INTRODUCCIÓN GENERAL
1. La vida
Si la edad imperial nos ofrece en Roma la más variada producción satírica, desde la sutileza
refinada y fría de Petronio o la diatriba violenta y amarga de Juvenal a la mordacidad ampliamente
humana de Marcial, no la deja de animar también la sátira estoica, marcadamente formalista, de
Persio. Nació Aulo Persio Flaco, caballero romano, el 4 de diciembre del año 34 de la era cristiana
en Volaterra (Volterra), antigua ciudad etrusca. Los datos más extensos y verídicos sobre su vida
nos han sido transmitidos por la Vita del poeta, debida al famoso gramático M. Valerio Probo1, que
vivió en la época de los Flavios; esta biografía que encabezaba, al parecer, una edición comentada
de las Sátiras de Persio, pertenece a aquella serie de esbozos biográficos con que el gramático
ilustraba sus recensiones y comentarios de poetas como Terencio, Lucrecio, Virgilio y Horacio, y
recuerda, por su disposición y analogías, las biografías de poetas que nos quedan del De viris
illustribus de Suetonio.
Hijo de una acomodada familia ecuestre, Persio perdió, cuando apenas contaba seis años de
edad, a su padre; confiado a los cuidados y a la enseñanza de su madre, Fulvia Sisena, y de su tía —
damas de una sociedad impregnada del mos maiorum—, tuvo, en medio de un discreto lujo, una
educación excelente, sin duda de carácter estoico. Su madre se unió en segundas nupcias con Fusio,
un caballero romano tal vez oriundo de Luna (Luni); gracias a esta unión, el muchacho tuvo la
oportunidad de pasar temporadas, incluso unos años más tarde, en la costa lígur. Hasta sus doce
* Este texto no se incluye en la edición de Gredos, pero se incluye aquí por su importancia para el conocimiento de las
Fuentes del poeta [Nota del escaneador]
1 Puede verse el texto de esta Vita en las ediciones de Persio, más adelante citadas, de Jahn, Cartault, Ramorino, Owen,
Villeneuve o Clausen.
Aulo Persio Flaco S á t i r a s 3
años, es decir, hasta el 46, Persio permaneció en Volterra; parece que más tarde su madre, que de
nuevo había enviudado, se lo llevó consigo a Roma.
En la capital continuó Persio los estudios iniciados en su ciudad natal. Allí frecuentó las escuelas
de dos célebres maestros, el gramático Q. Remio Palemón, profesor asimismo de Quintiliano, y el
rétor Verginio Flavo. A sus dieciséis años, la edad de vestir la toga viril, tuvo la fortuna de trabar
amistad, que nunca abandonaría, con el que iba a ser el verdadero director espiritual de su
conciencia hasta la muerte, Aneo Cornuto, un africano de Leptis Magna, el cual, establecido en
Roma bajo Claudio, fue uno de los representantes más conspicuos del estoicismo y permaneció en
Roma, rodeado del afecto general, incluso durante los catorce años del reinado de Nerón, hasta que
este Emperador lo desterró en el 682. En su Sátira V, Persio nos ha dejado una impresionante prueba
de esta predilección recíproca y nunca menguada.
Gracias a Cornuto, Persio se relacionó con eminentes miembros de aquella peña de estoicos que,
bajo el despotismo de Nerón, conservaban viva en la soledad la llama de la doctrina de Crisipo y
Cleantes. En la misma escuela de Cornuto tuvo como condiscípulo a Lucano, cinco años más joven
que Persio, y tan ferviente admirador de los escritos de éste, que, al escucharlos, proclamaba que
esto era poesía auténtica, y su producción simples fruslerías. La Vita nos transmite los nombres de
otros compañeros de la primera adolescencia de Persio que conocemos vagamente o sólo por la
mención del biógrafo: Claudio Agaturno, Petronio Aristócrates, Cesio Baso —destinatario de la
Sátira VI—, Calpurnio Estatura, Servilio Noniano, Plocio Macrino —al que va dedicada la Sátira
II—. Más tarde, conoció a Séneca, pero «sin sentirse atraído por su talento». La observación del
biógrafo es significativa: Persio adolescente, de carácter riguroso, de una pieza, difícilmente podía
congeniar con el talento brillante, pero frondoso y desmedido, y con el espíritu, sólo
superficialmente estoico, del maestro de Córdoba. Persio debía de considerar a Séneca como un
«aficionado» de la poesía3. Durante diez años, en cambio, gozó del tierno afecto del filósofo estoico
P. Clodio Trásea Peto —cuya esposa, Arria la menor, era parienta de nuestro poeta—, con quien
hizo un viaje que le había de procurar, con su intimidad, una dedicación más rendida todavía a los
principios del Pórtico 4.
Breve, como la de Tibulo o la de Catulo, fue la existencia de Persio. En una hacienda que poseía
cerca de la Vía Apia, a ocho millas de Roma, murió el 24 de noviembre del 62, víctima de una
dolencia de estómago. No había cumplido los veintiocho años de edad. Probablemente era de
complexión débil desde su mismo nacimiento; de aquí la necesidad que sentía en los últimos años
de su vida del benigno clima invernal de Luni, donde poseía una mansión. Su vida había
transcurrido tranquila, sin sobresaltos, entre la familia, los amigos y los correligionarios, sin
conocer ni querer otra cosa fuera de este círculo selecto de damas y patricios virtuosos, de poetas
delicados y escritores, de filósofos, pensadores y héroes; de costumbres morigeradas, de pudor
virginal, de comportamiento sociable, el poeta se había mantenido sobrio y modesto, ejemplarmente
afectuoso con su madre, su hermana, su tía paterna. Los arranques de irascibilidad, enojo o
descontento que aparecen en su obra, si no se justifican como nacidos exclusivamente de los efectos
que produjo en su alma la filosofía estoica, serían un reflejo de su constitución orgánica, de su salud
delicada. Al morir, legó a la madre y a la hermana su patrimonio, cerca de dos millones de
sestercios5; a Cornuto, por medio de un codicilo escrito a su madre, cien mil sestercios, o veinte
libras de plata labrada, y toda su biblioteca, integrada esencialmente por los setecientos libros de
Crisipo. Cornuto aceptó la herencia de estas obras, pero renunció a la manda pecuniaria.
