RAYMOND
RADIGUET
El
diablo en el cuerpo
Edición
de Lourdes Carriedo
Traducción
de Lourdes Carriedo
PRIMERA
EDICIÓN
MÉXICO,
1991
Letras Universales
Diseño
de cubierta: Diego Lara
Ilustración
de cubierta: Dionisio Simón
Primera edición
México, 1991
EL DIABLO EN EL CUERPO
Voy a exponerme a grandes reproches. Pero,
¿qué le voy a hacer? ¿Acaso tuve yo la culpa de haber cumplido doce años
algunos meses antes de la declaración de la guerra?[1]. Los trastornos que me
deparó aquel periodo extraordinario fueron, sin lugar a dudas, de una índole
que no suele nunca experimentarse a tal edad; pero como nada es capaz de
hacernos madurar a pesar de las apariencias, habría de comportarme como un niño
en una aventura en la que hasta un adulto se hubiera encontrado en apuros. No
soy el único. Mis compañeros guardarán de aquella época un recuerdo que no
corresponde con el de sus mayores. Que aquellos que ya están en contra mía
traten de imaginar lo que la guerra supuso para muchos chicos: cuatro años de
grandes vacaciones.
Vivíamos en F..., a orillas del Marne[2].
Mis padres reprobaban la amistad entre
chico y chica. La sensualidad, que nace con nosotros y se manifiesta todavía a
ciegas, en lugar de desaparecer por ello, aumentó.
Nunca he sido un soñador. Lo que a los
demás, más crédulos, parece ensoñación, a mí me parecía tan real como el queso
le parece al gato, aun a través de la campana de cristal. Sin embargo, la
campana existe.
Si la campana se rompe, el gato se
aprovecha, incluso si los que la rompen son sus amos y se cortan las manos.
Hasta los doce años no me recuerdo en
amorío alguno, excepto el de una niña llamada Carmen a la que hice llegar, por
medio de un muchacho más joven que yo, una carta en la que le declaraba mi
amor. Me permitía solicitarle una cita en nombre de ese amor. Mi carta le había
sido entregada por la mañana, antes de que fuera a clase. Había elegido a la
única niña que se me parecía porque era muy limpia y siempre iba al colegio
acompañada de una hermana pequeña, igual que yo del mío. Con el fin de que
aquellos dos testigos guardaran silencio, pensé en casarlos, de algún modo.
Añadí, pues, a mi carta, otra para la señorita Fauyette de parte de mi hermano,
que aún no sabía escribir. Expliqué a mi hermano mi proceder, y nuestra
posibilidad de encontrarnos con dos hermanas de nuestra misma edad y provistas
de tan excepcionales nombres de pila. Pude comprobar tristemente que no me
había equivocado respecto a la buena educación de Carmen cuando volví a clase,
después de haber almorzado con mis padres, que me mimaban y nunca me reñían.
Apenas mis compañeros se habían sentado
en sus pupitres —mientras que yo, como primero de la clase, me hallaba en la
tarima del aula, agachado para coger de un armario los libros para la lectura
en voz alta—, entró el director. Los alumnos se levantaron. Llevaba una carta
en la mano. Me flaquearon las piernas, se me cayeron los libros, y los fui
recogiendo mientras que el director hablaba con el profesor. Los alumnos de los
primeros bancos se volvían ya hacia mí, ruborizado en el fondo del aula, pues
oían que se cuchicheaba mi nombre. Por fin, el director me llamó y para
reprenderme con delicadeza, sin despertar, creía él, ningún recelo entre los
alumnos, me felicitó por haber escrito una carta de doce líneas sin ninguna
falta. Me preguntó si la había escrito yo solo, y después me pidió que le
acompañase a su despacho. No llegamos hasta allí. Me reprendió en el patio,
bajo el aguacero. Lo que más confundió mis principios morales fue que
considerase tan grave el haber comprometido a la niña (cuyos padres le habían
informado de mi declaración), como el hecho de haber sustraído una hoja de
papel de cartas. Me amenazó con enviar aquella carta a mi casa. Le supliqué que
no lo hiciera. Cedió, pero advirtiéndome que guardaría la carta, y que a la
primera reincidencia no podría ocultar por más tiempo mi mala conducta.
Aquella mezcla de descaro y de timidez
desconcertaba y engañaba a los míos, del mismo modo que en la escuela mi gran
facilidad, auténtica pereza, me hacía pasar por un buen alumno.
