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miércoles, 1 de junio de 2022

SHAKESPEARE LA INVENCIÓN DE LO HUMANO HAROLD BLOOM. FRAGMENTO.

 


 
 

SHAKESPEARE

 

 

            LA INVENCIÓN DE LO HUMANO

 

             

            HAROLD BLOOM

 PARA JEANNE


           AQUELLO PARA LO QUE ENCONTRAMOS PALABRAS ES ALGO YA MUERTO EN NUESTROS CORAZONES. HAY SIEMPRE UNA ESPECIE DE DESPRECIO EN EL ACTO DE HABLAR.[1]

 

             

            Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos

 

           

             

            LA VOLUNTAD Y EL SINO NUESTROS CORREN TAN ENCONTRADOS QUE TODA ESTRATAGEMA NUESTRA ES DERRIBADA, SON NUESTRAS LAS IDEAS NUESTRAS, PERO AJENOS SUS FINES.[2]

 

             

            El Actor Rey en Hamlet

 

 


 AGRADECIMIENTOS

 

 

            Puesto que no puede haber un Shakespeare definitivo, he utilizado una diversidad de textos, a veces repuntuándolos en silencio para mí mismo. En general, recomiendo la edición de Arden, pero muchas veces he seguido la edición de Riverside u otras. He evitado el New Oxford Shakespeare, que busca de manera perversa, la mayoría de las veces, imprimir el peor texto posible, poéticamente hablando.

            Parte del material de este libro fue leído, en esbozos muy anteriores, dentro de las conferencias Mary Flexner en Bryn Mawr College, en octubre de 1990, y de las Conferencias Tanner en la Universidad de Princeton, en noviembre de 1995.

            John Hollander leyó y mejoró mis manuscritos, así como también mi devota editora, Celina Spiegel; tengo también deudas considerables con mis agentes literarios, Glen Hartley y Lynn Chu; con el editor de mi original, Toni Rachiele; y con mis ayudantes de investigación: Mirjana Kalezic, Jennifer Lewin, Ginger Gaines, Eric Boles, Elizabeth Small y Octavio DiLeo. Como siempre, estoy agradecido a las bibliotecas y los bibliotecarios de la Universidad de Yale.

             

            H.B.

 

            Timothy Dwight College

 

            Universidad de Yale

 

            Abril de 1998

 

 


 CRONOLOGÍA

 

 

            La disposición de las obras de Shakespeare en el orden de su composición sigue siendo una empresa discutible. Esta cronología, necesariamente provisional, sigue en parte lo que se considera generalmente como autoridad erudita. Allí donde soy escéptico sobre la autoridad, he dado breves anotaciones para dar cuenta de mis suposiciones.

            Shakespeare fue bautizado el 26 de abril de 1564 en Stratfordon-Avon y murió allí el 23 de abril de 1616. No sabemos cuándo entró por primera vez en el mundo teatral londinense, pero sospecho que fue ya desde 1587. Probablemente en 1610, Shakespeare regresó a vivir en Stratford, hasta su muerte. Después de 1613, cuando compuso Dos nobles de la misma sangre (con John Fletcher), Shakespeare abandonó evidentemente su carrera de dramaturgo.

            Mi discrepancia más importante con la mayor parte de la tradición erudita shakespeareana es que sigo la Introduction to Shakespeare (1964) de Peter Alexander al asignar el primer Hamlet (escrito en algún momento entre 1589 y 1593) al propio Shakespeare, y no a Thomas Kyd. Disiento también de la reciente aceptación de Eduardo III (1592-1595) dentro del canon shakespeareano, pues no encuentro en esta obra nada representativo del dramaturgo que había escrito Ricardo III.[3]

             

 Enrique VI, Primera parte [Henry VI, Part one] 1589-1590 Enrique VI, Segunda parte [Henry VI, Part two] 1590-1591 Enrique VI, Tercera parte [Henry VI, Part three] 1590-1591 Ricardo III [Richard III] 1592-1593 Los dos hidalgos de Verona [The Two Gentlemen of Verona] 1592-1593    La mayoría de los estudiosos fechan esta obra en 1594, pero es mucho menos avanzada que La comedia de los errores, y a mí me parece la primera comedia sobresaliente de Shakespeare.

             

 Hamlet (primera versión) 1589-1593            Ésta fue añadida al repertorio de los que serían después los Hombres del lord Chambelán cuando Shakespeare se unió a ellos en 1594. Al mismo tiempo, éstos empezaron a representar Tito Andrónico y La doma de la fiera. Nunca representaron nada de Kyd.

             

 Venus y Adonis [Venus and Adonis] 1592-1593 La comedia de los errores [The Comedy of Errors] 1593 Sonetos [Sonnets] 1593-1609 Los primeros sonetos pueden haberse compuesto en 1589, lo cual significaría que cubren veinte años de la vida de Shakespeare, terminando un año antes de su semirretiro a Stratford.

             

 La violación de Lucrecia [The Rape of Lucrece] 1593-1594 Tito Andrónico [Titus Andronicus] 1593-1594 La doma de la fiera [The Taming of the Shrew] 1593-1594 Penas de amor perdidas [Love’s Labour’s Lost] 1594-1595   Hay un salto tan grande de las primeras comedias de Shakespeare a la gran fiesta del lenguaje que es Penas de amor perdidas, que dudo de esta fecha tan temprana, a menos que la revisión de 1597 para una representación en la corte fuese bastante más de lo que entendemos generalmente por «revisión». No hay ninguna versión impresa antes de 1598.

             

 El rey Juan [King John] 1594-1596             Otro gran rompecabezas de datación; gran parte de la versificación es tan arcaica que hace pensar en el Shakespeare de 1589 o por ahí. Y sin embargo Faulconbridge el Bastardo es el primer personaje de Shakespeare que habla con una voz enteramente propia.

             

 Ricardo II [Richard II] 1595 Romeo y Julieta [Romeo and Juliet] 1595-1596 Sueño de una noche de verano [A Midsummer Night’s Dream] 1595-1596 El mercader de Venecia [The Merchant of Venice] 1596-1597 Enrique IV, Primera parte [Henry IV, Part One] 1596-1597 Las alegres comadres de Windsor [The Merry Wives of Windsor] 1597 Enrique IV, Segunda parte [Henry IV, Part Two] 1598 Mucho ruido y pocas nueces [Much Ado About Nothing] 1598-1599 Enrique V [Henry V] 1599 Julio César [Julius Caesar] 1599 Como gustéis [As You Like It] 1599 Hamlet  1600-1601 El Fénix y la tórtola [The Phoenix and the Turtle] 1601 Noche de Reyes [Twelfth Night] 1601-1602 Troilo y Crésida [Troilus and Cressida] 1601-1602 Bien está lo que bien acaba [All’s Well That Ends Well ] 1602-1603 Medida por medida [Measure for Measure] 1604 Otelo [Othello] 1604 El rey Lear [King Lear] 1605 Macbeth  1606 Antonio y Cleopatra [Antony and Cleopatra] 1606 Coriolano [Coriolanus] 1607-1608 Timón de Atenas [Timon of Athens] 1607-1608 Pericles  1607-1608 Cimbelino [Cymbeline] 1609-1610 El cuento de invierno [The Winter’s Tale] 1610-1611 La tempestad [The Tempest] 1611 Elegía fúnebre [A Funeral Elegy] 1612 Enrique VIII [Henry VIII] 1612-1613 Dos nobles de la misma sangre [The Two Noble Kinsmen] 1613


 ADVERTENCIA DEL TRADUCTOR

 

 

            La principal dificultad de traducción de este libro son las abundantes citas de obras de Shakespeare. Pero en este caso era imposible aceptar el desafío que supone intentar acercarse al nivel literario o poético del genio inglés: la naturaleza de este estudio imponía una versión inflexiblemente literal (o lo que solemos llamar así), en la que pudieran seguirse en detalle los comentarios del crítico. El traductor sólo puede pedir comprensión por la grisura de su versión. Es sabido además que sigue habiendo en Shakespeare muchos puntos oscuros o de interpretación discutible, y más para quien lo traduce a otra lengua, y gran parte de esas oscuridades no las resuelve tampoco este libro. Para esas dificultades el traductor ha seleccionado en lo posible las interpretaciones de estudiosos o traductores anteriores, y en algunos pocos casos se ha aventurado a tomar decisiones personales. Finalmente, en algunos raros pasajes (de Shakespeare o de otros autores), el autor pensó poder permitirse una versión más literaria o poética.

