sábado, 23 de mayo de 2020

4 El buque fantasma Oliver Onions. Antología de Cuentos Extraños. Tomo 1



4
 El buque fantasma
 Oliver Onions
Con el seudónimo de OLIVER ONIONS firmó toda su producción literaria el escritor inglés George Oliver, nacido en 1873. Autor de novelas —The Odd-Job Man (1903), Whom God has Sundered (1926) y otras— de tendencia social o costumbrista, es quizá su producción menor, formada por cuentos fantásticos y aun policiales, la llamada a perdurar.Un viejo tema revive con maestría en este relato.I            Mientras Abel Keeling yacía en la cubierta del galeón —por donde tan solo el propio peso de su cuerpo y su atezada mano extendida sobre los tablones le impedían rodar— su mirada se extraviaba, pero volvía siempre a la campana suspendida del pequeño campanario ornamental, a popa del palo mayor, y atascada por la peligrosa inclinación del barco. La campana era de bronce fundido, con realces casi obliterados que fueron antaño cabezas de querubines; pero el viento y la espuma salina del mar habían depositado en ella una gruesa capa de verdín, semejante a una hermosa y brillante capa de líquenes. Era ese color verde el que gustaba a Abel Keeling.
            En efecto, en cualquier otro lugar del galeón donde descansaban sus ojos, solo encontraban blancura, la blancura de la extrema edad. Había diversos grados en esa blancura: aquí cintilaba como gránulos de sal, allá simulaba un blanco grisáceo de creta, y más lejos la pátina amarillenta de la decadencia; pero en todas partes era la inmóvil e inquietante blancura de las cosas sin vida. Sus jarcias estaban blanqueadas como el heno seco; la mitad del cordaje conservaba su forma apenas con mayor firmeza que las cenizas de un hilo por el que acaba de pasar el fuego; sus maderos albeaban como descarnados huesos en la arena; y aun el incienso silvestre con que por falta de alquitrán lo habían calafateado al tocar puerto la última vez, estaba convertido en resina dura y descolorida que brillaba como el cuarzo en las desfondadas junturas de los tablones. El sol era todavía un broquel de plata, tan pálido detrás de la bruma inmóvil y blanca, que ni una sola jarcia, ni un madero proyectaban sombra; y únicamente la cara y las manos de Abel Keeling eran negras, carcomidas y carbonizadas por el inexorable resplandor. El galeón era el María de la Torre, terriblemente escorado de estribor, tanto que su palo mayor hundía una de sus vergas de acero en el agua cristalina, y si hubiera conservado su palo de trinquete o algo más que el roto muñón de la mesana, habría volcado de través. Muchos días atrás habían desaparejado el palo mayor y pasado la vela por debajo de la quilla, en la esperanza de que cegara la vía de agua. Y así sucedió, en parte, mientras el galeón se deslizó sobre una banda; pero después, sin virar, empezó a deslizarse sobre la banda opuesta, los cabos se rompieron y el barco arrastró en pos de sí la vela, dejando una gran mancha en el mar de plata.
            En efecto, el galeón se deslizaba de costado, casi imperceptiblemente, escorándose cada vez más. Escorándose como si lo atrajera una piedra imán. Y al principio, en verdad, Abel Keeling pensó que era una piedra imán la que tironeaba de sus hierros, arrastrándolo a través de la bruma gris que se extendía como un sudario sobre el agua y que ocultó en pocos instantes la mancha dejada por la vela. Pero después comprendió que no era eso. El movimiento se debía —seguramente— a la corriente de aquel estrecho de tres millas de extensión. Tendido contra el carro de un cañón, a punto de rodar por la cubierta, volvió a imaginar aquella piedra imán. Pronto sucedería nuevamente lo que había sucedido durante los últimos cinco días. Oiría los chillidos de los monos y el parloteo de las cotorras, la alfombra de malezas verdes y amarillas avanzaría sobre el María de la Torre a través del mar de mercurio, una vez más se elevaría la pared de rocas, y los hombres correrían…
            Pero no; esta vez los hombres no correrían para soltar las defensas: No quedaba ninguno para hacerlo, a menos que Bligh viviera aún. Quizá vivía. Poco antes del súbito anochecer del día anterior había bajado hasta la mitad de la escalera real, después había caído, permaneciendo un minuto inmóvil (muerto, supuso Abel Keeling, observándolo desde el lugar que ocupaba junto a la cureña del cañón). Pero luego se levantó otra vez y se encaminó tambaleando en dirección al castillo de proa. Tambaleando y agitando sus largos brazos. Desde entonces Abel Keeling no lo había visto. Seguramente había muerto en el castillo de proa durante la noche. Si no estuviera muerto, habría vuelto a popa en busca de agua…
            Al acordarse del agua, Abel Keeling levantó la cabeza. Las delgadas fibras de músculos que rodeaban su boca extenuada se contrajeron. Apretó levemente contra la cubierta la mano ennegrecida por el sol como si quisiera comprobar el grado de inclinación de aquella y lo estable de su propio equilibrio. El palo mayor estaba a unas siete u ocho yardas de distancia… Encogió una de sus piernas rígidas, y sentado como estaba, empezó a bajar la pendiente con una serie de enviones de su cuerpo.
            Su aparato para recoger agua estaba sujeto al palo mayor, cerca del campanario. Consistía en un lazo de cuerda más bajo de un lado que del otro (pero eso era antes de que el mástil se hubiera inclinado tanto en relación con el cenit) y ensebado en su extremo inferior. Las nieblas duraban más en aquel estrecho que en alta mar, y el lazo servía para recoger el rocío que se condensaba en los mástiles. Las gotas caían en un pucherito de barro colocado en la cubierta.
            Abel Keeling tomó el cacharro y miró en su interior. Estaba lleno hasta un tercio de agua dulce. Perfecto. Si Bligh, el contramaestre, había muerto, Abel Keeling, capitán del María de la Torre, tendría más agua. Hundió dos dedos en el cacharro y se los llevó a la boca. Repitió varias veces la operación. No se atrevía a acercar el recipiente a los labios negros y llagados, recordando con espanto la agonía de dolor que lo asaltaba días atrás cuando, tentado por el demonio, vació de un trago, por la mañana, el contenido del cacharro y debió pasar el resto del día sin agua… Humedeció una vez más sus dedos y los chupó; después permaneció tendido contra el mástil, mirando ociosamente cómo caían las gotas de agua.
            Bligh, desde luego, lo habría explicado a su modo: era la Mano de Dios. Eso era suficiente para Bligh, que la tarde anterior se había ido a proa, y a quien Abel Keeling recordaba ahora, vagamente y a la distancia, como un fanático de voz profunda que entonaba sus himnos mientras lanzaba, uno a uno, los cadáveres de la tripulación a las honduras del mar. Bligh era de esa clase de hombres: aceptaba las cosas sin discusión; se contentaba con tomar las cosas como venían y con tener preparadas las defensas de cabos de acero cuando la pared rocosa surgía de la bruma opalescente. Bligh, como las gotas de agua, tenía su Ley, que regía para él y para nadie más…
            De algún cabo podrido descendió flotando una partícula de suciedad que entró en el cacharro. Abel Keeling, apático, la vio moverse hacia la pared del recipiente. Cuando hundió en él los dedos, el agua formó un pequeño remolino, arrastrando la brizna consigo. Después el agua se aquietó, y una vez más aquella partícula se dirigió hacia la pared de la vasija y se adhirió a ella, como si esta la atrajera.
            Exactamente del mismo modo, el galeón se deslizaba hacia la pared rocosa, hacia las malezas verdes y amarillas, los monos y las cotorras. Llevado nuevamente al centro del canal (mientras hubo hombres para realizar la maniobra) no tardó en deslizarse hacia la pared apuesta. Una misma fuerza atraía a la brizna en el cacharro y al barco en el mar estático. Era la Mano de Dios, según Bligh…
            Abel Keeling, cuya mente observaba a veces las cosas más pequeñas, y otras se hundía en el embotamiento, no oyó al principio la voz temblorosa que se alzaba en el castillo de proa; una voz que se acercaba y a la que parecía prestar acompañamiento el rumor del agua.
Oh Tú, que a Jonás en el peztres días preservaste del dolorque fue un presagio de tu muertey resucitando nuevamente…           Era Bligh, que cantaba uno de sus himnos:
