miércoles, 3 de noviembre de 2021

Ludovico Ariosto Sátiras (fragmento).

 



Ludovico Ariosto

 Sátiras

 

 

 

 

 

 


Título original: Satire

Ludovico Ariosto, 1534

Traducción: José María Micó

 

 

 

 


 ARIOSTO Y LA VERDAD[1]

 

Nunc itaque et versus et cetera, ludicra pono:

quid verum atque decens, curo et rogo et omnis in hoc sum.

 

HORACIO

 

En una carta del 3 de febrero de 1507, Isabella d’Este, recién parida, al agradecer desde Mantua los parabienes de su hermano el cardenal Ippolito, se mostró muy contenta por la elección del emisario, que la había solazado durante dos días «con la narración de la obra que está componiendo». El enviado del cardenal era Ludovico Ariosto, que ya llevaba algunos años pensando en zurcir y desarrollar la trama inacabada e inacabable del Orlando innamorato, semillero de aventuras caballerescas para el ocio de los ambientes cortesanos. Desde que Boiardo hizo a los d’Este descendientes del paladín Ruggiero, la corte de Ferrara («la primera ciudad moderna de Europa», dijo Jacob Burckhardt) ostentaba, por decirlo así, la capitalidad del romanzo, y Ariosto aceptó con gusto el compromiso de trazar mil fantasías nuevas para «le donne, i cavallier, l’arme, gli amori» y celebrar de paso a la «generosa Erculea prole» de Ippolito. Porque Ariosto, nacido en 1474, se había formado en la época más dulce de la corte estense, la del gobierno de Ercole I, cuando florecían sin estorbo todas las artes, pero tuvo que madurar y servir durante el gobierno de Alfonso I en circunstancias no tan halagüeñas: la muerte de su padre en 1500 le obligó a hacer de cabeza de familia y a aceptar algunas responsabilidades no previstas (por ejemplo, todavía bajo Ercole, la capitanía de la fortaleza de Canossa); después, el talante del nuevo duque, las revueltas internas y los conflictos con los estados rivales deslucieron algo la vida cultural de una corte de la que el poeta, por razón del servicio, tendría que alejarse a menudo. De todos modos, los catorce largos años en que sirvió al cardenal Ippolito (de octubre de 1503 a septiembre de 1517) fueron también, casi al completo, los de la escritura del Orlando furioso, cuya primera edición, en cuarenta cantos, salió de la imprenta el 22 de abril de 1516. Isabella d’Este, ya convertida en personaje de la fábula, fue una de sus primeras lectoras.

Ariosto debió de experimentar con tristeza la transformación de la cortesanía en funcionarismo: un día recitaba el prólogo de la comedia / suppositi, estrenada con gran éxito en el palacio ducal, y otro día era comisionado por su señor para disculpar ante el papa Julio II ciertos abusos de los d’Este; un día escribía al marqués de Mantua para informarle de los avances del Orlando, y otro día, de nuevo en Roma, se batía en retirada bajo las amenazas del mismo papa y perseguido por sus esbirros. En ese período de estipendiario «atado al duro yugo» del cardenal Ippolito (un período aderezado con viajes «por boyas y barrancas», legaciones diplomáticas, campañas bélicas y pesadumbres familiares), Ariosto se sentía a menudo como un «poeta arriero», y no resulta extraño que le acabasen llegando las ocasiones necesarias para dar con uno de los grandes hallazgos de la literatura moderna: la composición de las Sátiras.

En septiembre de 1517 se produjo la ruptura con Ippolito: el cardenal decidió trasladarse con su corte al obispado de Agria (hoy Eger, en Hungría), pero Ariosto, aduciendo razones diversas, se negó a seguirle. Esa es la ocasión de la primera sátira, y las otras seis tuvieron también la suya: un viaje a Roma para asegurarse ciertos beneficios eclesiásticos, la experiencia con un nuevo patrón, el balance de un año en Garfagnana, la boda de un primo, el deseo de encontrar un buen profesor de griego para su hijo Virginio y el rechazo de un honroso cargo en la corte papal. Pero urge decir que en tales ocasiones, y en su cohesión como estímulos de un proyecto, sin duda unitario, de composición de las sátiras, no hubo casualidad alguna: la experiencia de la obra propia y el ejemplo de la ajena fueron decisivos.

