sábado, 13 de noviembre de 2021

CRISTINA PERI ROSSI. LA NAVE DE LOS LOCOS. NOVELA. FRAGMENTO.

 


             

La nave de los locos es la culminación de la trayectoria narrativa de Cristina Peri Rossi. Al hilo del tapiz medieval de la Creación, sucesivas estampas engarzadas configuran un itinerario hacia ese sustrato último de la condición humana cuyo desvelamiento ha sido siempre don y privilegio de la autora. Ya sea en un transatlántico que cifra las mitologías y rituales del viaje, ya en la visión insólita de la infancia bajo la lluvia en un parque, ya en la pantomima lésbica de doble fondo entre una posible Marlene Dietrich y una posible Dolores del Río, La nave de los locos, a la vez que indaga en las estructuras tradicionales de la novela para abrir su propia zona de exploración, revela la secreta vulnerabilidad del ser humano y postula las áreas que en cada persona escapan a las aduanas de la racionalidad común o de la convención social\ para abrirse al espacio límpido de la libertad, es decir, de la verdadera poesía.

 

 


 

Cristina Peri Rossi

  La nave de los locos

 

 

 


 

La vida es un viaje experimental hecho involuntariamente.

Fernando Pessoa

El matrimonio de la razón y la pesadilla que dominó el siglo XX
 ha engendrado un mundo cada vez más ambiguo
.

J. G. Ballard

Nada nos destruye más certeramente que el silencio de otro ser humano.

George Steiner


EQUIS: EL VIAJE, I

En el sueño, recibía una orden. «La ciudad a la que llegues, descríbela». Obediente, pregunté: «¿Cómo debo distinguir lo significante de lo insignificante?».

Luego, me encontraba en un campo, separando el grano de la paja. Bajo el cielo gris y las nubes lilas, la operación era sencilla aunque trabajosa. El tiempo no existía: era una continuidad de piedra. Trabajaba en silencio, hasta que ella apareció. Inclinada sobre el campo, tuvo piedad de una hierba y yo, por complacerla, la mezclé con el grano. Luego, hizo lo mismo con una piedra. Más tarde, suplicó por un ratón. Cuando se fue, quedé confuso. La paja me parecía más bella y los granos, torvos. La duda me ganó.

Desistí de mi trabajo. Desde entonces, la paja y el grano están mezclados. Bajo el cielo gris el horizonte es una mancha, y la voz ya no responde.


 EQUIS: EL VIAJE, II

  «EY no angustiarás al extranjero: pues vosotros sabéis cómo se halla el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto».

(La Biblia, Éxodo 23, 9).

Extranjero. Ex. Extrañamiento. Fuera de las entrañas de la tierra. Desentrañado: vuelto a parir. No angustiarás al extranjero. Pues. Vosotros. Vosotros. Vosotros. Los que no lo sois. Sabéis. Vosotros sabéis. Nosotros empezamos a saber. Cómo se halla. Cómo. El alma del extranjero. Del extraño. Del introducido. Del intruso. Del huido. Del vagabundo. Del errante. ¿Alguien lo sabía? ¿Alguien, acaso, sabía cómo se encontraba el alma del extranjero? ¿El alma del extranjero estaba dolorida? ¿Estaba resentida? ¿Tenía alma el extranjero? Ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.

La sirena del barco había comenzado a aullar exactamente en el verso número dieciocho del canto VI de La Iliada. «¡Magnánimo Tídida! ¿Por qué me preguntas sobre el abolengo?». Era Glauco a punto de enfrentarse con Diomedes. Sirenas: doncellas fabulosas que moraban en una isla, entre la de Circe y el escollo de Escila, y que con su dulce voz encantaban a los navegantes. Lo recordó porque era el quinto día de navegación y la segunda escala; la Bella Pasajera se acercó hasta él, ya con el ronroneo de la gata blanca cansada de mar, y por decir algo, le preguntó:

—¿Qué está leyendo?

Existían otras traducciones, informó, solicito. En las otras, Glauco decía: «¿Por qué me interrogas sobre mis antepasados?». Y las sirenas, no eran las mismas, tampoco. Salvatore Quasimodo había iniciado una nueva traducción de los primeros cantos de La Iliada: no terminó la obra, pero allí estaban, cuatro bellos cantos. ¿Dónde eran que estaban? Ah, sí, en la bodega del barco, empaquetados, varios cientos de millas de mar en alguna dirección, este u oeste, norte o sur. Nunca fue ducho en geografía ni en océanos.

¿De veras es la primera vez que viaja? —le había preguntado la Bella Pasajera, al quinto día de navegación. Ojos verdes y ancho mar. Caderas semovientes, amplios costillares. El mar se bamboleaba, como el agua de un vaso. O era el barco El barco era el vaso y moviéndose en altamar. O baja. ¿Quién lo sabía?

—De veras —contestó él— Es la primera vez que viajo. Ahora tendría que ponerse a dar explicaciones.

—En cambio —le dijo, tratando de salvarse de algo: del pasado, del futuro, de otras preguntas, de la incertidumbre— he leído todos los viajes posibles en los libros.

Ella guardó silencio, pero lo miró con curiosidad. Con una curiosidad tan atenta, tan incitante, que él se sintió inquieto.

—Hasta podría decirle —agregó con una petulancia que sólo la timidez podía justificar— que este viaje ya lo leí más de cinco veces.

El viaje leído: los pasillos estrechos del barco, pintados de ocre, tan semejantes a las galerías de los hospitales; el olor a mar; las cabinas de pasajeros con sus números pintados en las puertas, como habitaciones de enfermos; el bar de la clase turística con sus taburetes rojos de cuero y los focos de luz naranja, el podio para la pequeña orquesta que siempre desafinaba las mismas melodías. Una música vieja y nostálgica, sin lugar de origen, apropiada para cualquier edad, para cualquier viajero, para todo estado de ánimo. Polvo de estrellas, Algo para recordar, Vámonos a Cuba, Siboney y Bahía. Quizás éstos introducirían alguna novedad, quizá podían ejecutar, en el sentido literal del término, Diamantes para ti, Dominó y Michele.

El viaje leído: la Bella Pasajera, paseando por la borda su languidez vestida de verde, su falsa curiosidad que conducía, inevitablemente, al camarote oscuro; bailando, a la noche, con la gracia medida y la incitación justa un lento bolero de Los Panchos, prolongando los pasos como las «o» de «amooooor» y moviendo las caderas (el golpe preciso, como un bamboleo de mar) en una rumba que sólo sobre él tuvo un efecto depresivo: creyó estar viajando en el tiempo hacia atrás, no en un barco en el espacio.

El viaje leído: a la hora del desayuno, los pasillos que conducían al comedor repleto, gente apoyándose en las barandas, con caras de mal dormidos, porque anoche el mar estuvo picado y usted vio cómo se movía hasta el espejo, se desparramaron las cosas del bolso y no pude encontrar las pastillas para el mareo. Y a la hora de las comidas, la avidez mal disimulada de los viajeros, que quieren aprovechar bien el precio del billete y miran con ilusión una carta donde el menú siempre se repite, a la espera del postre insólito o el champagne que nunca llega.

