jueves, 28 de septiembre de 2023

INTRODUCCIÓN WILKIE COLLINS

 




 INTRODUCCIÓN

 

Puede ocurrir que algunos lectores de esta historia tengan en su poder una «máscara» —o una cabeza— de escayola del rostro de Shakespeare, una de las reproducciones en vaciado del famoso busto de Stratford que se pusieron a la venta hace algún tiempo. Las circunstancias bajo las cuales se obtuvo el molde original se las oí relatar, una vez, a un amigo de quien guardo un cariñoso recuerdo y con quien estoy en deuda por el ejemplar que poseo hoy en día.

Hace algunos años, se contrató a un cantero para efectuar unos arreglos en la iglesia de Stratford-upon-Avon. Mientras se ocupaba de estas reparaciones, el cantero se las arregló —sin levantar sospechas, pensaba él— para fabricar un molde del busto de Shakespeare. Sin embargo, se descubrió lo que había hecho e, inmediatamente, las autoridades, encargadas de la custodia del busto original, lo amenazaron con penas y sanciones legales muy severas, aunque no especificaron de qué delito se le acusaba. El pobre hombre estaba tan asustado por las amenazas que rápidamente empaquetó sus herramientas y, cogiendo el molde, se marchó de Stratford. Después, el cantero expuso su caso a personas con capacidad para aconsejarle, quienes le dijeron que no debía temer ningún castigo y que, si consideraba que podría venderlos, hiciera tantos moldes del busto como quisiera y los pusiera a la venta en cualquier lugar. El cantero siguió el consejo, realizó cuidadosamente sus reproducciones del busto en bloques de mármol negro y vendió un gran número de ellas no solo en Inglaterra, sino también en América. Debe añadirse que este cantero había destacado siempre por su extraordinaria veneración a Shakespeare, que llevó a tal extremo que llegó a asegurar al amigo —de quien luego recibí esta información— que él, que era viudo, ¡se habría vuelto a casar solo si hubiera conocido a una mujer que fuera descendiente directa de William Shakespeare!

La idea inicial de las siguientes páginas procede de la anécdota que acabo de relatar. Ahora ofrezco mi librito al público, en el que he procurado narrar una trama sencilla, escrita de forma llana y familiar, o, en otras palabras, como si estuviera contándosela a unos amigos ante la chimenea de mi casa.

WILKIE COLLINS

martes, 26 de septiembre de 2023

WILLIAM M. CLARKE LA VIDA SECRETA DE WILKIE COLLINS FRAGMENTO

 




PREFACIO

 

A Wilkie Collins, autor de La dama de blanco y La piedra lunar, se le ha bautizado como «el padre de la historia detectivesca»[1] y «el novelista que inventó la sensation novel». La historia de su vida y las repercusiones de ésta tienen también un toque de misterio.

Hasta hace cuarenta años, no existía una biografía de Collins que mereciera la pena leer; el Dictionary of National Biography apuntaba únicamente a las «intimidades» de su vida, excitando así la curiosidad del lector. Su cuñada Kate, la hija de Charles Dickens, fue la primera en hablar abiertamente de una de sus amantes, Caroline. Un proyecto nacional de financiar un monumento en conmemoración de su figura en la abadía de Westminster, que contaba con el apoyo de sus amigos del mundo de las letras, se abandonó después de qué el editor del Daily Telegraph, así como el deán de St Paul, insinuaran cuán poco decorosa  era la elección, a pesar de los méritos literarios del personaje. El testamento de Collins ratificaría a buen seguro la desaprobación pública, ya que dividía su patrimonio de manera equitativa entre sus dos amantes, Caroline Graves y Martha Rudd, y reconocía sin tapujos a los tres hijos de Martha como propios. Incluso tras su muerte, las rarezas continuaron cuando, después de que Caroline fuera enterrada en el cementerio de Kensal Green en la tumba de Wilkie, Martha siguió cuidando de ésta hasta que abandonó Londres. La tumba figura aún a su nombre.

Desde entonces, el mundo literario ha hecho todo lo posible por desentrañar el misterio de la vida privada de Wilkie Collins. Un profesor americano, Clyde K. Hyder, extrajo diligentemente algunos datos de la vida de Caroline Graves de los registros de Somerset House y de ciertos directorios callejeros de Londres en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Kenneth Robinson, en la que con toda seguridad es la mejor y más completa biografía del escritor, añadió más datos en 1951, pero concluyó que las medidas que Wilkie Collins tomó «sugieren que deseaba que la historia de su vida siguiera siendo un misterio para todos excepto para sus amigos». Y, aparte de las indiscreciones de Kate Dickens, los demás nunca divulgaron lo que sabían. Para dificultar aún más las cosas, sus dos amantes reconocidas y sus hijos parecieron desvanecerse del paisaje londinense. Caroline murió en 1895, seis años después que Wilkie, dejando una hija de un matrimonio anterior, Elizabeth Harriet, que se había casado con el abogado de Wilkie. Martha Rudd y sus tres hijos, Marian, Harriet Constante y William Charles, en palabras de Kenneth Robinson «pronto se perdieron entre los millones de personas sin nombre de Londres». El profesor Robert Ashley, del Ripon College de Wisconsin, aventuró que podían haber «emigrado a finales de siglo».

Dorothy Sayers también intentó resolver el misterio pero, en un fragmento de su biografía publicada a título póstumo y ahora en manos del Humanities Research Center de Texas, prácticamente admitió su fracaso debido a «la extrema oscuridad que rodea la vida privada de Collins»[2]. Incluso en fecha tan reciente como 1982, Sue Lonoff, en su excelente trabajo crítico sobre la obra de Collins, Wilkie Collins and his Victorian Readers[3], admitió con franqueza: «Sabemos poco sobre su relación con las dos mujeres más importantes de su vida, Caroline Graves y Martha Rudd». Y proseguía: «No sabemos lo que sucedió con sus hijos ilegítimos».

Kenneth Robinson encontró más información sobre los descendientes de Wilkie Collins cuando revisó su biografía en 1974; detectó tanto nietos como biznietos (de Wilkie y Martha) no lejos de Londres, pero reconoció que no sabía exactamente dónde estaban[4]. Como afirmaba entonces sir Charles Snow: «Por lo que parece, no quieren que se los reconozca. Yo de ellos estaría orgulloso de semejante ancestro, una de las figuras más extrañas, con más talento y, a decir de todos, más simpáticas de la era victoriana»[5],.

Había llegado por tanto el momento de que los descendientes del matrimonio morganático de Wilkie mordieran un cebo tan alentador e intentaran rellenar algunos vacíos. Por fin se habían puesto de acuerdo para hacerlo. Esta pequeña contribución a la saga de William Collins, está, por tanto, basada en los recuerdos y los escasos objetos dejados por sus hijos, nietos y biznietos. Dos de los nietos de Wilkie, Lionel Charles Dawson y Helen Martha («Bobbie») West, vivieron en Amersham y Harpenden hasta su muerte el año pasado y, junto con un biznieto, Anthony West, me han proporcionado recuerdos, fotografías y gran parte de su tiempo. La otra biznieta, Faith Elizabeth (Dawson), mi mujer, ha contribuido en gran medida a este esfuerzo por desentrañar el último, y tal vez el mejor, de los misterios de Wilkie Collins.

