules, abierta, una mesita de noche con lámpara, una taza, un libro, un jarrón con una pluma de pavo real, el viento que soplaba a través de la ventana rota, levantando con fuerza las cortinas de seda verde esmeralda. El hombre de la pistola permanecía de espaldas a un armario rinconero, apuntando con su arma a Fleetwood, la muchacha delante de él y con el brazo libre rodeándola por la cintura. Estaba al borde de un pánico peligroso. Fleetwood lo notó por el cambio que se produjo en su rostro. Casi no era la misma cara que había aparecido dos veces en la ventana, le había vencido un terror animal y una regresión al instinto. Lo que a ese hombre le importaba en ese momento era salvarse; era su pasión, pero en esa pasión no había sabiduría, ni prudencia, únicamente una necesidad de escapar matando a todo el que se le interpusiera. Sin embargo, no había matado a nadie, pensó Fleetwood, y tenía una pistola de imitación...
–Si suelta la pistola –le dijo– y deja que la señorita Stanley se marche conmigo... si lo hace, ha de saber que la acusación será menos grave que si hiere o amenaza a alguien más.
«¿Y las violaciones?», se preguntó. No había ninguna prueba aún de que fuera el mismo hombre.
–No tiene que tirar la pistola. Lo único que tiene que hacer es bajar la mano que la sujeta. Y levantar el otro brazo para liberar a la señorita Stanley.
El hombre no se movió. Sujetaba a la muchacha con tanta fuerza que se le marcaban las venas de la mano. A medida que fruncía el ceño, la expresión de su rostro era más intensa; aumentaron las arrugas en torno a sus ojos, que comenzaron a arder.
Fleetwood oyó ruidos frente a la casa. Un arrastrar y un golpe seco. El sonido quedó ahogado por el ruido de la lluvia cuando un repentino aguacero azotó la intacta parte superior de la ventana. Las cortinas entraron, movidas por el viento e hinchadas. El hombre de la pistola no se había movido. Fleetwood no esperaba realmente que hablara y le chocó cuando lo hizo. Era una voz estrangulada por el pánico, poco más que un murmullo.
–Esta pistola no es de imitación. Es de verdad. Créame.
–¿Dónde la consiguió? –dijo Fleetwood, cuyos nervios se reflejaban más en su estómago que en su garganta. Su voz era tranquila, pero comenzó a sentirse mal.
–Alguien se la quitó a un alemán muerto en 1945.
–Eso lo ha visto en la tele –dijo Fleetwood.
Detrás de él se encontraba Bridges, a cuya espalda quedaba el pasamanos y el hueco de la escalera. Sintió el aliento de Bridges, cálido en el aire frío. ¿Quién sería ese «alguien»?
–¿Por qué se lo tengo que decir a usted? –Sacó una lengua muy roja y sus labios mojados tenían el mismo tono cetrino de su piel–. Era de mi tío.
Fleetwood sintió un estremecimiento, porque su tío tendría unos cincuenta años, veinticinco o treinta años más que aquel hombre.
–Suelte a la señorita Stanley –dijo–. ¿Qué va a conseguir reteniéndola? Yo voy desarmado. Ella no le resguarda a usted.
La muchacha no se movió. Tenía demasiado miedo. Estaba un poco inclinada sobre el brazo que la sujetaba con fuerza, era una muchacha delgada y pequeña, que llevaba un camisón de algodón azul; y tenía los brazos desnudos en carne de gallina. Fleetwood sabía que no debía prometer lo que no pudiera cumplir.
–Suéltela y le garantizo que eso le favorecerá. No le voy a hacer promesas, entiéndalo, pero esto contará en su favor.
