domingo, 27 de enero de 2013

Dos Passos, John (Chicago, 1896-Baltimore, 1970




Direcciones electrónicas para la venta de la novela MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.
Premio UNA-Palabra 2004. Tercera reimpresión.

  http://www.iberlibro.com/Mariposas-Negras-Asesino-Jorge-Mendez-Limbrick/4740042391/bd
http://www.libreroonline.com/costa-rica/libros/2554/mendez-limbrick-jorge/mariposas-negras-para-un-asesino.html
http://www.allbookstores.com/Mariposas-Negras-Para-Asesino-Novela/9789977652788
http://www.worldcat.org/title/mariposas-negras-para-un-asesino-novela/oclc/75281769
http://www.una.ac.cr/euna/index.php?option=com_booklibrary&task=showCategory&catid=47&Itemid=71











Dos Passos, John (Chicago, 1896-Baltimore, 1970) estudió en la Universidad de Harvard. En sus años de juventud fue un gran viajero. Recorrió varios países e incluso pasó una larga temporada en España para estudiar arquitectura. De estos años surge su primer libro Rocinante vuelve al camino (1922). Tomó parte activa en la Primera Guerra Mundial como conductor de ambulancias en Francia e Italia. Su primera novela, Iniciación de un hombre (1919) surge en esta época, pero el reconocimiento le llegó con Tres soldados (1921), y su consagración con Manhattan Transfer (1925). Otras obras significativas suyas fueron El paralelo 42 (1930), 1919 (1932), o El gran dinero, compuesta por la llamada Trilogía USA.


Manhattan Transfer narra fragmentos de la vida de una amplísima galería de personajes que tienen como denominador común el espacio y el tiempo en el que se mueven, el Nueva York de los años veinte, así como el principal objetivo de la mayoría de ellos: la obtención rápida y lo más fácil posible de obtener dinero. Lo que marca una clara línea de separción entre ello es la altura a la que sitúan su listo moral. El hecho de que los personajes representen las más diversas capas sociales (trabajadores portuarios, camareros de grandes hoteles, prostitutas, traficantes de alcohol, abogados, sindicalistas...) y las más alejadas procedencias (franceses, irlandeses, caribeños, etc.) confieren a esta obra el carácter monumental retrato de una ciudad. La técnica literaria de collage, que en su momento fue un auténtico hallazgo, sigue funcionando a la perfección y es una de las causas principales de que se considere ésta como la mejor de las novelas de Dos Passos.

Fuente NN.

Fragmento.

JOHN DOS PASSOS

MANHATTAN TRANSFER
 PRIMERA SECCIÓN

I.  EMBARCADERO


Tres gaviotas giran sobre las cajas rotas, las cáscaras de naranja, los repollos podridos que flotan entre los tablones astillados de la valla. Las olas verdes espumajean bajo la redonda proa del ferry que, arrastrado por la marea, corta el agua, resbala, atraca lentamente en el embarcadero. Manubrios que dan vueltas con un tintineo de cadenas, compuertas que se levantan, pies que saltan a tierra. Hombres y mujeres entran a empellones en el maloliente túnel de madera, apretujándose y estrujándose como las manzanas al caer del saetín a la prensa.


La enfermera, llevando la cesta en el brazo estirado, como si fuera una silleta, abrió la puerta de una gran sala excesivamente caldeada. En el aire impregnado de olor a alcohol y a yodoformo, ásperos berridos subían en espiral de otras cestas colocadas a lo largo de las paredes verdosas. Al dejar la cesta en el suelo le echó una mirada con los labios fruncidos. El recién nacido se retorció débilmente entre algodones como un hervidero de gusanos.
En el ferry iba un viejo tocando el violín. Tenía una cara de mona, toda torcida de un lado, y seguía el compás con la punta de un zapato de charol resquebrajado. Bud Korpenning, sentado en la barandilla de espaldas al río, le miraba. La brisa le alborotaba el pelo alrededor del borde ajustado de su gorra, y secaba el sudor de su frente. Tenía los pies llenos de ampollas, estaba hecho polvo, pero cuando el ferry se alejó del embarcadero, sintió por todas sus venas un cálido hormigueo.
—Oiga, amigo, ¿hay mucho desde donde desembarcamos hasta la ciudad?—preguntó a un joven de sombrero de paja y corbata a rayas blancas y azules, que estaba en pie junto a él.
La mirada del muchacho subió desde los zapatos deformados por la caminata hasta las muñecas rojas de Bud, que asomaban por las rozadas mangas de su chaqueta, atravesó su delgado pescuezo de pavo y fue a clavarse impúdicamente en sus ojos resueltos, sombreados por una visera rota.
—Depende de adonde quiera usted ir.
—¿Dónde está Broadway ?... Quiero ir al centro.
—Tome usted hacia el este, baje luego por Broadway y llegará al mismo centro si anda un trecho.
—Gracias. Eso haré.
El violinista recorría la multitud, tendiendo su sombrero, y el viento agitaba mechones de pelo gris en su calva raída. Bud le vio volver hacia él su rostro triste, con dos ojos negros como cabezas de alfiler, que le miraban fijamente.
—Nada —dijo con aspereza.
Y se volvió a mirar la inmensidad del río, brillante como un cuchillo. Los tablones del embarcadero se unieron, crujieron al choque del ferry. Hubo un rechinar de cadenas, y Bud fue arrastrado por la multitud muelle adelante. Salió por entre dos vagones de carbón a una calle polvorienta por donde pasaban tranvías amarillos. Las rodillas le empezaron a temblar. Hundió las manos hasta el fondo de sus bolsillos.
Entró en un figón antes de la esquina. Se instaló con dificultad en una banqueta giratoria y se puso a estudiar con cuidado la lista de precios.
—Huevos fritos y un café.
—¿Vueltos?—preguntó un hombre pelirrojo que detrás del mostrador se limpiaba con el delantal sus brazos gordos llenos de pecas.
—¿Qué?—preguntó Bud sobresaltado.
—Los huevos, si los quiere usted vueltos o con la yema encima.
—Ah, sí, vueltos.
Bud se dejó caer de nuevo sobre el mostrador, con la cabeza entre las manos.
—Mala cara trae usted, amigo —dijo el hombre cascando los huevos en la grasa chirriante de la sartén.
—Vengo andando desde el norte del Estado. Esta mañana anduve quince millas.
El del mostrador lanzó un sonido silbante entre dientes.
—Y viene usted aquí a buscar trabajo, ¿eh?
Bud hizo un signo afirmativo con la cabeza. El otro echó los huevos crepitantes en un plato que empujó hacia Bud después de poner un poco de pan y mantequilla en el borde.
—Voy a darle un consejito, amigo, que no le costará nada. Antes de ponerse a buscar, aféitese, córtese el pelo, cepíllese el traje, que está lleno de pajas. Así le será más fácil encontrar algo. En esta ciudad lo que cuenta es la facha.
—Yo puedo trabajar como cualquiera. Soy un buen trabajador —gruñó Bud con la boca llena.
—Le digo a usted que eso es todo —replicó el pelirrojo.
Y se volvió a su hornillo.