El viaje leído: el baile nocturno en la pista que se prolonga hasta el amanecer, los oficiales dirigiendo sus miradas profesionales hacia las piernas y tobillos, hacia los muslos y caderas, mientras lentamente encienden un cigarrillo americano y repiten que el barco es una réplica, una maqueta del otro mundo (ése que está ausente durante quince días de navegación); una réplica mezquina, como todas las reproducciones a escala, pero igualmente regido por leyes, igualmente centrado en la cacería; con sus autoridades, sus clases sociales y su mercado. Ahora la orquesta ataca, ataca y ejecuta El tercer hombre, hay un modesto y bienintencionado juego de luces sobre la pista para iluminar al saxofonista, soliloquio de saxofón, sexo y ron, luz amarilla sobre las manos regordetas con un leve vello azul, algunas parejas se mueven morosas y lentas, el mareo del mar y del alcohol, de la incertidumbre, del agua, de los vínculos breves y fugitivos, el barco tiene algo de ghetto, algo de cárcel y la Bella Pasajera baila sola en el centro de la pista, no quiere pareja, por el momento, él acaba de pedir otro whisky y la mira, bajo las guirnaldas de papel y los farolitos chinos que le traen reminiscencias de su infancia, las guirnaldas que cuando la luz de salón se apaga quedan colgando, trofeos sin valor, testimonios tristes, luciérnagas moribundas[1].

La noche no circula libremente arriba del barco; tiene sus normas, su código, sus ritos que cumplir. Después de las doce, camareros poco amables (desprecian a los viajeros de clase turística, que no dejan propinas y siempre tienen hambre) depositarán sobre la larga mesa blanca del salón las fuentes con pizza; los agitados bailarines se lanzarán sobre los platos como exiliados hambrientos. No angustiarás al extranjero: pues vosotros. La pista queda vacía, con sus guirnaldas colgando: todos se concentran alrededor de la mesa y la salsa roja chorrea sobre el mantel. Sólo la Bella Pasajera no corre en dirección a los platos. Lo mira, inquisidoramente, desde lejos, y él recibe la mirada como un signo, la luz de altamar, el faro verde encendido en la noche que guía a los viajeros. Él siente que dentro del viaje, hay otro viaje.

Un marinero coloca el cartel de Actividades con el programa para mañana, sábado. A las siete: misa matutina. ¿Quién va a la misa de mar? La pareja de ancianos del camarote A 26, probablemente. Una vieja desdentada y su marido enfermo. Le tocó compartir la mesa con ellos, dos veces. Él se queja del estómago y casi todo lo que come le hace mal. Ella sonríe comprensivamente, mira a su alrededor, explica al resto de los viajeros (indiferentes, sumidos en sus propios platos):

—Es el mareo, ¿saben? Le hace mal el movimiento del mar.

¿Lo lleva a morir a su tierra? ¿Va a morir al pueblo donde nació? Tiene el rostro amarillo, ojeras verdes y no habla casi nunca. La vieja mastica lentamente, picotea el plato; sin prisa, sin ansiedad, termina siempre toda su comida, aunque sea la última en levantarse de la mesa, cuando ya el camarero la mira con impaciencia. Como un pájaro gris, la vieja devora todo lo que ponen ante ella. Él no puede. El viejo mira la comida y su rostro adquiere un tono ceroso de maniquí. «Come, come, hombre», insiste la vieja. Y la salsa de los fideos, roja, parece más agresiva, más insana que nunca. Hasta que él se cansó de ver el mismo espectáculo y le dijo, mientras los demás limpiaban el fondo del plato con un trozo de pan:

—Llévelo al médico de a bordo y pídale un menú especial.

La vieja lo miró con sorpresa. Después, contemplo al viejo como si por primera vez considerara seriamente la posibilidad de que estuviera enfermo, y eso tuera algo ofensivo, desvalorizador; algo que no tenía que ver estrictamente con el viejo, y que cambiaba el orden que ellos dos habían establecido. Luego volvió los ojos hacia el plato, lleno de una salsa roja humeante y salpicada de pimienta, pareció lamentar el desperdicio, y le dijo:

—No. Es el mar. Es el mar. Es el mareo del mar.

Él pensó con disgusto en un funeral a bordo.

De diez a doce, actividades varias. En la sala turística, los sillones tapizados de cuero marrón están ocupados por gente madura que dormita, de espaldas al mar. Dormitan con las cabezas echadas y las piernas abiertas, como muñecos desvencijados. En algunas mesas bajas se juega al dominó y a las cartas. Hay una sala de lectura vacía. Recorrió los estantes, el primer día, con cierta curiosidad; eran estantes de madera oscura, barnizada, cubiertos con vidrios, para que un movimiento brusco del barco no los arrojara al suelo. En la sala no había nadie, ni encontraría a alguien, en los días siguientes. Una hoja pegada a la pared indicaba las instrucciones a seguir en el caso —remoto— de que a un pasajero se le ocurriera leer un libro. Diríjase a un oficial de a bordo, cite su número de pasaporte y el título del libro que desea leer. Contra resguardo, le será entregado el volumen. «Historias de santos». «Robín Hood». «Manual de horticultura». «María». «Las pirámides de Egipto». «Las aventuras de un bergantín». «Los novios». «Hamlet». La sala tenía algo de íntimo y recogido; permaneció allí bastante tiempo. Había una mesa larga y ovalada, de madera oscura, con tres lámparas de melamina verde que proyectaban, sobre las elipses descritas en la superficie, una luz clara y agradable. Las paredes estaban cubiertas por láminas de barcos; había una fragata del siglo XVI, con sus vergas amarillas y sus velas desplegadas; un bergantín francés, una nave de dos puentes y sesenta cañones y una carabela del siglo XV, con una gran cruz roja de emblema. Aunque estaba vacía, le pareció una sala muy adecuada para leer, mientras el mar rumoroso acecha, para fumar una pipa y escribir un libro, un libro de largas travesías que empiezan incesantemente, sin terminar nunca. Había, además, planos de las cabinas y de los diferentes niveles del barco en que viajaban.

El viaje leído: nunca quiso viajar.

El sol ilumina o no la cubierta —lisa como una rampa— y siempre hay gente de la tripulación pintando un trozo de barco, con esmero, emparejando el color. Como esos artefactos de madera que en la Edad Media se usaban para asaltar las fortalezas; él tenía la sensación de que el barco era una mole de madera sobre un pedestal, que avanzaba lenta y pesadamente a través de las aguas que se abrían en abanico a su paso.

El viaje leído: la orquesta tocaba los últimos compases de Mi tonto corazón y él acababa de arrojar el cigarrillo al suelo, cuando la Bella Pasajera se acercó, y mirándolo tranquilamente con sus grandes ojos verdes, le dijo:

—Lo desafío a una partida de ajedrez.

Él, manso, la siguió hasta la sala de juegos, que a esa hora de la noche, estaba vacía. Iba detrás, y el movimiento de sus caderas, felino, lo arrastraba como un olor.

Se sentaron frente a una cómoda mesita de tapete verde; al costado, por la ventana, el mar, espeso y negro, no se veía. Ella distribuyó las fichas con soltura. «He perdido», pensó él, enseguida. Todavía no había dispuesto las piezas en el tablero, pero ya no tenía posibilidades de triunfo. Con un sentimiento íntimo de derrota, colocó la hilera de desventurados peones que pronto iban a desertar. Ella tenía unos alfiles delicados, unos bronceados caballas que se movían con seguridad e inteligencia sobre el tablero. «Perderé», pensó. «Ya he perdido».

Entró un oficial con su uniforme blanco y se quedó mirando la partida; el oficial miraba a la mujer que miraba el tablero y las manos largas, finas y delicadas de la jugadora operaban con suma precisión; como un cirujano corta, abre la piel de un solo movimiento, ella hundía el alfil en la casilla vacía y extirpaba el peligro, avanzando, siempre avanzando. «Perderás. Ya has perdido. En el otro lado del juego ya has perdido», le pareció que le decía la mirada inteligente del oficial.

Realizó otro movimiento desconcertado, un movimiento de dama que sólo tenía una virtud disuasoria, y se quedó esperando. Vio cómo los ojos del oficial distinguían a la Bella Pasajera con una mirada apreciativa, que tenía en cuenta sus cabellos bien cortados y espesos, los hombros anchos, la espalda bronceada, las piernas firmes y las manos finas, al mismo tiempo que el brillo de la mirada y el estructurado juego de caballos.