 


 AL LECTOR

 

 

            Antes de Shakespeare, el personaje literario cambia poco; se representa a las mujeres y a los hombres envejeciendo y muriendo, pero no cambiando porque su relación consigo mismos, más que con los dioses o con Dios, haya cambiado. En Shakespeare, los personajes se desarrollan más que se despliegan, y se desarrollan porque se conciben de nuevo a sí mismos. A veces esto sucede porque se escuchan hablar, a sí mismos o mutuamente. Espiarse a sí mismos hablando es su camino real hacia la individuación, y ningún otro escritor, antes o después de Shakespeare, ha logrado tan bien el casi milagro de crear voces extremadamente diferentes aunque coherentes consigo mismas para sus ciento y pico personajes principales y varios cientos de personajes menores claramente distinguibles.

            Cuanto más lee y pondera uno las obras de Shakespeare, más comprende uno que la actitud adecuada ante ellas es la del pasmo. Cómo pudo existir no lo sé, y después de dos décadas de dar clases casi exclusivamente sobre él, el enigma me parece insoluble. Este libro, aunque espera ser útil para otras personas, es una declaración personal, la expresión de una larga pasión (aunque sin duda no única) y la culminación de toda una vida de trabajo leyendo y escribiendo y enseñando en torno a lo que sigo llamando tercamente literatura imaginativa. La «bardolatría», la adoración de Shakespeare, debería ser una religión secular más aún de lo que ya es. Las obras de teatro siguen siendo el límite exterior del logro humano: estéticamente, cognitivamente, en cierto modo moralmente, incluso espiritualmente. Se ciernen más allá del límite del alcance humano, no podemos ponernos a su altura. Shakespeare seguirá explicándonos, que es el principal argumento de este libro. Este argumento lo he repetido exhaustivamente, porque a muchos les parecerá extraño.

            Ofrezco una interpretación bastante abarcadora de las obras de teatro de Shakespeare, dirigida a los lectores y aficionados al teatro comunes. Aunque hay críticos shakespeareanos vivos que admiro (y en los que abrevo, con sus nombres), me siento desalentado ante gran parte de lo que hoy se presenta como lecturas de Shakespeare, académicas o periodísticas. Esencialmente, trato de proseguir una tradición interpretativa que incluye a Samuel Johnson, William Hazlitt, A. C. Bradley y Harold Goddard, una tradición que hoy está en gran parte fuera de moda. Los personajes de Shakespeare son papeles para actores, y son también mucho más que eso: su influencia en la vida ha sido casi tan enorme como su efecto en la literatura postshakespeareana. Ningún autor del mundo compite con Shakespeare en la creación aparente de la personalidad, y digo «aparente» aquí con cierta renuencia. Catalogar los mayores dones de Shakespeare es casi un absurdo: ¿dónde empezar, dónde terminar? Escribió la mejor prosa y la mejor poesía en inglés, o tal vez en cualquier lengua occidental. Esto es inseparable de su fuerza cognitiva; pensó de manera más abarcadora y original que ningún otro escritor. Es asombroso que un tercer logro supere a éstos, y sin embargo comparto la tradición johnsoniana al alegar, casi cuatro siglos después de Shakespeare, que fue más allá de todo precedente (incluso de Chaucer) e inventó lo humano tal como seguimos conociéndolo. Una manera más conservadora de afirmar esto me parecería una lectura débil y equivocada de Shakespeare: podría argumentar que la originalidad de Shakespeare estuvo en la representación de la cognición, la personalidad, el carácter. Pero hay un elemento que rebosa de las comedias, un exceso más allá de la representación, que está más cerca de esa metáfora que llamamos «creación». Los personajes dominantes de Shakespeare -Falstaff, Hamlet, Rosalinda, Yago, Lear, Macbeth, Cleopatra entre ellos- son extraordinarios ejemplos no sólo de cómo el sentido comienza más que se repite, sino también de cómo vienen al ser nuevos modos de conciencia.

            Podemos resistirnos a reconocer hasta qué punto era literaria nuestra cultura, particularmente ahora que tantos de nuestros proveedores institucionales de literatura coinciden en proclamar alegremente su muerte. Un número sustancial de norteamericanos que creen adorar a Dios adoran en realidad a tres principales personajes literarios: el Yahweh del Escritor J (el más antiguo autor del Génesis, Éxodo, Números), el Jesús del Evangelio de Marcos, y el Alá del Corán. No sugiero que los sustituyamos por la adoración de Hamlet, pero Hamlet es el único rival secular de sus más grandes precursores en personalidad. Su efecto total sobre la cultura mundial es incalculable. Después de Jesús, Hamlet es la figura más citada en la conciencia occidental; nadie le reza, pero tampoco nadie lo rehúye mucho tiempo. (No se le puede reducir a un papel para un actor; tendríamos que empezar por hablar, de todos modos, de «papeles para actores», puesto que hay más Hamlets que actores para interpretarlos.) Más que familiar y sin embargo siempre desconocido, el enigma de Hamlet es emblemático del enigma mayor del propio Shakespeare: una visión que lo es todo y no es nada, una persona que fue (según Borges) todos y ninguno, un arte tan infinito que nos contiene, y seguirá conteniendo a los que probablemente vendrán después de nosotros.

            Con la mayor parte de las obras de teatro, he tratado de ser tan directo como lo permitían las rarezas de mi propia conciencia; dentro de los límites de una franca preferencia por los personajes antes que por la acción, y de una insistencia en lo que llamo «ir al primer plano» mejor que el «ir al trasfondo» de los historicistas viejos y nuevos. La sección final, «Ir al primer plano», pretende ser leída en relación con cualquiera de las obras de teatro indiferentemente, y podría haberse impreso en cualquier parte de este libro. No puedo afirmar que soy directo en lo que respecta a las dos partes de Enrique IV, donde me he centrado obsesivamente en Falstaff, el dios mortal de mis imaginaciones. Al escribir sobre Hamlet, he experimentado con el uso de un procedimiento cíclico, tratando de los misterios de la obra y de sus protagonistas mediante un constante regreso a mi hipótesis (siguiendo al difunto Peter Alexander) de que el propio Shakespeare joven, y no Thomas Kyd, escribió la primitiva versión de Hamlet que existió más de una década antes del Hamlet que conocemos. En El rey Lear, he rastreado la fortuna de las cuatro figuras más perturbadoras -el Bufón, Edmundo, Edgar y el propio Lear-[4] a fin de rastrear la tragedia de esta que es la más trágica de las tragedias.

