miércoles, 26 de diciembre de 2012


Fray Luis de León - (1527-1591)- Poeta y místico español 

Nacido el 15 de agosto de 1527 en Belmonte, Cuenca (España), fue monje y más tarde vicario-general y provincial de la orden de los agustinos. 
Ejerció como profesor de teología y filosofía en la Universidad de Salamanca, fray Luis de León fue un prestigioso hebraísta y traductor. 
Tradujo el Antiguo Testamento, así como textos clásicos griegos y romanos y obras de escritores italianos contemporáneos. Fue encarcelado por la Inquisición durante cuatro años a causa de sus disputas teológicas con los líderes de la orden de los dominicos (Orden de predicadores), tras ser absuelto por el tribunal, regresa a Salamanca donde seguirá enseñando en la universidad hasta 1591, el año de su muerte. 
Hoy, tan sólo se conservan 23 de sus poemas líricos, marcados todos ellos por el humanismo del autor y su profundo conocimiento de los clásicos y la Biblia. En 1631 se publicó su obra lírica y se encargó de hacerlo Francisco de Quevedo con el fin de mostrar lo que era el estilo de los primeros y grandes poetas renacentistas. De estas obras destacan Vida retirada, una imitación del Beatus illa de Horacio y las odas A Salinas y Noche Serena. 
Entre sus obras en prosa destacan De los nombres de Cristo (1583) y La perfecta casada (1583), una obra dentro de las carcaterísticas de la época en la que cuenta las virtudes que deben acompañar a la mujer. 


Aunque menos entretenida, menos ligera que `La Perfecta Casada`, `De los nombres de Cristo` es la obra más consistente de las escritas en prosa por Fray Luis. 

Pese a que el autor afirma, en la dedicatoria que hace a don Pedro Portocarrero, que compuso la totalidad de la obra en el período en que estuvo en la cárcel, no parece que fuera exactamente así, por ser ése un período de desasosiego del lírico agustino, mientras que en esta obra sobresalen con mucho la serenidad y el equilibrio. Es -con toda probabilidad- cierto que escribiera en la prisión la primera parte, pero que la terminara, corrigiera y diera a imprenta en período de libertad. 

La obra se compone de una serie de exposiciones -casi discursos- sobre el sentido -o sentidos- simbólico/s de los adjetivos calificativos dados a Cristo en las Sagradas Escrituras. La estructura es dialogada, para lo que Fray Luis inventa tres personajes: tres frailes agustinos llamados Marcelo (en que aparece traspuesto el autor), Sabino y Juliano, quienes descansando en una finca de la orden, en los días primeros del verano, conversan sobre esos nombres dados a Cristo en los textos bíblicos: Pimpollo, Faces o Cara de Dios, Camino, Pastor, Monte, Padre del Siglo Futuro, Brazos de Dios, Rey de Dios, Príncipe de Paz, Esposo, Hijo de Dios, Amado, Jesús y Cordero. En primer lugar, se van citando los pasajes bíblicos en que cada nombre aparece, para -posteriormente- comentarlos y discutirlos. No hay en el libro ninguna propuesta de ningún sistema teológico, como algún crítico ha querido ver, sino que se recogen -con exclusividad- los contenidos esenciales que se insertan en la Biblia o en los Santos Padres acerca de la teología de Cristo, es, en tal sentido, la utilización de un caudal de contenidos, que están a su disposición.


(Fragmento)
DE LOS
NOMBRES DE CRISTO.
EN DOS LIBROS,
POR EL MAESTRO
Fray Luis de León

Con Privilegio.
En Salamanca, Por Juan Fernández
______________________
M. D. LXXXIII.

Facsímil de la edición príncipe de «Los nombres de Cristo».


LIBRO PRIMERO

DE LOS

NOMBRES DE CRISTO

[APROBACION]

Por orden de los señores del Consejo de su Majestad vi y examiné un libro intitulado De los nombres de Cristo, que compuso el muy reverendo padre nuestro Fr. Luis de León, de la Orden de San Agustín. Y me parece que no sólo no tiene cosa que sea contra la fe y buenas costumbres, mas que como digno de tal autor está lleno de erudición y doctrina, y será de mucha consolación para los devotos cristianos, y así que se le debe dar licencia para que salga a luz y todos gocen de él. Fecha en nuestro Colegio de la Compañía de Jesús de esta Corte, a 20 de abril 1583.

EL DOCTOR RAMÍREZ

[ LICENCIA ]

Su Majestad concede al maestro Fr. Luis de León por su privilegio, que por espacio de diez años él o quien su poder hubiere, y no otro alguno, imprima los libros intitulados De los nombres de Cristo y La perfecta casada, so la penas contenidas en dicho privilegio. En 5 de junio 1583.

A don Pedro Portocarrero, del Consejo de Su Majestad y del de la Santa y General Inquisición

[DEDICATORIA]

[La lección de las Escrituras. —Ocasión y motivo de escribir esta obra.]

De las calamidades de nuestros tiempos, que, como vemos, son muchas y muy graves, una es, y no la menor de todas, muy ilustre señor, el haber venido los hombres a disposición que les sea ponzoña lo que les solía ser medicina y remedio; que es también claro indicio de que se les acerca su fin, y de que el mundo está vecino a la muerte, pues la halla en vida.
Notoria cosa es que las Escrituras que llamamos Sagradas las inspiró Dios a los profetas, que las escribieron para que nos fuesen en los trabajos de esta vida consuelo, y en las tinieblas y errores de ella clara y fiel luz, y para que en las llagas que hacen en nuestras almas la pasión y el pecado, allí, como en oficina general, tuviésemos para cada una propio y saludable remedio. Y porque las escribió para este fin, que es universal, también es manifiesto que pretendió que el uso de ellas fuese común a todos, y así, cuanto es de su parte, lo hizo; porque las compuso con palabras llanísimas y en lengua que era vulgar a aquellos a quien las dio primero.
Y después, cuando de aquéllos, juntamente con el verdadero conocimiento de Jesucristo, se comunicó y traspasó también este tesoro a las gentes, hizo que se pusiesen en muchas lenguas, y casi en todas aquellas que entonces eran más generales y más comunes, porque fueron gozadas comúnmente de todos. Y así fue que en los primeros tiempos de la Iglesia, y en no pocos años después, eran gran culpa en cualquiera de los fieles no ocuparse mucho en el estudio y lección de los libros divinos. Y los eclesiásticos y los que llamamos seglares, así los doctos como los que carecían de letras, por esta causa trataban tanto de este conocimiento, que el cuidado de los vulgares despertaba el estudio de los que por su oficio son maestros, quiero decir, de los perlados y obispos, los cuales, de ordinario en sus iglesias, casi todos los días declaraban las Santas Escrituras al pueblo, para que la lección particular que cada uno tenía de ellas en su casa alumbrada con la luz de aquella doctrina pública y como regida con la voz del maestro, careciese de error y fuese causa de más señalado provecho. El cual, a la verdad, fue tan grande cuanto aquel gobierno era bueno; y respondió el fruto a la sementera, como lo saben los que tienen alguna noticia de la historia de aquellos tiempos.
Pero, como decía, esto, que de suyo es tan bueno y que fue tan útil en aquel tiempo, la condición triste de nuestros siglos y la experiencia de nuestra grande desventura nos enseñan que nos es ocasión ahora de muchos daños. Y así, los que gobiernan la Iglesia, con maduro consejo y como forzados de la misma necesidad, han puesto una cierta y debida tasa en este negocio, ordenando que los libros de la Sagrada Escritura no anden en lenguas vulgares, de manera que los ignorantes los puedan leer; y como a gente animal y tosca, que, o no conocen estas riquezas o, si las conocen, no usan bien de ellas, se las han quitado al vulgo de entre las manos.
Y si alguno se maravilla —como a la verdad es cosa que hace maravillar— que en gentes que profesan una misma religión haya podido acontecer que lo que antes les aprovechaba les dañe ahora, y mayormente en cosas tan sustanciales, y si desea penetrar al origen de este mal, conociendo sus fuentes, digo que, a lo que yo alcanzo, las causas de esto son dos: ignorancia y soberbia, y más soberbia que ignorancia; en los cuales males ha venido a dar poco a poco el pueblo cristiano, decayendo de su primera virtud.
La ignorancia ha estado de parte de aquellos a quien incumbe el saber y el declarar estos libros; y la soberbia, de parte de los mismos y de los demás todos, aunque en diferente manera; porque en éstos la soberbia y el pundonor de su presunción y el título de maestros, que se arrogaban sin merecerlo, les cegaba los ojos para que ni conociesen sus faltas, ni se persuadiesen a que les estaba bien poner estudio y cuidado en aprender lo que no sabían y se prometían saber, y a los otros aqueste humor mismo, no sólo les quitaba la voluntad de ser enseñados en estos Libros y letras, mas les persuadía también que ellos las podían saber y entender por sí mismos. Y así, presumiendo el pueblo de ser maestro, y no pudiendo, como convenía, serlo los que lo eran o debían de ser, convertíase la luz en tinieblas, y leer las Escrituras el vulgo le era ocasión de concebir muchos y muy perniciosos errores, que brotaban y se iban descubriendo por horas.
Mas si como los perlados eclesiásticos pudieron quitar a los indoctos las Escrituras, pudieran también ponerlas y asentarlas en el deseo y en el entendimiento y en la noticia de los que la han de enseñar, fuera menos de llorar aquesta miseria; porque estando éstos, que son como cielos, llenos y ricos con la virtud de este tesoro, derivárase de ellos necesariamente gran bien en los menores, que son el suelo sobre quien ellos influyen. Pero en muchos es esto tan al revés, que no sólo no saben aquestas Letras, pero desprecian, o a lo menos muestran preciarse poco y no juzgar bien de los que las saben. Y con un pequeño gusto de ciertas cuestiones contento e hinchados, tienen título de maestros teólogos, y no tienen la Teología; de la cual, como se entiende, el principio son las cuestiones de la Escuela, y el crecimiento la doctrina que escriben los santos; y el colmo y perfección y lo más alto de ella las Letras Sagradas, a cuyo entendimiento todo lo de antes. como a fin necesario. se ordena.