Doblegó su rey antes de que el jaque fuera definitivo.

Al salir, el oficial la invitó a beber una copa, pero ella rechazó la invitación y lo cogió del brazo.

—¿De modo que es la primera vez que viajas? —le dijo, como si reiniciara una vieja conversación, y ahora estuviera dispuesta a seguirla en el camarote.

Cuando ella cerró la puerta y comenzó a quitarse el vestido, sin haberse despojado antes de los zapatos, él pensó que eso también ya lo había leído.

jueves, 11 de noviembre de 2021

PEDRO JOSÉ POSADA GÓMEZ. LÓGICA DIALÉCTICA Y RETÓRICA (EN ARISTÓTELES Y LAS TEORÍAS DE LA ARGUMENTACIÓN)

 




LÓGICA DIALÉCTICA Y RETÓRICA

(EN ARISTÓTELES Y LAS TEORÍAS DE LA ARGUMENTACIÓN)

PEDRO JOSÉ POSADA GÓMEZ

Colección Ciencias Sociales

Universidad del Valle

Programa Editorial

Título: Lógica, dialéctica y retórica (en Aristóteles y las teorías de la argumentación)

Autores: Pedro José Posada Gómez

Colección: Ciencias Sociales

Primera edición

Rector de la Universidad del Valle: Iván Enrique Ramos Calderón

Vicerrectora de Investigaciones: Angela María Franco Calderón

Director del Programa Editorial: Francisco Ramírez Potes

© Universidad del Valle

© Pedro José Posada Gómez

Diagramación y corrección de estilo: G&G Editores - Cali. Tel.: 371 25 62

Universidad del Valle

Ciudad Universitaria, Meléndez

A.A. 025360

Cali, Colombia

Teléfono: (+57) (2) 321 2227 - Telefax: (+57) (2) 330 88 77

editorial(S?uni valle. edu. co

Cali, Colombia - Agosto de 2015

AGRADECIMIENTOS

Al profesor Adolfo León Gómez, PhD. (Universidad del Valle), quien

discutió conmigo los borradores de este trabajo y me recomendó abundante

bibliografía.

CONTENIDO

Presentación 11

I. Dialéctica, Lógica y Retórica en Aristóteles 19

1. El concepto de ‘razonamiento’ en los Tópicos

y en las Refutaciones sofísticas 21

2. La concepción aristotélica de la lógica y sus relaciones

con la dialéctica 53

2.1. El orden cronológico de los libros del Órganon 53

2.2. Algunas pesquisas terminológicas 57

2.3. La versión aristotélica de la lógica 60

2.3.1. El carácter ontológico de la lógica aristotélica 64

2.3.2. La noción aristotélica de la verdad 66

2.4. La lógica en los Analíticos 68

2.5. Los primeros principios del razonamiento y de la demostración 70

2.6. Los vínculos entre Dialéctica y Analítica 77

2.7. Consideraciones finales sobre la lógica aristotélica

(la diferencia entre el silogismo válido y el demostrativo) 80

3. La retórica como antistrofa de la dialéctica 85

3.1. Sobre los inicios de la reflexión sobre la Retórica hasta Platón 85

3. 2. La Retórica de Aristóteles 100

II. La influencia del canon aristotélico en las teorías

de la argumentación (Perelman, Toulmin, Van Eemeren,

Habermas) 125

4. Valoración del canon aristotélico en la obra

de Perelman-Olbrechts 127

4.1. Nueva Retórica como continuación crítica de la tradición

aristotélica de la retórica y la dialéctica 128

4.2. Una postura crítica frente al racionalismo moderno

(desde Descartes hasta el positivismo lógico) apoyado en

el modelo analítico deductivo de la razón y el razonamiento 131

4.3. Las “pruebas retóricas” y las “pruebas analíticas” 134

4.4. Diferencias entre la argumentación en el lenguaje cotidiano

y la demostración en un sistema lógico 135

4.5. Algunas observaciones generales sobre la relación de la N ueva

Retórica con la lógica, la dialéctica y la retórica aristotélicas 141

5. S. E. Toulmin frente a la lógica formal 157

5.1. El objetivo de The uses o f argument 158

5.2. Toulmin frente a Aristóteles y a la lógica formal 162

5.3. La forma de los argumentos (El esquema de Toulmin) 175

5.4. Críticas al esquema de Toulmin 182

6. El modelo pragma-dialéctico de análisis de la argumentación 191

6.1. Orígenes, desarrollo y presupuestos teóricos

de la pragma-dialéctica 191

6.2. Sinopsis general del modelo pragma-dialéctico para

el análisis de la argumentación 200

6. 2. 1. Un punto de partida dialéctico: Puntos de vista

y diferencias de opinión 200

6.2.2. Argumentación y actos de habla 202

6.2.3. El óptimo pragmático y el mínimo lógico 209

6.3. Dialéctica, lógica y retórica en la teoría pragma-dialéctica 223

7. Teoría de la argumentación como acción comunicativa

(Habermas) 237

7.1. La argumentación como un tipo especial de acción

comunicativa 237

7.2. Los aspectos lógicos, dialécticos y retóricos del habla

argumentativa 250

7.3. Un modelo para la argumentación en el discurso

de la racionalidad práctica 259

7.4. Conclusiones provisionales sobre la propuesta de Habermas 267

8. Conclusiones 273

9. Bibliografía 291

PRESENTACIÓN

Después de más de medio siglo de su surgimiento, la teoría de la argumentación

se ha constituido en un sólido campo de investigación, enmarcable

en el llamado giro lingüístico y pragmático de la filosofía del lenguaje.

Desde la teoría de la acción comunicativa, Habermas ha planteado un reto

a los teóricos de la argumentación: el de dar cuenta de los aspectos lógicos,

dialécticos y retóricos del habla argumentativa. El trabajo que aquí se presenta

surgió como un intento de sopesar la viabilidad y pertinencia de esa

idea habermasiana.

Para ese propósito, se dividió el trabajo en dos partes. En la primera se

hace un repaso de las nociones aristotélicas de dialéctica, lógica y retórica,

y de sus posibles conexiones; en la segunda se analiza la influencia de las

tres disciplinas aristotélicas en cuatro teorías de la argumentación, las elaboradas

por Perelman-Olbrechts, S. E. Toulmin, F. van Eemeren y la del

mismo Habermas.

I. La revisión de los textos de A ristóteles estuvo guiada por un hecho ya

establecido y aceptado por los estudiosos: la prioridad de la Tópica sobre

la Analítica. Es decir, el reconocimiento de que la teoría dialéctica aristotélica

es anterior y fundadora de su teoría lógica. Este dato, ya señalado por

Pierre Aubenque, me permitió encontrar en los Tópicos y las Refutaciones

sofísticas, no solo los elementos de la dialéctica aristotélica sino también la

noción clave de su lógica analítica: el silogismo demostrativo (y la noción

correlativa de argumento didáctico). Aún más, la clasificación de los tipos

de razonamiento en esta obra seminal del estagirita se convirtió en la guía

para vislumbrar las conexiones entre las tres disciplinas aristotélicas. Comparando

la lista de razonamientos (ouXXoytopó^ en los Tópicos 100a 25)

y la lista de argumentos (Xóyrov yévn en las Refutaciones sofísticas, 165b)

se tiene una correspondencia entre los razonamientos demostrativos y los

argumentos didácticos, por un lado, y entre los razonamientos dialécticos

y los argumentos dialécticos y críticos, por el otro. Tal distinción entre el

campo de la demostración y el del razonamiento de lo verosímil volverá a

aparecer en los Analíticos y en la Re tórica.

