Paul Bowles nació en Nueva York en 1910. Compositor además de escritor, desde muy
joven se dedicó a viajar por el mundo con su esposa Jane, residiendo en París, España,
América Latina y Tánger, ciudad en la que finalmente fijó su residencia. De su fascinación
por el norte de África surgió su novela más famosa, El cielo protector. Otras de sus obras
destacadas son Déjala que caiga, Un episodio distante y
El tiempo en la amistad
PRIMERA PARTE
Té en el Sáhara
Lo que tiene nuestro destino de nuestro
y de distinto es lo que tiene de parecido
con nuestro propio recuerdo
EDUARDO MALLEA
I
I
Se despertó, abrió los ojos. La
habitación le decía poco; había estado demasiado sumergido en la nada, de la
que acababa de emerger. No tenía fuerzas para definir su situación en el
tiempo y en el espacio; tampoco lo deseaba. Estaba en algún lugar; para regresar
de la nada había atravesado vastas regiones. En el centro de su conciencia
había la certidumbre de una infinita tristeza, pero esa tristeza lo
reconfortaba porque era lo único que le resultaba familiar. No necesitaba otro
consuelo. Permaneció un rato completamente inmóvil, en un descanso absoluto,
para hundirse luego en una de esas somnolencias ligeras, momentáneas, que
suelen suceder a un sueño largo y profundo. De pronto volvió a abrir los ojos y
consultó su reloj de pulsera. Fue un puro acto reflejo, porque al ver la hora
se desconcertó. Se incorporó, echó una mirada a la habitación charra, se llevó
una mano a la frente y con un profundo suspiro volvió a tenderse en la cama.
Pero ya se había despertado; en pocos segundos más supo dónde estaba, que la
tarde terminaba, que había dormido desde el almuerzo. Oía a su mujer en la
habitación contigua, taconeando con sus chinelas sobre el liso suelo de
baldosas, y ahora que había alcanzado otro nivel de conciencia en el que no le
bastaba la mera certeza de estar vivo, ese ruido lo tranquilizaba. Pero qué
difícil era aceptar la alta, estrecha habitación con su cielo raso envigado,
los colores neutros de los grandes dibujos anodinos de las paredes, la ventana
cerrada, con sus vidrios rojos y anaranjados. Bostezó, faltaba aire en el
cuarto. Después bajaría de la alta cama para abrir la ventana, y en ese momento
recordaría su sueño. Porque, aunque le era imposible reconstruir un solo detalle,
estaba seguro de haber soñado. Del otro lado de la ventana habría aire,
tejados, la ciudad, el mar. El viento vespertino le refrescaría la cara y en
ese momento reaparecería el sueño. Por ahora lo único que podía hacer era
seguir tendido como estaba, respirando lentamente, casi a punto de dormirse de
nuevo, paralizado en el cuarto sin aire, no a la espera del crepúsculo, sino
quedándose inmóvil hasta que llegara.
II
En la terraza del Café d'Eckmül-Noiseux,
unos pocos árabes bebían agua mineral; sólo sus feces de diversos tonos de rojo
los distinguían del resto de la población del puerto. Sus ropas europeas eran
grises y raídas; hubiera sido difícil decir cuál había sido el corte original
de cualquiera de ellas. Los lustrabotas casi desnudos, en cuclillas sobre sus
cajas, miraban el pavimento, sin fuerzas para espantar las moscas que les
corrían por la cara. En el interior del café, el aire, más fresco pero
inmóvil, exhalaba un tufo de vino y orina.
Sentados a una mesa del rincón más
oscuro, tres norteamericanos, dos hombres jóvenes y una muchacha, conversaban
tranquilamente, como las gentes que tienen tiempo de sobra para todo. Uno de
los hombres, el delgado, de cara levemente crispada y ansiosa, doblaba unos
grandes mapas multicolores que había desplegado sobre la mesa poco antes. Su
mujer observaba, divertida y exasperada, sus meticulosos movimientos; los mapas
la aburrían y él estaba siempre consultándolos. Aun en sus breves períodos de
vida sedentaria, y bien pocos habían sido desde su casamiento doce años atrás,
le bastaba ver un mapa para ponerse a estudiarlo apasionadamente, y entonces,
en la mayoría de los casos, empezaba a proyectar un nuevo viaje imposible pero
que a veces llegaban a realizar. No se consideraba un turista; él era un
viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras
el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos
meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente,
se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra. Y le
hubiera sido difícil decir en cuál de los muchos lugares donde había vivido se
había sentido más a sus anchas. Antes de la guerra era Europa y el Cercano
Oriente; durante la guerra, las Antillas y América del Sur. Y ella lo había
acompañado sin reiterar demasiado sus quejas, sin demasiada amargura.
En ese momento acababan de cruzar el
Atlántico por primera vez desde 1939 con gran cantidad de equipaje y la intención
de mantenerse lo más lejos posible de los lugares tocados por la guerra.
Porque, como pretendía él, otra importante diferencia entre el turista y el
viajero es que el primero acepta su propia civilización sin cuestionarla; no
así el viajero, que la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le
gustan. Y la guerra era una faceta de la época mecanizada que quería olvidar.
En Nueva York habían descubierto que
África del Norte era uno de los pocos lugares para los que se podían conseguir
pasajes de barco. A juzgar por sus primeras visitas en sus tiempos de
estudiante en París y Madrid, parecía el lugar indicado para pasar un año o
dos; en todo caso quedaba cerca de España y de Italia y siempre se podía dar
marcha atrás si la cosa no andaba. El pequeño carguero los había expulsado el
día anterior de su vientre confortable a los muelles calientes donde
estuvieron largo rato sudando, malhumorados y ansiosos, sin que nadie les prestara
la menor atención. Allí, bajo el sol ardiente, estuvo tentado de regresar a
bordo y tratar de conseguir pasaje para seguir viaje hasta Estambul, pero
hubiera sido difícil hacerlo sin perder la cara, puesto que él mismo había convencido
a los otros para que vinieran a África del Norte. Se limitó, pues, a echar una
mirada indiferente al muelle, hizo algunos comentarios sensatos y poco
halagadores sobre el lugar y dejó las cosas como estaban, resolviendo para sí
meterse en el interior del país cuanto antes.
El otro hombre sentado a la mesa silbaba
despacito, cuando no hablaba, melodías inacabadas. Era unos años más joven que
su compañero, más robusto y asombrosamente guapo, como le decía con frecuencia
la muchacha, a la manera de los galanes de la Paramount. Los rasgos de su cara
lisa, por lo común poco expresiva, sugerían en general, cuando estaban quietos,
una afable satisfacción.
Los tres contemplaban el resplandor de
la tarde en la calle polvorienta.
— No hay duda de que la guerra ha dejado
aquí sus huellas —pequeña, el pelo rubio, el cutis mate, la intensidad de la mirada
la salvaba de ser bonita. Después de verle los ojos, el resto de la cara se
volvía borroso, y al tratar de recordarla sólo quedaba la penetrante e
interrogadora violencia de los ojos inmensos.
— Es natural. Durante un año por lo
menos las tropas pasaron por aquí.