Mas dejando éstos y tornando a los comunes del vulgo, a este daño, de que por su culpa y soberbia se hicieron inútiles para la lección de la Escritura divina, háseles seguido otro daño, no sé si diga peor: que se han entregado sin rienda a la lección de mil libros, no solamente vanos , sino señaladamente dañosos, los cuales, como por arte del demonio, como faltaron los buenos, en nuestra edad, más que en otra, han crecido. Y nos ha acontecido lo que acontece a la tierra, que, cuando no produce, da espinas.
Y digo que este segundo daño en parte vence al primero; porque en aquél pierden los hombres un grande instrumento para ser buenos, mas en éste le tienen para ser malos; allí quítasele a la virtud algún gobierno, aquí dase cebo a los vicios. Porque si, como alega San Pablo {1}, «las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres», el libro torpe y dañado, que conversa con el que le lee a todas horas y a todos tiempos, ¿qué no hará?; o ¿cómo será posible que no críe viciosa y mala sangre el que se mantiene de malezas y de ponzoñas?
Y, a la verdad, si queremos mirar en ello con atención y ser justos jueces, no podemos dejar de juzgar sino que de estos libros perdidos y desconcertados, y de su lección, nace gran parte de los reveses y perdición que se descubren continuamente en nuestras costumbres. Y de un sabor de gentileza y de infidelidad, que los celosos del servicio de Dios sienten en ellas —que no sé yo si en edad alguna del pueblo cristiano se ha sentido mayor—, a mi juicio, el principio y la raíz y la causa toda son estos libros. Y es caso de gran compasión que muchas personas simples y puras se pierden en este mal paso, antes que se adviertan de él; y, como sin saber de dónde o de qué, se hallan emponzoñadas, y quiebran, simple y lastimosamente en esta roca encubierta. Porque muchos de estos malos escritos ordinariamente andan en las manos de mujeres doncellas y mozas; y no se recatan de ello sus padres; por donde las más de las veces les sale vano sin fruto todo el demás recato que tienen.
Por lo cual, como quiera que siempre haya sido provechoso y loable el escribir sanas doctrinas, que despierten las almas o las encaminen a la virtud, en este tiempo es así necesario que, a mi juicio, todos los buenos ingenios en quien puso Dios partes y facultad para semejante negocio, tienen obligación a ocuparse en él, componiendo en nuestra lengua para el uso común de todos algunas cosas que, o como nacidas de las Sagradas Letras, o como allegadas y conformes a ellas, suplan por ellas, cuanto es posible, con el común menester de los hombres, y juntamente les quiten de las manos, sucediendo en su lugar de ellos los libros dañosos y de vanidad.
Y aunque es verdad que algunas personas doctas y muy religiosas han trabajado en esto bien felizmente en muchas escrituras que nos han dado, llenas de utilidad y pureza; mas no por eso los demás, que pueden emplearse en lo mismo, se deben tener por desobligados, ni deben por eso alanzar de las manos la pluma; pues, en caso que todos los que pueden escribir escribiesen, todo ello sería mucho menos, no sólo de lo que se puede escribir en semejantes materias, sino de aquello que, conforme a nuestra necesidad, es menester que se escriba así por ser los gustos de los hombres y sus inclinaciones tan diferentes, como por ser tantas ya y tan recibidas las escrituras malas, contra quien se ordenan las buenas. Y lo que en las baterías y cercos de los lugares fuertes se hace en la guerra, que los tientan por todas las partes y con todos los ingenios que nos enseña la facultad militar, eso mismo es necesario que hagan todos los buenos y doctos ingenios ahora, sin que uno se descuide con otro, en un mal uso tan torreado y fortificado como es este de que vamos hablando.
Yo así lo juzgo y juzgué siempre. Y aunque me conozco por el menor de todos los que, en esto que digo, pueden servir a la Iglesia, siempre la deseé servir en ello como pudiese; y con mi poca salud y muchas ocupaciones no lo he hecho hasta ahora. Mas ya que la vida pasada, ocupada y trabajosa, me fue estorbo para que no pusiese este mi deseo y juicio en ejecución, no me parece que debo perder la ocasión de este ocio, en que la injuria y mala voluntad de algunas personas me han puesto; porque, aunque son muchos los trabajos que me tienen cercado, pero el favor largo del cielo que Dios, Padre verdadero de los agraviados, sin merecerlo me da, y el testimonio de la conciencia en medio de todos ellos han serenado mi alma con tanta paz, que no sólo en la enmienda de mis costumbres, sino también en el negocio y conocimiento de la verdad veo ahora y puedo hacer lo que antes no hacía. Y hame convertido este trabajo el Señor en mi luz y salud, y con las manos de los que me pretendían dañar ha sacado mi bien. A cuya excelente y divina merced en alguna manera no respondería yo con el agradecimiento debido, si ahora que puedo, en la forma que puedo y según la flaqueza de mi ingenio y mis fuerzas, no pusiese cuidado en esto, que, a lo que yo juzgo, es tan necesario para bien de sus fieles.

Pues a este propósito me vinieron a la memoria unos razonamientos que, en los años pasados, tres amigos míos y de mi Orden, los dos de ellos hombres de grandes letras e ingenio, tuvieron entre sí por cierta ocasión, acerca de los Nombres con los que es llamado Jesucristo en la Sagrada Escritura; los cuales me refirió a mí poco después el uno de ellos, y yo por su cualidad no los quise olvidar.
Y deseando yo agora escribir alguna cosa que fuese útil al pueblo de Cristo, hame parecido que comenzar por sus Nombres, para principio, es el más feliz y de mejor anuncio y para utilidad de los lectores, la cosa de más provecho; y para mi gusto particular, la materia más dulce y más apacible de todas. Porque así como Cristo Nuestro Señor es como fuente, o por mejor decir, como océano que comprende en sí todo lo provechoso y lo dulce que se reparte en los hombres, así el tratar de Él, y como si dijésemos, el desenvolver este tesoro, es conocimiento dulce y provechoso más que otro ninguno. Y por orden de buena razón se presupone a los demás tratados y conocimientos aqueste conocimiento, porque es el fundamento de todos ellos y es como el blanco adonde el cristiano endereza todos sus pensamientos y obras; y así, lo primero a que debemos dar asiento en el alma es a su deseo, y por la misma razón a su conocimiento, de quien nace y con quien se enciende y acrecienta el deseo.
Y la propia y verdadera sabiduría del hombre es saber mucho de Cristo, y a la verdad es la más alta y más divina sabiduría de todas, porque entenderle a Él es entender «todos los tesoros de la sabiduría de Dios», que, como dice San Pablo {}, «están en Él cerrados»; y es entender el infinito amor que Dios tiene a los hombres, y la majestad de su grandeza, y el abismo de sus consejos sin suelo, y de su fuerza invencible el poder inmenso, con las demás grandezas y perfecciones que moran en Dios, y se descubren y resplandecen, más que en ninguna parte, en el misterio de Cristo. Las cuales perfecciones todas, o gran parte de ellas, se entenderán si entendiéremos la fuerza y la significación de los Nombres que el Espíritu Santo le da en la divina Escritura; porque son estos Nombres como unas cifras breves, en que Dios maravillosamente encerró todo lo que acerca de esto el humano entendimiento puede entender y le conviene que entienda.
Pues lo que en ello se platicó entonces, recorriendo yo la memoria de ello después, casi en la misma forma como a mí me fue referido, y lo más conforme que ha sido posible al hecho de la verdad o a su semejanza, habiéndolo puesto por escrito, lo envío ahora a V. M., a cuyo servicio se enderezan todas mis cosas.