Ed Thatcher subía temblando las escaleras de mármol del gran vestíbulo del hospital. El olor de las medicinas se le pegaba a la garganta. Una mujer de cara almidonada le miraba por encima de una mesa de escritorio. Él trató de hablar con voz firme.
—¿Quiere usted decirme cómo está la señora Thatcher ?
—Sí, puede usted subir.
—¿Pero marcha todo bien?
—La enfermera del piso le podrá dar cualquier información que usted le pida. Escalera de la izquierda, tercer piso, sala de maternidad.
Ed Thatcher llevaba un ramo de flores envuelto en un papel verde. La gran escalera oscilaba al subir él tropezando con las puntas de los pies en las varillas de bronce que sujetaban la esterilla. Una puerta cortó, al cerrarse, un chillido ahogado. Ed detuvo a una enfermera.
—Me hace el favor, quisiera ver a la señora Thatcher.
—Bueno, vaya usted, si sabe dónde está.
—Pero la han cambiado de sitio.
—Entonces tendrá usted que preguntar en el escritorio, al fondo de la galería.
Se mordió los labios. En el fondo de la galería una mujer colorada le miró sonriendo.
—Todo va bien. Es usted feliz padre de una robusta niñita.
—Sabe usted, es nuestro primer hijo y Susie es tan delicada —balbuceó parpadeando.
—Ah, sí, comprendo, a usted le preocupaba, naturalmente... Puede usted entrar y hablarle cuando se despierte. La niña nació hace dos horas. Tenga mucho cuidado de no fatigarla.
Ed Thatcher, un hombre pequeño con un bigotillo rubio y unos ojos descoloridos, le cogió la mano a la enfermera y se la sacudió, mostrando en una sonrisa sus dientes amarillos y desiguales.
—Es el primero, sabe usted.
—Mi enhorabuena —dijo la enfermera.
Filas de camas bajo la biliosa luz de los mecheros, un olor nauseabundo a sábanas constantemente sacudidas, caras gordas, demacradas, amarillas, blancas. Aquí está. Las trenzas rubias de Susie ceñían su carita torcida y crispada. Desenvolvió sus rosas y las puso sobre la mesilla de noche. Mirar por la ventana era lo mismo que mirar al fondo del agua. Los árboles de la plaza se entretejían como azules telarañas. A lo largo de la avenida se encendían lámparas que proyectaban reflejos verdes sobre los violáceos bloques color ladrillo de las casas. Chimeneas y tanques de agua se recortaban en un cielo sonrosado como carne. Los párpados azulados se levantaron.
—¿Tú, Ed?... ¡Oh, pero son Jacks! ¡Qué locura!
—No lo pude remediar, queridita. Sabía que te gustarían.
Una enfermera rondaba a los pies de la cama.
—¿No podría usted dejarnos ver a la niña ?
La enfermera asintió. Era una mujer carienjuta, de labios delgados.
—La odio —murmuró Susie—, me ataca los nervios esa mujer. Es el tipo perfecto de la solterona ruin.
—No hagas caso, querida. Esto es cosa de un día o dos.
Susie cerró los ojos.
—¿Sigues pensando en llamarla Ellen ?
La enfermera volvió con una cesta y la puso en la cama al lado de Susie.
—¡Qué preciosidad! —dijo Ed—. Mira cómo respira... Y le han dado una untura.
Ed ayudó a su mujer a incorporarse sobre un codo; la rubia trenza de su pelo se soltó cubriéndole el brazo y la mano.
—¿Cómo puede usted distinguirlos, enfermera ?
—A veces no podemos —dijo ésta rasgando la boca con una sonrisa.
Susie, desconfiando, miraba la diminuta cara amoratada.
—¿Está usted segura de que ésta es la mía?
—Por supuesto.
—Pero no tiene etiqueta.
—Se la pondré en seguida.
—Pero la mía era morena.
Susie se tendió en la almohada tratando de respirar mejor.
—Tiene una pelusilla clara del mismo color que su pelo.
Susie, extendiendo los brazos, gritó:
—¡No es la mía, no es la mía... Que se lleven eso... Esta mujer me ha robado mi niña!
—¡Querida, por amor de Dios! —suplicó el marido tratando de arroparla con el cobertor.
—Malo, malo —dijo tranquilamente la enfermera recogiendo la cesta—; tendré que darle un calmante.
Susie se había sentado en la cama.
—¡Que se lleven eso! —gritó y cayó hacia atrás con un ataque de nervios, profiriendo continuamente débiles quejidos.
—¡Dios mío! —exclamó Ed Thatcher juntando las manos.
—Mejor sería que se marchara usted ya, señor Thatcher... La enferma se tranquilizará en cuanto usted se vaya... Voy a poner las rosas en agua.
En el último tramo alcanzó a un hombre rechoncho que bajaba lentamente, frotándose las manos. Sus ojos se encontraron.
—¿Todo fa pien, señor?—preguntó el hombre rechoncho.
—Sí, creo que sí —respondió Thatcher débilmente.
El gordo se volvió a él, bulléndole la alegría en su voz ronca:
—Felisíteme, felisíteme; mein mujer ha dado a lus un chico.
Thatcher estrechó una mano regordeta. —La mía es niña —confesó tímidamente.
—Yo en sinco años sinco niñas, y ahora, figúrese, ¡un chico!
—Sí —dijo Thatcher al llegar a la acera— es un gran momento.
—¿Me permite ustet, señor, que le infite a selebrarlo con un traquito ?
En la esquina de la Tercera Avenida se batían las medias puertas de rejilla de un bar. Después de restregarse los pies delicadamente pasaron a la sala del fondo.
—Ach! —dijo el alemán mientras tomaba asiento en una mesa toda rajada— la fida de familia está llena de cuidados.
—Así es, señor, éste es mi primero.
—¿Quiere ustet serfesa ?
—Sí, cualquier cosa.
—Dos potellas de Culmbacher importado, para peper a la salud de nuestra gente menuda.
—Las botellas detonaron y la espuma veteada de sepia subió a los vasos.
—A la suya... Prosit! —dijo el germano alzando el vaso, y luego limpiándose la espuma del bigote y dando un puñetazo en la mesa con su puño rosado—: Sería intiscreto, señor...
—Me llamo Thatcher.
—¿Sería indiscreto, señor Thatcher, precuntarle su profesión ?
—Contable. Espero que pronto me nombrarán definitivamente.
—Yo soy impresor y me llamo Zucher, Marco Antonio Zucher.
—Mucho gusto en conocerle, señor Zucher.
Se estrecharon las manos a través de la mesa por entre las botellas.
—Un contable gana mucho dinero —dijo el señor Zucher.
—Mucho dinero es lo que yo necesito para mi pequeña.
—Los chicos comen dinero —continuó el señor Zucher con voz grave.
—¿No me dejará usted pagar una botella?—dijo Thatcher calculando lo que tenía en el bolsillo—. A la pobre Susie no le gustaría verme bebiendo en un tugurio como éste; pero por una vez.., y además me estoy instruyendo en el arte de ser padre.
—Cuantos más, mejor... —dijo Zucher—, pero los chicos comen dinero..., no hasen más que comer y destrosar ropa. Cuando yo ponga mi negosio en pie... Ach! Ahora con las hipotecas y las dificultades para optener préstamos y los salarios que supen mit esos locos de sosialistas y dinamiteros...
—En fin, a su salud, señor Zucher.
El señor Zucher con el pulgar y el índice de cada mano exprimió la espuma de su bigote:
—No todos los días traemos al mundo un niño, señor Thatcher.
—O una niña, señor Zucher.
El del bar trajo otras botellas, limpió la mesa y se quedó escuchando, con el trapo entre las manos.
—Y me da el corasón que cuando mi chico pepa a la salud del suyo, será con champaña. Ach! Así son las cosas en esta cran siudat.
—A mí me gustaría que mi hija fuese una muchacha casera, tranquila, no como éstas de ahora, todo perifollos, volantes y cinturitas. Yo para entonces ya me habré retirado y tendré una finquita a orillas del Hudson. Por las tardes trabajaré en el jardín...  Conozco tipos que se han retirado con tres mil dólares de renta. Ahorrando se llega a eso.
—El ahorro no sirve de ná —dijo el del bar—. Yo he estao ahorrando diez años, y el Banco quebró y no me quedó más que un talonario pa recuerdo. No hay más que un sistema, que le den a uno el soplo y aventurarse.
—Eso es jugar —interrumpió Thatcher.
—Sí, señor; es jugar —dijo el otro.
Y se volvió a su bar balanceando las botellas vacías.
—Jugar. No va descaminado —dijo el Sr. Zucher clavando en su cerveza una mirada vidriosa y pensativa—. El hombre ampisioso tiene que afenturarse. La ampisión fue lo que me trajo aquí desde Francfort a los dose años, und ahora que tengo que trabajar para un hijo... Ach!, le pondremos Wilhelm como el káiser.
—Mi hijita se llamará Ellen, como mi madre.
A Ed Thatcher se le llenaron los ojos de lágrimas. El señor Zucher se levantó.
—Pueno, adiós, Sr. Thatcher. Encantado de haperle conocido. Me fuelfo a casa con mis hijitas.
Thatcher estrechó otra vez la mano regordeta, y absorto en dulces pensamientos de maternidad, paternidad, cumpleaños y navidades, vio entre una espumosa niebla sepia al señor Zucher salir anadeando por las puertas batientes. Después de un rato estiró los brazos. Bueno, a la pobre Susie no le gustaría verle allí... Todo por ella y por aquel encanto de chiquilla.
—Eh, eh, que se olvida usted de pagar —le gritó el del bar cuando ya estaba en la puerta.
—¿No pagó el otro?
—¡Qué diablos va a pagar!
—Pero si es que él me había convidado...
El del bar se echó a reír guardándose el dinero.
—Nada, que este tío cree en el ahorro.
Un hombrecillo barbudo y patizambo, de sombrero hongo, subía por Allen Street, túnel rayado de sol, tendido de colchas azul celeste, salmón ahumado y amarillo-mostaza, rebosante de muebles de ocasión color jengibre. Con las manos frías cruzadas sobre los faldones de su levita, iba abriéndose paso entre cajas de embalaje y chiquillos que correteaban. No cesaba de morderse los labios ni de trenzar y destrenzar los dedos. Marchaba sin oír los gritos de la chiquillería ni el anonadante trepitar de los trenes elevados. Tampoco notaba el olor rancio y agridulce de las viviendas atestadas.
En la esquina de Canal Street se paró ante una droguería amarilla y se quedó mirando la cara pintada en un anunció. Era una cara afeitada, distinguida, con cejas arqueadas y un bigotazo bien recortado: la cara de un hombre que tiene dinero en el Banco, portentosamente colocada sobre un cuello de pajarita ceñido por amplia corbata negra. Debajo, en letra inglesa, se leía la firma KING C. GILLETE. Sobre la cabeza campeaba el lema: no stropping no honning. El hombrecillo barbudo se echó el hongo atrás descubriendo su frente sudorosa, y se quedó largo rato mirando los ojos de KING C. GILLETE, llenos del orgullo que da el dólar. Luego apretó los puños, sacó pecho y entró en la droguería.
Su mujer y sus hijas habían salido. Calentó un jarro de agua en el gas. Después, con las tijeras que encontró encima de una repisa, se cortó los largos rizos de la barba. En seguida empezó a afeitarse muy cuidadosamente con la nueva maquinilla de níquel. Estaba en pie, tembloroso, pasándose los dedos por las mejillas blancas y suaves, frente al espejo empañado, y comenzaba a recortarse el bigote, cuando oyó ruido detrás. Volvió hacia ellas una cara lisa como la cara de KING C. GILLETE, una cara que sonreía con el orgullo que da el dólar. Los ojos de las dos niñas se salían de las órbitas.
—¡Mamá..., es papá! —gritó la mayor.
Su mujer se desplomó como un saco de ropa en la mecedora y se tapó la cabeza con el delantal.
—¡Huy, huy! ¡Huy, huy! —gemía meciéndose.
—¿Pero qué te pasa?¿Es que no te gusta?
El andaba de un lado para otro con su flamante maquinilla en la mano, frotándose suavemente de cuando en cuando la barbilla lisa.