He obtenido datos adicionales sobre los gastos que tenía con Caroline y Martha, y muchos otros, de las cuentas bancarias privadas que sus banqueros, Coutts & Co., y mi mujer como su directa descendiente, me han permitido examinar en detalle.

También me he basado para escribir uno de los primeros capítulos en los diarios de los años 1835, 1836 y 1837 que Harriet, madre de Wilkie, escribió durante el viaje de la familia a Francia e Italia y su estancia en Bayswater. Lo encontré en el Victoria and Albert Museum, donde desde luego no se había «perdido», pero donde, aunque resulte extraño, biógrafos anteriores lo habían pasado por alto[6]. Me ofreció pistas esenciales para el descubrimiento del primer profesor de Wilkie Collins y la dirección de su primer colegio. También me permitió reconstruir las visitas de la familia a París, Niza, Roma, Nápoles y Sorrento, y contiene un bosquejo detallado de la enfermedad de William Collins en Sorrento, su encuentro con Wordsworth en Roma, e incluso una explicación de cómo Charley, el hermano de Wilkie, se rompió el brazo en una escaramuza infantil en la Villa Reale de Nápoles.

El inicio de estas pesquisas literarias fue la partida de nacimiento de Martha Rudd, que (junto con otros objetos sin importancia, entre ellos una silla de nodriza, un sofá, un guardapelo de oro en recordatorio de la muerte de la madre de Wilkie y un recibo de la compra de mobiliario para Martha que el escritor efectuó, a nombre de William Dawson, a comienzos de la década de 1870) recibieron sus nietos, Lionel Dawson y Bobbie West. El documento establecía su edad, los nombres de sus padres y, sobre todo, su lugar de nacimiento, Winterton. No tardaría en visitar Winterton, en la costa de Norfolk, entre la dunas y cerca de los Broads[7].

Lo que en el fondo quería saber era si había sobrevivido algún Rudd y si sus recuerdos permitirían reconstruir los orígenes de Martha. La guía telefónica local no dio resultados: no había ningún Rudd a la vista. Pero el bar del lugar, The Fisherman's Return, y el cementerio me proporcionaron Rudds vivos y muertos. El propietario del bar me indicó la manera de localizar a Walter Rudd, que vivía en una casa junto a la iglesia, un antiguo capitán de la flota del arenque de Great Yarmouth, actualmente septuagenario. No había oído hablar de Martha, pero en seguida confirmó que los padres de ésta, James y Mary Rudd, fueron sus bisabuelos, que James fue pastor, no pescador, y que su tumba estaba literalmente en la puerta de al lado, en el cementerio. También estaban allí las tumbas de las hermanas y hermanos de Martha así como de otros parientes. Esta era la iglesia que los amigos prerrafaelitas de Collins habían conocido tan bien; y no muy lejos, pasados los campos, estaba Horsey Mere, la inspiración para Hurle Mere en Armadale. Los archivos de la iglesia llenaban otros espacios vacíos.

Caroline, la otra amante de Wilkie, resultó ser desde el comienzo más esquiva. Las biografías anteriores no establecían por completo su identidad, su procedencia ni si había estado casada antes. Pero con la ayuda de una genealogista experta y entusiasta, Bridget Lakin, St Catherine's House empezó a revelar sus secretos. Caroline, quedó claro, se casó y enviudó siendo muy joven y procedía del sudoeste de Inglaterra. Una vez más, los testamentos y los certificados de nacimiento, matrimonio y defunción de St Catherine's House ofrecieron las primeras pistas: pronto se demostró que la hija de Caroline, Harriet, había tenido varias hijas y que éstas a su vez tuvieron varios hijos. Pero ¿estaban vivos? y, si lo estaban, ¿dónde vivían? Necesitaba la ayuda de una fuente central y ésta vino, de forma apropiada y discreta, del personal del Departamento de Sanidad y Seguridad Social de Newcastle que, después de verificar en el ordenador que dos descendientes de Caroline todavía vivían, envió cartas solicitando más información. Pasaron las semanas y por fin llegaron contestaciones de gran ayuda de Richmond y Mitcham. Y, finalmente, de un ajuar de Mitcham emergieron unas fotografías de Wilkie Collins, e incluso de Caroline, y muchas cosas más.

El rompecabezas empezaba a completarse. Y, de la misma manera, de nuevo por cortesía del Departamento de Sanidad y Seguridad Social, apareció finalmente en Eastbourne una vivaz y octogenaria sobrina del abogado de Wilkie Collins (que se había casado con la hija de Caroline, Harriet). Su madre hablaba a menudo de Wilkie y de Caroline y sabía lo que había pasado con su tío Henry, el abogado.

Todos estos descendientes me han dedicado buena parte de su tiempo y su colaboración me ha permitido aclarar algunas de las relaciones personales de Collins. Mientras tanto, durante la década pasada las investigaciones han ido a paso acelerado a los dos lados del Atlántico; esta actividad y las informaciones de muchos expertos de universidades, facultades, bibliotecas y otras instituciones me han sido de mucho provecho. En Londres, Peter Caracciolo (del Royal Holloway College, Universidad de Londres), Andrew Gasson (secretario de la Wilkie Collins Society), Emma Hicks (investigadora artística de la Royal Society of Arts), Jeremy Maas (de la galería Maas y autor de Victorian Painters y, sobre todo, la infatigable Bridget Lakin, me han ofrecido ánimos e indicaciones que me han sido de gran utilidad.

En Estados Unidos, un primo de mi esposa a quien ésta desconocía y que vive en San Francisco, Donald Whitton, descendiente directo de una de las tías de Wilkie, se reunió con ella gracias a una extraordinaria coincidencia digna de un argumento de Collins: a través del dentista de mi esposa en Londres, Frank Glass (también pariente de Collins). Donald no sólo ha participado en la búsqueda, sino que ha realizado su propia contribución con el libro The Grays of Salisbury (Los Gray de Salisbury). También en Norteamérica he recibido la ayuda, ofrecida con liberalidad, de Kirk Beetz (presidente de la Wilkie Collins Society), Robert Ashley (del Ripon College), Verlyn Klinkenberg (de la Pierpont Morgan Library de Nueva York) y Ellen Dunlap (antigua bibliotecaria de investigación del Humanities Research Center de la Universidad de Texas en Austin). Y en Roma y Nápoles, Pamela Holding resolvió de forma diligente y entusiasta los numerosos interrogantes italianos relacionados con artistas locales de la década de 1830 y con los desconcertantes cambios de nombre de las calles romanas.

Mi intención a lo largo de estas investigaciones y más tarde al escribir el libro ha sido simple y llanamente arrojar luz, allí donde fuera posible, sobre la vida privada de Wilkie Collins y llenar los vacíos que aún existen en todas las biografías anteriores. No me he desentendido de las obras de Collins pero, teniendo en cuenta los intensos esfuerzos que todavía hoy se realizan en el mundo literario por analizar y reevaluar la contribución de Collins a la ficción del siglo diecinueve, hubiera sido presuntuoso por mi parte sumarme a ese debate. Ésta no es, por tanto, una biografía redonda y completa que juzgue a Collins como escritor: es, sin más, una simple descripción de Collins, el hombre, y las mujeres de su vida.