2 Sobre Cornuto, véase R. REPPE, De L. Annaeo Cornuto, Leipzig, Teubner, 1906, y V. PALLADINI, «maestro di
Persio», Scritti per XIX Centen. di Persio, Lucca, Artigianelli, 1936.
3 Como lo conceptuaba QUINTILIANO, X 1,129.
4 Véase C. MARTHA, Les moralistes sous l'empire Romain, París, 1865, 116-119.
5 Unos 120 millones de pesetas actuales (1990).
Aulo Persio Flaco S á t i r a s 4
2. La obra
Persio escribió poco, lentamente y con esfuerzo. Casi en su infancia, según el biógrafo, había
escrito una praetexta, un libro de aventuras o viajes —tal vez alusivo al que efectuó con su pariente
Trásea Peto— y unos versos en honor de Arria la mayor, la heroica mujer de Cecina Peto, la del
inmortal apóstrofe: Paete, non dolet6. Sin embargo, muerto el poeta, Cornuto, en un ademán de
verdadera amistad, persuadió a la madre de Persio a destruir estos escritos, por no considerarlos
dignos de ser publicados.
Nos ha llegado sólo el libro de sus Sátiras, que Persio dejó inacabado. Probablemente la muerte
le sorprendió en la mitad de su tarea, y no pudo limar sus escritos. Podríamos incluso sospechar que
el poeta no destinaba sus versos al público, sino a la simple lectura privada ante su auditorio de
correligionarios: él mismo se enorgullece de no abrigar la menor ambición literaria y de renunciar a
los aplausos de los oyentes, aunque acepta sus halagos porque no tiene un corazón de piedra. Así,
parece seguro que, en el haz de sus seis sátiras, la primera y la sexta fueron compuestas
precisamente como primera y última de la serie. En cambio, el orden cronológico de las otras piezas
es del todo inseguro, ya que se trata de una especie de ejercicios escolares, de pruebas
experimentales, procedentes de circunstancias ocasionales, y no de la vida o de sucesos auténticos.
Cornuto se dedicó a su revisión o emendatio, y, después de haber suprimido algunos versos en la
última sátira, a fin de darle la apariencia de obra concluida, cedió el manuscrito a Cesio Baso, que
reclamaba insistentemente el honor de ser el editor de Persio.
¿Cuándo salió a la luz pública la primera edición de las Sátiras, facilitada por la ayuda de estos
dos amigos incondicionales? Probablemente poco después del fallecimiento del poeta, tal vez
alrededor del año 63, ciertamente antes de la muerte de Lucano y Petronio, en vida de Nerón, es
decir, antes del 68. La admiración y la impaciente curiosidad que suscitó el libro, apenas publicado,
entre los hombres de letras y el gran público, debió de obedecer a diversas razones, entre las que no
sería aventurado contar la misma simpatía suscitada por la malograda y virtuosa figura del poeta, la
extraña novedad del estilo, la misma oscuridad —de que hablaremos— y particularmente el carácter
circunstancial de la obra. La Sátira I, inspirada en el libro X de Lucilio, y escrita con vehemencia,
era una invectiva contra la retórica ampulosa, contra la manía de hacer versos, tan generalizada, y
de hacerlos conocer en recitaciones públicas; en el fondo, es una sátira personal contra Nerón, la
encarnación más visible de aquel estado casi patológico de la cultura romana de la época. Otro
detalle contribuye a abonar este punto de vista. El biógrafo confirma el conocido episodio, según el
cual el verso 121 de dicha sátira decía: auriculas asini Mida rex habet, y que Cornuto, temiendo
que el Emperador interpretara la frase como una alusión directa, generalizó su sentido dándole la
forma que registran todos los códices: auriculas asini quis non habet? Con todo, la precaución de
Cornuto de poco iba a servirle: a pesar del matiz proverbial que había adquirido la expresión
persiana, todo el mundo vislumbraba el retrato de Nerón a lo largo de la sátira. Al cabo de pocos
años, en el 65, Cornuto era desterrado, precisamente por Nerón, juntamente con su colega, el estoico
Musonio Rufo. Sería, sin embargo, contraproducente el afán de entresacar muchas posibles
alusiones a Nerón en Persio; sin haber dejado de metérselo entre cejas en ciertas ocasiones, el poeta
vivía demasiado al margen del monstruo y del tumulto de la vida para tenerlos siempre presentes.