— Podían haber dejado en paz algún lugar
del mundo —dijo la muchacha. Intentaba agradar a su marido, lamentaba haberse
enfadado con él un momento antes por los mapas. Reconociendo el gesto pero sin
entender el por qué, él lo dejó pasar.
El otro hombre se rió condescendiente y
el marido lo imitó.
— ¿En beneficio personal tuyo, supongo?
—dijo el marido.
— En beneficio nuestro. La cosa es tan
detestable para ti como para mí.
— ¿Qué cosa? —preguntó él a la
defensiva—. Si te refieres a este revoltijo incoloro que se llama ciudad, sí.
Pero de todos modos prefiero mil veces estar aquí y no en los Estados Unidos.
La muchacha se apresuró a coincidir.
— Por supuesto. Pero no me refería a
este lugar ni a ningún otro en particular. Me refería a todo el horror que deja
una guerra, donde sea.
— Vamos, Kit —dijo el otro hombre—. Tú
no te acuerdas de ninguna otra guerra.
Ella no prestó atención.
— La gente de cada país se va pareciendo
cada vez más a la de los otros. No tiene carácter, ni belleza, ni ideales, ni
cultura..., nada, nada.
Su marido se echó hacia adelante y le
acarició una mano.
— Tienes razón, tienes razón —dijo
sonriendo—. Todo se vuelve gris y se volverá más gris todavía. Pero algunos
lugares resistirán la enfermedad más tiempo del que supones. Verás, en el
Sáhara...
Del otro lado de la calle una radio
proyectaba los gritos histéricos de una soprano coloratura. Kit se estremeció.
— Rápido, vayámonos —dijo—. Tal vez
podamos escapar.
Escucharon fascinados el aria que,
próxima a su término, cumplía los preparativos ortodoxos para el inevitable
agudo final.
Entonces Kit dijo:
— Ahora que ha terminado, quiero otra
botella de Oulmès.
¾ ¡Dios mío! ¿Más de esa gaseosa? Vas a volar.
¾ Ya lo sé, Tunner, pero no puedo dejar de pensar en
el agua. Todo lo que miro, sea lo que fuere, me da sed. Por primera vez siento
que podría volverme abstemia para siempre. Con este calor soy incapaz de beber
alcohol.
— ¿Otro Pernod? —ofreció Tunner a Port.
Kit frunció el ceño.
— Si fuera Pernod de verdad...
— No es malo —dijo Tunner cuando el
camarero dejó sobre la mesa la botella de agua mineral.
— Ce n'est pas du vrai
Pernod?
— Si, si, c'est du
Pernod —afirmó el camarero.
— Tomemos otro trago —dijo Port. Miró
aburrido su vaso. Nadie dijo una palabra mientras el camarero se alejaba. La
soprano inició otra aria.
— ¡Se largó! —exclamó Tunner. Por un
instante, el paso de un tranvía con su campanilla ahogó la música. Desde la
sombra del toldo vieron el vehículo abierto que se tambaleaba a la luz del
sol, atestado de gente andrajosa.
— Ayer tuve un sueño extraño —dijo
Port—. Estuve tratando de recordarlo y acabo de conseguirlo.
— ¡No! —exclamó enérgicamente Kit—. ¡Los
sueños son tan aburridos! ¡Por favor!
— ¡No quieres oírlo! —exclamó él
riendo—. De todos modos voy a contártelo
—lo dijo con cierta ferocidad que en la superficie parecía fingida, pero
al mirarlo Kit comprendió que, por el contrario, él disimulaba la violencia
que sentía. Kit calló la respuesta hiriente que tenía en la punta de la lengua.
— Lo contaré rápidamente —dijo Port
sonriendo—. Sé que me haces un favor al escucharme, pero no puedo recordarlo
con claridad si me limito a pensar. Era de día y yo viajaba en un tren que iba
cada vez a más velocidad. Me dije: «Vamos a meternos en una gran cama bajo montañas
de sábanas.»
Tunner dijo malicioso:
— Consultar el Diccionario gitano de
los sueños, de Madame La Hiff.
— Calla. Y pensé que si quería podía
empezar a vivir de nuevo, volver al principio y llegar hasta hoy, viviendo
exactamente la misma vida hasta el más ínfimo detalle.
Kit cerró los ojos desconsolada.
— ¿Qué sucede? —le preguntó Port.
— Me parece sumamente desconsiderado y
egoísta insistir en esa forma sabiendo lo aburrido que es.
— Pero es que a mí me divierte mucho...
—se le iluminó la cara—. Y apuesto a que en todo caso Tunner quiere oírlo. ¿No
es verdad?
Tunner sonrió.
— Los sueños son mi especialidad.
Conozco el La Hiff de memoria.
Kit abrió un ojo y lo miró. Llegaban las
bebidas.
— Entonces me dije: «¡No! ¡No!» No podía
soportar la idea de pasar nuevamente por todos aquellos miedos, por todos
aquellos sufrimientos. Y, sin motivo, miré los árboles por la ventana y me oí
decir: «¡Sí!» Porque sabía que estaba dispuesto a pasar otra vez por todo con
tal de sentir el olor de la primavera de mi infancia. Pero ahí me di cuenta de
que era demasiado tarde, porque mientras pensaba «¡No!» me había arrancado los
incisivos como si fueran de yeso. El tren se había detenido, yo tenía los
dientes en la mano y me eché a llorar. Con esos sollozos terribles de los
sueños, que nos sacuden como un terremoto, ¿sabes?
Torpemente, Kit se levantó de la mesa y
se dirigió a la puerta que decía Dames. Lloraba.
¾ Déjala —dijo Port a Tunner, en cuya cara se veía la
preocupación—. Está agotada. El calor la demuele.
III
Leía, sentado en la cama, con sólo un
par de shorts. La puerta que comunicaba las dos habitaciones estaba
abierta; la ventana también. Un faro desplazó su haz luminoso sobre la ciudad
y el puerto en un amplio, lento círculo, y por encima del tránsito intermitente
una campanilla eléctrica insistente sonaba sin parar.
— ¿Es del cine de al lado? —preguntó
Kit.
— Debe de ser —contestó él distraído,
sin dejar de leer.
— Me pregunto qué darán.
— ¿Qué? —dejó el libro—. ¡No me dirás
que tienes interés en ir!
— No —pareció dudar—. Me lo pregunto
solamente.
— Te lo diré. Es una película en árabe
titulada Se alquila una novia. Así dice el subtítulo.
— Es increíble.
— En efecto.
Kit apareció en la habitación fumando
pensativa un cigarrillo y dio vueltas durante un minuto. Port alzó la vista.
—¿Qué pasa? —preguntó.
— Nada —se detuvo—. Hay algo que me
molesta un poco. Creo que no debiste contar el sueño delante de Tunner.
Port no se atrevió a preguntar: «¿Por
eso llorabas?», pero dijo:
— ¡Delante de Tunner! Lo conté tanto
para él como para ti. ¿Qué es un sueño? ¡Por favor, no lo tomes todo tan a la
tremenda! ¿Y por qué no podía oírlo? ¿Qué pasa con Tunner? Hace años que lo
conocemos.