Oh Tú, que a Noé salvaste de las aguas,Y a Abraham un día y otro díacuando atravesaba Egiptoseñalaste el camino…        La voz calló, dejando incompleta la piadosa frase. Bligh, de todas maneras, estaba vivo… Abel Keeling prosiguió sus vagas meditaciones.
            Sí, la Ley de la vida de Bligh era llamar a las cosas la Mano de Dios; pero la Ley de Abel Keeling era diferente; ni mejor ni peor, sino diferente. La Mano de Dios, que atraía las brisas y los galeones, debía obrar mediante otro sistema; y los ojos de Abel Keeling se clavaron una vez más, desganados, en el cacharro, como si el sistema estuviera allí. Después extravió el sentido, y cuando lo recobró había perdido todo contacto con sus anteriores ideas.
            El remo, por supuesto, esa era la solución. Con él, los hombres podían reírse de las calmas chichas. Ahora solo lo usaban las pinazas y las galeras, aunque había tenido sus ventajas. Pero los remos (que es como decir un sistema, porque si uno quiere, puede sostener que la Mano de Dios empuña el timón, así como el Soplo de Dios llena la vela); los remos eran anticuados, pertenecían al pasado, y usarlos equivalía a abandonar todo lo que era bueno y nuevo, volver a la época en que el espolón de proa era el arma más poderosa de los barcos, cuando estos pasaban un día o dos en el mar antes de volver a puerto en busca de provisiones. Remos… no. Abel Keeling era de los hombres nuevos, los hombres que juraban en nombre de las andanadas de sacres y aculebrines, acostumbrados a pasarse semanas y meses sin avistar tierra. Quizá algún día el ingenio de hombres como él inventaría un barco impulsado no por remos (porque los remos no podían penetrar en los mares remotos del mundo) ni tampoco por velas (porque los hombres que confiaban en las velas se encontraban de pronto en un estrecho de tres millas de anchura, sin un soplo de brisa, suspendidos entre las nubes y el agua, derivando hacia un muro rocoso), sino un barco… un barco…
A Noé y a sus hijoshabló Dios diciendo:«Firmo un pacto con vosotrosy con vuestra descendencia…».            Era Bligh nuevamente, que ambulaba por el combes. La mente de Abel Keeling volvió a quedar en blanco. Después, despacio, muy despacio, con la misma lentitud con que crecían las gotas en el lazo de cuerda, sus pensamientos tomaron forma nuevamente.
            ¿Una galeaza? No. La galeaza quería ser dos cosas a la vez y no era la una ni la otra. Este barco, que la mano del hombre construiría alguna vez para que la Mano de Dios lo guiase, absorbería y conservaría la fuerza del viento, almacenándola como almacenaba sus provisiones. Permanecería inmóvil cuando quisiera, cuando quisiera avanzaría. Volvería contra sí misma la fuerza de la calma chicha y de la tormenta. Porque, naturalmente, su fuerza debía ser el viento, viento almacenado, una bolsa de los vientos, como en la fábula de los niños; un chorro de viento dirigido contra el agua, a popa, impulsando el agua en un sentido y el barco en otro, actuando por reacción. Tendría una cámara de viento, donde este sería introducido por medio de bombas. Para Bligh sería también la Mano de Dios esa fuerza impulsora del barco del futuro que Abel Keeling, tendido entre el palo mayor y la campana, volviendo de tanto en tanto los ojos desde los cenicientos tablones al vívido cardenillo verde de la campana, presentía vagamente…
            El rostro de Bligh, curtido por el sol y devastado desde adentro por la fe que lo consumía, apareció en lo alto de la escalera del alcázar. Su voz palpitaba incontrolable:
Y ya no queda en la tierraun lugar de refugio,ni en el mar ni en el ríoque fluye bajo tierra.
II        
Bligh cerraba los ojos, como contemplando su éxtasis interior. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y sus cejas subían y bajaban con expresión atormentada. Su ancha boca permaneció abierta cuando su himno fue bruscamente interrumpido: en algún lugar, en la trémula luminosidad de la niebla, el canto fue retomado desde su nota final: un bramido ventoso, ronco y lúgubre, alarmante y sostenido, creció y reverberó a través del estrecho. Bligh se estremeció. A tientas, como un ciego, se alejó de la escalera del alcázar, y Abel Keeling vio detrás de sí su figura escuálida, que parecía más alta por la inclinación de la cubierta. Y al extinguirse aquel sonido vasto y hueco, Bligh se echó a reír en su demencia.
            —Señor, ¿la ancha boca de la tumba tiene lengua para alabarte? Ah, otra vez…
            Nuevamente el cavernoso sonido dominó el aire, más potente y cercano. En seguida se oyó otro ruido, un pausado latir, latir, latir… Después volvió el silencio.
            —El mismo Leviatán ha alzado su voz en alabanza —sollozó Bligh.
            Abel Keeling no levantó la cabeza. Había vuelto el recuerdo de aquel día en que, antes de que se alzaran sobre el estrecho las brumas del amanecer, vació de un trago el cacharro de agua que constituía su única ración hasta la noche. Durante esa agonía de sed había visto formas y escuchado sonidos con ojos y oídos que no eran los suyos, mortales, y aun en sus intermitencias de lucidez, cuando sabía que eran alucinaciones, esas formas y esos sonidos regresaban… Había oído las campanas dominicales en su casa de Kent, los gritos de los niños en sus juegos, las despreocupadas canciones de los hombres en su trabajo cotidiano, y la risa y los chismes de las mujeres cuando tendían la ropa blanca en el seto o distribuían el pan en grandes bandejas.
            Esas voces habían tintineado en su cerebro interrumpidas de tanto en tanto por los quejidos de Bligh y de otros dos hombres que aún vivían entonces. Algunas de las voces que escuchara habían estado silenciosas en la tierra muchos años, pero Abel Keeling, torturado por la sed, las había oído con la misma claridad con que oía ahora ese gemido sordo y lúgubre y esa pulsación intermitente que llenaba el estrecho de alarma.
            —¡Alabado sea! ¡Alabado sea! ¡Alabado sea! —deliraba Bligh.
            Después una campana pareció sonar en los oídos de Abel Keeling, y como si algo se hubiera zafado en el mecanismo de su cerebro, en su fantasía surgió otra imagen: la partida del María de la Torre, saludado por un bullicio de campanas, de estridentes gaitas, de valerosas trompetas. Entonces no era un galeón blanco de lepra. La bruñida voluta de su proa centelleaba; el dorado de la campana, de los corredores de popa, de las cinceladas linternas relucía al sol; y sus cofas y el pabellón de guerra en el combés estaban ornados de pintados escudos y emblemas. Llevaba cosidos a las velas vistosos leones rampantes de seda escarlata, y de la verga mayor, ahora sumergida en el agua, colgaba el pendón de dos colas, con la Virgen y el Niño bordados…
            De pronto le pareció oír una voz cercana que decía: «Y medio… siete… siete y medio…» y en un centelleo la imagen de su cerebro cambió. Ahora estaba de nuevo en su casa, enseñando a su hijo, el joven Abel, a lanzar la sonda desde el esquife en que se habían alejado del puerto.
            —Siete y medio… —parecía gritar el muchacho. Los labios ennegrecidos de Abel Keeling murmuraron:
            —¡Muy buen tiro, Abel! Muy buen tiro.
            —Y medio… siete… siete y medio… siete… siete.
            —Ah —murmuró Abel Keeling—, ese tiro no fue tan bueno. Dame la sondaleza. Debes lanzarla así… eso es. Pronto navegarás conmigo en el María de la Torre. Ya conoces las estrellas y el movimiento de los planetas. Mañana te enseñaré a usar el astrolabio…
            Durante uno o dos minutos siguió murmurando. Después se quedó dormido. Cuando volvió a un estado de semiconsciencia, oyó nuevamente un sonido de campanas, débil al principio, después más fuerte y convertido al fin en un potente clamor que resonaba sobre su cabeza. Era Bligh. Bligh, en otro ataque de delirio, había aferrado la cuerda de la campana y la hacía repicar como un demente. La cuerda se rompió en sus dedos, pero él siguió agitándola con la mano, al tiempo que clamaba:
            —Con un arpa y un instrumento de diez cuerdas… ¡el Cielo y la Tierra alaben tu Nombre!
            Y clamaba a voz en cuello y sacudía la enmohecida campana de bronce.
            ¡Ah del barco! ¿Qué barco es ese?