Volví a clase. El profesor, irónico, me
llamó Don Juan. Me sentí sumamente halagado, sobre todo de que aludiera a una
obra que yo conocía y mis compañeros no. Su «Buenos días, Don Juan» y mi
sonrisa cómplice cambiaron la opinión de la clase sobre mí. Seguramente ya se
habían enterado de que había encargado a un niño de primaria que llevase una
carta a una «tía», como dicen los colegiales en su rudo lenguaje. Aquel niño se
llamaba Messager[3];
no lo había elegido por su nombre, pero, en cualquier caso, semejante nombre me
había inspirado confianza.
A la una había suplicado al director que
no dijera nada a mi padre; a las cuatro ardía en deseos de contárselo todo.
Aunque nadie me obligaba a ello, haría aquella confesión en honor a la
franqueza. Sabiendo que mi padre no se enfadaría, me sentía encantado de que se
enterara de mi proeza.
Se lo confesé, pues, añadiendo con
orgullo que el director me había prometido una total discreción (como a una
persona mayor). Mi padre quería saber si no me había inventado de cabo a rabo
aquella historia de amor. Fue a ver al director. Durante aquella visita habló
incidentalmente de lo que él consideraba una farsa.—¿Qué?, dijo entonces el
director, sorprendido y muy molesto, ¿se lo ha contado? Me había suplicado que
me callara, diciéndome que usted le mataría.
Aquella mentira del director suponía una
excusa, lo que aumentó mi orgullo de hombre. Me gané al mismo tiempo el aprecio
de mis compañeros y los guiños del profesor. El director ocultaba su rencor.
Aquel infeliz ignoraba lo que yo ya sabía: mi padre, molesto con su conducta,
había decidido dejarme terminar el año escolar y sacarme del colegio. Estábamos
entonces a comienzos de junio. Mi madre, que no quería que aquello influyera
sobre mis premios, sobre mis coronas, esperaba el reparto para dar la noticia.
Llegado el día, y gracias a una injusticia del director, que temía confusamente
las consecuencias de su mentira, fui el único de la clase que recibió la corona
de oro y, por lo tanto, también el premio extraordinario. Cálculo
desafortunado: el colegio perdió a sus dos mejores alumnos, pues el padre del
premio extraordinario sacó a su hijo.
Alumnos como nosotros servíamos de
reclamo para atraer a otros.
Mi madre me consideraba demasiado joven
todavía para ir al Henri IV[4]. En
su interior, ello significaba tomar el tren. Me quedé dos años en casa
trabajando solo.
Me prometía alegrías sin límite, porque,
al conseguir hacer en cuatro horas el trabajo que mis antiguos condiscípulos no
hubieran realizado en dos días, me quedaba libre más de la mitad del día.
Paseaba solo a orillas del Marne, río que era ya tan nuestro que mis hermanas
decían, refiriéndose al Sena, «un Marne». Llegaba incluso a subir a la barca de
mi padre, a pesar de su prohibición; pero no me atrevía a remar, sin querer
confesarme que mi temor no era a desobedecerle, sino miedo, a secas. Leía,
tumbado en la barca. Entre 1913 y 1914 desfilaron por allí doscientos libros. Y
no eran de los que se consideraban malos libros, más bien al contrario, de los
mejores, cuando no por el pensamiento, sí al menos por el mérito. Por eso, mucho
más tarde, a la edad en que la adolescencia suele despreciar los libros de la
Biblioteca rosa[5],
tomé gusto a su encanto infantil, mientras que en aquella época no los hubiera
querido leer por nada en el mundo.
El inconveniente de aquellos recreos
alternados con el trabajo era que todo el año se transformaba para mí en unas
falsas vacaciones. Así, mi trabajo diario era cuestión de poca cosa, pero como,
aun trabajando menos tiempo que los demás, lo seguía haciendo durante las
vacaciones, aquella poca cosa era como un corcho atado a la cola de un gato
durante toda la vida, cuando sin duda sería preferible arrastrar una sartén
durante un mes.
Las verdaderas vacaciones se acercaban,
pero yo me ocupaba bien poco de ellas, puesto que para mí continuaba el mismo
régimen. El gato seguía mirando el queso bajo la campana. Pero llegó la guerra.
Y la campana se rompió. Los amos tuvieron otros gatos para fustigar, y el gato
se alegró de ello. A decir verdad, todo el mundo estaba contento en Francia.
