CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
martes, 1 de enero de 2013
ANDRÉS ELOY BLANCO (Venezuela, 1896-1955)
Andrés Eloy Blanco
(Venezuela, 1896-1955)
Político y poeta venezolano nacido en Cumaná. Hacia 1913 se cuenta como uno de los integrantes del Círculo de Bellas Artes y en 1918 publica El huerto de la epopeya (drama en verso) y es encarcelado en la Rotunda por participar en manifestaciones estudiantiles. Estudia derecho en la Universidad Central de Venezuela y en 1921 edita Tierras que me oyeron. En 1922 publica Los Claveles de la puerta. En 1923 obtiene el Primer Premio en los Juegos Florales de Santander con su poema Canto a España. Viaja a la península para recibir el premio, permaneciendo en Europa durante más de un año. Allí conoce los movimientos de vanguardia de la época. En 1924 viaja a La Habana, donde se reúne con exiliados gomecistas e intelectuales cubanos. Al regreso publica El amor no fue a los toros. En 1928, comienza a editar el periódico anti-gomecista -El Imparcial-. Después del golpe del 7 de abril de 1928 es hecho prisionero nuevamente en La Rotunda, trasladado más tarde al Castillo Libertador de Puerto Cabello y finalmente confinado en Timotos y luego en Valera. En 1932 se le permite regresar a Caracas por estar enfermo, pero prohibiéndole publicar en la prensa y hablar por radio. En 1934 aparece Poda, que es el saldo de su producción entre 1923 y 1928. En 1935 publica La aereoplana clueca, volumen de cuentos con un gran sabor humorístico que desembocará en el semanario -El Morrocoy Azul-. Después desempeña varios cargos públicos.
El 1936 se produce una manifestación en Caracas, la cual es ametrallada por órdenes del gobernador del Distrito Federal. Comienza la expulsión de dirigentes políticos, a los que se acusa de extremistas. La actitud de Andrés Eloy Blanco es de franca protesta. Es, además, uno de los miembros de la Organización Revolucionaria Venezolana (ORVE), mal vista por el gobierno. Se estudia en las esferas oficiales la conveniencia de alejar al poeta del país y lo designan Inspector de Consulados. Con este carácter viaja por Cuba, Estados Unidos y Canadá. Más tarde renuncia a la Inspectoría de Consulados y retorna a su país. En 1937, funda, junto a otros, el PDN (Partido Democrático Nacional), y es elegido diputado. En este mismo año publica Barco de Piedra (poemas), Abigaíl (teatro) y Malvina Recobrada (prosas poéticas). En 1938 publica Baedeker 2000 (Poemas). Posteriormente se introduce de lleno en la política, siendo uno de los fundadores del partido Acción Democrática y trabaja para la candidatura de Rómulo Gallegos (1941). En 1942 publica Navegación de altura (recopilación de artículos políticos). En 1944 se casa con Lilina Iturbe y a finales de 1946 preside la Asamblea Nacional Constituyente. En 1947 publica Vargas, albacea de la angustia (biografía). En 1948, el presidente Rómulo Gallegos lo designa Ministro de Relaciones Exteriores. Tras el derrocamiento de Rómulo Gallegos, Acción Democrática es disuelta y el poeta y su familia salen de Venezuela a Cuba para trasladarse luego a México. Lejos de la contienda política, Andrés Eloy Blanco escribe de nuevo. De este retorno a la creación literaria encontramos: A un año de tu luz (1951) y Giraluna (1955). El 21 de mayo de 1955 fallece trágicamente en Ciudad de México.
He aquí una serie de poemas de este gran poeta latinoamericano.
Poemas:
Andrés Eloy Blanco
El Río De Las Siete Estrellas
(Canto al Orinoco)
Una Pumé, la Hija de un Cacique Yaruro,
fue conmigo una noche, por las tierras
verdes, que hacen un río de verdura
entre el azul del Arauca y el azul del Meta.
Entre los gamelotes
nos echamos al suelo, coronados de yerbas
y allí, en mis brazos, casi se me murió de amores
cuando le dije la Parábola
del volcán y las siete estrellas.
Quiero recordar un poco
aquella hora inmortal entre mis horas buenas:
Sobre la sabana los cocuyos
eran más que en el cielo las estrellas,
no había luna, pero estaba claro todo,
no sé si eras mi alma que alumbraba a la noche
o la noche que la alumbraba a ella;
estábamos ceñidos y hablábamos y el beso
y la palabra estaban empapados de promesas
y un soplo de mastranto ponía en las narices
ese amor primitivo del caballo y la yegua.
Ella me contaba historias
de su nación, leyenda
que se pierden entre los siglos
como raíces en la tierra,
pero de pronto me cayó en los brazos
y estaba urgente y mía, coronada de yerbas,
cuando le dije la Parábola
del volcán y las siete estrellas.
Fue en el momento en que evocamos
al Orinoco de las Fuentes, al Orinoco de las Selvas,
al Orinoco de los saltos,
al de la erizada cabellera
que en la Fuente se alisa sus cabellos
y en Maipures se despeina;
y luego hablamos del Orinoco ancho,
el de Caicara que abanica la tierra,
y el del Torno y el Infierno
que al agua dulce junta un mal humor de piedras,
y ella quedó colgada de mis labios,
como Palabra de carne que hiciera vivo el Poema,
porque le dije, amigos, mi Parábola,
la Parábola del Orinoco,
la Parábola del Volcán y las Siete Estrellas.
Y fue así: La Parima era un volcán,
pero era al mismo tiempo un refugio de estrellas.
Por las mañanas, los luceros del cielo
se metían por su cráter,
y dormían todo el día en el centro de la Tierra.
Por las tardes, al llegar la noche,
el volcán vomitaba su brasero de estrellas
y quedaban prendidos en el cielo los astros
para llover de nuevo cuando el alba viniera.
Y un día llegó el primer llanto del Indio;
en la mañana del descubrimiento,
saltando de la proa de la carabela,
y del cielo de la raza en derrota
cayó al volcán la primera estrella;
otro día llegó la piedad del Evangelio
y del costado de Jesucristo, evaporada la tristeza,
cristalina de martirio e impetuosa de Conquista,
cayó la segunda estrella.
Después, recién nacida la Libertad,
en su primera hora de caminar por América,
desde los ojos de la República
cayó al volcán la lágrima de la tercera estrella.
Más tarde, en el Ocaso del primer balbuceo,
en el día rojo de La Puerta,
nevado del hielo mismo de la Muerte
cayó el diamante de la cuarta estrella;
Y en la mañana de la Ley,
cuando la antorcha de Angostura chisporroteó sobre la guerra,
despabilada de las luces mortales,
sobre el volcán cayó la quinta estrella.
Y en la noche del Delirio,
desprendida de Casacoima, Profetisa de la Tiniebla,
salida de la voluntad inmanente de Vivir,
estrella de los Magos, cayó la sexta estrella.
Y un día, en el día de los días, en Carabobo,
bajo el Sol de los soles, voló de la propia cabeza
del Hombre de cabeza estrellada como los cielos
y en el volcán de la Parima cayó la última estrella.
Pero ese mismo día
sobre la boca del volcán puso su mano la Tiniebla
y el cráter enmudeció para siempre
y las estrellas se quedaron en las entrañas de la Tierra.
Y allí fue una pugna de luz,
una lucha de mundos, un universo en guerra;
y en los costados de su tumba,
horadaban poco a poco su cauce las siete estrellas;
que si no iban hacia el cielo
se desbastaban con sus picos la trayectoria de las piedras.
Hasta que llegó una noche
en que rotos los músculos del gran pecho de tierra,
saltó de sus abismos, cayó en una cascada,
se abrió paso en la erizada floresta,
siguió el surco de las bajantes vírgenes,
torció hacia el Norte, solemnizado de selvas,
bramó en la convulsión de los saltos,
y se explayó por fin, de aguas serenas,
con la nariz tentada de una sed de llanuras,
hacia el Oriente de los sueños
el Orinoco de las Siete Estrellas.
Invocación al Dios de las Aguas
Dios submarino, Dios lacustre, Dios fluvial,
uno en el tritón y en la garza
y en la dulce corbeta y el áspero crucero,
Dios del agua, Señor de la Casa de Cristal,
Dios Marinero.
Expresión de agua de tus mil expresiones,
río tendido de Volturno a Cristo,
vuelo del ibis que cruza
del mascarón de Argos
al mastelero de la Santa María, Dios argonauta,
que tiendes a las manos de la Armonía
el río de tu música, largo, como una flauta.
Dios infuso en el lago blanco de la nube
alinderada de azul,
Dios de espuma en el crespo del corderillo,
Dios tormentoso en la melena del león,
Dios zahorí, estancado en la pupila del tigre,
Dios del río de estrellas que de Oriente a Occidente
cruza de noche el cielo,
Dios del agua combatiente
en el crinado Niágara y el sospechoso Dardanelo:
Tiende la diestra, donde nace el Río
y la zurda, donde desemboca
-en un cristalino arco de Brahma-
tiende el ánfora de las manos,
Señor del Agua, Viejo Comandante,
hacia los manantiales sonoros,
hacia el tibio remanso
del Orinoco de agua beligerante
brotado de tus sienes, sudado de tus poros
en el sábado de tu primer descanso!
La Órbita del Agua
Vamos a embarcar, amigos,
para el viaje de la gota de agua.
Es una gota, apenas, como el ojo de un pájaro.
Para nosotros no es sino un punto,
una semilla de luz,
una semilla da agua,
la mitad de lágrima de una sonrisa,
pero le cabe el cielo
y sería el naufragio de una hormiga.