[INTRODUCCIÓN]

[Introdúcese en el asunto con la idea de un coloquio que tuvieron tres amigos en una casa de recreo 

Era por el mes de junio, a las vueltas de la fiesta de San Juan, al tiempo que en Salamanca comienzan a cesar los estudios, cuando Marcelo, el uno de los que digo —que así le quiero llamar con nombre fingido, por ciertos respetos que tengo, y lo mismo haré a los demás—, después de una carrera tan larga como es la de un año en la vida que allí se vive, se retiró, como a puerto sabroso, a la soledad de una granja que, como V. M. sabe, tiene mi monasterio en la ribera del Tormes; y fuéronse con él, por hacerle compañía y por el mismo respeto, los otros dos. Adonde habiendo estado algunos días, aconteció que una mañana, que era la del día dedicado al apóstol San Pedro, después de haber dado al culto divino lo que se le debía, todos tres juntos se salieron de la casa a la huerta que se hace delante de ella.
Es la huerta grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden; mas eso mismo hacía deleite en la vista, y, sobre todo, la hora y la sazón. Pues entrados en ella, primero, y por un espacio pequeño, se anduvieron paseando y gozando del frescor; y después se sentaron juntos a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una pequeña fuente, en ciertos asientos. Nace la fuente de la cuesta que tiene la casa a las espaldas, y entraba en la huerta por aquella parte; y corriendo y estropezando, parecía reírse. Tenían también delante de los ojos y cerca de ellos una alta y hermosa alameda. Y más adelante, y no muy lejos, se veía el río Tormes, que aun en aquel tiempo, hinchiendo bien sus riberas, iba torciendo el paso por aquella vega. El día era sosegado y purísimo, y la hora muy fresca. Así que, asentándose, y callando por un pequeño tiempo, después de sentados, Sabino, que así me place llamar al que de los tres era el más mozo, mirando hacia Marcelo y sonriéndose, comenzó a decir así:
—Algunos hay a quien la vista del campo los enmudece; y debe de ser condición de espíritus de entendimiento profundo; mas yo, como los pájaros, en viendo lo verde, deseo o cantar o hablar.
—Bien entiendo por qué lo decís —respondió al punto Marcelo—; y no es alteza de entendimiento, como dais a entender por lisonjearme o por consolarme, sino cualidad de edad y humores diferentes, que nos predominan, y se despiertan con esta vista, en vos de sangre y en mí de melancolía. Mas sepamos —dice— de Juliano —que éste será el nombre del tercero— si es pájaro también o si es otro metal.
—No soy siempre de uno mismo —respondió Juliano—, aunque ahora al humor de Sabino me inclino algo más. Y pues él no puede ahora razonar consigo mismo mirando la belleza del campo y la grandeza del cielo, bien será que nos diga su gusto acerca de lo que podremos hablar.
Entonces Sabino, sacando del seno un papel escrito y no muy grande:
—Aquí —dice— está mi deseo y mi esperanza.
Marcelo, que reconoció luego el papel, porque estaba escrito de su mano, dijo, vuelto a Sabino y riéndose:
—No os atormentará mucho el deseo a lo menos, Sabino pues tan en la mano tenéis la esperanza, ni aun deben ser ni lo uno ni lo otro muy ricos, pues se encierran en un tan pequeño papel.
—Si fueren pobres —dijo Sabino—, menos causa tendréis para no satisfacerme en una cosa tan pobre.
—¿En qué manera —respondió Marcelo— o qué parte soy yo para satisfacer vuestro deseo, o qué deseo es el que decís?
Entonces Sabino, desplegando el papel, leyó el título, que decía: De los Nombres de Cristo; y no leyó más. Y dijo luego:
Por cierto caso hallé hoy este papel, que es de Marcelo, adonde, como parece, tiene apuntados algunos de los Nombres con que Cristo es llamado en la Sagrada Escritura, y los lugares de ella donde es llamado así. Y como le vi, me puso codicia de oírle algo sobre aqueste argumento, y por eso dije que mi deseo estaba en este papel. Y está en él mi esperanza también, porque, como parece de él, éste es argumento en que Marcelo ha puesto su estudio y cuidado, y argumento que le debe tener en la lengua; y así no podrá decirnos ahora lo que suele decir cuando se excusa, si le obligamos a hablar, que le tomamos desapercibido. Por manera que, pues le falta esta excusa y el tiempo es nuestro, y el día santo y la sazón tan a propósito de pláticas semejantes, no nos será dificultoso el rendir a Marcelo, si vos, Juliano, me favorecéis.
—En ninguna cosa me hallaréis más a vuestro lado, Sabino —respondió Juliano.
Y dichas y respondidas muchas cosas en este propósito, porque Marcelo se excusaba mucho, o, a lo menos, pedía que tomase Juliano su parte y dijese también; y quedando asentado que a su tiempo, cuando pareciese, o si pareciese ser menester, Juliano haría su oficio. Marcelo, vuelto a Sabino, dijo así:
—Pues el papel ha sido el despertador de esta plática, bien será que él mismo nos sea la guía en ella. Id leyendo, Sabino, en él; y de lo que en él estuviese y conforme a su orden, así iremos diciendo, si no os parece otra cosa.
—Antes nos parece lo mismo —respondieron como a una Sabino y Juliano.
Luego Sabino, poniendo los ojos en el escrito, con clara y moderada voz leyó así:

lunes, 24 de diciembre de 2012

SIMPLEMENTE: DON RAMÓN DEL VALLE INCLÁN


Villanueva de Arosa, 1869 - Santiago de Compostela, 1935. Narrador y dramaturgo español, cuyo verdadero nombre era Ramón Valle Peña. La muerte de su padre le permitió interrumpir sus estudios de derecho, por los que no sentía ningún interés, y marcharse a México, donde pasó casi un año ejerciendo como periodista y firmando por primera vez sus escritos como Ramón del Valle-Inclán. 
De vuelta a España, se instaló en Pontevedra, publicó diversos cuentos y editó su primer libro, Femeninas (1895) que pasó inadvertido para la crítica y el público. Viajó a Madrid, donde entabló amistad con jóvenes escritores como Azorín, Pío Baroja y Jacinto Benavente y se aficionó a las tertulias de café, que no abandonó ya a lo largo de su vida. Decidió dedicarse exclusivamente a la literatura y se negó a escribir para la prensa porque quería salvaguardar su independencia y su estilo, a pesar de que esta decisión lo obligó a una vida bohemia y de penurias. 
Tuvo que costearse la edición de su segundo libro, Epitalamio (1897), y por esa época se inició su interés por el teatro. Una folletinesca pelea con el escritor Manuel Bueno le ocasionó la amputación de su brazo izquierdo. Con el propósito de recaudar dinero para costearle un brazo ortopédico que el escritor nunca utilizó, sus amigos representaron su primera obra teatral, Cenizas, que fue su primer fracaso de público, una constante en su futura carrera dramática. 
En 1907, Valle-Inclán se casó con la actriz Josefina Blanco y, entre 1909 y 1911, se adhirió al carlismo, ideología tradicionalista que atrajo al autor por su oposición a la sociedad industrial, al sistema parlamentario y al centralismo político. En 1910, su esposa inició una gira por Latinoamérica en la que él la acompañó como director artístico. Durante el viaje, la compañía teatral de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza contrató a Josefina Blanco y, de vuelta a España, estrenó dos obras de Valle-Inclán, Voces de gesta (1911) en Barcelona y La marquesa Rosalinda (1912) en Madrid. 
A pesar de sus fracasos teatrales, hacia 1916 ya se le consideraba un escritor de prestigio y una autoridad en pintura y estética, por lo que el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes lo nombró titular de una nueva cátedra de estética en la Academia de San Fernando en Madrid. Esto supuso un alivio para su crónica escasez de dinero, pero, por problemas burocráticos y la propia incompatibilidad del escritor con la vida académica, abandonó muy pronto el cargo. Invitado a París por un amigo francés (en 1915 se había declarado partidario de los aliados, lo que lo llevó a la ruptura con los carlistas), pasó un par de meses visitando las trincheras francesas, experiencia que describió en La media noche. Visión estelar de un momento de guerra (1917). 
La década de los veinte significó su consagración definitiva como escritor y un replanteamiento ideológico que lo acercó al anarquismo. Cuando, en abril de 1931, se proclamó la segunda república, el escritor la apoyó con entusiasmo y al año siguiente fue nombrado Conservador General del Patrimonio Artístico por Manuel Azaña, cargo del que dimitió en 1932 para dirigir el Ateneo de Madrid. 
En 1933, fue nombrado Director de la Academia Española de Bellas Artes en Roma, ciudad en la que vivió un año. Enfermo, regresó a España y fue ingresado en una clínica en Santiago de Compostela donde murió después de manifestar su hostilidad hacia un gobierno de derechas. 

La obra de Valle-Inclán

Su producción literaria es muy amplia y compleja, porque si bien tocó casi todos los géneros, nunca se ciñó a sus normas, y rechazó la novela y el teatro tradicionales. Estéticamente siguió dos líneas: una, poética y estilizada, influida por el simbolismo y el decadentismo, que lo inscribió entre los modernistas, la otra es la del esperpento (que predominó en la segunda mitad de su obra), con una visión amarga y distorsionada de la realidad, que lo convierte, en palabras de Pedro Salinas, en `hijo pródigo del 98`. 
Entre 1902 y 1905, publicó las Sonatas, su primera gran obra de narrativa y la mayor aportación española al modernismo. La unidad de estas cuatro novelas recae en el personaje del Marqués de Bradomín, una irónica recreación de la figura de don Juan, convertido en `feo, católico y sentimental`. En Flor de santidad (1904), que sigue en la misma línea estética, aparece por primera vez un tema en el que abundó a lo largo de su carrera: la recreación mítica de una Galicia rural, arcaica y legendaria. 
En sus tres novelas de la guerra carlista, Los cruzados de la causa (1908), El resplandor de la hoguera (1909) y Gerifaltes de antaño (1909), su estilo se simplificó al despojarse de los adornos modernistas. Por su profundización en los sentimientos individuales y colectivos, la trilogía anticipó sus mejores obras posteriores. Tirano Banderas (1926) es su novela más innovadora y se puede considerar como el primer exponente del esperpento valleinclanesco. Su argumento es la crónica de un dictador hispanoamericano, analizado como la fatal herencia que España transmitió a América. No hay linealidad temporal, sino una serie de cuadros que dan una visión simultánea de los acontecimientos que acaecen en tres días. 
Su obra narrativa se completó con El ruedo ibérico, un ciclo novelesco cuyo objetivo era abarcar, en forma de novela, la historia de España desde la caída de Isabel II hasta la ascensión al trono de Alfonso XII. La muerte truncó este ambicioso proyecto, del que sólo vieron la luz La corte de los milagros (1927), Viva mi dueño (1928) y la incompleta Baza de espadas (1932). También aquí rompió la sucesión temporal y la narración se asentó en cuadros, a veces muy breves, discontinuos e independientes, cuya única conexión es el contexto histórico. El lenguaje, proveniente del mundo de los toros y el teatro, con diversos registros idiomáticos que van desde lo refinado a lo chabacano, acentuó lo grotesco de la realidad que describió. 

