martes, 26 de diciembre de 2023

RAYMOND RADIGUET El diablo en el cuerpo Edición de Lourdes Carriedo Traducción de Lourdes Carriedo FRAGMENTO

 

 

 

 

 

 


 

RAYMOND RADIGUET

El diablo en el cuerpo

 

Edición de Lourdes Carriedo

 

Traducción de Lourdes Carriedo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMERA EDICIÓN

MÉXICO, 1991

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

Letras Universales


 

 

 

 

 

 

Diseño de cubierta: Diego Lara

Ilustración de cubierta: Dionisio Simón

 

 

 

 

Primera edición

México, 1991

 



 

 

 

 

EL DIABLO EN EL CUERPO

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

Voy a exponerme a grandes reproches. Pero, ¿qué le voy a hacer? ¿Acaso tuve yo la culpa de haber cumplido doce años algunos meses antes de la declaración de la guerra?[1]. Los trastornos que me deparó aquel periodo extraordinario fueron, sin lugar a dudas, de una índole que no suele nunca experimentarse a tal edad; pero como nada es capaz de hacernos madurar a pesar de las apariencias, habría de comportarme como un niño en una aventura en la que hasta un adulto se hubiera encontrado en apuros. No soy el único. Mis compañeros guardarán de aquella época un recuerdo que no corresponde con el de sus mayores. Que aquellos que ya están en contra mía traten de imaginar lo que la guerra supuso para muchos chicos: cuatro años de grandes vacaciones.

 

 

Vivíamos en F..., a orillas del Marne[2].

Mis padres reprobaban la amistad entre chico y chica. La sensualidad, que nace con nosotros y se manifiesta todavía a ciegas, en lugar de desaparecer por ello, aumentó.

Nunca he sido un soñador. Lo que a los demás, más crédulos, parece ensoñación, a mí me parecía tan real como el queso le parece al gato, aun a través de la campana de cristal. Sin embargo, la campana existe.

Si la campana se rompe, el gato se aprovecha, incluso si los que la rompen son sus amos y se cortan las manos.

 

 

Hasta los doce años no me recuerdo en amorío alguno, excepto el de una niña llamada Carmen a la que hice llegar, por medio de un muchacho más joven que yo, una carta en la que le declaraba mi amor. Me permitía solicitarle una cita en nombre de ese amor. Mi carta le había sido entregada por la mañana, antes de que fuera a clase. Había elegido a la única niña que se me parecía porque era muy limpia y siempre iba al colegio acompañada de una hermana pequeña, igual que yo del mío. Con el fin de que aquellos dos testigos guardaran silencio, pensé en casarlos, de algún modo. Añadí, pues, a mi carta, otra para la señorita Fauyette de parte de mi hermano, que aún no sabía escribir. Expliqué a mi hermano mi proceder, y nuestra posibilidad de encontrarnos con dos hermanas de nuestra misma edad y provistas de tan excepcionales nombres de pila. Pude comprobar tristemente que no me había equivocado respecto a la buena educación de Carmen cuando volví a clase, después de haber almorzado con mis padres, que me mimaban y nunca me reñían.

Apenas mis compañeros se habían sentado en sus pupitres —mientras que yo, como primero de la clase, me hallaba en la tarima del aula, agachado para coger de un armario los libros para la lectura en voz alta—, entró el director. Los alumnos se levantaron. Llevaba una carta en la mano. Me flaquearon las piernas, se me cayeron los libros, y los fui recogiendo mientras que el director hablaba con el profesor. Los alumnos de los primeros bancos se volvían ya hacia mí, ruborizado en el fondo del aula, pues oían que se cuchicheaba mi nombre. Por fin, el director me llamó y para reprenderme con delicadeza, sin despertar, creía él, ningún recelo entre los alumnos, me felicitó por haber escrito una carta de doce líneas sin ninguna falta. Me preguntó si la había escrito yo solo, y después me pidió que le acompañase a su despacho. No llegamos hasta allí. Me reprendió en el patio, bajo el aguacero. Lo que más confundió mis principios morales fue que considerase tan grave el haber comprometido a la niña (cuyos padres le habían informado de mi declaración), como el hecho de haber sustraído una hoja de papel de cartas. Me amenazó con enviar aquella carta a mi casa. Le supliqué que no lo hiciera. Cedió, pero advirtiéndome que guardaría la carta, y que a la primera reincidencia no podría ocultar por más tiempo mi mala conducta.

Aquella mezcla de descaro y de timidez desconcertaba y engañaba a los míos, del mismo modo que en la escuela mi gran facilidad, auténtica pereza, me hacía pasar por un buen alumno.

Volví a clase. El profesor, irónico, me llamó Don Juan. Me sentí sumamente halagado, sobre todo de que aludiera a una obra que yo conocía y mis compañeros no. Su «Buenos días, Don Juan» y mi sonrisa cómplice cambiaron la opinión de la clase sobre mí. Seguramente ya se habían enterado de que había encargado a un niño de primaria que llevase una carta a una «tía», como dicen los colegiales en su rudo lenguaje. Aquel niño se llamaba Messager[3]; no lo había elegido por su nombre, pero, en cualquier caso, semejante nombre me había inspirado confianza.

A la una había suplicado al director que no dijera nada a mi padre; a las cuatro ardía en deseos de contárselo todo. Aunque nadie me obligaba a ello, haría aquella confesión en honor a la franqueza. Sabiendo que mi padre no se enfadaría, me sentía encantado de que se enterara de mi proeza.