Los niños, con sus libros de premios bajo el brazo, se apiñaban ante los
carteles. Los malos estudiantes se aprovechaban del desconcierto familiar.
Todos los días íbamos, después de comer,
a la estación de J..., a dos kilómetros de casa, para ver pasar los trenes
militares. Nos llevábamos campánulas y se las echábamos a los soldados. Señoras
en bata servían vino tinto en las cantimploras y derramaban litros y litros
sobre el andén tapizado de flores. Todo aquello me deja un recuerdo de fuego de
artificio. Nunca hubo tanto vino desperdiciado, tantas flores muertas. Tuvimos
que engalanar las ventanas de casa.
Pronto dejamos de ir a J... Mis hermanos
y mis hermanas comenzaban a hartarse de la guerra, les parecía demasiado larga.
Les estropeaba la playa. Acostumbrados a levantarse tarde, ahora tenían que ir
a comprar el periódico a las seis de la mañana. ¡Vaya distracción! Pero hacia
el veinte de agosto, esos jóvenes monstruos recobran la esperanza. En vez de
irse, se quedan a la mesa, donde se entretienen las personas mayores, para oír
a mi padre. Sin duda no habría ya medios de transporte. Tendríamos que ir en
bicicleta hasta muy lejos. Mis hermanos gastan bromas a mi hermana pequeña. Las
ruedas de su bicicleta apenas miden cuarenta centímetros de diámetro: «Te
dejaremos sola en la carretera.» Mi hermana solloza. ¡Pero con qué entusiasmo
se saca brillo a las bicicletas! Ni rastro de pereza. Me proponen reparar la
mía. Se levantan de madrugada para enterarse de las noticias. Mientras todos se
asombran, descubro por fin el móvil de semejante patriotismo: ¡un viaje en
bicicleta!, ¡hasta el mar!, un mar más lejano, más bello que de costumbre.
Hubieran quemado París con tal de salir antes. Lo que aterrorizaba a Europa se
había convertido para ellos en la única esperanza.
¿Acaso el egoísmo de los niños es tan
diferente del nuestro? Durante el verano, en el campo, maldecimos la lluvia,
mientras que los labradores la reclaman.
No es
usual que un cataclismo se produzca sin fenómenos que lo anuncien. El atentado
austriaco[6], el escándalo del proceso
Caillaux[7], propagaban una atmósfera
irrespirable, propicia a la extravagancia. Así pues, mi verdadero recuerdo de
guerra precede a la guerra. Esto es lo que ocurrió:
Mis hermanos y yo solíamos burlarnos de
uno de nuestros vecinos, un tipo grotesco, enano de perilla blanca tocado con
capucha, concejal de Ayuntamiento, que se llamaba Maréchaud. Todo el mundo le
llamaba el tío Maréchaud. Aunque éramos vecinos, no le saludábamos, cosa que le
daba tanta rabia, que un día, no aguantando más, nos abordó en la calle y nos
dijo: «¿Conque no se saluda a un concejal, eh?» Nos largamos de allí a toda
prisa. A partir de aquella impertinencia, las hostilidades fueron manifiestas.
Pero, ¿qué podía hacer contra nosotros un concejal? Al ir y al volver del
colegio, mis hermanos llamaban a su timbre, con tanta más audacia cuanto que el
perro, que podía tener mi edad, no era de temer.
La víspera del 14 de julio de 1914[8], cuando salía yo al
encuentro de mis hermanos, cuál no sería mi sorpresa al ver un grupo de gente
delante de la verja de los Maréchaud. Unos cuantos tilos podados dejaban ver su
villa al fondo del jardín. Desde las dos de la tarde, su joven criada, que se
había vuelto loca, se había subido al tejado y se negaba a bajar. Los
Maréchaud, horrorizados por el escándalo, habían cerrado los postigos, de
manera que el trágico efecto de ver a aquella loca sobre el tejado aumentaba,
al parecer que la casa estaba abandonada. Algunas personas gritaban, indignadas
de que los señores no hicieran nada para salvar a esa desgraciada. Ella
titubeaba sobre las tejas, sin llegar a dar la impresión de estar borracha. Me
hubiera gustado quedarme allí para siempre, pero nuestra criada, enviada por mi
madre, vino a devolvernos a nuestros deberes. Si no, me quedaría sin fiesta. Me
fui de allí con el alma en los pies, rogando a Dios que la criada siguiese
todavía sobre el tejado cuando fuera a buscar a mi padre a la estación.