El teatro 

La obra dramática de Valle-Inclán es probablemente la más original y revolucionaria de todo el teatro español del siglo XX, al romper las convenciones del género. En palabras de su autor: `Yo escribo en forma escénica, dialogada, casi siempre. Pero no me preocupa que las obras puedan ser o no representadas más adelante. Escribo de esta manera porque me gusta mucho, porque me parece que es la forma literaria mejor, más serena y más impasible de conducir la acción`. Se inició con Cenizas (1899) y El marqués de Bradomín (1906), adaptaciones de dos de sus relatos. Todavía inscritas en el estilo decimonónico teatral, manifestaron sin embargo rasgos muy personales, como el gusto por el tema de la muerte, el pecado y la mujer, y la importancia de lo plástico en las acotaciones escénicas. 
Las Comedias bárbaras, una trilogía compuesta por Águila de Blasón (1907), Romance de lobos (1908) y Cara de plata (1922), constituyeron la primera gran realización dramática valleinclanesca. En abierta ruptura con el teatro de la época tienen como tema una Galicia feudal y mágica cuyo desmoronamiento se simbolizó en la degeneración del linaje de los Montenegro. Retomó la mítica gallega con El embrujado (1913) y Divinas palabras (1920), y utilizó como protagonistas a personajes populares y marginados. Sus obras más abiertamente modernistas son Cuento de abril (1909), Voces de gesta (1912) y La marquesa Rosalinda (1913), aunque en ellas hay elementos que presagian el cambio de su teatro, como la visión irónica y casi esperpéntica de una España ruda y provinciana que contrasta con la cosmopolita y refinada Francia. 
Valle-Inclán dio el nombre de esperpentos a cuatro obras: Luces de bohemia (1920), Los cuernos de don Friolera (1921), Las galas del difunto (1926) y La hija del capitán (1927), estas tres últimas agrupadas en el volumen Martes de carnaval (1930). El autor puso en boca del protagonista de Luces de bohemia, Max Estrella, la explicación a la necesidad de crear un nuevo género escénico: la tragedia clásica no podía reflejar la realidad española, porque ésta se había convertido en `una deformación grotesca de la civilización europea`. El esperpento fue, pues, para Valle-Inclán una moderna concepción de la tragedia.



***
RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN
Tirano Banderas
Novela de tierra caliente

 Prólogo
de DARÍO VILLANUEVA

Han pasado ya más de setenta años desde la publicación de esta novela de Valle-Inclán, acaso la más innovadora de cuantas se hayan escrito en nuestra lengua a lo largo del primer tercio del siglo XX y la que sin duda ha ejercido mayor influencia en la narrativa hispanoamericana posterior, como modelo patrón de lo que se daría en llamar «novela de dictador», que tuvo, por caso, dignísimas herederas de Tirano Banderas en El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos, o en El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez.
En Valle-Inclán, que ya había viajado en 1892 al México descolonizado, influyó mucho menos el llamado «desastre del 98», cuyo centenario acabamos de conmemorar, que otros dos grandes momentos históricos de los que el escritor fue testigo de excepción: la primera guerra mundial, que vivió directamente en el frente de Verdún, comisionado por la agencia Prensa Latina y el periódico El Imparcial, y la consolidación institucional de la Revolución mexicana que tanto le impresionó en 1921 cuando su segundo viaje a aquella República como huésped de honor del general Obregón. Pocos intelectuales europeos, además, siguieron con mayor interés la trayectoria de la Revolución soviética. Todo ello influyó en el nuevo rumbo que su trayectoria literaria adquiere entre 1917, fecha de publicación de La media noche. Visión estelar de un momento de guerra, y 1924, año de la versión definitiva de su esperpento Luces de bohemia. Basta para justificar este quiebro la comparación entre la República imaginaria de Santa Trinidad de Tierra Firme en Tirano Banderas, novela de 1926 que don Ramón escribe bajo la égida del dictador Primo de Rivera y en la que los gachupines son cómplices abyectos de la tiranía, y el México de la Sonata de estío, publicada en 1903, adonde el marqués de Bradomín llega imbuido de sueños imperiales, recordando a Hernán Cortés, el «aventurero extremeño», y fingiendo desdén ante la belleza de la Niña Chole como su antepasado Gonzalo de Sandoval, fundador del reino de Nueva Galicia, lo había fingido ante sus prisioneras las princesas aztecas. Acaso por este desacompasado ciclo ideológico en relación con los demás escritores de su grupo generacional, Pedro Salinas pudo calificar a Valle-Inclán como «hijo pródigo del 98».
En una conversación con Gregorio Martínez Sierra publicada a finales de 1928, Valle explica uno de los elementos fundamentales para la concepción no sólo de Tirano Banderas sino también de El Ruedo Ibérico: «Creo que la novela camina paralelamente con la historia y los movimientos políticos. En esta hora de socialismo y comunismo, no me parece que pueda ser el individuo humano héroe principal de la sociedad, sino los grupos sociales. La historia y la novela se inclinan con la misma curiosidad sobre el fenómeno de las multitudes».
Tirano Banderas, la novela que Valle-Inclán prefería entre las suyas, es un modelo de construcción narrativa, fundamentada en una poética profundamente innovadora que se basa en la reducción temporal —«la angostura del tiempo», como la denominaba su autor—, el fragmentarismo de la acción, articulada a modo de secuencias o «estampas», e, incluso, la «visión estelar» que le permitía a Valle narrar acontecimientos simultáneos y por lo tanto de alcance supraindividual.
En cuanto a su protagonista, el título pudiera llevarnos a engaño, pues no se trata tanto de pintar a un tirano individual como denunciar la degradación de la persona por la tiranía. Ese afán de totalidad que singulariza a Valle le lleva a concebir una República imaginaria, la de Santa Trinidad de Tierra Firme, que quintaesenciase la América hispana mediante la concurrencia significativa de tres castas, cada una representada por tres individuos. Los insurgentes son criollos: Filomeno Cuevas, el doctor Sánchez Ocaña y Roque Cepeda, en quien Valle expresa su admiración por el personaje histórico de Francisco Madero. Frente a ellos, los despreciables gachupines: el embajador de España, el ricacho don Celes y el usurero Peredita. Y son indios, el revolucionario Zacarías el Cruzado, «el paria que sufre el duro castigo del chicote», en palabras del mismo Valle a Martínez Sierra, y Santos Banderas, el Tirano con rasgos no sólo de un autócrata, sino, como el novelista reveló en una carta a Alfonso Reyes, «del doctor Francia, de Rosas, de Melgarejo, de López y de don Porfirio», Porfirio Díaz contra el que luchó Madero.
Ese completo diseño social e histórico que deja al margen cualquier posible interpretación épica o individualista de la novela, alcanza también a la lengua, que es —cito de una carta valleinclaniana a Alfonso Reyes fichada en 1923— «una suma de todos los países de lengua española, desde el modo lépero al modo gaucho». En cierto modo se puede afirmar, por lo tanto, que Valle no escribe su Tirano Banderas en castellano ni en español, sino en una koiné hispánica de inabarcables fronteras, que van desde California a la Patagonia, a lo que hay que añadir, en esta como en otras obras de su autor; numerosos galleguismos léxicos y sintácticos, voces arcaicas y hablas jergales. Una lengua de todos que proclama el ideal de una comunicación democrática y universal, acorde con los estímulos ideológicos que la fascinante historia del primer tercio del siglo XX propiciaba. Una lengua que, a la vez y en asombroso sincretismo, aporta toda una interpretación estética y filosófica de la realidad.
Se ha advertido en la articulación secuencial de sus «estampas» ciertas influencias cinematográficas en Tirano Banderas, novela que sería finalmente llevada al cine por José Luis García Sánchez en 1993. Efectivamente, Valle-Inclán creía ya en las posibilidades estéticas y expresivas del llamado séptimo arte. Al mismo tiempo que denunciaba la profunda crisis en que el teatro estaba sumido y afirmaba que «si Lope de Vega viviese hoy, lo más probable es que no fuese autor dramático, sino novelista», definía el cine con estas encendidas palabras en una entrevista con el periodista «El Caballero Audaz» fechada en 1928: «Ése es el teatro nuevo, moderno. La visualidad. Más de los sentidos corporales; pero es arte. Un nuevo arte. El nuevo arte plástico. Belleza viva». El ejemplo de Valle-Inclán es sumamente representativo en cuanto a un proyecto experimental de aprovechamiento y fusión de teatro, narración novelesca y cine, y en ese sincretismo puede residir, en gran medida, el aura de modernidad que su obra literaria en general, y Tirano Banderas en particular, conserva hasta hoy.
A lo largo de las páginas de Tirano Banderas el tiempo se va plasmando en múltiples enclaves especiales de Santa Fe de Tierra Firme: el cuartel del Presidente y su cárcel de Santa Mónica; el Casino Español y la redacción del periódico que define los intereses de sus socios gachupines; el Circo Harris y el burdel de la Cucarachita; la legación española y la embajada inglesa... Así podemos percibir en profundidad, y con un marcado propósito de contrastación dialéctica entre las distintas clases sociales y posturas individuales, cómo se va preparando la rebelión del pueblo contra la tiranía, cuáles son los agravios que aquél padece y las añagazas que ésta y sus aliados oponen al triunfo de la causa justa. Valle-Inclán está inventando la técnica más idónea a tal propósito. Siete años después, por ejemplo, André Malraux hará uso de ella en La Condition Humaine para narrar el ímpetu colectivo, unánime y simultáneo de los revolucionarios en China.
DARÍO VILLANUEVA
  

jueves, 20 de diciembre de 2012

ERNESTO SÁBATO: UNA ENTREVISTA INOLVIDABLE.


