La
nave de los locos es la culminación de la trayectoria narrativa de Cristina
Peri Rossi. Al hilo del tapiz medieval de la Creación, sucesivas estampas
engarzadas configuran un itinerario hacia ese sustrato último de la condición
humana cuyo desvelamiento ha sido siempre don y privilegio de la autora. Ya sea
en un transatlántico que cifra las mitologías y rituales del viaje, ya en la
visión insólita de la infancia bajo la lluvia en un parque, ya en la pantomima
lésbica de doble fondo entre una posible Marlene Dietrich y una posible Dolores
del Río, La nave de los locos, a la vez que indaga en las estructuras
tradicionales de la novela para abrir su propia zona de exploración, revela la
secreta vulnerabilidad del ser humano y postula las áreas que en cada persona
escapan a las aduanas de la racionalidad común o de la convención social\ para
abrirse al espacio límpido de la libertad, es decir, de la verdadera poesía.
Cristina Peri Rossi
La nave de los locos
La vida es un viaje experimental hecho
involuntariamente.
Fernando
Pessoa
El matrimonio de la razón y la pesadilla que
dominó el siglo XX
ha engendrado un mundo cada vez más
ambiguo.
J.
G. Ballard
Nada nos destruye más certeramente que el
silencio de otro ser humano.
George
Steiner
EQUIS:
EL VIAJE, I
En
el sueño, recibía una orden. «La ciudad a la que llegues, descríbela».
Obediente, pregunté: «¿Cómo debo distinguir lo significante de lo
insignificante?».
Luego,
me encontraba en un campo, separando el grano de la paja. Bajo el cielo gris y
las nubes lilas, la operación era sencilla aunque trabajosa. El tiempo no
existía: era una continuidad de piedra. Trabajaba en silencio, hasta que ella
apareció. Inclinada sobre el campo, tuvo piedad de una hierba y yo, por complacerla,
la mezclé con el grano. Luego, hizo lo mismo con una piedra. Más tarde, suplicó
por un ratón. Cuando se fue, quedé confuso. La paja me parecía más bella y los
granos, torvos. La duda me ganó.
Desistí
de mi trabajo. Desde entonces, la paja y el grano están mezclados. Bajo el
cielo gris el horizonte es una mancha, y la voz ya no responde.
EQUIS: EL VIAJE, II
«EY no
angustiarás al extranjero: pues vosotros sabéis cómo se halla el alma del
extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto».
(La
Biblia, Éxodo 23, 9).
Extranjero.
Ex. Extrañamiento. Fuera de las entrañas de la tierra. Desentrañado: vuelto a
parir. No angustiarás al extranjero. Pues. Vosotros. Vosotros. Vosotros. Los
que no lo sois. Sabéis. Vosotros sabéis. Nosotros empezamos a saber. Cómo se
halla. Cómo. El alma del extranjero. Del extraño. Del introducido. Del intruso.
Del huido. Del vagabundo. Del errante. ¿Alguien lo sabía? ¿Alguien, acaso,
sabía cómo se encontraba el alma del extranjero? ¿El alma del extranjero estaba
dolorida? ¿Estaba resentida? ¿Tenía alma el extranjero? Ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.
La
sirena del barco había comenzado a aullar exactamente en el verso número
dieciocho del canto VI de La Iliada. «¡Magnánimo
Tídida! ¿Por qué me preguntas sobre el abolengo?». Era Glauco a punto de
enfrentarse con Diomedes. Sirenas: doncellas fabulosas que moraban en una isla,
entre la de Circe y el escollo de Escila, y que con su dulce voz encantaban a
los navegantes. Lo recordó porque era el quinto día de navegación y la segunda
escala; la Bella Pasajera se acercó hasta él, ya con el ronroneo de la gata
blanca cansada de mar, y por decir algo, le preguntó:
—¿Qué
está leyendo?
Existían
otras traducciones, informó, solicito. En las otras, Glauco decía: «¿Por qué me interrogas sobre mis antepasados?».