Estas seis sátiras —que suman un total de 650 hexámetros— es cuanto nos queda de Persio; sólo
esta cuerda satírica vibra en su inspiración, pero ella sola fue suficiente para ganarse la atención de
sus contemporáneos y de la posteridad. Encontramos, sin embargo, en los manuscritos, al comienzo
o al final, una serie de catorce versos —trímetros escazontes—, que normalmente han sido
considerados como prólogo o como epílogo de las Sátiras. Trátase de un centón de reminiscencias
eruditas, como parece sugerir de entrada el mismo uso del escazonte, propio de los filósofos cínicos
y satirizantes; por su sentido se relacionan con el principio de la Sátira I; no por otra causa se ha
6 Sobre el famoso episodio, cf. PLINIO, Ep. III 16, 6; TÁCITO, An. XVI 34, 2, y MARCIAL, I 14, 1.
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sospechado a veces que Persio comenzó su obra sirviéndose de dicho metro y que luego cambió de
idea, tal vez para adaptarse con mayor rigor a los modelos clásicos de la sátira, Lucilio y Horacio.
No es fácil que nos encontremos ante una contaminación de dos epigramas. En resumen, no es un
prólogo ni un epílogo, sino simplemente un fragmento o un ejercicio juvenil, que no añade ningún
mérito a la gloria del poeta.
3. Ética y arte
¿Qué razón impulsó a Persio a dedicarse a la sátira? Su biógrafo lo manifiesta de forma explícita:
apenas dejados los maestros, habiendo leído el libro X de Lucilio, se animó fervorosamente a seguir
el ejemplo del magnífico modelo: con un verso luciliano abría, precisamente, su Sátira I. No es
improbable, por otro lado, que orientara al poeta hacia el campo de la sátira el magisterio de
Cornuto —cuyas enseñanzas nunca serían olvidadas por el poeta—: la influencia del admirado
maestro se refleja no sólo en la Sátira V que le dedicó, sino en todo el librito, ya que su contenido
se inspira profundamente en la doctrina del Pórtico, a excepción de la Sátira I, de carácter literario,
escrita contra un público corrompido en el gusto y el espíritu, incapaz de apreciar la esencia del arte
y la sabiduría. El análisis de ciertas apreciaciones literarias expuestas principalmente en esta pieza,
así como sus mismos procedimientos de composición, denuncian que era enemigo de las exageradas
influencias griegas, particularmente del alejandrinismo; de donde, su admiración por el arcaísmo
viril de los antiguos poetas latinos.
Absolutamente estoicos, en efecto, son los pensamientos sobre la disposición espiritual con que
hay que dirigirse a la divinidad (Sátira II), la teoría de las pasiones, consideradas como
enfermedades del alma (III), la doctrina sobre el perfeccionamiento personal, que se obtiene
bajando a menudo a nuestro interior y no censurando al prójimo (IV), la esencia de la libertad,
derivada del dominio sobre las propias pasiones (V), y, en fin, el argumento acerca del recto uso de
las propias rentas sin despilfarro y sin tacañería (VI). En consecuencia, la obra de Persio es
básicamente filosófica y didáctica y, en cierta manera, convencional, casi desentendida de la
auténtica vida vivida, de los vicios dominantes en la Roma neroniana. Por otro lado, no debemos
olvidar que toda la verdadera filosofía bajo el Imperio, representada principalmente por Lucano,
Persio y Séneca, deriva del estoicismo, y que, en Roma, fue también la filosofía estoica una de las
armas ocultas más poderosas de la oposición a los césares, una de las formas más sutiles del
republicanismo ideológico.
No deja de ser impresionante esta posición del ingenuo adolescente volterrano, discreto y
enfermizo, pero moralmente encadenado a los principios de una escuela severísima, que sólo
disponía de la «pluma» para desatar su ímpetu agresivo y señalar el camino de la virtud, sin conocer
por experiencia a los hombres y las miserias de su época. Conoce la maldad, no por su propia
experiencia, sino por sus lecturas. Sólo la indudable sinceridad de su palabra justifica tal actitud.
Todo es en él intransigencia y desabrimiento; vocablos como radere y mordax son frecuentes en sus
versos. Como ocurre con los enfermos, a quienes la dolencia física deforma la visión clara de la
realidad de la vida, Persio lo ve todo empañado u obscuro y refunfuña contra todo y contra todos.
¿Podríamos ver aquí un rasgo de su Etruria natal, poco propicia al alborozo? De todas formas, el
contraste parece sólo aparente: la sátira a menudo se compagina a la perfección con la moral, la
filosofía y la religión; no en vano se ha comparado la doctrina estoica con la predicación cristiana.
Persio quiere hombres perfectos, elevándolos por encima de vanidades y desdichas; ataca a los
cobardes, los politicastros, los haraganes, los viciosos, tanto si son centuriones, patricios, el mismo
Emperador, como si son viles plebeyos, proponiéndoles el espejo de la verdadera libertad humana,
de las limitaciones de la vida, de la abnegación. Sustancialmente su doctrina coincide con la
intención moralizadora que entrevemos todavía en los fragmentos salvados del naufragio de la obra
de Lucilio, y no difiere del pensamiento expresado en los Sermones de Horacio, su otro gran
modelo, al cual deliberadamente imita y a veces refunde. Pero, ¡qué desigualdad entre la sabiduría
Aulo Persio Flaco S á t i r a s 6
aprendida en los libros y el furor del viejo poeta de Sesa Aurunca disparado en la Roma
republicana, o el escéptico y sonriente humorismo del epicúreo venusino, libre de vínculos de
escuela y primoroso explorador de los defectos humanos!