 

 

W. M. C. 1989


1. EL TESTAMENTO

 

Hacia finales de septiembre de 1889, Londres ya se estaba preparando para el invierno. La nieve había caído sobre Escocia y unos chubascos fríos y húmedos barrían el Támesis. Otro cuerpo mutilado había aparecido en Whitechapel.

El teatro londinense tenía por delante una temporada animada. The Yeoman of the Guard (El alabardero de la casa real) estaba todavía en cartel en el Savoy; Marie Tempest actuaba en el Lyric y Henry Irving, Squire Bancroft y Ellen Terry en el Lyceum. Lillie Langtry ensayaba para su reaparición en Londres después de tres años de ausencia en Estados Unidos.

El repentino cambio del tiempo otoñal resultó excesivo para un hombre frágil, encorvado y prematuramente envejecido que había compartido los triunfos de muchos de los que ahora ensayaban. Wilkie Collins había estado batallando con las secuelas de un grave ataque de apoplejía desde mediados del verano. Desde que un domingo por la mañana de junio sufriera un repentino colapso mientras leía uno de sus periódicos favoritos, el Reynold News1, tanto su público como sus amigos habían asistido con creciente preocupación a sus esfuerzos por recuperarse. Un mes más tarde, a mediados de julio, The Times expresaba de nuevo sus graves temores y la reina Victoria hacía discretas averiguaciones2. Su agente literario, consciente de que la última e inacabada novela de Wilkie todavía se publicaba en el Illustrated London News, se ocupaba de desembrollar y reorganizar contratos con sus editores.

Luego, durante un breve periodo de tiempo, pareció que Wilkie podría escapar a lo inevitable. En agosto se encontraba lo bastante bien para convencer a su viejo amigo Walter Besant de que completara la que habría de ser su última novela, Blind Love y lo suficientemente entusiasmado para enviar una animada carta a sus más íntimos amigos, los Lehmann3: “Me quedo dormido y el médico prohíbe que se me despierte. El sueño es la cura, dice, y está muy optimista respecto a mí. No se fijen en los borrones, la manga de mi camisa de dormir es demasiado grande, pero mi mano todavía es firme. Adiós de momento, mis queridos y viejos amigos; esperemos la llegada de días más saludables».

Dos semanas más tarde las temperaturas descendieron y Wilkie contrajo una infección de pecho. No se encontraba en condiciones de hacer frente a las consecuencias. Confinado a su habitación del segundo piso, con vistas a Wimpole Street, le costaba digerir hasta la comida más ligera. Sentado en un sillón grande cerca del fuego, envuelto en mantas, sentía que el final se acercaba. Tenía dificultades para conseguir el único medicamento que sabía que podría serle de ayuda. El sábado 21 de septiembre garabateó su última, casi indescifrable nota a su viejo amigo y médico, Frank Beard: «Me estoy muriendo, mi viejo amigo». Y en otro pedazo de papel en el mismo pequeño sobre: «Estoy demasiado aturdido para escribir. Me están volviendo loco prohibiéndome el [láudano]. Ven, por el amor de Dios». A partir de entonces, Frank Beard apenas lo dejó solo. Y estaba con él cuando murió plácidamente la mañana del lunes siguiente4.

En seguida los periodistas se encargaron de informar sobre el resto, y el New York Herald superó a los periódicos locales en cuestión de detalles: «Se encontraba reclinado con la cabeza hundida en la almohada de la butaca. De cuando en cuando el doctor notaba el pulso agitado, con un ritmo cada vez más débil e irregular. Con menor frecuencia el moribundo abría los ojos con una conciencia vaga y adormecida de su estado, pero nada más. A las diez y media de la mañana del lunes, una leve convulsión y su cabeza se rindió pesadamente». Y continuaba, reflejando el sentimiento del momento: «Murió solo[...] No tenía ningún familiar en este mundo, aparte de una anciana tía, que se encontraba lejos, en Dorsetshire, y a quien no había visto desde hacía mucho tiempo. A su lado estaba el doctor F. Carr Beard, su amigo de toda Ha vida, y su vieja ama de llaves, que durante treinta altos se preocupó de su bienestar con la devoción y el cuidado de una esclava. Su ayuda de cámara, George, no estaba presente y fue en compañía de un solo amigo y de una criada como el hombre de tantas muertes exhaló su último suspiro».

Un relato colorista y, a pesar de todo su sentimentalismo, razonablemente acertado5. Pero, como bien sabían muchos de sus amigos más cercanos, sólo era una parte de la verdad. La vieja ama de llaves, Caroline Graves, fue su amante y vivió con él de forma irregular durante unos cuarenta arios, y la hija de ésta,  Harriet, había sido su secretaria durante la época de sus triunfos literarios. Y otra amante, Martha Rudd, la madre de sus tres hijos ilegítimos, estaba en Taunton Place, no lejos de allí.

No tuvo familia en el sentido convencional del término. Pero tampoco murió solo. Hasta el final estuvo rodeado de sus hijos y nietos, los suyos en Taunton Place y los de Caroline en Wimpole Street. Y, de vez en cuando, las dos partes se reunían.

Cuatro días más tarde, las persianas de las casas de Wimpole Street se bajaban discretamente y hacia las once y cuarto una multitud de dolientes y visitantes se congregaba frente al número 82, cerca de la esquina de Wigmore Street. Dentro, Caroline Graves y su hija Harriet, como ama de llaves y secretaria, esperaban a los principales afligidos, así como a los que acudían a presentar sus respetos a un escritor todavía popular, cuya última novela aún estaban leyendo en entregas semanales. Entre ellos se encontraban su médico, su abogado, su editor y su agente literario, así como unos cuantos viejos amigos del mundo artístico, literario y teatral.

Wilkie había pedido expresamente un funeral sencillo. No podían gastarse más de veinticinco libras, y apuntó que nadie debía llevar pañuelos, cintas en el sombrero o plumas. Así, el ataúd de roble llevaba una escueta inscripción con su nombre y las fechas de su nacimiento y muerte. Pero ni siquiera él pudo controlar la explosión espontánea de tributos florales. El ataúd salió hacia el coche funerario acristalado que aguardaba en Wimpole Street, totalmente cubierto de coronas y, desbordando del techo, una profusión de flores de todo tipo, algunas de ellas llevadas personalmente a la casa. Había una corona de geranios escarlatas, la flor favorita de Charles Dickens, de Mamie, la hija de éste; lilas y estefanotes de la Sociedad de Autores; lirios tigrados de la baronesa de Stern; y una cruz de rosas y azucenas de Blanche Roosevelt, una vieja amiga del mundo teatral.

Entre este despliegue de color sobresalía una magnífica cruz de crisantemos blancos de la señora Dawson y familia: un discreto recordatorio de su bien ocultada familia. Martha y sus tres hijos ya adultos apenas pudieron presentar sus respetos en la casa, pero casi con toda seguridad formaron parte de la multitud mientras el coche fúnebre, dos coches de luto y al menos siete carruajes particulares (algunos vacíos y enviados por amigos íntimos en señal de duelo) salían hacia el cementerio de Kensal Green.