viernes, 25 de enero de 2013

Góngora, Luis de (1561-1627)


Góngora, Luis de (1561-1627)


Escritor español. Este poeta, padre de toda una escuela que pasados los siglos, después de acerbamente criticada y rechazada, resurge en el extranjero, principalmente en Francia, con el nombre de simbolismo, nació en Córdoba, que a la vieja Roma ya había dado grandes poetas y filósofos, y a España un Juan de Mena, el 11 de junio de 1561. Joven aún, a los quince años, pasó a la universidad de Salamanca, entonces en el apogeo de su fama, a estudiar derecho. Pero le interesaba más el culto de las musas que el análisis del Fuero Juzgo y las Partidas y, según parece fue en las aulas en que todavía retumbaban los ecos de la autorizada voz del maestro de León, donde compuso gran parte de sus composiciones de arte menor: poesías amatorias, letrillas satíricas y romances, con lo que abandonó el estudio de una carrera que habría podido más tarde procurarle una situación elevada, como le correspondía por su nacimiento, pues era de distinguida familia. Sin embargo, no abandonó del todo sus estudios, pues que a los cuarenta y cinco años podía hacerse eclesiástico y obtener un beneficio en la catedral de Córdoba, después de lo cual, y gracias a la protección del duque de Lerma y del marqués de Siete Iglesias, fue nombrado capellán de honor del rey don Felipe el tercero. Entonces marchó a Madrid, donde esperaba medrar con su ingenio, mas ya su edad no estaba para intrigas y devaneos, y no supo sacar todo el partido que se podía del favor de que gozaba. Además, poco después sufrió de una cruel enfermedad de cabeza que le hizo perder completamente la memoria; y hubo de volverse a su patria: donde murió a poco, en 1627, el 24 del mes de mayo. Sin temor se puede asegurar que es Góngora el poeta de más definida personalidad que se halla en el parnaso castellano. Sus primeras composiciones, si bien acusan suma delicadeza y facultades nada vulgares, no dejan de ser ni más ni menos que las que otros ingenios habían ya dado a conocer, y están cortadas por el mismo patrón que tantas otras. Mas luego cambió de rumbo, abandonó el arte menor y se lanzó a las mayores «extravagancias», como se llamaba a su arte, porque rompía con todos los moldes y se abría nuevos caminos por terrenos inexplorados, absolutamente desconocidos. No es extraño que en aquella época tan impregnada de parnasianismo, no fuesen tales producciones comprendidas; pero es inadmisible que todavía hoy, en los institutos y universidades de España se siga presentando al revolucionario poeta como a una suerte de monstruosidad o aberración, cuando, conto decíamos al principio, las grandes escuelas poéticas extranjeras, y principalmente la francesa, practican hoy con gloria análogos principios. Que la poesía de Góngora no es para el vulgo, sino que es plato delicado y difícil de gustar, cosa es de que no cabe duda; pero de esto a lo que de él se dice y lo que con él se hace, hay muchísima diferencia. Se es injusto, rematadamente injusto con él, la principal injusticia que se comete es la de no publicar en las antologías sino algunas letrillas o romances suyos, los que probablemente datan de sus tiempos de estudiante, en vez de composiciones que le son más personales, más suyas. Nosotros, con el mayor eclecticismo, publicaremos varias de cada época. Ahora bien: téngase entendido que Góngora y gongorismo no son sinónimos: el gongorismo es un vicio, y echarle a él la culpa de lo ocurrido después de él, equivaldría a achacar a Jesús las crueldades de Torquemada y Calvino, porque en su nombre obraban ambos, o el culpar a Dumas padre de esa literatura (?) barata y folletinesca de que las librerías francesas y belgas infestan el mundo entero. Por otra parte, otro innovador, cuya gloria ni en vida suya fue discutida, a pesar de sus desgracias y miserias: el gran Verlaine, que sin duda alguna es el primer poeta francés del siglo XIX, tenía por Góngora una profunda admiración; se puso a estudiar con ahínco el castellano para poder traducirle, pues no conocía nuestra lengua lo bastante para ello, y a una de las composiciones de sus Poèmes Saturniens puso como lema este verso de don Luis Argote y Góngora: A combates de amor, campo de plumas. Este solo detalle bastaría para la gloria de Góngora, y prueba que los poetas sudamericanos de hoy, aunque otra cosa pretenden, no siguen una escuela francesa, sino eminentemente española, pasada por el tamiz francés.

jueves, 24 de enero de 2013

José Gorostiza (1901-1973) México.

La crítica considera a Muerte sin fin (1939) como uno de los poemas más importantes que se han escrito en México. Para Octavio Paz "los extremos que presiden esta obra transparente y vertiginosa" son Parménides y Heráclito. Dentro de la impresionante belleza formal de Muerte sin fin se ha dicho "está formulada de una profunda angustia metafísica: racionalmente no hay esperanza. El movimiento es circular, estéril, repetitivo... todo el proceso es un retorno a la verdadera muerte, la nada absoluta; la muerte sin fin es la verdadera vida". Conjuga este poema problemas que sólo de vez en vez aborda la poesía  de cualquier lengua, y demuestra que la inteligencia no está reñida con la poesía.

José Gorostiza (1901-1973) nació en Villahermosa, Tabasco,  más no existe en el él ese torrente de colores, música y palabras que baña la obra de otros poetas del trópico. Gorostiza es más bien  un poeta de la meseta -dura, cristalina, seca- , y, como condicionada por ésta, su producción literaria es reducida.
El autor ha sido descrito por Emilio Abreu Gómez:  José es de cuerpo mediano,  de cara delgada, pálida, de facciones regulares. Habla con lentitud, como sopesando las ideas. Le agrada la conversación recatada, la charla discreta cerca del fuego o junto a la mesa de café... José me da la impresión de que escribe  sin prisa. La obra que compone la va elaborando, con lentitud de árbol, en su espíritu. Cuando se pone a escribir es porque el poema ha superado todas las dificultades que tiene que vencer."

Por su parte, Gorostiza dijo que el hombre común "necesita de la poesía, que sople sobre su vida y la embellezca: que la salve de los tremendos infortunios que la amenazan y la haga digna de ser llevada con orgullo sobre los hombros".  Fuente:  Fondo de Cultura Económica. 

MUERTE SIN FIN. 


Muerte sin fin
Conmigo está el consejo y el ser; yo soy la inteligencia;
mía es la fortaleza.
PROVERBIOS, 8, 14.

Con él estaba yo ordenándolo todo; y fui su delicia
todos los días, teniendo solaz delante de él
en todo tiempo.
PROVERBIOS, 8, 30.

Mas el que peca contra mí defrauda su alma;
todos los que me aborrecen aman la muerte.
PROVERBIOS, 8, 36.



LENO de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí —ahito— me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
—más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante —oh paradoja— constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!

¡Mas qué vaso —también— más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!
¡MAS QUÉ VASO —también— más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios,
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
—peces del aire altísimo—
los hombres.
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
¿Qué puede ser —si no— si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
—en el terco repaso de la acera,
en el bar, entre dos amargas copas
o en las cumbres peladas del insomnio—
ocurre, nada más, madura, cae
sencillamente,
como la edad, el fruto y la catástrofe.
¿También —mejor que un lecho— para el agua
no es un vaso el minuto incandescente
de su maduración?
Es el tiempo de Dios que aflora un día,
que cae, nada más, madura, ocurre,
para tornar mañana por sorpresa
en un estéril repetirse inédito,
como el de esas eléctricas palabras
—nunca aprehendidas,
siempre nuestras—
que eluden el amor de la memoria,
pero que a cada instante nos sonríen
desde sus claros huecos
en nuestras propias frases despobladas.
Es un vaso de tiempo que nos iza
en sus azules botareles de aire
y nos pone su máscara grandiosa,
ay, tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros.
Pero en las zonas ínfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no, sólo esta luz,
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltación,
que a través de su nítida substancia
nos permite mirar,
sin verlo a Él, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario
—¡todo a voces azules el secreto
de su infantil mecánica!—
en el instante mismo que se empeñan
en el tortuoso afán del universo.