            Parecía un verdadero saludo que salía de la bruma. Pero Abel Keeling conocía esas voces que surgían de las brumas. Venían de barcos que no existían.
            —Sí, pon un buen vigía y no pierdas de vista la brújula —volvió a murmurar, hablando con su hijo.
            Pero así como a veces un hombre dormido se incorpora en el lecho, o se levanta y empieza a caminar, del mismo modo Abel Keeling, con las manos y las rodillas apoyadas sobre cubierta, miró por encima del hombro. En alguna profunda región de su espíritu tuvo conciencia de que la inclinación de la cubierta se había vuelto más peligrosa, pero su cerebro recibió la advertencia y la olvidó en seguida. Sus ojos se clavaban en una niebla luminosa y desconcertante. El escudo del sol era de una plata más ardiente; debajo, el mar se esfumaba en radiantes evaporaciones. Y entre el sol y el mar, suspendido en la bruma, no más sustancial que las vagas sombras que pasan ante los ojos encandilados, flotaba espectralmente una forma piramidal. Abel Keeling se pasó la mano por los ojos, pero cuando la retiró la sombra aún estaba allí, deslizándose lentamente hacia la popa del María de la Torre. Y a medida que la observaba, su forma iba cambiando. La espectral silueta gris con forma de pirámide pareció disolverse en cuatro segmentos verticales, de altura levemente decreciente. El más próximo a la popa del María de la Torre era el más alto, y el de la izquierda el más bajo. Parecía la sombra de una gigantesca flauta de cañas, en la que hubiera resonado poco antes aquel son cóncavo y plañidero.
            Y mientras miraba con ojos engañados, nuevamente fueron engañados sus oídos:
            ¡Ah del barco! ¿Qué barco es ese? ¿Es un barco?… Oye, dame el altavoz… —Y en seguida un ladrido metálico—: ¡Ea! ¿Quién diablos son ustedes? ¿No tocaron una campana? Tóquenla de nuevo, hagan algún ruido
            Todo esto llegó borrosamente a los oídos de Abel Keeling, como a través de un intenso zumbido. Después creyó oír una risa breve e intrigada, seguida por un diálogo que venía de algún lugar situado entre el mar y el cielo.
            Oye, Ward, pellízcame, ¿quieres? Dime qué ves allí. Quiero saber si estoy despierto.
            —¿Qué veo adónde?
            Hacia la serviola de estribor. (Para ese ventilador; no puedo oírme pensar). ¿Ves algo? No me digas que es ese maldito Holandés… No me vengas con esa vieja historia de Vanderbecken. Cuéntame algo más creíble, para empezar; algo sobre una serpiente marina… Oíste la campana, ¿verdad? Calla un momento… escucha.
            Nuevamente se alzaba la voz de Bligh:
Este es el pacto que celebro:de ahora en adelante, nuncadestruiré el mundo nuevamentepor el agua como antaño…         La voz de Bligh tornó a extinguirse en los oídos de Abel Keeling.
            Oh, por las barbas del profeta —dijo la voz que parecía venir de entre el cielo y el mar. Después habló más fuerte—. Escuchen —dijo con deliberada cortesía—, si eso es un barco, ¿por qué no nos dicen dónde se celebra la mascarada? Se nos ha descompuesto la radio, y no estábamos enterados… Oh, ves eso, Ward, ¿no? ¡Por favor, dígannos qué diablos son ustedes!
            Una vez más Abel Keeling se había movido como un sonámbulo, incorporándose junto a los maderos del campanario, mientras Bligh caía hecho un bulto sobre cubierta. El movimiento de Abel Keeling derribó el cacharro, que rodó por cubierta, en pos del diminuto arroyo de su contenido, y quedó encajado allí donde el inmóvil y rebosante mar formaba; por así decirlo, una cadena con la esculpida balaustrada del alcázar: un eslabón el borde todavía reluciente, después un balaustre oscuro, después otro eslabón reluciente. Por un momento apenas, Abel Keeling reflexionó que lo que había lanzado a Bligh hacia la popa era el ascenso del agua en el combés, que ahora estaba enteramente sumergido. Después fue absorbido una vez más por su sueño, por las voces, por aquella silueta entre las brumas, que había tomado nuevamente la forma de una pirámide.
            Por supuesto —volvía a quejarse una de las voces, siempre a través del confuso zumbido que llenaba los oídos de Abel Keeling—, por supuesto, no podemos apuntarle con un cuatro-pulgadas… Y desde luego, Ward, yo no creo en ellos. ¿Llamamos al viejo A. B.? Tal vez esto interese a Su Científica Majestad el Capitán.
            Oh, baja un bote y rema hacia él… dentro de él… sobre él… a… través de él…
            Mira a nuestros muchachos apiñados allá. Lo han visto. Mejor no dar una orden que tú sabes que no será obedecida
            Abel Keeling, aferrado al campanario, comenzaba a interesarse en su sueño. Porque si bien no conocía su estructura, aquel espejismo era la forma de un barco. Una proyección, sin duda, de sus anteriores reflexiones. Y eso era extraño… Aunque no tanto, quizá. Sabía que aquello no existía realmente; solo su apariencia existía; pero las cosas debían existir de ese modo antes de existir en realidad. Antes de existir, el María de la Torre había sido una forma en la imaginación de algún hombre; antes de eso, algún soñador había soñado la forma de un buque de remos; y aun antes, allá lejos en el alba y la infancia del mundo, antes de que el hombre se aventurase a atravesar el agua sobre un par de leños, algún vidente había columbrado en una visión el esquema de la balsa. Y puesto que esa forma que flotaba ante sus ojos era una forma de su sueño, él, Abel Keeling, era dueño de ella. Su mismo ser pensante la había concebido, y había sido botada en el océano ilimitable de su propia alma…
Y nunca he de olvidareste mi convenio celebradoentre tú y yo y toda carnemientras dure el mundo…            Cantaba Bligh, en éxtasis.
            Pero así como el que sueña, aun en el sueño, suele escribir en la pared contigua una clave, una palabra que mañana le recuerde su visión perdida, así Abel Keeling empezó a buscar una señal como prueba para mostrar a quienes fuesen ajenos a su visión. El mismo Bligh buscaba eso… no podía estarse callado en su éxtasis, tendido sobre cubierta, sino que elevaba, en un arpa y en un instrumento de diez cuerdas, como él decía, apasionados amenes y alabanzas a su Hacedor. Lo mismo Abel Keeling. Habría sido el Amén de su vida alabar a Dios, no con un arpa, sino por medio de un barco que llevara su propia energía impulsora, que almacenara el viento o su equivalente como almacenaba sus provisiones, algo arrancado al caos y a la inercia, algo ordenado y disciplinado y subordinado a la voluntad de Abel Keeling… Y allí estaba, esa forma de barco de un gris espectral, con sus cuatro tubos verticales, que, vistos ahora de frente y de igual longitud, parecían un órgano fantasma. Y los tripulantes espectrales de ese barco hablaban nuevamente…
            La interrumpida cadena de plata junto a la balaustrada del alcázar ahora se había vuelto continua, y los balaústres formaban con sus propios reflejos inmóviles el esqueleto de un pez. El agua volcada del cacharro se había secado, y el cacharro había desaparecido. Abel Keeling se paró junto al mástil, erguido como Dios creó al hombre. Con su mano de cuero golpeó la campana. Aguardó un minuto y gritó:
            —¡Ah del barco!… ¡Ah del barco! ¿Qué barco es ese?
III      
No tenemos conciencia en el sueño de que estamos jugando un juego, cuyo principio y cuyo fin están en nosotros mismos. En este sueño de Abel Keeling una voz replicó:
            Bueno, ha recobrado el habla… ¡Eh! ¿Qué son ustedes?
            En voz alta y clara Abel Keeling dijo:
            —¿Es eso un barco?
            La voz contestó con una risa nerviosa:
            Somos un barco, ¿verdad, Ward? Ya no me siento muy seguro… Sí, por supuesto, este es un barco. Por nosotros no hay cuidado. La cuestión es quién diablos son ustedes.
            No todas las palabras que utilizaban aquellas voces eran inteligibles para Abel Keeling; y sin saber por qué, algo en el tono de aquella última frase le recordó el honor debido al María de la Torre. Blanco de llagas y al término de su vida estaba el galeón, pero Abel Keeling era todavía el custodio de su dignidad. La voz tenía un acento juvenil; no estaba bien que jóvenes lenguas se movieran en desprecio de su galeón. Habló con dureza.
            —¿Sois el capitán de esa nave?
            Oficial de guardia —volvieron a él flotando las palabras—. El capitán está abajo.