Ernesto Sabato ('A Fondo', 1977) 

El año 2012 en la narrativa costarricense por Sergio Arroyo.



20 diciembre 2012


El año 2012 en la narrativa costarricense


Fin de año literario. Como es costumbre, a lo largo de los meses se publicaron ocasionalmente varios libros y al acercarse el fin de año, llegó la lluvia de publicaciones.

Lo más rescatable del 2012 en la literatura de Costa Rica es el continuado abandono del tradicional realismo social, para buscar nuevas formas de representar nuevas realidades. Mientras en otros años el género preferido para esto ha sido la ciencia ficción; en este ha sido la novela negra (una forma de la novela policial que problematiza sobre el trasfondo social e ideológico del crimen y, por ende, sobre la sociedad misma). A decir verdad, el 2012 deberá ser recordado como el año del establecimiento de la novela negra en Costa Rica.


Luego de un trabajo pionero de autores como Óscar Núñez Olivas (El teatro circular, 1997, Premio EDUCA) y Carlos Cortés (Cruz de olvido, 1999) en los últimos años el género recibió un fuerte espaldarazo al ser multipremiadas las novelas de Jorge Méndez-Limbrick Mariposas negras para un asesino yEl laberinto del verdugo, así como la novela de Daniel Quirós, Verano Rojo. Este año, sin el estímulo de premios ni de concursos, vio la publicación de las novelas: Ojos de muertos, de Guillermo Fernández; En la oscurana, de Rodrigo Soto; La huella de los zopilotes, de Francisco J. Dall'annse, que de hecho es una obra escrita por un penalista de profesión, y, finalmente, como síntoma de la madurez de un género, también tenemos la novela que parodia lo policial: Don Juan de los manjares, de Rafael Ángel Herra.

Lo más criticable del año ha sido una general falta de experimentación y de búsqueda estética. Si de algo podemos estar seguros es de que, en literatura, a pesar de lo que se diga, no todo está inventado. Sin embargo, sin la osadía de tratar de descubrir territorios nuevos, es imposible renovar verdaderamente la literatura costarricense.

Generalmente y a riesgo de incurrir en un estereotipo, son los más jóvenes quienes tienen el atrevimiento de experimentar. Sin embargo, en el 2012, han sido dos autores con trayectoria (Alexánder Obando y Fernando Contreras) quienes han explorado más las posibilidades de la narrativa, con sus dos respectivas obras. En el terreno del cuento, Obando publicó el libro Teoría del caos, un extenso volumen que recopila textos producidos a lo largo de más de veinte años (yalgunos de ellos publicados en distintas páginas web) que, en su conjunto, confirman a Alexánder Obando como uno de nuestros más destacados narradores, con algunas piezas que ya se pueden considerar como parte del canon del relato costarricense.

El microrrelato vio la aparición de la primera antología colectiva del género publicada en Costa Rica, como lo es la Antología del Premio Joven Creación 2012, premio que oficialmente da al microrrelato el status de género en nuestro país.

De todos los géneros literarios, es precisamente en el microrrelato en el que se publicó uno de los libros más atrevidos del año, se trata de la segunda entrega de micronarrativa del escritor Fernando Contreras, conFragmentos de la Tierra Prometida, que en un apretado centenar de páginas hace convivir un hervidero de géneros narrativos (anticipación, denuncia social, ¿novela fragmentada?) y una gran cantidad de de referencias culturales que dan lugar a sucesivas relecturas.


Otro elemento positivo fue la publicación de obras de jóvenes que reiteran que las nuevas generaciones sí tienen mucho que decir, como fue el caso de Carlos Alvarado Quesada y de Gabriel Gurdián.

Al terminar el año y realizar un balance de lo que nos dejó la literatura de este 2012, queda cierto sinsabor. Es evidente que, por fin, se está dando una transformación de los temas y las formas; sin embargo, uno siempre quisiera más.

martes, 18 de diciembre de 2012

Miguel de Unamuno (España, 1864-1936)


Miguel de Unamuno
(España, 1864-1936) 
 Filósofo y escritor español, considerado por muchos como uno de los pensadores españoles más destacados de la época moderna. Nacido en Bilbao, Unamuno estudió en la Universidad de Madrid donde se doctoró en filosofía y letras con la tesis titulada Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca (1884), que anticipaba sus posturas contrarias al nacionalismo vasco de Sabino Arana. Fue catedrático de griego en la Universidad de Salamanca desde 1891 hasta 1901, en que fue nombrado rector. En 1914 fue obligado a dimitir de su cargo académico por sus ataques a la monarquía de Alfonso XIII, sin embargo, continuó enseñando griego. En 1924 su enfrentamiento con la dictadura de Miguel Primo de Rivera provocó su confinamiento en Fuerteventura (islas Canarias). Más tarde se trasladó a Francia, donde vivió en exilio voluntario hasta 1930, año en que cae el régimen de Primo de Rivera. Unamuno regresó entonces a su cargo de rector en Salamanca, que no abandonaría hasta su muerte. Aunque al principio fue comprensivo con la sublevación del ejército español que enseguida encabezó el general, Francisco Franco, pronto les censuró públicamente: en un acto celebrado en la Universidad de Salamanca, su comentario `venceréis, pero no convenceréis`, provocó la respuesta del general Millán Astray, uno de los sublevados: `¡Viva la muerte y muera la inteligencia!`. Sus últimos días los pasó recluido en su domicilio de Salamanca. Unamuno fue poeta, novelista, autor teatral y crítico literario. Su filosofía, que no era sistemática sino más bien una negación de cualquier sistema y una afirmación de `fe en la fe misma`, impregna toda su producción. Formado intelectualmente en el racionalismo y en el positivismo, durante su juventud simpatizó con el socialismo, escribiendo varios artículos para el periódico El Socialista, donde mostraba su preocupación por la situación de España, siendo en un primer momento favorable a su europeización, aunque posteriormente adoptaría una postura más nacionalista.

Esta preocupación por España (que reflejó en su frase `¡Me duele España!`) se manifiesta en sus ensayos recogidos en sus libros En torno al casticismo (1895), Vida de Don Quijote y Sancho (1905), donde hace del libro cervantino la expresión máxima de la escuela española y permanente modelo de idealismo, y Por tierras de Portugal y España (1911). También son frecuentes los poemas dedicados a exaltar las tierras de Castilla, considerada la médula de España. Más tarde, la influencia de filósofos como Arthur Schopenhaner, Adolf von Harnack o Sören Aabye Kierkegaard, entre otros, y una crisis personal (cuando contaba 33 años) contribuyeron a que rechazara el racionalismo, al que contrapuso la necesidad de una creencia voluntarista de Dios y la consideración del carácter existencial de los hechos. Sus meditaciones (desde una óptica vitalista que anticipa el existencialismo) sobre el sentido de la vida humana, en el que juegan un papel fundamental la idea de la inmortalidad (que daría sentido a la existencia humana) y de un dios (que debe ser el sostén del hombre) son un enfrentamiento entre su razón, que le lleva al escepticismo y su corazón, que necesita desesperadamente de Dios. Aunque sus dos grandes obras sobre estos temas son Del sentimiento trágico de la vida (1913) y La agonía del cristianismo (1925), toda su producción literaria está impregnada de esas preocupaciones. Cultivó todos los géneros literarios. Su narrativa comienza con Paz en la guerra (1897), donde desarrolla la `intrahistoria` galdosiana, y continúa con Niebla (1914) -que llamó nivola, en un intento de renovar las técnicas narrativas-. La tía Tula y San Manuel Bueno, mártir (1933). Entre su obra poética destaca El Cristo de Velázquez (1920), mientras que su teatro ha tenido menos éxito, pues la densidad de ideas no va acompañada de la necesaria fluidez escénica, en este terreno destacan Raquel encadenada (1921), Medea (1933) o El hermano Juan (estrenada en 1954).


Miguel de Unamuno escribió Niebla, en 1907, y desde su primera publicación en 1914 no ha dejado de reeditarse y se ha traducido a multitud de idiomas, lo que prueba su interés y vigencia, pero ¿qué es Niebla? Su autor la calificó de `novela malhumorada`, de `nivola`, de `rechifla amarga`. La realidad supuesta de «Niebla» es la de un caso patológico en busca de su ser a través del diálogo, pero el autor ha organizado esta anécdota en un juego de espejos, un laberinto de apariencias y simulacros donde al final lo único real es el propio acto de lectura que estamos realizando, en el que Unamuno da a sus lectores importancia de re-creadores, de eslabón final de la cadena narrativa.