Es cierto que entre Horacio y Persio existen diferencias, no sólo de temperamento y escuela, sino
también por las condiciones de las respectivas circunstancias históricas. Horacio, que asiste a la
restauración de Roma bajo Augusto, puede confiar todavía en un mejoramiento social; Persio, que
vive bajo Nerón, amargado sin duda por las torpezas y los delitos del monstruo laureado, se encierra
voluntariamente en su torre de marfil o lo ataca a hurtadillas, lejos de toda sospecha, cuando, poco
después, Juvenal fustigará enfáticamente los escándalos de la Urbe y Marcial escribirá el mayor
epigramatario objetivo de todos los tiempos. Nuestro satírico, hurtado a la realidad, no se mueve de
sus dominios ideales y teóricos, de su intención totalizadora. Un aspecto de esta indeterminación
podemos comprobarlo en la misma lista de nombres propios mencionados en las Sátiras: raramente
acude Persio a personajes reales designándolos individualmente; la misma pauta seguirá en sus
ataques el epigramista bilbilitano. Sólo los nombres de los destinatarios de las Sátiras son
evidentemente de personajes reales; todos, o casi todos, los restantes son ficticios y usados con la
finalidad exclusiva de dar una fisonomía viva a las ejemplificaciones y a las categorías sociales —el
rufián Estayo, el arúspice Ergena o el arriero Dama—; los mismos nombres históricos —Craso,
Bruto, Mercurio, Batilo— pertenecen al pasado y tienen igualmente valor prototípico. La única
excepción es Cota Mesalino, mencionado específicamente como muestra de la corrupción a que lo
habían reducido los vicios. Todo ello se explica si se tiene en cuenta que la sátira persiana no
rezuma una sola gota de veneno: agitada en el campo de las ideas, es sosegada con las personas.
Como
Horacio, no se dobla Persio a la invectiva personal. El aequus animus de Horacio y la virtus de
Persio convergen en la idea de una rectitud moral, de una dignidad rigurosamente humana.
No conviene, por tanto, extremar las conclusiones. El contenido de la sátira de Persio no es un
producto exclusivamente formalista o reflejo: no ve siempre los vicios y los defectos a través del
cristal de sus propias lecturas y de las máximas filosóficas, sino, más bien, situándolos en la esfera
donde acaban por encontrarse siempre aquellos que, menospreciando las normas éticas más
comunes, dan libre curso a sus pasiones. La época de Persio revive en las Sátiras, representada en el
mal gusto de los hombres de letras, en la sordidez del pueblo bajo, en el orgullo de los nobles y en
el despotismo del Emperador, expresada con la más íntima convicción filosófica. No son raras en su
obra las hermosas sentencias y los análisis agudos del alma. Se ha estudiado minuciosamente su
carácter estoico, casi pretendiendo que Persio aspiró a hacer servir la sátira como simple vehículo
de las ideas del Pórtico; pero no raramente se levanta por encima de las doctrinas filosóficas, hasta
lograr que sus tendencias no sean solamente las de un teórico o un doctrinario. El poeta no pierde de
vista, de raíz, la vida: es significativo, en efecto, que no vague alrededor de principios
especulativos, sino de principios que sirvan de norma a la vida interior, que dirijan y gobiernen, en
suma, la conducta humana y civil del civis, hombre libre y miembro de una sociedad. Sería, por
tanto, incongruente negar toda intención política a sus sátiras.
Se podría, en todo caso, sospechar que Persio, tan inmaturo para el arte como para la vida, es un
satírico malgré lui. En el período formativo de toda vida de artista no encontró su camino, no supo
sistematizar su ideal literario como resultado de unas vivencias y una lucha artística. Lo pone de
manifiesto un examen de la forma literaria, de la lengua y del estilo de las Sátiras. No sólo por el
contenido de los argumentos, sino también por la forma y su desarrollo, la sátira de Persio se
conecta con la de sus predecesores Lucilio y Horacio. Como ellos, usa en las seis piezas el
hexámetro dactílico, que Lucilio había fijado de forma decisiva en el libro V de su primera serie,
después de las inseguras variedades métricas de los primeros libros. Las sátiras de Persio son
asimismo sermones de tono familiar, esmaltadas de descripciones, anécdotas históricas, recuerdos
mitológicos, reflexiones y máximas: a veces, en forma de epístola dirigida a un conocido; otras, a
manera de diálogo con el lector o con un interlocutor imaginario. La imitación persiana, de vez en
cuando literal, de Lucilio y Horacio, es un hecho incuestionable; por lo que afecta a Lucilio, ante la
Aulo Persio Flaco S á t i r a s 7
pobreza material de lo que nos queda del gran satírico, el parangón con Persio resultará siempre
insuficiente y provisional; en cambio, no resistirá Persio la comparación con Horacio, del que se
sitúa muy por debajo en la agilidad transparente y en la desenvoltura elegante, características del
arte horaciano.
La obra de Persio es muy a menudo un mosaico de reminiscencias de Horacio, desde el motivo
entero de una sátira o la representación de toda una escena hasta meros conceptos, ecos o frases
dichas con idénticos vocablos; esta imitación ha sido estudiada una y otra vez en diversas épocas.