            Hamlet, mentor de Freud, anda por ahí provocando que todos aquellos con quienes se encuentra se revelen a sí mismos, mientras que el príncipe (como Freud) esquiva a sus biógrafos. Lo que Hamlet ejerce sobre los personajes de su entorno es un epítome del efecto de las obras de Shakespeare sobre sus críticos. He luchado hasta el límite de mis capacidades por hablar de Shakespeare y no de mí, pero estoy seguro de que las obras han inundado mi conciencia, y de que las obras me leen a mí mejor de lo que yo las leo. Una vez escribí que Falstaff no aceptaría que nosotros le fastidiáramos, si se dignara representarnos. Eso se aplica también a los iguales de Falstaff, ya sean benignos como Rosalinda y Edgar, pavorosamente malignos como Yago y Edmundo, o claramente más allá de nosotros, como Hamlet, Macbeth y Cleopatra. Unos impulsos que no podemos dominar nos viven nuestra vida, y unas obras que no podemos resistir nos la leen. Tenemos que ejercitarnos y leer a Shakespeare tan tenazmente como podamos, sabiendo a la vez que sus obras nos leerán más enérgicamente aún. Nos leen definitivamente.

 

Fuente:

            ANAGRAMA

 

            Colección Argumentos

 

           

 

 


             

 

             

             

            Título de la edición original:
Shakespeare: The Invention of the Human

 

             

            Edición en formato digital: diciembre de 2019

 

             

            © imagen de cubierta, «Sibila délfica», Miguel Ángel, Capilla Sixtina

 

             

            © de la traducción, Tomás Segovia, 2002

 

             

            © Harold Bloom, 1998

 

             

            © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2002
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona

 

             

            ISBN: 978-84-339-4068-1

 

            Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.

 

            anagrama@anagrama-ed.es

 

            www.anagrama-ed.es


lunes, 4 de abril de 2022

Aulo Persio Flaco. SÁTIRAS. INTRODUCCIÓN. INTRODUCCIONES GENERALES DE MANUEL BALASCH y MIGUEL DOLÇ INTRODUCCIONES PARTICULARES, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE MANUEL BALASCH BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 153 EDITORIAL GREDOS



 INTRODUCCIÓN GENERAL

1. La vida

Si la edad imperial nos ofrece en Roma la más variada producción satírica, desde la sutileza

refinada y fría de Petronio o la diatriba violenta y amarga de Juvenal a la mordacidad ampliamente

humana de Marcial, no la deja de animar también la sátira estoica, marcadamente formalista, de

Persio. Nació Aulo Persio Flaco, caballero romano, el 4 de diciembre del año 34 de la era cristiana

en Volaterra (Volterra), antigua ciudad etrusca. Los datos más extensos y verídicos sobre su vida

nos han sido transmitidos por la Vita del poeta, debida al famoso gramático M. Valerio Probo1, que

vivió en la época de los Flavios; esta biografía que encabezaba, al parecer, una edición comentada

de las Sátiras de Persio, pertenece a aquella serie de esbozos biográficos con que el gramático

ilustraba sus recensiones y comentarios de poetas como Terencio, Lucrecio, Virgilio y Horacio, y

recuerda, por su disposición y analogías, las biografías de poetas que nos quedan del De viris

illustribus de Suetonio.

Hijo de una acomodada familia ecuestre, Persio perdió, cuando apenas contaba seis años de

edad, a su padre; confiado a los cuidados y a la enseñanza de su madre, Fulvia Sisena, y de su tía —

damas de una sociedad impregnada del mos maiorum—, tuvo, en medio de un discreto lujo, una

educación excelente, sin duda de carácter estoico. Su madre se unió en segundas nupcias con Fusio,

un caballero romano tal vez oriundo de Luna (Luni); gracias a esta unión, el muchacho tuvo la

oportunidad de pasar temporadas, incluso unos años más tarde, en la costa lígur. Hasta sus doce

* Este texto no se incluye en la edición de Gredos, pero se incluye aquí por su importancia para el conocimiento de las

Fuentes del poeta [Nota del escaneador]

1 Puede verse el texto de esta Vita en las ediciones de Persio, más adelante citadas, de Jahn, Cartault, Ramorino, Owen,

Villeneuve o Clausen.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 3

años, es decir, hasta el 46, Persio permaneció en Volterra; parece que más tarde su madre, que de

nuevo había enviudado, se lo llevó consigo a Roma.

En la capital continuó Persio los estudios iniciados en su ciudad natal. Allí frecuentó las escuelas

de dos célebres maestros, el gramático Q. Remio Palemón, profesor asimismo de Quintiliano, y el

rétor Verginio Flavo. A sus dieciséis años, la edad de vestir la toga viril, tuvo la fortuna de trabar

amistad, que nunca abandonaría, con el que iba a ser el verdadero director espiritual de su

conciencia hasta la muerte, Aneo Cornuto, un africano de Leptis Magna, el cual, establecido en

Roma bajo Claudio, fue uno de los representantes más conspicuos del estoicismo y permaneció en

Roma, rodeado del afecto general, incluso durante los catorce años del reinado de Nerón, hasta que

este Emperador lo desterró en el 682. En su Sátira V, Persio nos ha dejado una impresionante prueba

de esta predilección recíproca y nunca menguada.

Gracias a Cornuto, Persio se relacionó con eminentes miembros de aquella peña de estoicos que,

bajo el despotismo de Nerón, conservaban viva en la soledad la llama de la doctrina de Crisipo y

Cleantes. En la misma escuela de Cornuto tuvo como condiscípulo a Lucano, cinco años más joven

que Persio, y tan ferviente admirador de los escritos de éste, que, al escucharlos, proclamaba que

esto era poesía auténtica, y su producción simples fruslerías. La Vita nos transmite los nombres de

otros compañeros de la primera adolescencia de Persio que conocemos vagamente o sólo por la

mención del biógrafo: Claudio Agaturno, Petronio Aristócrates, Cesio Baso —destinatario de la

Sátira VI—, Calpurnio Estatura, Servilio Noniano, Plocio Macrino —al que va dedicada la Sátira

II—. Más tarde, conoció a Séneca, pero «sin sentirse atraído por su talento». La observación del

biógrafo es significativa: Persio adolescente, de carácter riguroso, de una pieza, difícilmente podía

congeniar con el talento brillante, pero frondoso y desmedido, y con el espíritu, sólo

superficialmente estoico, del maestro de Córdoba. Persio debía de considerar a Séneca como un

«aficionado» de la poesía3. Durante diez años, en cambio, gozó del tierno afecto del filósofo estoico

P. Clodio Trásea Peto —cuya esposa, Arria la menor, era parienta de nuestro poeta—, con quien

hizo un viaje que le había de procurar, con su intimidad, una dedicación más rendida todavía a los

principios del Pórtico 4.

Breve, como la de Tibulo o la de Catulo, fue la existencia de Persio. En una hacienda que poseía

cerca de la Vía Apia, a ocho millas de Roma, murió el 24 de noviembre del 62, víctima de una

dolencia de estómago. No había cumplido los veintiocho años de edad. Probablemente era de

complexión débil desde su mismo nacimiento; de aquí la necesidad que sentía en los últimos años

de su vida del benigno clima invernal de Luni, donde poseía una mansión. Su vida había

transcurrido tranquila, sin sobresaltos, entre la familia, los amigos y los correligionarios, sin

conocer ni querer otra cosa fuera de este círculo selecto de damas y patricios virtuosos, de poetas

delicados y escritores, de filósofos, pensadores y héroes; de costumbres morigeradas, de pudor

virginal, de comportamiento sociable, el poeta se había mantenido sobrio y modesto, ejemplarmente

afectuoso con su madre, su hermana, su tía paterna. Los arranques de irascibilidad, enojo o

descontento que aparecen en su obra, si no se justifican como nacidos exclusivamente de los efectos

que produjo en su alma la filosofía estoica, serían un reflejo de su constitución orgánica, de su salud

delicada. Al morir, legó a la madre y a la hermana su patrimonio, cerca de dos millones de

sestercios5; a Cornuto, por medio de un codicilo escrito a su madre, cien mil sestercios, o veinte

libras de plata labrada, y toda su biblioteca, integrada esencialmente por los setecientos libros de

Crisipo. Cornuto aceptó la herencia de estas obras, pero renunció a la manda pecuniaria.