Y seguía en su puesto, pero los escasos
transeúntes que volvían de París se apresuraban para llegar pronto a cenar y no
perderse el baile. No le concedían más que un minuto de indiferencia. Tan sólo
le dirigían una mirada distraída.
Por lo demás, para la criada sólo se
trataba hasta entonces de un ensayo más o menos público. Debía debutar por la
noche, según la costumbre, con los surtidores luminosos a modo de verdaderas
candilejas. Estaban encendidos tanto los surtidores de la avenida como los del
jardín, pues los Maréchaud, pese a su ausencia fingida, no se habían atrevido,
como notables que eran, a dejarlo a oscuras. A lo fantástico de aquella casa
del crimen, sobre cuyo tejado se paseaba, como sobre el puente de un navío
empavesado, una mujer de cabellos ondulantes, contribuía mucho la voz de esa
mujer: inhumana, gutural, de una dulzura que ponía la carne de gallina.
Como los bomberos de un pequeño
municipio son «voluntarios», durante todo el día se ocupan de lo que no son
bombas de incendio. Se trata del lechero, del pastelero, del cerrajero,
quienes, una vez terminado su trabajo, irán a apagar el fuego, si es que no se
ha extinguido por sí solo. Desde la movilización, nuestros bomberos habían
formado, además, una especie de milicia misteriosa que hacía patrullas,
maniobras y rondas nocturnas. Por fin llegaron esos valientes, abriéndose paso
entre la multitud.
Una mujer se acercó a ellos. Era la
esposa de un concejal, adversario de Maréchaud, y que, desde hacía algunos
minutos, se compadecía ruidosamente de la loca. Dio algunos consejos al
capitán: «Trate de cogerla con dulzura; está tan privada de ella, la pobre, en
esta casa donde se la maltrata. Y sobre todo, si lo que le hace obrar así es el
miedo a ser despedida, de encontrarse sin trabajo, díganle que la emplearé en
mi casa. Que le doblaré el sueldo.»
Esa caridad tan ruidosa produjo escaso
efecto en la multitud. Aquella señora les molestaba. Tan sólo se pensaba en la
captura. Los bomberos, seis en total, escalaron la verja y rodearon la casa,
trepando por todos sitios. Pero apenas uno de ellos apareció sobre el tejado,
la multitud, como los niños en el guiñol, se puso a vociferar para prevenir a
la víctima.
—¡Callaos! —gritaba la señora, lo cual
excitaba aún más los «¡ahí va uno!» del público. Ante los gritos, la loca,
armándose de tejas, lanzó una sobre el casco del bombero que había llegado a la
techumbre. Los otros cinco bajaron rápidamente.
Mientras que, en la plaza del
Ayuntamiento, los propietarios de los tiros al blanco, de los tiovivos, de las
barracas, se lamentaban de ver tan poca clientela, en una noche en la que los
ingresos debían ser fructíferos, los golfos más atrevidos escalaban los muros y
se aglomeraban en el césped para presenciar la caza. La loca decía cosas que he
olvidado, con esa profunda melancolía resignada que confiere a la voz ese
convencimiento de que se tiene razón, de que todo el mundo está equivocado. Los
golfos, que preferían ese espectáculo a la feria, querían, sin embargo,
compaginar las diversiones. Por eso, temerosos de que apresaran a la loca en su
ausencia, corrían a dar rápidamente una vuelta en los caballitos. Otros, más
sensatos, instalados en las ramas de los tilos como para la parada de
Vincennes, se contentaban con quemar luces de Bengala y cohetes.
Puede imaginarse la angustia del
matrimonio Maréchaud, en su casa, encerrado en medio del ruido y de los
resplandores.
El concejal marido de la señora
caritativa improvisaba, subido al pequeño muro de la verja, un discurso sobre
la cobardía de los propietarios. Se le aplaudió.
Creyendo que era a ella a quien
aplaudían, la loca saludaba con un montón de tejas en cada brazo, arrojando una
cada vez que brillaba un casco. Agradecía, con su voz inhumana, que al fin se
la hubiese comprendido. Tuve la imagen de una mujer, capitán pirata, que
permanece sola en su barco a medio hundir.