Se lo confesé, pues, añadiendo con orgullo que el director me había prometido una total discreción (como a una persona mayor). Mi padre quería saber si no me había inventado de cabo a rabo aquella historia de amor. Fue a ver al director. Durante aquella visita habló incidentalmente de lo que él consideraba una farsa.—¿Qué?, dijo entonces el director, sorprendido y muy molesto, ¿se lo ha contado? Me había suplicado que me callara, diciéndome que usted le mataría.

Aquella mentira del director suponía una excusa, lo que aumentó mi orgullo de hombre. Me gané al mismo tiempo el aprecio de mis compañeros y los guiños del profesor. El director ocultaba su rencor. Aquel infeliz ignoraba lo que yo ya sabía: mi padre, molesto con su conducta, había decidido dejarme terminar el año escolar y sacarme del colegio. Estábamos entonces a comienzos de junio. Mi madre, que no quería que aquello influyera sobre mis premios, sobre mis coronas, esperaba el reparto para dar la noticia. Llegado el día, y gracias a una injusticia del director, que temía confusamente las consecuencias de su mentira, fui el único de la clase que recibió la corona de oro y, por lo tanto, también el premio extraordinario. Cálculo desafortunado: el colegio perdió a sus dos mejores alumnos, pues el padre del premio extraordinario sacó a su hijo.

Alumnos como nosotros servíamos de reclamo para atraer a otros.

 

 

Mi madre me consideraba demasiado joven todavía para ir al Henri IV[4]. En su interior, ello significaba tomar el tren. Me quedé dos años en casa trabajando solo.

Me prometía alegrías sin límite, porque, al conseguir hacer en cuatro horas el trabajo que mis antiguos condiscípulos no hubieran realizado en dos días, me quedaba libre más de la mitad del día. Paseaba solo a orillas del Marne, río que era ya tan nuestro que mis hermanas decían, refiriéndose al Sena, «un Marne». Llegaba incluso a subir a la barca de mi padre, a pesar de su prohibición; pero no me atrevía a remar, sin querer confesarme que mi temor no era a desobedecerle, sino miedo, a secas. Leía, tumbado en la barca. Entre 1913 y 1914 desfilaron por allí doscientos libros. Y no eran de los que se consideraban malos libros, más bien al contrario, de los mejores, cuando no por el pensamiento, sí al menos por el mérito. Por eso, mucho más tarde, a la edad en que la adolescencia suele despreciar los libros de la Biblioteca rosa[5], tomé gusto a su encanto infantil, mientras que en aquella época no los hubiera querido leer por nada en el mundo.

El inconveniente de aquellos recreos alternados con el trabajo era que todo el año se transformaba para mí en unas falsas vacaciones. Así, mi trabajo diario era cuestión de poca cosa, pero como, aun trabajando menos tiempo que los demás, lo seguía haciendo durante las vacaciones, aquella poca cosa era como un corcho atado a la cola de un gato durante toda la vida, cuando sin duda sería preferible arrastrar una sartén durante un mes.

 

 

Las verdaderas vacaciones se acercaban, pero yo me ocupaba bien poco de ellas, puesto que para mí continuaba el mismo régimen. El gato seguía mirando el queso bajo la campana. Pero llegó la guerra. Y la campana se rompió. Los amos tuvieron otros gatos para fustigar, y el gato se alegró de ello. A decir verdad, todo el mundo estaba contento en Francia. Los niños, con sus libros de premios bajo el brazo, se apiñaban ante los carteles. Los malos estudiantes se aprovechaban del desconcierto familiar.

Todos los días íbamos, después de comer, a la estación de J..., a dos kilómetros de casa, para ver pasar los trenes militares. Nos llevábamos campánulas y se las echábamos a los soldados. Señoras en bata servían vino tinto en las cantimploras y derramaban litros y litros sobre el andén tapizado de flores. Todo aquello me deja un recuerdo de fuego de artificio. Nunca hubo tanto vino desperdiciado, tantas flores muertas. Tuvimos que engalanar las ventanas de casa.

Pronto dejamos de ir a J... Mis hermanos y mis hermanas comenzaban a hartarse de la guerra, les parecía demasiado larga. Les estropeaba la playa. Acostumbrados a levantarse tarde, ahora tenían que ir a comprar el periódico a las seis de la mañana. ¡Vaya distracción! Pero hacia el veinte de agosto, esos jóvenes monstruos recobran la esperanza. En vez de irse, se quedan a la mesa, donde se entretienen las personas mayores, para oír a mi padre. Sin duda no habría ya medios de transporte. Tendríamos que ir en bicicleta hasta muy lejos. Mis hermanos gastan bromas a mi hermana pequeña. Las ruedas de su bicicleta apenas miden cuarenta centímetros de diámetro: «Te dejaremos sola en la carretera.» Mi hermana solloza. ¡Pero con qué entusiasmo se saca brillo a las bicicletas! Ni rastro de pereza. Me proponen reparar la mía. Se levantan de madrugada para enterarse de las noticias. Mientras todos se asombran, descubro por fin el móvil de semejante patriotismo: ¡un viaje en bicicleta!, ¡hasta el mar!, un mar más lejano, más bello que de costumbre. Hubieran quemado París con tal de salir antes. Lo que aterrorizaba a Europa se había convertido para ellos en la única esperanza.

¿Acaso el egoísmo de los niños es tan diferente del nuestro? Durante el verano, en el campo, maldecimos la lluvia, mientras que los labradores la reclaman.