2 Sobre Cornuto, véase R. REPPE, De L. Annaeo Cornuto, Leipzig, Teubner, 1906, y V. PALLADINI, «maestro di

Persio», Scritti per XIX Centen. di Persio, Lucca, Artigianelli, 1936.

3 Como lo conceptuaba QUINTILIANO, X 1,129.

4 Véase C. MARTHA, Les moralistes sous l'empire Romain, París, 1865, 116-119.

5 Unos 120 millones de pesetas actuales (1990).

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 4

2. La obra

Persio escribió poco, lentamente y con esfuerzo. Casi en su infancia, según el biógrafo, había

escrito una praetexta, un libro de aventuras o viajes —tal vez alusivo al que efectuó con su pariente

Trásea Peto— y unos versos en honor de Arria la mayor, la heroica mujer de Cecina Peto, la del

inmortal apóstrofe: Paete, non dolet6. Sin embargo, muerto el poeta, Cornuto, en un ademán de

verdadera amistad, persuadió a la madre de Persio a destruir estos escritos, por no considerarlos

dignos de ser publicados.

Nos ha llegado sólo el libro de sus Sátiras, que Persio dejó inacabado. Probablemente la muerte

le sorprendió en la mitad de su tarea, y no pudo limar sus escritos. Podríamos incluso sospechar que

el poeta no destinaba sus versos al público, sino a la simple lectura privada ante su auditorio de

correligionarios: él mismo se enorgullece de no abrigar la menor ambición literaria y de renunciar a

los aplausos de los oyentes, aunque acepta sus halagos porque no tiene un corazón de piedra. Así,

parece seguro que, en el haz de sus seis sátiras, la primera y la sexta fueron compuestas

precisamente como primera y última de la serie. En cambio, el orden cronológico de las otras piezas

es del todo inseguro, ya que se trata de una especie de ejercicios escolares, de pruebas

experimentales, procedentes de circunstancias ocasionales, y no de la vida o de sucesos auténticos.

Cornuto se dedicó a su revisión o emendatio, y, después de haber suprimido algunos versos en la

última sátira, a fin de darle la apariencia de obra concluida, cedió el manuscrito a Cesio Baso, que

reclamaba insistentemente el honor de ser el editor de Persio.

¿Cuándo salió a la luz pública la primera edición de las Sátiras, facilitada por la ayuda de estos

dos amigos incondicionales? Probablemente poco después del fallecimiento del poeta, tal vez

alrededor del año 63, ciertamente antes de la muerte de Lucano y Petronio, en vida de Nerón, es

decir, antes del 68. La admiración y la impaciente curiosidad que suscitó el libro, apenas publicado,

entre los hombres de letras y el gran público, debió de obedecer a diversas razones, entre las que no

sería aventurado contar la misma simpatía suscitada por la malograda y virtuosa figura del poeta, la

extraña novedad del estilo, la misma oscuridad —de que hablaremos— y particularmente el carácter

circunstancial de la obra. La Sátira I, inspirada en el libro X de Lucilio, y escrita con vehemencia,

era una invectiva contra la retórica ampulosa, contra la manía de hacer versos, tan generalizada, y

de hacerlos conocer en recitaciones públicas; en el fondo, es una sátira personal contra Nerón, la

encarnación más visible de aquel estado casi patológico de la cultura romana de la época. Otro

detalle contribuye a abonar este punto de vista. El biógrafo confirma el conocido episodio, según el

cual el verso 121 de dicha sátira decía: auriculas asini Mida rex habet, y que Cornuto, temiendo

que el Emperador interpretara la frase como una alusión directa, generalizó su sentido dándole la

forma que registran todos los códices: auriculas asini quis non habet? Con todo, la precaución de

Cornuto de poco iba a servirle: a pesar del matiz proverbial que había adquirido la expresión

persiana, todo el mundo vislumbraba el retrato de Nerón a lo largo de la sátira. Al cabo de pocos

años, en el 65, Cornuto era desterrado, precisamente por Nerón, juntamente con su colega, el estoico

Musonio Rufo. Sería, sin embargo, contraproducente el afán de entresacar muchas posibles

alusiones a Nerón en Persio; sin haber dejado de metérselo entre cejas en ciertas ocasiones, el poeta

vivía demasiado al margen del monstruo y del tumulto de la vida para tenerlos siempre presentes.

Estas seis sátiras —que suman un total de 650 hexámetros— es cuanto nos queda de Persio; sólo

esta cuerda satírica vibra en su inspiración, pero ella sola fue suficiente para ganarse la atención de

sus contemporáneos y de la posteridad. Encontramos, sin embargo, en los manuscritos, al comienzo

o al final, una serie de catorce versos —trímetros escazontes—, que normalmente han sido

considerados como prólogo o como epílogo de las Sátiras. Trátase de un centón de reminiscencias

eruditas, como parece sugerir de entrada el mismo uso del escazonte, propio de los filósofos cínicos

y satirizantes; por su sentido se relacionan con el principio de la Sátira I; no por otra causa se ha

6 Sobre el famoso episodio, cf. PLINIO, Ep. III 16, 6; TÁCITO, An. XVI 34, 2, y MARCIAL, I 14, 1.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 5

sospechado a veces que Persio comenzó su obra sirviéndose de dicho metro y que luego cambió de

idea, tal vez para adaptarse con mayor rigor a los modelos clásicos de la sátira, Lucilio y Horacio.

No es fácil que nos encontremos ante una contaminación de dos epigramas. En resumen, no es un

prólogo ni un epílogo, sino simplemente un fragmento o un ejercicio juvenil, que no añade ningún

mérito a la gloria del poeta.

3. Ética y arte

¿Qué razón impulsó a Persio a dedicarse a la sátira? Su biógrafo lo manifiesta de forma explícita:

apenas dejados los maestros, habiendo leído el libro X de Lucilio, se animó fervorosamente a seguir

el ejemplo del magnífico modelo: con un verso luciliano abría, precisamente, su Sátira I. No es

improbable, por otro lado, que orientara al poeta hacia el campo de la sátira el magisterio de

Cornuto —cuyas enseñanzas nunca serían olvidadas por el poeta—: la influencia del admirado

maestro se refleja no sólo en la Sátira V que le dedicó, sino en todo el librito, ya que su contenido

se inspira profundamente en la doctrina del Pórtico, a excepción de la Sátira I, de carácter literario,

escrita contra un público corrompido en el gusto y el espíritu, incapaz de apreciar la esencia del arte

y la sabiduría. El análisis de ciertas apreciaciones literarias expuestas principalmente en esta pieza,

así como sus mismos procedimientos de composición, denuncian que era enemigo de las exageradas

influencias griegas, particularmente del alejandrinismo; de donde, su admiración por el arcaísmo

viril de los antiguos poetas latinos.