Ya I. Casaubon, en el siglo XVII, consagró una famosa disertación al tema, en la que sistematizaba
todas las derivaciones horacianas en Persio7; la discusión ha sido reanudada y completada a
menudo, no sin cierta petulancia. Con todo, pese a las innumerables reminiscencias horacianas,
clasificadas por la más exigente avaricia crítica, nunca la sátira de Persio podrá ser considerada
como un retoño del animus horaciano. Horacio y Persio forman dos centros espirituales
independientes, sin puntos de contacto, sin ninguna vibración común, aunque se trate de dos
satíricos, con analogías y calcos. Persio no puede ser explicado por Horacio. La imitación persiana
de Horacio es un hecho puramente incidental. No debe olvidarse, a propósito de estas reflexiones, el
curioso concepto que tuvieron en general de la imitación los antiguos, que se deleitaban, al leer a un
autor, en percibir recuerdos y ecos, personalmente modificados, de otro escritor. Por otro lado,
existía realmente una tradición de pensamientos, metáforas, fórmulas y tipismos continuada entre
los satíricos romanos: la originalidad y la variedad del arte consistían en presentar bajo nueva luz el
viejo y obligado recuerdo. Persio ha evitado esta frialdad de recetario mediante una sucesión de
imágenes fuertes, enérgicas y renovadas: en él la imitación se convierte paradójicamente en parte
esencial de la espontaneidad del discurso, en elemento vital, en jugo y sangre de su arte; su
imitación, en suma, es un procedimiento meramente literario, un barniz del alma, una sensación del
espíritu que late por toda la materia viva. De aquí que, para entender su arte, hay que penetrarlo una
y otra vez, quebrantando esta costra de erudición, prejuicios y confusiones tradicionales.
Mediante esta operación de análisis íntimo, llegaría a parecernos un pretexto —en el sentido
etimológico del vocablo— el mismo factor satírico del poeta: ¿qué quedaría, entonces de Persio?
Un paisaje fragmentario, sin duda, pero positivo, genuino, perdurable. Lo que se nos presenta, a
través de los detalles y las rendijas de su obra, es un pequeño mundo vigoroso, un arte
auténticamente realista, una revelación lírica embrionaria. He aquí el principal valor artístico de las
Sátiras. Los croquis que Persio incrusta aquí y allá en sus composiciones, pintando al vivo escenas
y caracteres humanos, quedan grabados para siempre en la fantasía. Obsérvese, por ejemplo, el
efecto pintoresco del poeta en boga que se dispone a recitar sus versos en un auditorium,
impecablemente acicalado, luciendo la gran sortija que le regalaron en su aniversario, y sube a la
cathedra, después de haberse enjuagado la garganta con gargarismos, y empieza a vocalizar con voz
tierna y mirada lánguida sus poemas (I 15-19); o el brutal realismo del libertino que, después de
hundir el vientre blancuzco en el baño, se sienta a la mesa y, presa de temblor agónico, deja caer de
las manos, rechinándole los dientes, la copa espumosa y las viandas grasientas de la boca
entreabierta (III 98-102); o la caricatura medio goyesca de la abuela o la tía que coge al bebé de la
cuna y, tras humedecerle con saliva la frente y los labios a fin de librarle del aojamiento, lo hace
saltar en sus brazos y pide a los dioses que le concedan éxitos y fortuna, de forma que el rey y la
reina lo deseen por yerno, se lo disputen las muchachas y nazcan rosas donde él ponga los pies (II
31-38). ¡Cómo se desahoga su pecho agradecido, en una corriente de emoción, ante la paterna
afectuosidad de Cornuto! (V 26-29, 41-51). En otras ocasiones, la reproducción de las actividades
humanas es una simple silueta o un esbozo improvisado: tal es la descripción de los juegos
infantiles (III 48-51), el gracioso aguafuerte de la manumisión del muletero Dama (V 75-79), el
diálogo de la emulación entre la avaricia y la pereza (V 132-139) o el reposo otoñal en la costa lígur
(VI 6-8). Estos fragmentos revelan por sí solos unas dotes de auténtico artista, son voces aisladas de
7 I. CASAUBON, Persiana Horati imitatio, ensayo publicado como apéndice a su edición de las Sátiras, París, 1605,
525-558.
Aulo Persio Flaco S á t i r a s 8
un lirismo espontáneo y seguro.
Si incluso en estos casos Persio pagó tributo a una moda, el recurso no escamotea ninguna
partícula a la sinceridad artística. Ya J. Lido, el erudito bizantino del siglo VI, afirmaba8 que Persio
había querido imitar los mimos de Sofrón, consistentes en cuadros de género o en breves apuntes
populares, muy admirados en la Antigüedad y leídos preferentemente por el mismo Platón. Y, en
efecto, no pocas expresiones familiares, crudas y a veces obscuras, de las sátiras de Persio aluden a
los ademanes y procedimientos de los mimógrafos, como al describir las muecas que se hacen a
espaldas de la gente (I 59 y ss.), o las risotadas de la juventud que se mofa de los estoicos,
juzgándolos locos o quijotes de la filosofía (V 86-87), o la actitud de la soldadesca que no daría un
as por un sabio (V 189-191).
Persio no ríe como Marcial ni retumba como Juvenal; cuando intenta reírse, la risa se le quiebra
de pena o se le muere degollada por la sentencia filosófica. Esquiva todos los excesos, todas las
estridencias; hay en él un fondo de inapetencia, de resignación apagada, de indecisión de la
voluntad: sólo de esta forma aparenta cierta semejanza con Horacio. De aquí que no fuera
reformador ni innovador ni opositor. Si pretende colocarse enfrente de su época, no sabe
desprenderse de sus vicios: al satirizar los versos de moda, vacíos de contenido, cubiertos de vana
frondosidad y de mitología patética, lo hace por medio de versos elegantes y redondeados que
habrían levantado una tempestad de aclamaciones en una recitatio y que contribuyeron sin duda al
éxito inmediato de sus Sátiras. Pero es un secreto y un privilegio de artista fustigar las modas sin
renunciar a ser portavoz de sus consecuencias. Por otro lado, la moda es una ley del tiempo, de la
que no consigue librarse ni el escritor más rígido y más independiente. Desde este punto de vista,
Persio tiene en Séneca, a quien conoció, pero sin dejarse seducir por su talento, un espíritu fraterno.