            —Entonces id a buscarlo. Los amos hablan con los amos —respondió Abel Keeling.
            Podía ver las dos figuras, chatas y sin relieve, paradas en una estructura alta y angosta provista de una barandilla. Uno de ellos silbó por lo bajo y pareció abanicarse la cara; pero el otro murmuró algo sordamente, ante una especie de chimenea. Después las dos siluetas se convirtieron en tres. Hubo cuchicheos, como de consulta, y en seguida habló una nueva voz. Al oír su vibración y su acento, un súbito temblor recorrió el cuerpo de Abel Keeling. Se preguntó qué fibra hería aquella voz en los olvidados recovecos de su memoria.
            —¡Ea! —gritó esta voz nueva, aunque vagamente recordada—. ¿Qué ocurre? Escuche. Este es el destructor británico Seapink, que salió de Devonport en octubre último, y no tiene nada de particular. ¿Quiénes son ustedes?
            —El María de la Torre, que zarpó del puerto de Rye el día de Santa Ana, y ahora con solo dos hombres…
            Una exclamación lo interrumpió.
            —¿De dónde? —dijo temblorosa aquella voz que conmovía tan extrañamente a Abel Keeling, mientras Bligh estallaba en gemidos de renovado éxtasis.
            —Del puerto de Rye, en el condado de Sussex… ¡Ea, prestad atención; de lo contrario no podréis oírme mientras luchen el espíritu y el cuerpo de ese hombre! ¡Eh! ¿Estáis ahí?
            Las voces se habían convertido en un débil murmullo; y la forma del buque se había desvanecido ante los ojos de Abel Keeling. Los llamó a gritos una y otra vez. Quería enterarse de la estructura y manejo de la cámara de viento…
            —¡La cámara de viento! —gritó atormentado por el temor de perder la revelación tan próxima—. Quiero que me digáis cómo funciona…
            Como un eco volvieron a él las palabras, pronunciadas con acento de incomprensión:
            —¿La cámara de viento?
            —… lo que impulsa al barco —quizá no sea viento; un arco de acero tendido también conserva la fuerza— la fuerza que almacenáis, para moveros a voluntad a través de la calma y las tormentas…
            —¿Tú entiendes lo que dice?
            Oh, en el momento menos pensado nos despertaremos
            Un momento, ya sé. Las máquinas. Quiere saber algo de nuestras máquinas. Si seguimos así, acabará por pedirnos la documentación de a bordo. ¡El puerto de Rye!… Bueno, nada se pierde con seguirle la corriente. Veamos qué saca en limpio de todo esto. ¡Ah del barco! —retornó la voz a Abel Keeling, un poco más fuerte ahora, como llevada por un viento cambiante, y hablando cada vez más de prisa—. No es viento, sino vapor, ¿me oye? Vapor. Vapor de agua en ocho calderas Yarrow. Vapor, v-a-p-o-r. ¿Comprende? Y tenemos motores gemelos de triple expansión, son cuatro mil caballos de fuerza. 430 revoluciones por minuto. ¿Entendido? ¿Quiere saber algo de nuestro armamento, señor fantasma?
            Abel Keeling murmuraba temeroso para sus adentros. Le irritaba que palabras percibidas en su propio sueño no tuviesen significado para él ¿Cómo le llegaban en su sueño palabras que estando despierto no conocía?
            En cuanto a armamento —prosiguió la voz que turbaba tan profundamente los recuerdos de Abel Keeling— tenemos dos tubos lanzatorpedos Whitehead, tres seis libras en la cubierta superior, y ese que ve junto a la torre de mando es un doce libras. Olvidaba mencionar que el buque es de acero níquel, que llevamos unas sesenta toneladas de hulla en las carboneras, y que nuestra velocidad máxima es aproximadamente de treinta nudos y cuarto. ¿Quiere subir a bordo?
            Pero la voz siguió hablando, aún más rápida y febril, como para llenar de cualquier modo el silencio, y la figura que hablaba se inclinaba ansiosamente hacia adelante sobre la barandilla.
            ¡Uf! Me alegro de que esto haya ocurrido en plena luz del día —murmuró otra voz.
            Ojalá estuviera seguro de que está ocurriendo… ¡Pobre viejo fantasma!
            Supongo que se mantendría de pie aunque la cubierta estuviese en posición vertical. ¿Crees que se hundirá, o que simplemente se disolverá en el aire?
            Probablemente se hunda… sin oleaje… Oigan… Ahí está el otro…
            En efecto, Bligh cantaba nuevamente:
Señor, tú nos conocesy sabes que si el triunfoobtenemos de tu manosin sentir dolor ni pena,bien poco lo apreciamos.Pero tras la suerte adversaes mil veces más preciosotodo don que recibimos…    ¡Pero, oh, miren… miren… miren al otro! Diablos, ¿no es un tipo magnífico? ¡Miren!
            En efecto, Abel Keeling, transfigurado como un profeta en el momento del rapto, acababa de sentir su cerebro inundado por la blanquísima luz de la perfecta comprensión; de recibir aquello que él y su sueño habían estado esperando. Como si Dios hubiese grabado sus líneas en su cerebro, conoció aquel barco del futuro. Lo conoció milagrosamente, totalmente, como conocen las cosas aquellos que ya bajan al sepulcro y aceptan con un gesto de natural asentimiento las imposibilidades de la vida. Desde las bocas ardientes de sus ocho calderas hasta la última gota de sus lubricadores, desde el montaje de sus máquinas hasta las recámaras de sus cañones de tiro rápido. Calculó su arqueo, tomó su posición, leyó las distancias de tiro en el telémetro, y vivió la vida de quien lo comandaba. Ya mañana no olvidaría la revelación, como había olvidado tantas otras veces, porque al fin había visto el agua bajo sus pies y sabía que no restaba para él ningún mañana en este mundo…
            Y aun en aquel momento, cuando solo quedaban uno o dos gránulos en su reloj de arena, indomable, insaciable, soñando sueño sobre sueño, se sintió incapaz de morir sin saber más. Le quedaban dos preguntas por formular, y aun una tercera pregunta, la más fundamental. Y solo disponía de un instante. Estridente se oyó su voz:
            —¡Oídme! Este viejo barco, el María de la Torre, no puede hacer treinta nudos y cuarto, pero aun así puede navegar. ¿Qué más hace el vuestro? ¿Se eleva sobre las aguas, como las aves que surcan el espacio?
            Santo Dios, cree que esto es un avión… No, no vuela…
            —¿Y puede sumergirse, como los peces del mar?
            No… Esos son los submarinos… Esto no es un submarino.
            Pero Abel Keeling ya no lo escuchaba. Lanzó una risa de júbilo.
            —Oh, treinta nudos, y en la superficie del agua… ¿nada más que eso? ¡Ja, ja, ja!… Mi barco, os digo… navegará… ¡Cuidado ahí abajo! ¡Acuñad ese cañón!
            El grito brotó súbito y alerta, al tiempo que se oía en las entrañas de la nave un rumor sordo y un temblor siniestro sacudía al galeón.
            ¡Por Dios!, se han soltado los cañones… Es el fin…
            —¡Acuñad ese cañón y amarrad los otros! —gritó nuevamente la voz de Abel Keeling, como si hubiera alguien para obedecerle.
            Se había abrazado a los maderos del campanario, pero en mitad de la orden siguiente su voz bruscamente se quebró. La silueta de su barco, por un instante olvidada, apareció nuevamente ante sus ojos. Llegaba el fin, y aún no había formulado la pregunta decisiva, el temor de cuya respuesta le torturaba el rostro y parecía a punto de hacerle estallar el corazón.
            —Un momento… el que habló conmigo… el capitán —gritó con voz penetrante—, ¿está ahí todavía?
            Sí, sí —repuso la otra voz, enferma de suspenso—. ¡Oh, pronto!
            Por un instante se mezclaron indescriptiblemente roncos gritos de muchas voces, un golpe seco, un rodar sobre planchas de madera, un estallido de tablones, un gorgoteo y una zambullida; el cañón bajo el cual había estado Abel Keeling acababa de cortar sus amarras podridas, precipitándose por la cubierta y arrastrando consigo el cuerpo inconsciente de Bligh. La cubierta quedó vertical, y por un instante más Abel Keeling se aferró al campanario.
            —No puedo ver vuestro rostro —gritó—, pero me parece conocer vuestra voz. ¿Cómo os llamáis?
            En un desgarrado sollozo vino la respuesta:
            Keeling… Abel Keeling… ¡Oh, Dios mío!
            Y el grito de triunfo de Abel Keeling, dilatado hasta convertirse en un «¡Hurra!» de victoria, se perdió en el descenso vertical del María de la Torre, que dejó el estrecho vacío, salvo por el ígneo resplandor del sol y la última humosa evaporación de las brumas.