— Es muy chismoso. Lo sabes. No le tengo
confianza. Todo le sirve para fabricar un cuento.
— ¿Pero con quién ha de chismear aquí?
—preguntó Port exasperado.
Ahora fue Kit quien se irritó.
— ¡Ah, aquí no! —estalló—. Pareces
olvidar que algún día regresaremos a Nueva York.
— Lo sé, lo sé. Cuesta creerlo, pero
supongo que sí. ¿Qué tiene de terrible que recuerde cada detalle y lo repita a
todos nuestros conocidos?
— Es un sueño tan humillante... ¿No te
das cuenta?
— ¡Ah, mierda! Hubo un silencio.
— ¿Humillante para quién? ¿Para ti o
para mí?
Kit no contestó. Él siguió:
— ¿Qué quieres decir con eso de que no
le tienes confianza a Tunner? ¿En qué sentido?
— Oh, supongo que le tengo confianza.
Pero nunca me he sentido totalmente cómoda con él. Jamás lo he considerado un
amigo íntimo.
— ¡Esto sí que es bueno, ahora que
estamos aquí con él!
— Está bien. Me gusta mucho. No me
interpretes mal.
— Pero algo quisiste decir.
— Claro que quise decir algo. Pero no
tiene importancia.
Regresó a su habitación. Él se quedó un
momento contemplando el cielo raso con aire desconcertado.
Se puso a leer de nuevo y se detuvo.
— ¿Estás segura de que no quieres ver Se
alquila una novia?
— Completamente segura.
Port cerró el libro.
— Me parece que voy a salir una media
hora.
Se levantó, se puso una camisa
deportiva, un par de pantalones de algodón y se peinó. Kit estaba en su habitación
limándose las uñas junto a la ventana abierta. Él se inclinó y la besó en la
nuca, donde el sedoso pelo rubio se rizaba.
— Lo que te has puesto es maravilloso.
¿Lo conseguiste aquí?
Husmeó ruidosamente, apreciativo.
Después cambió de voz para decir:
— ¿Pero qué quisiste decir con lo de
Tunner?
— ¡Port, por el amor de Dios, no hables
más del asunto!
— Está bien, nena —dijo sumiso,
besándole el hombro. Y con una inflexión de fingida inocencia:
— ¿No puedo siquiera pensarlo?
Kit no dijo nada hasta que él llegó a la
puerta. Entonces levantó la cabeza y dijo con despecho:
— Después de todo, es más asunto tuyo
que mío.
— Vuelvo en seguida —dijo Port.
IV
Anduvo por las calles, buscando
inconscientemente las más oscuras, feliz de estar solo y de sentir el aire
nocturno en la cara. Las calles estaban atestadas. Las gentes lo empujaban al
pasar, lo miraban desde umbrales y ventanas, hacían francos comentarios sobre
él —por la cara no se podía adivinar si inspiraba simpatía o no— y a veces se
detenían para observarlo.
«¿Hasta qué punto son amistosos? Sus
caras son máscaras. Todos parecen tener mil años. La poca energía que poseen
se reduce al ciego, masivo deseo de vivir, porque ninguno de ellos come lo
suficiente para tener fuerzas propias. ¿Qué piensan de mí? Probablemente nada.
¿Me ayudaría alguien si tuviera un accidente? ¿O me dejarían tendido en la
calle hasta que la policía me encontrara? ¿Qué motivo tendría alguno de ellos
para ayudarme? No les queda religión. Saben lo que es el dinero y cuando lo consiguen
lo único que quieren es comer. ¿Y qué tiene eso de malo? ¿Por qué me pongo así
con ellos? ¿Sentimiento de culpa por estar sano y bien alimentado? Sin embargo,
el sufrimiento se distribuye por partes iguales entre los hombres: cada uno ha
de aguantar el mismo fardo...» Algo le decía que esta idea era falsa, pero en aquel
momento era una creencia necesaria: no siempre es fácil soportar las miradas
de los hambrientos. Con esas ideas podía seguir caminando por las calles. Era
como si él o los otros no existieran. Ambas suposiciones eran posibles. La
criada española del hotel le había dicho ese mediodía: La vida es pena. «Así
es», contestó, sintiéndose en falso, preguntándose si un norteamericano puede,
sin mentir, aceptar una definición de la vida como sinónimo de sufrimiento.
Pero en ese momento aprobó el sentir de la mujer porque era vieja, reseca, tan
visiblemente pueblo. Durante años había tenido, entre otras, la superstición
de que la realidad y el conocimiento verdadero podían descubrirse hablando con
las clases trabajadoras. Y si bien ahora veía claramente que las fórmulas que
esas clases aplicaban para pensar y hablar eran invariables y adocenadas —y,
por tanto, tan lejos de la verdad profunda como las de cualquier otra—, solía
descubrirse en actitud de espera, con la infundada fe en que de esas bocas aún
podían brotar las perlas de la sabiduría. Mientras seguía andando se dio
cuenta de pronto de su nerviosidad porque iba trazando con el índice de la mano
derecha rápidos y repetidos ochos. Suspiró y dejó de hacerlo.
El ánimo se le levantó un poco al llegar
a una plaza relativamente iluminada. En los cafés de los cuatro lados habían
sacado mesas y sillas no sólo a las aceras, sino también a las calzadas, de
modo que ningún vehículo podía pasar sin volcarlas. En medio de la plaza había
un pequeño jardín adornado por cuatro plátanos podados en forma de parasoles.
Debajo de los árboles, una docena de perros de diversos tamaños se agitaban en
mezcla confusa, ladrando con frenesí. Cruzó lentamente la plaza, procurando
sortearlos. Mientras avanzaba cautelosamente bajo los árboles notó que a cada
paso aplastaba algo. El suelo estaba cubierto de grandes insectos; sus duros
caparazones se quebraban con pequeños estallidos perfectamente audibles a
pesar del ruido de los perros. Tuvo conciencia de que normalmente se hubiera
estremecido de asco ante un fenómeno semejante, pero que esa noche, sin razón,
experimentaba una sensación infantil de triunfo. «Estoy perdiendo la chaveta»,
pensó, «¿y qué?». Las pocas personas dispersas en las mesas estaban en general
calladas, pero cuando hablaban se oían los tres idiomas de la ciudad: árabe,
español, francés.
Lentamente, la calle empezó a bajar; se
sorprendió porque había imaginado que toda la ciudad estaba construida sobre
la pendiente que miraba al puerto y él había optado deliberadamente por
caminar hacia adentro y no en dirección al muelle. Los olores del aire eran
cada vez más fuertes. Variaban, pero todos correspondían a un tipo u otro de
basura. Esa proximidad con un elemento, por así decirlo, prohibido lo exaltó. Se
abandonó al placer perverso de seguir poniendo maquinalmente un pie delante
del otro, aunque su fatiga era innegable. «De pronto me encontraré doblando y
caminando de vuelta», pensó. Pero no antes de decidirlo. Postergaba de un
momento a otro el impulso de volver sobre sus pasos. Finalmente dejó de sorprenderse:
comenzaba a obsederlo una vaga visión: Kit, sentada junto a la ventana abierta,
limándose las uñas y mirando la ciudad. Como su imaginación, conforme pasaban
los minutos, volvía cada vez con más frecuencia a aquella escena, se consideró,
inconscientemente, como el protagonista y a Kit como la espectadora. En ese
momento la validez de su existencia se fundaba en el supuesto de que Kit no se
hubiera movido, de que continuara allí sentada. Era como si ella pudiera verlo
todavía desde la ventana, pequeño y lejano, subiendo rítmicamente la colina y
bajando a través de la luz y la sombra; era como si sólo ella supiera cuándo
dar media vuelta y volver atrás.