Vamos a seguir, amigos,
la órbita de la gota de agua:
De la cresta de un ola
salta, con el vapor de la mañana;
sube a la costa de una nube
insular en el cielo, blanca, como una playa;
viaja hacia el Occidente,
llueve en el pico de una montaña,
abrillanta las hojas,
esmalta los retoños,
rueda en una quebrada,
se sazona en el jugo de las frutas caídas,
brinca en las cataratas,
desemboca en el Río, va corriendo hacia el Este,
corta en dos la sabana,
hace piruetas en los remolinos
y en los anchos remansos se dilata
como la pupila de un gato,
sigue hacia el Este en la marea baja,
llega al mar, a la cresta de su ola
y hemos llegado, amigos... Volveremos mañana
La Parima y las Fuentes
La Parima es el sueño faraónico
y la piedra de Moisés,
el panal negro de la Hermana,
que el Hermano Francisco no vino a conocer.
Catedral del misterio, Sierra del Sur, ignota,
lengua escondida de la voz del agua,
párpado mal cerrado de Dios, que deja ver
la hebra azul de una mirada.
Yo soñé para tu Gloria,
río de la Patria,
escribir una palabra esencial
en la hoja de la sabana,
mojando en tus fuentes oscuras
el aguijón celeste de una pluma de garza.
Pero, solo encontré mi sangre,
con su rojo tenuado por la mezcla de las lágrimas.
Sin embargo, te ofrecí venir
¡y en tu camino estoy!
Tu saldrás de tus fuentes: el Dios de la Parima,
el Dios Indio, te abrirá la puerta
de su gran casa oscura; el Viejo Dios
te dejará venir como todos los días
y en tu camino estaré yo...
Tú sales de las manos de tu montaña,
como sale un milagro de la mano de Dios,
como todas las noches, de la jaula del cielo
se escapa y va a los campos el pájaro del Sol.
Casiquiare
Ciudadano venezolano,
Casiquiare es la mano abierta del Orinoco
y el Orinoco es el alma de Venezuela,
que le da al que no pide el agua que le sobra
y al que venga a pedirle, el agua que le queda.
Casiquiare es el símbolo
de ese hombre de mi pueblo
que lo fue dando todo, y al quedarse sin nada
desembocó en la Muerte, grande como el Océano.
Angostura
En Angostura, el río
se hace delgado y profundo como un secreto,
tiene la intensidad de una idea
que le pone la arruga a la Piedra del Medio.
En Angostura, el agua
tiene la hondura de un concepto
y acaso aquí es el río la sombra de Bolívar,
metáfora del alma que no cabe en el cuerpo.
Ved cómo viene, río abajo
pensad algo en el río sin vallas y sin puertos,
ancho hasta el horizonte,
caluroso como el Desierto.
La barca es un instante en la vida del agua,
una hoja en un árbol, una nota en un trueno,
y en la barca venía la esperanza de América,
un sorbo de hombre apenas, una pluma en un vuelo,
la gota primeriza donde nace
el Orinoco del Ensueño.
Y llegó aquí, a Angostura, en una playa primitiva
atracó la canoa; vedle hundir en el suelo
el tacón fino, con el pinchazo
de la avispa que quiere conocer su avispero;
seguidle, subiendo la cuesta
hacia la ciudad; un revuelo
de campanas anuncia su llegada, las casas
se endomingaban de banderas y de letreros,
de Soledad arriban canoas con mujeres
como cestas con mangos y mereyes del tiempo.
Angostura gallea su jarifa prestancia
para gustarle al Héroe guapo que tenía los ojos negros.
Y cuando subió la escalera,
hacia la cumbre del Congreso,
y cuando volvió hacia la playa
con la República en el pecho,
¿qué fue, Orinoco, aquella luz
que te encrespó los músculos y te erizó los nervios
y sacudió tus hondas fibras
desde la planta de Maipures hasta el puño de Macareo?
¿No era la Patria acaso? ¿No era la Patria misma?
La patria secular que te nació en tu seno
y vivirá en los siglos, eterna como el Mundo,
porque si un día se nos muere te devolverás del Océano.
Coro de las Provincias
Violento de armonía, en el tono de la resaca,
llega el coro de las siete provincias,
siete rostros adolescentes
en las siete ventanas
de las estrellas de la Autonomía.
Cantan. Canta con ellas la niñez de la Patria,
que la primera leche de los labios destila,
baja de las estrellas el primer rubio
que cose en los maizales el botón de la espiga;
danza el coro de las provincias,
en el aula republicana.
Pero danzan sobre la yerba
azul de fantasía,
sobre el cielo de Miranda
horadado de mástiles mientras navega la escuadrilla.
La palabra Guayanesa
no está en el coro de las siete ninfas,
y en ellas invierten el camino del cielo
y hacia el Oriente navegan como las siete cabrillas;
y allí ven el milagro de la Tierra,
de un lado, el oro virgen da una franja amarilla,
hacia el Norte, del otro lado,
las Pampas de Oriente, rojas de Reconquista,
y en la mitad un río azul,
y allí se ven copiadas y en su centro se anidan.
Y así fue como el río su franja del cielo
que preside la danza de las siete provincias.
Evocación Indígena
Subiendo hacia San Félix, donde el río enseña dos dientes,
donde el río enseña, bien cerrados,
los dos puños de Piar exprimiendo la Hazaña,
subiendo hacia San Félix vimos el arco iris
que hacía el arco indio sobre su cuerda de aguas,
Y entonces recordé, amigos,
aquella lección de Historia que leímos en la infancia,
la primera lección de Historia,
en que nuestra leyenda nos inaugura el alma:
Recordad la primera lección:
nos dice que Colón nos descubrió en su tercer viaje
y habla de las corrientes aquellas que detuvieron a Colón.
Simple clase de Historia, clara como una mañana
sencilla como el día de la primera novia,
sueño de las primeras madrugadas,
simple clase de Historia, como un día domingo,
con misa de ocho y ropa almidonada,
clase de Historia que nos cuenta el día
en que venían las carabelas de España,
mientras , ajeno a todo lo que del mar viniera,
para su novia, por los montes, buscaba flores Sorocaima.
Por el estrecho tempestuoso,
las tres carabelas avanzan,
otra vela se iza en las espumas
que abanican las piedras de la costa de Paria,
las tres carabelas vienen
pero del lado de los indios las veinte bocas las aguardan.
Y al enfilar hacia el Océano libre,
una sombra se levanta;
abiertas las piernas sobre el Delta,
aferrado al suelo que sus tesoros guarda,
el Orinoco de sus muslos mojados,
que tiene oro en los pies y el Sol en las espaldas
y la cabeza entre los cielos,
en una mano tiene un arco y con veinte flechas dispara,
y luchan las tres naves por avanzar y en vano
porque en el Delta le rechaza
el viejo indio autónomo
que nació en la Parima y creció en la Guayana,
y tiende el arco indígena, si, tiende el arco iris
y lanza veinte flechas si vuelan veinte garzas...
La Barca Futura
Río de las Siete Estrellas,
camino del Libertador,
sangre del Corazón de América,
¡aorta que no sale del corazón!
Río delgado de las fuentes
río colérico de los saltos,
río de las siete estrellas,
que en la Fuente no llenas el hueco de las manos
y luego eres el sueño de un mar sin continencia!
Río brujo, que te pintas de todos los cielos,
Río de La Urbana, planicie pampera,
Río de San Félix, solución de gloria,
Río de Angostura, cauce de la guerra,
Río de Barrancas, Río de pensar
cómo puede haber tanta agua en la Tierra,
Río de nuestra Esperanza,
cuando la Esperanza sea!
Río de nosotros, nuestro espejo mismo,
espejo de esta alma nuestra,
por la cual, incansable como tú de horizontes,
trasudamos en vueltas y revueltas!,P> No he de poner mis manos sobre tu lomo,
no he de pintar tus riberas,
que si en la izquierda tienes el corazón de las ciudades,
en la derecha levantas el brazo de las selvas;
no he de tocar tus aguas, tus millones de gotas,
que son el diezmo de las cumbres para el culto de las praderas,
no he de caminar por tus ondas,
que ya vendrá el Maestro caminando por ellas.
Sólo quiero ensanchar los ojos
hacia el desfile futuro que por tus aguas navega
y hacia el desfile del pasado,
hacia la realidad y la promesa,
hacia la barca de Antonio Díaz
y hacia el hondo sueño en que sueñas
con la proa del acorazado,
como los niños campesinos con su vapor de cuerdas,
con el barco de acero
que avance hacia tus fuentes aureolado de velas
y parada en el tope la paloma del Iris,
abierto el pecho por tus Siete Estrellas...
La Barca del Pasado
Y ahora, vuelvo los ojos
hacia la síntesis del Canto,
hacia la barca del Pretérito,
de parda vela y el bauprés sangrado,
tu propia barca, donde tú venías,
piloto de ti mismo, timonel de tu barco,
donde venía la Patria recién nacida,
como Moisés entre sus mimbres, por donde Dios quiso llevarlo.
Caracas fue la cuna
y Angostura la eternidad.
Por los montes andaba la Patria sin bautismo,
cuando llegó a los llanos, curva de caminar,
y entre tus aguas se fundió contigo
y fue contigo un solo llanto y un solo rugido tenaz.
Y bajaste con ella. Te cabalgó. Su trenza
era la espiga del escudo y tú eras el caballo sin paz.
Surcaste las tierras crucificadas
y en Angostura le diste tu agua lustral
y seguiste con ella: ¡allá va la República!
y en las bocas se hace veinte patrias más
y se asoma a tus veinte labios
cuando se va acercando al mar
y el mar alza en hostias su mejor espuma
y en las veinte bocas te pone sal.
