viernes, 16 de febrero de 2024

EL CIELO PROTECTOR Paul Bowles FRAGMENTO NOVELA

 




Paul Bowles nació en Nueva York en 1910. Compositor además de escritor, desde muy

 joven se dedicó a viajar por el mundo con su esposa Jane, residiendo en París, España,

 América Lati­na y Tánger, ciudad en la que finalmente fijó su residencia. De su fascinación

 por el norte de África surgió su novela más famosa, El cielo protector. Otras de sus obras

 destacadas son Déjala que cai­ga, Un episodio distante y El tiempo en la amistad


 EL CIELO PROTECTOR

 

Paul Bowles

A Jane


 

PRIMERA PARTE.. 6

Té en el Sáhara. 6

 

SEGUNDA PARTE.. 73

El borde afilado de la tierra. 73

 

TERCERA PARTE.. 132

El cielo. 132

 

 
PRIMERA PARTE

Té en el Sáhara

 

 

 

 

 

 

Lo que tiene nuestro destino de nuestro

y de distinto es lo que tiene de parecido

con nuestro propio recuerdo

 

EDUARDO MALLEA

 

 

I

 


I

 

Se despertó, abrió los ojos. La habitación le decía poco; había estado demasiado sumergido en la nada, de la que acababa de emerger. No tenía fuerzas para definir su si­tuación en el tiempo y en el espacio; tampoco lo deseaba. Estaba en algún lugar; para regresar de la nada había atravesado vastas regiones. En el centro de su conciencia había la certidumbre de una infinita tristeza, pero esa tris­teza lo reconfortaba porque era lo único que le resultaba familiar. No necesitaba otro consuelo. Permaneció un rato completamente inmóvil, en un descanso absoluto, para hun­dirse luego en una de esas somnolencias ligeras, momen­táneas, que suelen suceder a un sueño largo y profundo. De pronto volvió a abrir los ojos y consultó su reloj de pulsera. Fue un puro acto reflejo, porque al ver la hora se desconcertó. Se incorporó, echó una mirada a la habita­ción charra, se llevó una mano a la frente y con un pro­fundo suspiro volvió a tenderse en la cama. Pero ya se había despertado; en pocos segundos más supo dónde es­taba, que la tarde terminaba, que había dormido desde el almuerzo. Oía a su mujer en la habitación contigua, taco­neando con sus chinelas sobre el liso suelo de baldosas, y ahora que había alcanzado otro nivel de conciencia en el que no le bastaba la mera certeza de estar vivo, ese ruido lo tranquilizaba. Pero qué difícil era aceptar la alta, estre­cha habitación con su cielo raso envigado, los colores neu­tros de los grandes dibujos anodinos de las paredes, la ven­tana cerrada, con sus vidrios rojos y anaranjados. Boste­zó, faltaba aire en el cuarto. Después bajaría de la alta cama para abrir la ventana, y en ese momento recordaría su sueño. Porque, aunque le era imposible reconstruir un solo detalle, estaba seguro de haber soñado. Del otro lado de la ventana habría aire, tejados, la ciudad, el mar. El viento vespertino le refrescaría la cara y en ese momento reaparecería el sueño. Por ahora lo único que podía hacer era seguir tendido como estaba, respirando lentamente, casi a punto de dormirse de nuevo, paralizado en el cuarto sin aire, no a la espera del crepúsculo, sino quedándose inmó­vil hasta que llegara.

 

 

II

 

En la terraza del Café d'Eckmül-Noiseux, unos pocos árabes bebían agua mineral; sólo sus feces de diversos tonos de rojo los distinguían del resto de la población del puerto. Sus ropas europeas eran grises y raídas; hubiera sido difícil decir cuál había sido el corte original de cual­quiera de ellas. Los lustrabotas casi desnudos, en cuclillas sobre sus cajas, miraban el pavimento, sin fuerzas para espantar las moscas que les corrían por la cara. En el in­terior del café, el aire, más fresco pero inmóvil, exhalaba un tufo de vino y orina.

Sentados a una mesa del rincón más oscuro, tres nor­teamericanos, dos hombres jóvenes y una muchacha, con­versaban tranquilamente, como las gentes que tienen tiem­po de sobra para todo. Uno de los hombres, el delgado, de cara levemente crispada y ansiosa, doblaba unos grandes mapas multicolores que había desplegado sobre la mesa poco antes. Su mujer observaba, divertida y exasperada, sus meticulosos movimientos; los mapas la aburrían y él estaba siempre consultándolos. Aun en sus breves perío­dos de vida sedentaria, y bien pocos habían sido desde su casamiento doce años atrás, le bastaba ver un mapa para ponerse a estudiarlo apasionadamente, y entonces, en la mayoría de los casos, empezaba a proyectar un nuevo viaje imposible pero que a veces llegaban a realizar. No se con­sideraba un turista; él era un viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud du­rante años de un punto a otro de la tierra. Y le hubiera sido difícil decir en cuál de los muchos lugares donde había vivido se había sentido más a sus anchas. Antes de la gue­rra era Europa y el Cercano Oriente; durante la guerra, las Antillas y América del Sur. Y ella lo había acompaña­do sin reiterar demasiado sus quejas, sin demasiada amar­gura.

En ese momento acababan de cruzar el Atlántico por primera vez desde 1939 con gran cantidad de equipaje y la intención de mantenerse lo más lejos posible de los lu­gares tocados por la guerra. Porque, como pretendía él, otra importante diferencia entre el turista y el viajero es que el primero acepta su propia civilización sin cuestionarla; no así el viajero, que la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan. Y la guerra era una faceta de la época mecanizada que quería olvidar.

En Nueva York habían descubierto que África del Norte era uno de los pocos lugares para los que se podían con­seguir pasajes de barco. A juzgar por sus primeras visitas en sus tiempos de estudiante en París y Madrid, parecía el lugar indicado para pasar un año o dos; en todo caso quedaba cerca de España y de Italia y siempre se podía dar marcha atrás si la cosa no andaba. El pequeño car­guero los había expulsado el día anterior de su vientre con­fortable a los muelles calientes donde estuvieron largo rato sudando, malhumorados y ansiosos, sin que nadie les pres­tara la menor atención. Allí, bajo el sol ardiente, estuvo tentado de regresar a bordo y tratar de conseguir pasaje para seguir viaje hasta Estambul, pero hubiera sido difícil hacerlo sin perder la cara, puesto que él mismo había con­vencido a los otros para que vinieran a África del Norte. Se limitó, pues, a echar una mirada indiferente al muelle, hizo algunos comentarios sensatos y poco halagadores sobre el lugar y dejó las cosas como estaban, resolviendo para sí meterse en el interior del país cuanto antes.

El otro hombre sentado a la mesa silbaba despacito, cuando no hablaba, melodías inacabadas. Era unos años más joven que su compañero, más robusto y asombrosa­mente guapo, como le decía con frecuencia la muchacha, a la manera de los galanes de la Paramount. Los rasgos de su cara lisa, por lo común poco expresiva, sugerían en general, cuando estaban quietos, una afable satisfacción.

Los tres contemplaban el resplandor de la tarde en la calle polvorienta.

— No hay duda de que la guerra ha dejado aquí sus huellas —pequeña, el pelo rubio, el cutis mate, la intensi­dad de la mirada la salvaba de ser bonita. Después de verle los ojos, el resto de la cara se volvía borroso, y al tratar de recordarla sólo quedaba la penetrante e interrogadora violencia de los ojos inmensos.

— Es natural. Durante un año por lo menos las tropas pasaron por aquí.

— Podían haber dejado en paz algún lugar del mundo —dijo la muchacha. Intentaba agradar a su marido, lamen­taba haberse enfadado con él un momento antes por los mapas. Reconociendo el gesto pero sin entender el por qué, él lo dejó pasar.

El otro hombre se rió condescendiente y el marido lo imitó.

— ¿En beneficio personal tuyo, supongo? —dijo el ma­rido.

— En beneficio nuestro. La cosa es tan detestable para ti como para mí.

— ¿Qué cosa? —preguntó él a la defensiva—. Si te re­fieres a este revoltijo incoloro que se llama ciudad, sí. Pero de todos modos prefiero mil veces estar aquí y no en los Estados Unidos.

La muchacha se apresuró a coincidir.

— Por supuesto. Pero no me refería a este lugar ni a ningún otro en particular. Me refería a todo el horror que deja una guerra, donde sea.

— Vamos, Kit —dijo el otro hombre—. Tú no te acuer­das de ninguna otra guerra.

Ella no prestó atención.

— La gente de cada país se va pareciendo cada vez más a la de los otros. No tiene carácter, ni belleza, ni ideales, ni cultura..., nada, nada.

Su marido se echó hacia adelante y le acarició una mano.

— Tienes razón, tienes razón —dijo sonriendo—. Todo se vuelve gris y se volverá más gris todavía. Pero algunos lugares resistirán la enfermedad más tiempo del que su­pones. Verás, en el Sáhara...

Del otro lado de la calle una radio proyectaba los gritos histéricos de una soprano coloratura. Kit se estremeció.

— Rápido, vayámonos —dijo—. Tal vez podamos es­capar.

Escucharon fascinados el aria que, próxima a su tér­mino, cumplía los preparativos ortodoxos para el inevita­ble agudo final.

Entonces Kit dijo:

— Ahora que ha terminado, quiero otra botella de Oulmès.

¾ ¡Dios mío! ¿Más de esa gaseosa? Vas a volar.

¾ Ya lo sé, Tunner, pero no puedo dejar de pensar en el agua. Todo lo que miro, sea lo que fuere, me da sed. Por primera vez siento que podría volverme abstemia para siempre. Con este calor soy incapaz de beber alcohol.

— ¿Otro Pernod? —ofreció Tunner a Port.

Kit frunció el ceño.

— Si fuera Pernod de verdad...

— No es malo —dijo Tunner cuando el camarero dejó sobre la mesa la botella de agua mineral.

Ce n'est pas du vrai Pernod?

Si, si, c'est du Pernod —afirmó el camarero.

— Tomemos otro trago —dijo Port. Miró aburrido su vaso. Nadie dijo una palabra mientras el camarero se ale­jaba. La soprano inició otra aria.

— ¡Se largó! —exclamó Tunner. Por un instante, el paso de un tranvía con su campanilla ahogó la música. Desde la sombra del toldo vieron el vehículo abierto que se tam­baleaba a la luz del sol, atestado de gente andrajosa.

— Ayer tuve un sueño extraño —dijo Port—. Estuve tratando de recordarlo y acabo de conseguirlo.

— ¡No! —exclamó enérgicamente Kit—. ¡Los sueños son tan aburridos! ¡Por favor!

— ¡No quieres oírlo! —exclamó él riendo—. De todos modos voy a contártelo    —lo dijo con cierta ferocidad que en la superficie parecía fingida, pero al mirarlo Kit com­prendió que, por el contrario, él disimulaba la violencia que sentía. Kit calló la respuesta hiriente que tenía en la punta de la lengua.

— Lo contaré rápidamente —dijo Port sonriendo—. Sé que me haces un favor al escucharme, pero no puedo re­cordarlo con claridad si me limito a pensar. Era de día y yo viajaba en un tren que iba cada vez a más velocidad. Me dije: «Vamos a meternos en una gran cama bajo mon­tañas de sábanas.»

Tunner dijo malicioso:

— Consultar el Diccionario gitano de los sueños, de Madame La Hiff.

— Calla. Y pensé que si quería podía empezar a vivir de nuevo, volver al principio y llegar hasta hoy, viviendo exactamente la misma vida hasta el más ínfimo detalle.

Kit cerró los ojos desconsolada.

— ¿Qué sucede? —le preguntó Port.

— Me parece sumamente desconsiderado y egoísta in­sistir en esa forma sabiendo lo aburrido que es.

— Pero es que a mí me divierte mucho... —se le ilumi­nó la cara—. Y apuesto a que en todo caso Tunner quiere oírlo. ¿No es verdad?

Tunner sonrió.