Las multitudes de Wimpole Street y, más tarde, hacia el mediodía, de Kensal Green, se entremezclaron con personalidades muy conocidas. Ada Cavendish había representado un papel principal en uno de los mayores triunfos teatrales de Wilkie. También lo habían hecho Squire Bancroft (que estrenaba a finales de esa semana) y Arthur Pinero; y Holman Junt, Edmund Yates y Hall Caine eran amigos del mundo artístico y del mundo literario. Si alguien llegó a ver a Oscar Wilde fue algo que todavía se discutía días después. The Times afirmaba que sí estuvo en Kensal Green, mientras que Edmund Yates juró públicamente que no se encontraba ni en kilómetros a la redonda.

Las dos mujeres que habían ejercido la mayor y más profunda influencia sobre Wilkie, aparte de su madre, no se separaron de él aquella semana. El día de los funerales, Caroline y Martha todavía seguían desempeñando los papeles asignados (una, dentro, la otra, fuera), ocupándose la primera de sus asuntos domésticos, cuidando de su familia la segunda. Y, de nuevo, estuvieron en primera fila días más tarde cuando Henry Powell Bartley, el marido de la hija de Caroline, Harriet, les leyó el testamento por separado.

Wilkie Collins había concebido su testamento con el mismo celo que siempre había dedicado a sus más complejas tramas. Sabía exactamente qué quería conseguir y se dejó asesorar por sus consejeros más cercanos, su abogado (primero William Tindall, más tarde Henry Bartley) y su médico. Nunca fue un hombre acaudalado, ni tampoco le faltaron la mayoría de las comodidades de la vida. Su padre les dejó a él y a su hermano (y a su madre, mientras ésta vivió) suficiente dinero para llevar una vida modesta, y él mismo, en la cúspide de su caudal de ingresos en los años siguientes a la publicación de La dama de blanco, añadió a veces sumas de hasta 5.000 libras anuales a su renta básica. Aunque a menudo gastara el dinero tan rápido como lo ganaba y apenas obtuviera grandes cantidades de sus inversiones, y prefiriera incluso arrendar casas en lugar de comprarlas directamente, siempre fue consciente del valor potencial de su trabajo.

Desde el inicio hasta el final de su carrera literaria discutió con sus editores. Sabía lo que se merecía y estaba decidido a conseguirlo. En sus comienzos esto le acarreó largas controversias sobre descuidos en la corrección de textos de los anuncios en prensa de sus novelas, y acribilló a sus editores con minuciosas sugerencias, desde la mejor manera de vender los libros hasta el diseño detallado de un solo artículo.

A veces se le fue la mano, y sus escritos fueron rechazados o sus propuestas completamente desoídas. Más tarde se enfureció por la facilidad con que algunas editoriales piratas estadounidenses lograban imprimir sus novelas, a menudo antes de su publicación en forma de libro en Londres, sin que él recibiera nada a cambio. Un editor americano informó a un amigo suyo de que había vendido ciento veinte mil copias de La dama de blanco. “Jamás me envió ni seis peniques», gruñó Collins6. Sin embargo, de vez en cuando ganaba una escaramuza; una vez, para su alivio y sorpresa, contra una editorial holandesa, otra contra un teatro provincial inglés que inocentemente había pirateado una de sus obras.

Esta presión constante sobre el mundo editorial tuvo un resultado previsible. Hacia el final de su vida, Wilkie Collins estaba decidido a asegurarse el precio más alto posible por los derechos de autor que le quedaban. Se daba perfecta cuenta de que, como los alquileres, los derechos de autor tenían un valor decreciente. También era consciente de qué derechos eran más vendibles. Ya principios de 1882, cuando, si hay que hacer caso a sus cartas, apenas se libraba de la gota y de dolores neurálgicos de uno u otro tipo, a veces de la rodilla, otras de la espalda, casi siempre de los ojos, sus pensamientos se dirigían inevitablemente hacia su propia mortalidad, sus asuntos económicos y cómo arreglarlos de la mejor manera tras su muerte.

Tenía dos quebraderos de cabeza. ¿Cómo podía obtener beneficios de sus diferentes bienes? Y ¿cómo podía asegurar que quien fuera a recibirlos en herencia no tendría dificultades para conseguir los máximos beneficios? En segundo lugar, ¿a quién debía dejarlos? Su hermano menor, Charles, había muerto antes que él, y aunque Wilkie nunca llegó a casarse, no estaba precisamente libre de toda clase de cargas familiares. En apariencia el problema económico debía ser el más fácil de resolver. Aunque pronto decidió quiénes serían los beneficiarios de su testamento y nunca cambió de parecer, fue sólo pocos meses antes de su muerte, siete años más tarde, cuando por fin llegó a un acuerdo acerca de los derechos de autor.

El primer intento de cuantificar el valor de los derechos de autor pendientes lo hizo en 1882. Estos se pusieron por escrito y Wilkie los dictó con claridad a su secretaria, la hija de Caroline Graves, y pueden verse ahora en la Biblioteca Pública de Nueva York.

Primero, hizo una lista de las novelas cuyos derechos aún poseía. Había diecinueve, incluidas La dama de blanco y La piedra lunar. Excluyó tres cuyos derechos ya había vendido a Smith Elder and Co.: After Dark (Después de la oscuridad), Sin nombre (No Name) y Armadale. A continuación figuraban cinco obras de teatro, o dramas, como le gustaba llamarlos, y otras seis obras adaptadas de sus novelas. Wilkie tenía claro que en aquellas condiciones no valían mucho: «Con el vergonzoso estado de los derechos de autor en Inglaterra, éstos no son, en el sentido estricto del término, derechos de propiedad. Cualquier ladronzuelo bribón tiene tanto derecho a dramatizar mis novelas como yo».

Por último añadió a la lista varios relatos «guardados en un cajón de una de las "estanterías" de mi estudio», que todavía no habían sido publicados en forma de libro. Y daba un pequeño consejo a los albaceas escogidos. Aunque primero había que consultar a Chatto and Windus, «no hay que olvidar nunca que se vendieron cien mil copias del Lady Brassey's Yachting Voyage Round the World (Viaje en yate de Lady Brassey alrededor del mundo), distribuidas en forma de panfleto de seis peniques con unas cuantas ilustraciones grabadas7. ¿No debería estar el público preparado para similares ediciones baratas de La dama de blanco y La piedra lunar?».

Seis años más tarde seguía batallando por el valor de los restantes derechos y, finalmente, decidió negociar en persona su venta. A comienzos de 1888 hizo una vez más sus cuentas, no al dorso de un sobre sino en la parte posterior de un extracto bancario de Chatto and Windus. Rápidamente calculó que trece de sus novelas valían 2.000 libras (por una extensión de siete años del usufructo de sus derechos de autor), que cinco más podían alcanzar una suma adicional de 250 libras, añadiéndose a esto La dama de blanco, su novela más popular, cuyos derechos expiraban en 1902. Podía esperar, pensaba, entre 2.000 y 3.000 libras. Se había sobrevalorado a sí mismo o no había tenido la suficiente energía para conseguir el acuerdo que deseaba. Hacia abril del año siguiente, seis meses antes de morir, llegó con Chatto and Windus a un acuerdo final de mucha menor escala. Aceptó recibir 1.800 libras por todos los derechos de autor y los intereses restantes de veinticuatro novelas, incluidas La piedra lunar y La dama de blanco. Los pagos se repartirían a lo largo de seis meses.