Para empezar, estas siete piezas no se entienden sin el Orlando, y no solo por contraste (pues a ratos parecen un antídoto contra el elemento cortesano y panegírico de los romanzi), sino porque en ellas fructifica ese prodigioso modo de ironía que campea en el Furioso y que el bufo Margante y el tierno Innamorato desconocieron por completo. Como en Cervantes, da la impresión de que esa ironía se debe más a una actitud vital, de genio y de carácter, que a un presupuesto estético. Solo el apego, casi supersticioso, a la confección de versos y octavas de una sonoridad y una plasticidad magníficas aleja al Ariosto «épico» del mejor de sus discípulos, que supo dar al Quijote la naturalidad de una prosa conversacional que cien años antes era inconcebible.

Por otro lado, en la mutatio animi que desencadenó las sátiras se refleja, vivacísimo, el ejemplo de Horacio. Non eadem est aetas, non mens: «‘Mi edad ya no es la misma, ni mi espíritu… Ahora dejo la poesía y los demás juegos fútiles; qué es la verdad y qué es el bien, eso es lo que inquiero y lo que ocupa todo mi ser» (Epístolas, I, i, 4 y 10-11). Después de tanta invención, Ariosto quiere beber el áspero jarabe de la verdad, y lo hace asumiendo el proceso horaciano (de los Sermones a las Epistulae, porque «el autor de epístolas es el ex poeta satírico», como resume con agudeza Claudio Guillén) para fundirlo en una obra nueva, distinta de las anteriores, que no obedece solo a impulsos circunstanciales, que se vincula e involucra explícitamente con la experiencia real del poeta y de sus destinatarios: «L’Ariosto garantisce la referenzialità di io identificando in partenza tu con persone concrete» (Cesare Segre). La vieja polaridad entre la sátira y la epístola (y que afectaba de un modo u otro a especies limítrofes ya consolidadas por la terza rima, como las elegías o los capitoli) se convierte en identidad.

Esa mezcla había de ser muy fértil en la literatura europea, pero pocas veces se dio en una combinación tan armónica. El equilibrio de Ariosto se malogró en otras manos, y los poetas posteriores cayeron, por lo general, de uno de los lados, o el de la sátira intrascendente, que dio lugar a variadas muestras de comicidad, o el de un moralismo pacato y apócrifo, que ofrecía un ideal de vida (o una vida ideal) aprendido de los antiguos, pero que casi nunca trepidaba con la experiencia real de un hombre. Además, la tradición literaria conocía muy bien esa doble impostura: la burla de vicios y costumbres cuya perpetuación se confiaba a una risotada meramente folclórica, o la alabanza hipócrita de virtudes que no se practicaban y decisiones que no se tomaban. En ese contexto, la agridulce y voluntariosa moralidad de Ariosto nos interesa porque no surge de la doctrina, sino de la vida: es ejemplar porque es confesional y autobiográfica. Sin ese deseo de confidencia a un amigo —claro está que en el cabemos todos y que el diálogo empieza estableciéndose con uno mismo— no se entiende, por ejemplo, el humor descarado de algunos pasajes, que debería sorprendernos menos, a la luz de la historia, que la descarnada sinceridad de muchos otros en los que el autor reclama su libertad como artista y su independencia como hombre.

A partir de 1525, Ariosto no escribió, que sepamos, más sátiras. Había pasado tres años como gobernador de un territorio ingobernable y decidió volver a Ferrara. Allí se puso a la tarea, nunca desdeñada, de «fare qualche cosetta» con su Furioso (añadió seis cantos en la edición definitiva de 1532) y ajustar algunas cuentas personales (por ejemplo, formalizó en secreto su viejo amor por Alessandra Benucci). También allí, en la «contrada Mirasole», compró una casa que tardó en rehabilitar, pero conservó en su fachada una inscripción latina cuyas primeras palabras han alcanzado celebridad: Parva, sed apta mihi. Todo lector de las Sátiras caerá en la cuenta de que esa inscripción en la sobria casa de quien había escrito el Orlando furioso (aquel libro colosal definido por Galileo como «una galleria regia», un «tondo edificio» y un «palazzo» de maravilla) vale también como lema idóneo de esta breve colección de versos: ‘Pequeña, pero buena para mí’.