— Los sueños son mi especialidad. Conozco el La Hiff de memoria.

Kit abrió un ojo y lo miró. Llegaban las bebidas.

— Entonces me dije: «¡No! ¡No!» No podía soportar la idea de pasar nuevamente por todos aquellos miedos, por todos aquellos sufrimientos. Y, sin motivo, miré los árbo­les por la ventana y me oí decir: «¡Sí!» Porque sabía que estaba dispuesto a pasar otra vez por todo con tal de sen­tir el olor de la primavera de mi infancia. Pero ahí me di cuenta de que era demasiado tarde, porque mientras pensa­ba «¡No!» me había arrancado los incisivos como si fueran de yeso. El tren se había detenido, yo tenía los dientes en la mano y me eché a llorar. Con esos sollozos terribles de los sueños, que nos sacuden como un terremoto, ¿sabes?

Torpemente, Kit se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta que decía Dames. Lloraba.

¾ Déjala —dijo Port a Tunner, en cuya cara se veía la preocupación—. Está agotada. El calor la demuele.

 

 

III

 

Leía, sentado en la cama, con sólo un par de shorts. La puerta que comunicaba las dos habitaciones estaba abierta; la ventana también. Un faro desplazó su haz lu­minoso sobre la ciudad y el puerto en un amplio, lento círculo, y por encima del tránsito intermitente una campa­nilla eléctrica insistente sonaba sin parar.

— ¿Es del cine de al lado? —preguntó Kit.

— Debe de ser —contestó él distraído, sin dejar de leer.

— Me pregunto qué darán.

— ¿Qué? —dejó el libro—. ¡No me dirás que tienes in­terés en ir!

— No —pareció dudar—. Me lo pregunto solamente.

— Te lo diré. Es una película en árabe titulada Se al­quila una novia. Así dice el subtítulo.

— Es increíble.

— En efecto.

Kit apareció en la habitación fumando pensativa un cigarrillo y dio vueltas durante un minuto. Port alzó la vista.

—¿Qué pasa? —preguntó.

— Nada —se detuvo—. Hay algo que me molesta un poco. Creo que no debiste contar el sueño delante de Tunner.

Port no se atrevió a preguntar: «¿Por eso llorabas?», pero dijo:

— ¡Delante de Tunner! Lo conté tanto para él como para ti. ¿Qué es un sueño? ¡Por favor, no lo tomes todo tan a la tremenda! ¿Y por qué no podía oírlo? ¿Qué pasa con Tunner? Hace años que lo conocemos.

— Es muy chismoso. Lo sabes. No le tengo confianza. Todo le sirve para fabricar un cuento.

— ¿Pero con quién ha de chismear aquí? —preguntó Port exasperado.

Ahora fue Kit quien se irritó.

— ¡Ah, aquí no! —estalló—. Pareces olvidar que algún día regresaremos a Nueva York.

— Lo sé, lo sé. Cuesta creerlo, pero supongo que sí. ¿Qué tiene de terrible que recuerde cada detalle y lo repita a todos nuestros conocidos?

— Es un sueño tan humillante... ¿No te das cuenta?

— ¡Ah, mierda! Hubo un silencio.

— ¿Humillante para quién? ¿Para ti o para mí?

Kit no contestó. Él siguió:

— ¿Qué quieres decir con eso de que no le tienes con­fianza a Tunner? ¿En qué sentido?

— Oh, supongo que le tengo confianza. Pero nunca me he sentido totalmente cómoda con él. Jamás lo he conside­rado un amigo íntimo.

— ¡Esto sí que es bueno, ahora que estamos aquí con él!

— Está bien. Me gusta mucho. No me interpretes mal.

— Pero algo quisiste decir.

— Claro que quise decir algo. Pero no tiene impor­tancia.

Regresó a su habitación. Él se quedó un momento con­templando el cielo raso con aire desconcertado.

Se puso a leer de nuevo y se detuvo.

— ¿Estás segura de que no quieres ver Se alquila una novia?

— Completamente segura.

Port cerró el libro.

— Me parece que voy a salir una media hora.

Se levantó, se puso una camisa deportiva, un par de pantalones de algodón y se peinó. Kit estaba en su habita­ción limándose las uñas junto a la ventana abierta. Él se inclinó y la besó en la nuca, donde el sedoso pelo rubio se rizaba.

— Lo que te has puesto es maravilloso. ¿Lo conseguis­te aquí?

Husmeó ruidosamente, apreciativo. Después cambió de voz para decir:

— ¿Pero qué quisiste decir con lo de Tunner?

— ¡Port, por el amor de Dios, no hables más del asunto!

— Está bien, nena —dijo sumiso, besándole el hombro. Y con una inflexión de fingida inocencia:

— ¿No puedo siquiera pensarlo?

Kit no dijo nada hasta que él llegó a la puerta. Enton­ces levantó la cabeza y dijo con despecho:

— Después de todo, es más asunto tuyo que mío.

— Vuelvo en seguida —dijo Port.

 

 

IV

 

Anduvo por las calles, buscando inconscientemente las más oscuras, feliz de estar solo y de sentir el aire noctur­no en la cara. Las calles estaban atestadas. Las gentes lo empujaban al pasar, lo miraban desde umbrales y venta­nas, hacían francos comentarios sobre él —por la cara no se podía adivinar si inspiraba simpatía o no— y a veces se detenían para observarlo.

«¿Hasta qué punto son amistosos? Sus caras son más­caras. Todos parecen tener mil años. La poca energía que poseen se reduce al ciego, masivo deseo de vivir, porque ninguno de ellos come lo suficiente para tener fuerzas pro­pias. ¿Qué piensan de mí? Probablemente nada. ¿Me ayu­daría alguien si tuviera un accidente? ¿O me dejarían ten­dido en la calle hasta que la policía me encontrara? ¿Qué motivo tendría alguno de ellos para ayudarme? No les queda religión. Saben lo que es el dinero y cuando lo con­siguen lo único que quieren es comer. ¿Y qué tiene eso de malo? ¿Por qué me pongo así con ellos? ¿Sentimiento de culpa por estar sano y bien alimentado? Sin embargo, el sufrimiento se distribuye por partes iguales entre los hom­bres: cada uno ha de aguantar el mismo fardo...» Algo le decía que esta idea era falsa, pero en aquel momento era una creencia necesaria: no siempre es fácil soportar las mi­radas de los hambrientos. Con esas ideas podía seguir ca­minando por las calles. Era como si él o los otros no exis­tieran. Ambas suposiciones eran posibles. La criada espa­ñola del hotel le había dicho ese mediodía: La vida es pena. «Así es», contestó, sintiéndose en falso, preguntándose si un norteamericano puede, sin mentir, aceptar una defini­ción de la vida como sinónimo de sufrimiento. Pero en ese momento aprobó el sentir de la mujer porque era vieja, reseca, tan visiblemente pueblo. Durante años había teni­do, entre otras, la superstición de que la realidad y el co­nocimiento verdadero podían descubrirse hablando con las clases trabajadoras. Y si bien ahora veía claramente que las fórmulas que esas clases aplicaban para pensar y ha­blar eran invariables y adocenadas —y, por tanto, tan lejos de la verdad profunda como las de cualquier otra—, solía descubrirse en actitud de espera, con la infundada fe en que de esas bocas aún podían brotar las perlas de la sabi­duría. Mientras seguía andando se dio cuenta de pronto de su nerviosidad porque iba trazando con el índice de la mano derecha rápidos y repetidos ochos. Suspiró y dejó de hacerlo.

El ánimo se le levantó un poco al llegar a una plaza relativamente iluminada. En los cafés de los cuatro lados habían sacado mesas y sillas no sólo a las aceras, sino también a las calzadas, de modo que ningún vehículo podía pasar sin volcarlas. En medio de la plaza había un peque­ño jardín adornado por cuatro plátanos podados en forma de parasoles. Debajo de los árboles, una docena de perros de diversos tamaños se agitaban en mezcla confusa, ladran­do con frenesí. Cruzó lentamente la plaza, procurando sor­tearlos. Mientras avanzaba cautelosamente bajo los árbo­les notó que a cada paso aplastaba algo. El suelo estaba cubierto de grandes insectos; sus duros caparazones se que­braban con pequeños estallidos perfectamente audibles a pesar del ruido de los perros. Tuvo conciencia de que nor­malmente se hubiera estremecido de asco ante un fenóme­no semejante, pero que esa noche, sin razón, experimenta­ba una sensación infantil de triunfo. «Estoy perdiendo la chaveta», pensó, «¿y qué?». Las pocas personas dispersas en las mesas estaban en general calladas, pero cuando ha­blaban se oían los tres idiomas de la ciudad: árabe, espa­ñol, francés.

Lentamente, la calle empezó a bajar; se sorprendió por­que había imaginado que toda la ciudad estaba construi­da sobre la pendiente que miraba al puerto y él había op­tado deliberadamente por caminar hacia adentro y no en dirección al muelle. Los olores del aire eran cada vez más fuertes. Variaban, pero todos correspondían a un tipo u otro de basura. Esa proximidad con un elemento, por así decirlo, prohibido lo exaltó. Se abandonó al placer perver­so de seguir poniendo maquinalmente un pie delante del otro, aunque su fatiga era innegable. «De pronto me en­contraré doblando y caminando de vuelta», pensó. Pero no antes de decidirlo. Postergaba de un momento a otro el impulso de volver sobre sus pasos. Finalmente dejó de sor­prenderse: comenzaba a obsederlo una vaga visión: Kit, sentada junto a la ventana abierta, limándose las uñas y mirando la ciudad. Como su imaginación, conforme pasa­ban los minutos, volvía cada vez con más frecuencia a aquella escena, se consideró, inconscientemente, como el protagonista y a Kit como la espectadora. En ese momen­to la validez de su existencia se fundaba en el supuesto de que Kit no se hubiera movido, de que continuara allí sen­tada. Era como si ella pudiera verlo todavía desde la ven­tana, pequeño y lejano, subiendo rítmicamente la colina y bajando a través de la luz y la sombra; era como si sólo ella supiera cuándo dar media vuelta y volver atrás.

Ahora los faroles se iban espaciando y las calles ya no estaban pavimentadas. Pero aún había algunos niños que jugaban entre las basuras y gritaban. Una piedrecita le dio en la espalda. Se volvió rápidamente, pero estaba dema­siado oscuro para saber de dónde venía. Segundos más tarde, otra piedra que venía de frente aterrizó contra su rodilla. En la luz escasa vio un grupo de niños que se dis­persaba. Desde otra dirección cayeron más piedras, pero sin tocarlo. Más lejos, bajo la luz de un farol, se detuvo y trató de ver los dos bandos en guerra, pero todos se perdieron en la oscuridad y él siguió andando con paso tan rítmico y maquinal como antes. Desde la calle en sombras un viento caliente y seco le sopló en la cara. Husmeó sus relentes de misterio y sintió nuevamente una exaltación in­sólita.

La calle, cada vez menos urbana, parecía negarse a aca­bar, flanqueada a ambos lados por cabañas. A partir de cierto punto, las luces desaparecieron y las viviendas mis­mas se hundieron en la oscuridad. Un viento del sur que soplaba de las montañas invisibles se arrastraba sobre la vasta sebkha chata hasta los bordes de la ciudad, levan­tando cortinas de polvo que trepaban hasta la cresta de la colina y se perdían en el aire, encima del puerto. Se detu­vo. El último arrabal posible se enhebraba en el hilo de la calle. Más allá de la última cabaña, el basural y el camino de cascote se precipitaban bruscamente en tres direccio­nes. Abajo, en la penumbra, el suelo parecía surcado de hondonadas como pequeños desfiladeros. Port alzó los ojos al cielo: la polvorienta cinta de la vía láctea parecía una gigantesca fisura en el firmamento por la que se filtraba una débil luz blanca. Oyó a lo lejos una motocicleta. Cuan­do se apagó su sonido se escuchó el canto intermitente de un gallo, como las notas más altas de una melodía repeti­da de la que el resto fuera inaudible.