Padre del Agua, Orinoco de las Siete Estrellas:
cayó en tus aguas mi parábola
como un llanto en el fondo de una mano abierta.
Si el mar te bautiza con la sal del mundo,
Río de la Patria de las Siete Estrellas,
mi Parábola desnuda,
mi llanto manado de una herida nueva,
te caiga en el fondo y a la mar se vaya
y en el mar se espume y suba en la niebla
y en la nube viaje
y en la montaña llueva
y salte en la fuente y a tus aguas torne
y arda en el brasero de tus Siete Estrellas...
(Aguas del Orinoco, noviembre de 1927)
Orinoco
La prueba,
oh mi fuerte Orinoco, te filtró toda el agua.
Tú mismo,
desordenado,
pródigo,
invasor,
subversivo,
venezolano,
tú mismo
llevaste las dragas que te roen el fondo,
como tu propio pico de pelícano.
Te profundizaste,
escupiste el freno de las barras,
te recogiste en tu designio definitivo.
Un día
te echaste al hombro tus caimanes
y abandonaste lentamente las sabanas.
Tú mismo
te empinaste hacia abajo,
esotérico,
con un hondo respeto de la tierra
y diste a tus mil brazos
aptitud atlética
para recibir la crianza del trasatlántico,
para prenderte a las orillas
grandes ciudades que te caen
como tributarios de vida,
para ser el zaguán del mar,
traficado por los gritos de la tierra
que se echa a las calles del mundo.
Denso, populoso,
te caen y se te ahogan
duras palabras engranadas
en todos los idiomas del planeta.
Pero, todavía,
fuerte Orinoco,
todavía eres el Río Indio,
inconfundible,
en el salto,
en la bandada,
en la garza en un pie, que casi vuela
y en tu último caimán
en cuyo bostezo
se refugió toda tu tradición
con silenciosa desembocadura.
Oh mi fuerte Orinoco,
vieja calle bolivariana,
por donde pasó sin rumor
el hombre que te empujó con el remo que lo empujaba!
Oh mi fuerte Orinoco, erizado de flotas!
La prueba
que te filtró las aguas y del lado de ayer
dejó el residuo de sangre y de fiebre
con eficacia final de abono,
la prueba
que te llevó a tu máxima estatura interior,
Orinoco,
gran Río Útil,
primer ciudadano de Venezuela,
tu prueba
nos pasó por tu mismo filtro.
Yo mismo
me vi colar entre mi conciencia
y me sentí dragado
hasta la raíz de mi carne verdadera.
Aquí estoy, mi río sereno,
como lago que anda,
mi viejo río de las siete estrellas,
aquí estoy.
Mi poema de hace setenta años,
mi viejo poema,
frondoso como tus selvas,
desbordado como tú,
fue talado en la prueba,
filtrado,
dragado,
y regresa a ti
en la pureza de una palabra
que cabe en una mano con holgura de sorbo
y que te cae con el sentido caudaloso
de una gota tributaria,
voz de la lengua que trabaja, canta,
el salado sudor de los trabajadores,
ya desde los raudales, te hace marina el agua!
BESTIARIO
El Caimán
Es el Capitán del Río;
viejo zorro dormilón, viejo Neptuno,
con ese dolor de eternidad
de los que se salvaron del Diluvio
En la playa candorosa
alza su boca abierta el Capitán del Río
como si fuera echando hacia los cielos
las almas de los que se ha comido.
Viejo zorro, compadre del filósofo,
¡sospechoso, como el lomo de un libro...!
La Raya
Alacrán de orilla.
comadre de orillera,
oculta, como una mala intención,
enconosa, como una mala lengua.
Quizá no entra al Río
porque no la dejan
y se embosca en la orilla, como el mango de marzo,
que al quitarse la cáscara, nos la pone en la puerta.
El Temblador
Bólido entre dos aguas, gota de tempestad,
gato de agua -el alma de algún gato hundido-
o más bien un rayo que cayó una noche
y cuando iba hacia el fondo, se pasmó con el frío.
El Caribe
La diezmillonésima parte
de un tiburón
multiplicada diez millones de veces.
El Caribe es la distancia más corta
que hay del Río a la Muerte.
El Boa
La cola en el árbol, la boca en el río,
es todo un cauce:
entra al Orinoco la cascada viva,
el tributario de carne.
El Mono
Desde el árbol más alto, donde se toca el cielo,
colgado de la cola al pico de una estrella,
con las manos tendidas, nos saluda el Abuelo.
Las Garzas
¿Es una nube? ¿Es un punto vacío
en el azul...? No. amigo mío,
en un bando de garzas... Son las novias del Río...
Los Tributarios
Siete caballos, como traílla,
sin rienda ni silla,
por siete caminos vienen en tropel;
como una traílla de grandes mastines,
espesos de espumas, de nervios, de crines,
los siete caballos llegan hasta él.
Él les ve llegar:
El primer caballo le ofreces sus ancas
para cabalgar,
el segundo, dale sus espumas blancas,
como las del mar,
el otro, en la floja nariz que palpita
le da un humo blanco con calor de hogar,
el cuarto se encabrita
y el quinto relincha, de azogue el ijar
y el sexto murmura y el séptimo grita
y el Orinoco es todo lo que llega al mar.
Los cuatro primeros
son la guardia de las Fuentes,
los Sacerdotes de la Palabra Secreta,
la trinchera del indio, cuatro potros inmóviles
en las cuatro esquinas de su tumba abierta.
Guardajoyas del misterio:
el Caura y el Guaviare y el Vichada y el Meta,
antemurales de la Tradición,
caballos de San Marcos de los ríos de América.
El quinto es la piedra que va monte abajo,
potro desbocado, cola y crines negras,
piedra de diamante,
luminosa piedra.
Camino arduo de los Conquistadores,
zarzal de la limpia rosa misionera,
breñal por donde se mete
el Cristo buscando ovejas,
milagro de la Conquista,
Caroní, Bucéfalo de América.
Es sexto es un caballo alegre,
con el anca nevada de una garza llanera;
vio el engaño del Yagual
y la astucia de las Queseras,
buen amigo de Ulises, el Arauca de plata
fue el Caballo de Troya de los ríos de América.
Y el séptimo fue el río que bajó de los Andes
y cruzó el llano, espoleado por la Leyenda,
en el lomo le floreció un Centauro
injerto del tritón, que tomó Las Flecheras,
caballo del Prodigio, cimarrón de la Hazaña,
Apure es el Pegaso de los ríos de América...
Y a ti vinieron los siete caballos
y entraron los siete por tus siete estrellas
y tus siete heridas se te iluminaron
cuando detuviste tu carrera,
porque un hombre triste se aferró a tu lomo,
y sentiste sus manos fuertes como dos riendas
y marchaste con el hombre triste
que te pesaba como un mundo... ¡y tan pequeño como era!
y así fue que en tu espalda marchó Alonso Bolívar
y fuiste el Rocinante de los ríos de América...
Canto de los Hijos en Marcha
Madre, si me matan,
que no venga el hombre de las sillas negras;
que no vengan todos a pasar la noche
rumiando pesares, mientras tú me lloras;
que no esté la sala con los cuatro cirios
y yo en una urna, mirando hacia arriba;
que no estén las mesas llenas de remedios,
que no esté el pañuelo cubriéndome el rostro,
que no venga el mozo con la tarjetera,
ni cuelguen las flores de los candelabros
ni estén mis hermanas llorando en la sala,
ni estés tú sentada, con tu ropa nueva.
Madre, si me matan,
que no venga el hombre de las sillas negras.
Lléname la casa de hombres y mujeres
que cuenten el último amor de su vida;
que ardan en la sala flores impetuosas,
que en dos grandes copas quemen melaleuca,
que toquen violines el sueño de Schuman;
los frascos rebosen de vino y perfumes;
que me miren todos, que se digan todos
que tengo una cara de soldado muerto.
Lléname la casa
de flores regaladas, como en una selva.
Déjame en tu cuarto, cerca de tu cama;
con mis cuatro hermanas, hagamos consejo;
tenme de la mano, tenme de los labios,
como aquella noche de mi padre muerto,
y al cabo, dormidos iremos quedando,
uno con su muerte y otro con su sueño.
Madre, si me matan,
que no venga el coche para los entierros,
con sus dos caballos gordos y pesados,
como de levita, como del Gobierno.
Que si traen caballos, traigan dos potrillos
finos de cabeza, delgados de remos,
que vayan saltando con claros relinchos,
como si apostaran cuál llega primero.
Que parezca, madre,
que voy a salirme de la caja negra
y a saltar al lomo del mejor caballo
y a volver al fuego.
Madre, si me matan,
que no venga el coche para los entierros.
Madres, si me matan,
y muero en los bosques o en mitad del llano,
pide a los soldados que te den tu muerto;
que los labradores y las labradoras
y tú y mis hermanas, derramando flores,
hasta un pueblo manso se lleven mi cuerpo;
que con unos juncos hagan angarillas,
que pongan mastranto y hojas y cayenas
y que así me lleven hasta un cementerio
con cerca de alambres y enredaderas.
Y cuando pasen los años
tráeme a mi pedazo, junto al padre muerto
y allí, que me pongan donde a ti te pongan,
en tu misma fosa y a tu lado izquierdo.
Madre, si me matan,
pide a los soldados que te den tu muerto.
Madre, si me matan, no me entierres todo,
de la herida abierta sácame una gota,
de la honda melena sácame una trenza;
cuando tengas frío, quémate en mi brasa;
cuando no respires, suelta mi tormenta.