viernes, 22 de mayo de 2020

3 Alrededores de la ausencia Noël Devaulx. ANTOLOGÍA DE CUENTOS EXTRAÑOS.



3
 Alrededores de la ausencia
 Noël Devaulx
De NOËL DEVAULX, escritor francés contemporáneo, solo sabemos que es o ha sido viajante de comercio, que Jean Paulhan —en el postfacio a L’Auberge Parpillon— lo considera autor de «alegorías sin explicación y parábolas sin clave», «poeta oscuro», y que; acaso en contradicción con esos juicios, le debemos esta fábula transparente, plena de ternura y simple belleza.       Estaba leyendo en el quiosco chino cuando un campanilleo tan leve que habría podido creerse un engaño del viento me hizo dejar a un lado el libro y aguardar una confirmación. Y en efecto, luego se oyó un segundo llamado, aún más incierto y menos diverso de los ruidos del campo. Salí del pabellón echando pestes contra el intruso, algún vagabundo que acudía a mendigar pan antes del viernes, día en que se lo distribuye a los pobres, cuando vi una chiquilla de ocho a diez años que en puntas de pie trataba de alcanzar el cordón para llamar por tercera vez. Había dejado, junto a ella, una maletita como las que yo solía preparar de niño, para mis viajes imaginarios, pero envuelta en una funda que a mí no se me habría ocurrido y que daba visos de autenticidad a ese vagabundeo precoz. Por fin alcanzó el cordón provocando un sostenido repiqueteo que la dejó totalmente aturdida, tanto más cuanto que los postigos de la cocina restallaron y apareció en el umbral el ama de llaves, muy tiesa en su ropa de domingo y dispuesta a dar una lección a la descarada, sorprendida en flagrante delito. Me adelanté para evitar un drama, escoltado de cerca por Madame Grande Yvonne, nombre que la gobernanta debe a mi hermana mayor, de quien fue nodriza, y al cual se ha agregado el título de «Madame» para consagrar sus altas funciones.
            —¿A dónde vas, pequeña? —le pregunté con ese tono con que intentaba simular ante los pilletes ladrones y depredadores de nidos una severidad de propietario, y que reforzaba aún más la costumbre que tengo de aconsejar paternalmente a los niños.
            —Aquí —respondió.
            No pude disimular una sonrisa, y ella, que sin duda aguardaba ansiosamente el resultado de su treta, rompió a reír, tranquilizada, con una confianza que me conmovió.
            Del mismo lado de la reja y de las convenciones, Madame Grande Yvonne y yo examinamos estupefactos a aquella visitante extenuada pero decidida, encantadora aunque vestida como una pobre, y sin confesárnoslo ya habíamos consumado la mitad de la traición. Así entró ella en nuestra casa, en nuestras vidas —digo «nuestras» porque mi mayordomo con faldas fue conquistado tan rápidamente como su amo—, con tanta naturalidad como si siempre hubiéramos formado parte de su imperio infantil.
            Aquella misma noche, cuando se quedó dormida (cosa que conseguimos no sin dificultad, debido, creo, al enervamiento del viaje, o a nuestra torpeza, pues tan pronto la reñíamos como la acunábamos), celebramos un consejo, en el que después de haber cambiado graves reflexiones sobre la tristeza de los tiempos y el abandono de la infancia, y de haber examinado minuciosamente das hipótesis más pesimistas sobre el sentido moral de los padres, confeccionamos la lista del ajuar, de las provisiones y aun el programa de estudios, que no puedo releer sin reírme: estaba lejos de pensar que mi humilde colaboradora desempeñaría en esto un papel rector, por su competencia en los quehaceres domésticos y su conocimiento de las cosas del campo. A tal punto exageramos nuestras propias luces…
            La casa es lo más incómoda que se pueda imaginar y toda en corredores; una casa solariega que han desfigurado sucesivamente los granjeros que la arrendaron mucho tiempo y el gusto por un medioevo excesivo que profesaba la tía de quien la heredé. La fachada, un poco seca, cuidadosamente desahogada de rosales trepadores y de las asimetrías que en ella aclimataba la vida, es de un hermoso fin de siglo XV. Sobre el granito se destacan los marcos de la puerta y de las ventanas, en piedra azulada de Kersanton. Ese rostro terroso de ojeras profundas se rodea de geranios frescos y de rosas, como de una vieja beldad.
            A no ser por el absurdo de un quiosco chino de vidrios multicolores, por las yucas, por un presuntuoso jardín de invierno, el conjunto no estaría desprovisto de armonía. Un huerto rodeado de gruesos muros favorables a las plantas trepadoras, rebosante de flores y legumbres, prolonga la casa, de la que está separado por una zanja antaño unida al estanque, pero que hoy parece no tener otra razón de ser que esa encantadora pasarela sobre la que se abre la puerta de la torre. Una higuera se agobia hasta rozar las ventanas de la trascocina. Cada una de las tres entradas restantes se halla en mitad de un muro, de suerte que los cuadros están repartidos con tierna simetría entre dos alamedas perpendiculares. En el centro, los castaños circundan un estanque encenagado por las hojas muertas. El recinto está tan bien protegido por sus altos muros y el ruedo de árboles, que una mimosa ha consentido en instalarse en él, seducida por el zumbido de las abejas. Vista de aquí, con su ancho tejado que se inclina para abrigar la torrecilla, la casa cuya fachada es quizá demasiado grave me parece más dulce y más familiar.
            Este doble carácter de vieja barraca conmovedora y de mansión señorial vuelve a encontrarse en la disposición de sus dependencias. Raras son las habitaciones de acceso directo. Algunas se abren sobre la escalera de caracol, otras en corredores sombríos, limitados por las paredes de inmensas salas. Este loteo, practicado con tanto acierto como en los terrenos suburbanos, ha cortado en dos una gran chimenea o un ajimez cuyo arquibanco ha sido sacrificado. Es justo añadir que las paredes de abeto están cubiertas de falsos tapices a los que indefinidas hileras paralelas de leones rampantes dan cierta atmósfera heráldica.
            Los cuartos serían tristes si el paisaje que desde ellos se contempla no fuera una fuente siempre renovada de satisfacción y de paz. Una avenida majestuosa, concebida para el regreso de las partidas de caza sobre la blanda alfombra del otoño, donde ya no se aventuran las calesas, sube desde la hondonada donde se recata la casa solariega, y su larga procesión hacia la campiña a menudo brumosa lleva el espíritu a esas colinas boscosas al pie de las cuales se presiente el mar. Esta avenida casi regia, desproporcionada a la casa a donde conduce, dispone las hileras de sus hayas en una espaciosa nave central y en dos naves laterales que forman una masa frondosa y compacta, a la que se ordena todo el paisaje circundante. A cien pasos de la reja embiste bruscamente el muro cubierto de musgo, que a través de un pórtico ruinoso solo deja pasar la alameda central; y esta cruza sobre un terraplén lo que antaño fue un estanque. Lo divide esa elevación del terreno en dos saetines, entre los que trabajaba un molino: el molino es ahora la casa del cuidador, y el estanque una pradera. Olvidaba la exquisita capilla cubierta de un tejado tan bajo que de a trechos lo roza la hierba, y al que el único vitral levanta sin ceremonias para mirar curiosamente a las visitas.
            Ese nuevo mundo, con sus archipiélagos y sus colonias, fue apenas un bocado para nuestra fugitiva. Ya al día siguiente de su llegada, en un abrir y cerrar de ojos y en dos o tres excursiones vertiginosas, había explorado el dominio a su manera. Comprendí en seguida que, contrariamente a lo que yo imaginaba de una visión infantil (en la que me parecían preponderantes ciertos detalles que nosotros no habríamos advertido), era el conjunto lo que poseía para ella una fisonomía y sin duda un olor especial; y el afectuoso conocimiento que en nuestros mejores momentos tenemos de una casa, de un paisaje, debía ser, si no me engaño, su manera habitual de percibir.
            Lo cierto es que, una vez libre, cuando hubo adoptado el perro del molino, el bebé de la cuidadora y una coneja con una graciosa mancha en la nariz, debí ejercitar una tenacidad poco común para persistir en el interrogatorio que me había parecido hábil postergar hasta que descansara esa primera noche. Aun así, mis preguntas más premeditadas solo obtuvieron resultados irrisorios.
            Debí recurrir a la Grande Yvonne, cuyo empirismo apenas consiguió algunas ventajas secundarias. Concluimos que la niña debía ser huérfana, no porque esto respondiera a nuestros secretos deseos, sino porque cuando tratábamos de interrogarla sobre su madre, su mirada se clavaba a lo lejos, y esa palabra no despertaba en ella ninguno de los sentimientos violentos que habíamos temido. A juzgar por vagos indicios, nos pareció que pertenecía a una familia acomodada, pero su país, por mucho que insistiéramos, era imposible de identificar, y se reducía a un palomar suficientemente reconocible por su rumor de alas y a un camino interminable cuyo valladar estaba poblado de cantos.
            Apenas habíamos extraído de sus descripciones un dato utilizable cuando lo enredaba todo de nuevo mezclando elementos visiblemente imaginarios, o bien, no teniendo ojos más que para el presente, añadía: «Este es mi país», y llevaba la confusión a su colmo. Su equipaje no pudo suministrarnos indicios más coherentes: un perro de lana negra al que le faltaba un ojo y al que todas las noches había que acostar a su lado era, con un chaleco descosido, lo que en él había de más explícito. La funda no traía inicial. En aquel revoltijo reconocí también una budinera aplastada, un carretel vacío, los restos de un ajuar, cintas, hilo de seda rosa y una gruesa aguja de zurcir.