Y no es solo que la lógica aristotélica (es decir, su teoría sobre el silogismo

apodíctico y analítico) es una extensión o derivación de sus categorías

de “razonamiento demostrativo” y “argumento didáctico”, sino que la posterior

división de los razonamientos dialécticos en “ silogismos” y “comprobaciones”

(tradicionalmente llamados deducciones e inducciones) incluye

al razonamiento demostrativo como un caso de la argumentación dialéctica

y permite ver el enfoque dialéctico que Aristóteles le dio a su teoría analítica.

Aún más, los razonamientos silogísticos y comprobativos reaparecerán

como elementos integrantes de la retórica aristotélica.

Resumiendo:

1. El desarrollo de la teoría lógica aristotélica se deriva de su reflexión

sobre el diálogo y la dialéctica, como un caso especial de ella, aquel de

los razonamientos demostrativos y científicos, que parten de premisas

verdaderas y aplican las formas correctas de razonar.

2. Los argumentos dialécticos no se distinguen de los demostrativos por

su aspecto formal, sino por la calidad epistémica de sus premisas (el ser

verdaderas o el ser plausibles).

Este segundo aspecto es importante, pues parece ir en contra de una interpretación

(presente aún en la lectura que de Aristóteles hace Ch. Perelman)

que ve en la dialéctica aristotélica un enfoque opuesto y radicalmente

diferenciado de su lógica. La idea que se quiere resaltar aparece también en

esta observación con la que concluye Tricot su introducción a la traducción

francesa de los Tópicos.

En contra de la opinión de la mayoría de los intérpretes antiguos, la lógica de

lo probable (plausible) no sería ya un complemento de la lógica de lo necesario;

ella no sería una segunda lógica aplicable al dominio en el que la verdad

científica no sería alcanzable. Ella aparece más bien como una especie de

ejercicio preparatorio para la teoría de la demostración y de la ciencia, teoría

que, en la mente de Aristóteles, debería completar la dialéctica tradicional,

tal como Platón, los Sofistas y él mismo la habían practicado. (Tricot, 2004,

pp. 8-9)

Mi revisión de la lógica aristotélica permitió aclarar otros aspectos (además

de la génesis y el tratamiento dialécticos de la teoría analítica):

• Que para Aristóteles la lógica o analítica no es una ciencia, sino un

instrumento o propedéutica de la ciencia. Es decir, de la demostración

de los primeros principios de la ciencia que realiza el científico

ante su auditorio de aprendices. Primeros principios que son obtenidos

en el intercambio dialéctico.

• Que la “lógica”, “ analítica” o “apodíctica” aristotélica surge como

una ampliación o especificación del estudio del razonamiento iniciado

en los Tópicos; es decir, en la dialéctica aristotélica.

• Que Aristóteles mantiene una perspectiva dialéctica a lo largo de su

presentación del razonamiento analítico.

• Que cuando descubre el silogismo apodíctico, Aristóteles lo considera

como un instrumento aplicable a todo tipo de razonamiento, sea

este dialéctico, demostrativo o retórico.

El repaso de la lógica aristotélica permitió también constatar que Aristóteles

es menos formalista de lo que generalmente se ha entendido y que su

presentación de la lógica asume la forma de un sistema de reglas de inferencia

y no aquel de leyes o tautologías al que lo redujo Jean Lukasiewicz.

Esta primera parte concluye con la relectura de la Retórica aristotélica,

cuyo punto de partida es la conocida afirmación: “La retórica es una

antistrofa de la dialéctica, ya que ambas tratan de aquellas cuestiones que

permiten tener conocimientos en cierto modo comunes a todos y que no

pertenecen a ninguna ciencia determinada” (1354a 1-5).

El sentido de esta relación entre la dialéctica y la retórica se comprende

mejor a partir de la distinción de los tipos de “pruebas” que utiliza la retórica.

Después de su definición de la retórica como “ ...la facultad de teorizar

lo que es adecuado en cada caso para convencer” (1355b 25), Aristóteles

presenta los dos tipos de “pruebas por persuasión” (t c í o t s i^): las propias del

arte (s v t s x v o í ) y las ajenas al arte (axsxvoí):

Llamo ajenas al arte a cuantas no se obtienen por nosotros, sino que existían

de antemano, como los testigos, las confesiones bajo suplicio, los documentos

y otras semejantes; y propias del arte, las que pueden prepararse con

método y por nosotros mismos, de modo que las primeras hay que utilizarlas

y las segundas inventarlas (1355b 35).

El esfuerzo aristotélico por presentar una retórica filosófica (que se separe

del tratamiento de ella por los sofistas) le llevará a enfatizar la importancia

del componente lógico y dialéctico de la retórica, en sus tipos de pruebas

y en su tratamiento del tema.

Es ampliamente conocida la clasificación aristotélica de las pruebas por

persuasión que se obtienen mediante el discurso:

De entre las pruebas por persuasión, las que pueden obtenerse mediante el

discurso son de tres especies: unas residen en el talante del que habla, otras

en el disponer al oyente de alguna manera y, las últimas, en el discurso mismo,

merced a lo que éste demuestra o parece demostrar. (1356a)

Dice el filósofo que los tratadistas se han centrado o bien en las pruebas

ajenas al arte, o en las que se refieren al ^9o^ del orador y al ná9o^ del auditorio;

de allí su afán por destacar las pruebas basadas en el discurso mismo,

en el Xóyo^. La aplicación en la retórica de estas distinciones aristotélicas

ha dado lugar a innumerables debates. Me limito aquí a presentar una interpretación

que considero plausible para la tesis de que hay una conexión

sistemática entre la dialéctica, la lógica y la retórica aristotélicas.

Aristóteles describe el componente lógico de la retórica en analogía con

la dialéctica:

(...) en lo que toca a la demostración y la demostración aparente, de igual

manera que en la dialéctica se dan la inducción, el silogismo y el silogismo

aparente, aquí (en la retórica) acontece también de modo similar. En efecto,

por una parte, el ejemplo es una inducción; y, por otra parte, el entimema es

un silogismo; y, por otra parte, en fin, el entimema aparente es un silogismo

aparente. Llamo pues, entimema al silogismo retórico y ejemplo a la inducción

retórica. (1356b)

Mi conclusión en esta parte es que Aristóteles construye su versión de

la retórica teniendo como marco de referencia los tipos de razonamiento

que había estudiado en la dialéctica (Tópicos y Refutaciones sofísticas),

por lo cual su retórica no es opuesta al razonamiento dialéctico (y lógico)

sino que muestra un uso persuasivo de los razonamientos analizados en sus

obras previas. En este sentido, la retórica es homóloga de la dialéctica, un

“esqueje” de ella, y contiene un componente estrictamente racional en las

“pruebas” (tcíotsi^) propias del arte, que son los entimemas y ejemplos (los

primeros enfocados a la pretensión de validez universalizante del silogismo

y los segundos al uso retórico del caso particular).

II. En la segunda parte de este trabajo se presentan los elementos centrales

de cuatro teorías contemporáneas sobre la argumentación y, como ya

se dijo, en ella se analiza la influencia de las tres disciplinas aristotélicas en

la Nueva Retórica de Perelman-Olbrechts, en la teoría sobre la noción de

argumento de S. E. Toulmin, en la pragma-dialéctica o Nueva Dialéctica de

F. van Eemeren y Rob Grootendorst y en la teoría de la acción comunicativa

de J. Habermas. Se hace un resumen de las conclusiones de esta segunda

parte:

1. Perelman-Olbrechts presentan su teoría a partir de la distinción aristotélica

entre los razonamientos necesarios (demostrativos y analíticos) y

los razonamientos dialécticos (plausibles o verosímiles): “Nuestro análisis

se refiere a las pruebas que Aristóteles llama dialécticas, que examina

en los Tópicos y cuyo empleo muestra en la Retórica” (Perelman

y Olbrechts, 1958/1994, p. 35)1. Este énfasis en un elemento común a la

dialéctica y a la retórica aristotélicas explica que los autores consideren

que su teoría podría ser denominada tanto ‘Nueva R etórica’ como ‘Nueva

Dialéctica’.