Comenzó a bajar por el barranco hacia la derecha, res­balando en el polvo y las espinas de pescado. Una vez abajo, tanteó una roca que parecía limpia y se sentó. El hedor era intenso. Encendió un fósforo: vio a sus pies una espesa capa de plumas de gallina y cortezas de melón po­dridas. Al levantarse oyó pasos, arriba, al final de la calle. Una figura se recortaba en lo alto del terraplén. No dijo nada, pero Port estaba seguro de que lo había visto y se­guido, sabía que estaba allí sentado. La figura encendió un cigarrillo y por un momento Port vio un árabe tocado con una chechia. El fósforo trazó en el aire una parábola de luz menguante, el rostro desapareció y sólo quedó el punto rojo del cigarrillo. El gallo cantó varias veces. Por fin, el hombre exclamó:

Qu'est-ce ti cherches là?

«Ahora empiezan las complicaciones», pensó Port. No se movió.

El árabe esperó un poco. Caminó hasta el borde mismo del declive. Una lata rodó ruidosamente hacia la roca donde Port estaba sentado.

He! M'sieu! Qu'est-ce ti vo?

Decidió contestar. Su francés era bueno.

— ¿Quién? ¿Yo? Nada.

El árabe bajó el barranco y se detuvo frente a él. Con gestos característicos de impaciencia, casi de indignación, continuó inquiriendo:

— ¿Qué haces aquí solo? ¿De dónde vienes? ¿Qué quie­res? ¿Buscas algo?

A lo que Port contestó, desganado:

— Nada. De allá. Nada. No.

Por un instante, el árabe calló, tratando de ver qué giro daría al diálogo. Aspiró varias bocanadas profundas hasta hacer brillar el cigarrillo; después lo arrojó, exhalando el humo.

— ¿Quieres dar un paseo? —preguntó.

— ¿Cómo? ¿Un paseo? ¿Adónde?

— Allá —agitó el brazo en dirección a la montaña.

— ¿Qué hay allá?

— Nada.

Hubo otro silencio entre los dos.

— Te pago una copa —dijo el árabe, y agregó de inme­diato:

— ¿Cómo te llamas?

— Jean.

El árabe repitió el nombre dos veces, como si conside­rara sus méritos.

— Yo —golpeándose el pecho— Smail. Bueno, ¿vamos a beber?

— No.

— ¿Por qué no?

— Porque no tengo ganas.

— No tienes ganas. ¿Qué es lo que quieres hacer?

— Nada.

De pronto, toda la conversación volvió al principio. Sólo la inflexión de la voz del árabe, ahora francamente ofendi­do, marcaba una diferencia:

Qu'est-ce ti fi là? Qu'est-ce ti cherches?

Port se levantó y empezó a trepar el barranco, pero era difícil. A cada paso resbalaba. De golpe, el árabe estuvo a su lado, tironeándole del brazo.

— ¿Dónde vas, Jean?

Sin contestar, Port hizo un gran esfuerzo y alcanzó la cima:

Au revoir —exclamó, caminando velozmente por el centro de la calle. Lo oía trepar desesperadamente detrás; poco después estaba a su lado.

— No me esperaste —dijo en tono ofendido.

— No. Te dije adiós.

— Voy contigo.

Port no contestó. Anduvieron un buen trecho en silen­cio. Cuando llegaron al primer farol, el árabe metió la mano en un bolsillo y sacó una billetera gastada. Port lo miró de reojo y siguió andando.

— ¡Mira! —gritó el árabe, agitando la billetera delante de sus narices. Port no miró.

— ¿Qué es? —preguntó con tono brusco.

— Estuve en el Quinto Batallón de Tiradores de Elite. ¡Mira el papel! ¡Verás!

Port apretó el paso. Pronto empezó a aparecer gente en la calle. Nadie los miraba. Se hubiera dicho que la pre­sencia del árabe a su lado lo volvía invisible. Pero ahora ya no estaba seguro del camino. Nunca permitiría que el otro lo advirtiera. Siguió andando en línea recta, como si no tuviera dudas. «Llegar a lo alto de la colina y bajar», se dijo, «no puedo equivocarme.»

Nada parecía familiar: las casas, las calles, los cafés, hasta la distribución de la ciudad con respecto a la colina. En vez de encontrar la cima para después empezar el des­censo, descubrió que las calles subían visiblemente, cual­quiera que fuese la dirección que tomara; para poder bajar tendría que dar marcha atrás. El árabe caminaba solem­nemente, a veces a su lado, otras deslizándose atrás cuan­do no había espacio para seguir juntos. Ya no trataba de conversar; Port observó con placer que jadeaba un poco.

«Puedo seguir así toda la noche si hace falta», pensó, «pero ¿cómo diablos llegaré al hotel?».

De pronto llegaron a una calle no más ancha que un pasaje. Por encima de sus cabezas las paredes casi se jun­taban. Port vaciló un instante: no tenía ganas de meterse en ese callejón y además era obvio que no llevaba al hotel. En este breve lapso, el árabe volvió a la carga:

— ¿No conoces esta calle? Se llama Rue de la Mer Rouge. ¿La conoces? Ven. Hay cafés árabes de este lado. Aquí cerca. Ven.

Port reflexionó. Quería a toda costa seguir demostran­do que conocía la ciudad.

Je ne sais pas si je veux y aller ce soir —pensó en voz alta.

El árabe, excitado, le tironeó de la manga.

— ¡Si, si! —exclamó—. ¡Viens! Te pagaré una copa.

— No bebo. Es muy tarde.

Dos gatos se maullaron cerca. El árabe les chistó y gol­peó con los pies el suelo; los gatos huyeron en direcciones opuestas.

— Tomaremos té, entonces.

Port suspiró.

— Bien —dijo.

La entrada del café era complicada. Franquearon una puerta baja, en arco, y siguieron por un oscuro pasillo hasta desembocar en un jardincillo. Había en el aire un fuerte perfume de iris al que se agregaba un olor acre de alcanta­rilla. Cruzaron a oscuras el jardín y subieron una larga es­calera de piedra. Desde arriba llegaba el staccato de un tam tam; su indolente sonido flotaba sobre un mar de voces.

— ¿Nos sentamos afuera o adentro? —preguntó el árabe.

— Afuera.

Port aspiró el olor estimulante del haschich e, incons­cientemente, se alisó el pelo al llegar a lo alto de la escale­ra. El árabe observó hasta ese pequeño detalle:

— Aquí no hay señoras, ¿sabes?

— Lo sé.

Por la puerta abierta echó un vistazo a una larga serie de cuartitos brillantemente iluminados y a los hombres sen­tados en todas partes, sobre las esteras rojas que cubrían los suelos. Todos llevaban turbantes blancos o chechias rojos, detalle que daba a la escena una homogeneidad tan grande que Port no pudo contener una exclamación al pasar delante de la puerta. Cuando llegaron a la terraza, bajo la luz de las estrellas, alguien tocaba lánguidamente el oud en la oscuridad, y Port dijo a su acompañante:

— No sabía que aún quedaran sitios como éste en la ciudad.

El árabe no entendió.

— ¿Como éste? ¿En qué sentido?

— Solamente de árabes. Como allí dentro. Pensé que todos los cafés eran como los de la calle, todos mezclados: judíos, franceses, españoles, árabes, todos juntos. Pensé que la guerra había cambiado todo.

El árabe se echó a reír.

— La guerra fue mala. Murieron muchos. No había qué comer. Eso es todo. ¿Cómo iba a cambiar los cafés? Ah, no, amigo mío. Es lo mismo de siempre.

En seguida añadió:

— Entonces no has estado aquí desde la guerra. ¿Pero estuviste antes?

— Sí —dijo Port. Era verdad; una vez había pasado la tarde en la ciudad, en una breve escala.

Llegó el té; charlaron, lo bebieron. Lentamente, la ima­gen de Kit sentada junto a la ventana comenzó a formarse en la mente de Port. Al principio, cuando se dio cuenta, sintió una punzada de culpabilidad. Después entró en juego su fantasía, vio la cara de Kit, sus labios furiosamente apretados, desvistiéndose y arrojando sus ropas ligeras sobre los muebles. Seguro que había dejado de esperarlo, que se había acostado. Se encogió de hombros y se quedó pensativo, haciendo girar el resto del té en el fondo del vaso y siguiendo con los ojos el movimiento circular.

— Estás triste —dijo Smail.

— No, no —alzó la vista y sonrió melancólico; después volvió a observar el vaso.

— La vida es corta. II faut rigoler.

Port se impacientó; no se sentía con ánimos para filo­sofías de café.

— Sí, lo sé —repuso secamente, y suspiró. Smail le pe­llizcó un brazo, los ojos le brillaban.

— Cuando salgamos de aquí te presentaré a alguien que te gustará.

— No quiero conocer a nadie —dijo Port, y añadió:

— Gracias, de todos modos.

— Ah, estás realmente triste —rió Smail—. Es una mu­chacha. Bella como la luna.

El corazón de Port dio un salto.

— Una muchacha —repitió maquinalmente, sin quitar los ojos del vaso. Le turbaba comprobar que estaba exci­tado. Miró a Smail.

— ¿Una muchacha? Una puta, quieres decir.

Smail se mostró levemente indignado.

— ¿Una puta? Ah, amigo mío, no me conoces. Sería in­capaz de presentarte algo semejante. C'est de la saloperie, ça! Es una amiga mía muy elegante, muy simpática. Ya lo verás cuando la conozcas.

El músico dejó de tocar el oud. En el interior del café cantaban los números del juego de lotería.

— Ouahad aou tletine! ArbAïne! ¿Cuántos años tiene? —preguntó Port. Smail vaciló.

— Unos dieciséis. Dieciséis o diecisiete.

— O veinte o veinticinco —sugirió Port mirándolo de reojo.

Smail volvió a indignarse.

— ¿Qué quieres decir con veinticinco? Te digo que tiene dieciséis o diecisiete años. ¿No me crees? Oye, la vas a conocer. Si no te gusta, pagas el té y nos marcha­mos.

— ¿Y si me gusta?

— En ese caso haces lo que quieras.

— ¿Pero tendré que pagarle?

— Pues claro que tendrás que pagarle.

Port se echó a reír.

— ¡Y dices que no es una puta!

Smail se inclinó hacia él por encima de la mesa y dijo demostrando su gran paciencia:

— Oye, Jean, es una bailarina. Hace apenas unas se­manas que ha llegado de su bled, en el desierto. ¿Cómo va a ser una puta si no está registrada y no vive en el quartier, eh? Tienes que pagarle porque le ocuparás tiem­po. Baila en el quartier, pero no tiene ni cama ni habita­ción. No es una puta. ¿Vamos?

Port pensó un momento, miró el cielo, el jardín y toda la terraza antes de responder:

— Sí, vamos. Ya.

 

 

V

 

Al salir del café le pareció que tomaban aproximada­mente la misma dirección de donde habían venido. Había menos gente en las calles y el aire estaba más fresco. An­duvieron un buen trecho a través de la Casbah y de golpe salieron por una de las puertas de la ciudad a un espacio alto y abierto. Allí todo era silencio y las estrellas se veían muy nítidas. El placer que le producía la inesperada fres­cura del aire y el alivio de encontrarse otra vez al descam­pado, lejos de las casas con saledizo, hicieron que Port re­tardara la pregunta que tenía en mente: «¿Adónde vamos?» Pero mientras flanqueaban una especie de parapeto, al borde de un foso profundo y seco, terminó por hacerla. Smail contestó vagamente que la muchacha vivía con unos amigos en el borde de la ciudad.

— Pero ya estamos en el campo —objetó Port.

— Sí, es el campo —dijo Smail.

Evidentemente, ahora se mostraba evasivo; su carácter parecía haber cambiado de nuevo. El comienzo de intimi­dad había desaparecido. Para Port era otra vez aquella fi­gura oscura, anónima, que había aparecido en lo alto, entre los desperdicios, al final de la calle, fumando un cigarrillo de extremo brillante. «Todavía estás a tiempo de terminar. No des un paso más. Detente. Ahora.» Pero el ritmo pare­jo, combinado, de sus pies era demasiado poderoso. El parapeto describió una amplia curva y el suelo bajó hacia una oscuridad más profunda. Ahora dominaban un valle abierto.