Miguel de Unamuno
NIEBLA
Se empeña don Miguel de Unamuno en que ponga yo un prólogo a este su libro en que se relata la tan
lamentable historia de mi buen amigo Augusto Pérez y su misteriosa muerte, y yo no puedo menos sino
escribirlo, porque los deseos del señor Unamuno son para mí mandatos, en la más genuina acepción de este
vocablo. Sin haber yo llegado al extremo de escepticismo hamletiano de mi pobre amigo Pérez, que llegó
hasta a dudar de su propia existencia, estoy por lo menos firmemente persuadido de que carezco de eso que
los psicólogos llaman libre albedrío, aunque para mi consuelo creo también que tampoco goza don Miguel
de él.
Parecerá acaso extraño a alguno de nuestros lectores que sea yo, un perfecto desconocido en la república
de las letras españolas, quien prologue un libro de don Miguel que es ya ventajosamente conocido en ella,
cuando la costumbre es que sean los escritores más conocidos los que hagan en los prólogos la presentación
de aquellos otros que lo sean menos. Pero es que nos hemos puesto de acuerdo don Miguel y yo para alterar
esta perniciosa costumbre, invirtiendo los términos, y que sea el desconocido el que al conocido presente.
Porque en rigor los libros más se compran por el cuerpo del texto que no por el prólogo, y es natural por lo
tanto que cuando un joven principiante como yo desee darse a conocer, en vez de pedir a un veterano de las
letras que le escriba un prólogo de presentación, debe rogarle que le permita ponérselo a una de sus obras.
Y esto es a la vez resolver uno de los problemas de ese eterno pleito de los jóvenes y los viejos.
Unenme, además, no pocos lazos con don Miguel de Unamuno. Aparte de que este señor saca a relucir en
este libro, sea novela o nivola ––y conste que esto de la nivola es invención mía––, no pocos dichos y
conversaciones que con el malogrado Augusto Pérez tuve, y que narra también en ella la historia del nacimiento
de mi tardío hijo Victorcito, parece que tengo algún lejano parentesco con don Miguel, ya que mi
apellido es el de uno de sus antepasados, según doctísimas investigaciones genealógicas de mi amigo
Antolín S. Paparrigópulos, tan conocido en el mundo de la erudición.
Yo no puedo prever ni la acogida que esta nivola obtendrá de.parte del público que lee a don Miguel, ni
cómo se la tomarán a éste. Hace algún tiempo que vengo siguiendo con alguna atención la lucha que don
Miguel ha entablado con la ingenuidad pública, y estoy verdaderamenté asombrado de lo profunda y
cándida que es ésta. Con ocasión de sus artículos en el Mundo Gráfico y en alguna otra publicación
análoga, ha recibido don Miguel algunas cartas y recortes de periódicos de provincias que ponen de
manifiesto los tesoros de candidez ingenua y de simplicidad palomina que todavía se conservan en nuestro
pueblo. Una vez comentan aquella su frase de que el señor Cervantes (don Miguel) no carecía de algún
ingenio, y parece se escandalizan de la irreverencia; otra se enternecen por esas sus melancólicas
reflexiones sobre la caída de las hojas; ya se entusiasman por su grito ¡guerra a la guerra! que le arrancó el
dolor de ver que los hombres se mueren aunque no los maten; ya reproducen aquel puñado de verdades no
paradójicas que publicó después de haberlas recogido por todos los cafés, círculos y cotarrillos, donde
andaban podridas de puro manoseadas y hediendo a ramplonería ambiente, por lo que las reconocieron
como suyas los que las reprodujeron, y hasta ha habido palomilla sin hiel que se ha indignado de que este
logómaco de don Miguel escriba algunas veces Kultura con K mayúscula y después de atribuirse habilidad
para inventar amenidades reconozca ser incapaz de producir colmos y juegos de palabras, pues sabido es
que para este público ingenuo el ingenio y la amenidad se reducen a eso: a los colmos y los juegos de
palabras.
Y menos mal que ese ingenuo público no parece haberse dado cuenta de alguna otra de las diabluras de
don Miguel, a quien a menudo le pasa lo de pasarse de listo, como es aquello de escribir un artículo y luego
subrayar al azar unas palabras cualesquiera de él, invirtiendo las cuartillas para no poder fijarse en cuáles lo
hacía. Cuando me lo contó le pregunté por qué había hecho eso y me dijo: «¡Qué sé yo... por buen humor!
¡Por hacer una pirueta! Y además porque me encocoran y ponen de mal humor los subrayados y las
palabras en bastardilla. Eso es insultar al lector, es llamarle torpe, es decirle: ¡fíjate, hombre, fíjate, que aquí
hay intención! Y por eso le recomendaba yo a un señor que escribirse sus artículos todo en bastardilla para
que el público se diese cuenta de que eran intencionadísimos desde la primera palabra a la última. Eso no es
más que la pantomima de los escritos; querer sustituir en ellos con el gesto lo que no se expresa con el
acento y entonación. Y fíjate, amigo Víctor, en los periódicos de la extrema derecha, de eso que llamamos
integrismo, y verás cómo abusan de la bastardilla, de la versalita, de las mayúsculas, de las admiraciones y
de todos los recursos tipográficos. ¡Pantomima, pantomima, pantomima! Tal es la simplicidad de sus
medios de expre sión, o más bien tal es la conciencia que tienen de la ingenua simplicidad de sus lectores. Y
hay que acabar con esta ingenuidad.»
Otras veces le he oído sostener a don Miguel que eso que se llama por ahí humorismo, el legítimo, ni ha
prendido en España apenas, ni es fácil que en ella prenda en mucho tiempo. Los que aquí se llaman
humoristas, dice, son satíricos unas veces y otras irónicos, cuando no puramente festivos. Llamar humorista
a Taboada, verbigracia, es abusar del término. Y no hay nada menos humo rístico que la sátira áspera, pero
clara y transparente, de Quevedo, en la que se ve el sermón en seguida. Como humorista no hemos tenido
más que Cervantes, y si este levantara cabeza, ¡cómo había de reírse ––me decía don Miguel–– de los que
se indignaron de que yo le reconociese algún ingenio y, sobre todo, cómo se reiría de los ingenuos que han
tomado en serio alguna de sus más sutiles tomaduras de pelo! Porque es indudable que entraba en la burla –
burla muy en serio–– que de los libros de caballerías hacía el remedar el estilo de estos, y aquello de «no
bien el rubicundo Febo, etc.», que como modelo de estilo presentan algunos ingenuos cervantis tas no pasa
de ser una graciosa caricatura del barro quis moliterario. Y no digamos nada de aquello de tomar por un
modismo lo de « la del albs sería» con que empieza un capítulo cuando el anterior acaba con la palabra
hora.
Nuestro público, como todo público poco culto, es naturalmente receloso, lo mismo que lo es nuestro
pueblo. Aquí nadie quiere que le tomen el pelo, ni hacer el primo, ni que se queden con él, y así, en cuanto
alguien le habla quiere saber desde luego a qué atenerse y si lo hace en broma o en serio. Dudo que en otro
pueblo alguno moleste tanto el que se mezclen las burlas con las veras, y en cuanto a eso de que no se sepa
bien si una cosa va o no en serio, ¿quién de nosotros lo soporta? Y es mucho más difícil que un receloso
español de término medio se dé cuenta de que una cosa está dicha en serio y en broma a la vez, de veras y
de burlas, y bajo el mismo respecto.
Don Miguel tiene la preocupación del bufo trágico y me ha dicho más de una vez que no quisiera morirse
sin haber escrito una bufonada trágica o una tragedia bufa, pero no en que lo bufo o grotesco y lo trágico
estén mezclados o yuxtapuestos, sino fundidos y confundidos en uno. Y como yo le hiciese observar que
eso no es sino el más desenfrenado romanticismo, me contestó: «No lo niego, pero con poner motes a las
cosas no se resuelve nada. A pesar de mis más de veinte años de profesar la enseñanza de los clásicos, el
clasicismo que se opone al romanticismo no me ha entrado. Dicen que lo helénico es distinguir, definir,
separar; pues lo mío es indefinir, confundir.»
Y el fondo de esto no es más que una concepción, o mejor aún que concepción un sentimiento de la vida
que no me atrevo a llamar pesimista porque sé que esta palabra no le gusta a don Miguel. Es su idea fija,
monoma niaca, de que si su alma no es inmortal y no lo son las almas de los demás hombres y sun de todas
las cosas, e inmortales en el sentido mismo en que las creían ser los ingenuos católicos de la Edad Media,
entonces, si no es así, nada vale nada ni hay esfuerzo que merezca la pena. Y de aquí la doctrina del tedio
de Leopardi después que pereció su engaño extremo,
ch'io etemo mi credea
de creerse eterno. Y esto explica que tres de los autores más favoritos de don Miguel sean Sénancour,
Quental y Leopardi.
Pero este adusto y áspero humorismo confusionista, además de herir la recelosidad de nuestras gentes,
que quieren saber desde que uno se dirige a ellas a qué atenerse, molesta a no pocos. Quieren reírse, pero es
para hacer mejor la digestión y para distraer las penas, no para devolver lo que indebidamente se hubiesen
tragado y que puede indigestárseles, ni mucho menos para digerir las penas. Y don Miguel se empeña en
que si se ha de hacer reír a las gentes debe ser no para que con las contracciones del diafragma ayuden a la
digestión, sino para que vomiten lo que hubieren engullido, pues se ve más claro el sentido de la vida y del
universo con el estómago vacío de golosinas y excesivos manjares. Y no admite eso de la ironía sin hiel ni
del humorismo discreto, pues dice que donde no hay alguna hiel no hay ironía y que la discreción está
reñida con el humorismo o, como él se complace en llamarle: malhumorismo.
Todo lo cual le lleva a una tarea muy desagradable y poco agradecida, de la que dice que no es sino un
masaje de la ingenuidad pública, a ver si el ingenio colectivo de nuestro pueblo se va agilizando y
sutilizando poco a poco. Porque le saca de sus casillas el que digan que nuestro pueblo, sobre todo el
meridional, es ingenioso. «Pueblo que se recrea en las corridas de toros y halla variedad y amenidad en ese
espectáculo sencillísimo, está juzgado en cuanto a mentalidad», dice. Y agrega que no puede haber
mentalidad más simple y más córnea que la de un aficionado. ¡Vaya usted con paradojas más o menos
humorísticas al que acaba de entusiasmarse con una estocada de Vicente Pastor! Y abomina del género
festivo de los revisteros de toros, sacerdotes del juego de vocablos y de toda la bazofia del ingenio de
puchero.
Si a esto se añade los juegos de conceptos metafísicos en que se complace, se comprenderá que haya
muchas gentes que se aparten con disgusto de su lectura, los unos porque tales cosas les levantan dolor de
cabeza, y los otros porque, atentos a lo de que sancta sancte tractanda sunt, lo santo ha de tratarse
santamente, estiman que esos conceptos no deben dar materia para burlas y jugueteos. Mas él dice a esto
que no sabe por qué han de pretender que se traten en serio ciertas cosas los hijos espirituales de quienes se
burlaron de las más santas, es decir, de las más consoladoras creencias y esperanzas de sus herma nos. Si ha
habido quien se ha burlado de Dios, ¿por qué no hemos de burlarnos de la Razón, de la Ciencia y hasta de
la Verdad? Y si nos han arrebatado nuestra más cara y más íntima esperanza vital, ¿por qué no hemos de
confundirlo todo para matar el tiempo y la eternidad y para vengarnos?
Fácil es también que salga diciendo alguno que hay en este libro pasajes escabrosos, o, si se quiere,
pornográficos; pero ya don Miguel ha tenido buen cuidado de hacerme decir a mí algo al respecto en el
curso de esta nivola. Y está dispuesto a protestar de esa imputación y a sostener que las crudezas que aquí
puedan hallarse ni lle van intención de halagar apetitos de la carne pecadora, ni tienen otro objeto que de ser
punto de arranque imaginativo para otras consideraciones.
Su repulsión a toda forma de pornografía es bien conocida de cuantos le conocen. Y no sólo por las
corrientes razones morales, sino porque estima que la preocupación libidinosa es lo que más estraga la
inteligencia. Los escritores pornográficos, o simplemente eróticos, le parecen los menos inteligentes, los
más pobres de ingenio, los más tontos, en fin. Le he oído decir que de los tres vicios de la clásica terna de
ellos: las mujeres, el juego y el vino, los dos primeros estropean más la mente que el tercero. Y conste que
don Miguel no bebe más que agua. «A un borracho se le puede hablar ––me decía una vez–– y hasta dice
cosas, pero ¿quién resiste la conversación de un jugador o un mujeriego? No hay por debajo de ella sino la
de un aficionado a toros, colmo y copete de la estupidez.»
No me extraña a mí, por otra parte, este consorcio de lo erótico con lo metafísico, pues creo saber que
nuestros pueblos empezaron siendo, como sus literaturas nos lo muestran, guerreros y religiosos para pas ar
más tarde a eróticos y metafísicos. El culto a la mujer coincidió con el culto a las sutilezas conceptistas. En
el albor espiritual de nuestros pueblos, en efecto, en la Edad Media, la sociedad bárbara sentía la exaltación
religiosa y aun mística y la guerra ––la espada lleva cruz en el puño––; pero la mujer ocupaba muy poco y
muy secundario lugar en su imaginación, y las ideas estrictamente filosóficas dormitaban, envueltas en
teología, en los claustros conventuales. Lo erótico y lo metafísico se desarrollan a la par. La religión es
guerrera; la metafísica es erótica o voluptuosa.
Es la religiosidad lo que le hace al hombre ser belicoso o combativo, o bien es la combatividad la que le
hace religioso, y por otro lado es el instinto metafísico, la curiosidad de saber lo que no nos importa, el
pecado original, en fin, lo que le hace sensual al hombre, o bien es la sensualidad la que, como a Eva, le
despierta el instinto metafísico, el ansia de conocer la ciencia del bien y del mal. Y luego hay la mística,
una metafísica de la religión que nace de la sensualidad de la combatividad.
Bien sabía esto aquella cortesana ateniense Teodota, de que Jenofonte nos cuenta en sus Recuerdos la
conversación que con Sócrates tuvo, y que proponía al filósofo, encantada de su modo de investigar, o más
de partear la verdad, que se convirtiera en celestino de ella y le ayudase a cazar amigos. (Synthérates, con–
cazador, dice el texto, según don Miguel, profesor de griego, que es a quien debo esta interesantísima y tan
reveladora noticia.) Y en toda aquella interesantísima conversación entre Teodota, la cortesana, y Sócrates,
el filósofo partero, se ve bien claro el íntimo parentesco que hay entre ambos oficios, y cómo la filosofía es
en grande y buena parte lenocinio y el lenocinio es también filosofía.
Y si todo esto no es así como digo, no se me negará al menos que es ingenioso, y basta.
No se me oculta, por otra parte, que no estará conforme con esa mi distinción entre religión y belicosidad
de un lado y filosofía y erótica de otro mi querido maestro don Fulgencio Entrambosmares del Aquilón, de
quien don Miguel ha dado tan circunstanciada noticia en su novela o nivola Amor y pedagogía. Presumo
que el ilustre autor del Ars magna combinatoria establecerá: una religión guerrera y una religión erótica,
una metafísica guerrera y otra erótica, un erotismo religioso y un erotismo metafísico, un belicosismo
metafísico y otro religioso y, por otra parte, una religión metafísica y una metafísica religiosa, un erotismo
guerrero y un belicosismo erótico; todo esto aparte de la religión religiosa, la metafísica metafísica, el
erotismo erótico y el belicosismo belicoso. Lo que hace dieciséis combinaciones binarias. ¡Y no digo nada
de las ternarias del género: verbigracia, de una religión metafísico-erótica o de una metafísica guerreroreligiosa!
Pero yo no tengo ni el inagotable ingenio combinatorio de don Fulgencio, ni menos el ímpetu
confusionista a indefinicionista de don Miguel.
Mucho se me ocurre atañedero al inesperado final de este relato y a la versión que en él da don Miguel de
la muerte de mi desgraciado amigo Augusto, versión que estimo errónea; pero no es cosa de que me ponga
yo ahora aquí a discutir en este prólogo con mi prologado. Pero debo hacer constar en descargo de mi
conciencia que estoy profundamente convencido de que Augusto Pérez, cumpliendo el propósito de
suicidarse que me comu nicó en la última entrevista, que con él tuve, se suicidó realmente y de hecho, y no
sólo idealmente y de deseo. Creo tener pruebas fehacientes en apoyo de mi opinión; tantas y tales pruebas,
que deja de ser opinión para llegar a conocimiento.
Y con esto acabo.
VÍCTOR GOTI.