No tuvo tantos problemas a la hora de de designar a los beneficiarios de su modesta fortuna. Siempre fue consciente de sus responsabilidades con sus mujeres y ya en 1870 había decidido dejar, tanto a Caroline como a Martha, idénticas sumas en lo que él llamó dinero en mano a su muerte8. Tan pronto como Martha le dio dos hijas, adaptó su testamento en favor de éstas, y cuando quedó embarazada por tercera vez hizo un nuevo cambio.

Dispuso unos ajustes finales tras la boda de la hija de Caroline, Harriet, con Henry Bartley, un joven abogado que reemplazó a William Tindall como su consejero legal. Con toda seguridad, Bartley apenas le asesoró en el asunto de las herencias, limitándose, como Tindall antes que él, a las complejidades del lenguaje legal, aunque estaba destinado a desempeñar un papel decisivo a la hora de frustrar, finalmente, la mayoría de sus esfuerzos.

En cualquier caso, Wilkie Collins apenas necesitaba orientación en la redacción de testamentos. Obtuvo el título de abogado en su juventud, aunque nunca llegase a ejercer. Al menos ocho de sus novelas contaban con abogados como personajes destacados y los testamentos habían sido un factor crucial en varias de sus principales obras. Un testamento complejo era central en la trama de La dama de blanco y en el testamento de Sin nombre había abordado el tema de la ilegitimidad. Ahora tenía que enfrentar se a la cuestión de sus propios hijos ilegítimos, el hijo y las dos hijas de Martha Rudd.

En su testamento final, hizo pequeños legados de 50 libras a un primo y 19 guineas a dos criados, así como anualidades de 20 libras a dos ancianas tías, a quienes ya había ayudado modestamente durante varios años. Después venían los legados significativos: a las dos mujeres de su vida.

Caroline Graves recibiría sus gemelos de oro de cuello y de muñeca, parte de su mobiliario, la suma de 200 libras y la mitad de las rentas de su patrimonio de por vida. Martha Rudd, a quien por primera vez reconoció como madre de sus tres hijos bajo el nombre de señora Dawson, recibiría su reloj y su cadena de oro, la suma de 200 libras y la otra mitad de las rentas de su patrimonio de por vida. Más adelante hacía una clara distinción entre Caroline y Martha. Mientras que Harriet, la hija de Caroline, heredaría las mismas rentas a la muerte de su madre, una vez que Harriet muriera, las rentas revertirían en los hijos de Martha. Al final iba a ser su familia ilegítima la que iba a salir más beneficiada.

A pesar de todo el celo reformista de sus últimas novelas, era un testamento típicamente victoriano que reflejaba una rígida actitud hacia la propiedad y las mujeres. Como en el caso del testamento de su padre, según el cual su madre recibió rentas del patrimonio, mientras que, posteriormente, él y su hermano Charles recibirían sumas de dinero a la muerte de su madre, Wilkie insistió en que sólo su hijo, William Charles, recibiera su parte correspondiente del dinero, cuando llegara el momento oportuno, en forma de capital. Sus hijas, Marian y Harriet Constante, recibirían una renta de por vida a la muerte de su madre.

Hizo estos planes en 1882, en un momento en que sus rentas se habían calculado en una media anual de unas 2.500 libras, derivadas de sus libros e inversiones. Vivía con holgura, mientras estas rentas se añadían lentamente al capital heredado de su madre. Pero su estilo de vida, sus gastos en bebida, comida y buena vida, el mantenimiento de dos casas, sus expediciones de navegación desde Ramsgate, todo ello bastante alejado de la crianza de tres hijos y una hija adoptada, había pasado factura claramente.

A su muerte, los periódicos no tardaron en insinuar que había dejado una fortuna de más de 20.000 libras. Una suposición razonable, considerando que Dickens había dejado 90.000 libras, George Eliot 30.000 y Trollope unas 25.000, y que tan sólo Dickens podía exigir las sumas que Wilkie recibió por un único libro. La verdad era otra. Su patrimonio se valoró dos meses después de su muerte en 10.831 libras. Ya esto se añadieron por último 1.310 libras de la venta de sus manuscritos originales (La dama de blanco alcanzó las 320 libras, Profundidades heladas, 300 y La piedra lunar, 125), 415 libras por sus cuadros y bastante menos por sus libros. Hacia 1892, tres años después de su muerte, el valor de su patrimonio se estimó en 11.414 libras.

Si, como él pretendía, este capital se hubiera invertido en valores consolidados u otro tipo de valores de interés fijo, tanto Caroline como Martha hubieran tenido que recibir entre 200 y 250 libras anuales, tampoco una suma espléndida pero sí suficiente para evitarles cualquier preocupación pecuniaria y dotarlas de un fondo fiduciario que las respaldara. Esto en lo que respecta al testamento que había planeado con tanto cuidado. La realidad fue finalmente muy distinta, ya que sus mujeres pronto pasaron apuros económicos. Caroline murió cinco años después que él, en una habitación alquilada en Newman Street, en plena zona del comercio de muebles. Harriet, su hija, se vio pronto dependiendo de la asignación anual de 200 libras de su suegra, tras la muerte de Henry Powell Bartley. Las cuatro hijas de Harriet, a pesar de su belleza y talento, se encontraron batallando constantemente entre el glamour de la escena (una acabó convirtiéndose en una Gaiety Girl) y la aventura de ganarse la vida de forma regular; todas ellas se vieron obligadas a recurrir de cuando en cuando a la caridad que a regañadientes les ofrecía la familia Bartley.

Y los hijos de Martha crecieron tanto con la perjudicial circunstancia de su nacimiento como con el creciente temor a la inseguridad económica. A la muerte de Harriet los tres empezaron a preguntarse qué había pasado con la otra mitad del dinero de Wilkie, ya que ni Martha ni ellos se habían beneficiado de él. Fueron unas consecuencias que durante muchos años amargaron los recuerdos que guardaban de todo el séquito de Collins, aunque nunca se cansaran de alabar sus muchas atenciones y su devoción como padre.

De cómo y por qué el testamento final de Wilkie Collins, que tan meticulosamente había proyectado, acabó siendo un fracaso puede hacerse ahora un juicio con razonable exactitud. Algunos de los personajes de su vida fueron tan falibles como los de su imaginación. La razón de cómo acabó rodeándose de tantos familiares a su cargo, fruto de relaciones tan poco ortodoxas, se encuentra profundamente arraigada en el pasado. Su padre, su madre y su hermano fueron elementos esenciales de esta compleja trama. Aunque también Caroline y Martha, cada una a su manera, dejarían una huella profunda. Que todo acabara conduciendo a la discordia económica fue un sinsabor que sus descendientes tuvieron que sobrellevar a lo largo de los años. Para el mismo Wilkie hubiera sido un pesar aún mayor.