PERO en las zonas ínfimas del ojo
no ocurre nada, no, sólo esta luz
—ay, hermano Francisco,
esta alegría,
única, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres —antes turbios
por la gruesa efusión de su egoísmo—
de mí y de Él y de nosotros tres
¡siempre tres!
mientras nos recreamos hondamente
en este buen candor que todo ignora,
en esta aguda ingenuidad del ánimo
que se pone a soñar a pleno sol
y sueña los pretéritos de moho,
la antigua rosa ausente
y el prometido fruto de mañana,
como un espejo del revés, opaco,
que al consultar la hondura de la imagen
le arrancara otro espejo por respuesta.
Mirad con qué pueril austeridad graciosa
distribuye los mundos en el caos,
los echa a andar acordes como autómatas;
al impulso didáctico del índice
oscuramente
¡hop!
los apostrofa
y saca de ellos cintas de sorpresas
que en un juego sinfónico articula,
mezclando en la insistencia de los ritmos
¡planta-semilla-planta!
¡planta-semilla-planta!
su tierna brisa, sus follajes tiernos,
su luna azul, descalza, entre la nieve,
sus mares plácidos de cobre
y mil y un encantadores gorgoritos.
Después, en un crescendo insostenible,
mirad cómo dispara cielo arriba,
desde el mar,
el tiro prodigioso de la carne
que aún a la alta nube menoscaba
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada pólvora de plumas.

Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles, escruta
el curso de la luz, su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más —porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce—
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina
—las infla de pasión,
en el prisma del llanto las deshace,
las ciega con el lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores zánganos
como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso.
Pero aún más —porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites—
perfora la substancia de su gozo
con rudos alfileres;
piensa el tumor, la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.

Mas nada ocurre, no, sólo este sueño
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga,
su justa vacación,
su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla,
se regala en el ánimo
para gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma, el solo paso,
la sola marcha en círculo, sin ojos;
así, aun de su cansancio, extrae
¡hop!
largas cintas de cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica
hasta que —hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros—
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen,
mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada
que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta,
sus propios impasibles tegumentos.

¡OH INTELIGENCIA, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose en sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
—oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura o se retarda
según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo,
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua, sólo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.
¡ALELUYA, ALELUYA!

IZA LA flor su enseña,
agua, en el prado.
¡Oh, qué mercadería
de olor alado!
¡Oh, qué mercadería
de tenue olor!
¡cómo inflama los aires
con su rubor!
¡Qué anegado de gritos
está el jardín!
"¡Yo, el heliotropo, yo!"
"¿Yo? El jazmín."
Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.
Tiene la noche un árbol
con frutos de ámbar;
tiene una tez la tierra,
ay, de esmeraldas.
El tesón de la sangre
anda de rojo;
anda de añil el sueño;
la dicha, de oro.
Tiene el amor feroces
galgos morados;
pero también sus mieses,
también sus pájaros.
Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.
Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana.
¡Qué amanecida fruta
tan de mañana!
¡Qué anochecido sabes,
tú, sinsabor!
¡cómo pica en la entraña
tu picaflor!
Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel.
Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.

[BAILE]
Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.

EN EL rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
—ciertamente.
Trae una sed de siglos en los belfos,
una sed fría, en punta, que ara cauces
en el sueño moroso de la tierra,
que perfora sus miembros florecidos,
como una sangre cáustica,
incendiándolos, ay, abriendo en ellos
desapacibles úlceras de insomnio.
Más amor que sed; más que amor, idolatría,
dispersión de criatura estupefacta
ante el fulgor que blande
—germen del trueno olímpico— la forma
en sus netos contornos fascinados.
¡Idolatría, sí, idolatría!
Mas no le basta el ser un puro salmo,
un ardoroso incienso de sonido;
quiere, además, oírse.
Ni le basta tener sólo reflejos
—briznas de espuma
para el ala de luz que en ella anida;
quiere, además, un tálamo de sombra,
un ojo,
para mirar el ojo que la mira.
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano,
se consuma este rito de eslabones,
este enlace diabólico
que encadena el amor a su pecado.
En el nítido rostro sin facciones
el agua, poseída,
siente cuajar la máscara de espejos
que el dibujo del vaso le procura.
Ha encontrado, por fin,
en su correr sonámbulo,
una bella, puntual fisonomía.
Ya puede estar de pie frente a las cosas.
Ya es, ella también, aunque por arte
de estas limpias metáforas cruzadas,
un encendido vaso de figuras.
El camino, la barda, los castaños,
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura, pero bella,
ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jardín, bajo las nubes,
descarnada lección de poesía,
instalan un infierno alucinante.

PERO el vaso en sí mismo no se cumple.
Imagen de una deserción nefasta
¿qué esconde en su rigor inhabitado,
sino esta triste claridad a ciegas,
sino esta tentaleante lucidez?
Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.
Epigrama de espuma que se espiga
ante un auditorio anestesiado,
incisivo clamor que la sordera
tenaz de los objetos amordaza,
flor mineral que se abre para adentro
hacia su propia luz,
espejo ególatra
que se absorbe a sí mismo contemplándose.
Hay algo en él, no obstante, acaso un alma,
el instinto augural de las arenas,
una llaga tal vez que debe al fuego,
en donde le atosiga su vacío.
Desde este erial aspira a ser colmado.
En el agua, en el vino, en el aceite,
articula el guión de su deseo;
se ablanda, se adelgaza;
ya su sobrio dibujo se le nubla,
ya, embozado en el giro de un reflejo,
en un llanto de luces se liquida.

MAS LA forma en sí misma no se cumple.
Desde su insigne trono faraónico,
magnánima,
deífica,
constelada de epítetos esdrújulos,
rige con hosca mano de diamante.
Está orgullosa de su orondo imperio.
¿En las augustas pituitarias de ónice
no juega, acaso, el encendido aroma
con que arde a sus píes la poesía?
¡Ilusión, nada más, gentil narcótico
que puebla de fantasmas los sentidos!
Pues desde ahí donde el dolor emite
¡oh turbio sol de podre!
el esmerado brillo que lo embosca,
ay, desde ahí, presume la materia
que apenas cuaja su dibujo estricto
y ya es un jardín de huellas fósiles,
estruendoso fanal,
rojo timbre de alarma en los cruceros
que gobierna la ruta hacía otras formas.
La rosa edad que esmalta su epidermis
—senil recién nacida—
envejece por dentro a grandes siglos.
Trajo puesta la proa a lo amarillo.
El aire se coagula entre sus poros
como un sudor profuso
que se anticipa a destilar en ellos
una esencia de rosas subterráneas.
Los crudos garfios de su muerte suben,
como musgo, por grietas inasibles,
ay, la hostigan con tenues mordeduras
y abren hueco por fin a aquel minuto
—¡miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto,
correrse un eslabón cada minuto!—
cuando al soplo infantil de un parpadeo,
la egregia masa de ademán ilustre
podrá caer de golpe hecha cenizas.

No obstante —¿por qué no?— también en ella
tiene un rincón el sueño,
árido paraíso sin manzana
donde suele escaparse de su rostro,
por el rostro marchito del espectro
que engendra, aletargada, su costilla.
El vaso de agua es el momento justo.
En su audaz evasión se transfigura,
tuerce la órbita de su destino
y se arrastra en secreto hacia lo informe.
La rapiña del tacto no se ceba
—aquí, en el sueño inhóspito—
sobre el templado nácar de su vientre,
ni la flauta Don Juan que la requiebra
musita su cachonda serenata.
El sueño es cruel,
ay, punza, roe, quema, sangra, duele.
Tanto ignora infusiones como ungüentos.
En los sordos martillos que la afligen
la forma da en el gozo de la llaga
y el oscuro deleite del colapso.
Temprana madre de esa muerte niña
que nutre en sus escombros paulatinos,
anhela que se hundan sus cimientos
bajo sus plantas, ay, entorpecidas
por una espesa lentitud de lodo;
oye nacer el trueno del derrumbe;
siente que su materia se derrama
en un prurito de acidas hormigas;
que, ya sin peso, flota
y en un claro silencio se deslíe.
Por un aire de espejos inminentes
joh impalpables derrotas del delirio!
cruza entonces, a velas desgarradas,
la airosa teoría de una nube.