La multitud se dispersaba ya, un poco
cansada. Yo había querido quedarme con mi padre, mientras mi madre, para
satisfacer esa necesidad de mareo que tienen los niños, llevaba a los suyos de
los tiovivos a las montañas rusas. En realidad, yo sentía esa extraña necesidad
más vivamente que mis hermanos. Me gustaba que mi corazón latiera rápida e
irregularmente. Aquel espectáculo, de una profunda poesía, me satisfacía más.
«Qué pálido estás», había dicho mi madre. Encontré el pretexto de las luces de
Bengala. Me daban, dije, un color verde.
—De todos modos, temo que esto le
impresione demasiado —le dijo a mi padre.
—¡Oh! —respondió él—, no conozco a nadie
más insensible. Puede contemplar lo que sea, salvo ver desollar a un conejo.
Mi padre decía eso para que me quedara. Pero
sabía que el espectáculo me trastornaba. Yo notaba que también le afectaba a
él. Le pedí que me subiera en sus hombros para ver mejor. En realidad, iba a
desvanecerme, mis piernas ya no me sostenían.
Ahora ya no quedaban más de veinte
personas. Oímos las cornetas. Anunciaban el desfile de las antorchas.
Cien antorchas alumbraban de repente a
la loca, como cuando, tras la delicada luz de las candilejas, el magnesio
estalla para fotografiar a una nueva estrella. Entonces, agitando sus manos en
señal de despedida y creyendo que era el fin del mundo, o, simplemente, que la
iban a coger, se arrojó del tejado, rompió la marquesina en su caída, con un
estrépito espantoso, para venir a aplastarse contra los escalones de piedra.
Hasta entonces había tratado de soportarlo todo aunque me zumbaran los oídos y
el corazón me fallara. Pero cuando oí que algunos gritaban: «Todavía vive», me
caí de los hombros de mi padre, sin conocimiento.
Cuando volví en mí, me llevó a la orilla
del Marne. Nos quedamos allí hasta muy tarde, en silencio, tendidos sobre la
hierba.
A la vuelta, me pareció ver detrás de la
verja una silueta blanca, ¡el fantasma de la criada! Era el tío Maréchaud con
el gorro de dormir contemplando los desperfectos, su marquesina, sus tejas, su
césped, sus macizos, sus escalones cubiertos de sangre, su prestigio destruido.
Si insisto sobre un episodio semejante
es porque hace comprender mejor qué cualquier otro el extraño periodo de la
guerra, y cómo me impresionaba, más que lo pintoresco, la poesía de las cosas.
Oímos el
cañonazo. Se combatía cerca de Meaux[9]. Se decía que habían
capturado a unos ulanos[10] cerca de Lagny[11], a quince kilómetros de
casa. Mientras mi tía hablaba de una amiga, que había huido desde los primeros
días de la guerra después de haber enterrado en su jardín relojes de péndulo y
latas de sardinas, pregunté a mi padre qué medio había para trasladar nuestros
viejos libros; era lo que más me costaría perder.
Finalmente, en el momento en que nos
disponíamos a la huida, los periódicos nos convencieron de que era inútil[12].
Mis hermanas iban ahora a J... a llevar
cestos de peras a los heridos. Habían descubierto una compensación, mediocre, a
decir verdad, a todos sus hermosos proyectos truncados. Cuando llegaban a J...,
¡los cestos estaban casi vacíos!
Me correspondía entrar en el liceo Henri
IV; pero mi padre prefirió
retenerme un año más en el campo. Durante aquel triste invierno mi única
distracción era la de ir corriendo a casa de nuestro vendedor de periódicos,
para estar seguro de conseguir un ejemplar del Mot[13],
un periódico que me gustaba y que aparecía los sábados. Esos días nunca me
levantaba tarde.