[1] Ver la nota 28 del capítulo X.

[2] Citado en Hesketh Pearson Dickens Londres 1949 (p. 217). Ver también Dorothy Sayers: Wilkie Collins, A Critical and Biographical Study (ed, E. R. Gregory), The Friends of the University of Toledo Libraries, 1977. Algunos de las anotaciones de Dorothy Sayers que se encuentran en la actualidad en el Humanities Research Center de la Universidad de Texas, muestran que su búsqueda tuvo algunos éxitos (por ejemplo, al encontrar a la familia de Caroline en Toddington), pero también algunos fracasos (al intentar encontrar al “Capitán del Ejercito” primer marido de Caroline, los rastros de un matrimonio temprano de Collins en Lancashire o individuos con nombre similar en, por ejemplo, Oregón).

[3] AMS Press, Nueva York, 1952

[4] Sunday Express, 24 de noviembre de 1974

[5] Financial Times, 19 de diciembre de 1974.

[6] Sue Lonoff se refiere brevemente a estos diarios en su obra, p.158

[7] Broads: Nombre que se da a los estuarios de esa zona de la costa inglesa. (N. de dos T.)

1 Carta de la señora Bartley (Harriet Graves) al Reynold News. Recorte de prensa sin fechar en posesión de R. Iredale, Mitcham, Londres

2 The Times, 15 de julio de 1889.

3 Frederick y Nina Lehmann. Nina era la hija de Robert Chambers (de los Chambers, del Edimburgh Journal). Su tía Janet (hermana de Robert) se casó con W. H. Wills, el subdirector del Daily News, Household Words y All the Year Round. Fuentes: John Lehmann: Ancestors and Friends (Londres, 1962); R. C. Lehmann: Charles Dickens as Editor (Londres, 1912).

 

4 La secuencia de acontecimientos aquí descrita es diferente de la que, se ofrece en WiIkie Collins de Kenneth Robinson y Life of Wilkie Collins de Noel Pharr Sus descripciones parecen basadas en las informaciones del hijo de Frank Beard, Nathaniel Beard, en Some Recollections of Yesterday (Temple Bar, 1894). Las notas originales, y el sobre, que Wilkie escribió a Frank Beard están fechados el 21 de septiembre, dos días antes de su muerte. y se encuentran en la Princeton University Parrish Collection. Además, la versión de Nathaniel Beard ha alterado el texto de las notas originales.

5 El certificado de defunción confirma que el doctor Beard y la señora Caroline Graves estaban presentes a la hora de su muerte

6 Considerations of the Copyright Question Addressed to an American Friend (Trubner, Londres, 1880).

7 Lady Brassey era la autora de Voyage of the Sunbeam, un libro que según su marido, se había “traducido a las lenguas de prácticamente todos los países civilizados”,.

8 Carta a W. Tindall, 8 de. agosto de 1871, Mitchell Library Glasgow.

 

lunes, 25 de septiembre de 2023

Francis Bacon De la sabiduría egoísta Francis Bacon, 2015 Traducción: Luis Escolar Bareño FRAGMENTO

 




Francis Bacon

De la sabiduría egoísta

Francis Bacon, 2015

Traducción: Luis Escolar Bareño


De la venganza

La venganza es una especie de justicia salvaje que cuanto más crece en la naturaleza humana más debiera extirparla la ley; en cuanto al primer daño, no hace sino ofender a la ley, pero la venganza de ese daño coloca a la ley fuera de su función. En verdad que, al tomar venganza, un hombre se iguala con su enemigo, pero si la sobrepasa, es superior; pues es parte del príncipe perdonar; y estoy seguro que Salomón dice: Es glorioso para un hombre excusar una ofensa. Lo pasado se ha ido y es irrevocable; y los hombres prudentes tienen demasiado que hacer con las cosas presentes y venideras; por tanto no harían más que burlarse de sí mismos ocupándose de asuntos pasados. No hay hombre que cometa el mal a cuenta del mal mismo, sino para obtener provecho propio, o placer, u honor o algo semejante; por tanto, ¿por qué me voy a encolerizar con un hombre que se ama a sí más que a mí? Y si algún hombre cometiera el mal meramente por maldad natural, no sería más que como el espino o la zarza que pinchan y arañan porque no pueden hacer otra cosa. La clase de venganza más tolerable es la debida a los males que no hay ley que los remedie; pero entonces, dejar que un hombre se ocupe de la venganza es como si no hubiera ley para castigar; además el enemigo de un hombre siempre se anticipa y ya son dos por uno. Algunos, cuando toman venganza, están deseosos de que la parte contraria sepa de quién procede. Ésta es la más generosa: pues el goce parece estar no tanto en cometer el daño como en hacer que la parte contraria se arrepienta; pero los cobardes bajos y taimados son como las flechas lanzadas en la oscuridad. Cosme, duque de Florencia, lanzó una desesperanzadora frase contra los amigos pérfidos y despreciables como si esos males fuesen imperdonables: Leeréis que se nos manda perdonar a nuestros enemigos; pero nunca leeréis que se nos mande perdonar a nuestros amigos. Sin embargo, el espíritu de Job era aún más adecuado: También recibimos el bien de Dios ¿y el mal no recibiremos?, y en la misma proporción respecto a los amigos. Esto es cierto, que un hombre que proyecte vengarse, conserva abiertas sus propias heridas porque si no se cerrarían y curarían. Las venganzas públicas son afortunadas en su mayoría; como fue la muerte de César; la muerte de Pertinax; la muerte de Enrique III de Francia; y muchas otras. Pero no sucede así con las venganzas privadas; no, más bien las personas vengativas llevan la vida de las brujas, quienes, como son malignas, terminan desgraciadamente.


De los padres y los hijos

Las alegrías de los padres son secretas y así lo son sus penas y temores; no pueden manifestar las unas ni manifestarán las otras. Los hijos endulzan los trabajos, pero hacen más amargos los infortunios; acrecientan los cuidados de la vida pero mitigan el recuerdo de la muerte. El perpetuarse por la generación es también común a las bestias; pero la memoria, el mérito y las obras nobles son propias de los humanos; y seguramente se comprobará que las obras y creaciones más nobles proceden de hombres sin hijos que han procurado expresar las imaginaciones de su mente en aquello en que su cuerpo ha fallado; por eso el cuidado por la posteridad es mayor en aquellos que no la tienen. Quienes son los primeros creadores de sus casas son más indulgentes con sus hijos, teniéndolos como continuadores no sólo de su estirpe sino de su obra; y así son a la vez sus hijos y su creación.