EN LA red de cristal que la estrangula,
el agua toma forma,
la bebe, sí, en el módulo del vaso,
para que éste también se transfigure
con el temblor del agua estrangulada
que sigue allí, sin voz, marcando el pulso
glacial de la corriente.
Pero el vaso
—a su vez—
cede a la informe condición del agua
a fin de que —a su vez— la forma misma,
la forma en sí, que está en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza
y está en el agua de aguijada espuma
como presagio cierto de reposo,
se pueda sustraer al vaso de agua;
un instante, no más,
no más que el mínimo
perpetuo instante del quebranto,
cuando la forma en sí, la pura forma,
se abandona al designio de su muerte
y se deja arrastrar, nubes arriba,
por ese atormentado remolino
en que los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero,
a construir el escenario de la nada.
Las estrellas entonces ennegrecen.
Han vuelto el dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.

Porque en el lento instante del quebranto,
cuando los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero
y en la pira arrogante de la forma
se abrasan, consumidos por su muerte
—¡ay, ojos, dedos, labios,
etéreas llamas del atroz incendio!—
el hombre ahoga con sus manos mismas,
en un negro sabor de tierra amarga,
los himnos claros y los roncos trenos
con que cantaba la belleza,
entre tambores de gangoso idioma
y esbeltos címbalos que dan al aire
sus golondrinas de latón agudo;
ay, los trenos e himnos que loaban
la rosa marinera
que consuma el periplo del jardín
con sus velas henchidas de fragancia;
y el malsano crepúsculo de herrumbre,
amapola del aire lacerado
que se pincha en las púas de un gorjeo;
.y la febril estrella, lis de calosfrío,
punto sobre las íes
de las tinieblas;
y el rojo cáliz del pezón macizo,
sola flor de granado
en la cima angustiosa del deseo,
y la mandrágora del sueño amigo
que crece en los escombros cotidianos
—ay, todo el esplendor de la belleza
y el bello amor que la concierta toda
en un orbe de imanes arrobados.

Porque el tambor rotundo
y las ricas bengalas que los címbalos
tremolan en la altura de los cantos,
se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,
cuando el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta,
se le quema —confuso— en la garganta,
exhausto de sentido;
ay, su aéreo lenguaje de colores,
que así se jacta del matiz estricto
en el humo aterrado de sus sienas
o en el sol de sus tibios bermellones;
él, que discurre en la ansiedad del labio
como una lenta rosa enamorada;
él, que cincela sus celos de paloma
y modula sus látigos feroces;
que salta en sus caídas
con un ruidoso síncope de espumas;
que prolonga el insomnio de su brasa
en las mustias cenizas del oído;
que oscuramente repta
e hinca enfurecido la palabra
de hiél, la tuerta frase de ponzoña;
él, que labra el amor del sacrificio
en columnas de ritmos espirales,
sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,
se le ahoga —confuso— en la garganta
y de su gracia original no queda
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agonía.
Porque el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta
en el minuto mismo del quebranto,
cuando los peces todos
que en cautelosas órbitas discurren
como estrellas de escamas, diminutas,
por la entumida noche submarina,
cuando los peces todos
y el ulises salmón de los regresos
y el delfín apolíneo, pez de dioses,
deshacen su camino hacia las algas;
cuando el tigre que huella
la castidad del musgo
con secretas pisadas de resorte
y el bóreas de los ciervos presurosos
y el cordero Luis XV, gemebundo,
y el león babilónico
que añora el alabastro de los frisos
—¡flores de sangre, eternas,
en el racimo inmemorial de las especies!—
cuando todos inician el regreso
a sus mudos letargos vegetales;
cuando la aguda alondra se deslíe
en el agua del alba,
mientras las aves todas
y el solitario búho que medita
con su antifaz de fósforo en la sombra,
la golondrina de escritura hebrea
y el pequeño gorrión, hambre en la nieve,
mientras todas las aves se disipan
en la noche enroscada del reptil;
cuando todo —por fin— lo que anda o repta
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a sus orígenes
y al origen fatal de sus orígenes,
hasta que su eco mismo se reinstala
en el primer silencio tenebroso.

Porque los bellos seres que transitan
por el sopor añoso de la tierra
—¡trasgos de sangre, libres,
en la pantalla de su sueño impuro!—
todos se dan a un frenesí de muerte,
ay, cuando el sauce
acumula su llanto
para urdir la substancia de un delirio
en que —¡tú! ¡yo! ¡nosotros!— de repente,
a fuerza de atar nombres destemplados,
ay, no le queda sino el tronco prieto,
desnudo de oración ante su estrella;
cuando con él, desnudos, se sonrojan
el álamo temblón de encanecida barba
y el eucalipto rumoroso,
témpano de follaje
y tornillo sin fin de la estatura
que se pierde en las nubes, persiguiéndose;
y también el cerezo y el durazno
en su loca efusión de adolescentes
y la angustia espantosa de la ceiba
y todo cuanto nace de raíces,
desde el heroico roble
hasta la impúbera
menta de boca helada;
cuando las plantas de sumisas plantas
retiran el ramaje presuntuoso,
se esconden en sus ásperas raíces
y en la acerba raíz de sus raíces
y presas de un absurdo crecimiento
se desarrollan hacia la semilla,
hasta quedar inmóviles
¡oh cementerios de talladas rosas!
en los duros jardines de la piedra.

Porque desde el anciano roble heroico
hasta la impúbera
menta de boca helada,
ay, todo cuanto nace de raíces
establece sus tallos paralíticos
en los duros jardines de la piedra,
cuando el rubí de angélicos melindres
y el diamante iracundo
que fulmina a la luz con un reflejo,
más el ario zafir de ojos azules
y la geórgica esmeralda que se anega
en el abril de su robusta clorofila,
una a una, las piedras delirantes,
con sus lindas hermanas cenicientas,
turquesa, lapislázuli, alabastro,
pero también el oro prisionero
y la plata de lengua fidedigna,
ingenuo ruiseñor de los metales
que se ahoga en el agua de su canto;
cuando las piedras finas
y los metales exquisitos, todos,
regresan a sus nidos subterráneos
por las rutas candentes de la llama,
ay, ciegos de su lustre,
ay, ciegos de su ojo,
que el ojo mismo,
como un siniestro pájaro de humo,
en su aterida combustión se arranca.

Porque raro metal o piedra rara,
así como la roca escueta, lisa,
que figura castillos
con sólo naipes de aridez y escarcha,
y así la arena de arrugados pechos
y el humus maternal de entraña tibia,
ay, todo se consume
con un mohíno crepitar de gozo,
cuando la forma en sí, la forma pura,
se entrega, a la delicia de su muerte
y en su sed de agotarla a grandes luces
apura en una llama
el aceite ritual de los sentidos,
que sin labios, sin dedos, sin retinas,
sí, paso a paso, muerte a muerte, locos,
se acogen a sus túmidas matrices,
mientras unos a otros se devoran
al animal, la planta
a la planta, la piedra
a la piedra, el fuego
al fuego, el mar
al mar, la nube
a la nube, el sol
hasta que todo este fecundo río
de enamorado semen que conjuga,
inaccesible al tedio,
el suntuoso caudal de su apetito,
no desemboca en sus entrañas mismas,
en el acre silencio de sus fuentes,
entre un fulgor de soles emboscados,
en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
y solo ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios que gime
con un llanto más llanto aún que el llanto,
como si herido —¡ay, Él también!— por un cabello,
por el ojo en almendra de esa muerte
que emana de su boca,
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.
¡ALELUYA, ALELUYA!.

¡TAN-TAN! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como una hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
Un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.

jTan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas,
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.

[BAILE]
Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!

miércoles, 23 de enero de 2013

Samuel Beckett (Irlanda, 1906-1989)


Samuel Beckett
(Irlanda, 1906-1989) 
 Poeta, novelista y destacado dramaturgo del teatro del absurdo. De origen irlandés, en 1969 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Beckett nació el 13 de abril de 1906, en Foxrock, cerca de Dublín. Tras asistir a una escuela protestante de clase media en el norte de Irlanda, ingresó en el Trinity College de Dublín, donde obtuvo la licenciatura en lenguas romances en 1927 y el doctorado en 1931. Entretanto pasó dos años como profesor en París. Al mismo tiempo continuó estudiando al filósofo francés René Descartes y escribió su ensayo crítico Proust (1931), que sentaría las bases filosóficas de su vida y su obra. Fue entonces cuando conoció al novelista y poeta irlandés James Joyce. Entre 1932 y 1937 escribió y viajó sin descanso y desempeñó diversos trabajos para incrementar los ingresos de la pensión anual que le ofrecía su padre, cuya muerte en 1933 le supuso un duro golpe. En 1937 se estableció definitivamente en París, pero en 1942, tras adherirse a la Resistencia, tuvo que huir de la Gestapo, la policía secreta nazi. En el sur de Francia, libre de la ocupación alemana, Beckett escribió la novela Watt (que no se publicó hasta 1953). 
Al final de la guerra regresó a París, donde produjo cuatro grandes obras: su trilogía Molloy (1951), Malone muere (1951) y El innombrable (1953), novelas que el propio autor consideraba su mayor logro, y la obra de teatro Esperando a Godot (1952), su obra maestra en opinión de la mayoría de los críticos. Gran parte de su producción posterior a 1945 fue escrita en francés. Otras obras importantes, publicadas en inglés, son Final de partida (1958), La última cinta (1959), Días felices (1961), Acto sin palabras (1964), No yo (1973), That Time (1976) y Footfall (1976).