Pero llegó la primavera, amenizada por
mis primeras locuras. Bajo el pretexto de ir a postular, aquella primavera salí
muy a menudo a pasear, endomingado y con una jovencita a mi derecha. Yo llevaba
el cepillo. Ella la bandeja con las insignias. Desde la segunda cuestación,
unos compañeros me enseñaron a aprovechar bien aquellos días de libertad en los
que se me arrojaba en brazos de alguna niña. A partir de entonces, nos
apresurábamos a recaudar el mayor dinero posible por la mañana, entregábamos a
mediodía nuestra colecta a la dama patrocinadora y nos íbamos el resto del día
a golfear por las praderas de Chennevières. Por primera vez tuve un amigo. Me
gustaba ir a postular con su hermana. Por vez primera me entendía con un muchacho
tan precoz como yo, e incluso admiraba su belleza, su desvergüenza. Nuestro
común desprecio por los de nuestra edad nos unía aún más. Nos considerábamos
los únicos capaces de comprender las cosas y, además, nos creíamos los únicos
dignos de mujeres. Nos creíamos hombres. Por fortuna no íbamos a estar
separados. René iba ya al liceo Henri IV, y yo estaría en su clase, en cuarto. Él no tenía que
estudiar griego; pero hizo por mí el gran sacrificio de convencer a sus padres
para que le dejaran estudiarlo. Así, estaríamos siempre juntos. Como no había
hecho el primer curso, aquello le obligaba a recibir clases particulares. Los
padres de René no comprendieron nada, pues el año anterior tan sólo por las
súplicas de éste habían consentido en que no estudiase griego. Vieron en ello
el efecto de mi buena influencia, y, si bien soportaban a sus otros compañeros,
yo era, sin duda, el único amigo que contaba con su aprobación.
Por primera vez, aquel año no me resultó
aburrido ningún día de vacaciones. Me di cuenta, por tanto, de que nadie escapa
a su edad, y de que mi peligroso desprecio se había fundido como el hielo desde
que alguien se había ocupado de mí de la forma en que a mí me convenía.
Nuestros progresos comunes acortaron a la mitad el camino que nuestro mutuo
orgullo había de recorrer.
El primer día de clase, René fue para mí
un guía inestimable.
Con él todo se me hacía agradable, y yo,
que no podía dar un paso solo, gustaba de hacer ahora a pie, dos veces al día,
el trayecto que separa el Henri IV de la estación de la Bastilla, donde tomábamos el
tren.
Así transcurrieron tres años, sin más
amistad y sin más esperanza que las diabluras de los jueves[14] —con las niñas que los
padres de mi amigo nos proporcionaban inocentemente, invitando al mismo tiempo
a merendar a los amigos de su hijo y a las amigas de su hija—, pequeños favores
que nosotros obteníamos y ellas obtenían de nosotros, bajo el pretexto de jugar
a las prendas.
[1] Alemania
declara la guerra a Francia el 3 de agosto de 1914. Comienza la Primera Guerra
Mundial.
[2] A
orillas del Marne, afluente del Sena, se sitúan muchas de las ciudades
mencionadas en la novela: Ormesson, La Varenne, Sucy, etc., al nordeste de
París.
[3] Massager
significa en francés enviado, mensajero.
[4] Conocido
instituto de enseñanza media en París.
[5] Colección
de novelas de aventuras muy popular en Francia.
[6] Alusión
a un acontecimiento histórico concreto; el atentado austriaco hace referencia
al asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo el 28 de junio de
1915, uno de los acontecimientos decisivos para el desencadenamiento de la
Primera Guerra Mundial.
[7] Joseph Caillaux, ministro de Finanzas, hubo de dimitir de su cargo a
principios de 1914, tras el asesinato por parte de su esposa del director de Le
Fígaro, Gastón Calmette, quien estaba llevando a cabo una tenaz campaña de
desprestigio contra ellos. El juicio y la posterior absolución de su esposa
fueron muy sonados en la Francia de la época. Posteriormente, durante la guerra,
Caillaux fue acusado de colaboracionismo.
[8] El
14 de julio se conmemora la toma de la bastilla en 1789, que supuso la primera
intervención directa de las masas populares en el curso de la Revolución
francesa. Es el día de la fiesta nacional en Francia.
[9] Meaux:
en la ribera del Marne, ciudad próxima a París.
[10] Ulanos:
soldados que sirvieron como mercenarios en Polonia, Prusia, Austria y Francia
hasta 1918. En algunos ejércitos europeos se da tal nombre a los regimientos de
lanceros a caballo.
[11] Ciudad
a orillas del Marne, entre Meaux y París.
[12] En
septiembre de 1914 se logra detener el avance del ejército alemán en la batalla
del Marne. Gracias a la ofensiva francesa dirigida por el general Joffre,
fracasa el plan estratégico alemán, que pretendía anular a Francia con la mayor
rapidez.
[13] Le
Mot: periódico editado por Jean Cocteau y Paul Iribe que
aparece entre noviembre de 1914 y julio de 1915.
[14] Los
escolares franceses no tenían clase los jueves.