La diferencia en afecto de los padres hacia sus diversos hijos es muchas veces desigual y algunas otras inmerecida, especialmente en la madre; como dijo Salomón: El hijo sabio alegra al padre; y el hijo necio es tristeza de su madre. Se podrá ver que donde hay una casa llena de niños, uno o dos de los mayores son respetuosos y el más pequeño es travieso; pero a los medianos se les olvida y, sin embargo, muchas veces, demuestran ser los mejores. La tacañería de los padres con respecto a sus hijos es un error dañoso; les hace ruines, les obliga a recurrir a arterías, que busquen malas compañías y que quieran más cuando ya tienen mucho; y por tanto, es mejor método cuando los padres conservan la autoridad sobre sus hijos, pero no la bolsa. Los hombres (tanto los padres como los maestros y criados) tienen una forma tonta de crear y fomentar una emulación entre los hermanos durante la niñez, que muchas veces se torna en discordia cuando se hacen hombres y altera las familias. Los italianos hacen pocos distingos entre los hijos, sobrinos y parientes cercanos; así forman un conjunto, sin preocuparse de más, aunque no pertenezcan propiamente a la familia; y, a decir verdad, en la naturaleza sucede de modo análogo; por eso vemos que algunas veces un sobrino se parece más al tío o a un pariente que a sus propios padres, como ocurre en la herencia de la sangre. Dejemos que los padres elijan a tiempo la profesión y los medios que sus hijos han de seguir, porque entonces serán más flexibles; y no les dejemos dedicarse demasiado a disponer de sus hijos creyendo que aceptarán mejor lo que han pensado más. Cierto es que si el afecto o inclinación de los hijos es extraordinario, entonces conviene no interferirlo; pero, en general, el precepto resulta bueno. Optimum elige, suave et facile illud faciet consuetudo[1]. Los hermanos más jóvenes generalmente son afortunados, pero rara vez donde el mayor es desheredado.


Del matrimonio y la soltería

El que tiene esposa e hijos ha dado rehenes a la fortuna; pues son impedimentos para las grandes empresas, tanto virtuosas como malignas. Cierto es que las mejores obras y los mayores méritos para el público han procedido de los hombres solteros o sin hijos, los cuales, tanto en afecto como en medios de acción se han casado con el público. Sin embargo, hay razones poderosas para que quienes tienen hijos se hayan cuidado más del porvenir, al cual saben que han de transmitir sus prendas más queridas. Algunos hay que aunque hacen vida de soltería, sin embargo, sus pensamientos terminan en ellos mismos y consideran el porvenir como una nimiedad; también hay otros que tienen en cuenta la esposa y los hijos pero como facturas que pagar; aún más, hay algunos hombres insensatos, ricos, codiciosos que tienen a orgullo no tener hijos porque así les creerán más ricos; pues quizá han oído decir algo así: Ése es un hombre muy rico; y otro le ataja, sí, pero tiene una gran carga de hijos; como si eso fuese disminución de sus riquezas. Pero la causa más corriente de la soltería es la libertad, especialmente para ciertas mentalidades placenteras y singulares que son tan sensibles a todas las restricciones, que estarán muy próximas a creer que el cinturón y las ligas se les convertirán en ataduras y grilletes. Los solteros son los mejores amigos, los mejores amos, los mejores sirvientes; pero no siempre los mejores súbditos, porque son propicios a escaparse y casi todos los fugitivos tienen ese estado. La soltería es adecuada para los eclesiásticos porque la caridad difícilmente regará el suelo cuando tiene que llenar primero un estanque. Es indiferente para los jueces y magistrados, pues si son asequibles y corruptibles tendremos más fácilmente un criado cinco veces peor que una esposa. En cuanto a los soldados encuentro que los generales, por lo común, en sus arengas evocan en sus hombres el recuerdo de la esposa y los hijos; y creo que el desprecio de los turcos hacia el matrimonio hace que el soldado raso sea más ruin. En verdad que la esposa y los hijos son una especie de disciplina de la humanidad; y los solteros, aunque muchas veces sean más caritativos, ya que sus medios económicos están menos exhaustos, sin embargo, son por otra parte, más crueles y duros de corazón (buenos para ser inquisidores severos) porque su ternura no se siente excitada con tanta frecuencia. Los caracteres serios, llevados por la costumbre, y por lo tanto constantes, son por lo general amantes esposos, como se dijo de Ulises: Vetulam suam praetulit immortalitati[2]. Las mujeres castas con frecuencia son orgullosas e indómitas, prevaliéndose del mérito de su castidad. Es uno de los mejores lazos en la esposa, tanto el de la castidad como el de la obediencia, si ella cree que su esposo es prudente, lo cual nunca hará si le juzga celoso. Las esposas son amantes para los jóvenes, compañeras para los maduros y enfermeras para los ancianos, así es que un hombre puede tener pretexto para casarse cuando quiera; sin embargo, se reputó como a uno de los hombres más sensatos al que contestó a la pregunta de cuándo debería casarse el hombre: Todavía no cuando es joven, en modo alguno cuando es viejo. Se ve con frecuencia que los malos esposos tienen esposas muy buenas; ya sea porque eso eleva el precio de la amabilidad del marido cuando eso ocurre o que las esposas se enorgullecen de su paciencia; pero eso nunca falla, si los malos esposos fuesen de su propia elección, en contra de la opinión de sus amigos, porque entonces estarían bien seguras de hacer buena su propia tontería.


De la envidia

No hay ningún sentimiento que se haya observado que fascine o hechice, a no ser el amor y la envidia. Ambos tienen poderes vehementes; se transforman fácilmente en fantasías y sugestiones y se presentan con facilidad ante los ojos, especialmente, ante la presencia de los objetos causantes de la fascinación, si es que hay alguno. Así, vemos que las Escrituras llaman a la envidia ojo maligno; y los astrólogos llaman a la mala influencia de las estrellas, malos aspectos; así es que en el acto de la envidia, parece haber conocimiento, una emanación o irradiación del ojo. Además, algunos han sido tan observadores que han notado que el momento en que la mirada de un ojo envidioso produce más daño es cuando la parte envidiada está en su momento de gloria o triunfo, porque eso agudiza la envidia; al mismo tiempo, en tales momentos, el espíritu de la persona envidiada saldrá más al exterior, y así tropezará con la desagradable mirada.

Pero dejando esos detalles (aunque merecen que se piense en ellos a su debido tiempo), nos ocuparemos de qué personas están más sujetas a ser envidiadas; y cuál es la diferencia entre envidia pública y privada.

Un hombre que no tiene virtudes jamás envidia la virtud de otros; porque la mente de los hombres se nutrirá ya de su propio bien, ya del mal ajeno; y el que desea lo uno, perseguirá lo otro; y quien carece de esperanza para alcanzar la virtud de otro, tratará de apoderarse de la fortuna del otro.

El hombre que es afanoso y curioso, por lo general, es envidioso; pues saber mucho sobre los asuntos de los demás no puede ser sino a causa de que toda esa preocupación pueda concernir a sus propios bienes; por tanto, tiene que ser que encuentre cierto placer en fijarse en las fortunas de otros; ni el que se afana en sus propios asuntos tiene mucho que envidiar; pues la envidia es una pasión ociosa que pasea por las calles y no le gusta estar en casa: Non est curiosus quim idem sit malevolus[3].

Los hombres de noble cuna se caracterizan por ser envidiosos de los hombres que se encumbran, porque se altera la distancia que los separa; y es como un engaño a los ojos porque cuando otros vienen, piensan que ellos retroceden.