Esperando a Godot (francés: En attendant Godot) -que algunas veces se subtitula: Tragicomedia en 2 actos- es una obra perteneciente al Teatro del absurdo de Samuel Beckett escrita a finales de los años 40 y publicada en 1952. Beckett escribió la obra originalmente en francés, su segunda lengua, como En attendant Godot (Mientras se espera a Godot). La traducción al inglés fue realizada por el mismo Beckett y publicada en 1955.La obra se divide en dos actos, y en ambos aparecen dos vagabundos llamados Vladimir y Estragon que esperan en vano junto a un camino a un tal Godot, con quien (quizás) tienen alguna cita. El público nunca llega a saber quién es Godot, o qué tipo de asunto han de tratar con él. En cada acto el cruel Pozzo y su esclavo Lucky (inglés: afortunado) aparecen, seguidos de un chico que hace llegar el mensaje a Vladimir y Estragon de que Godot no vendrá hoy pero mañana seguro que sí. Esta trama que intencionalmente no tiene ningún hecho relevante y es altamente repetitiva, simboliza el tedio y la carencia de significado de la vida humana, lo cual es un tema recurrente del existencialismo. Una interpretación extendida del misteriosamente ausente Godot es que representa a Dios (en inglés: God), aunque Beckett siempre negó esto. Como nombre propio, Godot puede ser un derivado de un cierto número de verbos franceses. Beckett afirmó que derivaba de godillot, que en jerga francesa significa bota. El título podría entonces sugerir que los personajes están Esperando a la bota. 

Fuente: N.N.

martes, 22 de enero de 2013

John Steinbeck y al ESTE DEL EDÉN.

Steinbeck nació en 1902 en Salinas, California, y pasó la mayoría de su vida en el condado de Monterey, el escenario de muchos de sus libros. Cuando era joven, trabajó de labriego, vaquero y obrero industrial. Transformó estas experiencias en las descripciones de las vidas de sus personajes de la clase obrera. Después de asistir a la universidad de Stanford sin regularidad por seis años, Steinbeck viajó en barco de carga a Nueva York, donde trabajó como periodista antes de volver a California.
Su primera novela, Copa de Oro, se imprimió en 1929, pero no se estableció como escritor hasta la publicación de Tortilla Flat en 1935. Esta novela cómica sobre los campesinos mexicanos de Monterey le ganó el reconocimiento crítico. Las uvas de la ira (1939), la novela que muchos llaman su obra maestra, fue tan bien recibida con elogio crítico como fue rechazada por su lenguaje grosero y política de izquierda. Steinbeck siempre eludió la publicidad, así que viajó a México en 1940, donde filmó El Pueblo Olvidado, un documentario sobre las condiciones rurales en ese país. Pasó la segunda guerra mundial como corresponsal para el New York Herald Tribune, y también para ese periódico dio una gira por Rusia en 1947. Además escribió La luna se ha puesto (1942), una obra de propaganda sobre la resistencia noruega a los Nazis.

Steinbeck escribió varias otras novelas importantes que incluyen, Al este del Edén (1952), El invierno de nuestro descontento (1961), y una memoria sobre un viaje por los Estados Unidos con su caniche, Viajes con Charley en busca de América (1962). Murió en Nueva York en 1968. Todavía su obra prosigue como un testamento de su compromiso a «celebrar la capacidad probada del hombre por la grandeza del corazón y del espíritu.»

Al este del Edén, epopeya de resonancias bíblicas que inspiró la célebre película homónima dirigida por Elia Kazan y que contó con James Dean en el papel del mítico Cal Trask, narra las vicisitudes de dos familias a lo largo de tres generaciones, desde la guerra de secesión hasta la segunda guerra mundial, en el lejano valle Salinas, en la California septentrional. Tras acompañar a la familia Hamilton en su épico asentamiento en la región, el lector penetra en el sofocante mundo de los Trask, en el que el severo Adam -tras ser abandonado por su mujer, a quien nadie de la familia osa nombrar- intenta educar en el recto camino a sus hijos Cal y Aron, nuevos Caín y Abel, que entablan una pugna soterrada por el reconocimiento del padre. Cuando Cal se siente extrañamente atraído por la misteriosa Cathy Adams, que regenta el burdel más célebre de la región, la maldición caerá sobre el joven, en adelante condenado a permanecer al este de un elusivo Edén.


TRUMAN CAPOTE


Nacido como Truman Streckfus Persons (Nueva Orleans, 30 de septiembre de 1924), adoptaría el nombre del segundo marido de su madre, García Capote.
 En su infancia vivió en las granjas del sur de los Estados Unidos y, según sus propias palabras, empezó a escribir para mitigar el aislamiento sufrido durante su infancia. Estudió en el Trinity School y la St. John`s Academy de Nueva York.
 A los 17 años ya era un consumado periodista: trabaja para la revista The New Yorker. Con 21 años abandona la revista y publica un relato -Miriam- en la revista Mademoiselle, premiado con el Premio O`Henry.
La crítica le aplaude sin reservas y le considera un discípulo de Poe. En 1948 a los 23 años se publica su primera novela,
 Otras voces, otros ámbitos, una de las primeras novelas en que se plantea de forma abierta el tema de la homosexualidad. Otras novelas suyas incluyen:
 El arpa de hierba (1951) y Se oyen las musas (1956), además de la famosa Desayuno en Tiffany`s (1958), que también sería adaptada al cine por Blake Edwards, con Audrey Hepburn en el papel de Holly Golightly.
Su novela `A sangre fría` es su trabajo más celebrado.
Falleció en Los Ángeles, 25 de agosto de 1984.


En 1959, en un pequeño pueblo de Kansas llamado Holcomb, la familia Clutter apareció muerta: habían sido atados y acribillados por personas desconocidas sin ningún móvil aparente.
Esto diseminó una paranoia en el lugar y atrajo a todos los medios del país.
Capote fue enviado allí por The New Yorker, y entonces se dio cuenta de que había encontrado lo que necesitaba para escribir una gran obra.
Lo que más le despertó curiosidad no fue el asesinato en sí, sino los efectos que provocaba en el pueblo aquel terrible acontecimiento.
Se trasladó a Kansas (luego de obtener la aprobación de su editor) para comenzar las investigaciones.
Pasó seis años siguiendo de cerca el caso y hablando con los habitantes del pueblo, los cuales no lo veían con buenos ojos por su extravagancia, su manera de ser y su homosexualidad. Aun así logró averiguar lo suficiente para preparar el armazón de su novela, donde se mezclan opiniones de los personajes del pueblo, entrevistas a policías encargados del caso y amigos íntimos de la familia.
Pero Capote no se quedó allí: cuando atraparon a los asesinos fue a entrevistarlos a la cárcel y entabló amistad con ellos. La obra tardó seis años en ser publicada, ya que el final de ésta requería que terminara con la ejecución de los asesinos. Esto le causo depresión y ansiedad a su autor ya que se le planteaba un dilema moral: quería desesperadamente publicar su libro, pero esto conllevaría la desdichada muerte de dos hombres que le consideraban su amigo y benefactor.
Su vida había girado durante los últimos años alrededor de esta obra y según él `Escribir el libro no me resultó tan difícil como tener que vivir con él`.

ESTILO

`A Sangre Fría` es una novela imagen del periodismo de investigación, es el relato de unos crímenes con suspenso y escrito con desbordante vitalidad.
Utilizando las técnicas que había aprendido como guionista cinematográfico, el autor presenta a los principales protagonistas con breves y dinámicas escenas.
Con sus conocimientos literarios y periodísticos, fue el primero en demostrar que se podía realizar una obra entre el reportaje y la narración. Esta narración es la creación de un nuevo género literario: la novela real. Es decir que está escrita como si fuera novela, pero en lugar de sacar los personajes y las situaciones de su imaginación, los toma de la vida real.
Narra la novela como historias paralelas, contando la vida de las victimas por un lado y la de los asesinos por otro.

A SANGRE FRÍA. FRAGMENTO DE NOVELA.