Absolutamente estoicos, en efecto, son los pensamientos sobre la disposición espiritual con que

hay que dirigirse a la divinidad (Sátira II), la teoría de las pasiones, consideradas como

enfermedades del alma (III), la doctrina sobre el perfeccionamiento personal, que se obtiene

bajando a menudo a nuestro interior y no censurando al prójimo (IV), la esencia de la libertad,

derivada del dominio sobre las propias pasiones (V), y, en fin, el argumento acerca del recto uso de

las propias rentas sin despilfarro y sin tacañería (VI). En consecuencia, la obra de Persio es

básicamente filosófica y didáctica y, en cierta manera, convencional, casi desentendida de la

auténtica vida vivida, de los vicios dominantes en la Roma neroniana. Por otro lado, no debemos

olvidar que toda la verdadera filosofía bajo el Imperio, representada principalmente por Lucano,

Persio y Séneca, deriva del estoicismo, y que, en Roma, fue también la filosofía estoica una de las

armas ocultas más poderosas de la oposición a los césares, una de las formas más sutiles del

republicanismo ideológico.

No deja de ser impresionante esta posición del ingenuo adolescente volterrano, discreto y

enfermizo, pero moralmente encadenado a los principios de una escuela severísima, que sólo

disponía de la «pluma» para desatar su ímpetu agresivo y señalar el camino de la virtud, sin conocer

por experiencia a los hombres y las miserias de su época. Conoce la maldad, no por su propia

experiencia, sino por sus lecturas. Sólo la indudable sinceridad de su palabra justifica tal actitud.

Todo es en él intransigencia y desabrimiento; vocablos como radere y mordax son frecuentes en sus

versos. Como ocurre con los enfermos, a quienes la dolencia física deforma la visión clara de la

realidad de la vida, Persio lo ve todo empañado u obscuro y refunfuña contra todo y contra todos.

¿Podríamos ver aquí un rasgo de su Etruria natal, poco propicia al alborozo? De todas formas, el

contraste parece sólo aparente: la sátira a menudo se compagina a la perfección con la moral, la

filosofía y la religión; no en vano se ha comparado la doctrina estoica con la predicación cristiana.

Persio quiere hombres perfectos, elevándolos por encima de vanidades y desdichas; ataca a los

cobardes, los politicastros, los haraganes, los viciosos, tanto si son centuriones, patricios, el mismo

Emperador, como si son viles plebeyos, proponiéndoles el espejo de la verdadera libertad humana,

de las limitaciones de la vida, de la abnegación. Sustancialmente su doctrina coincide con la

intención moralizadora que entrevemos todavía en los fragmentos salvados del naufragio de la obra

de Lucilio, y no difiere del pensamiento expresado en los Sermones de Horacio, su otro gran

modelo, al cual deliberadamente imita y a veces refunde. Pero, ¡qué desigualdad entre la sabiduría

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 6

aprendida en los libros y el furor del viejo poeta de Sesa Aurunca disparado en la Roma

republicana, o el escéptico y sonriente humorismo del epicúreo venusino, libre de vínculos de

escuela y primoroso explorador de los defectos humanos!

Es cierto que entre Horacio y Persio existen diferencias, no sólo de temperamento y escuela, sino

también por las condiciones de las respectivas circunstancias históricas. Horacio, que asiste a la

restauración de Roma bajo Augusto, puede confiar todavía en un mejoramiento social; Persio, que

vive bajo Nerón, amargado sin duda por las torpezas y los delitos del monstruo laureado, se encierra

voluntariamente en su torre de marfil o lo ataca a hurtadillas, lejos de toda sospecha, cuando, poco

después, Juvenal fustigará enfáticamente los escándalos de la Urbe y Marcial escribirá el mayor

epigramatario objetivo de todos los tiempos. Nuestro satírico, hurtado a la realidad, no se mueve de

sus dominios ideales y teóricos, de su intención totalizadora. Un aspecto de esta indeterminación

podemos comprobarlo en la misma lista de nombres propios mencionados en las Sátiras: raramente

acude Persio a personajes reales designándolos individualmente; la misma pauta seguirá en sus

ataques el epigramista bilbilitano. Sólo los nombres de los destinatarios de las Sátiras son

evidentemente de personajes reales; todos, o casi todos, los restantes son ficticios y usados con la

finalidad exclusiva de dar una fisonomía viva a las ejemplificaciones y a las categorías sociales —el

rufián Estayo, el arúspice Ergena o el arriero Dama—; los mismos nombres históricos —Craso,

Bruto, Mercurio, Batilo— pertenecen al pasado y tienen igualmente valor prototípico. La única

excepción es Cota Mesalino, mencionado específicamente como muestra de la corrupción a que lo

habían reducido los vicios. Todo ello se explica si se tiene en cuenta que la sátira persiana no

rezuma una sola gota de veneno: agitada en el campo de las ideas, es sosegada con las personas.

Como

Horacio, no se dobla Persio a la invectiva personal. El aequus animus de Horacio y la virtus de

Persio convergen en la idea de una rectitud moral, de una dignidad rigurosamente humana.

No conviene, por tanto, extremar las conclusiones. El contenido de la sátira de Persio no es un

producto exclusivamente formalista o reflejo: no ve siempre los vicios y los defectos a través del

cristal de sus propias lecturas y de las máximas filosóficas, sino, más bien, situándolos en la esfera

donde acaban por encontrarse siempre aquellos que, menospreciando las normas éticas más

comunes, dan libre curso a sus pasiones. La época de Persio revive en las Sátiras, representada en el

mal gusto de los hombres de letras, en la sordidez del pueblo bajo, en el orgullo de los nobles y en

el despotismo del Emperador, expresada con la más íntima convicción filosófica. No son raras en su

obra las hermosas sentencias y los análisis agudos del alma. Se ha estudiado minuciosamente su

carácter estoico, casi pretendiendo que Persio aspiró a hacer servir la sátira como simple vehículo

de las ideas del Pórtico; pero no raramente se levanta por encima de las doctrinas filosóficas, hasta

lograr que sus tendencias no sean solamente las de un teórico o un doctrinario. El poeta no pierde de

vista, de raíz, la vida: es significativo, en efecto, que no vague alrededor de principios

especulativos, sino de principios que sirvan de norma a la vida interior, que dirijan y gobiernen, en

suma, la conducta humana y civil del civis, hombre libre y miembro de una sociedad. Sería, por

tanto, incongruente negar toda intención política a sus sátiras.

Se podría, en todo caso, sospechar que Persio, tan inmaturo para el arte como para la vida, es un

satírico malgré lui. En el período formativo de toda vida de artista no encontró su camino, no supo

sistematizar su ideal literario como resultado de unas vivencias y una lucha artística. Lo pone de

manifiesto un examen de la forma literaria, de la lengua y del estilo de las Sátiras. No sólo por el

contenido de los argumentos, sino también por la forma y su desarrollo, la sátira de Persio se

conecta con la de sus predecesores Lucilio y Horacio. Como ellos, usa en las seis piezas el

hexámetro dactílico, que Lucilio había fijado de forma decisiva en el libro V de su primera serie,

después de las inseguras variedades métricas de los primeros libros. Las sátiras de Persio son

asimismo sermones de tono familiar, esmaltadas de descripciones, anécdotas históricas, recuerdos

mitológicos, reflexiones y máximas: a veces, en forma de epístola dirigida a un conocido; otras, a

manera de diálogo con el lector o con un interlocutor imaginario. La imitación persiana, de vez en

cuando literal, de Lucilio y Horacio, es un hecho incuestionable; por lo que afecta a Lucilio, ante la

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 7

pobreza material de lo que nos queda del gran satírico, el parangón con Persio resultará siempre

insuficiente y provisional; en cambio, no resistirá Persio la comparación con Horacio, del que se

sitúa muy por debajo en la agilidad transparente y en la desenvoltura elegante, características del

arte horaciano.