Ahora los faroles se iban espaciando y
las calles ya no estaban pavimentadas. Pero aún había algunos niños que jugaban
entre las basuras y gritaban. Una piedrecita le dio en la espalda. Se volvió
rápidamente, pero estaba demasiado oscuro para saber de dónde venía. Segundos
más tarde, otra piedra que venía de frente aterrizó contra su rodilla. En la
luz escasa vio un grupo de niños que se dispersaba. Desde otra dirección
cayeron más piedras, pero sin tocarlo. Más lejos, bajo la luz de un farol, se
detuvo y trató de ver los dos bandos en guerra, pero todos se perdieron en la
oscuridad y él siguió andando con paso tan rítmico y maquinal como antes. Desde
la calle en sombras un viento caliente y seco le sopló en la cara. Husmeó sus
relentes de misterio y sintió nuevamente una exaltación insólita.
La calle, cada vez menos urbana, parecía
negarse a acabar, flanqueada a ambos lados por cabañas. A partir de cierto
punto, las luces desaparecieron y las viviendas mismas se hundieron en la
oscuridad. Un viento del sur que soplaba de las montañas invisibles se
arrastraba sobre la vasta sebkha chata hasta los bordes de la ciudad,
levantando cortinas de polvo que trepaban hasta la cresta de la colina y se
perdían en el aire, encima del puerto. Se detuvo. El último arrabal posible se
enhebraba en el hilo de la calle. Más allá de la última cabaña, el basural y el
camino de cascote se precipitaban bruscamente en tres direcciones. Abajo, en
la penumbra, el suelo parecía surcado de hondonadas como pequeños desfiladeros.
Port alzó los ojos al cielo: la polvorienta cinta de la vía láctea parecía una
gigantesca fisura en el firmamento por la que se filtraba una débil luz blanca.
Oyó a lo lejos una motocicleta. Cuando se apagó su sonido se escuchó el canto
intermitente de un gallo, como las notas más altas de una melodía repetida de
la que el resto fuera inaudible.
Comenzó a bajar por el barranco hacia la
derecha, resbalando en el polvo y las espinas de pescado. Una vez abajo,
tanteó una roca que parecía limpia y se sentó. El hedor era intenso. Encendió
un fósforo: vio a sus pies una espesa capa de plumas de gallina y cortezas de
melón podridas. Al levantarse oyó pasos, arriba, al final de la calle. Una
figura se recortaba en lo alto del terraplén. No dijo nada, pero Port estaba
seguro de que lo había visto y seguido, sabía que estaba allí sentado. La
figura encendió un cigarrillo y por un momento Port vio un árabe tocado con una
chechia. El fósforo trazó en el aire una parábola de luz menguante, el
rostro desapareció y sólo quedó el punto rojo del cigarrillo. El gallo cantó
varias veces. Por fin, el hombre exclamó:
— Qu'est-ce ti cherches
là?
«Ahora empiezan las complicaciones»,
pensó Port. No se movió.
El árabe esperó un poco. Caminó hasta el
borde mismo del declive. Una lata rodó ruidosamente hacia la roca donde Port
estaba sentado.
— He! M'sieu! Qu'est-ce
ti vo?
Decidió contestar. Su francés era bueno.
— ¿Quién? ¿Yo? Nada.
El árabe bajó el barranco y se detuvo
frente a él. Con gestos característicos de impaciencia, casi de indignación,
continuó inquiriendo:
— ¿Qué haces aquí solo? ¿De dónde
vienes? ¿Qué quieres? ¿Buscas algo?
A lo que Port contestó, desganado:
— Nada. De allá. Nada. No.
Por un instante, el árabe calló,
tratando de ver qué giro daría al diálogo. Aspiró varias bocanadas profundas
hasta hacer brillar el cigarrillo; después lo arrojó, exhalando el humo.
— ¿Quieres dar un paseo? —preguntó.
— ¿Cómo? ¿Un paseo? ¿Adónde?
— Allá —agitó el brazo en dirección a la
montaña.
— ¿Qué hay allá?
— Nada.
Hubo otro silencio entre los dos.
— Te pago una copa —dijo el árabe, y
agregó de inmediato:
— ¿Cómo te llamas?
— Jean.
El árabe repitió el nombre dos veces,
como si considerara sus méritos.
— Yo —golpeándose el pecho— Smail.
Bueno, ¿vamos a beber?
— No.
— ¿Por qué no?
— Porque no tengo ganas.
— No tienes ganas. ¿Qué es lo que
quieres hacer?
— Nada.
De pronto, toda la conversación volvió
al principio. Sólo la inflexión de la voz del árabe, ahora francamente ofendido,
marcaba una diferencia:
— Qu'est-ce ti fi là?
Qu'est-ce ti cherches?
Port se levantó y empezó a trepar el
barranco, pero era difícil. A cada paso resbalaba. De golpe, el árabe estuvo a
su lado, tironeándole del brazo.
— ¿Dónde vas, Jean?
Sin contestar, Port hizo un gran
esfuerzo y alcanzó la cima:
— Au revoir —exclamó,
caminando velozmente por el centro de la calle. Lo oía trepar desesperadamente
detrás; poco después estaba a su lado.
— No me esperaste —dijo en tono
ofendido.
— No. Te dije adiós.
— Voy contigo.
Port no contestó. Anduvieron un buen trecho
en silencio. Cuando llegaron al primer farol, el árabe metió la mano en un
bolsillo y sacó una billetera gastada. Port lo miró de reojo y siguió andando.
— ¡Mira! —gritó el árabe, agitando la
billetera delante de sus narices. Port no miró.
— ¿Qué es? —preguntó con tono brusco.
— Estuve en el Quinto Batallón de
Tiradores de Elite. ¡Mira el papel! ¡Verás!
Port apretó el paso. Pronto empezó a
aparecer gente en la calle. Nadie los miraba. Se hubiera dicho que la presencia
del árabe a su lado lo volvía invisible. Pero ahora ya no estaba seguro del
camino. Nunca permitiría que el otro lo advirtiera. Siguió andando en línea
recta, como si no tuviera dudas. «Llegar a lo alto de la colina y bajar», se
dijo, «no puedo equivocarme.»
Nada parecía familiar: las casas, las
calles, los cafés, hasta la distribución de la ciudad con respecto a la colina.