Truman Capote


A SANGRE FRÍA




Título original: In Cold Blood
Traducción: Fernando Rodríguez

Dirección editorial: Julia de Jódar
Dirección de la colección: Guido Castillo
Director de producción: Manuel Álvarez
Coordinación editorial: Juan D. Castillo
Diseño de la colección: Víctor Vilaseca

Distribuye para Argentina: Capital Federal: Vaccaro Sánchez
C/ Moreno, 794 – 9º piso - CP 1091 Capital Federal - Buenos Aires (Argentina)
Interior: Distribuidora Bertrán - Av. Vélez Sarsfield, 1950
CP 1285 Capital Federal - Buenos Aires (Argentina)
Importación Argentina: Rei Argentina, S.A.
Moreno 3362/64 -1209 Buenos Aires - Argentina

© 1991, Editorial Sudamericana, S.A.
Humberto I 531, Buenos Aires
© 1965, Random House, Inc., Nueva York
© 1965, Truman Capote

ISBN Obra Completa: 84-487-0400-2
ISBN: 84-487-0409-6
Depósito Legal: B. 1007/1995
Impreso en España - Printed in Spain - Marzo 1995
Impresión y encuadernación: Printer Industria Gráfica, S.A.

Reservados todos ¡os derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del código penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujesen o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte, sin la perceptiva autorización.
 Para Jack Dunphy y Harper Lee, con cariño y gratitud.





AGRADECIMIENTOS

Todos los materiales de este libro que no derivan de mis propias observaciones han sido tomados de archivos oficiales o son resultado de entrevistas con personas directamente afectadas; entrevistas que, con mucha frecuencia, abarcaron un período considerable de tiempo. Como estos «colaboradores» están identificados en el texto, sería redundante nombrarlos; sin embargo, quiero expresar mi gratitud formal, ya que sin su paciencia y su cooperación, mi tarea hubiese sido imposible. Tampoco intentaré nombrar a todos los ciudadanos del condado de Finney que proporcionaron al autor una hospitalidad y una amistad que, aunque sus nombres no figuran en estas páginas, podré quizá corresponder, pero nunca pagar. Sin embargo, quisiera agradecer la ayuda de algunas personas cuya colaboración fue muy concreta: el doctor James McCain, presidente de la Universidad Estatal de Kansas; el señor Logan Sanford y el personal del Departamento de Investigaciones de Kansas; el señor Charles McAtee, director de Instituciones penales del estado de Kansas; el señor Clifford R. Hope, hijo, cuyo asesoramiento legal ha sido invalorable y finalmente, pero en realidad en primer lugar, el señor William Shawn, de The New Yorker, que me alentó a emprender esta tarea y cuyas opiniones me fueron tan útiles desde el principio hasta el final.
TRUMAN CAPOTE


«Fréres humains qui aprés nous vivez,
N'ayez les cuers contre nous enduréis,
Car, se pitié de nous povres avez,
Dieu en aura plus tost de vous meras.”
FRANCOIS VILLON   Ballade des pendus