Hubo un golpe seco que Fleetwood supuso era el de una escalera de mano con los extremos acolchados contra la pared de la casa. El hombre de la pistola no pareció oírlo. Fleetwood tragó saliva y dio un par de pasos en la habitación. Bridges estaba detrás de él y el hombre de la pistola le vio. Levantó un poco la pistola y apuntó al rostro de Fleetwood. Al mismo tiempo fue soltando su otro brazo de la cintura de Rosemary Stanley como si dejara correr con fuerza las uñas sobre su piel. Y entonces la muchacha emitió un gemido sobrecogedor, encogiendo el cuerpo. Soltó bruscamente el brazo y luego la pellizcó en el brazo, de modo que se tambaleó y cayó sobre sus manos y rodillas.
–No la quiero –dijo–. No me sirve.
Fleetwood le dijo cortésmente:
–Es muy sensato por su parte.
–Pero tiene que prometerme una cosa.
–Venga aquí, señorita Stanley, por favor –dijo Fleetwood–. Aquí estará a salvo.
¿Lo estaría? Sólo Dios podía saberlo. La muchacha gateó, se incorporó y le cogió de la manga con las dos manos. Él repitió:
–Está usted a salvo.
El hombre de la pistola también volvió a hablar. Sus dientes habían empezado a castañetear y se comía las palabras.
–Tiene que prometerme una cosa.
–¿Qué cosa?
Fleetwood miró detrás del hombre y cuando el viento levantó las cortinas casi hasta el techo, vio la cabeza y los hombros del agente Irving, que aparecieron en la ventana. El cuerpo del policía obstruyó una gran parte de la luz, pero el hombre de la pistola no pareció darse cuenta. Le dijo:
–Prométame que podré salir por el cuarto de baño y déme cinco minutos. Nada más, cinco minutos.
Irving estaba a punto de pasar sobre el alféizar. Fleetwood pensó: «Todo ha terminado, le tenemos, va a caer como un cordero». Tomó a la muchacha en sus brazos, la abrazó simplemente porque era joven y estaba aterrada, y se la pasó a Bridges, dándole la espalda al hombre de la pistola, al que oyó decir con voz trémula:
–Es de verdad, se lo advertí.
–Llévala abajo.
Sobre el pasamanos, en la pared de la escalera, colgaba la reproducción de las manos que oraban, un grabado en acero. Bridges pasó por delante de éste para coger a la muchacha y llevarla abajo. Fue uno de esos momentos eternos, infinitos, pero que, sin embargo, son tan rápidos como un relámpago. Fleetwood vio las manos que rezaban por él, por todos ellos, mientras Bridges, cuyo cuerpo las ocultó, bajaba por las escaleras. Detrás de él un pie pesado golpeó en el suelo, un bastidor se abrió estrepitosamente, una voz temblorosa dio un grito y algo alcanzó a Fleetwood en la espalda. Todo ocurrió muy lenta y rápidamente. La explosión parecía venir de lejos, el escape de un automóvil en la calle principal, quizá. No hubo ni más ni menos dolor que una punzada en la parte inferior de la columna vertebral.
Al caer hacia adelante vio las manos delicadamente juntas que oraban, las manos grabadas, que subían en su campo de visión. Al caer contra el pasamanos se agarró, deslizándose, como un niño que se agarra a los barrotes de su cuna. Tenía plena conciencia y, curiosamente, no sentía más dolor de esa punzada en la columna, tan sólo un cansancio enorme.
Una voz que antes había oído suave y baja, chillaba.
–Lo estaba pidiendo, se lo dije, se lo advertí, pero no me creyó. ¿Por qué no me creyó? Me obligó a hacerlo.
¿A qué le obligó? No era mucho, pensó Fleetwood, y agarrándose a los barrotes intentó incorporarse. Pero su cuerpo era muy pesado y no se movía, pesado como el plomo, entumecido, sobrecargado, clavado, pegado con cola al suelo. El líquido rojo que corría por la alfombra le sorprendió, y le dijo a todo el mundo:
–¿De quién es esa sangre?

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

INTRODUCCIÓN A BROWNING TRADUCIDO Por Armando Uribe Arce

  INTRODUCCIÓN A BROWNING TRADUCIDO Por Armando Uribe Arce El traductor de poesía es poeta; o, no resulta más que transcribidor de palabras,...

Páginas