La obra de Persio es muy a menudo un mosaico de reminiscencias de Horacio, desde el motivo

entero de una sátira o la representación de toda una escena hasta meros conceptos, ecos o frases

dichas con idénticos vocablos; esta imitación ha sido estudiada una y otra vez en diversas épocas.

Ya I. Casaubon, en el siglo XVII, consagró una famosa disertación al tema, en la que sistematizaba

todas las derivaciones horacianas en Persio7; la discusión ha sido reanudada y completada a

menudo, no sin cierta petulancia. Con todo, pese a las innumerables reminiscencias horacianas,

clasificadas por la más exigente avaricia crítica, nunca la sátira de Persio podrá ser considerada

como un retoño del animus horaciano. Horacio y Persio forman dos centros espirituales

independientes, sin puntos de contacto, sin ninguna vibración común, aunque se trate de dos

satíricos, con analogías y calcos. Persio no puede ser explicado por Horacio. La imitación persiana

de Horacio es un hecho puramente incidental. No debe olvidarse, a propósito de estas reflexiones, el

curioso concepto que tuvieron en general de la imitación los antiguos, que se deleitaban, al leer a un

autor, en percibir recuerdos y ecos, personalmente modificados, de otro escritor. Por otro lado,

existía realmente una tradición de pensamientos, metáforas, fórmulas y tipismos continuada entre

los satíricos romanos: la originalidad y la variedad del arte consistían en presentar bajo nueva luz el

viejo y obligado recuerdo. Persio ha evitado esta frialdad de recetario mediante una sucesión de

imágenes fuertes, enérgicas y renovadas: en él la imitación se convierte paradójicamente en parte

esencial de la espontaneidad del discurso, en elemento vital, en jugo y sangre de su arte; su

imitación, en suma, es un procedimiento meramente literario, un barniz del alma, una sensación del

espíritu que late por toda la materia viva. De aquí que, para entender su arte, hay que penetrarlo una

y otra vez, quebrantando esta costra de erudición, prejuicios y confusiones tradicionales.

Mediante esta operación de análisis íntimo, llegaría a parecernos un pretexto —en el sentido

etimológico del vocablo— el mismo factor satírico del poeta: ¿qué quedaría, entonces de Persio?

Un paisaje fragmentario, sin duda, pero positivo, genuino, perdurable. Lo que se nos presenta, a

través de los detalles y las rendijas de su obra, es un pequeño mundo vigoroso, un arte

auténticamente realista, una revelación lírica embrionaria. He aquí el principal valor artístico de las

Sátiras. Los croquis que Persio incrusta aquí y allá en sus composiciones, pintando al vivo escenas

y caracteres humanos, quedan grabados para siempre en la fantasía. Obsérvese, por ejemplo, el

efecto pintoresco del poeta en boga que se dispone a recitar sus versos en un auditorium,

impecablemente acicalado, luciendo la gran sortija que le regalaron en su aniversario, y sube a la

cathedra, después de haberse enjuagado la garganta con gargarismos, y empieza a vocalizar con voz

tierna y mirada lánguida sus poemas (I 15-19); o el brutal realismo del libertino que, después de

hundir el vientre blancuzco en el baño, se sienta a la mesa y, presa de temblor agónico, deja caer de

las manos, rechinándole los dientes, la copa espumosa y las viandas grasientas de la boca

entreabierta (III 98-102); o la caricatura medio goyesca de la abuela o la tía que coge al bebé de la

cuna y, tras humedecerle con saliva la frente y los labios a fin de librarle del aojamiento, lo hace

saltar en sus brazos y pide a los dioses que le concedan éxitos y fortuna, de forma que el rey y la

reina lo deseen por yerno, se lo disputen las muchachas y nazcan rosas donde él ponga los pies (II

31-38). ¡Cómo se desahoga su pecho agradecido, en una corriente de emoción, ante la paterna

afectuosidad de Cornuto! (V 26-29, 41-51). En otras ocasiones, la reproducción de las actividades

humanas es una simple silueta o un esbozo improvisado: tal es la descripción de los juegos

infantiles (III 48-51), el gracioso aguafuerte de la manumisión del muletero Dama (V 75-79), el

diálogo de la emulación entre la avaricia y la pereza (V 132-139) o el reposo otoñal en la costa lígur

(VI 6-8). Estos fragmentos revelan por sí solos unas dotes de auténtico artista, son voces aisladas de

7 I. CASAUBON, Persiana Horati imitatio, ensayo publicado como apéndice a su edición de las Sátiras, París, 1605,

525-558.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 8

un lirismo espontáneo y seguro.

Si incluso en estos casos Persio pagó tributo a una moda, el recurso no escamotea ninguna

partícula a la sinceridad artística. Ya J. Lido, el erudito bizantino del siglo VI, afirmaba8 que Persio

había querido imitar los mimos de Sofrón, consistentes en cuadros de género o en breves apuntes

populares, muy admirados en la Antigüedad y leídos preferentemente por el mismo Platón. Y, en

efecto, no pocas expresiones familiares, crudas y a veces obscuras, de las sátiras de Persio aluden a

los ademanes y procedimientos de los mimógrafos, como al describir las muecas que se hacen a

espaldas de la gente (I 59 y ss.), o las risotadas de la juventud que se mofa de los estoicos,

juzgándolos locos o quijotes de la filosofía (V 86-87), o la actitud de la soldadesca que no daría un

as por un sabio (V 189-191).

Persio no ríe como Marcial ni retumba como Juvenal; cuando intenta reírse, la risa se le quiebra

de pena o se le muere degollada por la sentencia filosófica. Esquiva todos los excesos, todas las

estridencias; hay en él un fondo de inapetencia, de resignación apagada, de indecisión de la

voluntad: sólo de esta forma aparenta cierta semejanza con Horacio. De aquí que no fuera

reformador ni innovador ni opositor. Si pretende colocarse enfrente de su época, no sabe

desprenderse de sus vicios: al satirizar los versos de moda, vacíos de contenido, cubiertos de vana

frondosidad y de mitología patética, lo hace por medio de versos elegantes y redondeados que

habrían levantado una tempestad de aclamaciones en una recitatio y que contribuyeron sin duda al

éxito inmediato de sus Sátiras. Pero es un secreto y un privilegio de artista fustigar las modas sin

renunciar a ser portavoz de sus consecuencias. Por otro lado, la moda es una ley del tiempo, de la

que no consigue librarse ni el escritor más rígido y más independiente. Desde este punto de vista,

Persio tiene en Séneca, a quien conoció, pero sin dejarse seducir por su talento, un espíritu fraterno.

Si Persio, en lugar de ser un joven morum lenissimorum, verecundiae virginales, como dice su

biógrafo, hubiera sido un carácter virulento, tal vez hubiera renovado la sátira o la lírica latina. No

se le puede regatear el temperamento poético ni las dotes de un buen versificador; es cierto que a

veces construye el hexámetro con dificultad y técnica imperfecta, pero no debe olvidarse que el

hexámetro satírico gozaba de libertades especiales; en no pocos de sus versos, el acento rítmico del

dáctilo del quinto pie no coincide con el acento tónico de la palabra en que cae, ocasionando así

finales inarmónicos, como sucede igualmente en Horacio.