— La fortaleza turca —señaló Smail martillando las pie­dras con los talones.

— Oye —empezó Port, colérico—, ¿adónde vamos?

Miró la línea desigual de montañas negras que se alza­ban sobre el horizonte.

— Hacia allá.

Smail señaló el valle. Poco después se detuvo.

— Aquí están las escaleras.

Se inclinaron sobre el borde. Había una estrecha esca­lerilla de hierro sujeta a la pared. No tenía pasamanos y bajaba abruptamente.

— Es lejos —dijo Port.

— Ah, sí, es la fortaleza turca. ¿Ves aquella luz? —se­ñaló un tenue resplandor rojo que aparecía y desaparecía, casi directamente debajo de ellos—. Es la carpa donde vive.

— ¡La carpa!

— Aquí no hay casas. Solamente carpas. Hay cantidad. On descend?

Smail bajó el primero, acercándose mucho a la pared.

— Pégate a las piedras —aconsejó.

Al acercarse al fondo vio que el débil resplandor pro­venía de una hoguera moribunda encendida en un espacio abierto, entre dos grandes tiendas de nómadas. Súbitamen­te, Smail se detuvo a escuchar. Se oía un murmullo confu­so de voces masculinas.

Allons-y —murmuró; su voz sonaba satisfecha.

Llegaron al pie de la escalera. Sintieron la dureza de la tierra bajo los pies. A la izquierda, Port distinguió la si­lueta negra de una enorme pita en flor.

— Espera aquí —susurró Smail.

Port estaba por encender un cigarrillo; Smail le dio en el brazo con cólera:

— ¡No! —susurró.

— ¿Pero qué pasa? —empezó a decir Port, muy fasti­diado por tantos misterios. Smail desapareció.

Apoyado contra la fría pared de roca, Port esperó que la conversación monótona, apagada, se interrumpiera, que hubiese un cambio de saludos, pero no ocurrió nada. Las voces prosiguieron invariables, un chorro incesante de so­nidos inexpresivos. «Habrá entrado en la otra carpa», pensó. El reflejo de las brasas incendiaba un costado de la carpa: más allá reinaba la oscuridad. Se acercó unos pasos, pegado a la muralla, tratando de distinguir la en­trada, pero estaba del otro lado. Escuchó en vano lo que se decía en el interior. Sin saber cómo, oyó de pronto la frase que había pronunciado Kit cuando él salía de la ha­bitación: «Después de todo, es más asunto tuyo que mío.» Tampoco ahora las palabras tenían un significado especial, pero recordó el tono con que habían sido dichas: una voz herida y agresiva. Y Tunner era la causa de todo. Se ende­rezó. «Le hace la corte», murmuró. Giró de golpe, se dirigió a la escalera, empezó a subir. En el sexto peldaño se detu­vo y miró en derredor. «¿Qué puedo hacer esta noche?», pensó. «Esto me sirve de pretexto para salir de aquí, por­que tengo miedo. Qué diablos, nunca la conquistará.»

Una figura surgió entre las dos tiendas y corrió veloz­mente hasta el pie de la escalera.

— ¡Jean! —susurró. Port no se movió.

Ah! Ti est là? ¿Qué haces ahí arriba? ¡Vamos!

Port bajó lentamente. Smail se acercó, lo tomó del brazo.

— ¿Por qué no podemos hablar? —murmuró Port. Smail le apretó el brazo.

— ¡Shh! —le hizo al oído.

Pasaron junto a la carpa más próxima, atravesaron un alto matorral de cardos y, caminando por las piedras, lle­garon a la entrada de la otra carpa.

— Quítate los zapatos —ordenó Smail, quitándose las sandalias.

«No es una buena idea», pensó Port.

— No —dijo en voz alta.

— ¡Shh! —Smail lo empujó al interior de la carpa con los zapatos todavía puestos.

En el centro de la carpa, la altura era suficiente para estar de pie. Una vela corta, pegada sobre un cofre cerca de la entrada, era la única iluminación; los rincones esta­ban casi totalmente a oscuras. Pedazos de estera se distri­buían caprichosamente por el suelo y los objetos más heteróclitos se desparramaban en el mayor desorden. En la tienda nadie los esperaba.

— Siéntate —dijo Smail, haciendo de dueño de casa. Re­tiró de la estera más grande un despertador, una lata de sardinas y un overol viejo, increíblemente manchado de grasa. Port se sentó y apoyó los codos en las rodillas. En la estera contigua había una bacinilla con el esmalte salta­do, llena hasta la mitad de un líquido oscuro. Había por todas partes mendrugos de pan duro. Encendió un cigarri­llo sin convidar a Smail, que se quedó en la entrada, mi­rando hacia fuera.

Y de pronto entró: era una muchacha delgada, de as­pecto huraño, con grandes ojos oscuros. Estaba inmacula­damente vestida de blanco, con un turbante blanco que le estiraba el pelo hacia atrás, destacando los tatuajes azules de la frente. Ya dentro de la carpa, se quedó inmóvil, ob­servando a Port con una mirada —pensó— como la del toro joven que da los primeros pasos en la arena fulgu­rante. Lo miraba en silencio con desconcierto, con temor, en espera pasiva.

— ¡Ah, aquí está! —dijo Smail, siempre en voz baja—. Se llama Marhnia —espe-ró un instante. Port se puso de pie y se acercó a la muchacha para darle la mano.

— No habla francés —explicó Smail. Sin sonreír, ella rozó con su mano la de Port y alzó los dedos hasta los labios. Se inclinó y dijo casi en un susurro:

— Ya sidi, la bess âlik? Eglès, barakalaoufik.

Con graciosa dignidad y un peculiar pudor en los ges­tos, despegó del cofre la vela encendida y fue al fondo de la carpa, donde una manta colgada del techo formaba una especie de alcoba. Antes de desaparecer detrás de la manta se volvió hacia ellos y dijo con un gesto:

—Agi! Agi! menah!

Los dos hombres la siguieron al interior de la alcoba; un viejo colchón tendido sobre unos cajones bajos la transformaba en saloncito. Junto al diván improvisado había una minúscula mesita de té y al lado, sobre la estera, una pila de almohadones apelotonados. La muchacha puso la vela sobre el suelo de tierra y comenzó a distribuir los al­mohadones a lo largo del colchón.

— Essmah! —dijo dirigiéndose a Port; y a Smail—: Tsekellem bellatsi —después salió.

Smail se echó a reír y repuso en voz baja:

Fhemtek.

Port estaba intrigado por la muchacha, pero la barrera del idioma le molestaba, y le irritaba aún más el hecho de que ella y Smail pudieran conversar en su presencia.

— Ha ido a buscar fuego —explicó Smail.

— Sí, sí —dijo Port—. ¿Pero por qué tenemos que ha­blar susurrando?

Smail señaló la entrada con una mirada:

— Los hombres de la otra carpa.

La muchacha volvió en seguida con un recipiente de barro lleno de ascuas brillantes. Mientras hacía hervir el agua y preparaba el té, Smail charlaba con ella. Sus res­puestas eran siempre graves, su voz baja pero agradable­mente modulada. Port la encontró más parecida a una joven monja que a una bailarina de café. Al mismo tiem­po, no le inspiraba ninguna confianza; estaba contento de estar allí sentado, maravillado de los delicados movi­mientos de sus dedos ágiles, teñidos de henna, que cor­taban las ramitas de menta y las metían en la pequeña te­tera.

Después de probar el té varias veces hasta encontrarlo a gusto, la muchacha tendió un vaso a cada uno, se acu­clilló con aire solemne y empezó a beber el suyo.

— Siéntate aquí —le dijo Port, palmeando el diván.

Ella le dio a entender que ya estaba cómoda y le agra­deció cortésmente. Volviéndose hacia Smail, inició una larga conversación mientras Port bebía el té y procuraba aflojarse. Tenía la sensación oprimente de que el alba se iba acercando, seguramente no faltaban más de una o dos horas, y le parecía que perdía el tiempo. Consultó ansiosa­mente su reloj: se había detenido a las dos menos cinco.

Pero seguía marchando. Debía de ser más tarde, con se­guridad. Marhnia hizo a Smail una pregunta que parecía referirse a Port:

— Quiere saber si conoces el cuento de Outka, Mimouna y Aicha —dijo Smail.

— No —repuso Port.

— Goul lou, goul lou —dijo Marhnia a Smail, apremián­dolo.

— Cerca del bled de Marhnia hay tres muchachas de la montaña que se llaman Outka, Mimouna y Aicha —Marh­nia asentía lentamente, sus grandes ojos suaves fijos en Port—. Salen a buscar fortuna en el M'Zab. La mayoría de las muchachas van a Argel, o a Túnez, o vienen aquí para ganar dinero. Pero éstas quieren una cosa por sobre todas las otras. Quieren tomar té en el Sáhara —Marhnia continuaba asintiendo; seguía el relato gracias a los nom­bres de lugares que pronunciaba Smail.

— Entiendo —dijo Port, que no tenía idea de si el cuen­to era humorístico o trágico; había decidido estar atento y fingir que lo saboreaba, como ella, evidentemente, espera­ba. Lo único que quería es que fuese breve.

— En el M'Zab todos los hombres son feos. Las mu­chachas bailan en los cafés de Ghardaia, pero están siem­pre tristes: siguen pensando en tomar té en el Sáhara —Port miró a Marhnia nuevamente; su expresión era ab­solutamente seria. Port asintió otra vez—. Pasan muchos meses en el M'Zab y ellas siguen tristes, muy tristes, por­que todos los hombres son tan feos. Muy feos, como cer­dos. Y no pagan a las muchachas lo suficiente para poder ir a tomar té en el Sáhara —cada vez que decía «Sáhara», que pronunciaba a la manera árabe, con fuerte acento en la primera sílaba, se detenía un instante—. Un día llega un Targui alto y guapo, montando un hermoso mehari; habla con Outka, Mimouna y Aicha, les cuenta cosas del desierto, allá donde vive, del bled, y ellas lo escuchan con grandes ojos. Después les dice: «Bailad para mí», y ellas bailan. Entonces hace el amor con las tres y les da una moneda de plata a Outka, una moneda de plata a Mimou­na, una moneda de plata a Aicha. Al amanecer monta su mehari y parte hacia el sur. Desde entonces, las mucha­chas están muy tristes, los hombres del M'Zab les pare­cen más feos que nunca y sólo piensan en el Targui alto que vive en el Sáhara —Port encendió un cigarrillo; como Marhnia lo observaba con expectativa, le tendió el paque­te. Ella tomó uno y con ayuda de unas toscas pinzas alzó elegantemente una brasa. Una vez encendido, pasó el ciga­rrillo a Port y aceptó el suyo en cambio. Él le sonrió. La muchacha hizo una inclinación casi imperceptible.