En vez de encontrar la cima para después empezar el descenso, descubrió que
las calles subían visiblemente, cualquiera que fuese la dirección que tomara;
para poder bajar tendría que dar marcha atrás. El árabe caminaba solemnemente,
a veces a su lado, otras deslizándose atrás cuando no había espacio para
seguir juntos. Ya no trataba de conversar; Port observó con placer que jadeaba
un poco.
«Puedo seguir así toda la noche si hace
falta», pensó, «pero ¿cómo diablos llegaré al hotel?».
De pronto llegaron a una calle no más
ancha que un pasaje. Por encima de sus cabezas las paredes casi se juntaban.
Port vaciló un instante: no tenía ganas de meterse en ese callejón y además era
obvio que no llevaba al hotel. En este breve lapso, el árabe volvió a la carga:
— ¿No conoces esta calle? Se llama Rue
de la Mer Rouge. ¿La conoces? Ven. Hay cafés árabes de este lado. Aquí cerca.
Ven.
Port reflexionó. Quería a toda costa
seguir demostrando que conocía la ciudad.
— Je ne sais pas si je
veux y aller ce soir —pensó en voz
alta.
El árabe, excitado, le tironeó de la
manga.
— ¡Si, si! —exclamó—.
¡Viens! Te pagaré una copa.
— No bebo. Es muy tarde.
Dos gatos se maullaron cerca. El árabe
les chistó y golpeó con los pies el suelo; los gatos huyeron en direcciones
opuestas.
— Tomaremos té, entonces.
Port suspiró.
— Bien —dijo.
La entrada del café era complicada.
Franquearon una puerta baja, en arco, y siguieron por un oscuro pasillo hasta
desembocar en un jardincillo. Había en el aire un fuerte perfume de iris al que
se agregaba un olor acre de alcantarilla. Cruzaron a oscuras el jardín y
subieron una larga escalera de piedra. Desde arriba llegaba el staccato de
un tam tam; su indolente sonido flotaba sobre un mar de voces.
— ¿Nos sentamos afuera o adentro?
—preguntó el árabe.
— Afuera.
Port aspiró el olor estimulante del haschich
e, inconscientemente, se alisó el pelo al llegar a lo alto de la escalera.
El árabe observó hasta ese pequeño detalle:
— Aquí no hay señoras, ¿sabes?
— Lo sé.
Por la puerta abierta echó un vistazo a
una larga serie de cuartitos brillantemente iluminados y a los hombres sentados
en todas partes, sobre las esteras rojas que cubrían los suelos. Todos llevaban
turbantes blancos o chechias rojos, detalle que daba a la escena una
homogeneidad tan grande que Port no pudo contener una exclamación al pasar
delante de la puerta. Cuando llegaron a la terraza, bajo la luz de las
estrellas, alguien tocaba lánguidamente el oud en la oscuridad, y Port
dijo a su acompañante:
— No sabía que aún quedaran sitios como
éste en la ciudad.
El árabe no entendió.
— ¿Como éste? ¿En qué sentido?
— Solamente de árabes. Como allí dentro.
Pensé que todos los cafés eran como los de la calle, todos mezclados: judíos,
franceses, españoles, árabes, todos juntos. Pensé que la guerra había cambiado
todo.
El árabe se echó a reír.
— La guerra fue mala. Murieron muchos.
No había qué comer. Eso es todo. ¿Cómo iba a cambiar los cafés? Ah, no, amigo
mío. Es lo mismo de siempre.
En seguida añadió:
— Entonces no has estado aquí desde la
guerra. ¿Pero estuviste antes?
— Sí —dijo Port. Era verdad; una vez
había pasado la tarde en la ciudad, en una breve escala.
Llegó el té; charlaron, lo bebieron.
Lentamente, la imagen de Kit sentada junto a la ventana comenzó a formarse en
la mente de Port. Al principio, cuando se dio cuenta, sintió una punzada de
culpabilidad. Después entró en juego su fantasía, vio la cara de Kit, sus
labios furiosamente apretados, desvistiéndose y arrojando sus ropas ligeras
sobre los muebles. Seguro que había dejado de esperarlo, que se había acostado.
Se encogió de hombros y se quedó pensativo, haciendo girar el resto del té en
el fondo del vaso y siguiendo con los ojos el movimiento circular.
— Estás triste —dijo Smail.
— No, no —alzó la vista y sonrió
melancólico; después volvió a observar el vaso.
— La vida es corta. II faut
rigoler.
Port se impacientó; no se sentía con
ánimos para filosofías de café.
— Sí, lo sé —repuso secamente, y
suspiró. Smail le pellizcó un brazo, los ojos le brillaban.
— Cuando salgamos de aquí te presentaré
a alguien que te gustará.
— No quiero conocer a nadie —dijo Port,
y añadió:
— Gracias, de todos modos.
— Ah, estás realmente triste —rió
Smail—. Es una muchacha. Bella como la luna.
El corazón de Port dio un salto.
— Una muchacha —repitió maquinalmente,
sin quitar los ojos del vaso. Le turbaba comprobar que estaba excitado. Miró a
Smail.
— ¿Una muchacha? Una puta, quieres
decir.
Smail se mostró levemente indignado.
— ¿Una puta? Ah, amigo mío, no me
conoces. Sería incapaz de presentarte algo semejante. C'est de la
saloperie, ça! Es una amiga mía
muy elegante, muy simpática. Ya lo verás cuando la conozcas.
El músico dejó de tocar el oud. En
el interior del café cantaban los números del juego de lotería.
— Ouahad aou tletine! ArbAïne!
¿Cuántos años tiene? —preguntó Port. Smail vaciló.
— Unos dieciséis. Dieciséis o
diecisiete.
— O veinte o veinticinco —sugirió Port
mirándolo de reojo.
Smail volvió a indignarse.
— ¿Qué quieres decir con veinticinco? Te
digo que tiene dieciséis o diecisiete años. ¿No me crees? Oye, la vas a
conocer. Si no te gusta, pagas el té y nos marchamos.
— ¿Y si me gusta?
— En ese caso haces lo que quieras.
— ¿Pero tendré que pagarle?
— Pues claro que tendrás que pagarle.
Port se echó a reír.
— ¡Y dices que no es una puta!
Smail se inclinó hacia él por encima de
la mesa y dijo demostrando su gran paciencia:
— Oye, Jean, es una bailarina. Hace
apenas unas semanas que ha llegado de su bled, en el desierto. ¿Cómo va
a ser una puta si no está registrada y no vive en el quartier, eh?
Tienes que pagarle porque le ocuparás tiempo. Baila en el quartier, pero
no tiene ni cama ni habitación. No es una puta. ¿Vamos?
Port pensó un momento, miró el cielo, el
jardín y toda la terraza antes de responder:
— Sí, vamos. Ya.
V
Al salir del café le pareció que tomaban
aproximadamente la misma dirección de donde habían venido. Había menos gente
en las calles y el aire estaba más fresco. Anduvieron un buen trecho a través
de la Casbah y de golpe salieron por una de las puertas de la ciudad a un
espacio alto y abierto. Allí todo era silencio y las estrellas se veían muy nítidas.