Si Persio, en lugar de ser un joven morum lenissimorum, verecundiae virginales, como dice su
biógrafo, hubiera sido un carácter virulento, tal vez hubiera renovado la sátira o la lírica latina. No
se le puede regatear el temperamento poético ni las dotes de un buen versificador; es cierto que a
veces construye el hexámetro con dificultad y técnica imperfecta, pero no debe olvidarse que el
hexámetro satírico gozaba de libertades especiales; en no pocos de sus versos, el acento rítmico del
dáctilo del quinto pie no coincide con el acento tónico de la palabra en que cae, ocasionando así
finales inarmónicos, como sucede igualmente en Horacio.
Quizá su juventud o su época frustraron la realización que hace vislumbrar su obra: la de un
lírico, si hubiera vivido bajo un libre régimen republicano, y no en un período de vida frenética y
hedonística, y, más concretamente, la de un poeta pindárico, como ponen de manifiesto, si no sus
vuelos de inspiración, sí su organización de saltos, inconexiones y premuras. Pero sobre su ánimo,
esencialmente lírico y sentimental, acabaron por actuar la influencia de la sátira de Lucilio y el
estoicismo de Cornuto. El poeta creyó que la sátira, tal como la habían transmitido sus
predecesores, podía acoger a un tiempo su arte y su doctrina, convirtiendo la sabiduría en poesía. En
consecuencia, el verdadero valor artístico de Persio responde siempre a una doble corriente, a un
dualismo lírico-satírico, que sólo llega a fundirse en la concepción unitaria del estoicismo, en la voz
de una minoría intelectual que, a partir de Nerón, más que profesar un sistema filosófico,
enarbolaba una bandera de combate. Persio, en definitiva, no es un genio; pero tampoco sus Sátiras
son, como a veces se ha insinuado, una de las más enojosas creaciones del arte poético, ni su lectura
constituye, por la forma, un martirio; es un talento prematuro, que sabe unir a una delicada
sensibilidad la capacidad de abordar las ideas generales y los grandes problemas de la aventura
humana. Como filósofo, posee al mismo tiempo la finura de Séneca, la firmeza de Epicteto y la
claridad de Marco Aurelio; como satírico, es menos carialegre que Horacio y menos brillante que
Juvenal, pero su acento es sin duda más íntimo y más profundo.
8 Cf. Lido, De magistr. , I 41
Aulo Persio Flaco S á t i r a s 9
4. La obscuridad
Hay que confesar, sin embargo, que, sin ser insoportable, como ciertos críticos aseguran, la obra
de Persio resulta difícil para el lector actual. Persio es uno de los escritores menos accesibles. Tan
innegable como la gloria que coronó inmediatamente la breve producción del poeta, es su dificultad,
que poco a poco fue creciendo hasta hacerse legendaria. Los exegetas han ido embrollando la
cuestión, han acentuado la dificultad, hasta el punto de hacer creer que para Persio cualquier
expresión natural, incluso la más sencilla, era tabú. Ahora bien, haciendo caso omiso de
exageraciones y leyendas, ¿qué carácter presenta esta obscuridad, que llegó a parecer impenetrable?
En primer lugar, un hecho es indiscutible. Para glorificar la obra de Persio, sus contemporáneos
tuvieron que entenderla: afirmar que la admiración es un resultado frecuente de la incomprensión,
como alguien ha apuntado, no es sino escaparse por la tangente; en tales casos, dicha admiración
grotesca, que todos hemos conocido en alguna ocasión, se reduce a pequeños núcleos de pedantes y
alabarderos, pero no encuentra eco en los ámbitos conscientes. Pese a todo, no puede negarse que a
menudo una neblina, tal vez pasajera, se extiende ante los ojos del lector y no le permite seguir el
proceso y encadenamiento de las ideas. Se necesita, en una palabra, la máxima atención y el más
laborioso análisis para no creer de vez en cuando que nos hallamos ante una esfinge.
Esta obscuridad, frecuentemente confundida con la ambigüedad o la anfibología, ya fue
advertida por los antiguos. Elocuentes, aunque del todo legendarias, son las anécdotas, tantas veces
repetidas, según las cuales San Ambrosio, irritado por no lograr entender a Persio, tiró el libro
gritando: Si non vis intellegi, non debes legi, mientras que San Jerónimo, por el mismo motivo, lo
lanzó al fuego para que las llamas alumbraran el pavoroso antro. Sería ocioso buscar en las obras de
los dos Santos Padres ninguna expresión que justificara la leyenda; San Jerónimo, por el contrario,
cita constantemente a Persio, haciendo ver que lo entiende y aprecia de veras. Pero en la baja
latinidad, y especialmente entre los escritores no romanos, la lectura de Persio se había hecho
sumamente difícil. La penosa impresión persistió a través de los autores de los siglos X y XI, puesto
que en no pocos manuscritos de las Sátiras aparecen un Incipit y un Explicit parafraseados en rudos
epigramas, que comparan al autor, por su obscuridad, al mismo infierno. Valga como ejemplo:
«Comienza Persio, por todas partes obscuro orco; como el infierno, así permanece él en sus
tinieblas». En otros epigramas, la poesía de Persio, por sus contorsiones de lengua y estilo, es
comparada al rabo de un cochinillo. Probablemente estos versos, breves y harto vulgares, derivan de
una fuente única, muy anterior a los mismos manuscritos que nos los transmiten, sin que parezca
arriesgado sospechar que se entroncan con la emendatio de Barcelona de que luego hablaremos.