 


 

 

 

 

 

 

 

No es usual que un cataclismo se produzca sin fenómenos que lo anuncien. El atentado austriaco[6], el escándalo del proceso Caillaux[7], propagaban una atmósfera irrespirable, propicia a la extravagancia. Así pues, mi verdadero recuerdo de guerra precede a la guerra. Esto es lo que ocurrió:

Mis hermanos y yo solíamos burlarnos de uno de nuestros vecinos, un tipo grotesco, enano de perilla blanca tocado con capucha, concejal de Ayuntamiento, que se llamaba Maréchaud. Todo el mundo le llamaba el tío Maréchaud. Aunque éramos vecinos, no le saludábamos, cosa que le daba tanta rabia, que un día, no aguantando más, nos abordó en la calle y nos dijo: «¿Conque no se saluda a un concejal, eh?» Nos largamos de allí a toda prisa. A partir de aquella impertinencia, las hostilidades fueron manifiestas. Pero, ¿qué podía hacer contra nosotros un concejal? Al ir y al volver del colegio, mis hermanos llamaban a su timbre, con tanta más audacia cuanto que el perro, que podía tener mi edad, no era de temer.

La víspera del 14 de julio de 1914[8], cuando salía yo al encuentro de mis hermanos, cuál no sería mi sorpresa al ver un grupo de gente delante de la verja de los Maréchaud. Unos cuantos tilos podados dejaban ver su villa al fondo del jardín. Desde las dos de la tarde, su joven criada, que se había vuelto loca, se había subido al tejado y se negaba a bajar. Los Maréchaud, horrorizados por el escándalo, habían cerrado los postigos, de manera que el trágico efecto de ver a aquella loca sobre el tejado aumentaba, al parecer que la casa estaba abandonada. Algunas personas gritaban, indignadas de que los señores no hicieran nada para salvar a esa desgraciada. Ella titubeaba sobre las tejas, sin llegar a dar la impresión de estar borracha. Me hubiera gustado quedarme allí para siempre, pero nuestra criada, enviada por mi madre, vino a devolvernos a nuestros deberes. Si no, me quedaría sin fiesta. Me fui de allí con el alma en los pies, rogando a Dios que la criada siguiese todavía sobre el tejado cuando fuera a buscar a mi padre a la estación.

Y seguía en su puesto, pero los escasos transeúntes que volvían de París se apresuraban para llegar pronto a cenar y no perderse el baile. No le concedían más que un minuto de indiferencia. Tan sólo le dirigían una mirada distraída.

Por lo demás, para la criada sólo se trataba hasta entonces de un ensayo más o menos público. Debía debutar por la noche, según la costumbre, con los surtidores luminosos a modo de verdaderas candilejas. Estaban encendidos tanto los surtidores de la avenida como los del jardín, pues los Maréchaud, pese a su ausencia fingida, no se habían atrevido, como notables que eran, a dejarlo a oscuras. A lo fantástico de aquella casa del crimen, sobre cuyo tejado se paseaba, como sobre el puente de un navío empavesado, una mujer de cabellos ondulantes, contribuía mucho la voz de esa mujer: inhumana, gutural, de una dulzura que ponía la carne de gallina.

Como los bomberos de un pequeño municipio son «voluntarios», durante todo el día se ocupan de lo que no son bombas de incendio. Se trata del lechero, del pastelero, del cerrajero, quienes, una vez terminado su trabajo, irán a apagar el fuego, si es que no se ha extinguido por sí solo. Desde la movilización, nuestros bomberos habían formado, además, una especie de milicia misteriosa que hacía patrullas, maniobras y rondas nocturnas. Por fin llegaron esos valientes, abriéndose paso entre la multitud.

Una mujer se acercó a ellos. Era la esposa de un concejal, adversario de Maréchaud, y que, desde hacía algunos minutos, se compadecía ruidosamente de la loca. Dio algunos consejos al capitán: «Trate de cogerla con dulzura; está tan privada de ella, la pobre, en esta casa donde se la maltrata. Y sobre todo, si lo que le hace obrar así es el miedo a ser despedida, de encontrarse sin trabajo, díganle que la emplearé en mi casa. Que le doblaré el sueldo.»

Esa caridad tan ruidosa produjo escaso efecto en la multitud. Aquella señora les molestaba. Tan sólo se pensaba en la captura. Los bomberos, seis en total, escalaron la verja y rodearon la casa, trepando por todos sitios. Pero apenas uno de ellos apareció sobre el tejado, la multitud, como los niños en el guiñol, se puso a vociferar para prevenir a la víctima.

—¡Callaos! —gritaba la señora, lo cual excitaba aún más los «¡ahí va uno!» del público. Ante los gritos, la loca, armándose de tejas, lanzó una sobre el casco del bombero que había llegado a la techumbre. Los otros cinco bajaron rápidamente.

Mientras que, en la plaza del Ayuntamiento, los propietarios de los tiros al blanco, de los tiovivos, de las barracas, se lamentaban de ver tan poca clientela, en una noche en la que los ingresos debían ser fructíferos, los golfos más atrevidos escalaban los muros y se aglomeraban en el césped para presenciar la caza. La loca decía cosas que he olvidado, con esa profunda melancolía resignada que confiere a la voz ese convencimiento de que se tiene razón, de que todo el mundo está equivocado. Los golfos, que preferían ese espectáculo a la feria, querían, sin embargo, compaginar las diversiones. Por eso, temerosos de que apresaran a la loca en su ausencia, corrían a dar rápidamente una vuelta en los caballitos. Otros, más sensatos, instalados en las ramas de los tilos como para la parada de Vincennes, se contentaban con quemar luces de Bengala y cohetes.

Puede imaginarse la angustia del matrimonio Maréchaud, en su casa, encerrado en medio del ruido y de los resplandores.

El concejal marido de la señora caritativa improvisaba, subido al pequeño muro de la verja, un discurso sobre la cobardía de los propietarios. Se le aplaudió.