Y las sirenas, no eran las mismas, tampoco. Salvatore Quasimodo había iniciado
una nueva traducción de los primeros cantos de La Iliada: no terminó la obra,
pero allí estaban, cuatro bellos cantos. ¿Dónde eran que estaban? Ah, sí, en la
bodega del barco, empaquetados, varios cientos de millas de mar en alguna
dirección, este u oeste, norte o sur. Nunca fue ducho en geografía ni en
océanos.
—¿De veras es la primera vez que viaja?
—le había preguntado la Bella Pasajera, al quinto día de navegación. Ojos
verdes y ancho mar. Caderas semovientes, amplios costillares. El mar se
bamboleaba, como el agua de un vaso. O era el barco El barco era el vaso y
moviéndose en altamar. O baja. ¿Quién lo sabía?
—De
veras —contestó él— Es la primera vez que viajo. Ahora tendría que ponerse a
dar explicaciones.
—En
cambio —le dijo, tratando de salvarse de algo: del pasado, del futuro, de otras
preguntas, de la incertidumbre— he leído todos los viajes posibles en los
libros.
Ella
guardó silencio, pero lo miró con curiosidad. Con una curiosidad tan atenta,
tan incitante, que él se sintió inquieto.
—Hasta
podría decirle —agregó con una petulancia que sólo la timidez podía justificar—
que este viaje ya lo leí más de cinco veces.
El
viaje leído: los pasillos estrechos del barco, pintados de ocre, tan semejantes
a las galerías de los hospitales; el olor a mar; las cabinas de pasajeros con
sus números pintados en las puertas, como habitaciones de enfermos; el bar de
la clase turística con sus taburetes rojos de cuero y los focos de luz naranja,
el podio para la pequeña orquesta que siempre desafinaba las mismas melodías.
Una música vieja y nostálgica, sin lugar de origen, apropiada para cualquier
edad, para cualquier viajero, para todo estado de ánimo. Polvo de estrellas, Algo para recordar, Vámonos a Cuba, Siboney y Bahía. Quizás éstos introducirían alguna
novedad, quizá podían ejecutar, en el sentido literal del término, Diamantes para ti, Dominó y Michele.
El
viaje leído: la Bella Pasajera, paseando por la borda su languidez vestida de
verde, su falsa curiosidad que conducía, inevitablemente, al camarote oscuro;
bailando, a la noche, con la gracia medida y la incitación justa un lento
bolero de Los Panchos, prolongando los pasos como las «o» de «amooooor» y
moviendo las caderas (el golpe preciso, como un bamboleo de mar) en una rumba
que sólo sobre él tuvo un efecto depresivo: creyó estar viajando en el tiempo
hacia atrás, no en un barco en el espacio.
El
viaje leído: a la hora del desayuno, los pasillos que conducían al comedor
repleto, gente apoyándose en las barandas, con caras de mal dormidos, porque
anoche el mar estuvo picado y usted vio cómo se movía hasta el espejo, se
desparramaron las cosas del bolso y no pude encontrar las pastillas para el
mareo. Y a la hora de las comidas, la avidez mal disimulada de los viajeros,
que quieren aprovechar bien el precio del billete y miran con ilusión una carta
donde el menú siempre se repite, a la espera del postre insólito o el champagne que nunca llega.
El
viaje leído: el baile nocturno en la pista que se prolonga hasta el amanecer,
los oficiales dirigiendo sus miradas profesionales hacia las piernas y
tobillos, hacia los muslos y caderas, mientras lentamente encienden un
cigarrillo americano y repiten que el barco es una réplica, una maqueta del
otro mundo (ése que está ausente durante quince días de navegación); una
réplica mezquina, como todas las reproducciones a escala, pero igualmente
regido por leyes, igualmente centrado en la cacería; con sus autoridades, sus
clases sociales y su mercado. Ahora la orquesta ataca, ataca y ejecuta El tercer hombre, hay un modesto y
bienintencionado juego de luces sobre la pista para iluminar al saxofonista,
soliloquio de saxofón, sexo y ron, luz amarilla sobre las manos regordetas con
un leve vello azul, algunas parejas se mueven morosas y lentas, el mareo del
mar y del alcohol, de la incertidumbre, del agua, de los vínculos breves y
fugitivos, el barco tiene algo de ghetto,
algo de cárcel y la Bella Pasajera baila sola en el centro de la pista, no
quiere pareja, por el momento, él acaba de pedir otro whisky y la mira, bajo las guirnaldas de papel y los farolitos
chinos que le traen reminiscencias de su infancia, las guirnaldas que cuando la
luz de salón se apaga quedan colgando, trofeos sin valor, testimonios tristes,
luciérnagas moribundas[1].