— Pasan muchos meses y todavía no han ganado lo su­ficiente para ir al Sáhara. Han conservado las monedas de plata, porque las tres están enamoradas del Targui. Y si­guen estando tristes. Un día dicen: «Acabaremos así, siem­pre tristes, sin haber tomado nunca té en el Sáhara. Tene­mos que ir como sea, aun sin dinero.» Reúnen todo lo que poseen, incluidas las monedas de plata, compran una tete­ra, una bandeja y tres vasos y toman billetes de autobús hasta El Goléa. Y al llegar allí les queda muy poco dinero y se lo dan todo a un bachhamar que va con su caravana al sur, al Sáhara. El bachhamar les permite unirse a la caravana. Y una tarde, cuando está por ponerse el sol, lle­gan a las altas dunas y piensan: «Ah, ahora estamos en el Sáhara; vamos a preparar el té.» La luna se levanta, todos los hombres duermen, salvo el guardián. Sentado junto a los camellos, toca la flauta —Smail agitó los dedos delan­te de la boca—. Outka, Mimouna y Aicha se alejan silen­ciosamente de la caravana con la bandeja, la tetera y los vasos. Buscan la duna más alta para contemplar desde allí todo el Sáhara. Después prepararán el té. Caminan largo rato. Outka dice: «Veo una duna más alta.» Y van y tre­pan hasta la cima. Entonces Mimouna dice: «Allá veo otra. Es mucho más alta y desde allí podremos ver hasta In Salah.» Van y es mucho más alta. Pero al llegar a la cima, Aicha dice: «¡Mirad! Aquélla es la más alta de todas. Ve­remos hasta Tamanrasset. Allí es donde vive el Targui.» Salió el sol y siguieron andando. A mediodía tenían mucho calor. Pero alcanzaron la duna y treparon y treparon. Cuan­do llegaron a lo alto estaban muy cansadas y dijeron: «Des­cansaremos un rato y después prepararemos el té.» Pero primero dispusieron la bandeja, la tetera y los vasos. Des­pués se tendieron a dormir. Y entonces —Smail se detuvo y miró a Port—, muchos días después, pasó otra caravana y un hombre vio algo en lo alto de la duna más alta. Y cuando llegaron encontraron a Outka, Mimouna y Aicha; yacían en la misma posición en que se habían dormido. Y los tres vasos —Smail alzó su vasito de té— estaban lle­nos de arena. Fue así como tomaron té en el Sáhara.

Hubo un largo silencio. Evidentemente era el final de la historia. Port miró a Marhnia; seguía asintiendo, mi­rándolo fijo. Port decidió arriesgar un comentario:

— Es muy triste —dijo. Inmediatamente ella preguntó a Smail qué había dicho.

— Gallik merhmoum bzef —tradujo Smail. Marhnia cerró los ojos lentamente y siguió asintiendo.

— Eioua! —dijo, abriéndolos de nuevo. Port se volvió rápidamente hacia Smail.

— Escucha, es muy tarde; quiero arreglar el precio con ella. ¿Cuánto tengo que darle?

Smail se mostró escandalizado.

— ¡No te puedes comportar como si estuvieras tratan­do con una puta! Ci pas une putain, je t'ai dit!

— ¿Pero tengo que pagar si me quedo con ella?

— Desde luego.

— Entonces quiero dejarlo arreglado ahora.

— No puedo hacerlo por ti, amigo mío.

Port se encogió de hombros y se puso de pie.

— Tengo que irme. Es tarde.

Marhnia pasó rápidamente la mirada de un hombre a otro. Después, en voz muy suave, dijo una o dos palabras a Smail, que frunció el ceño pero salió dignamente de la carpa bostezando.

Se tendieron en el diván. Ella era muy hermosa, muy dócil, muy comprensiva, pero Port seguía desconfiando. Marhnia se negó a desnudarse del todo, pero por sus deli­cados gestos de negativa él comprendió que al final cede­ría, que era cuestión de tiempo. Con tiempo podría ganar­se la confianza de ella; esa noche sólo obtendría lo que había sido tácitamente acordado desde el principio. Lo pensaba mientras miraba la cara impasible de Marhnia; re­cordó que se iba al Sur dentro de uno o dos días. Maldijo interiormente su suerte y se dijo: «Más vale poco que nada.» Marhnia se inclinó y apagó la vela con los dedos. Durante un segundo el silencio fue total; la oscuridad, total. Después sintió que los suaves brazos de la muchacha le rodeaban lentamente el cuello y que sus labios le besaban la frente.

Casi en seguida un perro empezó a aullar a lo lejos. Por un momento no lo advirtió; cuando lo oyó se sintió perturbado. Era una música inapropiada para las circuns­tancias. En seguida se descubrió imaginando que Kit ob­servaba en silencio. La fantasía lo estimuló: el lúgubre au­llido dejó de molestarle.

Apenas un cuarto de hora más tarde se incorporó y espió por un costado de la manta la entrada de la carpa: aún estaba oscuro. De pronto lo invadió el deseo de irse de allí. Se sentó en el diván y empezó a arreglarse la ropa. Los dos brazos se levantaron furtivamente de nuevo y se cerraron alrededor de su cuello. Los apartó con firmeza, con unas palmaditas juguetonas. Ahora sólo llegó uno hasta el cuello; el otro se deslizó por debajo de su chaque­ta y él sintió que le acariciaba el pecho. Un falso movi­miento indefinible le hizo introducir su mano para tomar la de ella. Su billetera estaba ya entre los dedos de la mu­chacha. Se la arrancó y de un empellón la tendió en el col­chón. «¡Ah!», exclamó Marhnia. Port se levantó y avanzó tropezando ruidosamente con el revoltijo de objetos que es­torbaban la salida. Marhnia lanzó un grito breve. Las voces en la otra carpa se volvieron audibles. Siempre con la bi­lletera en la mano, Port salió huyendo, dobló bruscamente hacia la izquierda y echó a correr hacia la muralla. Cayó dos veces, una al tropezar con una roca y la otra porque el terreno se inclinaba inesperadamente. La segunda vez, al levantarse, vio venir a un hombre decidido a no dejarle alcanzar la escalera. Cojeaba, pero estaba por llegar. Llegó. Mientras subía las escaleras le parecía que alguien que lo seguía de cerca le atraparía una pierna en el próximo se­gundo. Sus pulmones eran una enorme bolsa de dolor que estallaría en un instante. Iba con la boca abierta, las co­misuras caídas, y entre los dientes apretados silbaba el viento al respirar. Al llegar arriba se volvió y, aunque le parecía imposible, levantó una enorme piedra y la arrojó escaleras abajo. Entonces respiró profundamente y echó a correr a lo largo del parapeto. El cielo estaba sensiblemen­te más claro, una inmaculada claridad se extendía por el Este, subiendo desde detrás de las colinas bajas. No podía seguir corriendo mucho más. El corazón le latía en la ca­beza y en el cuello. Sabía que jamás podría llegar a la ciu­dad. Al costado del camino había una pared demasiado alta para escalarla. Pero unos metros más adelante estaba en parte desmoronada y en el cúmulo de piedras y basu­ras se abría un portal perfecto. Ya del otro lado de la pared volvió sobre sus pasos en dirección contraria a la que traía y trepó, jadeando, la ladera suave de una colina cubierta por los lechos chatos que son las tumbas musulmanas. Por fin se sentó un instante con la cabeza entre las manos y tuvo simultáneamente conciencia de varias cosas: el dolor en la cabeza y el pecho, la falta de la billetera y el fuerte ruido de su corazón, lo que no le impidió oír las voces ex­citadas de sus perseguidores, abajo, en el camino. Se le­vantó y tambaleándose siguió subiendo sobre las tumbas. Finalmente, la colina bajaba en la otra dirección. Se sintió un poco más seguro. Pero la luz del día se acercaba; sería fácil descubrir desde la distancia su figura solitaria deam­bulando por la colina. Echó a correr de nuevo, jadeando, siempre en la misma dirección, tropezando de vez en cuan­do, sin levantar nunca la vista por temor de caerse; siguió así largo rato; el cementerio quedó atrás. Llegó por último a un montículo de arbustos y cactos desde el cual domi­naba todo lo que le rodeaba. Se sentó entre los arbustos. La calma era absoluta. El cielo estaba blanco. De vez en cuando se ponía de pie y observaba. Así fue cómo al salir el sol miró entre dos adelfas y vio el reflejo rojo a través de la inmensa sebkha de sal que centelleaba extendiéndo­se a sus pies hasta las montañas.

FUENTE:

 


Título original: The sheltering sky Traducción: Aurora Bernárdez

© Paul Bowles, 1949, 1977

© 1988, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.

© RBA Editores, S. A., 1993, por esta edición

Pérez Galdós, 36 bis, 08012 Barcelona

Proyecto gráfico y diseño de la cubierta: Enric Satué Ilustración cubierta: Josep Lluís Navarro

ISBN: 84-473-0014-5

Depósito Legal: B. 24.192-1993

Impresión y encuadernación:

Printer industria gráfica, S. A.

Ctra. N-II, km 600. Cuatro Caminos s/n.

Sant Vicene deis Horts (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain — Octubre 1993

jueves, 15 de febrero de 2024

El Atlájala Paul Bowles RELATO TEXTO COMPLETO

 


El Atlájala

 

Paul Bowles


 

El monasterio abandonado se erguía sobre una ligera elevación del terreno en medio de una vasta explanada. Por todos sus costados el terreno descendía suavemente hacia la enmarañada y pilosa jungla que cubría el valle circular rodeado de negros y escarpados riscos. En algunos de los patios había unos cuantos árboles que los pájaros usaban como lugar de reunión cuando salían de las habitaciones y pasillos donde anidaban. Hacía tiempo que los bandidos se habían llevado del edificio todo cuanto era transportable. En tiempos había sido también utilizado por militares como cuartel general y, al igual que los bandidos, habían encendido hogueras en aquellas grandes estancias expuestas al viento, así que tomaron el aspecto de antiguas cocinas. Ahora que todo había desaparecido de su interior, parecía que ya nadie se acercaría al monasterio nunca más. La vegetación había levantado un muro protector; el primer piso quedó pronto completamente oculto por pequeños árboles que abrazaban con sus enredaderas las cornisas de las ventanas. Las praderas de alrededor crecían en humedad malsana y exuberante; no las cruzaba sendero alguno.

En el extremo más elevado del valle circular caía desde los riscos, en una gran caldera, un río envuelto en una nube de vapor y estruendo; luego se deslizaba bordeando la base de los riscos hasta encontrar un desfiladero en el otro extremo del valle donde aceleraba su curso discretamente, sin rápidos ni cascadas: una gran cinta negra de agua que descendía velozmente entre los bruñidos costados del desfiladero. Fuera del valle el paisaje se dilataba y se tornaba sonriente; nada más salir, una aldea anidaba en la ladera del monte. En los tiempos del monasterio era allí donde los frailes adquirían sus provisiones, dado que los indios no querían entrar en el valle. Siglos atrás, cuando se construyó el edificio, la Iglesia tuvo que traer a los trabajadores de otra parte del país. Se trataba de enemigos ancestrales de las tribus de la zona y hablaban otra lengua; no había peligro, pues, de que los indígenas se comunicaran con ellos mientras levantaban los enormes muros. En realidad, tardaron tanto en construir el ala este que antes de que se concluyera habían muerto ya todos los trabajadores, uno tras otro. Así que fueron los propios monjes quienes cerraron el extremo del ala con muros lisos, dejándola así, cegada y sin terminar, ante los negros riscos.

Generación tras generación fueron llegando frailes, jóvenes de sonrosadas mejillas que se iban quedando enjutos y macilentos y finalmente morían, siendo enterrados en el jardín situado detrás del patio de la fuente. Un día, no muy lejano, habían abandonado todos el monasterio; nadie supo adonde fueron y a nadie se le ocurrió preguntar. Fue poco después de esto cuando llegaron los bandidos y después los soldados. Ahora, como los indios no cambian, seguía sin aparecer nadie de la aldea para visitar el monasterio. Allí vivía el Atlájala; los monjes no habían podido con él, al final se habían rendido y marchado. A nadie le sorprendió, pero el Atlájala ganó prestigio con su partida. Durante los siglos que los frailes habitaron el monasterio los indios se habían preguntado por qué los dejaba quedarse. Ahora, por fin, los había expulsado. Él siempre había vivido allí, decían, y allí seguiría viviendo porque el valle era su morada y no podría irse nunca.