Para Perelman-Olbrechts la noción de retórica ha estado ligada desde

sus inicios a la búsqueda de la adhesión, por lo que el concepto de auditorio

siempre ha sido central en ella: “Nuestro acercamiento (a la retórica)

pretende subrayar el hecho de que toda argumentación se desarrolla en

fu n c ió n de un auditorio” y agregan: “Dentro de este marco, el estudio de lo

opinable, en los Tópicos, podrá encontrar su lugar” (Perelman y Olbrechts,

1958/1994, p. 36). Así, partiendo de que tanto la retórica como la dialéctica

se ocupan de lo opinable, Perelman-Olbrechts consideran que la dialéctica

de los Tópicos puede quedar inserta en su Nueva Retórica.

El papel de la lógica y su valoración en la Nueva Retórica de Perelman-

Olbrechts, pasó por varias etapas: 1) una de oposición, que se puede ver en

el libro Logique et Rhétorique (1950), 2) otra de complementariedad, como

se expresa en algunos pasajes del Tratado (1958), y 3) una de inclusión de

la lógica en la retórica, como lo aclara L. Olbrechts-Tyteca en una nota al

pie del artículo de 1963: Rencontre avec la rhétorique: “Creo que, en este

momento, nuestras investigaciones tenderían más a hacer de la lógica una

parte de la retórica” (p. 17). Esto se entiende si se recuerda que en un primer

momento la Nueva Retórica se opone al intento de reducir el razonamiento

humano al cálculo lógico-matemático; en el segundo, la Nueva Retórica se

presenta como organón de la razón práctica, complementario del dominio

del pensamiento lógico formalizable; y en el tercer momento, la N ueva R e tórica

subsume al lenguaje lógico-formal como un caso especial suyo, aquel

en el cual la reducción de las diferencias y la estandarización del lenguaje y

las reglas de inferencia permiten el proceso lógico-deductivo.

A pesar de ello, la teoría de la argumentación de Perelman-Olbrechts

parece haberse desarrollado principalmente con la idea de oposición y complementariedad

entre análisis lógico y análisis argumentativo (o “retórico”).

1 Por el análisis previo se puede recordar que en los Tópicos y las Refutaciones también se analizan

los argumentos demostrativos y erísticos, y que ellos, además de los dialécticos, son empleados

en la lógica y la retórica de Aristóteles.

Como queda reflejado 1) en el hecho de que tanto en el Tratado (1958)

como en el Imperio (1978) casi todos los capítulos comienzan con la distinción

tajante entre esos dos tipos de ‘p ruebas’, 2) en la afirmación enfática

de que la Nueva Retórica abarca “ el campo inmenso del pensamiento no

formalizado” (Imperio Retórico, p. 211), y 3) en la eliminación del criterio

de validez lógico-formal para la valoración de los argumentos denominados

“cuasilógicos” .

2. En el quinto capítulo se examina la propuesta de Toulmin para el análisis

de los argumentos. Que no fue planteada en principio como una teo ría

de la retórica o de la argumentación sino como una revisión crítica

del desarrollo de la lógica hacia el formalismo y su alejamiento de la

argumentación cotidiana. A pesar de ello, el análisis que hace Toulmin

de la estructura de los argumentos se ha constituido en un modelo de

análisis argumentativo.

Contra la absolutización del criterio de validez lógico-formal (la configuración),

Toulmin propone evaluar los argumentos en términos del p ro cedimiento

que los hace posibles. Para él, la congruencia y la coherencia

(lógicas) son apenas “prerrequisitos de la evaluación racional” o, dicho en

otros términos: “las consideraciones lógicas no son sino consideraciones

formales” (Toulmin, 1958/2007, p. 223), es decir, son consideraciones que

tienen que ver con las formalidades preliminares de la expresión de un argumento

y no con los méritos reales de argumento o proposición alguna.

No obstante sus valiosas críticas al modelo lógico analítico y sus intentos

por encontrar un análisis más amplio de los argumentos cotidianos, no podríamos

pedirle a la teoría de Toulmin una reinterpretación de la retórica o

la dialéctica antiguas. El esquema del argumento desarrollado por Toulmin

deja poco o nulo espacio para los aspectos vinculados con el ^ 00^ del orador

(o de los dialogantes) y con el ná0o^ del auditorio. Su aplicabilidad inmediata

parece restringida a una ampliación del análisis lógico de la estructura

de los argumentos, y en un análisis más ambicioso de la argumentación

tendrá que ser complementado con otros modelos teóricos.

3. En el capítulo 6 se revisa el modelo pragma-dialéctico de análisis de

la argumentación. Un ambicioso programa de investigación que se encuentra

en desarrollo. Los principales logros de este modelo, a nuestro

juicio, son: 1) un enfoque dialéctico de la argumentación como intento

de resolver una diferencia de opinión, 2) un decálogo de reglas que

permiten evaluar de manera racional el procedimiento dialéctico de la

disputa y que, a la vez, 3) permiten sistematizar de una forma novedosa

el tema de las falacias que se presentan en las argumentaciones.

El modelo pragma-dialéctico intenta incluir los aspectos lógicos y retóricos

de la argumentación. Los primeros, incluyendo la “corrección lógica”

como una de las reglas de la disputa racional, y los segundos, incorporando

el tema de las “maniobras estratégicas” en el modelo de análisis. Ambos

elementos, sin embargo, no parecen haber sido desarrollados de forma satisfactoria

en la pragma-dialéctica: El aspecto lógico, porque los autores

pretenden escapar a lo que llaman el “deductivismo” lógico-formal, pero

sin haber aportado una alternativa clara a él. Y el aspecto retórico, porque

los autores mantienen una concepción de la retórica como “maniobras” que

se agregan como elementos adicionales al proceso dialéctico, con el único

objeto de ganar la disputa a toda costa. En su momento se dijo que esta concepción

de la retórica parece coincidir mejor con lo que Aristóteles llamaba

la erística, en su teoría dialéctica.

En este capítulo se concluye que el modelo habermasiano posee dos características

que lo distinguen de otras teorías de la argumentación: su intento

de integrar las perspectivas de la lógica, la dialéctica y la retórica, y

su carácter de modelo ideal o formal. La primera característica parece darle

una ventaja en relación con otras teorías que (como la de Toulmin o la de

Perelman) se han construido sobre la separación del aspecto lógico respecto

de los aspectos retóricos y dialécticos. Esta separación, inspirada en la distinción

aristotélica entre los razonamientos apodícticos y los dialécticos,

tiende a olvidar que para Aristóteles era posible y necesario percibir el carácter

lógico de ambos tipos de razonamiento. En esta separación se asume,

primero, la reducción positivista de la lógica a su forma de cálculo axiomatizado

de leyes, y se la opone a la dialéctica y la retórica. Si se tuviera en

mente la presentación de la lógica como un sistema de reglas de inferencia,

se vería mejor el carácter complementario de la lógica, en relación con las

otras dos esferas. No debe olvidarse que por su génesis y por su función

de herramienta de análisis de la validez y coherencia de los argumentos, el

sistema de reglas de inferencia posee una tradición que desborda su forma

meramente calculística.