            Después de darle mil vueltas al asunto, decidí publicar un anuncio donde no sin repugnancia y contra la formal opinión del «Concejo» incluí su fotografía. Presté mi declaración ante los gendarmes y el secretario de la Alcaldía, quienes me escucharon con el más vivo interés. El secretario, antiguo patrón de barca, enternecido y deseoso de complacerme, tomó el asunto tan a pecho y desplegó tanto celo que bien pronto evité encontrarlo, cansado de enterarme diariamente de sus nuevos descubrimientos y de oírle decir que seguía una buena pista. Al mismo tiempo consulté a mi abogado en vista de una posible adopción.
            Bien pronto fue necesario aceptar la evidencia: la gramática y la aritmética le disgustaban tanto como la atraían los quehaceres domésticos y la cocina. No porque fuese poco dotada, sino porque sin duda su herencia la inclinaba más a los trabajos manuales que al estudio, contradiciendo una distinción natural en sus modales y manera de expresarse, que me había asombrado desde el primer momento. Me prestó un poco más de atención en botánica y geografía, en lo que yo mismo estaba muy flojo y reducido a los manuales. Su obediencia era ejemplar, mas resultaba tan evidente que se aburría, y se embrollaba de tan buena fe en la terminología más elemental, que después de haber perseverado honestamente un mes, variado mis métodos, amenizado la clase con sesiones de prestidigitación y gritos de animales —cosas todas estas por las que revelaba pronunciada afición—, debí inclinarme ante el cepillo y la gamuza. Pero si bien los quehaceres domésticos y las labores de aguja ejercían sobre ella tal seducción (lo que llenaba de orgullo el corazón de Madame Grande Yvonne), no por eso dejaba de ser el juego su verdadero elemento, y el vaciado de un flan o de una tarta no podía alejarla por mucho tiempo de un partido de croquet.
            Como yo vacilaba en darle por amigos a los ganapanes de la aldea, brutales y mentirosos, de suerte que los compañeros de su edad quedaban reducidos al chico del molino y al viejo podenco, sacaba de su propia cosecha los figurantes y el decorado de una comedia inagotable. La vida familiar y social: comidas, viajes, visitas, constituía el tema de una especie de ballet con transformaciones parecidas a las de un sueño, donde un poco de barro resultaba una torta de chocolate y una hoja de acebo un escalope; donde ella misma interpretaba los personajes más diversos: un guarda de tranvía, sugerido por una hilera de sillas; el salvaje emplumado y armado hasta los dientes, cuya vida primitiva transcurría bajo una alfombra sostenida por un palo de escoba; el ama de casa afligida por una criada insoportable, y esa misma criada charlando con el almacenero.
            Pero me equivocaría si dijera que esta pasión del juego era una pasión exclusiva, pues la Grande Yvonne, muy piadosa ella misma, me hizo notar desde los primeros días la inclinación que nuestra protegida mostraba por la plegaria. En efecto, ponía en ella la misma avidez, la misma energía infatigable que en sus pantomimas y en sus brincos. La capilla la había fascinado inmediatamente. Desde la muerte del capellán, yo no tenía autorización para conservar la hostia y rara vez se cantaba allí la misa. Pero tocábamos el Angelus y los granjeros vecinos se reunían para la oración de la tarde. Clara —es tarde para decir que se llamaba así, y sin embargo ese nombre no debía significar para mí, al cabo de tantos años, otra cosa que luz y paz—; Clara, apenas arrodillada, se sumía en un recogimiento tan profundo que la plegaria de los mayores, torpe o distraída, me asombraba de pronto como el aturdimiento de un ciego.
            A menudo, cuando la creíamos en el molino o paseando con el podenco, la sorprendíamos en una de esas conversaciones silenciosas que me parecían excesivamente graves para su edad, y de buena gana habría compartido yo el ingenuo temor, abrigado por Madame Grande Yvonne, de que los niños demasiado piadosos no estuviesen destinados al cielo. Sin embargo, una autoridad no menos considerable era de opinión diferente: el cura de la aldea, hombre excéntrico pero bueno, había empezado a dar clases particulares a Clara, abreviándole la enseñanza del catecismo con el fin de que ese mismo año pudiera tomar la primera comunión. Y cuando yo mismo iba a buscarla al presbiterio, los días en que mi trabajo no adelantaba, en que tenía necesidad de refrescar mis ideas, hablábamos de ese fervor que me parecía revelar una perturbadora discordancia en un carácter tan exuberante. Pero el anciano sacerdote, que durante mucho tiempo frecuentara la infancia más desheredada de las ciudades, había observado a menudo las mismas tendencias profundas, y pensaba que lo sobrenatural era la atmósfera ordinaria de esas almas que aún no han atesorado su amor ni su tiempo.
            —Porque la divisa de los hombres de negocios —me decía— trasciende en mucho su pensamiento: el oro es literalmente el pasado mezquino, el porvenir frío y temeroso. Nada obliga tanto a la Providencia como el espíritu de abandono, resorte de esas vidas nuevas y pródigas, y si el ángel que las asiste ve en el cielo la faz de Dios, ellas, en este mundo, ven a menudo ese ángel que las custodia.
            Se mostraba encantado de una réplica de Clara, sobre la que volvía a menudo. Para ilustrar una lección sobre los ángeles y mostrar que están siempre a nuestro lado en las circunstancias peligrosas, refería la aventura de un chiquillo que a pesar de hallarse sobre la acera estuvo a punto de ser aplastado por un acoplado sin gobierno. El vehículo, cargado de hierro, rozó al chico y, al parecer, le arrancó su cartera de colegial. A lo que Clara repuso:
            —Entonces habrá sido el ángel guardián quien sufrió el revolcón.
            El buen sacerdote, echándose a reír, no distó mucho de hallar una confirmación de sus puntos de vista allí donde yo, conociendo a la maliciosa chiquilla, sospechaba que se trataba de otra cosa enteramente distinta.
            De esta malicia que a veces lindaba con el descaro, yo mismo he conservado punzantes recuerdos, y a medida que el alivio de mi pena me permite evocarlos con mayor serenidad, más me asombra su profunda lección.
            Alarmado por el vacío que se producía en mi huerto y que comprometía la cosecha, en vez de reprender a la culpable, intenté neciamente vincular ese pecadillo a los grandes principios e hice de ello ocasión para un sermón en tres puntos digno del Vicario de Wakefield. Admití, como buen horticultor, que mis productos eran particularmente sabrosos, y la tentación muy comprensible, pero añadí que era preciso saber privarse de lo más agradable, no en previsión de las conservas de frutas que se preparan para el invierno —cosa que ese año sería imposible— sino por amor del buen Dios. Escuchó mi filípica sin decir palabra, con una compunción que me pareció poco auténtica. Luego no pensé más en el asunto.
            Poco después debíamos festejar el día de Santa Clara. La Grande Yvonne había empezado, con mucha anticipación, a encerrarse en el office con su ayudante de cocina, preparando sus recetas. Yo había ocultado cuidadosamente, para ofrecerlo a Clara la noche de la fiesta, un horno magnífico, algo más que un juguete, en el que se podía preparar una verdadera comida, provisto de una chimenea acodada con su correspondiente mariposa y de un reluciente escalfador, amén de los atizadores y un surtido de sartenes. Reconozco que en estas ocasiones la gobernanta y yo hacíamos gala de una gran emulación y acaso —quién sabe— un poco de celos. Y, cosa bastante divertida, manteníamos el uno respecto del otro, y ambos ante la niña, idéntico secreto.
            Asistí pues, pensando que ya llegaría mi turno, al triunfo de mi rival y aplaudí los pichones rellenos, las tartaletas de fresas silvestres, el monumental diplomático. Clara comió hasta hartarse, como si la hubiéramos tenido ayunando ocho días. Debí rechazar la mezquina e inoportuna idea de que mis consejos de mortificación no habían obtenido el resultado deseable. Madame Grande Yvonne, abrazada, halagada, ostentaba una alegría poco discreta, y aunque parezca cómico, yo tenía prisa por que llegara la noche.
            Ahora bien, ante el magnífico regalo que, según advertí, impresionaba a la concurrencia, Clara permaneció perfectamente insensible: «No sabía dónde poner un juguete tan pesado. Además, era un objeto inútil, ya que ella solía acercarse a la gran cocina de la casa e inclusive estaba autorizada a vigilar la sopa que hervía en el fogón, lo que era mucho más peligroso». Llegó a pretender que su muñeca preferida se quemaría al tocar el hornillo, o se rasgaría el vestido con los mangos de las sartenes. Yo no me atrevía a mirar a Madame Grande Yvonne. Pero cuando llegó la noche, al besarla antes de dormirse, interrogué a la pequeña Clara. Ella me escrutó con insolencia apenas disimulada, y repitiendo textualmente el sermón que yo temía no hubiese ejercido en ella el menor efecto, me aseguró que por amor a mí se había privado de aquello que le resultaba más agradable. Y dicho esto cayó sumida en profundo sueño, y tuve que aguardar hasta el día siguiente, después de una noche de humillantes reflexiones, para retractarme honorablemente y acabar con esa querella inútil.
            Naturalmente, el argumento de una chiquilla, por extravagante que fuese, no podía poner en tela de juicio, contra el sentimiento unánime de la Tradición, el valor de la ascesis. Pero me fue más fácil pensar que existieran ciertas almas superiores, almas de santos o de niños, para quienes los dones de Dios excluyen toda segunda intención, para quienes el Valde bonum de la Creación, lejos de ser un comunicado oficial o un slogan electoral, fuese una realidad comestible.