Madre, si me matan, no me entierres todo.
Madre, si me matan,
ábreme la herida, ciérrame los ojos
y tráeme un pobre hombre de algún pobre pueblo
y esa pobre mano por la que me matan,
pónmela en la herida por la que me muero.
Llora en un pañuelo que no tenga encajes;
ponme tu pañuelo
bajo la cabeza, triste todavía
por las despedida del último sueño,
bajo la cabeza como casa sola,
densa de un perfume de inquilino muerto.
Si vienen mujeres, diles, sin sollozos:
-¡Si hablara, qué lindas cosas te diría!
Ábreme la herida, ciérrame los ojos...
Y una palabra: JUSTICIA
escriban sobre la tumba
Y un domingo, con sol afuera,
vengan la Madre y las Hermanas
y sonrían a la hermosa tumba
con nardos, violetas y helechos de agua
y hombres y mujeres del pueblo cercano
que digan mi nombre como de su casa
y alcen a los cielos cantos de victoria,
Madre, si me matan.
(Mayo de 1929)
Soneto de la Rima Pobre
Me das tu pan en tu mano amasado,
me das tu pan en tu fogón cocido,
me das tu pan en tu piedra molido,
me das tu pan en tu pilón pilado.
Me das tu rancho en tu palma arropado,
me das tu lecho en tu rincón sumido,
me das tu sorbo, a tu sed exprimido,
me das tu traje, en tu sudor sudado.
Me das, oh Juan, tu dame de mendigo,
me das, oh Juan, tu toma de pobrero,
tu clara fe, tu oscuro desabrigo,
y yo te doy, por lo que dando espero,
el oscuro esperar con que te sigo
y el claro corazón con que te quiero.
Poema de Apure
Aquí, en el río pasmado,
el pelo desmelenado,
preso en el labio un cantar,
desnudas sus gracias blondas,
al amor de ondas y ondas,
mi Musa se va a bañar.
Tarde borracha: el ocaso
llena de vino el gran vaso
del cielo, con su tonel;
el río está purpurino,
como si el celeste vino
se derramara por él.
Cruza una garza los cielos
y empapa los rojos velos
con su copo de algodón,
en tanto hila en su hipnotismo
su ensueño de paludismo
la charca en cavilación.
Con entusiasmo argentino
viene del campo
el relincho de un corcel;
en la lejanía en calma;
pinta nubes una palma,
como un lejano pincel.
Peina el río una piragua,
y agitada, rompe el agua
su vasta meditación,
mientras barcas encalladas
añoran, paralizadas,
caimanes en oración.
En un recodo indolente
asume la amplia corriente
curvas de mujer carnal,
y en sus aguzadas proas
proyectan largas canoas
su alfilerazo sensual.
El ocaso, preso en llamas,
pinta lentos panoramas
en los cambiantes de tul;
lengua de fuego que sube,
al mirar, por vez primera,
bañándose una mujer!
¡Allí donde se encontraron,
indio y guaricha apretaron
corazón con corazón,
y en la playa, blando lecho,
se hinchó en cosquillas un pecho
bajo el ala de un plumón!
¡Cuántas veces en tu cuna
bebió su nueva fortuna
el viejo conquistador,
y a la sed de la garganta,
tu agua dulce, tu agua santa,
fue amarga para el Señor!
¡... Pero, cuando El vino a verte,
cuando, hostigando a la suerte,
vino a ti el Fatigador,
con qué claras golosinas,
colmaste de aguas divinas
la sed del Libertador!
¿Quién no se siente a tu lado
amoroso hasta el pecado,
heroico hasta la pasión,
si extendida en la llanura
sacude la franja oscura
revuelos de pabellón?
¡Ahora comprendo, ahora,
por qué tu savia sonora
dio a la Patria tanto sol;
ahora entiendo la derrota
que en las pampas alborota
los ojos del Español !
¡Siento a Páez y Las Queseras,
donde en celestes praderas
fue su potro volador,
y el lazo de tus lanceros
enlazó siete luceros
para el cielo tricolor !
¡Ahora siento el instante
que el Catire alucinante
eriza de tempestad,
cuando en tus aguas avanza,
buscando a punta de lanza
su pesca de libertad !
¡Salve al pasar, noble río,
vena azul, nervio bravío,
envidia del manantial,
cinta en paz, foete en la guerra,
y en los llantos de mi tierra
rumoroso lagrimal !
¡Cristo-Rey de la llanura,
lleva al mar de la amargura
el Orinoco su cruz,
y tú, centurión y loco,
das de flanco al Orinoco
tu puñalada de luz !
¡Río gris, trémula vía,
vaya tu eterna armonía,
de un palmar a otro palmar,
profunda senda mojada,
como una larga mirada
que llanto le tiende al mar!...
¡Esta es mi patria ! En mi río
siento lo mío más mío,
porque aquí recuerdo yo
que luchando brazo a brazo,
con la sangre de un flechazo
un indio me bautizó.
¡Venid, oh lanzas benditas,
llaneros que en Mucuritas
cansásteis al avatar,
que un poeta quiere veras
y al pensar en sus llaneros
le dan ganas de llorar !
Las uvas del tiempo
Madre: esta noche se nos muere un año.
En esta ciudad grande, todos están de fiesta;
zambombas, serenatas, gritos, ¡ Ah cómo gritan !
claro como que todos tienen su madre cerca...
Yo estoy tan solo, madre,
¡ tan solo ! pero miento, que ojalá lo estuviera;
estoy con tu recuerdo y el recuerdo es un año
pasado que se queda.
Si vieras, si escucharas este alboroto: hay hombres
vestidos de locura, con cacerolas viejas,
tambores de sartenes,
cencerros y cornetas,
el hálito canalla
de las mujeres ebrias,
el Diablo con diez latas prendidas en el rabo
anda por esas calles inventando piruetas
y por esta balumba en que da brincos
la gran ciudad histérica,
mi soledad y tu recuerdo, madre,
marchan como dos penas.
Esta es la noche en que todos se ponen
en los ojos la venda
para olvidar que hay alguien que está cerrando un libro,
para no ver periódica liquidación de cuentas,
donde van las partidas al Haber de la Muerte,
por lo que viene y por lo que se queda,
por lo que sufrimos se ha perdido
y lo gozado ayer es una pérdida.
Aquí es de tradición que en esta noche,
cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega,
todos los hombres coman, al compás de las horas,
las doce uvas de la noche vieja.
Pero aquí no se abrazan ni gritan: "Feliz Año"
como en los pueblos de mi tierra;
en este gozo hay menos caridad; la alegría
de cada cual va sola y la tristeza
del que está al margen del tumulto acusa
lo inevitable de la casa ajena.
¡ Oh, nuestras plazas, donde van las gentes,
sin conocerse, con la nueva buena !
las manos que se buscan con la efusión unánime
de ser hormigas de la misma cueva;
y al hombre que está solo, bajo un árbol,
le dicen de honda fortaleza:
Venir, compadre, que las horas pasan,
¡ pero aprendamos a pasar con ellas !
Y el cañonazo en la Planicie
y el Himno Nacional desde la Iglesia,
y el amigo que viene a saludarlos:
Feliz Año, señores, y los criados que llegan,
a recibir en nuestros brazos
el amor de la casa buena.
Y el beso familiar a media noche:
la bendición, mi madre.
Que el señor te proteja...
y después, en el claro comedor, la familia
congregada para la cena,
con dos amigos íntimos y tú, madre, a mi lado
y mi padre algo triste presidiendo la mesa.
¡ Madre, cómo son ácidas
las uvas de la ausencia !
¡ Mi casona oriental ! aquella casa
con claustros coloniales portón y enredaderas,
el molino de viento y los granados,
los grandes libros de la biblioteca
mis libros preferidos: tres tomos con imágenes
que hablaban de los Reinos de la Naturaleza
Al lado, el gran corral donde parece
que hay dinero enterrado desde la Independencia,
el corral con guayabos y almendros,
el corral con peonías y cerezas
y el gran parral que daba todo el año
uvas más dulces que la miel de las abejas !
Bajo el parral hay un estanque,
un baño en ese estanque sabe a Grecia;
del verde artesonado, las uvas en racimos,
tan bajas, que del agua se podría cogerlas,
y mientras en los labios se desangra la uva,
los pies hacen saltar el agua fresca.
Cuando llegaba la sazón tenía
cada racimo un capuchón de tela,
para salvarlo de la gula
de las avispas negras,
y tenían entonces
una gracia invernal las uvas nuestras,
arrebujadas en sus telas blancas,
sorda a la canción de las abejas...
Y ahora, madre, que tan solo tengo
las doce uvas de la Noche Vieja,
hoye que exprimo la uva de los meses
sobre el recuerdo de la viña seca,
siento que toda la acidez del mundo
se está metiendo en ella,
porque tienen el ácido de lo que fue dulzura
las uvas de la ausencia.
Y ahora me pregunto:
¿ Por qué razón estoy yo aquí ? ¿qué fuerza
pudo más que tu amor, que me llevaba
a la dulce anonimia de tu puerta ?
¡ oh, miserable vara que nos mides !
el Renombre, la Gloria... ¡ pobre cosa pequeña !
cuando dejé mi casa para buscar la Gloria,
¡ Cómo olvidé la gloria que me dejaba en ella !.