El placer que le producía la inesperada frescura del aire y el alivio de
encontrarse otra vez al descampado, lejos de las casas con saledizo, hicieron
que Port retardara la pregunta que tenía en mente: «¿Adónde vamos?» Pero
mientras flanqueaban una especie de parapeto, al borde de un foso profundo y
seco, terminó por hacerla. Smail contestó vagamente que la muchacha vivía con
unos amigos en el borde de la ciudad.
— Pero ya estamos en el campo —objetó
Port.
— Sí, es el campo —dijo Smail.
Evidentemente, ahora se mostraba
evasivo; su carácter parecía haber cambiado de nuevo. El comienzo de intimidad
había desaparecido. Para Port era otra vez aquella figura oscura, anónima, que
había aparecido en lo alto, entre los desperdicios, al final de la calle,
fumando un cigarrillo de extremo brillante. «Todavía estás a tiempo de
terminar. No des un paso más. Detente. Ahora.» Pero el ritmo parejo,
combinado, de sus pies era demasiado poderoso. El parapeto describió una amplia
curva y el suelo bajó hacia una oscuridad más profunda. Ahora dominaban un
valle abierto.
— La fortaleza turca —señaló Smail
martillando las piedras con los talones.
— Oye —empezó Port, colérico—, ¿adónde
vamos?
Miró la línea desigual de montañas
negras que se alzaban sobre el horizonte.
— Hacia allá.
Smail señaló el valle. Poco después se
detuvo.
— Aquí están las escaleras.
Se inclinaron sobre el borde. Había una
estrecha escalerilla de hierro sujeta a la pared. No tenía pasamanos y bajaba
abruptamente.
— Es lejos —dijo Port.
— Ah, sí, es la fortaleza turca. ¿Ves
aquella luz? —señaló un tenue resplandor rojo que aparecía y desaparecía, casi
directamente debajo de ellos—. Es la carpa donde vive.
— ¡La carpa!
— Aquí no hay casas. Solamente carpas.
Hay cantidad. On descend?
Smail bajó el primero, acercándose mucho
a la pared.
— Pégate a las piedras —aconsejó.
Al acercarse al fondo vio que el débil
resplandor provenía de una hoguera moribunda encendida en un espacio abierto,
entre dos grandes tiendas de nómadas. Súbitamente, Smail se detuvo a escuchar.
Se oía un murmullo confuso de voces masculinas.
— Allons-y —murmuró;
su voz sonaba satisfecha.
Llegaron al pie de la escalera.
Sintieron la dureza de la tierra bajo los pies. A la izquierda, Port distinguió
la silueta negra de una enorme pita en flor.
— Espera aquí —susurró Smail.
Port estaba por encender un cigarrillo;
Smail le dio en el brazo con cólera:
— ¡No! —susurró.
— ¿Pero qué pasa? —empezó a decir Port,
muy fastidiado por tantos misterios. Smail desapareció.
Apoyado contra la fría pared de roca,
Port esperó que la conversación monótona, apagada, se interrumpiera, que
hubiese un cambio de saludos, pero no ocurrió nada. Las voces prosiguieron
invariables, un chorro incesante de sonidos inexpresivos. «Habrá entrado en la
otra carpa», pensó. El reflejo de las brasas incendiaba un costado de la carpa:
más allá reinaba la oscuridad. Se acercó unos pasos, pegado a la muralla,
tratando de distinguir la entrada, pero estaba del otro lado. Escuchó en vano
lo que se decía en el interior. Sin saber cómo, oyó de pronto la frase que
había pronunciado Kit cuando él salía de la habitación: «Después de todo, es
más asunto tuyo que mío.» Tampoco ahora las palabras tenían un significado
especial, pero recordó el tono con que habían sido dichas: una voz herida y
agresiva. Y Tunner era la causa de todo. Se enderezó. «Le hace la corte»,
murmuró. Giró de golpe, se dirigió a la escalera, empezó a subir. En el sexto
peldaño se detuvo y miró en derredor. «¿Qué puedo hacer esta noche?», pensó.
«Esto me sirve de pretexto para salir de aquí, porque tengo miedo. Qué
diablos, nunca la conquistará.»
Una figura surgió entre las dos tiendas
y corrió velozmente hasta el pie de la escalera.
— ¡Jean! —susurró. Port no se movió.
— Ah! Ti est là? ¿Qué
haces ahí arriba? ¡Vamos!
Port bajó lentamente. Smail se acercó,
lo tomó del brazo.
— ¿Por qué no podemos hablar? —murmuró
Port. Smail le apretó el brazo.
— ¡Shh! —le hizo al oído.
Pasaron junto a la carpa más próxima,
atravesaron un alto matorral de cardos y, caminando por las piedras, llegaron
a la entrada de la otra carpa.
— Quítate los zapatos —ordenó Smail,
quitándose las sandalias.
«No es una buena idea», pensó Port.
— No —dijo en voz alta.
— ¡Shh! —Smail lo empujó al interior de
la carpa con los zapatos todavía puestos.
En el centro de la carpa, la altura era
suficiente para estar de pie. Una vela corta, pegada sobre un cofre cerca de la
entrada, era la única iluminación; los rincones estaban casi totalmente a
oscuras. Pedazos de estera se distribuían caprichosamente por el suelo y los
objetos más heteróclitos se desparramaban en el mayor desorden. En la tienda
nadie los esperaba.
— Siéntate —dijo Smail, haciendo de
dueño de casa. Retiró de la estera más grande un despertador, una lata de
sardinas y un overol viejo, increíblemente manchado de grasa. Port se sentó y
apoyó los codos en las rodillas. En la estera contigua había una bacinilla con
el esmalte saltado, llena hasta la mitad de un líquido oscuro. Había por todas
partes mendrugos de pan duro. Encendió un cigarrillo sin convidar a Smail, que
se quedó en la entrada, mirando hacia fuera.
Y de pronto entró: era una muchacha
delgada, de aspecto huraño, con grandes ojos oscuros. Estaba inmaculadamente vestida
de blanco, con un turbante blanco que le estiraba el pelo hacia atrás,
destacando los tatuajes azules de la frente. Ya dentro de la carpa, se quedó
inmóvil, observando a Port con una mirada —pensó— como la del toro joven que
da los primeros pasos en la arena fulgurante. Lo miraba en silencio con
desconcierto, con temor, en espera pasiva.
—
¡Ah, aquí está! —dijo Smail, siempre en voz baja—. Se llama Marhnia —espe-ró un
instante. Port se puso de pie y se acercó a la muchacha para darle la mano.
— No habla francés —explicó Smail. Sin
sonreír, ella rozó con su mano la de Port y alzó los dedos hasta los labios. Se
inclinó y dijo casi en un susurro:
— Ya sidi, la bess âlik? Eglès,
barakalaoufik.
Con graciosa dignidad y un peculiar
pudor en los gestos, despegó del cofre la vela encendida y fue al fondo de la
carpa, donde una manta colgada del techo formaba una especie de alcoba. Antes
de desaparecer detrás de la manta se volvió hacia ellos y dijo con un gesto:
—Agi! Agi! menah!