sábado, 15 de diciembre de 2012

MIGUEL ANGEL ASTURIAS: ORGULLO DE LAS LETRAS CENTROAMERICANAS


Miguel Angel Asturias - (Guatemala, 1899-1974)

Autor, diplomático y premio Nobel guatemalteco, nacido en Ciudad de Guatemala. Estudió Derecho en universidades de su país y Antropología en la Sorbona de París, ciudad en la que recibió la influencia del poeta surrealista francés André Breton. En 1942 fue elegido diputado en su país y, a partir de 1946, fue embajador en México, Argentina y El Salvador, hasta que, en 1954, se exilió de Guatemala. Posteriormente, fue embajador en Francia, entre 1966 y 1970. Sus poemas y novelas, de contenido fuertemente antiimperialista, le valieron el Premio Lenin de la Paz en 1966 y el Premio Nobel de Literatura en 1967. La muerte le sobrevino, tras una penosa enfermedad, en 1974, cuando se encontraba en Madrid (España). 

En su obra, al igual que en la del escritor cubano Alejo Carpentier, el mito se hace presente, pero a diferencia del cubano, organiza sus novelas en torno a los mitos precolombinos. Su primera obra Leyendas de Guatemala (1930) es una colección de cuentos y leyendas mayas. La novela que le ha dado fama internacional es El señor Presidente (1946) en la que traza el retrato de un dictador de una manera caricaturesca y esperpéntica pero siguiendo una estructura regida por la lucha entre las fuerzas de la luz (el Bien, el pueblo) y las fuerzas de las tinieblas (el Mal, el dictador) según los mitos latinoamericanos. Es también un libro de protesta militante: la descripción de un régimen dictatorial en términos de terror, maldad y muerte. En las cuatro cadenas de episodios que integran la trama predominan el miedo y la crueldad. Este tema mítico vuelve a aparecer en Hombres de maíz (1949) aunque ahora la luz está representada por los indígenas y las tinieblas por los hombres de maíz, los colonizadores que llegan a explotar las tierras de los campesinos en beneficio propio. En esta obra, Asturias logra hermanar armoniosamente lo mítico-maravilloso con la dura realidad de la vida indígena. Después escribió novelas y relatos entre las que destaca la trilogía formada por Viento fuerte (1950), El Papa verde (1954) y Los ojos de los enterrados (1960). Otras novelas son Mulata de tal (1963), Malandrón (1969) y Viernes de Dolores (1972). Su producción teatral es poco conocida y trata más o menos los mismos temas, como Chantaje o Dique seco ambas de 1964. Su novela Viento fuerte fue citada en el discurso de entrega del Premio Nobel, que le fue concedido por sus coloridos escritos profundamente arraigados en la individualidad nacional y en las tradiciones indígenas de América.

Fragmento de la novela: “El Señor Presidente”.

MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS
El señor presidente

PRIMERA PARTE
21, 22 y 23 de abril
I
En el portal del Señor
... ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbra, alumbre...!
Los pordioseros se arrastraban por las cocinas del mercado, perdidos en la sombra de la Catedral helada, de paso hacia la Plaza de Armas, a lo largo de calles tan anchas como mares, en la ciudad que se iba quedando atrás íngrima y sola.
La noche los reunía al mismo tiempo que a las estrellas. Se juntaban a dormir en el Portal del Señor sin más lazo común que la miseria, maldiciendo unos de otros, insultándose a regañadientes con tirria de enemigos que se buscan pleito, riñendo muchas veces a codazos y algunas con tierra y todo, revolcones en los que, tras escupirse, rabiosos, se mordían. Ni almohada ni confianza halló jamás esta familia de parientes del basurero. Se acostaban separados, sin desvestirse, y dormían como ladrones, con la cabeza en el costal de sus riquezas: desperdicios de carne, zapatos rotos, cabos de candela, puños de arroz cocido envueltos en periódicos viejos, naranjas y guineos pasados.
En las gradas del Portal se les veía, vueltos a la pared, contar el dinero, morder las monedas de níquel para saber si eran falsas, hablar a solas, pasar revista a las provisiones de boca y de guerra, que de guerra andaban en la calle armados de piedras y escapularios, y engullirse a escondidas cachos de pan en seco. Nunca se supo que se socorrieran entre ellos; avaros de sus desperdicios, como todo mendigo, preferían darlos a los perros antes que a sus compañeros de infortunio.
Comidos y con el dinero bajo siete nudos en un pañuelo atado al ombligo, se tiraban al suelo y caían en sueños agitados, tristes; pesadillas por las que veían desfilar cerca de sus ojos cerdos con hambre, mujeres flacas, perros quebrados, ruedas de carruajes y fantasmas de Padres que entraban a la Catedral en orden de sepultura, precedidos por una tenia de luna crucificada en tibias heladas. A veces, en lo mejor del sueño, les despertaban los gritos de un idiota que se sentía perdido en la Plaza de Armas. A veces, el sollozar de una ciega que se soñaba cubierta de moscas, colgando de un clavo, como la carne en las carnicerías. A veces, los pasos de una patrulla que a golpes arrastraba a un prisionero político, seguido de mujeres que limpiaban las huellas de sangre con los pañuelos empapados en llanto. A veces, los ronquidos de un valetudinario tiñoso o la respiración de una sordomuda en cinta que lloraba de miedo porque sentía un hijo en las entrañas. Pero el grito del idiota era el más triste. Partía el cielo. Era un grito largo, sonsacado, sin acento humano.
Los domingos caía en medio de aquella sociedad extraña un borracho que, dormido, reclamaba a su madre llorando como un niño. Al oír el idiota la palabra madre, que en boca del borracho era imprecación a la vez que lamento, se incorporaba, volvía a mirar a todos lados de punta a punta del Portal, enfrente, y tras despertarse bien y despertar a los compañeros con sus gritos, lloraba de miedo juntando su llanto al del borracho.
Ladraban perros, se oían voces, y los más retobados se alzaban del suelo a engordar el escándalo para que se callara. Que se callara o que viniera la policía. Pero la policía no se acercaba ni por gusto. Ninguno de ellos tenía para pagar la multa. «¡Viva Francia!», gritaba Patahueca en medio de los gritos y los saltos del idiota, que acabó siendo el hazmerreír de los mendigos por aquel cojo bribón y mal hablado que, entre semana, algunas noches remedaba al borracho. Patahueca remedaba al borracho y el Pelele —así apodaban al idiota—, que dormido daba la impresión de estar muerto, revivía a cada grito sin fijarse en los bultos arrebujados por el suelo en pedazos de manta que, al verle medio loco, rifaban palabritas de mal gusto y risas chillonas. Con los ojos lejos de las caras monstruosas de sus compañeros, sin ver nada, sin oír nada, sin sentir nada, fatigado por el llanto, se quedaba dormido, pero al dormirse, carretilla de todas las noches, la voz de Patahueca le despertaba:
—¡Madre!...
El Pelele abría los ojos de repente, como el que sueña que rueda en el vacío; dilataba las pupilas más y más, encogiéndose todo él; entraña herida cuando le empezaban a correr las lágrimas; luego se dormía poco a poco, vencido por el sueño, el cuerpo casi engrudo, con eco de bascas en la conciencia rota. Pero al dormirse, al no más dormirse, la voz de otra prenda con boca le despertaba:
—¡Madre!...
Era la voz del Viuda, mulato degenerado que, ente risa y risa, con pucheros de vieja, continuaba:
—... maaadre de misericordia, esperanza nuestra, Dios te salve, a ti llamamos los desterrados que caímos de leva...
El idiota se despertaba riendo, parecía que a él también le daba risa su pena, hambre, corazón y lágrimas saltándole en los dientes, mientras los pordioseros arrebataban del aire la car-car-car-car-cajada, del aire, del aire..., la car-car-car-car-cajada...; perdía el aliento un timbón con los bigotes sucios de revolcado, y de la risa se orinaba un tuerto que daba cabezazos de chivo en la pared, y protestaban los ciegos porque no se podía dormir con tanta bulla, y el Mosco, un ciego al que le faltaban las dos piernas, porque esa manera de divertirse era de amujerados.
A los ciegos los oían como oír barrer y al Mosco ni siquiera lo oían. ¡Quién iba a hacer caso de sus fanfarronadas! «¡Yo, que pasé la infancia en un cuartel de artillería, onde las patadas de las mulas y de los jefes me hicieron hombre con oficio de caballo, lo que me sirvió de joven para jalar por las calles la música de carreta! ¡Yo, que perdí los ojos en una borrachera sin saber cómo, la pierna derecha en otra borrachera sin saber cuándo, y la otra en otra borrachera, víctima de un automóvil, sin saber ónde!...»
Contado por los mendigos, se regó entre la gente del pueblo que el Pelele se enloquecía al oír hablar de su madre. Calles, plazas, atrios y mercados recorría el infeliz en su afán de escapar al populacho que por aquí, que por allá, le gritaba a todas horas, como maldición del cielo, la palabra madre. Entraba a las casas en busca de asilo, pero de las casas le sacaban los perros o los criados. Lo echaban de los templos, de las tiendas, de todas partes, sin atender a su fatiga de bestia ni a sus ojos que, a pesar de su inconsciencia, suplicaban perdón con la mirada.
La ciudad grande, inmensamente grande para su fatiga, se fue haciendo pequeña para su congoja. A noches de espanto siguieron días de persecución, acosado por las gentes que, no contentas con gritarle: «Pelelito, el domingo te casás con tu madre..., la vieja..., somato..., ¡chicharrón y chaleco!», le golpeaban y arrancaban las ropas a pedazos. Seguido de chiquillos se refugiaba en los barrios pobres, pero allí su suerte era más dura; allí, donde todos andaban a las puertas de la miseria, no sólo lo insultaban, sino que, al verlo correr despavorido, le arrojaban piedras, ratas muertas y latas vacías.
De uno de esos barrios subió hacia el Portal del Señor un día como hoy a la oración, herido en la frente, sin sombrero, arrastrando la cola de un barrilete que de remeda remiendo le prendieron por detrás. Le asustaban las sombras de los muros, los pasos de los perros, las hojas que caían de los árboles, el rodar desigual de los vehículos... Cuando llegó al Portal, casi de noche, los mendigos, vueltos a la pared, contaban y recontaban sus ganancias. Patahueca la tenía con el Mosco por alegar, la sordomuda se sobaba el vientre para ella inexplicablemente crecido, y la ciega se mecía en sueños colgada de un clavo, cubierta de moscas, como la carne en las carnicerías.
El idiota cayó medio muerto; llevaba noches y noches de no pegar los ojos, días y días de no asentar los pies. Los mendigos callaban y se rascaban las pulgas sin poder dormir, atentos a los pasos de los gendarmes que iban y venían por la plaza poco alumbrada y a los golpecitos de las armas de los centinelas, fantasmas envueltos en ponchos a rayas, que en las ventanas de los cuarteles vecinos velaban en pie de guerra, como todas las noches, al cuidado del Presidente de la República, cuyo domicilio se ignoraba porque habitaba en las afueras de la ciudad muchas casas a la vez, cómo dormía porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano, y a qué hora, porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca.
Por el Portal del Señor avanzó un bulto. Los pordioseros se encogieron como gusanos. Al rechino de las botas militares respondía el graznido de un pájaro siniestro en la noche oscura, navegable, sin fondo...
Patahueca peló los ojos; en el aire pesaba la amenaza del fin del mundo, y dijo a la lechuza:
—¡Hualí, hualí, tomá tu sal y tu chile...; no te tengo mal ni dita y por si acaso, maldita!
El Mosco se buscaba la cara con los gestos. Dolía la atmósfera como cuando va a temblar. El Viuda hacía la cruz entre los ciegos. Sólo el Pelele dormía a pierna suelta, por una vez, roncando.
El bulto se detuvo —la risa le entorchaba la cara—, acercándose el idiota de puntepié y, en son de broma, le gritó:
—¡Madre!
No dijo más. Arrancado del suelo por el grito, el Pelele se le fue encima y, sin darle tiempo a que hiciera uso de sus armas, le enterró los dedos en los ojos, le hizo pedazos la nariz a dentelladas y le golpeó las partes con las rodillas hasta dejarlo inerte.
Los mendigos cerraron los ojos horrorizados, la lechuza volvió a pasar y el Pelele escapó por las calles en tinieblas enloquecido bajo la acción de espantoso paroxismo.
Una fuerza ciega acababa de quitar la vida al coronel José Parrales Sonriente, alias el hombre de la mulita.
Estaba amaneciendo.


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