Y ésta es la lucha ante los hombres malos
y ante las almas buenas;
yo soy un hombre a solas en busca de un camino;
¿Donde hallaré la rapidez camino mejor que la vereda
que a ti me lleva, madre, la vereda que corta
por los campos frutales, pintada de hojas secas
siempre recién llovida,
con pájaros del trópico, muchachas de la aldea,
hombres que dicen - Buenos días, niño -
y el queso que me guardas siempre para merienda ?
esa es la gloria, madre, para un hombre
que se llamó Fray Luis y era poeta.
Oh, mi casa sin críticos, mi casa donde puede
mi poesía andar como una Reina !
¿ Qué sabes tú de formas y doctrinas,
de metros y de escuelas ?
tú eres mi madre, que me dices siempre
que son hermosos todos mis poemas;
para ti yo soy grande cuando dices mis versos,
yo no sé si los dices o los rezas...
Y mientras exprimimos en las uvas del tiempo
toda una vida absurda, la promesa
de vernos otra vez se va alargando
y el momento de irnos está cerca
y no pensamos que se pierde todo!
Por eso en esta noche mientras pasa la fiesta
y en la última uva Libo la última gota
del año que se aleja,
pienso en que tienes todavía, madre,
retazos de carbón en la cabeza
y ojos tan bellos que por mí regaron
su clara pleamar y en sus ojeras
y manos pulcras y esbeltez de talle,
donde hay la gracia de la espiga nueva,
que eres hermosa, madre todavía
y yo estoy loco por estar de vuelta
porque tú eres la gloria de mis años
¡ y no quiero volver cuando estés vieja !...
Uvas del tiempo que mi ser escancia
en el recuerdo de la viña seca
¡ Cómo me pierdo medre en los caminos,
hacia la devoción de tu vereda !
Y en esta algarabía de la ciudad borracha
donde va mi emoción sin compañera,
mientras los hombres comen las uvas de los meses
yo me acojo al recuerdo como niño en una puerta.
Mi labio está bebiendo de tu seno,
que es el racimo de la parra buena,
el buen racimo que exprimí en el día
sin hora y sin reloj de mi inconsciencia.
Madre, esta noche se nos muere un año;
todos estos señores tienen su madre cerca
y al lado mío mi tristeza muda
tiene el dolor de una muchacha muerta...
Y vino toda la acidez del mundo
al destilar sus doce gotas trémulas
cuando cayeron sobre mi silencio
las doce uvas de la noche vieja.
Renuncia
He renunciado a ti. No era posible.
Fueron vapores de la fantasía;
son ficciones que a veces dan a lo inaccesible
una proximidad de lejanía.
Yo me quede mirando como el río se iba
poniendo encinta de la estrella...
hundí mis manos locas hacia ella
y supe que la estrella estaba arriba...
He renunciado a ti, serenamente,
como renuncia a Dios el delincuente;
he renunciado a ti como el mendigo
que no se deja ver del viejo amigo;
como el que ve partir grandes navíos
con rumbos hacia imposibles y ansiados continentes;
como el perro que apaga sus amorosos bríos
cuando hay un perro grande que le enseña los dientes;
como el marítimo que renuncia al puerto
y el buque errante que renuncia al faro
y como el ciego junto al libro abierto
y el niño pobre ante el juguete caro.
He renunciado a ti como renuncia
el loco a la palabra que su boca pronuncia;
como esos granujillos otoñales,
con los ojos estáticos y las manos vacías,
que empañan su renuncia, soplando, los cristales
en los escaparates de las confiterías...
He renunciado a ti, y a cada instante
renunciamos un poco de lo que antes quisimos
y al final ¡ Cuántas veces el anhelo menguante
pide un pedazo de lo que antes fuimos !
Yo voy hacia mi propio nivel. Ya estoy tranquilo.
Cuando renuncie a todo, seré mi propio dueño;
desbaratando encajes regresaré hasta el hilo.
La renuncia es el viaje de regreso del sueño...
lunes, 31 de diciembre de 2012
Bécquer, Gustavo Adolfo (1836-1870), poeta español. Es una de las figuras más importantes del romanticismo y sus Rimas supusieron el punto de partida de la poesía moderna española.
Nació en Sevilla, hijo de un pintor y hermano de otro, Valeriano. También él mismo practicó la pintura, pero, después de quedarse huérfano y trasladarse a Madrid, en 1854, la abandonó para dedicarse exclusivamente a la literatura. No logró tener éxito y vivió en la pobreza, colaborando en periódicos de poca categoría. Posteriormente escribió en otros más importantes, donde publicó crónicas sociales, algunas de sus Leyendas y los ensayos costumbristas Cartas desde mi celda. Obtuvo un cargo muy bien pagado, en 1864, de censor oficial de novelas. Hacia 1867 escribió sus famosas Rimas y las preparaba para su publicación, pero con la Revolución de 1868 se perdió el manuscrito y el poeta tuvo que preparar otro, en parte de memoria. Su matrimonio, con la hija de un médico, le dio tres hijos, pero se deshizo en 1868. Bécquer, que desde 1858 estaba aquejado de una grave enfermedad, probablemente tuberculosa o venérea, se trasladó a Toledo, a casa de su hermano Valeriano. Éste murió en septiembre de 1870 y el poeta el 22 de diciembre, a los treinta y cuatro años.
CARTAS LITERARIAS.
Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)
Carta primera
Monasterio de Veruela, 1864.
Queridos amigos:
Heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle de Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las agradables, aunque inquietas horas de mi antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy, que todos los grandes centros de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos, al ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbre de ver y hallar de continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge a la vez; diríase, por el contrario, que los montes que lo cierran como un valladar inaccesible me separan por completo del mundo. ¡Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece a mis ojos; tan vagos y perdidos quedan al confundirse entre la multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes!
Ayer, con vosotros en la tribuna del Congreso, en la redacción, en el teatro Real, en La Iberia; hoy, sonándome aún en el oído la última frase de una discusión ardiente la última palabra de un artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor de cien conversaciones distintas, sentado a la lumbre de un campestre hogar donde arde un tronco de carrasca que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café, único exceso que en estas soledades me permito sin que turbe la honda calma que me rodea otro ruido que el del viento que gime a lo largo de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros del monasterio o corre subterránea atravesando sus claustros sombríos y medrosos. Una muchacha con su zagalejo corto y naranjado, su corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada, sobre la que brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro, que sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros donde se condimenta la futura cena, y dispone el agua hirviente, negra y amarga que me mira beber con asombro. A estas alturas, y mientras dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el estudio.
Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al perro, que se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, ¡cuántas veces he interrumpido la lectura de una escena de La Tempestad, de Shakespeare, o del Caín, de Byron, para oír el ruido del agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y levantando con sus penachos de vapor. azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes de la vajilla! Un mes hace que falto de aquí y todo se encuentra lo mismo que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que me pertenece, no puede menos de traerme a la imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las mismas señales y colocados en el orden que yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada. Después de apurar mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir con una gota de agua, a fin de llenar ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que se llama periódico, especie de tonel que, como al de las Danaidas, siempre se le está echando original y siempre está vacío. Las únicas ideas que me han quedado como flotando en la memoria y sueltas de la masa general que ha oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren a los detalles de éste, que carecen en sí de interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario y patente.
Los diversos medios de locomoción de que he tenido que servirme para llegar hasta aquí, me han recordado épocas y escenas tan distintas, que algunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo, trazados por pluma más avezada que la mía a esta clase de estudios bastarían a bosquejar un curioso cuadro de costumbres.
Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño saco de noche, después de haberme despedido de ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de montar en el tren. Previo un ligero saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que de antemano se encontraban en el coche y que habían de ser mis compañeros de viaje, me acomodé en un rincón, esperando el momento de partir, que no debía de tardar mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como un caballo de raza impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de delante atrás y de atrás adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo largo de los raíles y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual aunque en grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso que tiene todo lo grande; pero como quiera que aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.
Apenas hubimos andado algunos kilómetros, y cuando pude enterarme de lo que había a mi alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que hacían algo por el estilo, pues con más o menos disimulo todos comenzamos a mirarnos unos a otros de los pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que hacia frente al que yo me había colocado, y sentada de modo que los pliegues de su amplia y elegante falda de seda me cubrían casi los pies, iba una joven como de diez y seis a diez y siete años, la cual, a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé qué aristocrático que se siente y no puede explicarse, debía de pertenecer a una clase elevada. Acompañábala un aya, pues tal me pareció una señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento inmediato, y que de cuando en cuando le dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo se sentía, qué necesitaba, o advertirle de qué manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se tomaba por la joven, pudieran hacer creer que era su madre; pero, a pesar de todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y mercenario, que fue el dato de que desde luego tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis-à-vis con el aya francesa y medio enterrado entre los almohadones de un rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y completo que su traje de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y relucientes; aquí la manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero; allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta, terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y redonda, se hubo empapado bien en los objetos, entornó nuevamente los párpados, de modo que, heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra cosa podía compararse su nariz. Formando contraste con este seco y estirado gentleman, que, una vez entornados los ojos y bien acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como una esfinge de granito, en el extremo opuesto del coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento, o recostándose alternativamente de un lado y de otro, como el que siente un dolor agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, a lo que pude colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde nunca había salido sino a la capital de su provincia, hasta que, con ocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que formaba parte, había estado últimamente en la corte como cosa de un mes.
Todo esto y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del hombre era de lo más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando tal afán por enredar conversación sobre cualquier cosa, que no perdonaba coyuntura.
Primero suplicó al inglés le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar una sola palabra a las expresivas frases con que le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba era su mamá. La joven le contestó que no con una desdeñosa sobriedad de palabras. Después se encaró conmigo, deseando saber si seguiría hasta Pamplona: satisfice esta pregunta, y él, tomando pie de mi contestación, dijo que se quedaba en Tudela; y a propósito de esto, habló de mil cosas diferentes y todas a cual de menos importancia, sobre todo para los que le escuchábamos.