J. M. M. J.

 

 


 SÁTIRAS

 

 

 


 SÁTIRA PRIMERA[2]

A MICER ALESSANDRO ARIOSTO Y A MICER LUDOVICO DA BAGNO

 

 

Quiero que me digáis, compadre Bagno

 

y Alessandro fraterno, si en la corte

 

se acuerdan todavía de mis cosas;

 

si aún me acusa el señor, si algún amigo

 

me defiende diciendo por qué causa

 

han ido los demás, y yo me quedo;

 

o tan expertos sois en la lisonja

 

(el arte más usado entre nosotros),

 

que encima le ayudáis a maldecirme.

 

Necio del que a su amo contradice,

 

aunque afirme que ha visto a pleno día

 

mil estrellas y el sol a medianoche.

 

Ya decida alabar o ya burlarse,

 

se oye al instante el coro de las voces

 

armoniosas de cuantos lo rodean;

 

y el que por cortedad no se decide

 

a abrir la boca, aplaude con el rostro

 

y parece decir: «Estoy de acuerdo».

 

Criticarme podéis por otras cosas,

 

pero alabadme al menos por decirlo

 

a cara descubierta y sin engaño.

 

Ya he dado mil razones verdaderas,

 

y cada una de ellas bastaría

 

para justificar por qué me quedo.

 

Ante todo la vida, que no hay nada

 

mejor, y no la quiero yo más corta

 

de lo que el cielo o la Fortuna quieran.

 

En esta enfermedad que siento, un leve

 

empeoramiento acabará matándome,

 

si Valentino y Póstumo[3] no yerran.

 

Y, aparte su opinión, yo sé mis males

 

mejor que los demás, y diferencio

 

el remedio eficaz del que me daña.

 

Sé que a mi natural no le convienen

 

inviernos fríos, y es que allá en el polo

 

los tenéis más intensos que en Italia.

 

Y no me dañaría solo el frío:

 

el calor de la estufa[4] es tan nocivo,

 

que de él me aparto como de la peste;

 

y ahí todo el invierno hay que pasarlo

 

en el mismo lugar: se come, juega,

 

se duerme… y lo demás también se hace.

 

¿Y cómo va a aspirar quien de ahí salga

 

el aire atormentado por el soplo

 

de los montes Rifeos[5] que lo cercan?

 

Con el vapor que sube del estómago,

 

aturde la cabeza y baja al pecho,

 

sin duda me ahogaría cualquier noche.

 

Y el vino humoso[6], que es como un veneno

 

para mí, ahí se engulle en cada brindis:

 

sería un sacrilegio rebajarlo.

 

Todos los alimentos se aderezan

 

con pimienta, canela y mil aromas

 

que el doctor, por nocivos, me prohíbe.

 

Diréis que yo podría, junto al fuego

 

de algún hogar, tener un reservado

 

que no oliese a sobacos, pies ni eructos;

 

y que me adobarían las viandas

 

como quisiese yo, y que a mi gusto

 

podría aguarme el vino, o no beberlo.

 

¿Y estaríais vosotros siempre juntos,

 

y yo mañana y noche allá en mi celda

 

y a la mesa más solo que un cartujo?

 

Sería necesario comprar ollas,

 

vajillas y cubiertos y aun dotarme

 

de los enseres propios de una novia.

 

Si se aviniese a cocinarme aparte

 

el maestro Pasino[7] una o dos veces,

 

a la cuarta pondrá cara de perro.

 

Si quiero algún manjar de los que compra

 

Francesco de Siver[8] para la casa,

 

podré en cualquier momento conseguirlo.

 

Si digo al contador: «Cómprame esto,

 

que no enardece el húmedo cerebro;

 

esto no, que el catarro sutiliza[9]»,

 

por una vez o dos que me obedezca,

 

muchas más veces dejará de hacerlo,

 

temiendo que su gasto no se apruebe.

 

Yo me limito al pan, por eso ruge

 

la cólera, y así, a las dos palabras

 

mis amigos y yo nos peleamos.

 

Me diríais también: «Haz que tu mozo

 

se ocupe de comprar lo que requieras;

 

come tu pollo en tu espetón asado».