Creyendo que era a ella a quien aplaudían, la loca saludaba con un montón de tejas en cada brazo, arrojando una cada vez que brillaba un casco. Agradecía, con su voz inhumana, que al fin se la hubiese comprendido. Tuve la imagen de una mujer, capitán pirata, que permanece sola en su barco a medio hundir.

La multitud se dispersaba ya, un poco cansada. Yo había querido quedarme con mi padre, mientras mi madre, para satisfacer esa necesidad de mareo que tienen los niños, llevaba a los suyos de los tiovivos a las montañas rusas. En realidad, yo sentía esa extraña necesidad más vivamente que mis hermanos. Me gustaba que mi corazón latiera rápida e irregularmente. Aquel espectáculo, de una profunda poesía, me satisfacía más. «Qué pálido estás», había dicho mi madre. Encontré el pretexto de las luces de Bengala. Me daban, dije, un color verde.

—De todos modos, temo que esto le impresione demasiado —le dijo a mi padre.

—¡Oh! —respondió él—, no conozco a nadie más insensible. Puede contemplar lo que sea, salvo ver desollar a un conejo.

Mi padre decía eso para que me quedara. Pero sabía que el espectáculo me trastornaba. Yo notaba que también le afectaba a él. Le pedí que me subiera en sus hombros para ver mejor. En realidad, iba a desvanecerme, mis piernas ya no me sostenían.

Ahora ya no quedaban más de veinte personas. Oímos las cornetas. Anunciaban el desfile de las antorchas.

Cien antorchas alumbraban de repente a la loca, como cuando, tras la delicada luz de las candilejas, el magnesio estalla para fotografiar a una nueva estrella. Entonces, agitando sus manos en señal de despedida y creyendo que era el fin del mundo, o, simplemente, que la iban a coger, se arrojó del tejado, rompió la marquesina en su caída, con un estrépito espantoso, para venir a aplastarse contra los escalones de piedra. Hasta entonces había tratado de soportarlo todo aunque me zumbaran los oídos y el corazón me fallara. Pero cuando oí que algunos gritaban: «Todavía vive», me caí de los hombros de mi padre, sin conocimiento.

Cuando volví en mí, me llevó a la orilla del Marne. Nos quedamos allí hasta muy tarde, en silencio, tendidos sobre la hierba.

A la vuelta, me pareció ver detrás de la verja una silueta blanca, ¡el fantasma de la criada! Era el tío Maréchaud con el gorro de dormir contemplando los desperfectos, su marquesina, sus tejas, su césped, sus macizos, sus escalones cubiertos de sangre, su prestigio destruido.

Si insisto sobre un episodio semejante es porque hace comprender mejor qué cualquier otro el extraño periodo de la guerra, y cómo me impresionaba, más que lo pintoresco, la poesía de las cosas.


 

 

 

 

 

 

 

Oímos el cañonazo. Se combatía cerca de Meaux[9]. Se decía que habían capturado a unos ulanos[10] cerca de Lagny[11], a quince kilómetros de casa. Mientras mi tía hablaba de una amiga, que había huido desde los primeros días de la guerra después de haber enterrado en su jardín relojes de péndulo y latas de sardinas, pregunté a mi padre qué medio había para trasladar nuestros viejos libros; era lo que más me costaría perder.

Finalmente, en el momento en que nos disponíamos a la huida, los periódicos nos convencieron de que era inútil[12].

Mis hermanas iban ahora a J... a llevar cestos de peras a los heridos. Habían descubierto una compensación, mediocre, a decir verdad, a todos sus hermosos proyectos truncados. Cuando llegaban a J..., ¡los cestos estaban casi vacíos!

Me correspondía entrar en el liceo Henri IV; pero mi padre prefirió retenerme un año más en el campo. Durante aquel triste invierno mi única distracción era la de ir corriendo a casa de nuestro vendedor de periódicos, para estar seguro de conseguir un ejemplar del Mot[13], un periódico que me gustaba y que aparecía los sábados. Esos días nunca me levantaba tarde.

Pero llegó la primavera, amenizada por mis primeras locuras. Bajo el pretexto de ir a postular, aquella primavera salí muy a menudo a pasear, endomingado y con una jovencita a mi derecha. Yo llevaba el cepillo. Ella la bandeja con las insignias. Desde la segunda cuestación, unos compañeros me enseñaron a aprovechar bien aquellos días de libertad en los que se me arrojaba en brazos de alguna niña. A partir de entonces, nos apresurábamos a recaudar el mayor dinero posible por la mañana, entregábamos a mediodía nuestra colecta a la dama patrocinadora y nos íbamos el resto del día a golfear por las praderas de Chennevières. Por primera vez tuve un amigo. Me gustaba ir a postular con su hermana. Por vez primera me entendía con un muchacho tan precoz como yo, e incluso admiraba su belleza, su desvergüenza. Nuestro común desprecio por los de nuestra edad nos unía aún más. Nos considerábamos los únicos capaces de comprender las cosas y, además, nos creíamos los únicos dignos de mujeres. Nos creíamos hombres. Por fortuna no íbamos a estar separados. René iba ya al liceo Henri IV, y yo estaría en su clase, en cuarto. Él no tenía que estudiar griego; pero hizo por mí el gran sacrificio de convencer a sus padres para que le dejaran estudiarlo. Así, estaríamos siempre juntos. Como no había hecho el primer curso, aquello le obligaba a recibir clases particulares. Los padres de René no comprendieron nada, pues el año anterior tan sólo por las súplicas de éste habían consentido en que no estudiase griego. Vieron en ello el efecto de mi buena influencia, y, si bien soportaban a sus otros compañeros, yo era, sin duda, el único amigo que contaba con su aprobación.