            En conjunto, sin embargo, la educación moral de mi pupila me proporcionaba menos sinsabores que la esfera de los conocimientos prácticos. Sin excesiva amargura delegué en el ama de llaves la enseñanza doméstica, pero cuando nos paseábamos los tres por el bosque, yo envidiaba sus disertaciones sobre el pico verde o el cucú, la hormiga león, la culebra y la comadreja, evidentemente plenas de leyenda y falsarias de la realidad, pero que Clara, es preciso reconocerlo, escuchaba sin fatigarse. Infinitamente curiosa de los animales, así como de los nombres familiares de las flores, que recogía en grandes ramilletes campestres, lo era aún más de los trabajos y las vidas de los campesinos. Y como era la época de la trilla, la Grande Yvonne la llevaba a dar grandes caminatas, a las que no me invitaban por temor de perturbar ese misterioso trabajo, al que rodeaba la atmósfera de espanto del sacerdocio antiguo. Al regreso, yo sabía qué eras habían visitado, en qué granjas habían bebido leche cuajada y saboreado hojuelas. El viento nos traía de los cuatro puntos del horizonte un zumbido de trilladoras, y siempre quedaba una, un poco más lejos, que no habían visitado, de suerte que Clara solo me dedicaba los días de lluvia.
            Entonces, en los ratos que le dejaban libres sus quehaceres en la cochera, en la cocina o en la capilla, la enseñanza de las artes que no me eran disputadas tendría, en justicia, que haberme resarcido de mis afrentas en otros dominios. Y en efecto, durante mucho tiempo creí que esa satisfacción me sería acordada. Infortunadamente, la pequeña Clara tenía el peor gusto imaginable. Lo ridículo, inclusive lo absurdo, la atraían invenciblemente. El quiosco chino, con sus vidrios de colores y su complicado techo, era su ideal en arquitectura, y poco a poco había atestado su cuarto de todos los bibelots que yo había proscrito del salón y relegado a las buhardillas, de donde desenterraba con infalible instinto los más atroces: un pozo de porcelana que se podía llenar de agua y cuyo mecanismo funcionaba aún, un barómetro con muñecos que trajo mi tía de unas vacaciones alpinas, una celda de carmelita cuyas paredes de vidrio dejaban ver hasta las pantuflas y el misal; más aún, bajo enormes globos de cristal, una multitud de caracolas, una colección de cruces, un arbusto petrificado.
            Me esforcé por corregir ese gusto vulgar. Tengo algunos buenos cuadros que en aquella época, es cierto, palidecían junto a inmensos mazacotes —el lado flaco de mi herencia— que no me atrevía a quitarme de encima antes de la desaparición total de mi parentela. Pero a mi Rouault y mi Cézanne, a pesar de todos mis esfuerzos por disuadirla, mi discípula prefería las abominables copias de Murillo y de Zurbarán que nos había impuesto la ascendencia española de mi tía. En mis álbumes, el único que gozaba de su buena opinión era Louis Lenain, por la figura del niño que disimula tras una chimenea o en la abertura de una puerta. Tímido, aunque curioso del mundo de los mayores abrumados por las preocupaciones, ese personaje ínfimo y por añadidura inútil agradaba a Clara en virtud de no sé qué secreta afinidad. En suma, solo admitía la pintura en la medida en que pudiese reconocer fácilmente el tema, y su repulsión por la Inmaculada Concepción que sirve de retablo al altar (repulsión tanto más sorprendente para mí cuanto que nada diferenciaba ese cuadro de los horrores del salón) se debía, según ella, a que la santa Virgen era irreconocible.
            Nuestra música, que siempre he considerado nuestra actividad más elevada y diferente de la de Virtudes y Serafines solo en esto: en que nos vemos obligados a volver las páginas, nuestra música le era igualmente extraña. Mal pianista, no podía yo aspirar a develarle sus arcanos. Solo toco para mí, y siempre que una especie de necesidad me impulse a revivir aquellas entre mis obras predilectas que están por azar al alcance de mi mano. Esto no impidió que me sintiera profundamente lastimado cuando al concluir aquella Alemanda de Mozart que me había costado varias semanas de estudio, o tal exquisita melodía que preludia una Suite de Bach y que me parecía cargada de cosas inefables, la veía defraudada, como si le hubiese ofrecido, para engañarla, el papel cuidadosamente plegado de un bombón o la cáscara vacía de una naranja. Pero cesé de atribuir esa indiferencia a la mala calidad de mi ejecución cuando después de comprar un gramófono le hice escuchar a Horowitz y a Gieseking. Porque la frase o la cadencia perturbadoras a las que mi vida me parece tan ligada que sigo con angustia la curva que las lleva a resolverse, cuando quería comprobar si la habían conmovido, me valían una mirada de profunda conmiseración.
            Felizmente, pasábamos el anochecer sentados en un banco de piedra delante de la casa y Madame Grande Yvonne respetaba nuestro coloquio. Mirando las estrellas, que son un frágil vínculo entre la tierra y el cielo, rivalizábamos en desentrañar las formas más diversas en las nubes ya vacilantes, en los árboles, sobre todo en los abetos, donde esas formas se prodigan. Y mis ocasionales hallazgos atenuaban quizá el desfavorable juicio que se formaba Clara de mis dones.
            A medida que se modificaban, una a una, mis ideas sobre la educación de las niñas, nos acercábamos a la fecha fijada para la primera comunión. Ella se mostraba tan recoleta que me costaba trabajo deshacerme de las necias aprensiones que ya he mencionado, y según esta inquietud, renovaba otra, descubría en el fondo de mis menores alegrías el temor, a decir verdad nunca adormecido, de que la pequeña Clara me fuese reclamada. Un sentimiento de precariedad echaba a perder hasta sus muestras de ternura.
            Una noche en que la preocupación del trabajo que estaba realizando me tenía despierto más tarde de lo habitual, creí oír un ligero roce en el descanso, contra la puerta de mi cuarto. Sin duda había soñado, entre dormido y despierto, e iba a dormirme definitivamente esta vez cuando un ruido de pasos, discreto pero prolongado, me aterrorizó. Sabe Dios qué ideas atravesaron mi espíritu en aquel instante. La más tranquilizadora era que la niña, no pudiendo conciliar el sueño e ignorando los temores nocturnos, bajaba a la cochera para entregarse a su juego favorito. Porque esa cochera tiene una extraña ubicación dentro de la misma casa. Es un recinto inmenso, que se extiende a todo lo ancho del edificio, con una puerta que desemboca en el aguilón. Desde el interior se llega a ella a través de un pasaje abovedado y de varios peldaños, bajo la escalera de caracol. Guarda tres vehículos antiguos: una diligencia inglesa, una jardinera y una calesa que constituían, como fácilmente se adivina, una fuente de apasionantes aventuras, indefinidamente renovadas. Me incorporé y salí silenciosamente. Desde el descanso que domina la hélice de piedra vi entonces, en mitad de la escalera, iluminada de espalda por la luna que entraba por una saetera, a Clara, sentada en camisa de dormir y con los cabellos aureolados de luz. No muy seducido por este nuevo capricho, pensé mandarla a dormir, cuando un cuchicheo me detuvo. Clara rezaba, velando sobre la casa y sin duda sobre mí mismo. Me invadió un extraño sentimiento de respeto y volví a mi lecho en silencio.
            Por lo demás, el mundo invisible con que ella estaba tan familiarizada y que irrita nuestros ojos de carne parecía desplazar sus fronteras a su arbitrio. Y aunque mis impresiones sean tan frágiles cuanto es posible y, fríamente consideradas, el buen sentido las rechace con violencia, debo reconocer que en algunos raros momentos pude creer que la atmósfera de la casa estaba llena de presencias, o bien yo salía del sueño con un soplo sobre los ojos.
            Sin embargo, las cosas seguían su curso habitual. Madame Grande Yvonne se aprestaba a superar en mucho las hazañas de la fiesta de Santa Clara. La víspera de la solemnidad, los preparativos se multiplicaron febrilmente; los cristales y la platería brillaban sobre el aparador; la costurera hilvanaba un pliegue, retocaba un frunce, secundada por nuestra postulante, cuya piedad no le impedía, en absoluto, mirarse al espejo. Nos acostamos muy tarde en la emoción del júbilo del siguiente día.
            Pero a la mañana no la encontramos. No estaba en su cama, ni orando en la escalera, ni en el fondo del break, ni en el huerto. Los granjeros salieron a buscarla, en automóvil o en bicicleta. Yo telefoneé a las gendarmerías y puse sobre aviso a los pescadores que habían sido sus amigos. Luego, muy rápidamente, comprendimos que se había ido como vino y que a esa hora estaría llamando a otra reja, contestando: «Aquí es» y llevando a otros su alegría.
            Sin convicción me dirigí a los periódicos y a las agencias, y vi nuevamente al secretario de la Alcaldía, quien debió abandonar una pista todavía fresca para lanzarse a una búsqueda diametralmente opuesta.
            No obstante, una cosa permanecía inconcebible para Madame Grande Yvonne y para mí: que ella se hubiera sustraído, no a nuestras torpes atenciones, sino a ese don de Dios al que la sentíamos tan maravillosamente predispuesta. Hasta que pocos días más tarde cayó bajo mis ojos una frase de la Epístola a los Hebreos que me hizo renunciar a toda búsqueda:
            «No olvidéis la hospitalidad. Al practicarla, algunos —sin saberlo— han albergado ángeles».
fUENTE:
Título original: Antología del cuento extraño 1