El segundo aspecto de la propuesta habermasiana, su énfasis en los presupuestos

ideales que deben satisfacer las argumentaciones — especialmente

en los aspectos del procedimiento dialéctico y el proceso retórico— , puede

ser justificado si se piensa en una teoría que tendría esencialmente una

función crítica o evaluativa de los argumentos reales; sería una especie de

ideal regulativo de la argumentación. Pero, si se pretende una teoría que

además pueda describir la argumentación cotidiana, se tendría que avanzar

en la reconstrucción, no solo de los presupuestos formales de la argumentación

sino, además, de las desviaciones y patologías argumentativas. Esto

permitiría refinar los criterios para evaluar la fuerza de los argumentos (eficacia

y validez), y para distinguir el modo como la persuasión de auditorios

particulares puede pretender (explícita o implícitamente) el convencimiento

de un auditorio universal mediante sus pretensiones de validez; es decir,

el modo como “una opinión puede transformarse en saber” . La distinción

habermasiana entre ‘discurso’ y ‘crítica’ refleja esta tensión entre los aspectos

universalistas y particularistas de la argumentación.

Finalmente, y ya en las conclusiones del trabajo, se presentan algunas

ideas sobre cómo se podría enriquecer la propuesta habermasiana para el

análisis de la argumentación, retomando aportes de las otras teorías consideradas.

A este modelo de análisis propongo llamarlo “dinámica de la acción

argumentativa” , pues vista como una actividad, la argumentación presenta

un aspecto dinámico que se podría descomponer en tres momentos:

el momento del pre-acuerdo epistemo-lógico; el momento del desenlace

dialéctico del desacuerdo y el debate, y el momento de la evaluación “retórica”

del acuerdo logrado.

Esta p ropuesta tiene aún varios problemas por resolver: ¿qué concepción

de la lógica y qué herramientas formales son más adecuadas para el análisis

de los argumentos en general, académicos y cotidianos?, ¿cómo distinguir

los procedimientos dialécticos enfocados en el acuerdo cooperativamente

alcanzado de aquellos realizados de forma competitiva, agonística o erística?,

y, sobre todo, ¿qué criterios orientan el “proceso retórico” al momento

de evaluar las pretensiones de validez de cada argumentación y su posible

universalización? Por el momento solo tengo respuestas parciales y aproximadas

a estos interrogantes.

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Ludovico Ariosto Sátiras (fragmento).

 



Ludovico Ariosto

 Sátiras

 

 

 

 

 

 


Título original: Satire

Ludovico Ariosto, 1534

Traducción: José María Micó

 

 

 

 


 ARIOSTO Y LA VERDAD[1]

 

Nunc itaque et versus et cetera, ludicra pono:

quid verum atque decens, curo et rogo et omnis in hoc sum.

 

HORACIO

 

En una carta del 3 de febrero de 1507, Isabella d’Este, recién parida, al agradecer desde Mantua los parabienes de su hermano el cardenal Ippolito, se mostró muy contenta por la elección del emisario, que la había solazado durante dos días «con la narración de la obra que está componiendo». El enviado del cardenal era Ludovico Ariosto, que ya llevaba algunos años pensando en zurcir y desarrollar la trama inacabada e inacabable del Orlando innamorato, semillero de aventuras caballerescas para el ocio de los ambientes cortesanos. Desde que Boiardo hizo a los d’Este descendientes del paladín Ruggiero, la corte de Ferrara («la primera ciudad moderna de Europa», dijo Jacob Burckhardt) ostentaba, por decirlo así, la capitalidad del romanzo, y Ariosto aceptó con gusto el compromiso de trazar mil fantasías nuevas para «le donne, i cavallier, l’arme, gli amori» y celebrar de paso a la «generosa Erculea prole» de Ippolito. Porque Ariosto, nacido en 1474, se había formado en la época más dulce de la corte estense, la del gobierno de Ercole I, cuando florecían sin estorbo todas las artes, pero tuvo que madurar y servir durante el gobierno de Alfonso I en circunstancias no tan halagüeñas: la muerte de su padre en 1500 le obligó a hacer de cabeza de familia y a aceptar algunas responsabilidades no previstas (por ejemplo, todavía bajo Ercole, la capitanía de la fortaleza de Canossa); después, el talante del nuevo duque, las revueltas internas y los conflictos con los estados rivales deslucieron algo la vida cultural de una corte de la que el poeta, por razón del servicio, tendría que alejarse a menudo. De todos modos, los catorce largos años en que sirvió al cardenal Ippolito (de octubre de 1503 a septiembre de 1517) fueron también, casi al completo, los de la escritura del Orlando furioso, cuya primera edición, en cuarenta cantos, salió de la imprenta el 22 de abril de 1516. Isabella d’Este, ya convertida en personaje de la fábula, fue una de sus primeras lectoras.

Ariosto debió de experimentar con tristeza la transformación de la cortesanía en funcionarismo: un día recitaba el prólogo de la comedia / suppositi, estrenada con gran éxito en el palacio ducal, y otro día era comisionado por su señor para disculpar ante el papa Julio II ciertos abusos de los d’Este; un día escribía al marqués de Mantua para informarle de los avances del Orlando, y otro día, de nuevo en Roma, se batía en retirada bajo las amenazas del mismo papa y perseguido por sus esbirros. En ese período de estipendiario «atado al duro yugo» del cardenal Ippolito (un período aderezado con viajes «por boyas y barrancas», legaciones diplomáticas, campañas bélicas y pesadumbres familiares), Ariosto se sentía a menudo como un «poeta arriero», y no resulta extraño que le acabasen llegando las ocasiones necesarias para dar con uno de los grandes hallazgos de la literatura moderna: la composición de las Sátiras.

En septiembre de 1517 se produjo la ruptura con Ippolito: el cardenal decidió trasladarse con su corte al obispado de Agria (hoy Eger, en Hungría), pero Ariosto, aduciendo razones diversas, se negó a seguirle. Esa es la ocasión de la primera sátira, y las otras seis tuvieron también la suya: un viaje a Roma para asegurarse ciertos beneficios eclesiásticos, la experiencia con un nuevo patrón, el balance de un año en Garfagnana, la boda de un primo, el deseo de encontrar un buen profesor de griego para su hijo Virginio y el rechazo de un honroso cargo en la corte papal. Pero urge decir que en tales ocasiones, y en su cohesión como estímulos de un proyecto, sin duda unitario, de composición de las sátiras, no hubo casualidad alguna: la experiencia de la obra propia y el ejemplo de la ajena fueron decisivos.

Para empezar, estas siete piezas no se entienden sin el Orlando, y no solo por contraste (pues a ratos parecen un antídoto contra el elemento cortesano y panegírico de los romanzi), sino porque en ellas fructifica ese prodigioso modo de ironía que campea en el Furioso y que el bufo Margante y el tierno Innamorato desconocieron por completo. Como en Cervantes, da la impresión de que esa ironía se debe más a una actitud vital, de genio y de carácter, que a un presupuesto estético. Solo el apego, casi supersticioso, a la confección de versos y octavas de una sonoridad y una plasticidad magníficas aleja al Ariosto «épico» del mejor de sus discípulos, que supo dar al Quijote la naturalidad de una prosa conversacional que cien años antes era inconcebible.