A primera hora de la mañana el inquieto Atlájala deambulaba por los aposentos del monasterio. Las oscuras salas pasaban aprisa ante él, una tras otra. Al llegar a un pequeño patio donde unos árboles jóvenes, ávidos de sol, habían levantado las losas, se detuvo. El aire estaba lleno de leves sonidos: los movimientos de las mariposas, la caída al suelo de briznas de hojas y flores, el aire que seguía sus infinitos recorridos por los bordes de las cosas, las hormigas realizando sus interminables trabajos sobre el polvo ardiente. Permanecía al sol, percibiendo cada gradación de sonido, de luz, de olor, viviendo en la conciencia de la lenta, constante desintegración que acometía a la mañana convirtiéndola en tarde. Cuando llegaba la noche, solía deslizarse sobre el tejado del monasterio y examinaba el cielo que se oscurecía: la cascada bramaba a lo lejos. Noche tras noche, durante aquella larga serie de años, había revoloteado por allí, por encima del valle, precipitándose hacia abajo para convertirse en murciélago, en leopardo, en mariposa nocturna durante unos minutos o unas horas, regresando para quedarse inmóvil en el centro del espacio que limitaban los riscos. Cuando se construyó el monasterio, se aficionó a frecuentar sus habitaciones, en las que observó por vez primera los gestos sin sentido de la vida humana.

Y entonces, una noche, se convirtió sin querer en uno de los jóvenes frailes. Era una sensación nueva, extrañamente rica y compleja, y a la vez insufriblemente sofocante, como si cualquier otra posibilidad que no fuera estar encerrado en un aislado y diminuto mundo de causa y efecto hubiera desaparecido para siempre. Como el fraile, se había acercado a la ventana y había contemplado el cielo viendo no las estrellas, sino el espacio existente entre ellas y lo que había detrás. Incluso en aquel momento sintió la necesidad de irse, de salir del pequeño caparazón de angustia que había habitado por unos instantes, pero una ligera curiosidad le había impulsado a permanecer un rato más en él, prolongando la insólita sensación. Aguantó; el fraile elevó sus brazos al cielo en gesto suplicante. Por vez primera percibió el Atlájala una resistencia, la emoción de la lucha. Era delicioso sentir al joven pugnando por liberarse de su presencia, y era infinitamente agradable quedarse allí. Entonces el fraile corrió al otro lado de la habitación lanzando un grito y agarró un látigo de cuero que colgaba de la pared. Rasgándose la ropa, empezó a flagelarse de una manera feroz. Al recibir el primer latigazo, el Atlájala estuvo a punto de abandonarlo, pero entonces se dio cuenta de que la inmediatez de aquel misterioso dolor interior se hacía más manifiesta con cada impacto de los golpes del exterior, así que se quedó, y entonces sintió al joven debilitarse con su propia flagelación. Cuando hubo terminado y rezado una oración, el fraile se arrastró hasta su jergón y se durmió llorando, mientras el Atlájala se escabullía fuera de él oblicuamente y entraba en un pájaro que pasaba la noche sentado en un árbol grande al borde de la espesura, escuchando atentamente los sonidos nocturnos y dando un grito de vez en cuando.

A partir de entonces, el Atlájala no pudo resistir el deseo de deslizarse en los cuerpos de los frailes; los visitaba uno tras otro, descubriendo en ello una asombrosa variedad de sensaciones. Cada uno era un mundo diferente, una experiencia diferente, porque cada uno tenía distintas reacciones al tomar conciencia de que había otro ser en él. Uno se sentaba y leía, o rezaba, otro iba a dar un largo y atribulado paseo por las praderas, rodeando una y otra vez el edificio, otro se encontraba con un hermano y se enzarzaba en una absurda pero amarga disputa, algunos lloraban, otros se flagelaban o buscaban un amigo que empuñara por ellos el látigo. Siempre tenía el Atlájala una rica profusión de percepciones de que disfrutar, así que ya nunca más se le ocurrió frecuentar cuerpos de insectos, pájaros o animales peludos, ni siquiera abandonar el monasterio y remontarse en el aire. Una vez estuvo a punto de meterse en apuros, cuando el fraile viejo que estaba ocupando cayó muerto, fulminado. Era un riesgo que corría frecuentando hombres: parecían no saber cuándo estaban acabados, o, si lo sabían, fingían con tal fuerza no saberlo, que venía a ser lo mismo. Los demás seres lo sabían de antemano, salvo cuando eran atrapados desprevenidos y devorados. Y esto el Atlájala lo podía impedir: el pájaro en que él estaba, era evitado siempre por los halcones y las águilas.

Cuando los frailes abandonaron el monasterio y, siguiendo las instrucciones del gobierno, colgaron los hábitos, se dispersaron y se convirtieron en obreros, el Atlájala se sintió desorientado, no sabiendo cómo pasar sus días y noches. Ahora todo era como antes de que llegaran: no había nadie más que las criaturas que siempre habían habitado el valle circular. Probó con una serpiente gigante, con un ciervo, con una abeja: nada tenía ese sabor que había llegado a adorar. Todo era igual que antes, pero no para el Atlájala; había conocido la existencia del hombre, y ahora no había ninguno en el valle: sólo el edificio abandonado, con sus estancias vacías, haciendo más intensa la ausencia del hombre.

Entonces, un año, llegaron unos bandidos, varios centenares, en una tormentosa tarde. Probó con regocijo muchos de ellos, mientras se tumbaban por allí limpiando sus armas, lanzando maldiciones, y pudo descubrir nuevos aspectos en la sensación: el odio que sentían por el mundo, el miedo que tenían de los soldados que les perseguían, los extraños arrebatos de deseo que los recorrían cuando se reunían borrachos, tumbados en torno al fuego que ardía en medio del suelo, y el insufrible tormento de celos que las orgías nocturnas parecían despertar en algunos de ellos. Pero los bandidos no se quedaron mucho tiempo. Cuando ya se habían ido, llegaron los soldados que seguían su pista. Se sentía algo muy parecido siendo soldado y siendo bandido. Faltaban el miedo terrible y el odio, pero el resto era casi idéntico. Ni los bandidos ni los soldados parecían ser conscientes de su presencia en ellos; se podía deslizar de un hombre a otro sin provocar cambio alguno en su conducta. Esto le sorprendió, por lo definido que había sido su efecto en los frailes, y se sintió un poco defraudado de no poder hacerles conocer su existencia.

En cualquier caso, el Atlájala disfrutó inmensamente tanto con los bandidos como con los soldados, y se quedó aún más desolado cuando lo volvieron a dejar solo. Se convertía en una de las golondrinas que anidaban en las rocas que había junto al nacimiento de la cascada. Bajo la ardiente luz del sol se zambullía, una y otra vez, en la cortina brumosa que se elevaba desde muy abajo, a veces dando gritos jubilosos. Se pasaba un día de pulgón, arrastrándose despacio por el envés de las hojas, viviendo tranquilo en ese mundo inferior, verde y gigantesco, que está siempre escondido del cielo. O experimentaba, por la noche, en el cuerpo aterciopelado de una pantera, el placer de la caza. Vivió un año en una anguila, en el fondo de la poza, bajo la cascada, sintiendo cómo cedía lentamente el limo ante ella a medida que avanzaba empujando con su hocico plano; fue una época tranquila, pero después volvió el deseo de experimentar de nuevo la misteriosa vida del hombre: obsesión de la que resultaba inútil tratar de librarse. Y ahora recorría con inquietud las habitaciones en ruinas, una presencia muda, solitaria, anhelando encarnarse de nuevo, pero sólo en un cuerpo humano. Y con la construcción de autopistas por todo el país era inevitable que la gente volviera al valle circular.

Un hombre y una mujer llegaron en su automóvil hasta un pueblo que había en un valle inferior; como habían oído hablar del monasterio en ruinas y de la cascada que caía desde los riscos en el gran circo, decidieron ir a verlos. Viajaron en burro hasta la aldea de la entrada al desfiladero, pero una vez allí, los indios que habían contratado para que los acompañaran se negaron a seguir más adelante, así que continuaron solos, penetrando, cañón arriba, en el territorio del Atlájala.

Era mediodía cuando entraron en el valle; las negras aristas de los peñascos relucían como cristal bajo los rayos abrasadores del sol en el cénit. Detuvieron los burros junto a un montón de rocas, al borde de las praderas en declive. Se bajó primero el hombre, y le tendió la mano a la mujer para ayudarla a bajar. Ella se inclinó hacia adelante, poniéndole las manos sobre el rostro, y se besaron durante un largo rato. Entonces él la dejó en el suelo y ambos treparon por las rocas cogidos de la mano. El Atlájala andaba rondándolos de cerca, observando atentamente a la mujer: era la primera que venía al valle. Se sentaron los dos sobre la hierba, bajo un arbolito, mirándose, sonrientes. Falto de costumbre, el Atlájala se metió en el hombre. De inmediato, en lugar de hallarse rodeado del aire soleado, de los gritos de los pájaros y de los aromas de las flores, era sólo consciente de la belleza de la mujer y de su terrible proximidad. La cascada, la tierra y el mismo cielo desaparecieron, se perdieron en la nada, y sólo quedaron la sonrisa de la mujer, sus brazos, su olor. Era un mundo más sofocante y doloroso de lo que el Atlájala había imaginado posible. Pero pese a todo, se quedó en él, mientras hablaba el hombre y le contestaba la mujer.

—Abandónalo. Él no te quiere.

—Me mataría.

—Pero yo te quiero. Te necesito a mi lado.

—No puedo. Le tengo miedo.

El hombre extendió los brazos para atraerla hacia sí; ella se echó un poco hacia atrás, pero sus ojos se abrieron, muy grandes.

—Tenemos todo el día —murmuró, volviendo el rostro hacia las paredes amarillas del monasterio.

El hombre la abrazó con violencia, estrujándola contra sí como si con aquel gesto salvara su vida.

—No, no, no. Esto no puede seguir así —dijo—. No.

El dolor de su sufrimiento era demasiado intenso; el Atlájala dejó con suavidad al hombre y se deslizó dentro de la mujer. Y esta vez hubiera jurado estar habitando en la nada, estar en su propio ser de espacio ilimitado, tal era la perfección con que percibía el viento errático, los pequeños revoloteos de las hojas y el aire diáfano que lo rodeaba. Pero había una diferencia: cada elemento poseía una intensidad mayor, la esfera toda del ser era inmensa, infinita. Ahora comprendía qué era lo que aquel hombre buscaba en la mujer, y se daba cuenta de que él sufría porque nunca podría alcanzar esa sensación de plenitud que perseguía. Pero el Atlájala, confundido su ser con el de la mujer, la había alcanzado, y al advertir que lo poseía, se estremeció alborozado. La mujer se estremeció cuando sus labios se unieron a los del hombre. Allí en la hierba, a la sombra del árbol, su felicidad alcanzaba nuevas cimas; el Atlájala, conociéndolos a ambos, establecía un único cauce entre los secretos manantiales de sus deseos. Permaneció ya hasta el final dentro de la mujer, y empezó a maquinar de un modo vago formas de conseguir que se quedara, si no en el valle, al menos cerca, para que pudiera volver.

A la tarde, con movimientos como de ensueño, se encaminaron hacia los burros, montaron y atravesaron la alta hierba de la pradera, hasta llegar al monasterio. Se detuvieron en el gran patio, observando indecisos los antiguos arcos iluminados por el sol, y la oscuridad de los umbrales.

—¿Entramos? —preguntó la mujer.

—Tenemos que volver.

—Yo quiero entrar —dijo ella. (El Atlájala se entusiasmó.)

Una delgada culebra gris se escurrió por el suelo hacia unos arbustos. Ellos no la vieron.

El hombre la miró perplejo.

—Es tarde —dijo.

Pero ella descabalgó de un brinco, sin esperar a que él la ayudase, y metiéndose bajo los arcos entró en el largo corredor interior. (Nunca le habían parecido al Atlájala las habitaciones tan reales como ahora que las veía a través de sus ojos.)

Exploraron todas las salas. Luego la mujer quiso subir a la torre, pero el hombre adoptó una actitud decidida.

—Nos tenemos que ir ahora mismo —dijo con firmeza, poniéndole la mano en el hombro.

—Es el único día que estamos juntos y no piensas más que en volver.

—Pero el tiempo...

—Hay luna. No nos perderemos.

Él no cambió de idea.

—No.

—Como quieras —dijo ella—. Yo voy a subir. Tú puedes volverte solo, si te apetece.

Él se rió, incómodo.

—Estás loca.