De donde se desprende que, alejados por siglos de distancia de la época del poeta, los copistas
tropezaban con dificultades que a la sazón no podían descifrar la filología ni los conocimientos del
latín. Fácilmente se comprende que, frente a las construcciones violentas, a los pensamientos poco
claros y no siempre trabados entre sí, a los vocablos nuevos o usados en sentido distinto del
corriente, los amanuenses poco expertos perdiesen los estribos. Todavía en unos tiempos más
cercanos a los nuestros, J. César Escalígero y su hijo José se enfurecían contra Persio, un ostentator
febriculosae eruditionis, declarándolo ineptus, porque cum legi vellet quae scripsisset, intellegi
noluit quae legerentur9. El mismo Casaubon, pese a su decisiva contribución al esclarecimiento de
las dificultades de Persio y a su defensa contra el ataque de Escalígero, admitía que el poeta,
especialmente en las Sátiras I y IV, gustó de refugiarse en el enigma, mientras Cornuto le debía de
susurrar insistentemente al oído la antigua palabra skoJtison “obscurece”. De esta forma, Persio fue
siempre retenido por el autor más obscuro de toda la latinidad. Auctor difficillimus y obscurus vates
se lee en la portada de diversas ediciones y explanaciones antiguas. Dicha obscuridad, ya
proverbial, halla todavía un eco en sor Juana Inés de la Cruz y en Boileau, el cual, sin embargo, en
L'Art poétique, señalaba acertadamente que Persio en ses vers obscurs, mais serrés et pressants, /
9 J. C. ESCALIGERO, Hypercrit. 6, y Ars Poet. III 97.
Aulo Persio Flaco S á t i r a s 10
affecta d'enfermer moins de mots que de sens.
Desde su punto de vista, la crítica no era del todo incongruente. El problema, finalmente, fue
planteado con precisión por O. Jahn, en su edición fundamental de Persio (1843), cuando reconocía
que es imposible procurarse un texto crítico del poeta prescindiendo de un comentario
interpretativo; a su vez, C. F. Hermann precisó que las dificultades del satírico dependen más de la
naturaleza del texto que de las dudas de lectura, es decir, que en el caso de Persio es más necesaria
la tarea del intérprete que la del crítico. ¿Qué grado de verdad, en suma, hay que reconocer en la
encarnizada hostilidad de los detractores del poeta?
Las dificultades existen, evidentemente, en sus Sátiras. Pero dificultad no equivale a obscuridad,
como advertía G. Papini, refiriéndose a Dante Alighieri. Toda gran obra permanecerá siempre
obscura para quien la aborda sin la seriedad y la preparación especial que exige la aproximación de
cada uno de los niveles culturales en sus diversos aspectos. Baste recordar los casos de los poemas
homéricos, de Virgilio, del mismo Dante, de Quevedo, de P. Valéry o de C. Riba. Persio pertenece,
sin ser un genio, a este linaje de escritores privilegiados. Para entenderlo, hay que excluir, de
entrada, la sospecha de que el poeta persiguiera deliberadamente esta obscuridad, hasta el punto de
no comprenderse a sí mismo; no podemos dejarnos arrastrar por las leyendas que vieron en él un
skoteinoJtato" el «más sombrío»; es peligroso convertirse en Edipo de una esfinge imaginaria,
porque el trance es un juego difícil y nos recuerda un nombre mítico que no se vio acompañado de
la buena suerte. Parece injusto que para entenderlo nos esforcemos en renunciar a las reglas de la
latinidad. Los modernos progresos filológicos nos permiten penetrar íntimamente en sus secretos;
hoy, con voluntad y reflexión, podemos gozar de su lectura como sucedió a sus contemporáneos: he
aquí un principio indiscutible.
Ahora bien, debemos reconocer que la proclamación milenaria de la obscuridad de Persio no
carece de fundamento. Esta «tenebrosidad», hoy casi vencida del todo, procede de diversas causas.
En primer lugar, de la concisión característica de su estilo quebrado, vigoroso, abrupto; no
raramente, la exposición de su pensamiento carece del nexo más rígidamente indispensable; unas
veces, al precipitársele el pensamiento en la expresión, cierra las premisas sobrentendiendo la
conclusión; otras, la conclusión supone unas premisas inexistentes. Las transiciones suelen ser
bruscas, improvisadas; el lector se ve obligado a reflexionar, a leer entre líneas, a releer todo el
pasaje o toda la composición para entender, casi por sorpresa, el encadenamiento de las ideas; y no
todos los lectores se imponen, desgraciadamente, dicho esfuerzo. Otra razón es la forma dialogada a
que Persio recurre a menudo, introduciendo en el discurso un supuesto interlocutor o fingiendo la
reproducción de sus palabras; no siempre se logra distinguir con claridad si habla el interlocutor, el
poeta, o si interviene repentinamente otro personaje; así el recurso artístico del diálogo llega a
resultar en sus manos un lamentable «fiasco»; la diversa distribución de los elementos dialogísticos
entre los intérpretes puede no influir a veces sensiblemente en el sentido de un pasaje, pero otras
veces da lugar a profundas modificaciones. Otras razones pueden ser el afán del poeta, tal vez
demasiado amante de locuciones insólitas o nuevas para herir la imaginación del lector o del oyente,
por servirse aquí y allá de metáforas o metonimias audaces, coloreadas, extrañas, a veces dobles,
que a la primera ojeada no permiten desvelar su pensamiento; o su propensión al uso, tal vez
deliberado, de frases ambivalentes o ambiguas, susceptibles de diversas interpretaciones; o las
frecuentes alusiones, también corrientes en Marcial o Juvenal, a costumbres, sucesos y recuerdos de
su tiempo, ciertamente claras para sus contemporáneos, pero enigmáticas por su mismo desgaste
ante la posteridad, si no van acompañadas de comentarios minuciosos. Podrían añadirse a estas
causas su falta de fantasía poética, su inexperiencia de escritor, las características de su sermo, su
muerte prematura. Persio dejó inacabada su obra: nuestro juicio no puede prescindir de esta
fatalidad. Sólo así se comprenderán objetivamente sus notables cualidades de pensamiento y estilo,
de reproducción artística de las circunstancias ambientales, de eficacia ética, de entusiasmo por el
bien, existentes en sus Sátiras.