Los dos hombres la siguieron al interior
de la alcoba; un viejo colchón tendido sobre unos cajones bajos la transformaba
en saloncito. Junto al diván improvisado había una minúscula mesita de té y al
lado, sobre la estera, una pila de almohadones apelotonados. La muchacha puso la
vela sobre el suelo de tierra y comenzó a distribuir los almohadones a lo
largo del colchón.
— Essmah! —dijo
dirigiéndose a Port; y a Smail—: Tsekellem bellatsi —después salió.
Smail se echó a reír y repuso en voz
baja:
— Fhemtek.
Port estaba intrigado por la muchacha,
pero la barrera del idioma le molestaba, y le irritaba aún más el hecho de que
ella y Smail pudieran conversar en su presencia.
— Ha ido a buscar fuego —explicó Smail.
— Sí, sí —dijo Port—. ¿Pero por qué
tenemos que hablar susurrando?
Smail señaló la entrada con una mirada:
— Los hombres de la otra carpa.
La muchacha volvió en seguida con un
recipiente de barro lleno de ascuas brillantes. Mientras hacía hervir el agua y
preparaba el té, Smail charlaba con ella. Sus respuestas eran siempre graves,
su voz baja pero agradablemente modulada. Port la encontró más parecida a una
joven monja que a una bailarina de café. Al mismo tiempo, no le inspiraba
ninguna confianza; estaba contento de estar allí sentado, maravillado de los
delicados movimientos de sus dedos ágiles, teñidos de henna, que cortaban las
ramitas de menta y las metían en la pequeña tetera.
Después de probar el té varias veces
hasta encontrarlo a gusto, la muchacha tendió un vaso a cada uno, se acuclilló
con aire solemne y empezó a beber el suyo.
— Siéntate aquí —le dijo Port, palmeando
el diván.
Ella le dio a entender que ya estaba
cómoda y le agradeció cortésmente. Volviéndose hacia Smail, inició una larga
conversación mientras Port bebía el té y procuraba aflojarse. Tenía la
sensación oprimente de que el alba se iba acercando, seguramente no faltaban
más de una o dos horas, y le parecía que perdía el tiempo. Consultó ansiosamente
su reloj: se había detenido a las dos menos cinco.
Pero seguía marchando. Debía de ser más
tarde, con seguridad. Marhnia hizo a Smail una pregunta que parecía referirse
a Port:
— Quiere saber si conoces el cuento de
Outka, Mimouna y Aicha —dijo Smail.
— No —repuso Port.
— Goul lou, goul lou —dijo
Marhnia a Smail, apremiándolo.
— Cerca del bled de Marhnia hay
tres muchachas de la montaña que se llaman Outka, Mimouna y Aicha —Marhnia
asentía lentamente, sus grandes ojos suaves fijos en Port—. Salen a buscar
fortuna en el M'Zab. La mayoría de las muchachas van a Argel, o a Túnez, o
vienen aquí para ganar dinero. Pero éstas quieren una cosa por sobre todas las
otras. Quieren tomar té en el Sáhara —Marhnia continuaba asintiendo; seguía el
relato gracias a los nombres de lugares que pronunciaba Smail.
— Entiendo —dijo Port, que no tenía idea
de si el cuento era humorístico o trágico; había decidido estar atento y
fingir que lo saboreaba, como ella, evidentemente, esperaba. Lo único que
quería es que fuese breve.
— En el M'Zab todos los hombres son
feos. Las muchachas bailan en los cafés de Ghardaia, pero están siempre
tristes: siguen pensando en tomar té en el Sáhara —Port miró a Marhnia
nuevamente; su expresión era absolutamente seria. Port asintió otra vez—.
Pasan muchos meses en el M'Zab y ellas siguen tristes, muy tristes, porque
todos los hombres son tan feos. Muy feos, como cerdos. Y no pagan a las
muchachas lo suficiente para poder ir a tomar té en el Sáhara —cada vez que
decía «Sáhara», que pronunciaba a la manera árabe, con fuerte acento en la
primera sílaba, se detenía un instante—. Un día llega un Targui alto y guapo,
montando un hermoso mehari; habla con Outka, Mimouna y Aicha, les cuenta
cosas del desierto, allá donde vive, del bled, y ellas lo escuchan con grandes
ojos. Después les dice: «Bailad para mí», y ellas bailan. Entonces hace el amor
con las tres y les da una moneda de plata a Outka, una moneda de plata a Mimouna,
una moneda de plata a Aicha. Al amanecer monta su mehari y parte hacia
el sur. Desde entonces, las muchachas están muy tristes, los hombres del M'Zab
les parecen más feos que nunca y sólo piensan en el Targui alto que vive en el
Sáhara —Port encendió un cigarrillo; como Marhnia lo observaba con expectativa,
le tendió el paquete. Ella tomó uno y con ayuda de unas toscas pinzas alzó
elegantemente una brasa. Una vez encendido, pasó el cigarrillo a Port y aceptó
el suyo en cambio. Él le sonrió. La muchacha hizo una inclinación casi
imperceptible.
— Pasan muchos meses y todavía no han
ganado lo suficiente para ir al Sáhara. Han conservado las monedas de plata,
porque las tres están enamoradas del Targui. Y siguen estando tristes. Un día
dicen: «Acabaremos así, siempre tristes, sin haber tomado nunca té en el
Sáhara. Tenemos que ir como sea, aun sin dinero.» Reúnen todo lo que poseen, incluidas
las monedas de plata, compran una tetera, una bandeja y tres vasos y toman
billetes de autobús hasta El Goléa. Y al llegar allí les queda muy poco dinero
y se lo dan todo a un bachhamar que va con su caravana al sur, al
Sáhara. El bachhamar les permite unirse a la caravana. Y una tarde,
cuando está por ponerse el sol, llegan a las altas dunas y piensan: «Ah, ahora
estamos en el Sáhara; vamos a preparar el té.» La luna se levanta, todos los
hombres duermen, salvo el guardián. Sentado junto a los camellos, toca la
flauta —Smail agitó los dedos delante de la boca—. Outka, Mimouna y Aicha se
alejan silenciosamente de la caravana con la bandeja, la tetera y los vasos.
Buscan la duna más alta para contemplar desde allí todo el Sáhara. Después
prepararán el té. Caminan largo rato. Outka dice: «Veo una duna más alta.» Y
van y trepan hasta la cima. Entonces Mimouna dice: «Allá veo otra. Es mucho
más alta y desde allí podremos ver hasta In Salah.» Van y es mucho más alta.
Pero al llegar a la cima, Aicha dice: «¡Mirad! Aquélla es la más alta de todas.
Veremos hasta Tamanrasset. Allí es donde vive el Targui.» Salió el sol y
siguieron andando. A mediodía tenían mucho calor. Pero alcanzaron la duna y
treparon y treparon. Cuando llegaron a lo alto estaban muy cansadas y dijeron:
«Descansaremos un rato y después prepararemos el té.» Pero primero dispusieron
la bandeja, la tetera y los vasos. Después se tendieron a dormir. Y entonces
—Smail se detuvo y miró a Port—, muchos días después, pasó otra caravana y un
hombre vio algo en lo alto de la duna más alta. Y cuando llegaron encontraron a
Outka, Mimouna y Aicha; yacían en la misma posición en que se habían dormido. Y
los tres vasos —Smail alzó su vasito de té— estaban llenos de arena. Fue así
como tomaron té en el Sáhara.