            AA. VV., 1976

            Selección y noticias biográficas: Rodolfo Walsh

            Traducción: Rodolfo Walsh


            Editor digital: Ascheriit

jueves, 21 de mayo de 2020

2 La estatua de sal Leopoldo Lugones.



2
 La estatua de sal
 Leopoldo Lugones
Poeta de inagotables recursos verbales y pictóricos (Las Montañas del Oro, Los Crepúsculos del Jardín, Lunario Sentimental, Odas Seculares, Poemas Solariegos, Romances de Río Seco), historiador ocasional (Las Misiones Jesuíticas), ensayista (El Payador), biógrafo de Ameghino y Sarmiento, frustrado novelista (El Ángel de la Sombra), político y estudioso, LEOPOLDO LUGONES cultivó también el cuento fantástico, con exacto conocimiento de la técnica narrativa. Sus relatos están reunidos en dos libros: Las Fuerzas Extrañas y Cuentos Fatales.Nació Lugones en Río Seco, provincia de Córdoba, en 1871. Murió en el Tigre, en 1938.         He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:
            —Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, solo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómades que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora confúndense en una misma tristeza. Solo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, agua del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, lo sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme Nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír, me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios lo haya acogido en su gracia. Amén.
            Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitaron muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y, sin embargo, los sacrificios y las oraciones de los justos son los clavos del techo del universo.
            Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas, traíanle cada tarde algunos granos y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.
            Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, estas, asustadas de pronto, echaron a volar abandonándolo. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarlo con santas palabras, lo invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviera anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.
            Transcurrieron siete días. El caminante refirió se peregrinación desde Cesárea a orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.
            —He visto los cadáveres de las ciudades malditas —dijo una noche a su huésped—; he mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.
            —Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma —dijo en voz baja Sosistrato.
            —Sí, conozco el pasaje —añadió el peregrino—. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena…
            —Es la justicia de Dios —exclamó el solitario
            —¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? —replicó suavemente el viajero, que parecía docto en letras sagradas—. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?…
            Después de estas palabras, ambos entregáronse al sueño. Fue aquella la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato; y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satanás en persona.
            El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, libertar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En estas luchas transcurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
            Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerlo. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándolo como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíalo en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
            Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya: trozos de arco, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún… El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.
            Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.
            Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años; y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba. Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo.
            Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, en vuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo que se levantaba en ella. Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; ¡esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua.
            Ya no recordaba nada. Solo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar… el incendio… la catástrofe… las ciudades ardidas… todo aquello se desvanecía en una clara visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado!
            Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y solo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer, ¡esa mujer le era conocida!
            Entonces una ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
            —Mujer, respóndeme una sola palabra.
            —Habla… pregunta…
            —¿Responderás?
            —¡Sí, habla; me has salvado!
            Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
            —Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.
            Una voz anudada de angustia, le respondió:
            —Oh, no… ¡Por Elohim, no quieras saberlo!
            —¡Dime qué viste!
            —No… no… ¡Sería el abismo!
            —Yo quiero el abismo.
            —Es la muerte…
            —¡Dime qué viste!
            —¡No puedo… no quiero!
            —Yo te he salvado.
            —No… no…
            El sol acababa de ponerse.
            —¡Habla!
            La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
            —¡Por las cenizas de tus padres!…
            —¡Habla!
            Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.
Bibliografía:

Título original: Antología del cuento extraño 1

            AA. VV., 1976

            Selección y noticias biográficas: Rodolfo Walsh

            Traducción: Rodolfo Walsh

            Editor digital: Ascheriit

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