Quizá su juventud o su época frustraron la realización que hace vislumbrar su obra: la de un

lírico, si hubiera vivido bajo un libre régimen republicano, y no en un período de vida frenética y

hedonística, y, más concretamente, la de un poeta pindárico, como ponen de manifiesto, si no sus

vuelos de inspiración, sí su organización de saltos, inconexiones y premuras. Pero sobre su ánimo,

esencialmente lírico y sentimental, acabaron por actuar la influencia de la sátira de Lucilio y el

estoicismo de Cornuto. El poeta creyó que la sátira, tal como la habían transmitido sus

predecesores, podía acoger a un tiempo su arte y su doctrina, convirtiendo la sabiduría en poesía. En

consecuencia, el verdadero valor artístico de Persio responde siempre a una doble corriente, a un

dualismo lírico-satírico, que sólo llega a fundirse en la concepción unitaria del estoicismo, en la voz

de una minoría intelectual que, a partir de Nerón, más que profesar un sistema filosófico,

enarbolaba una bandera de combate. Persio, en definitiva, no es un genio; pero tampoco sus Sátiras

son, como a veces se ha insinuado, una de las más enojosas creaciones del arte poético, ni su lectura

constituye, por la forma, un martirio; es un talento prematuro, que sabe unir a una delicada

sensibilidad la capacidad de abordar las ideas generales y los grandes problemas de la aventura

humana. Como filósofo, posee al mismo tiempo la finura de Séneca, la firmeza de Epicteto y la

claridad de Marco Aurelio; como satírico, es menos carialegre que Horacio y menos brillante que

Juvenal, pero su acento es sin duda más íntimo y más profundo.

8 Cf. Lido, De magistr. , I 41

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 9

4. La obscuridad

Hay que confesar, sin embargo, que, sin ser insoportable, como ciertos críticos aseguran, la obra

de Persio resulta difícil para el lector actual. Persio es uno de los escritores menos accesibles. Tan

innegable como la gloria que coronó inmediatamente la breve producción del poeta, es su dificultad,

que poco a poco fue creciendo hasta hacerse legendaria. Los exegetas han ido embrollando la

cuestión, han acentuado la dificultad, hasta el punto de hacer creer que para Persio cualquier

expresión natural, incluso la más sencilla, era tabú. Ahora bien, haciendo caso omiso de

exageraciones y leyendas, ¿qué carácter presenta esta obscuridad, que llegó a parecer impenetrable?

En primer lugar, un hecho es indiscutible. Para glorificar la obra de Persio, sus contemporáneos

tuvieron que entenderla: afirmar que la admiración es un resultado frecuente de la incomprensión,

como alguien ha apuntado, no es sino escaparse por la tangente; en tales casos, dicha admiración

grotesca, que todos hemos conocido en alguna ocasión, se reduce a pequeños núcleos de pedantes y

alabarderos, pero no encuentra eco en los ámbitos conscientes. Pese a todo, no puede negarse que a

menudo una neblina, tal vez pasajera, se extiende ante los ojos del lector y no le permite seguir el

proceso y encadenamiento de las ideas. Se necesita, en una palabra, la máxima atención y el más

laborioso análisis para no creer de vez en cuando que nos hallamos ante una esfinge.

Esta obscuridad, frecuentemente confundida con la ambigüedad o la anfibología, ya fue

advertida por los antiguos. Elocuentes, aunque del todo legendarias, son las anécdotas, tantas veces

repetidas, según las cuales San Ambrosio, irritado por no lograr entender a Persio, tiró el libro

gritando: Si non vis intellegi, non debes legi, mientras que San Jerónimo, por el mismo motivo, lo

lanzó al fuego para que las llamas alumbraran el pavoroso antro. Sería ocioso buscar en las obras de

los dos Santos Padres ninguna expresión que justificara la leyenda; San Jerónimo, por el contrario,

cita constantemente a Persio, haciendo ver que lo entiende y aprecia de veras. Pero en la baja

latinidad, y especialmente entre los escritores no romanos, la lectura de Persio se había hecho

sumamente difícil. La penosa impresión persistió a través de los autores de los siglos X y XI, puesto

que en no pocos manuscritos de las Sátiras aparecen un Incipit y un Explicit parafraseados en rudos

epigramas, que comparan al autor, por su obscuridad, al mismo infierno. Valga como ejemplo:

«Comienza Persio, por todas partes obscuro orco; como el infierno, así permanece él en sus

tinieblas». En otros epigramas, la poesía de Persio, por sus contorsiones de lengua y estilo, es

comparada al rabo de un cochinillo. Probablemente estos versos, breves y harto vulgares, derivan de

una fuente única, muy anterior a los mismos manuscritos que nos los transmiten, sin que parezca

arriesgado sospechar que se entroncan con la emendatio de Barcelona de que luego hablaremos.

De donde se desprende que, alejados por siglos de distancia de la época del poeta, los copistas

tropezaban con dificultades que a la sazón no podían descifrar la filología ni los conocimientos del

latín. Fácilmente se comprende que, frente a las construcciones violentas, a los pensamientos poco

claros y no siempre trabados entre sí, a los vocablos nuevos o usados en sentido distinto del

corriente, los amanuenses poco expertos perdiesen los estribos. Todavía en unos tiempos más

cercanos a los nuestros, J. César Escalígero y su hijo José se enfurecían contra Persio, un ostentator

febriculosae eruditionis, declarándolo ineptus, porque cum legi vellet quae scripsisset, intellegi

noluit quae legerentur9. El mismo Casaubon, pese a su decisiva contribución al esclarecimiento de

las dificultades de Persio y a su defensa contra el ataque de Escalígero, admitía que el poeta,

especialmente en las Sátiras I y IV, gustó de refugiarse en el enigma, mientras Cornuto le debía de

susurrar insistentemente al oído la antigua palabra skoJtison “obscurece”. De esta forma, Persio fue

siempre retenido por el autor más obscuro de toda la latinidad. Auctor difficillimus y obscurus vates

se lee en la portada de diversas ediciones y explanaciones antiguas. Dicha obscuridad, ya

proverbial, halla todavía un eco en sor Juana Inés de la Cruz y en Boileau, el cual, sin embargo, en

L'Art poétique, señalaba acertadamente que Persio en ses vers obscurs, mais serrés et pressants, /

9 J. C. ESCALIGERO, Hypercrit. 6, y Ars Poet. III 97.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 10

affecta d'enfermer moins de mots que de sens.

Desde su punto de vista, la crítica no era del todo incongruente. El problema, finalmente, fue

planteado con precisión por O. Jahn, en su edición fundamental de Persio (1843), cuando reconocía

que es imposible procurarse un texto crítico del poeta prescindiendo de un comentario

interpretativo; a su vez, C. F. Hermann precisó que las dificultades del satírico dependen más de la

naturaleza del texto que de las dudas de lectura, es decir, que en el caso de Persio es más necesaria

la tarea del intérprete que la del crítico. ¿Qué grado de verdad, en suma, hay que reconocer en la

encarnizada hostilidad de los detractores del poeta?

Las dificultades existen, evidentemente, en sus Sátiras. Pero dificultad no equivale a obscuridad,

como advertía G. Papini, refiriéndose a Dante Alighieri. Toda gran obra permanecerá siempre

obscura para quien la aborda sin la seriedad y la preparación especial que exige la aproximación de

cada uno de los niveles culturales en sus diversos aspectos. Baste recordar los casos de los poemas

homéricos, de Virgilio, del mismo Dante, de Quevedo, de P. Valéry o de C. Riba. Persio pertenece,

sin ser un genio, a este linaje de escritores privilegiados. Para entenderlo, hay que excluir, de

entrada, la sospecha de que el poeta persiguiera deliberadamente esta obscuridad, hasta el punto de

no comprenderse a sí mismo; no podemos dejarnos arrastrar por las leyendas que vieron en él un

skoteinoJtato" el «más sombrío»; es peligroso convertirse en Edipo de una esfinge imaginaria,

porque el trance es un juego difícil y nos recuerda un nombre mítico que no se vio acompañado de

la buena suerte. Parece injusto que para entenderlo nos esforcemos en renunciar a las reglas de la

latinidad. Los modernos progresos filológicos nos permiten penetrar íntimamente en sus secretos;

hoy, con voluntad y reflexión, podemos gozar de su lectura como sucedió a sus contemporáneos: he

aquí un principio indiscutible.