Trató de besarla.

Ella se apartó y dejó en suspenso su respuesta. Luego dijo:

—Tú quieres que deje a mi marido por ti. Tú me pides todo, pero ¿qué haces tú por mí a cambio? Te niegas incluso a acompañarme a lo alto de una torrecita para contemplar la vista. Vuélvete solo. ¡Vete!

Sollozó y corrió hacia el negro hueco de la escalera. Él la siguió, llamándola, pero tropezó en algún lugar. Los pies de ella se apoyaban con tal seguridad que parecía que hubiera subido los numerosos escalones de piedra miles de veces, corriendo en la oscuridad, dando vueltas y vueltas.

Por fin llegó arriba y miró por las pequeñas rendijas abiertas en las paredes agrietadas. Las vigas de donde colgaba la campana se habían podrido y caído al suelo; la pesada campana yacía de costado entre escombros, como un animal muerto. El sonido de la cascada era más fuerte aquí arriba; el valle estaba casi sumido en la oscuridad. Abajo, él la llamaba una y otra vez. Ella no contestaba. Mientras contemplaba cómo se abatía lentamente la sombra de los peñascos sobre los más lejanos y recónditos lugares y cómo comenzaba a trepar por las rocas desnudas del este, una idea se iba formando en su mente. No era el tipo de idea que ella hubiera esperado de sí misma, pero estaba allí, creciente e ineludible. Cuando la sintió en su interior, completa, dio media vuelta y regresó abajo con ligereza. Él estaba sentado en la oscuridad, junto al final de los escalones quejándose un poco.

—¿Qué pasa? —dijo ella.

—Me he hecho daño en la pierna. ¿Estás ya lista para que nos vayamos o no?

—Sí —dijo simplemente ella—. Siento que te hayas caído.

Él se levantó sin decir nada y, cojeando tras ella, salió al patio donde estaban los burros. El aire frío de la montaña empezaba a soplar desde las cimas de los riscos. Mientras atravesaban la pradera ella se puso a pensar en cómo sacar el tema a colación. (Tenía que ser antes de que alcanzaran el desfiladero. El Atlájala temblaba.)

—¿Me perdonas? —le preguntó.

—Por supuesto —rió él.

—¿Me quieres?

—Más que a nada en el mundo.

—¿Es eso cierto?

Él la miró a la débil luz, erguido sobre el zarandeo del animal.

—Sabes que lo es —dijo con suavidad.

Ella titubeaba.

—Sólo hay una solución, entonces —dijo por fin.

—Pero ¿cuál?

—Tengo miedo de él. No volveré con él. Tú te vuelves. Yo me quedaré en el pueblo —(estando tan cerca vendría todos los días al monasterio)—. Cuando esté resuelto, vienes a por mí. Entonces podremos irnos a algún otro sitio. Nadie nos encontrará.

La voz de él sonó extraña.

—No entiendo.

—Sí que entiendes. Y es la única solución. Hazlo o no, como quieras. Es la única solución.

Siguieron trotando un rato en silencio. Enfrente se dibujaba el cañón, negro contra el cielo del atardecer.

Entonces dijo él con voz muy clara:

—Nunca.

El sendero llevaba poco después hacia un espacio abierto, por encima del agua, que fluía rauda más abajo. Les llegaba débilmente el sonido hueco del río. La luz casi había desaparecido del cielo; con el crepúsculo, el paisaje había adquirido perfiles engañosos. Todo era gris —las rocas, los matorrales, el sendero— y no había distancias ni escala. Aminoraron la marcha.

Aún resonaban en sus oídos las palabras de él.

—¡No volveré con él! —gritó ella con repentina vehemencia—. Tú puedes volver y jugar con él a las cartas como de costumbre. Ser su buen amigo igual que siempre. Yo no pienso ir. No puedo seguir con vosotros dos en la ciudad.

(El plan no estaba funcionando; el Atlájala vio que la había perdido, pero todavía podía ayudarla.)

—Estás muy cansada —dijo él con suavidad.

Tenía razón. Casi mientras él pronunciaba estas palabras, parecieron abandonarla la euforia y la ligereza insólitas que había experimentado desde el mediodía; dejó caer la cabeza con cansancio y dijo:

—Sí que lo estoy.

En ese mismo momento el hombre lanzó un grito agudo, terrible; ella levantó la vista a tiempo de ver cómo el burro se precipitaba desde el borde del sendero en el vacío gris. Hubo un silencio, y luego un lejano rumor de muchas piedras rodando ladera abajo. Ella no podía moverse ni detener su cabalgadura; siguió sentada en silencio, dejándose llevar, un peso inerte sobre el lomo del animal.

En el último instante, cuando ella se iba acercando a la abertura que era el límite de sus dominios, el Atlájala, trémulo, se separó de ella. La mujer levantó la cabeza y un levísimo estremecimiento de gozo la recorrió entera; luego volvió a dejarla caer hacia delante.

Flotando en las tinieblas, sobre el sendero, el Atlájala contempló su figura borrosa desaparecer en la noche que caía. (Ya que no había podido retenerla allí, al menos había podido ayudarla.)

Un momento después estaba en la torre, escuchando a las arañas reparar las telas que ella había estropeado. Pasaría mucho, mucho tiempo hasta que pudiera introducirse en la conciencia de otro ser. Mucho, mucho tiempo: quizá la eternidad.

lunes, 12 de febrero de 2024

LOS VIEJOS DEL ZOO ANGUS WILSON PRÓLOGO

 



Un accidente en el zoo de Londres —la muerte infligida por una jirafa a un guardián— pone en marcha una crisis que afecta a una institución respetable y respetada, metáfora de la sociedad británica. Porque la muerte de Filson el Joven es el reflejo de las contradicciones que subyacen en la vida del Zoo, del choque entre los nostálgicos que piensan que «cualquier tiempo pasado fue mejor» y quieren repetirlo, y los renovadores que desean hacer tabla rasa y construir una nueva realidad.

«Los viejos del zoo» es una de las mejores novelas de ese gran continuador de la tradición dickensiana que es Angus Wilson. Personajes como Simon Carter, Martha, su esposa, el implacable y lúcido Lord Godmanchester, el extraño Emile Englander, el deportivo y arrogante Robert Falcon, Leacock, ajeno a todo lo que no sea su gran proyecto de renovación del Zoo, el encantador Matthew Price, capaz de dar su vida por los valores en los que cree, etc., forman una fascinante galería sobre el fondo de una Inglaterra convulsa y agobiada por sus contradicciones internas. Angus Wilson demuestra de nuevo que es uno de los mayores novelistas de nuestro tiempo, un analista lúcido e irónico de la vida contemporánea, creador de vastos frescos sociales y a la vez minucioso observador de las vidas individuales. «Los viejos del zoo» es uno de sus libros clave.

sábado, 10 de febrero de 2024

EL PAÍS DEL DIABLO PERLA SUEZ FRAGMENTO NOVELA PREMIO RÓMULO GALLEGOS 2020

 



EL PAÍS DEL DIABLO

PERLA SUEZ

El país del diablo, de la escritora Perla Suez, se remonta a la

relación histórica que reconstruye la guerra de los invasores al

territorio de los nativos araucanos, en el extremo sur del continente

americano, en la llamada Campaña del Desierto. Con economía de

personajes donde podemos percibir un relato seductor, trágico y

poético al mismo tiempo, su seguimiento mantiene al lector en

ascuas a través de detalles de intimidad y suspenso. El interés de

su lectura promueve expectativas que fluctúan entre lo ficticio, lo

histórico y lo ancestral, llevándonos hasta la última página con

atención absoluta.

Laura Antillano

Perla Suez es una escritora argentina cuya obra se ha centrado

en la novela y el ensayo. Obtuvo la licenciatura en Lenguas

Modernas de la Universidad de Córdoba, donde también siguió

estudios de Psicopedagogía y Cine. Investigadora becaria del

Gobierno francés (1977 −1978), realizó cursos de literatura con

Roland Barthes y Héléne Gratiot-Alphandéry. Ya en Argentina, fue

cofundadora del Centro de Difusión e Investigación de Literatura

Infantil y Juvenil, el cual dirigió de 1983 a 1990 y creó la revista

Piedra Libre especializada en literatura para niños y jóvenes.

Su obra de ficción ha recibido importantes reconocimientos,

entre los que están el Premio Internacional de Novela Grinzane

Cavour (Montevideo, 2008), por la Trilogía de Entre Ríos; el Premio

Nacional de Novela (2013), por Humo rojo; y el Premio Sor Juana

Inés de la Cruz (2015), por El país del diablo, obra que también

resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Rómulo

Gallegos 2020. En marzo 2021 fue declarada Ciudadana Ilustre de

la ciudad de Córdoba.

VEREDICTO DE LA XX EDICIÓN DEL

PREMIO INTERNACIONAL DE

NOVELA RÓMULO GALLEGOS

El jurado de la XX edición del Premio Internacional de novela

Rómulo Gallegos, integrado por Laura Antillano (Venezuela),

Vicente Battista (Argentina) y Pablo Mon- toya (Colombia), reunidos

virtualmente por efectos de la pandemia de Covid 19 el 12 y el 13 de

noviembre de 2020, luego de leer y revisar las 214 novelas

recibidas, ha decidido seleccionar las siguientes diez novelas

finalistas:

El país del diablo (Edhasa, 2015), de Perla Suez (Argentina)

Pasolini o la noche de las luciérnagas (Nocturna, 2015), de José

García López (España)

Las aventuras de la China Iron (Random House, 2017), de

Gabriela Cabezón Cámara (Argentina)

Moronga (Random House, 2018) de Horacio Castellanos Moya

(El Salvador)

La respiración violenta del mundo (Emecé, 2018), de Ángela

Pradelli (Argentina)

Hijas de Agar (Santander, 2016), de Pilar Salamanca (España)

Seda araña (Paralelo 21, 2019), de Antolina Ortiz (México)

Hijo de la guerra (Seix Barral, 2019), de Ricardo Raphael

(México)

La ruta de los hospitales (Alfaguara, 2019), de Gloria Peirano

(Argentina)

El bosque sumergido (Emecé, 2019), de Diego Vargas Gaete

(Chile)

Luego de debatir en torno a la novela ganadora, los jurados

coincidieron en las calidades de cinco novelas (El país del diablo, La

respiración violenta del mundo, Hijo de la guerra, Seda araña y

Pasolini o la noche de las luciérnagas), para, finalmente, elegir por

unanimidad y otorgar el premio Rómulo Gallegos 2020 a El país del

diablo, de la escritora argentina Perla Suez.

El jurado destaca la fuerza de la escritura de esta novela, dura y

degarradadora, dueña de un magnífico aliento poético. El país del

diablo maneja con gran sapiencia un concentrado y a la vez

vertiginoso ritmo narrativo, y establece un equilibrio encomiable

entre el desarrollo de la trama, la construcción de los personajes y el

trasfondo histórico que la sustenta.

El jurado señala, además, la forma novedosa de El país del

diablo al tratar un conflicto (la campaña del desierto en la Argentina

del siglo XIX) que aún perdura en la memoria histórica de América

Latina. A través de la mirada de una indígena mapuche, que sufre

los estragos de militares que efectúan tal campaña, Perla Suez logra

sumergir al lector en el horror de la violencia y resarcirlo de ella a

través de su hermosa escritura.

Laura Antillano Vicente Battista Pablo Montoya

A Roberto, Luciana,

Laura y Martín

No estén tristes, no crean que voy a morir,

les digo esto para que no se sientan tristes

y sepan que yo seré machi.

Testimonio de una niña mapuche1

No sean bárbaros, alambren.

Domingo F. Sarmiento2


SUFRIMIENTO

Una vasta compañía de soldados ha sido lanzada al vacío. Hombres

blancos e indios marchan, un ejército de pulgas adiestradas.

Avanzan tan rápido que las ruedas de las carretas parecieran correr

hacia atrás. Las muías van cargadas de fusiles. Se internan en el

país del diablo.

Es un día crucial y el desierto es testigo.