Por primera vez, aquel año no me resultó aburrido ningún día de vacaciones. Me di cuenta, por tanto, de que nadie escapa a su edad, y de que mi peligroso desprecio se había fundido como el hielo desde que alguien se había ocupado de mí de la forma en que a mí me convenía. Nuestros progresos comunes acortaron a la mitad el camino que nuestro mutuo orgullo había de recorrer.

El primer día de clase, René fue para mí un guía inestimable.

Con él todo se me hacía agradable, y yo, que no podía dar un paso solo, gustaba de hacer ahora a pie, dos veces al día, el trayecto que separa el Henri IV de la estación de la Bastilla, donde tomábamos el tren.

Así transcurrieron tres años, sin más amistad y sin más esperanza que las diabluras de los jueves[14] —con las niñas que los padres de mi amigo nos proporcionaban inocentemente, invitando al mismo tiempo a merendar a los amigos de su hijo y a las amigas de su hija—, pequeños favores que nosotros obteníamos y ellas obtenían de nosotros, bajo el pretexto de jugar a las prendas.



[1] Alemania declara la guerra a Francia el 3 de agosto de 1914. Comienza la Primera Guerra Mundial.

[2] A orillas del Marne, afluente del Sena, se sitúan muchas de las ciudades mencionadas en la novela: Ormesson, La Varenne, Sucy, etc., al nordeste de París.

[3] Massager significa en francés enviado, mensajero.

[4] Conocido instituto de enseñanza media en París.

[5] Colección de novelas de aventuras muy popular en Francia.

[6] Alusión a un acontecimiento histórico concreto; el atentado austriaco hace referencia al asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo el 28 de junio de 1915, uno de los acontecimientos decisivos para el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial.

[7] Joseph Caillaux, ministro de Finanzas, hubo de dimitir de su cargo a principios de 1914, tras el asesinato por parte de su esposa del director de Le Fígaro, Gastón Calmette, quien estaba llevando a cabo una tenaz campaña de desprestigio contra ellos. El juicio y la posterior absolución de su esposa fueron muy sonados en la Francia de la época. Posteriormente, durante la guerra, Caillaux fue acusado de colaboracionismo.

[8] El 14 de julio se conmemora la toma de la bastilla en 1789, que supuso la primera intervención directa de las masas populares en el curso de la Revolución francesa. Es el día de la fiesta nacional en Francia.

[9] Meaux: en la ribera del Marne, ciudad próxima a París.

[10] Ulanos: soldados que sirvieron como mercenarios en Polonia, Prusia, Austria y Francia hasta 1918. En algunos ejércitos europeos se da tal nombre a los regimientos de lanceros a caballo.

[11] Ciudad a orillas del Marne, entre Meaux y París.

[12] En septiembre de 1914 se logra detener el avance del ejército alemán en la batalla del Marne. Gracias a la ofensiva francesa dirigida por el general Joffre, fracasa el plan estratégico alemán, que pretendía anular a Francia con la mayor rapidez.

[13] Le Mot: periódico editado por Jean Cocteau y Paul Iribe que aparece entre noviembre de 1914 y julio de 1915.

[14] Los escolares franceses no tenían clase los jueves.

domingo, 24 de diciembre de 2023

Raymond Queneau El instante fatal Título original: L’Instant fatal Raymond Queneau, 1948 Traducción: Adolfo García Ortega FRAGMENTO

 



Raymond Queneau (Le Havre, 1903-Paris, 1976) participó activamente en el surrealismo aunque lo asimilara añadiéndole un tono algo festivo y popular. Toda su obra, tanto la narrativa como la poética, está elaborada con un humor agudo, cortante, pero también compasivo y humano, y con un lenguaje siempre cuestionado, perseguido en sus costumbres y tendencias con una magia peculiar. El lenguaje es una fuente de placer para Queneau, quien, sin dejarse arrastrar, controlándolo, no se cansa de mostrar hallazgos con él o de tomarlo a burla. Su obra es un luminoso laboratorio lingüístico y cultural, abierto siempre a las eventualidades de la razón y de la imaginación.

 

Raymond Queneau

El instante fatal

Título original: L’Instant fatal

Raymond Queneau, 1948

Traducción: Adolfo García Ortega

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

 

I

MARINA

(1920-1930)

MARINA

Los peces tienen tan bonitas cabezas

que hay que desplazarlos con frecuencia

a causa de los destrozos que hacen en el corazón de las medusas

Los corazones de medusa destrozados varan en los puertos

bajo forma de buques carboneros o petroleros

Las medusas mismas no son nunca pescadas

un nuevo corazón las impulsa mucho mayor que el primero

mucho más bello y mucho más verde y mucho más duro

pues las medusas han dejado de amar a los peces de aletas filudas y agallas blancas