Ahora bien, debemos reconocer que la proclamación milenaria de la obscuridad de Persio no

carece de fundamento. Esta «tenebrosidad», hoy casi vencida del todo, procede de diversas causas.

En primer lugar, de la concisión característica de su estilo quebrado, vigoroso, abrupto; no

raramente, la exposición de su pensamiento carece del nexo más rígidamente indispensable; unas

veces, al precipitársele el pensamiento en la expresión, cierra las premisas sobrentendiendo la

conclusión; otras, la conclusión supone unas premisas inexistentes. Las transiciones suelen ser

bruscas, improvisadas; el lector se ve obligado a reflexionar, a leer entre líneas, a releer todo el

pasaje o toda la composición para entender, casi por sorpresa, el encadenamiento de las ideas; y no

todos los lectores se imponen, desgraciadamente, dicho esfuerzo. Otra razón es la forma dialogada a

que Persio recurre a menudo, introduciendo en el discurso un supuesto interlocutor o fingiendo la

reproducción de sus palabras; no siempre se logra distinguir con claridad si habla el interlocutor, el

poeta, o si interviene repentinamente otro personaje; así el recurso artístico del diálogo llega a

resultar en sus manos un lamentable «fiasco»; la diversa distribución de los elementos dialogísticos

entre los intérpretes puede no influir a veces sensiblemente en el sentido de un pasaje, pero otras

veces da lugar a profundas modificaciones. Otras razones pueden ser el afán del poeta, tal vez

demasiado amante de locuciones insólitas o nuevas para herir la imaginación del lector o del oyente,

por servirse aquí y allá de metáforas o metonimias audaces, coloreadas, extrañas, a veces dobles,

que a la primera ojeada no permiten desvelar su pensamiento; o su propensión al uso, tal vez

deliberado, de frases ambivalentes o ambiguas, susceptibles de diversas interpretaciones; o las

frecuentes alusiones, también corrientes en Marcial o Juvenal, a costumbres, sucesos y recuerdos de

su tiempo, ciertamente claras para sus contemporáneos, pero enigmáticas por su mismo desgaste

ante la posteridad, si no van acompañadas de comentarios minuciosos. Podrían añadirse a estas

causas su falta de fantasía poética, su inexperiencia de escritor, las características de su sermo, su

muerte prematura. Persio dejó inacabada su obra: nuestro juicio no puede prescindir de esta

fatalidad. Sólo así se comprenderán objetivamente sus notables cualidades de pensamiento y estilo,

de reproducción artística de las circunstancias ambientales, de eficacia ética, de entusiasmo por el

bien, existentes en sus Sátiras.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 11

5. Supervivencia y fortuna

Estas últimas cualidades ocasionaron, sin duda, en la Antigüedad la fama de Persio. Ya hemos

visto cómo, según el testimonio del biógrafo, se entusiasmaba Lucano con la lectura de las Sátiras y

qué éxito inmediato de público acogió su publicación. Un crítico tan sagaz como Quintiliano, que

cita e incluso imita a Persio, dejó en su reseña de los escritores griegos y romanos el famoso juicio:

Multum et verae gloriae quamvis uno libro Persius meruit10. Unos años antes, Marcial, al

recomendar la brevedad como don inestimable en literatura, había cerrado un epigrama con el

dístico: Saepius in libro numeratur Persius uno / quam levis in tota Marsus Amazonide11. Es cierto

que Juvenal, al recordar los grandes satíricos de Roma, no menciona a Persio, pero se sirve en

diversos pasajes de su obra de frases típicamente persianas. Sólo la época frontoniana, de tendencia

arcaizante, carece de alusiones a nuestro poeta. Pero luego se multiplican las citas y los elogios, a lo

que contribuye el espíritu de los primeros siglos del Cristianismo, cuya ética concordaba con el

valor moral y no pocas ideas de la doctrina estoica. Persio es recordado por los apologistas y los

padres de la Iglesia: Tertuliano, Lactancio, Jerónimo, Agustín, Isidoro de Sevilla; es conocido por

los poetas, como Ausonio, Prudencio, Sedulio y Sidonio Apolinar; es mencionado y estudiado por

los gramáticos más famosos, como Diomedes, Donato, Servio y Probo.

A esta misma época, a comienzos del siglo v, se remonta la más antigua emendatio o revisión

conocida del texto de las Sátiras: exactamente al año 402, en que un erudito, Flavio Julio

Trifoniano Sabino, revisó en Barcelona un manuscrito de Persio, arquetipo de los códices posteriores,

al que puede atribuirse la denominación de recensio Sabiniana o Barcinonensis. Los

códices de Persio se multiplicaron notablemente a partir del siglo IV hasta el punto de que no hay

ninguna biblioteca en Europa que no posea uno más o menos antiguo o reciente. Aunque su número

puede llegar al centenar y medio, la moderna crítica textual sostiene que, para obtener un buen

texto, basta acudir a unos pocos, no más de diez, los más antiguos y de reconocida autoridad. Todos

los indicios y testimonios demuestran que Persio no dejó, durante la Edad Media, de ser leído,

buscado, glosado y transcrito con un incesante afán, que perdura hasta los tiempos modernos, al

menos por lo que atañe al interés de los eruditos, a pesar de las opiniones hostiles al poeta por la

dificultad o el hermetismo de su estilo. Puede afirmarse que, después de Virgilio, Horacio y

Juvenal, Persio ha sido el poeta latino que ha gozado del mayor número de escoliastas y

comentaristas.

La época humanística continuó dedicando al poeta toda la atención de editores y glosadores, pero

no cesaron —aunque de forma esporádica—, como advertíamos más arriba, las voces de

incomprensión o de abierta censura, entre los estudiosos, ante la producción satírica de Persio.

Contra la irrupción, a veces desabrida y brutal, de tales detractores se levantaron los disidentes,

entre los cuales sobresalió el que más derecho tenía de asumir la defensa de Persio por haber sido,

después de los antiguos escoliastas, el que más que nadie contribuyó a explorar y esclarecer la

mentalidad del poeta: el humanista suizo Isaac Casaubon (1559-1614). Éste, al admitir que Persio

ensombreció deliberadamente, una y otra vez, su pensamiento, se anticipaba al juicio de los críticos

modernos ante el fenómeno de la poesía hermética. No siempre son suficientes la nitidez o la

cordura para explicar la obscuridad: los temas más inocentes, como acontece en Persio, pueden ser

víctimas del mismo conflicto. Las modernas ediciones comentadas de Persio y la abundancia de

ensayos, artículos y monografías que se han dedicado al satírico12 no olvidan las sabias directrices

de Casaubon, sin dejar de reconocer las frecuentes ambigüedades que presenta su estilo: tampoco

escasean éstas en el mismo Virgilio. Sólo los poetas mediocres no suscitan discusiones ni necesitan

intérpretes.

MIQUEL DOLÇ

10 QUINTILIANO, X 1 , 94; cf. XII 10, 26

11 MARCIAL, IV 29, 7-8.

12 Véanse en la Bibliografía los principales títulos.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 12

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