La
noche no circula libremente arriba del barco; tiene sus normas, su código, sus
ritos que cumplir. Después de las doce, camareros poco amables (desprecian a
los viajeros de clase turística, que no dejan propinas y siempre tienen hambre)
depositarán sobre la larga mesa blanca del salón las fuentes con pizza; los agitados bailarines se
lanzarán sobre los platos como exiliados hambrientos. No angustiarás al extranjero: pues vosotros. La pista queda vacía,
con sus guirnaldas colgando: todos se concentran alrededor de la mesa y la
salsa roja chorrea sobre el mantel. Sólo la Bella Pasajera no corre en
dirección a los platos. Lo mira, inquisidoramente, desde lejos, y él recibe la
mirada como un signo, la luz de altamar, el faro verde encendido en la noche
que guía a los viajeros. Él siente que dentro del viaje, hay otro viaje.
Un
marinero coloca el cartel de Actividades con el programa para mañana, sábado. A
las siete: misa matutina. ¿Quién va a la misa de mar? La pareja de ancianos del
camarote A 26, probablemente. Una vieja desdentada y su marido enfermo. Le tocó
compartir la mesa con ellos, dos veces. Él se queja del estómago y casi todo lo
que come le hace mal. Ella sonríe comprensivamente, mira a su alrededor,
explica al resto de los viajeros (indiferentes, sumidos en sus propios platos):
—Es
el mareo, ¿saben? Le hace mal el movimiento del mar.
¿Lo
lleva a morir a su tierra? ¿Va a morir al pueblo donde nació? Tiene el rostro amarillo,
ojeras verdes y no habla casi nunca. La vieja mastica lentamente, picotea el
plato; sin prisa, sin ansiedad, termina siempre toda su comida, aunque sea la
última en levantarse de la mesa, cuando ya el camarero la mira con impaciencia.
Como un pájaro gris, la vieja devora todo lo que ponen ante ella. Él no puede.
El viejo mira la comida y su rostro adquiere un tono ceroso de maniquí. «Come,
come, hombre», insiste la vieja. Y la salsa de los fideos, roja, parece más
agresiva, más insana que nunca. Hasta que él se cansó de ver el mismo
espectáculo y le dijo, mientras los demás limpiaban el fondo del plato con un
trozo de pan:
—Llévelo
al médico de a bordo y pídale un menú especial.
La
vieja lo miró con sorpresa. Después, contemplo al viejo como si por primera vez
considerara seriamente la posibilidad de que estuviera enfermo, y eso tuera
algo ofensivo, desvalorizador; algo que no tenía que ver estrictamente con el
viejo, y que cambiaba el orden que ellos dos habían establecido. Luego volvió
los ojos hacia el plato, lleno de una salsa roja humeante y salpicada de
pimienta, pareció lamentar el desperdicio, y le dijo:
—No.
Es el mar. Es el mar. Es el mareo del mar.
Él
pensó con disgusto en un funeral a bordo.
De diez a doce, actividades varias. En la sala turística, los sillones
tapizados de cuero marrón están ocupados por gente madura que dormita, de
espaldas al mar. Dormitan con las cabezas echadas y las piernas abiertas, como
muñecos desvencijados. En algunas mesas bajas se juega al dominó y a las cartas.
Hay una sala de lectura vacía. Recorrió los estantes, el primer día, con cierta
curiosidad; eran estantes de madera oscura, barnizada, cubiertos con vidrios,
para que un movimiento brusco del barco no los arrojara al suelo. En la sala no
había nadie, ni encontraría a alguien, en los días siguientes. Una hoja pegada
a la pared indicaba las instrucciones a seguir en el caso —remoto— de que a un
pasajero se le ocurriera leer un libro. Diríjase
a un oficial de a bordo, cite su número de pasaporte y el título del libro que desea leer. Contra resguardo, le será entregado
el volumen. «Historias de santos». «Robín Hood». «Manual de horticultura».