tan sólo aman el centro de gravedad de cada cosa

en el cielo y en la tierra

Los tiburones no se aburren

con la funda de un colchón

fabrican hermosas sábanas

para los ahogados astutos

que han acudido hasta ellos

masticando hoja de verbena

para perfumarse las venas

no los tiburones no se aburren

ellos también tienen bonitas cabezas

para destrozar el corazón de las medusas inquietas

EL BUEN USO DE LAS ENFERMEDADES

Patas de salamandra en la hoguera

abrasadora de cadáveres blandos

las hierbas especiadas por la orina de los muertos

bailan en la rabia del perro pelirrojo

Sentados a la sombra de los muros del precipicio

salvo en aquél que sacrifica sus piojos

a los valores mortinatos de las primeras fresas

los males del amor incuban sus festines

Verde sífilis inglesa pelliza

y la sarta de viejos quistes

que habéis cogido bajo escuálidos setos

el mercurio emplasta con caricias negras

Coloreadas al fuego de un ceramista

que sólo buscaba la honestidad

las enfermedades han adoptado el aire mágico

de las miniaturas y del pan fresco

El treponema se traga las quimeras

presta su fulgor a las flores de los pechos

a los vellos a las carnes a las rajas a los labios

y corta de un tajo los lloros médicos

EL ORO DE LOS HONORES

Todo el invierno en las manos del alumbrador de farolas

se torna una pequeña llama un seno trémulo

palpitan los corazones húmedos cantan los vahos de la noche

la gloria del sol se muere mientras se pone el nombre

de cometas de los mejores días de cometas del otoño

a los trozos de tejados en el cielo susurrante

la gloria a pequeña escala es mostaza en sobremesa

nada: la miseria o el reducto de lo negro

la gloria de las promesas vanas

piojos en la melena del Sol

ni los gatos querrían una morada así

piojos animales endomingados

que pasean respetuosos al sur de los baluartes de la sabiduría

el pánico de sus arco iris

a la entrada del pueblo unas piedras saltan

pero ninguna lapidación podría allanar

el camino en el que resuenan duros los pasos

el camino bloqueado

EL CARDO

Aun cuando estuviera yo en el tajo del carnicero

Expuesto en piezas como un misérrimo buey

Aun cuando mi testa con las narices floridas

Y un ojo glauco esperase la cebolla y el perejil

Aun cuando mi vientre con las tripas desparramadas

A la curiosidad se abriera sangrante a chorros

Aun cuando mi corazón sobre un bien ornado plato

Se juntase con mis sesos mi hígado y mis riñones

Nadie sabría encontrar entre mis chuletas

Mis vísceras y mis menudillos

El cardo que florece de una semilla triunfal

Porque nada lo desarraigará

El vivaz cardo que echa sus raíces

En las más secas y estériles tierras

El cardo sin piedad que frota sus espinas

Para causar tan penosos dolores como el mismo tiempo

FAETÓN

Oropimente pirita carbón ágata… precipicios… noche clara sementera de estrellas

El aire incrusta de tornasoles la hora de ignoto pórfiro…

El espacio se traga el sonido en sus vastas orejas…

En los caminos desiertos que por negros abandonan los dementes

El granito se hace más pesado y toda gravedad se modifica

Y el humilde heliotropo que se posaba sobre el tórax del esquisto

Corre hasta el fondo de los años funerarios sin carro ni criterio

La carretera desaparece el fruto de la esfera y del rubí madura

Su pie se roza contra el océano y el sol empalado se mece en la punta de los montes