Hubo un largo silencio. Evidentemente
era el final de la historia. Port miró a Marhnia; seguía asintiendo, mirándolo
fijo. Port decidió arriesgar un comentario:
— Es muy triste —dijo. Inmediatamente
ella preguntó a Smail qué había dicho.
— Gallik merhmoum bzef —tradujo
Smail. Marhnia cerró los ojos lentamente y siguió
asintiendo.
— Eioua! —dijo,
abriéndolos de nuevo. Port se volvió rápidamente hacia Smail.
— Escucha, es muy tarde; quiero arreglar
el precio con ella. ¿Cuánto tengo que darle?
Smail se mostró escandalizado.
— ¡No te puedes comportar como si
estuvieras tratando con una puta! Ci pas une putain, je t'ai dit!
— ¿Pero tengo que pagar si me quedo con
ella?
— Desde luego.
— Entonces quiero dejarlo arreglado
ahora.
— No puedo hacerlo por ti, amigo mío.
Port se encogió de hombros y se puso de
pie.
— Tengo que irme. Es tarde.
Marhnia pasó rápidamente la mirada de un
hombre a otro. Después, en voz muy suave, dijo una o dos palabras a Smail, que
frunció el ceño pero salió dignamente de la carpa bostezando.
Se tendieron en el diván. Ella era muy
hermosa, muy dócil, muy comprensiva, pero Port seguía desconfiando. Marhnia se
negó a desnudarse del todo, pero por sus delicados gestos de negativa él
comprendió que al final cedería, que era cuestión de tiempo. Con tiempo podría
ganarse la confianza de ella; esa noche sólo obtendría lo que había sido tácitamente
acordado desde el principio. Lo pensaba mientras miraba la cara impasible de
Marhnia; recordó que se iba al Sur dentro de uno o dos días. Maldijo
interiormente su suerte y se dijo: «Más vale poco que nada.» Marhnia se inclinó
y apagó la vela con los dedos. Durante un segundo el silencio fue total; la
oscuridad, total. Después sintió que los suaves brazos de la muchacha le
rodeaban lentamente el cuello y que sus labios le besaban la frente.
Casi en seguida un perro empezó a aullar
a lo lejos. Por un momento no lo advirtió; cuando lo oyó se sintió perturbado.
Era una música inapropiada para las circunstancias. En seguida se descubrió
imaginando que Kit observaba en silencio. La fantasía lo estimuló: el lúgubre
aullido dejó de molestarle.
Apenas un cuarto de hora más tarde se
incorporó y espió por un costado de la manta la entrada de la carpa: aún estaba
oscuro. De pronto lo invadió el deseo de irse de allí. Se sentó en el diván y
empezó a arreglarse la ropa. Los dos brazos se levantaron furtivamente de nuevo
y se cerraron alrededor de su cuello. Los apartó con firmeza, con unas
palmaditas juguetonas. Ahora sólo llegó uno hasta el cuello; el otro se deslizó
por debajo de su chaqueta y él sintió que le acariciaba el pecho. Un falso
movimiento indefinible le hizo introducir su mano para tomar la de ella. Su
billetera estaba ya entre los dedos de la muchacha. Se la arrancó y de un
empellón la tendió en el colchón. «¡Ah!», exclamó Marhnia. Port se levantó y
avanzó tropezando ruidosamente con el revoltijo de objetos que estorbaban la
salida. Marhnia lanzó un grito breve. Las voces en la otra carpa se volvieron
audibles. Siempre con la billetera en la mano, Port salió huyendo, dobló
bruscamente hacia la izquierda y echó a correr hacia la muralla. Cayó dos
veces, una al tropezar con una roca y la otra porque el terreno se inclinaba
inesperadamente. La segunda vez, al levantarse, vio venir a un hombre decidido
a no dejarle alcanzar la escalera. Cojeaba, pero estaba por llegar. Llegó.
Mientras subía las escaleras le parecía que alguien que lo seguía de cerca le
atraparía una pierna en el próximo segundo. Sus pulmones eran una enorme bolsa
de dolor que estallaría en un instante. Iba con la boca abierta, las comisuras
caídas, y entre los dientes apretados silbaba el viento al respirar. Al llegar
arriba se volvió y, aunque le parecía imposible, levantó una enorme piedra y la
arrojó escaleras abajo. Entonces respiró profundamente y echó a correr a lo
largo del parapeto. El cielo estaba sensiblemente más claro, una inmaculada
claridad se extendía por el Este, subiendo desde detrás de las colinas bajas.
No podía seguir corriendo mucho más. El corazón le latía en la cabeza y en el
cuello. Sabía que jamás podría llegar a la ciudad. Al costado del camino había
una pared demasiado alta para escalarla. Pero unos metros más adelante estaba
en parte desmoronada y en el cúmulo de piedras y basuras se abría un portal
perfecto. Ya del otro lado de la pared volvió sobre sus pasos en dirección
contraria a la que traía y trepó, jadeando, la ladera suave de una colina
cubierta por los lechos chatos que son las tumbas musulmanas. Por fin se sentó
un instante con la cabeza entre las manos y tuvo simultáneamente conciencia de
varias cosas: el dolor en la cabeza y el pecho, la falta de la billetera y el
fuerte ruido de su corazón, lo que no le impidió oír las voces excitadas de
sus perseguidores, abajo, en el camino. Se levantó y tambaleándose siguió subiendo
sobre las tumbas. Finalmente, la colina bajaba en la otra dirección. Se sintió
un poco más seguro. Pero la luz del día se acercaba; sería fácil descubrir
desde la distancia su figura solitaria deambulando por la colina. Echó a
correr de nuevo, jadeando, siempre en la misma dirección, tropezando de vez en
cuando, sin levantar nunca la vista por temor de caerse; siguió así largo
rato; el cementerio quedó atrás. Llegó por último a un montículo de arbustos y
cactos desde el cual dominaba todo lo que le rodeaba. Se sentó entre los
arbustos. La calma era absoluta. El cielo estaba blanco. De vez en cuando se
ponía de pie y observaba. Así fue cómo al salir el sol miró entre dos adelfas y
vio el reflejo rojo a través de la inmensa sebkha de sal que centelleaba
extendiéndose a sus pies hasta las montañas.
FUENTE:
Título original: The sheltering sky Traducción: Aurora Bernárdez
© Paul Bowles, 1949, 1977
© 1988, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
© RBA Editores, S. A., 1993, por esta edición
Pérez Galdós, 36 bis, 08012 Barcelona
Proyecto gráfico y diseño de la cubierta: Enric Satué Ilustración cubierta: Josep Lluís Navarro
ISBN: 84-473-0014-5
Depósito Legal: B. 24.192-1993
Impresión y encuadernación:
Printer industria gráfica, S. A.
Ctra. N-II, km 600. Cuatro Caminos s/n.
Sant Vicene deis Horts (Barcelona)
Impreso en España - Printed in Spain — Octubre 1993