Aulo Persio Flaco S á t i r a s 11
5. Supervivencia y fortuna
Estas últimas cualidades ocasionaron, sin duda, en la Antigüedad la fama de Persio. Ya hemos
visto cómo, según el testimonio del biógrafo, se entusiasmaba Lucano con la lectura de las Sátiras y
qué éxito inmediato de público acogió su publicación. Un crítico tan sagaz como Quintiliano, que
cita e incluso imita a Persio, dejó en su reseña de los escritores griegos y romanos el famoso juicio:
Multum et verae gloriae quamvis uno libro Persius meruit10. Unos años antes, Marcial, al
recomendar la brevedad como don inestimable en literatura, había cerrado un epigrama con el
dístico: Saepius in libro numeratur Persius uno / quam levis in tota Marsus Amazonide11. Es cierto
que Juvenal, al recordar los grandes satíricos de Roma, no menciona a Persio, pero se sirve en
diversos pasajes de su obra de frases típicamente persianas. Sólo la época frontoniana, de tendencia
arcaizante, carece de alusiones a nuestro poeta. Pero luego se multiplican las citas y los elogios, a lo
que contribuye el espíritu de los primeros siglos del Cristianismo, cuya ética concordaba con el
valor moral y no pocas ideas de la doctrina estoica. Persio es recordado por los apologistas y los
padres de la Iglesia: Tertuliano, Lactancio, Jerónimo, Agustín, Isidoro de Sevilla; es conocido por
los poetas, como Ausonio, Prudencio, Sedulio y Sidonio Apolinar; es mencionado y estudiado por
los gramáticos más famosos, como Diomedes, Donato, Servio y Probo.
A esta misma época, a comienzos del siglo v, se remonta la más antigua emendatio o revisión
conocida del texto de las Sátiras: exactamente al año 402, en que un erudito, Flavio Julio
Trifoniano Sabino, revisó en Barcelona un manuscrito de Persio, arquetipo de los códices posteriores,
al que puede atribuirse la denominación de recensio Sabiniana o Barcinonensis. Los
códices de Persio se multiplicaron notablemente a partir del siglo IV hasta el punto de que no hay
ninguna biblioteca en Europa que no posea uno más o menos antiguo o reciente. Aunque su número
puede llegar al centenar y medio, la moderna crítica textual sostiene que, para obtener un buen
texto, basta acudir a unos pocos, no más de diez, los más antiguos y de reconocida autoridad. Todos
los indicios y testimonios demuestran que Persio no dejó, durante la Edad Media, de ser leído,
buscado, glosado y transcrito con un incesante afán, que perdura hasta los tiempos modernos, al
menos por lo que atañe al interés de los eruditos, a pesar de las opiniones hostiles al poeta por la
dificultad o el hermetismo de su estilo. Puede afirmarse que, después de Virgilio, Horacio y
Juvenal, Persio ha sido el poeta latino que ha gozado del mayor número de escoliastas y
comentaristas.
La época humanística continuó dedicando al poeta toda la atención de editores y glosadores, pero
no cesaron —aunque de forma esporádica—, como advertíamos más arriba, las voces de
incomprensión o de abierta censura, entre los estudiosos, ante la producción satírica de Persio.
Contra la irrupción, a veces desabrida y brutal, de tales detractores se levantaron los disidentes,
entre los cuales sobresalió el que más derecho tenía de asumir la defensa de Persio por haber sido,
después de los antiguos escoliastas, el que más que nadie contribuyó a explorar y esclarecer la
mentalidad del poeta: el humanista suizo Isaac Casaubon (1559-1614). Éste, al admitir que Persio
ensombreció deliberadamente, una y otra vez, su pensamiento, se anticipaba al juicio de los críticos
modernos ante el fenómeno de la poesía hermética. No siempre son suficientes la nitidez o la
cordura para explicar la obscuridad: los temas más inocentes, como acontece en Persio, pueden ser
víctimas del mismo conflicto. Las modernas ediciones comentadas de Persio y la abundancia de
ensayos, artículos y monografías que se han dedicado al satírico12 no olvidan las sabias directrices
de Casaubon, sin dejar de reconocer las frecuentes ambigüedades que presenta su estilo: tampoco
escasean éstas en el mismo Virgilio. Sólo los poetas mediocres no suscitan discusiones ni necesitan
intérpretes.
MIQUEL DOLÇ
10 QUINTILIANO, X 1 , 94; cf. XII 10, 26
11 MARCIAL, IV 29, 7-8.
12 Véanse en la Bibliografía los principales títulos.
Aulo Persio Flaco S á t i r a s 12
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