LAS TERMÓPILAS

Al ejército que sucumbió en las penumbras últimas

damos las últimas penumbras de la muerte

el aire es más fresco en el norte de las canteras

más rápido en las canteras del norte

pobres y fatigados son los árboles de la llanura

en la llanura los árboles se volverán pálidos

los astros se arrojarán a las patas de las arañas

en las patas de la araña habrá monstruos que devorarán ese instante

muchos no llegarán a vivir más allá de un suspiro

el destino se insertará en el esmalte de los dientes

la catástrofe pasa bajo los arcos del fuego

arcos que abrasan el cuerpo del herido que gime

CATÁLOGO ANÁLOGO

Pavesas apagadas de los votos del antiguo norte

libertad de los navíos surgidos de las conquistas

pimienta de los cines con los errores oportunos

ciclámenes del amor en ropa de incidencia

pastiches de la extremaunción del día

jarrones sacados de supremos versalles

sistros de los bailes a las lunas nefréticas

cuellos de caseríos aspirando el aire de las montañas

abetos nadando entre los arroyos incoloros

ríos arañados por el vuelo de los martín-pescadores

caravanas ocultas en los cuadros de un pintor

testamento después de beber o dormir sin comer

fantasmas y presuntos presagios en el cielo

extremos juiciosos que nadie considera

remos de bajeles apaleando medusas

circos embrujados que las tormentas engalanan

tinieblas intrincadas de las noches de revuelta

ADIÓS

Adiós a ese gran puente y a sus horizontales

a sus arcos a sus muros a sus zócalos

a sus hierros pintados de rojo y a sus balaustradas

adiós a ese gran puente que se baña los pies

adiós a la casa y a sus verticales

a su techumbre malva y a sus postigos grises

a su radio berreante y dominical

adiós a la casa de donde salí

adiós a esta ciudad y a su vida oblicua

a sus aceras desnudas y a su asfalto negro

a sus esqueletos grasos y a sus huesos mefíticos

adiós a esta ciudad donde muere mi memoria

SIN SALIDA

Los pontones de las catedrales

las galerías de los paquebotes

estorbaban la marcha animal

de un vagabundo caraculo

la armonía aritmética

de la ciudad insuperada

inundaba el caos quimérico

de sus mermados pensamientos

cambiando por enésima vez

la misma vida de siempre

devoró dos mandrágoras

mientras bebía agua mineral

LA ESTATUA DE YESO

Sobre un fondo morado el arco iris

Sutil revela lo esencial

De un sueño nacido del crepúsculo

Sueño de muertos que se desvanece

Los cohetes de colores

Culminan su trayectoria

Y un cartel de cine

Invita a probar la aventura

Para recompensar al arlequín

Con flores negras las extranjeras

Engalanan el extraño berbiquí

Que taladra a la joven dependienta

MATERIA PARLANTE

la lavanda las uvas secas

cuidaos de los cuidados arpía truco

accesorio no dice amén

sin embargo rey huye del exilio

carnaval rosa verbo virgen

sal rumana verde nieve

morral áspero ni verde ni sal

por fin el zuavo grita clemencia

libertad para el testigo naval

civil soberbia espalda parda

corazón herido juguete de Navidad

la serpiente sentencia a un caballo

estrella gigante raso negro

la hora cerrada ni noche ni día

el postigo mudo año púber

ningún anuncio canta las cuarenta

el hospital turbia farmacia

aceras en aceite de hígado de bacalao

lejía para los chavales

yoduro para el municipal

cacahuetes corazón faltado poco

el juego de un muro a punto de romperse

atrae el huevo de un perro deshuesado

músculos hechos con falsa halterofilia

corbatas de puntillas rojas

dragan el fondo de una espiga madura

Nilo o Volga el as crujiente

cardinales cocinados

ADELGAZAR

I

Hay quienes adelgazan sobre tierra

Vientre coxis o rodillas

Hay quienes adelgazan el carácter

Hay quienes no adelgazan nada de nada

Sí pero

Yo adelgazo la punta digital

Sí la punta digital Sí la punta digital

Yo adelgazo la punta digital

Lo más distinguido que hay

II

Lotro día en bulevar de la Villette

Mencuentro un buey dizque estofado

Le digo Tienes pinta de pocho

Ven que te compro un buen trasero

Sólo yo puedo porque

Yo adelgazo la punta digital

Sí la punta digital Sí la punta digital

Yo adelgazo la punta digital

Lo más distinguido que hay

Ill

Desdhace ya tiempo hago gimnasia

Y mastengo de los deportes dinvierno

Y como con furor mastico

Pienso que si persevero

Pues

Adelgazaré la punta digital

Sí la punta digital Sí la punta digital

Adelgazaré incluso por todas partes

Incluso laxtremidad del cuello

EL RELOJ (DE PARED)

I

Yo mepaseaba porlos bulevares

Cuando mencuentro alamigo Bidard

Tenía aspecto tan de indigestion

Que le pedí sexplicase

Y he aquí que me dice

Acabo de tragarme mi reloj (de pared)

Así que voy a ver al cirujano

Pues tengo un poquimiedo canino

De que mellegue a los vestíbulos

II

Un mes después volviver a mi colega

Tenía aspecto delomás elegantón

Entonces fui a suncuentro

Y ya estamos conminándolo aexplicarse

Y he aquí que me dice

Megano la vida con mi reloj (de pared)

Como tengo en el estómago esa esfera

Vendo lahora a cuantos pasan

Y esperan quetenga elreloj enlos vestíbulos

Ill

Finalmente el tipo sesuicidó

Cuando vio que nadie loperaba

Y cuando llegué apurado al depósito

Le pedí que volviera a explicarse

Y he aquí que me dice

Estaba yharto de tener un reloj (de pared)

Mimpedía dormir de noche

Para darle cuerda tenía quhacerme un agujero en la espalda

Prefiero colgarme a estar colgado

IV

Cuando murió fui a su entierro

Era muy de mañana y yo me aburría mucho

Pero cuando estuvo en el hoyo ah quién se ríe

Desde el fondo del ataúd la séptima campanada de las doce

sonó

Y he aquí que que que

Se había tragado un reloj (de pared)