Las personas deformadas y los eunucos, los viejos y los bastardos son envidiosos; porque el que no puede enmendar su propio caso, hará lo que pueda por estropear el de los otros; salvo que esos defectos se produzcan en naturalezas muy bravas y valientes que piensen hacer de sus carencias naturales parte integrante de su honra; en ese caso, debería decirse: ese eunuco, o ese cojo, hizo tales cosas grandes, dando a entender la honra de un milagro: como sucedió con Narsés el eunuco, y Agesilao y Tamerlán que eran cojos.

El mismo caso es el de los hombres que se levantan después de calamidades y desgracias; pues son como hombres reñidos con su tiempo que consideran el daño de otros como una redención de sus propios sufrimientos.

Los que desean sobresalir en muchos asuntos, aparte de la frivolidad y la vanagloria, son siempre envidiosos porque no pueden desear trabajo; ya que es imposible que en cada uno de los asuntos puedan sobrepasar a los otros; ése era el carácter del emperador Adriano, que envidiaba mortalmente a los poetas y pintores y a los diestros en el trabajo, respecto al cual sentía afán de sobresalir.

Finalmente, los parientes y los compañeros de oficio y aquéllos que se han criado juntos, son más apropiados para envidiar a sus iguales cuando éstos se elevan; porque esto les vitupera su propia suerte, les señala y les acude con frecuencia a la memoria y del mismo modo hace que los otros se fijen en él; y la envidia siempre se redobla con la charla y la fama. La envidia de Caín hacia su hermano Abel fue la más vil y maligna, porque cuando su sacrificio era mejor aceptado no había nadie que lo viera. Así sucede con muchos que son propicios a la envidia.

Respecto a los que están más o menos sujetos a la envidia, primeramente, las personas de virtuosidad eminente, cuando lo son en grado avanzado, son menos envidiadas porque su fortuna parece debida a ellos; y nadie envidia el pago de una deuda sino más bien las recompensas y libertades. Además, la envidia siempre va unida a la comparación que el hombre hace consigo mismo, y donde no hay comparación, no hay envidia; por tanto, los reyes no son envidiados sino por reyes. No obstante, debe tenerse en cuenta que las personas sin mérito son más envidiadas en su primera aparición y después sobrepasan mejor la envidia; mientras que, contrariamente, las personas de valía y mérito son más envidiadas cuando su buena suerte se prolonga; pues para entonces, aunque su virtuosidad sea la misma, ya no tiene el mismo lustre; pues los recién venidos la empañan.

Las personas de sangre no le son menos envidiadas en su encumbramiento, pues parece que es un derecho correspondiente a su cuna; además, no parece agregar demasiado a su suerte; y la envidia es como los rayos del sol, que calientan más en las elevaciones o cumbres que en el llano; y, por la misma razón, los que avanzan gradualmente son menos envidiados que quienes avanzan súbitamente y per saltum.

Los que juntan a sus honores grandes cuidados laboriosos, o peligros, están menos sujetos a la envidia, pues los hombres consideran que se ganan sus honores con fatiga y algunas veces se apiadan de ellos, y la piedad siempre cura a la envidia. Por lo cual, se observará que cuanto más profunda y cauta sea la clase de políticos en su grandeza, más se quejarán siempre de la vida que llevan, entonando el quanta patimur[4]; no es que lo sientan así, sino sólo para embotar el filo de la envidia; pero esto debe entenderse en negocios que pesan sobre los hombres, no los que ellos se buscan; pues nada acrecienta más la envidia que el aumento innecesario y ambicioso de los negocios; y nada extingue más la envidia hacia una persona importante que mantener a todos sus empleados inferiores en los plenos derechos y preeminencias de sus cargos; porque, por este medio, habrá muchas pantallas entre él y la envidia.

Sobre todo, están más sujetos a la envidia los que llevan la grandeza de su suerte en forma insolente y orgullosa; no encontrándose a gusto sino cuando ostentan cuán grandes son, ya con pompa externa o triunfando sobre toda oposición o competición. Por lo contrario, los hombres prudentes no se sacrificarán a la envidia sufriendo, a veces de propósito, impedimentos y sobrecargas en cosas que no les atañen mucho. No obstante, es muy cierto que el llevar la grandeza en forma declarada (aunque sin arrogancia ni vanagloria) provoca menos envidia que si se lleva de modo más hábil y artero; pues de esa forma el hombre no hace más que denegar la suerte, y parecer que se da cuenta de su propio deseo de valía, y enseñar a otros a que le envidien.

Por último, para terminar esta parte, como hemos dicho al principio que el acto de envidiar tiene en sí algo de hechicería, no tiene más curación que la que tiene la hechicería; y no es quitarse de encima la carga (como se dice) y echarla sobre otro; por esa razón las personas eminentes de mayor prudencia siempre colocan en primer término a alguien sobre quien desvían la envidia que caería sobre ellas; algunas veces sobre ministros o sirvientes, otras, sobre colegas y socios o algo semejante; y para esa desviación nunca faltan algunas personas de naturaleza valiente y emprendedora que, con tal de tener poderío y negocios, lo aceptarán a toda costa.

Pasemos ahora a hablar de la envidia pública: hay algo de bueno en la envidia pública que, contrariamente, no hay en la privada; porque la envidia pública es como un ostracismo que eclipsa a los hombres cuando se engrandecen demasiado; y, por tanto, es también un freno para los grandes que les mantiene dentro de los límites.

Esta envidia, llamada en latín invidia, circula en las lenguas modernas como el nombre del descontento, del cual hablaremos al ocuparnos de la sedición. Es una enfermedad en un Estado análoga a una infección; pues una infección se extiende sobre el que está sano y lo infecta, asimismo cuando la envidia entra una vez en un Estado, difama incluso sus mejores acciones, y las convierte en pestíferas; por tanto, se gana poco mezclando acciones plausibles porque eso no indica más que temor a la envidia, lo cual daña mucho más, como sucede en las infecciones que, si se las teme, es como llamarlas sobre uno.

Esta envidia pública parece recaer principalmente sobre funcionarios importantes y ministros, más que sobre reyes y naciones. Pero es una regla fija que si la envidia hacia los ministros es grande, la causa que la produce en ellos es pequeña; o que si la envidia es general hacia todos los ministros del Estado, entonces la envidia (aunque escondida) es verdaderamente hacia el propio Estado. Y gran parte de la envidia pública o descontento, y de la diferencia de ésta con la privada, es de lo que se trató en primer lugar.

Añadiremos que, en general, tocante al sentimiento de la envidia, de todos los sentimientos es el más inoportuno y constante; pues otros sentimientos se dan en ocasiones, por lo cual se dijo acertadamente: Invidia festos dies non agit[5], pues siempre actúa sobre uno u otros. Y también es de notar que el amor y la envidia abaten al hombre, lo cual no hacen otros sentimientos porque no son tan constantes. Es también el más vil de los sentimientos y el más depravado; por esa causa es el atributo más apropiado del demonio, del cual se dice que durmiendo los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo; y siempre ocurre que la envidia opera sutilmente, en la sombra y en perjuicio de las cosas buenas como lo es el trigo.

Archivo del blog

FILOSOFÍA Y LITERATURA

  FILOSOFÍA Y LITERATURA. Ejemplos de Novelas Filosóficas: "El Extranjero" de Albert Camus Resumen: La historia de Meursault, un h...

Páginas