 

Yo, por mi mal servicio, no he podido

 

sacar del Cardenal tanto provecho

 

para hacer de su corte una hostería.

 

Gracias, Apolo; muchas gracias, santo

 

colegio de las Musas: lo que os debo

 

no alcanza para hacerme ni un manteo.

 

«Oh, si el señor te ha dado…»[10]. Lo concedo,

 

bastante para hacerme algunos mantos,

 

mas dudo que haya sido por vosotros.

 

Él ya lo ha dicho; y yo quiero que sepan

 

unos y otros que a mi antojo puedo

 

mis versos facturar al Culiseo.

 

No quiere que las loas que le escribo

 

tengan derecho a recompensa alguna,

 

pero sí la hay por ir de posta en posta.

 

Da a quien lo sigue al Barco[11] o a la villa,

 

lo viste o lo desnuda, a quien de noche

 

refresca el jarro para la hora nona[12]

 

o vela hasta que empieza el bergamasco 103

 

a forjar clavos[13], tanto, que a menudo

 

con la lumbre en la mano cae dormido.

 

Si mis versos le rinden alabanzas,

 

dice que lo hago por pasar el tiempo;

 

más grato fuera estar siempre a su lado.

 

Si en la cancillería de Milán

 

gracias a él soy socio de Costabili

 

y tengo el tercio de cualquier negocio[14],

 

es por las veces que espoleo, pico,

 

cambio bestias y bridas, cruzo montes

 

y barrancos burlando de la muerte.

 

Hazme caso, Marón[15]: si esperas fruto,

 

da a un retrete tus versos y la lira

 

y aprende un arte más reconocido.

 

Pero advierte que en cuanto lo consigas,

 

tu amada libertad habrás perdido

 

como si la jugases a los dados;

 

y que ya nunca más, aunque llegaseis

 

tú y él a la canosa edad de Néstor[16],

 

podrás modificar tu situación.

 

Y cuando intentes deshacer tal nudo,

 

confórmate si él, con paz y amor,

 

quiere recuperar lo que te ha dado.

 

A mí, que me he empeñado en no seguirlo

 

a ver Agria ni Buda[17], no me importa

 

que quiera recobrar lo que fue suyo

 

(aunque me corte las mejores plumas

 

que he ganado en la muda), sino verme

 

fuera de su merced y de su afecto,

 

y que sin fe ni amor diga mi nombre,

 

demostrando con gestos y palabras

 

que merece su odio y su desprecio.

 

Y por esta razón he decidido

 

no comparecer más en su presencia,

 

desde el día en que fui a excusarme en vano.

 

Si a tu progenie soy tan poco grato[18],

 

Ruggiero, si de nada me ha servido

 

cantar tu gran valor, tus grandes gestas,

 

¿qué voy a hacer ahí, si yo no sirvo

 

para trinchar perdices en el aire

 

ni poner lazo a gavilán ni a perro?

 

Jamás he hecho esas cosas ni sé hacerlas:

 

ya estoy mayor para adaptarme ahora

 

a quitar o poner botas y espuelas.

 

No aprecio las viandas y no valgo

 

para trinchante: debo ser del tiempo

 

en que el hombre vivía de bellotas.

 

No pretendo las cuentas de Gismondo[19];

 

ya no iré más a Roma a toda prisa

 

para aplacar la ira de Segundo[20];

 

y si hubiese que hacerlo, es mal momento,

 

pues con la enfermedad que cogí entonces

 

no conviene correr por los caminos.

 

Si ha de hacer tales cosas el que tiene

 

sed de oro y estar siempre a su lado

 

como hace el Boyero con la Osa[21],

 

antes quiero quietud que enriquecerme

 

o dedicarme tanto a otros encargos,

 

que el Lete[22] acabe por hundir mi estudio.

 

Aunque no puede dar sustento al cuerpo,

 

lo da a la mente con tan noble cebo,

 

que merece cultivo sin descanso.

 

Hace que sienta menos la pobreza;

 

que no desee la riqueza tanto

 

que mi libertad deje por buscarla;

 

que no ambicione cosas imposibles,

 

que el desprecio o la envidia no me coman

 

si el señor llama a Celio o a Marón[23],

 

pues no espero, en las noches de verano,

 

cenar con el señor para ser visto:

 

no me deslumbran esas vanidades;

 

yo voy solo y a pie donde me lleva

 

mi deseo, y si quiero ir a caballo

 

le amarro las alforjas a la grupa.