Cansado de su desesperante monólogo o agotados los recursos de su imaginación, nuestro buen hombre, que por lo visto se fastidiaba a más no poder dentro de aquella atmósfera glacial y afectada, tan de buen tono entre personas que no se conocen, comenzó a poco, sin duda para distraer su aburrimiento, una serie de maniobras a cual más inconvenientes y originales. Primero cantó un rato a media voz alguna de las habaneras que había oído en Madrid a la criada de la casa de pupilos; después comenzó a atravesar el coche de un extremo a otro, dando aquí al inglés con el codo o pisando allí el extremo del traje de las señoras para asomarse a las ventanillas de ambos lados; por último, y ésta fue la broma más pesada, dio en la flor de bajar los cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo, pedir agua o preguntar los minutos que se detendría el tren. En unas y otras, ya nos encontrábamos cerca de Medinaceli, y la noche se había entrado fría, anubarrada y desagradable; de modo que cada vez que se abría una de las portezuelas, se estaba en peligro inminente de coger un catarro.
El inglés, que hubo de comprenderlo así, se envolvió silenciosamente en su magnífica manta escocesa; la joven, por consejo del aya, que se lo dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de otra cosa, me levanté el cuello del gabán y hundí cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro hombre sin embargo, prosiguió impertérrito practicando la misma peligrosa operación tantas veces cuantas paraba el tren, hasta que al cabo, no sé si cansado de este ejercicio o advertido de la escena muda de arropamiento general que se repetía tantas veces cuantas él abría la ventanilla, cerró con aire de visible mal humor los cristales, tornando a echarse en su rincón donde a los pocos minutos roncaba como un bendito, amenazando aplastarme la nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir sobresaltado de su modorra para restregarse los ojos, mirar el reloj y volverse a dormir de nuevo. El peso de las altas horas de la noche comenzaba a dejarse sentir. En el vangón reinaba un silencio profundo, interrumpido sólo por el eterno y férreo crujir del tren y algún que otro resoplido de nuestro amodorrado compañero, que alternaba en esta tarea con la máquina.
El inglés se durmió también; pero se durmió grave y dignamente sin mover pie ni mano, como si a pesar del letargo que le embargaba tuviese la conciencia de su posición. El aya comenzó a cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse en estilo semiserio. Quedamos, pues, desvelados como las vírgenes prudentes de la parábola, tan sólo la joven y yo. A decir verdad, yo también me hubiera rendido al peso del aturdimiento y a las fatigas de la vigilia si hubiese tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en una actitud, si no tan grave como la del inmóvil gentleman, al menos no tan grotesca como la del buen regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra de una cabezada, ora roncando como un órgano o balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el espectáculo más chistoso que imaginarse puede. Para despabilarme un poco resolví dirigir la palabra a la joven; pero por una parte temía cometer una indiscreción, mientras por otra; y no era esto lo menos para permanecer callado, no sabía como empezar. Entonces volví los ojos, que había tenido clavados en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver pasar a través de los cristales, y sobre una faja de terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes de humo y de chispas que se quedaban al paso de la locomotora rozando la tierra y como suspendidas e inmóviles, ya los palos del telégrafo, que parecían perseguirse y querer alcanzarse unos a otros lanzados a una carrera fantástica. No obstante, la aproximación de aquella mujer hermosa que yo sentía aun sin mirarla, el roce de su falda de seda que tocaba a mis pies y crujía a cada uno de sus movimientos, el sopor vertiginoso del incesante ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez de las altas horas de la noche, que pesan de una manera tan particular sobre el espíritu, comenzaron a influir en mi imaginación, ya sobreexcitada extrañamente.
Estaba despierto, pero mis ideas iban poco a poco tomando esa forma extravagante de los ensueños de la mañana, historias sin principio ni fin, cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo de enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se corren las cortinas del lecho. La vista se me fatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un mar de asfalto, la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas. De cuando en cuando dejaba caer la cabeza sobre el pecho, rompía el hilo de las historias extraordinarias que iba fingiendo en la mente y entornaba los ojos; pero apenas los volvía a abrir encontraba siempre delante de ellos a aquella mujer, y tornaba a mirar por los cristales; y tornaba a soñar imposibles. Yo he oído decir a muchos, y aun la experiencia me ha enseñado un poco, que hay horas peligrosas, horas lentas y cargadas de extraños pensamientos y de una voluptuosa pesadez, contra la que es imposible defenderse: en esas horas, como cuando nos turban la cabeza los vapores del vino, los sonidos se debilitan y parece que se oyen muy distantes, los objetos se ven como velados por una gasa azul, y el deseo presta audacia al espíritu, que recobra para sí todas las fuerzas que pierde la materia. Las horas de la madrugada, esas horas que deben tener más minutos que las demás, esas horas en que entre el caos de la noche comienza a forjarse el día siguiente, en que el sueño se despide con su última visión y la luz se anuncia con ráfagas de claridad incierta, son sin duda alguna, las que en más alto grado reúnen semejantes condiciones. Yo no sé el tiempo que trascurrió mientras a la vez dormía y velaba, ni tampoco me sería fácil apuntar algunas de las fantásticas ideas que cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólo recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas notas sueltas de una música lejana que trae el viento a intervalos en ráfagas sonoras: lo que sí puedo asegurar es que gradualmente se fueron embotando mis sentidos, hasta el punto que cuando un gran estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz del guarda de la vía me anunciaron que estaba en Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba tan pronto en el término de la primera parte de mi peregrinación.
Era completamente de día, y por la ventanilla del coche, que había abierto de par en par el señor gordo, entraban a la vez el sol rojizo y el aire fresco de la mañana. Nuestro regidor aragonés que por lo que podía colegirse no veía la hora de dejar tan poco agradable reunión, apenas se convenció de que estábamos en Tudela, torciose la capa al hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto, y saltó al andén con una agilidad que nadie hubiera sospechado en sus años y en su gordura. Yo torné asimismo el pequeño saco, que era todo mi equipaje; dirigí una última mirada a aquella mujer a quien acaso no volvería a ver más y que había sido la heroína de mi novela de una noche, y después de saludar a mis compañeros, salí del vagón buscando a un chico que llevase aquel bulto y me condujese a una fonda cualquiera.
Tudela es un pueblo grande, con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía, una posada con ribetes de fonda. Senteme y almorcé; por fortuna, si el almuerzo no fue gran cosa, la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia a la navarra que se encuentra al frente del establecimiento. Aún no había tomado los postres, cuando el campanilleo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba las mulas, me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir muy pronto. Acabé deprisa y corriendo de tomar una taza de café bastante malo y clarito por más señas, y ya se oían los gritos de ¡al coche, al coche! unidos a las despedidas en alta voz, al ir y venir de los que colocaban los equipajes en la baca, y las advertencias mezcladas de interjecciones del mayoral, que dirigía las maniobras desde el pescante como un piloto desde la popa de su buque.
La decoración había cambiado por completo, y nuevos y característicos personajes se encontraban en escena. En primer término, y unos recostados contra la pared, otros sentados en los marmolillos de las esquinas o agrupados en derredor del coche, veíanse hasta quince o veinte desocupados del lugar para quienes el espectáculo de una diligencia que entra o sale es todavía un gran acontecimiento. Al pie del estribo algunos muchachos, desarrapados y sucios, abrían con gran oficiosidad las portezuelas, pidiendo indirectamente una limosna, y en el interior del ómnibus, pues éste era propiamente el nombre que debiera darse al vehículo que iba a conducirnos a Tarazona, comenzaban a ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los primeros en colocarme en mi sitio al lado de las dos mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano, y que venían de Zaragoza, a donde, según me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué voto a la Virgen del Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo que a los cuarenta y pico de años puede conservarse de una buena moza. Tras mí entró un estudiante del seminario, a quien no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos individuos del sexo feo, de los cuales el primero parecía militar en situación de reemplazo, y el segundo uno de esos pobres empleados de poco sueldo, a quienes a cada instante trasiega el ministerio de una provincia a otra. Ya estábamos todos, y cada uno en su lugar correspondiente, y dándonos el parabién porque íbamos a estar un poco holgados, cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su moldura, la cabeza de un clérigo entrado en edad, pero guapote, y de buen color, al que acompañaba una ama o dueña, como por aquí es costumbre llamarles, que en punto a cecina de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso a la vista que yo he encontrado de algún tiempo a esta parte.
Sintieron unos y se alegraron otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de los segundos el escolar, el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente con su vecina de asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumen que había de ocuparlo, aunque grande por la buena voluntad con que se le ofrecía. Sentose el ama, acomodose el clérigo, y ya nos disponíamos a partir, cuando, como llovido del cielo o salido de los profundos, hete aquí que se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril, con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera. Referir las cuchufletas, las interjecciones, las risas y los murmullos que se oyeron a su llegada, sería asunto imposible, como tampoco es fácil recordar las maniobras de cada uno de los viajeros para impedir que se acomodase a su lado. Pero aquél era el elemento de nuestro hombre gordo: allí donde se reía, se empujaba, y unos manoteando, otros impasibles, todos hablaban a un tiempo, se encontraba el buen regidor como el pez en el agua o el pájaro en el aire. A las cuchufletas respondía con chanzas; a las interjecciones, encogiéndose de hombros, y a los envites de codos, con codazos, de manera que a los pocos minutos ya estaba sentado y en conversación con todos, como si los conociese de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando ese continuo vaivén al compás del trote de las mulas, las campanillas del caballo delantero, el saltar de los cristales, el revolotear de los visillos y los chasquidos del látigo del mayoral, que constituyen el fondo de armonía de una diligencia en marcha. Las torres de Tudela desaparecieron detrás de una loma bordada de viñedos y olivares. Nuestro hombre gordo, apenas se vio engolfado camino adelante y en compañía tan franca, alegre y de su gusto, desenvainó del cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un trago. Dada la señal del combate, el fuego se hizo general en toda la línea, y unos de la fiambrera de hoja de lata, otros de un canastillo o del número de un periódico, cada cual sacó su indispansable tortilla de huevos con variedad de tropezones. Primero la botella, y cuando ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre del seminarista, comenzaron a andar a la ronda por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las mulas al delantero, sentose de medio ganchete en el pescante y formó parte del corro, no siendo de los más parcos en el beber; yo, aunque con nada había contribuido al festín, también tuve que empinar el codo más de lo que acostumbro.
A todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje; de modo que con el aturdimiento del vinillo, el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas a media voz de los de más allá, un poco de sol enfilado a los ojos por las ventanillas y un bastante de polvo del que levantaban las mulas, las tres horas de camino que hay desde Tarazona a Tudela pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que me dieran lugar a desesperarme, ni tan breves que no viera con gusto el término de mi segunda jornada.
En Tarazona nos apeamos del coche entre una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos. Despedímonos cordialmente los unos de los otros, volví a encargar a un chicuelo de la conducción de mi equipaje y me encaminé al azar por aquellas calles estrechas, torcidas y oscuras, perdiendo de vista, tal vez para siempre, a mi famoso regidor, que había empezado por fastidiarme, concluyendo al fin por hacerme feliz con su eterno buen humor, su incansable charla y su inquietud increíble en una persona de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad pequeña y antigua; más lejos del movimiento que Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero tiene un carácter más original y artístico. Cruzando sus calles con arquillos y retablos, con caserones de piedra llenos de escudos y timbres heráldicos, con altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña, hay momentos en que se cree uno transportado a Toledo, la ciudad histórica por excelencia.
Al fin, después de haber discurrido un rato por aquel laberinto de calles, llegamos a la posada, que posada era con todos los accidentes y el carácter de tal el sitio a que me condujo mi guía. Figúrense ustedes un medio punto de piedra carcomida y tostada en cuya clave luce un escudo con un casco que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos amarillos, nacida entre las hendiduras de los sillares; junto al blasón de los que fueron un día señores de aquella casa solariega, hay un palo, con una tabla en la punta a guisa de banderola, en que se lee con grandes letras de almagre el título del establecimiento; el nudoso y retorcido tronco de una parra que comienza a retoñar, cubre de hojas verdes, transparentes e inquietas, un ventanuquillo abierto en el fondo de una antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de colores; a los lados del portal sirven de asiento algunos trozos de columnas, sustentados por rimeros de ladrillos o capiteles rotos y casi ocultos entre las yerbas que crecen al pie del muro, en el cual, entre remiendos y parches de diferentes épocas, unos blancos y brillantes aún, otros con oscuras manchas de ese barniz particular de los años, se ven algunas estaquillas de madera clavadas en las hendiduras. Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el interior no parecía menos pintoresco.
A la derecha, y perdiéndose en la media luz que penetraba de la calle, veíase una multitud de arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí, dejando espacio en sus huecos a una larga fila de pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de los postes, y diseminados por el suelo, tropezábase aquí con las enjalmas de una caballería, allá con unos cuantos pellejos de vino
o gruesas sacas de lana, sobre las que merendaban, sentados en corro y con el jarro en primer lugar, algunos arrieros y trajinantes.
En el fondo, y caracoleando, pegada a los muros o sujeta con puntales, subía a las habitaciones interiores una escalerilla empinada y estrecha, en cuyo hueco, y revolviendo un haz de paja, picoteaban los granos perdidos hasta una media docena de gallinas; la parte de la izquierda, a la que daba paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un rincón de la cocina iluminado por el resplandor rojizo y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso grupo la posadera, mujer frescota y de buen temple, aunque entrada en años, una muchacha vivaracha y despierta como de quince a diez y seis, y cuatro o cinco chicuelos rubios y tiznados, amén de un enorme gato rucio y dos o tres perros que se habían dormido al amor de la lumbre.
Después de dar un vistazo a la posada, hice presente al posadero el objeto que en su busca me traía, el cual estaba reducido a que me pusiese en contacto con alguien que me quisiera ceder una caballería para trasladarme a Veruela, punto al que no se puede llegar de otro modo.
Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con unos hombres que habían venido a vender carbón de Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí otra vez en marcha y camino del Moncayo, atalajado en una mula como en los buenos tiempos de la Inquisición y del absoluto. Cuando me vi en mitad del camino, entre aquellas subidas y bajadas tan escabrosas, rodeado de los caborneros, que marchaban a pie a mi lado cantando una canción monótona y eterna; delante de mis ojos la senda, que parecía una culebra blancuzca e interminable que se alejaba enroscándose por entre las rocas, desapareciendo aquí y tornando a aparecer más allá, y a un lado y otro los horizontes inmóviles y siempre los mismos, figurábaseme que hacía un año me había despedido de ustedes, que Madrid se había quedado en el otro cabo del mundo, que el ferrocarril que vuela, dejando atrás las estaciones y los pueblos, salvando los ríos y horadando las montañas, era un sueño de la imaginación o un presentimiento de lo futuro. Como la verdad es que yo fácilmente me acomodo a todas las cosas, pronto me encontré bien con mi última manera de caminar, y dejando ir a la mula a su paso lento y uniforme, eché a volar la fantasía por los espacios imaginarios, para que se ocupase en la calma y en la frescura sombría de los sotos de álamos que bordan el camino, en la luminosa serenidad del cielo, o saltase, como salta el ligero montañés, de peñasco en peñasco, por entre las quiebras del terreno, ora envolviéndose como en una gasa de plata en la nube que viene rastrera, ora mirando con vertiginosa emoción el fondo de los precipicios por donde va el agua, unas veces ligera, espumosa y brillante, y otras sin ruido, sombría y profunda.
Como quiera que cuando se viaja así, la imaginación desasida de la materia tiene espacio y lugar para correr volar y juguetear como una loca por donde mejor le parece, el cuerpo, abandonado del espíritu, que es el que lo percibe todo, sigue impávido su camino hecho un bruto y atalajado como un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo, ni saber si se cansa o no. En esta disposición de ánimo anduvimos no sé cuántas horas, porque ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuando un airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me anunció que habíamos llegado a la más alta de las cumbres que por la parte de Tarazona rodean el valle, término de mis peregrinaciones. Allí, después de haberme apeado de la caballería para seguir a pie el poco camino que me faltaba, pude exclamar como los Cruzados a la vista de la ciudad santa: Ecco apparir Gerusalem si vede
En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio, en donde ya instalado en una celda, y haciendo una vida mitad por mitad literaria y campestre, espera vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si Dios es servido de ello, y ayudaros a soportar la pesada carga del periódico en cuanto la enfermedad y su natural propensión a la vagancia se lo permitan.
domingo, 30 de diciembre de 2012
ORLANDO-VIRGINIA WOOLF
VIRGINIA WOOLF
Novelista y crítica británica (1882-1941), cuya técnica del monólogo interior y estilo poético se consideran entre las contribuciones más importantes a la novela moderna. En 1912, se casó con el escritor Leonard Woolf. Entre sus novelas más conocidas se cuentan La señora Dalloway (1925) y El faro (1927). En ambas obras, el argumento surge de la vida interior de los personajes y los efectos psicológicos se logran a través de imágenes, símbolos y metáforas. Los acontecimientos en La señora Dalloway abarcan un espacio de doce horas y el transcurso del tiempo se expresa a través de los cambios que paso a paso se suceden en el interior de los personajes, en la conciencia que tienen de sí mismos, de los demás y de sus mundos caleidoscópicos. De sus restantes novelas, Las olas (1931) es la más evasiva y estilizada, y Orlando (1928), más o menos basada en la vida de su amiga Vita Sackville-West, es una fantasía histórica a la vez que un análisis del sexo, la creatividad y la identidad.
También escribió biografías y ensayos.
RESEÑA:
Singular biografía, la de Orlando se desarrolla entre la era isabelina y el siglo XX, y además, a mitad de camino, cambia el sexo de su protagonista. Sólo una agilidad narrativa como la de Woolf podía trenzar un juego literario semejante, y sólo un autor como Borges estaba en condiciones de verterla a nuestra lengua.
Orlando sigue siendo como una de las mejores novelas de Virginia Woolf debido a su modernidad y a la presencia de todos los temas básicos de la obra de la autora inglesa: la condición de la mujer, el paso del tiempo y la recreación literaria de la realidad.
Novela difícilmente clasificable en la que —como escribió en su día Jorge Luis Borges, traductor de la obra— «colaboran la magia, la
amargura y la felicidad», ORLANDO (1928) narra los avatares a lo largo de cerca de trescientos años del que empieza siendo un caballero de
la corte isabelina inglesa. Producto en parte de la ambigua pasión de Virginia Woolf (1882-1941) por Vita Sackville-West y antecedente
singular del realismo fantástico, la historia de su protagonista, ambientada siempre en sugerentes escenarios e impregnada por la particular
obsesión de su autora por el transcurso del tiempo, se desliza como un deslumbrante cuento de hadas ante los fascinados ojos del lector.