«María». «Las pirámides de Egipto». «Las aventuras de un bergantín». «Los
novios». «Hamlet». La sala tenía algo de íntimo y recogido; permaneció allí
bastante tiempo. Había una mesa larga y ovalada, de madera oscura, con tres
lámparas de melamina verde que proyectaban, sobre las elipses descritas en la
superficie, una luz clara y agradable. Las paredes estaban cubiertas por
láminas de barcos; había una fragata del siglo XVI, con sus vergas amarillas y
sus velas desplegadas; un bergantín francés, una nave de dos puentes y sesenta
cañones y una carabela del siglo XV, con una gran cruz roja de emblema. Aunque
estaba vacía, le pareció una sala muy adecuada para leer, mientras el mar
rumoroso acecha, para fumar una pipa y escribir un libro, un libro de largas
travesías que empiezan incesantemente, sin terminar nunca. Había, además,
planos de las cabinas y de los diferentes niveles del barco en que viajaban.
El
viaje leído: nunca quiso viajar.
El
sol ilumina o no la cubierta —lisa como una rampa— y siempre hay gente de la
tripulación pintando un trozo de barco, con esmero, emparejando el color. Como
esos artefactos de madera que en la Edad Media se usaban para asaltar las
fortalezas; él tenía la sensación de que el barco era una mole de madera sobre
un pedestal, que avanzaba lenta y pesadamente a través de las aguas que se
abrían en abanico a su paso.
El
viaje leído: la orquesta tocaba los últimos compases de Mi tonto corazón y él acababa de arrojar el cigarrillo al suelo,
cuando la Bella Pasajera se acercó, y mirándolo tranquilamente con sus grandes
ojos verdes, le dijo:
—Lo
desafío a una partida de ajedrez.
Él,
manso, la siguió hasta la sala de juegos, que a esa hora de la noche, estaba
vacía. Iba detrás, y el movimiento de sus caderas, felino, lo arrastraba como
un olor.
Se
sentaron frente a una cómoda mesita de tapete verde; al costado, por la
ventana, el mar, espeso y negro, no se veía. Ella distribuyó las fichas con
soltura. «He perdido», pensó él, enseguida. Todavía no había dispuesto las
piezas en el tablero, pero ya no tenía posibilidades de triunfo. Con un
sentimiento íntimo de derrota, colocó la hilera de desventurados peones que
pronto iban a desertar. Ella tenía unos alfiles delicados, unos bronceados
caballas que se movían con seguridad e inteligencia sobre el tablero.
«Perderé», pensó. «Ya he perdido».
Entró
un oficial con su uniforme blanco y se quedó mirando la partida; el oficial
miraba a la mujer que miraba el tablero y las manos largas, finas y delicadas
de la jugadora operaban con suma precisión; como un cirujano corta, abre la
piel de un solo movimiento, ella hundía el alfil en la casilla vacía y
extirpaba el peligro, avanzando, siempre avanzando. «Perderás. Ya has perdido.
En el otro lado del juego ya has perdido», le pareció que le decía la mirada
inteligente del oficial.
Realizó
otro movimiento desconcertado, un movimiento de dama que sólo tenía una virtud
disuasoria, y se quedó esperando. Vio cómo los ojos del oficial distinguían a
la Bella Pasajera con una mirada apreciativa, que tenía en cuenta sus cabellos
bien cortados y espesos, los hombros anchos, la espalda bronceada, las piernas
firmes y las manos finas, al mismo tiempo que el brillo de la mirada y el
estructurado juego de caballos.
Doblegó
su rey antes de que el jaque fuera definitivo.
Al
salir, el oficial la invitó a beber una copa, pero ella rechazó la invitación y
lo cogió del brazo.
—¿De
modo que es la primera vez que viajas? —le dijo, como si reiniciara una vieja
conversación, y ahora estuviera dispuesta a seguirla en el camarote.
Cuando
ella cerró la puerta y comenzó a quitarse el vestido, sin haberse despojado
antes de los zapatos, él pensó que eso también ya lo había leído.