 

Me parece que hay menos culpa en esto

 

que en tener que pagar si le encomiendo

 

al príncipe la causa de un vasallo,

 

o en litigar pidiendo beneficios

 

sin razón y que vengan los vicarios

 

rogando y ofreciendo donaciones.

 

Hace que quiera levantar al cielo

 

las manos por vivir tranquilo en casa,

 

ya sea entre villanos o burgueses;

 

y que, sin otras artes, con los bienes

 

paternos, sin vergüenza de mi gente,

 

puedo pasar la vida que me queda.

 

Pero para que no digas que debo

 

darte cinco monedas que no tengo[24],

 

regresaré al principio de mi fábula.

 

Para quedarme tengo mis razones:

 

la primera ya está; para las otras

 

ni una hoja ni dos serán bastante.

 

Diré solo una más: no debería

 

tolerar que mi casa y mi familia,

 

al quedar sin sostén, se arruinasen.

 

De cinco hermanos, Carlo vive donde

 

los turcos capturaron a Cleandro,

 

y allí tiene intención de estar un tiempo;

 

Galasso intenta en la ciudad de Evandro

 

ponerse sobre el manto algún manteo;

 

tú, Alessandro, te has ido con el amo.

 

Queda Gabriel, pero ¿qué quieres que haga,

 

si su mala fortuna, siendo niño,

 

de pies y manos lo dejó impedido?;

 

nunca ha estado en la plaza ni en la corte,

 

que es asunto crucial para quien debe

 

cuidarse del gobierno de una casa.

 

Pronto se casará la quinta hermana:

 

aún está en casa y es tarea nuestra

 

entregarle la dote conveniente[25].

 

La edad de nuestra madre[26] me atraviesa

 

el corazón; resultaría infame

 

que todos la dejásemos de golpe.

 

Soy el mayor de diez, me siento viejo

 

a los cuarenta y cuatro[27], y hace tiempo

 

que he de esconder la calva en el bonete.

 

Paso la vida lo mejor que puedo,

 

pero tú, que tardaste dieciocho

 

años más en querer salir del vientre,

 

vuelve con alemanes y con húngaros

 

a zaga del señor con sol y frío,

 

sírvele por los dos, purga mis faltas.

 

Si quiere que le sirva (sin sacarme

 

del corrillo) con pluma y con tintero,

 

puedes decir: «Señor, mi hermano es vuestro».

 

Yo, desde aquí, con cristalina trompa

 

haré su nombre resonar más alto

 

de lo que se elevó paloma alguna.

 

A Filo llegaría, a Cento, a Ariano,

 

a Caito[28], pero nunca hasta el Danubio,

 

que no tengo los pies para tal salto.

 

Pero si a mi telar volver pudiesen

 

los quince años en que le he servido,

 

no dudaría en vadear la Tana[29].

 

Si piensa que por darme al cuatrimestre

 

mis veinticinco escudos (tan inciertos

 

que muchas veces se me han discutido)

 

me puede encadenar como a un esclavo,

 

obligarme a que sude, a que tirite,

 

muera o enferme sin respeto alguno,

 

no le dejéis creerlo por más tiempo,

 

y decidle que antes que ser siervo

 

llevaré con paciencia la pobreza.

 

Hubo una vez un asno[30], todo huesos

 

y nervios, tan delgado, que entró un día

 

por una grieta a un almacén de grano;

 

tanto llegó a comer, que la barriga

 

se le llenó como un tonel enorme

 

(aunque no fue de golpe)[31] hasta saciarlo.

 

Temiendo que los huesos le molieran,

 

quiso salir de donde había entrado,

 

pero ya no cabía por el hueco.

 

Mientras pugnaba por huir en vano

 

le dijo un ratoncillo: «Compañero,

 

para salir has de vaciar la tripa:

 

ahora es necesario que vomites

 

lo que has tragado para enflaquecerte;

 

no hay otro modo de pasar la grieta».

 

Digo, en fin, que si el sacro cardenal

 

cree haberme comprado con sus dones,

 

no me aflige tener que devolvérselos

 

y recobrar mi libertad primera.

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