UN VIAJE INICIÁTICO

Es de madrugada, aún está oscuro. La machi camina cargando

su cuerpo con pasos cortos entre los pastizales. Con la mano

izquierda, sostiene alto el tambor ritual, el cultrúm, en el que está

dibujado el universo, dividido en cuatro partes con los símbolos de la

tierra y el cielo. Con la mano derecha, lo hace sonar.

Tiene un collar de placas redondas de plata que remata en el

centro en un águila bicéfala, y una huincha alrededor de la cabeza

para sujetar el pelo negro abundante, salpicado de algunas mechas

blancas. Lleva un poncho de lana de varios colores sobre los

hombros, atado con un alfiler a la altura del cuello.

Delante de ella, camina la india que será iniciada. Tiene catorce

años. La espalda ancha de los araucanos, ojos alargados y

profundos que parecen grabados con un cuchillo. Lleva en alto una

antorcha para alumbrar el camino. Su pelo negro escapa

desordenado a la huincha, como las crines de un caballo. Sin

embargo, sus ojos son del color de la miel, y algunos rincones de su

piel delatan la palidez que intentó opacar con ayuda del sol. Viste

una camisa de lana marrón claro, atada con una faja a la cintura, no

tiene ningún adorno.

Detrás viene un grupo de hombres y mujeres de la tribu. Llevan

antorchas y son dieciséis en total. Cantan, beben chicha. Algunos

bailan dando giros y aplauden. Atraviesan el pastizal y se acercan a

una loma. La tierra está húmeda.

Llegan a un valle donde hay un tótem hecho de madera de unos

cuatro metros. Es el rehue. El lugar donde nacerá un hombre nuevo.

Está cubierto de varios vegetales, el maqui, la quila y el manzano.

En medio hay un leño tallado con siete peldaños. Los últimos dos

son una cabeza humana y un sombrero. El primer peldaño

representa la totalidad, el segundo la sabiduría, el tercero la

tradición, el cuarto el trabajo, el quinto la justicia, el sexto la libertad

y el séptimo, la cúspide, es la gente. Está orientado hacia el este,

porque marca el movimiento del día, el nacimiento del sol y el paso

de las estaciones. Es la representación del hombre de pie en un

punto del planeta.

El grupo hace un círculo y clavan las antorchas en el suelo.

Siguen cantando y bailando mientras las mujeres preparan un lecho

con algunas mantas para que la india se acueste.

La machi vieja deja a un lado el tambor. Se acerca hasta su

discípula que ya se ha quitado la camisa, y sin dejar de cantar, saca

unas bolsas pequeñas de un morral y las dispone alrededor de la

joven india. También tiene unas vasijas donde vuelca un poco de

chicha de su bolsa de cuero. Luego toma una piedra con filo y

comienza a rasparle la piel. Las demás mujeres las rodean y el

rumor de sus voces parece separarlas del resto de la noche. La

mujer vieja raspa los brazos y las piernas a la india del modo en que

lo hacían los antiguos, para que el neófito renazca con una nueva

piel después de su muerte iniciática.

La machi saca unas semillas de un sobre de cuero y las muele

en un mortero. Con el polvo arma su pipa y la enciende. La joven se

sienta sobre el lecho. La anciana da de fumar a la india, cuatro,

cinco pitadas. Su cuerpo se ablanda mientras entra en trance. La

vieja apaga la pipa.

Después, la machi se sienta en el suelo a tocar su cultrúm y a

cantar. Los demás forman un círculo alrededor del tótem y

acompañan los cantos agitando cencerros.

La india se pone de pie y comienza a danzar siguiendo el ritmo

del tambor. A medida que la música asciende, se deja llevar cada

vez más y avanza hacia la escalera. Sube los peldaños uno a uno.

Se ayuda con las manos y se para sobre la punta del rehue. Se

estira cuan largo es su cuerpo, con los brazos y la mirada hacia el

cielo simbolizando su viaje sagrado, y dice,

Yo, Lum Hué, que llevo el número cuatro en mi elemento, el

cuatro que es sagrado porque indica la división del universo, el

descanso, la lluvia, el tiempo de brotes y de abundancia, también las

divisiones de la gente en la tierra y el sol que está en la noche.

Tengo la fuerza de una laguna escondida entre otras dos y por eso

mi elemento es el agua.

Hace catorce años que estoy en esta tierra fértil y en este día

seré machi.

A partir de ahora vivirás en mí, Ngenechen, porque me has

elegido. No soy machi por mi propia decisión, sino porque me has

llamado. Dicen que cabalgas un hermoso caballo y estás rodeado

de animales, dame a mí también animales en recompensa por mi

labor.

Seré machi perfecta. No llamaré a los espíritus oscuros, no

podrán decir que hago brujería porque seré machi buena y sanaré a

los enfermos y la gente dirá ahora ya no moriremos.

La india mestiza sigue bailando y cantando. Comienza a alzar la

voz y el tambor de la machi vieja se vuelve más intenso. El cuerpo

de la joven se curva.

Está llegando al éxtasis espiritual. Se dobla cruzando los brazos

sobre su pecho y salta.

La gente hace exclamaciones, gritan y se acercan a ella. Todos

quieren tocarla. Dos hombres la alzan en brazos y la depositan

nuevamente en el lecho.

Allí, la machi cubre a la muchacha con paja y la deja dormir el

sueño donde los espíritus la visitarán para que pueda morir la joven

india y nacer la machi. El grupo ha traído un carnero que degüellan

en sacrificio. La machi ve la sangre manar, bajo el resplandor del

fuego, y una serie de imágenes se le presentan en su cabeza, cosas

que la hacen estremecerse y perder el equilibrio. Ve un rehue

quemado. Linas manos tirando una rama de foike. Una yegua

perdida. Muerte. Los ojos se le ponen blancos y escucha que el

viento le está gritando en los oídos. Le habla de su discípula. Le

enseña su destino y no hay nada que ella pueda hacer.

Tiene miedo. Una mujer le pregunta qué ha visto. La machi la

mira con dolor y niega con la cabeza. No puede decirle, no tiene

sentido. La vieja machi está apoyada en el brazo de la mujer, ésta le

dice que no se preocupe por nada, que la ceremonia ha sido un

éxito y seguirán la fiesta en la mañana. La machi le contesta que no,

que los espíritus le han enviado un mensaje. Entonces se suelta del

brazo de la mujer, alza las manos y pide a todos que la escuchen.

La gente se acerca y la anciana les dice que ha recibido

instrucciones del otro mundo. Deben dejar a la neófita sola. Hay

otras fuerzas que se ocuparán de ella y no son ellos los que deben

interferir esta vez. Les dice que ahora tienen que irse de vuelta a

sus casas y esperar. Cuando llegue la mañana sabrán cuál es el

designio de Ngenechen, eso es lo más importante y ninguno debe

desobedecer.

Los hombres y mujeres se miran desconcertados, no es esa la

costumbre. Deberían seguir festejando y hacer sus ofrendas. Es una

gran decepción. Pero la machi se muestra inflexible y todos la

respetan demasiado para insistir. Lentamente recogen sus cosas y

se encaminan de vuelta a la toldería.

La machi se acerca a la joven que descansa en un profundo

sopor y pasa sus manos en el aire sobre su cabeza y su pecho

susurrando una oración. Luego se agacha y le besa la frente. Se

demora un poco más. Le cuesta dejarla y como quien cumple con

un deber que le es impuesto, la machi respira hondo. Se levanta y

se va.

Aún no amaneció en la toldería. La vieja machi está dentro de su

casa hecha de cañas de totora, varillas de colihue y cueros. Está

haciendo arder un pequeño fuego. Por encima de éste, hacia un

costado, hay algunas varas de donde cuelgan las mazorcas. Se ven

decenas de vasijas de barro y vasos hechos de cuerno de carnero.

En diversos ángulos, hierbas que cuelgan para secarse, y en el

suelo un cuero de oveja con la piedra para moler el trigo tostado.

Hay cigarros comprados a los blancos en la frontera. Platos y

cucharas de madera. Trozos de rocas de variados colores y formas,

y otros objetos que se desdibujan en la totalidad del toldo.

Permite Ngenechen que pueda ver más allá, invoca la machi.

Ella necesita instrucción en la soledad para que el gualicho y la

gente mala no la señalen más, siente en su cuerpo y su cabeza una

luz celeste que brota de todo su ser y aunque la mayoría de nuestra

gente no puede verlo, algunos pocos de más valía, sí. Esta

muchacha vino a mí y fue como si el techo de mi ruca se hubiera

levantado de repente. Le dije al cacique que aunque en una parte de

sus venas corriera sangre huinca, es nuestra. Ella tiene una mirada

que puede ver a través de la tierra y lejos en el cielo, es valiente,

ama la música y los animales y ha aprendido con rapidez cuáles son

las plantas medicinales.

Ngenechen me la encomendaste diciéndome,

Dale su nueva identidad según nuestro mandato sagrado, dale

nuestras palabras para que sean suyas.

Fue allí que le puse el nombre de Lum Hué.

La vieja machi está perdida en sus pensamientos, mientras

aplasta en el mortero ají con semilla de cilantro y orégano. Prepara

un pedazo de carne para asar cuando escucha un revuelo. La

anciana se detiene en lo que está haciendo y se asoma.

Ya está ocurriendo, dice con voz grave.

Un hombre da la señal de alarma. Los soldados se avecinan.

viernes, 9 de febrero de 2024

Jack London La gente del abismo NOVELA PRÓLOGO

 

 


Jack London

La gente del abismo

 


Título original:

  The People of the Abyss

Jack London, 1903

Traducción: Jorge Juan León

Ilustraciones: Jack London

 

 PREFACIO

 

 

Lo que relato en este volumen me sucedió en el verano de 1902. Descendí al submundo londinense con una actitud mental semejante a la de un explorador. Estaba predispuesto a dejarme convencer por mis propios ojos más que por las enseñanzas de aquellos que nada habían visto, o por las palabras de los que fueron y vieron antes que yo. Es más, adopté un criterio sencillo para medir la vida de aquel submundo. Aquello que estuviera por la vida, por la salud física y espiritual, era bueno; lo que estuviese en contra, hiriera, disminuyera o pervirtiera la vida, era malo.

El lector comprenderá enseguida que mucho de lo que vi era malo. Sin embargo, no debe olvidarse que la época sobre la que escribo era considerada en Inglaterra como de «buenos tiempos». El hambre y la falta de techo que encontré constituían una situación de miseria crónica que no se superaba ni siquiera en los períodos de mayor prosperidad.

Un duro invierno siguió a aquel verano. Los parados, en gran número, organizaban manifestaciones, a veces hasta doce al mismo tiempo, y marchaban por las calles de Londres pidiendo pan. Mr. Justin McCarthy, en su artículo en The Independent de Nueva York, en enero de 1903, resume la situación así:

«Los albergues ya no disponen de espacio donde amontonar a las multitudes hambrientas que durante el día y la noche llaman a sus puertas pidiendo alimento y cobijo. Todas las instituciones caritativas han agotado su capacidad de conseguir alimentos para los hambrientos que llegan desde los sótanos y buhardillas, de las callejuelas y callejones de Londres. Los locales del Ejército de Salvación en varios lugares de Londres se ven asediados todas las noches por hordas de parados hambrientos a los que no se puede proporcionar sustento ni albergue.»

  

 

Bancos abarrotados de gente durmiendo.

 

 

Se ha insistido en que mi crítica de cómo son las cosas en Inglaterra es demasiado pesimista. Debo decir, de nuevo, que soy el más optimista de los optimistas. Pero contemplo a los hombres más como individuos que como agregados políticos. La sociedad crece, mientras que las maquinarias políticas se caen a trozos y se convierten en cascotes. Por lo que se refiere a los hombres y a las mujeres, a su salud y felicidad, veo para los ingleses un futuro ancho y sonriente. Pero para gran parte de la maquinaria política, que tan mal funciona, no veo más que un montón de cascotes.

 JACK LONDON

Piedmont, California

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