Prólogo
Muchos amigos me han ayudado a escribir este libro. Algunos han muerto y son tan ilustres que apenas me atrevo a nombrarlos, aunque nadie puede
leer o escribir sin estar en perpetua deuda con Defoe, Sir Thomas Browne, Sterne, Sir Walter Scott, Lord Macaulay, Emily Brontë, De Quincey y Walter
Pater para no mencionar sino a los primeros que se me ocurren. Otros, quizás igualmente ilustres, viven aún y el hecho mismo los hace menos formidables.
Estoy agradecida especialmente a Mr. C. P. Sanger, cuya versación en la ley de inmuebles me ha permitido realizar este libro. La vasta y peculiar
erudición de Mr. Sydney Turner me ha evitado, lo espero, algunos lamentables errores. He tenido la ventaja -sólo yo puedo apreciar su valor- del
conocimiento del chino de Mr. Waley. Madame Lopokova (Mrs. J. M. Keynes) ha estado siempre lista a corregir mi ruso. A la imaginación e incomparable
simpatía de Mr. Roger Dry debo cuanto sé del arte pictórico. Espero haber aprovechado en otro terreno la crítica singularmente penetrante, aunque severa,
de mi sobrino Mr. Julian Bell. Las investigaciones infatigables de Miss M. K. Snowdon en los archivos de Harrogatey de Cheltenham no fueron menos
arduas por haber resultado del todo inútiles. Otros amigos me auxiliaron en modos demasiado diversos para ser especificados aquí. Básteme nombrar a Mr.
Angus Davidson; a Mrs. Cartwright; a Miss Janet Case, a Lord Berners (cuyo conocimiento de la música isabelina me ha resultado inapreciable); a Mr.
Francis Birrell; a mi hermano, el Dr. Adrian Stephen; a Mr. F. L. Lucas; a Mr. y Mrs. Desmond Maccarthy; al más alentador de los críticos, mi cuñado, Mr.
Clive Bell; a Mr. H. G. Rylands; a Lady Colefax; a Miss Nellie Boxall; a Mr. J. M. Keynes; a Mr. Hugh Walpole; a Miss Violet Dickinson; al Honorable
Edward Sackville-West; a Mr. y Mrs. St. John Hutchinson; a Mr. Duncan Grant; a Mr. y Mrs. Stephen Tomlin; a Mr. y Lady Ottoline Morrell; a mi madre
política Mrs. Sidney Woolf; a Mr. Osbert Sitwell; a Madame Jacques Raverat; al Coronel Cory Bell; a Miss Valerie Taylor; a Mr. J. T. Sheppard; a Mr. y
Mrs. T. S. Eliot; a Miss Sands; a Miss Nan Hudson; a mi sobrino Mr. Quentin Bell (apreciado y antiguo colaborador en materia novelística); a Mr. Raymond
Mortimer; a Lady Gerald Wellesley; a Mr. Lytton Strachey; a la Vizcondesa Cecil; a Miss Hope Mirrlees; a Mr. E. M. Forster; al Honorable Harold
Nicolson; y a mi hermana, Vanessa Bell -pero la lista se alarga demasiado y ya es demasiado ilustre. Me trae recuerdos de lo más agradables, pero
despertará en el lector una expectativa que el libro sólo puede frustar. Concluiré, pues, agradeciendo a los empleados del Museo Británico y del Archivo su
habitual cortesía: a mi sobrina Miss Angelica Bell un favor que sólo ella pudo prestarme; y a mi marido, la invariable paciencia que ha puesto en ayudar mis
pesquisas y la profunda erudición histórica a la que deben estas páginas la poca o mucha precisión que poseen. Finalmente agradecería, pero he perdido su
dirección y su nombre, a un caballero norteamericano, que generosa y gratuitamente ha corregido la puntuación de mis anteriores publicaciones y que, lo
espero, no escatimará su celo esta vez.
w.f.
Fragmento.
ORLANDO
“Orlando, ciertamente, no era de los que se deslizaban ágiles en el coranto y en la volta; era torpe y un poco distraído. A esos fantásticos compases forasteros
prefería los simples bailes de su tierra que había danzado cuando niño. Había concluido, justamente, una cuadrilla o un minuet, a eso de las seis de la tarde del día siete
de enero, cuando vio salir del pabellón de la Embajada Moscovita una figura —mujer o mancebo, porque la túnica suelta y las bombachas al modo ruso, equivocaban
el sexo— que lo llenó de curiosidad. La persona, cualesquiera que fueran su nombre y su sexo, era de mediana estatura, de forma esbelta, y vestía enteramente de
terciopelo color ostra, con bandas de alguna piel verdosa desconocida. Pero esos pormenores estaban oscurecidos por la atracción insólita que la persona entera
efundía. Imágenes, metáforas extremas y extravagantes se entrelazaban en su mente. En el espacio de tres segundos la llamó un ananá, un melón, un olivo, una
esmeralda, un zorro en la nieve; ignoraba si la había escuchado, si la había gustado, si la había visto, o las tres cosas a la vez. (Pues aunque no debemos interrumpir ni
por un momento el relato, hay que apuntar aquí que todas sus imágenes de aquel tiempo querían adecuarse a sus sentidos y estaban derivadas de cosas que le habían
gustado cuando era chico. Pero si sus sentidos eran simples, eran también muy fuertes. Inútil detenerse, por consiguiente, y extraer las razones de las cosas...) Una
esmeralda, un melón, un zorro en la nieve —así deliraba, así la miraba. Cuando el muchacho —porque, ¡ay de mí!, un muchacho tenía que ser, no había mujer capaz de
patinar con esa rapidez y esa fuerza— pasó en un vuelo junto a él, casi en puntas de pie, Orlando estuvo por arrancarse los pelos, al ver que la persona era de su
mismo sexo, y que no había posibilidad de un abrazo. Pero el patinador se acercó. Las piernas, las manos, el porte eran los de un muchacho, pero ningún muchacho
tuvo jamás esa boca, esos pechos, esos ojos que parecían recién pescados en el fondo del mar. Finalmente se detuvo. Haciendo con suprema gracia una amplia
reverencia al Rey, que iba y venía del brazo de algún gentilhombre de cámara, el patinador quedó inmóvil. Estaba al alcance de la mano. Era una mujer. Orlando la miró
azorado, tembló; sintió calor, sintió frío; quiso arrojarse al aire del verano; aplastar bellotas bajo los pies; estirar los brazos como las hayas y los robles. De hecho,
replegó los labios sobre los dientes blancos, los entreabrió una media pulgada como si fuera a morder; los cerró como si hubiera mordido. Lady Euphrosyna pendía de
su brazo.
La forastera, averiguó, era la Princesa Marusha Stanilovska Dagmar Natasha Iliana Romanovich, y había venido en el séquito del Embajador Moscovita, que era su
tío, tal vez, o tal vez su padre, para asistir a la coronación. Muy poco se sabía de los moscovitas. Se los veía sentados casi en silencio con sus grandes barbas y sus
sombreros de piel; bebiendo algún líquido negro que escupían de vez en cuando en el hielo. Ninguno hablaba inglés, y el francés, que era familiar a algunos de ellos, se
hablaba entonces apenas en la corte inglesa”.
Titulo original: Orlando: A Biography
Traducción de Jorge Luis Borges
Orlando fue publicado originalmente en 1928.
Ilustración: James McNeill Whistler, Muchacha azul
Copyright © The Estate of Virginia Wolf, 1928
© de la traducción: 1995, María Kodama
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2003
ISBN: 84-206-5525-2
Diseño/retoque portada: Orkelyon (epubgratis.me)
Editor original: Polifemo7 (v1.0-v1.1)
ePub base v2.0
viernes, 28 de diciembre de 2012
Pérez Galdós, Benito
Nació en Las Palmas (Islas Canarias) en 1843, el décimo hijo de un coronel del Ejército. Fue un niño reservado, interesado por la pintura, la música y los libros. La llegada a Las Palmas de una prima le trastornó emocionalmente y sus padres decidieron que fuera a Madrid a estudiar Derecho, en 1862. En esta ciudad entra en contacto con el krausismo por medio de Francisco Giner de los Ríos, el cual le anima a escribir y le presenta en la redacción de algunas revistas. Se transforma en un madrileño que frecuenta tertulias literarias en los cafés, que asiste puntualmente al Ateneo madrileño, que recorre incesantemente la ciudad y se interesa por los problemas políticos y sociales del momento: se define a sí mismo como progresista y anticlerical.
En 1868 viaja a París y descubre a los grandes novelistas franceses. A su regreso traduce a Dickens, escribe teatro y, por fin, en 1970 se decide a publicar su primera novela, La Fontana de oro, con el dinero que le da una tía, ya que en esa época las novelas o se publicaban por entregas en publicaciones periódicas, revistas y periódicos, o corrían a costa del autor, la obra era todavía romántica pero en ella ya empezaban a verse sus ideas radicales que aflorarán en el decenio siguiente. En estos años comienza a escribir los Episodios nacionales, en la década de 1880, su época de máxima creación. También en estos años se compromete activamente en política, ya que de 1886 a 1890 es diputado por el partido de Sagasta, aunque nunca pronunció un discurso.
RESEÑA:
Trafalgar es la primera novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Narra la historia del joven gaditano Gabriel de Araceli, que a los 15 años se ve envuelto en la batalla de Trafalgar como criado de un viejo oficial de la Armada en la reserva.
Ese joven será utilizado a lo largo de la primera serie como elemento conductor de las narraciones sobre la Guerra de la Independencia.
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MANUAL DE CREATIVIDAD LITERARIA DE LA MANO DE LOS GRANDES AUTORES FRAGMENTO
Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libr...