Por otro lado, en la mutatio animi que desencadenó las sátiras se refleja, vivacísimo, el ejemplo de Horacio. Non eadem est aetas, non mens: «‘Mi edad ya no es la misma, ni mi espíritu… Ahora dejo la poesía y los demás juegos fútiles; qué es la verdad y qué es el bien, eso es lo que inquiero y lo que ocupa todo mi ser» (Epístolas, I, i, 4 y 10-11). Después de tanta invención, Ariosto quiere beber el áspero jarabe de la verdad, y lo hace asumiendo el proceso horaciano (de los Sermones a las Epistulae, porque «el autor de epístolas es el ex poeta satírico», como resume con agudeza Claudio Guillén) para fundirlo en una obra nueva, distinta de las anteriores, que no obedece solo a impulsos circunstanciales, que se vincula e involucra explícitamente con la experiencia real del poeta y de sus destinatarios: «L’Ariosto garantisce la referenzialità di io identificando in partenza tu con persone concrete» (Cesare Segre). La vieja polaridad entre la sátira y la epístola (y que afectaba de un modo u otro a especies limítrofes ya consolidadas por la terza rima, como las elegías o los capitoli) se convierte en identidad.

Esa mezcla había de ser muy fértil en la literatura europea, pero pocas veces se dio en una combinación tan armónica. El equilibrio de Ariosto se malogró en otras manos, y los poetas posteriores cayeron, por lo general, de uno de los lados, o el de la sátira intrascendente, que dio lugar a variadas muestras de comicidad, o el de un moralismo pacato y apócrifo, que ofrecía un ideal de vida (o una vida ideal) aprendido de los antiguos, pero que casi nunca trepidaba con la experiencia real de un hombre. Además, la tradición literaria conocía muy bien esa doble impostura: la burla de vicios y costumbres cuya perpetuación se confiaba a una risotada meramente folclórica, o la alabanza hipócrita de virtudes que no se practicaban y decisiones que no se tomaban. En ese contexto, la agridulce y voluntariosa moralidad de Ariosto nos interesa porque no surge de la doctrina, sino de la vida: es ejemplar porque es confesional y autobiográfica. Sin ese deseo de confidencia a un amigo —claro está que en el cabemos todos y que el diálogo empieza estableciéndose con uno mismo— no se entiende, por ejemplo, el humor descarado de algunos pasajes, que debería sorprendernos menos, a la luz de la historia, que la descarnada sinceridad de muchos otros en los que el autor reclama su libertad como artista y su independencia como hombre.

A partir de 1525, Ariosto no escribió, que sepamos, más sátiras. Había pasado tres años como gobernador de un territorio ingobernable y decidió volver a Ferrara. Allí se puso a la tarea, nunca desdeñada, de «fare qualche cosetta» con su Furioso (añadió seis cantos en la edición definitiva de 1532) y ajustar algunas cuentas personales (por ejemplo, formalizó en secreto su viejo amor por Alessandra Benucci). También allí, en la «contrada Mirasole», compró una casa que tardó en rehabilitar, pero conservó en su fachada una inscripción latina cuyas primeras palabras han alcanzado celebridad: Parva, sed apta mihi. Todo lector de las Sátiras caerá en la cuenta de que esa inscripción en la sobria casa de quien había escrito el Orlando furioso (aquel libro colosal definido por Galileo como «una galleria regia», un «tondo edificio» y un «palazzo» de maravilla) vale también como lema idóneo de esta breve colección de versos: ‘Pequeña, pero buena para mí’.

J. M. M. J.

 

 


 SÁTIRAS

 

 

 


 SÁTIRA PRIMERA[2]

A MICER ALESSANDRO ARIOSTO Y A MICER LUDOVICO DA BAGNO

 

 

Quiero que me digáis, compadre Bagno

 

y Alessandro fraterno, si en la corte

 

se acuerdan todavía de mis cosas;

 

si aún me acusa el señor, si algún amigo

 

me defiende diciendo por qué causa

 

han ido los demás, y yo me quedo;

 

o tan expertos sois en la lisonja

 

(el arte más usado entre nosotros),

 

que encima le ayudáis a maldecirme.

 

Necio del que a su amo contradice,

 

aunque afirme que ha visto a pleno día

 

mil estrellas y el sol a medianoche.

 

Ya decida alabar o ya burlarse,

 

se oye al instante el coro de las voces

 

armoniosas de cuantos lo rodean;

 

y el que por cortedad no se decide

 

a abrir la boca, aplaude con el rostro

 

y parece decir: «Estoy de acuerdo».

 

Criticarme podéis por otras cosas,

 

pero alabadme al menos por decirlo

 

a cara descubierta y sin engaño.

 

Ya he dado mil razones verdaderas,

 

y cada una de ellas bastaría

 

para justificar por qué me quedo.

 

Ante todo la vida, que no hay nada

 

mejor, y no la quiero yo más corta

 

de lo que el cielo o la Fortuna quieran.

 

En esta enfermedad que siento, un leve

 

empeoramiento acabará matándome,

 

si Valentino y Póstumo[3] no yerran.

 

Y, aparte su opinión, yo sé mis males

 

mejor que los demás, y diferencio

 

el remedio eficaz del que me daña.

 

Sé que a mi natural no le convienen

 

inviernos fríos, y es que allá en el polo

 

los tenéis más intensos que en Italia.

 

Y no me dañaría solo el frío:

 

el calor de la estufa[4] es tan nocivo,

 

que de él me aparto como de la peste;

 

y ahí todo el invierno hay que pasarlo

 

en el mismo lugar: se come, juega,

 

se duerme… y lo demás también se hace.

 

¿Y cómo va a aspirar quien de ahí salga

 

el aire atormentado por el soplo

 

de los montes Rifeos[5] que lo cercan?

 

Con el vapor que sube del estómago,

 

aturde la cabeza y baja al pecho,

 

sin duda me ahogaría cualquier noche.

 

Y el vino humoso[6], que es como un veneno

 

para mí, ahí se engulle en cada brindis:

 

sería un sacrilegio rebajarlo.

 

Todos los alimentos se aderezan

 

con pimienta, canela y mil aromas

 

que el doctor, por nocivos, me prohíbe.

 

Diréis que yo podría, junto al fuego

 

de algún hogar, tener un reservado

 

que no oliese a sobacos, pies ni eructos;

 

y que me adobarían las viandas

 

como quisiese yo, y que a mi gusto

 

podría aguarme el vino, o no beberlo.

 

¿Y estaríais vosotros siempre juntos,

 

y yo mañana y noche allá en mi celda

 

y a la mesa más solo que un cartujo?

 

Sería necesario comprar ollas,

 

vajillas y cubiertos y aun dotarme

 

de los enseres propios de una novia.

 

Si se aviniese a cocinarme aparte

 

el maestro Pasino[7] una o dos veces,

 

a la cuarta pondrá cara de perro.

 

Si quiero algún manjar de los que compra

 

Francesco de Siver[8] para la casa,

 

podré en cualquier momento conseguirlo.

 

Si digo al contador: «Cómprame esto,

 

que no enardece el húmedo cerebro;

 

esto no, que el catarro sutiliza[9]»,

 

por una vez o dos que me obedezca,

 

muchas más veces dejará de hacerlo,

 

temiendo que su gasto no se apruebe.

 

Yo me limito al pan, por eso ruge

 

la cólera, y así, a las dos palabras

 

mis amigos y yo nos peleamos.

 

Me diríais también: «Haz que tu mozo

 

se ocupe de comprar lo que requieras;

 

come tu pollo en tu espetón asado».

 

Yo, por mi mal servicio, no he podido

 

sacar del Cardenal tanto provecho

 

para hacer de su corte una hostería.

 

Gracias, Apolo; muchas gracias, santo

 

colegio de las Musas: lo que os debo

 

no alcanza para hacerme ni un manteo.

 

«Oh, si el señor te ha dado…»[10]. Lo concedo,

 

bastante para hacerme algunos mantos,

 

mas dudo que haya sido por vosotros.

 

Él ya lo ha dicho; y yo quiero que sepan

 

unos y otros que a mi antojo puedo

 

mis versos facturar al Culiseo.

 

No quiere que las loas que le escribo

 

tengan derecho a recompensa alguna,

 

pero sí la hay por ir de posta en posta.