Eso nocurre a todos los cristianos

Salvo a quienes tienen un estómago canino

Y el corazón en los vestíbulos

SE

Se enciende la lámpara detrás de los frascos

No acaba de llegar la hora del insomnio

Pero alrededor de las casas del centro de la ciudad

Se deshilachan sombras de sombras

De los hilos de la estrella se cuelgan los maniquíes

Pensamientos muertos estropicios y desastres

Las tejas del destino caen canturreando

Sobre el hocico infinitamente largo de los transeúntes

Los estribillos encadenan a los hombres

A sus gustos putrefactos

Se alzan vallados

Para guardar en ellos unos ojos rojos

EL NAUFRAGIO

Los abalorios en el encaje conviven mal

Porque desprecian las suelas de los pegadores de tijeretazos

Y la noche de la que surgió esta extraña matanza

Un alga serpenteaba en arcos movedizos

Para dar a los ballesteros

Sólo los frutos obsesionados por la palidez de un seno

Una mujer tomaba la paleta del pintor

Y cantaba la muerte de un poeta asesino

Qué más dan las pasiones de estas noches aberrantes

Y las llamadas de Ulises a las sirenas vagabundas

Si la esclusa de los cielos se cierra para siempre

Y qué más da el tedio que sorprende a los remeros

Si las olas nevosas arrancan clamores

De caverna mientras bogan por la luz de los días

ROBINSÓN

Sobre el mar muerto junto a los fulgores de poniente

La sirena a los árboles desarraigados que flotan

Ha dado la sombra de sus senos y de sus lomos

Los manotazos de las olas parecen a los ahogados

El indicio de peces que acuden noctivagos

Cuando se alejan del agua salada el casco los catres de hierro

Los mástiles cargados de flores y las nubes exangües

Se abaten sobre la arena donde viene a dormir el verano

Imantados por la muerte los astrolabios los maderos

Y los barriles de ron ruedan hasta el acantilado

Junto con las mesas sucias y los vasos apenas limpios

De café en el litoral perplejo

No se refleja ningún león rampante en estos nubarrones

Comúnmente vestido de seda de púrpura y de oro

Los bosques han perdido la sonrisa de la hierba

Y los pastores mordisquean sus flautas de saúco

Turistas asiduos pintores y señoritas

Abandonan la ciudad donde ya no se canta

Desde que el asesino perdió sus tirantes

En el calabozo plúmbeo en que alguien se ahorcó

CISNES

Cuando Uno hizo el amor con Cero

Las esferas abrazaron a los boceles elípticos

Y los números primos se juntaron

Extendiendo sus manos a los frescos sicómoros

Y las fracciones continuas heridas de muerte

En el torrente de las decimales mudas se acostaron

Cuando B hizo el amor con A

Los parágrafos se abrazaron

Las comas se juntaron

Extendiendo su cuello por encima de los puentes de hierro

Y el alfabeto herido de muerte

Se desvaneció en los brazos de una interrogación muda

POBRE TIPO

Totó tiene una nariz de cabra

y un pie como pezuña de puerco

Lleva unos calcetines

que bien podrían pasar por palos de cerillas

y se peina

con un abrecartas de hace mil años

Cuando se viste las paredes se vuelven de color gris

Cuando se levanta la cama explota

Cuando se lava el agua se agita

Lleva siempre una bolsa

en su bolsillo

Pobre tipo

ALDEA

Acuclillados en los acentos de palabras vetustas

los paseantes descansan de su tedio

el guarda forestal ama a una chiquilla

a quien acechan sátiros desolladores de bosques

el cristiano cree la hipótesis crece

y los esforzados acróbatas graznan

los carceleros disponen las cuerdas

un trabajo disculpado por la fe en el padre

de una mesa dibujada sobre azúcar o cristal

un pato abole la pata municipal

altivo pese a estar vencido el carnicero traga y llora

los rábanos rosas merodean alrededor del feriante

que prepara el carromato entre los árboles de la plaza

un puesto para su sombra un velo para su cara

LÁMPARAS FUNDIDAS

Lámparas fundidas

enfermedades pintadas sobre un abanico

las uñas se arraciman en torno a frascos vacíos

pintura de barcos cubierta de conchas

lámparas fundidas

la luz se calla

sobre el escenario desierto y mudo de un teatro embrutecido

un pájaro tiembla de fiebre

y sus plumas caen del árbol como si fueran dientes

los búhos se acuestan en lechos de delirio

ya no hay fósforo ni azufre

ya ni petróleo ni carbón

la nieve funde en un agua negra

bulevares definitivamente secretos

lámparas frías lámparas fundidas

lámparas fundidas

LA TORRE DE MARFIL

Al abrigo de los robles cargados de miseria

De los robles cargados de la miseria de los muertos

Sombra violeta interpuesta en el declive de todo horizonte

Desde que el hombre nace

Al abrigo de los árboles no se hace justicia

Pues la justicia es un buitre

Que chilla en la noche deseoso de dormir en los cuartos colmados de amor

En los cuartos mortales con niños recién nacidos

Bajo su disfraz tiende una mano sucia

A los pobres que desesperan de la negrura de sus muros

Los carceleros rugen de gozo cuando lamen las esposas

Más frías que la campana de una iglesia

La muchedumbre se abalanza necesita con urgencia su propensión a los bailes llamados populares

La justicia la justicia

Que acabará por ahogarse en su propia tos

Gato perdido al otro lado de una acera viscosa

Triste ventana sólo abierta para apagar

La luz nacida del roce de cuerpos imprevistos

Que suplican un camino y hacen de su fulgor un llanto

Mientras los agentes se vuelven calvos

Y las vidrieras de las capillas son aniquiladas

Por la presión de las manos sudorosas de mujeres que nunca fueron vírgenes

Y por único bulevar sólo esa pasión

De suplicar el camino pero nadie va a responder

Hombres exiliados en las noches infinitas

Semblantes sombríos estrangulados

Saltan chispas de los astros como olas lejanas

Llueve hasta no poder más

Un gavilán brinca bailarín desorientado

El espacio se mueve con soltura por encima de los bosques metálicos

De donde echan a volar los cuervos músicos hacia inhóspitos sinos

Más allá la palpitación acelerada de las landas

Clavadas al suelo como menhires

Espantapájaros de nubes esbozadas o moribundas

Más allá la virginidad mate de los desiertos donde se acuesta el sol

El tedio de este día se ha fundado

Sobre segundos como un cura sobre piojos

El caparazón de esos monstruos se ha roto

Y de su interior polvoriento escapan aves blancas y doradas

Gozo de plumas rapidez de aleteos

Rastro de joyas robadas de ojos de enamorados

Llamas exaltadas nucas transparentes

Senos dulces torsos de estrellas

Vigilantes guardianas del alba que acaricia

El alba cristalina el alba perpetua

Pantera de pelo azul

El amor nace del azar un pulpo se come el arco iris

Una lechuza perfumada abriga bajo su ala

A los fantasmas irónicos y a los amigos del crimen

Las oscuras pendientes del deber se deshacen por los temblores de la fatiga

Una vez más el crepúsculo se ha disuelto en la noche

Después de haber escrito sobre las paredes PROHIBIDO NO SOÑAR

NOCHE

Noche: dos sílabas

Muros: cerrados como hexágonos

Noche: dos sílabas

Otoño: exhaustas y hartas de esperar

en un corazón demasiado dulce las abejas…

Noche: serpiente hueca con anillos irisados

los dioses se entrelazan para hacer bailar los arcos

de cartas olvidadas entre muy muelles mudas palabras

La noche se incendia y asesina al mundo

La noche se incendia y transforma el mundo

La noche se incendia y el mundo se precipita

Todo parece desvanecerse incluso las ágiles montañas

Noche

Archivo del blog

FILOSOFÍA Y LITERATURA

  FILOSOFÍA Y LITERATURA. Ejemplos de Novelas Filosóficas: "El Extranjero" de Albert Camus Resumen: La historia de Meursault, un h...

Páginas