 

Da a quien lo sigue al Barco[11] o a la villa,

 

lo viste o lo desnuda, a quien de noche

 

refresca el jarro para la hora nona[12]

 

o vela hasta que empieza el bergamasco 103

 

a forjar clavos[13], tanto, que a menudo

 

con la lumbre en la mano cae dormido.

 

Si mis versos le rinden alabanzas,

 

dice que lo hago por pasar el tiempo;

 

más grato fuera estar siempre a su lado.

 

Si en la cancillería de Milán

 

gracias a él soy socio de Costabili

 

y tengo el tercio de cualquier negocio[14],

 

es por las veces que espoleo, pico,

 

cambio bestias y bridas, cruzo montes

 

y barrancos burlando de la muerte.

 

Hazme caso, Marón[15]: si esperas fruto,

 

da a un retrete tus versos y la lira

 

y aprende un arte más reconocido.

 

Pero advierte que en cuanto lo consigas,

 

tu amada libertad habrás perdido

 

como si la jugases a los dados;

 

y que ya nunca más, aunque llegaseis

 

tú y él a la canosa edad de Néstor[16],

 

podrás modificar tu situación.

 

Y cuando intentes deshacer tal nudo,

 

confórmate si él, con paz y amor,

 

quiere recuperar lo que te ha dado.

 

A mí, que me he empeñado en no seguirlo

 

a ver Agria ni Buda[17], no me importa

 

que quiera recobrar lo que fue suyo

 

(aunque me corte las mejores plumas

 

que he ganado en la muda), sino verme

 

fuera de su merced y de su afecto,

 

y que sin fe ni amor diga mi nombre,

 

demostrando con gestos y palabras

 

que merece su odio y su desprecio.

 

Y por esta razón he decidido

 

no comparecer más en su presencia,

 

desde el día en que fui a excusarme en vano.

 

Si a tu progenie soy tan poco grato[18],

 

Ruggiero, si de nada me ha servido

 

cantar tu gran valor, tus grandes gestas,

 

¿qué voy a hacer ahí, si yo no sirvo

 

para trinchar perdices en el aire

 

ni poner lazo a gavilán ni a perro?

 

Jamás he hecho esas cosas ni sé hacerlas:

 

ya estoy mayor para adaptarme ahora

 

a quitar o poner botas y espuelas.

 

No aprecio las viandas y no valgo

 

para trinchante: debo ser del tiempo

 

en que el hombre vivía de bellotas.

 

No pretendo las cuentas de Gismondo[19];

 

ya no iré más a Roma a toda prisa

 

para aplacar la ira de Segundo[20];

 

y si hubiese que hacerlo, es mal momento,

 

pues con la enfermedad que cogí entonces

 

no conviene correr por los caminos.

 

Si ha de hacer tales cosas el que tiene

 

sed de oro y estar siempre a su lado

 

como hace el Boyero con la Osa[21],

 

antes quiero quietud que enriquecerme

 

o dedicarme tanto a otros encargos,

 

que el Lete[22] acabe por hundir mi estudio.

 

Aunque no puede dar sustento al cuerpo,

 

lo da a la mente con tan noble cebo,

 

que merece cultivo sin descanso.

 

Hace que sienta menos la pobreza;

 

que no desee la riqueza tanto

 

que mi libertad deje por buscarla;

 

que no ambicione cosas imposibles,

 

que el desprecio o la envidia no me coman

 

si el señor llama a Celio o a Marón[23],

 

pues no espero, en las noches de verano,

 

cenar con el señor para ser visto:

 

no me deslumbran esas vanidades;

 

yo voy solo y a pie donde me lleva

 

mi deseo, y si quiero ir a caballo

 

le amarro las alforjas a la grupa.

 

Me parece que hay menos culpa en esto

 

que en tener que pagar si le encomiendo

 

al príncipe la causa de un vasallo,

 

o en litigar pidiendo beneficios

 

sin razón y que vengan los vicarios

 

rogando y ofreciendo donaciones.

 

Hace que quiera levantar al cielo

 

las manos por vivir tranquilo en casa,

 

ya sea entre villanos o burgueses;

 

y que, sin otras artes, con los bienes

 

paternos, sin vergüenza de mi gente,

 

puedo pasar la vida que me queda.

 

Pero para que no digas que debo

 

darte cinco monedas que no tengo[24],

 

regresaré al principio de mi fábula.

 

Para quedarme tengo mis razones:

 

la primera ya está; para las otras

 

ni una hoja ni dos serán bastante.

 

Diré solo una más: no debería

 

tolerar que mi casa y mi familia,

 

al quedar sin sostén, se arruinasen.

 

De cinco hermanos, Carlo vive donde

 

los turcos capturaron a Cleandro,

 

y allí tiene intención de estar un tiempo;

 

Galasso intenta en la ciudad de Evandro

 

ponerse sobre el manto algún manteo;

 

tú, Alessandro, te has ido con el amo.

 

Queda Gabriel, pero ¿qué quieres que haga,

 

si su mala fortuna, siendo niño,

 

de pies y manos lo dejó impedido?;

 

nunca ha estado en la plaza ni en la corte,

 

que es asunto crucial para quien debe

 

cuidarse del gobierno de una casa.

 

Pronto se casará la quinta hermana:

 

aún está en casa y es tarea nuestra

 

entregarle la dote conveniente[25].

 

La edad de nuestra madre[26] me atraviesa

 

el corazón; resultaría infame

 

que todos la dejásemos de golpe.

 

Soy el mayor de diez, me siento viejo

 

a los cuarenta y cuatro[27], y hace tiempo

 

que he de esconder la calva en el bonete.

 

Paso la vida lo mejor que puedo,

 

pero tú, que tardaste dieciocho

 

años más en querer salir del vientre,

 

vuelve con alemanes y con húngaros

 

a zaga del señor con sol y frío,

 

sírvele por los dos, purga mis faltas.

 

Si quiere que le sirva (sin sacarme

 

del corrillo) con pluma y con tintero,

 

puedes decir: «Señor, mi hermano es vuestro».

 

Yo, desde aquí, con cristalina trompa

 

haré su nombre resonar más alto

 

de lo que se elevó paloma alguna.

 

A Filo llegaría, a Cento, a Ariano,

 

a Caito[28], pero nunca hasta el Danubio,

 

que no tengo los pies para tal salto.

 

Pero si a mi telar volver pudiesen

 

los quince años en que le he servido,

 

no dudaría en vadear la Tana[29].

 

Si piensa que por darme al cuatrimestre

 

mis veinticinco escudos (tan inciertos

 

que muchas veces se me han discutido)

 

me puede encadenar como a un esclavo,

 

obligarme a que sude, a que tirite,

 

muera o enferme sin respeto alguno,

 

no le dejéis creerlo por más tiempo,

 

y decidle que antes que ser siervo

 

llevaré con paciencia la pobreza.

 

Hubo una vez un asno[30], todo huesos

 

y nervios, tan delgado, que entró un día

 

por una grieta a un almacén de grano;

 

tanto llegó a comer, que la barriga

 

se le llenó como un tonel enorme

 

(aunque no fue de golpe)[31] hasta saciarlo.

 

Temiendo que los huesos le molieran,

 

quiso salir de donde había entrado,

 

pero ya no cabía por el hueco.

 

Mientras pugnaba por huir en vano

 

le dijo un ratoncillo: «Compañero,

 

para salir has de vaciar la tripa:

 

ahora es necesario que vomites

 

lo que has tragado para enflaquecerte;

 

no hay otro modo de pasar la grieta».

 

Digo, en fin, que si el sacro cardenal

 

cree haberme comprado con sus dones,

 

no me aflige tener que devolvérselos

 

y recobrar mi libertad primera.

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