I - LOS ÚLTIMOS QUE LOS VIERON VIVOS


El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.
Holcomb también es visible desde lejos. No es que haya mucho que ver allí... es simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vías del ferrocarril de Santa Fe, una aldea azarosa limitada al sur por un trozo del río Arkansas, al norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento, pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso —BAILE—, pero ya nadie baila y hace varios años que el cartel no se enciende. Cerca, hay otro edificio con un cartel irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933 y sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. Es una de las dos «casas de apartamentos» del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida como «el colegio» porque buena parte de los profesores del liceo local viven allí. Pero la mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.
Cerca de la estación del ferrocarril, una mujer delgada que lleva una chaqueta de cuero, pantalones vaqueros y botas, preside una destartalada sucursal de correos. La estación misma, pintada de amarillo desconchado, es igualmente melancólica: El Jefe, El Superjefe y El Capitán pasan por allí todos los días, pero estos famosos expresos nunca se detienen. Ningún tren de pasajeros lo hace... sólo algún tren de mercancías. Arriba, en la carretera, hay dos gasolineras, una de las cuales es, además, una poco surtida tienda de comestibles, mientras la otra funciona también como café... el Café Hartman donde la señora Hartman, la propietaria, sirve bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación (Holcomb, como el resto de Texas, es «seco»).
Y, en realidad, eso es todo. A menos que se considere, como es debido, el Colegio Holcomb, un edificio de buen aspecto que revela un detalle que la apariencia de la comunidad, por otro lado, esconde: que los padres que envían a sus hijos a esta moderna y eficaz escuela (abarca desde jardinería hasta ingreso a la universidad y una flota de autobuses transporta a los estudiantes —unos trescientos sesenta— a distancias de hasta veinticinco kilómetros) son, en general, gente próspera. Rancheros en su mayoría, proceden de orígenes muy diferentes: alemanes, irlandeses, noruegos, mexicanos, japoneses. Crían vacas y ovejas, plantan trigo, sorgo, pienso y remolacha. La labranza es siempre un trabajo arriesgado pero al oeste de Kansas los labradores se consideran «jugadores natos», ya que cuentan con lluvias muy escasas (el promedio anual es de treinta centímetros) y terribles problemas de riego. Sin embargo, los últimos siete años no han incluido sequías. Los labradores del condado de Finney, del que forma parte Holcomb, han logrado buenas ganancias; el dinero no ha surgido sólo de sus granjas sino de la explotación del abundante gas natural, y la prosperidad se refleja en el nuevo colegio, en los confortables interiores de las granjas, en los elevados silos llenos de grano.
Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos —en realidad pocos habitantes de Kansas— habían oído hablar de Holcomb. Como la corriente del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos excepcionales nunca se habían detenido allí. Los habitantes del pueblo —doscientos setenta— estaban satisfechos de que así fuera, contentos de existir de forma ordinaria... trabajar, cazar, ver la televisión, ir a los actos de la escuela, a los ensayos del coro y a las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de esa mañana de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes interfirieron con los ruidos nocturnos normales de Holcomb... con la activa histeria de los coyotes, el chasquido seco de las plantas arrastradas por el viento, los quejidos lejanos del silbido de las locomotoras. En ese momento, ni un alma los oyó en el pueblo dormido... cuatro disparos que, en total, terminaron con seis vidas humanas. Pero después, la gente del pueblo, hasta entonces suficientemente confiada como para no echar llave por la noche, descubrió que su imaginación los recreaba una y otra vez... esas sombrías explosiones que encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos se miraron extrañamente, como si no se conocieran.
El amo de la granja de River Valley, Herbert William Clutter, tenía cuarenta y ocho años y, como resultado de un reciente examen médico para su póliza de seguros, sabía que estaba en excelentes condiciones físicas. Aunque llevaba gafas sin montura y era de estatura mediana —algo menos de un metro setenta y cinco— el señor Clutter tenía un aspecto muy masculino. Sus hombros eran anchos, sus cabellos conservaban el color oscuro, su cara, de mandíbula cuadrada, había guardado un color juvenil y sus dientes, blancos y tan fuertes como para partir nueces, estaban intactos. Pesaba setenta y seis kilos... lo mismo que el día en que se había licenciado en la Universidad Estatal de Kansas terminando sus estudios de agricultura. No era tan rico como el hombre más rico de Holcomb... el señor Taylor Jones, propietario de la finca vecina. Pero era el ciudadano más conocido de la comunidad, prominente allí y en Garden City, capital del condado, donde había encabezado el comité para construir la nueva iglesia metodista, un edificio que había costado ochocientos mil dólares. En ese momento era presidente de la Confederación de Organizaciones Granjeras de Kansas y su nombre se citaba con respeto entre los labradores del Medio Oeste, así como en ciertos despachos de Washington, donde había sido miembro del Comité de Créditos Agrícolas durante la administración de Eisenhower.
Seguro de lo que quería de la vida, el señor Clutter lo había obtenido, en buena medida. En la mano izquierda, en lo que quedaba de un dedo aplastado por una máquina, llevaba un anillo de oro, símbolo, desde hacía un cuarto de siglo, de su boda con la mujer con quien había deseado casarse: la hermana de un compañero de estudios, una chica tímida, piadosa y delicada llamada Bonnie Fox, tres años menor que él. Bonnie le había dado cuatro hijos: tres niñas y después un varón. La hija mayor, Eveanna, casada y madre de un niño de diez meses, vivía al norte de Illinois, pero iba con mucha frecuencia a Holcomb. Precisamente, estaban esperando que llegara con su familia dentro de la quincena que faltaba para el Día de Acción de Gracias, ya que sus padres estaban planeando reunir a todo el clan Clutter (originario de Alemania; el primer emigrante Clutter —o Klotter como lo escribían entonces— había llegado en 1880). Habían invitado a unos cincuenta parientes, algunos de los cuales vendrían de lugares tan lejanos como Palatka, Florida. Tampoco Beverly, la segunda hija, vivía ya en la granja; estaba en Kansas City, Kansas, cursando estudios de enfermería. Beverly estaba prometida con un joven estudiante de biología, que su padre apreciaba mucho; las invitaciones para la boda, que se realizaría en Navidad, ya estaban impresas. Eso dejaba en casa al varón, Kenyon, que a los quince años ya era más alto que su padre y a una hermana un año mayor... la mimada del pueblo, Nancy.
Con respecto a su familia, Clutter sólo tenía un motivo de preocupación; la salud de su mujer. Era «nerviosa», tenía sus «rachas»; ésos eran los términos en que la describían quienes la querían. Y no es que «los problemas de la pobre Bonnie» fueran un secreto; todos sabían que hacía más de seis años que estaba en manos de psiquiatras. Sin embargo, aun en esas zonas oscuras había brillado últimamente un rayo de sol. El miércoles pasado, al volver del Centro Médico de Wesley, lugar donde se internaba habitualmente, tras dos semanas de tratamiento, la señora Clutter trajo a su marido noticias casi increíbles: le había dicho jubilosamente que la raíz de sus males, según habían decretado finalmente los médicos, no estaba en su cabeza sino en su columna... era física, un problema de vértebras desplazadas. Por supuesto, tendrían que operarla, y después... bueno, volvería a ser como antes. ¿Sería posible? La tensión, las fugas, los sollozos ahogados por la almohada tras una puerta cerrada con llave, todo debido a una vértebra desplazada... Si era así, el señor Clutter podría rezar una plegaria de gratitud sin reservas ante la familia, en la sobremesa del Día de Acción de Gracias.
Habitualmente, la mañana del señor Clutter empezaba a las seis y media, cuando lo despertaba el ruido de los bidones de leche y la charla de los muchachos que los llevaban, los dos hijos del peón Vic Irsik. Pero hoy se había quedado en la cama, dejando que los hijos de Vic Irsik fueran y vinieran, porque el día anterior —un viernes trece— había sido un día agitado, aunque agradable. Bonnie había vuelto a ser «la de antes»; como preludio a la normalidad, a las fuerzas que recuperaría tan pronto, se había pintado los labios, se había peinado y, con un vestido nuevo, lo había acompañado al Colegio Holcomb donde ambos habían aplaudido una representación estudiantil de Tom Sawyer en la que Nancy había interpretado a Becky Thatcher. Había disfrutado viendo como Nancy actuaba en público, nerviosa pero sonriente, y los dos se enorgullecieron por la actuación de Nancy, que había desempeñado muy bien su papel, sin olvidar ni una coma, y que, como le dijo él después en el camerino, «estaba preciosa; una verdadera belleza del Sur». Después, Nancy, comportándose como si verdaderamente lo fuera, hizo una encantadora reverencia y pidió permiso para ir a Garden City donde en sesión especial a las once y media, en el State Theatre, daban una película de horror que todos sus amigos querían ver. En otras circunstancias, el señor Clutter hubiese negado el permiso. Sus normas eran leyes y una de ellas era que Nancy —y Kenyon— tenían que estar en casa a las diez; sólo los sábados podían llegar a las doce. Pero había pasado tan bien la velada que dio su consentimiento. Nancy no volvió a casa hasta las dos. El la oyó llegar y la llamó; aunque no era dado a levantar la voz, en aquella ocasión quiso decirle cuatro cosas, no tanto a propósito de la obra sino de Bobby Rupp, el muchacho que la había acompañado a casa, héroe del baloncesto estudiantil.
Al señor Clutter le gustaba el chico y consideraba que para su edad —diecisiete años— era digno de confianza y todo un caballero. Sin embargo, desde que tres años antes le había dado permiso para salir con chicos, Nancy, bonita y admirada como era, no había salido con ningún otro y aunque el señor Clutter aceptaba las costumbres modernas de los adolescentes de todo el país que tenían un amigo fijo, «iban en serio» y usaban anillo, no las aprobaba, sobre todo desde que, por casualidad, había sorprendido al chico Rupp y a su hija besándose. No hacía mucho de eso y había aconsejado a Nancy que dejara de ver tanto a Bobby, tratando de explicarle que era mejor distanciarse gradualmente de él ahora que romper bruscamente más tarde, cosa que no podría menos que suceder pues la familia Rupp era católica y los Clutter metodistas, razón suficiente para que las ilusiones que ambos podían tener de casarse algún día no fueran más que eso, ilusiones. Nancy se había mostrado razonable —por lo menos no discutió— y ahora, antes de darle las buenas noches, Clutter le hizo prometer que comenzaría a distanciarse de Bobby.
El incidente retrasó mucho su hora de acostarse, cosa que solía hacer a las once. Como consecuencia, eran más de las siete cuando se levantó el sábado 14 de noviembre de 1959. Su mujer se quedaba en cama hasta más tarde, pero el señor Clutter cuando se afeitaba, se duchaba y se ponía los pantalones de sarga, la chaqueta de cuero de los ganaderos y las botas de montar no temía despertarla, pues no compartían la misma habitación. Hacía años que dormía solo en el dormitorio principal de la planta baja de la casa de madera y ladrillo, que constaba de catorce habitaciones distribuidas en dos plantas. La señora Clutter, a pesar de que guardaba su ropa en el armario de ese dormitorio y tenía sus pocos cosméticos y sus mil medicamentos en el baño contiguo de azulejos y cristal, ocupaba siempre el cuarto que había sido de Eveanna, que como el de Nancy y el de Kenyon estaba en la planta alta.
La casa había sido casi totalmente diseñada por el señor Clutter, que había demostrado ser un arquitecto razonable y juicioso, aunque no muy imaginativo. Había sido construida en 1948 y había costado cuarenta mil dólares (actualmente su valor era de sesenta mil). Situada al fondo de un largo camino asfaltado que corría entre dos hileras de olmos de China, aquella hermosa casa blanca que se alzaba rodeada por un amplio y cuidado césped de Bermuda, causaba la admiración de Holcomb; era la casa que la gente ponía como ejemplo. En el interior, una serie de gruesas alfombras color malva interrumpían el brillo del suelo encerado y silenciaban el crujido de la madera. En el salón había un inmenso diván modernista, tapizado en una tela nudosa con filamentos plateados entretejidos, y, en un rincón, una barra para el desayuno, forrada de plástico blanco y azul. Este era el tipo de cosas que gustaba al matrimonio Clutter y que gustaba también a la mayoría de sus amistades, cuyas casas, por lo general, estaban amuebladas de forma similar.
Aparte de una asistenta que venía los días laborables, los Clutter no tenían servicio y por lo tanto, como la esposa estaba enferma y las dos hijas mayores ya no vivían allí, el señor Clutter tuvo que aprender a cocinar y él y Nancy —Nancy más que él— preparaban las comidas. Al señor Clutter le encantaba la tarea y era un cocinero excelente: en todo Kansas no había una mujer que amasara pan mejor que él y sus pastelitos de coco eran lo primero que se vendía en las fiestas de beneficencia. Pero no era comilón y, a diferencia de sus vecinos, prefería un desayuno espartano. Aquella mañana, una manzana y un vaso de leche fueron suficientes; como nunca tomaba té ni café empezaba la jornada sin nada caliente en el estómago. La verdad es que era contrario a los estimulantes, por suaves que fueran. No fumaba y, por supuesto, no bebía; nunca había probado el alcohol y tendía a evitar el trato con quienes lo consumían, una circunstancia que no restringía tanto su círculo de amistades como podría pensarse, ya que el núcleo de ese círculo estaba constituido por los integrantes de la Primera Iglesia Metodista de Garden City, una congregación de unas mil setecientas personas, casi todas tan abstemias como el señor Clutter podía desear. Y aunque se cuidaba de no imponer sus opiniones y de adoptar, fuera de su casa, una actitud abierta y exenta de censuras, la hacía respetar a rajatabla dentro de su familia y a los empleados de su granja.
—¿Usted bebe? —era la primera pregunta que hacía a cualquiera que llegara pidiendo trabajo, y aunque el hombre respondiera negativamente, debía, con todo, firmar un contrato de trabajo que contenía una cláusula que lo anulaba automáticamente si el empleado era sorprendido «con alcohol en su poder». Un amigo suyo, uno de los primeros terratenientes del lugar le había dicho una vez:
—No tienes compasión; lo juro, Herb, si un día encuentras a uno de tus hombres bebiendo lo despedirás. Y no te importará que su familia se muera de hambre.
Quizás ése haya sido el único reproche que se le hizo al señor Clutter como patrono. Por lo demás, era conocido por su ecuanimidad, su espíritu caritativo y el hecho de que pagaba buenos sueldos y distribuía frecuentemente gratificaciones; los hombres que trabajaban para él —que a veces eran hasta dieciocho— tenían pocos motivos para quejarse.
Después de beber la leche y ponerse una gorra forrada de piel, el señor Clutter salió fuera, con una manzana en la mano, para ver cómo estaba la mañana. El tiempo era ideal para comer manzanas: la más blanca de las luces bajaba del más puro de los cielos y un viento del este hacía murmurar, sin desprenderlas, las hojas de los olmos de China. El otoño compensaba a Kansas por todas las otras estaciones y los males que le imponían: el invierno con los fuertes vientos de Colorado y las nevadas hasta la cintura que liquidaban al ganado; los chubascos y las extrañas nieblas de la primavera y el verano, cuando hasta los cuervos buscaban las exiguas sombras y la dorada inmensidad de los trigales parecía erizarse y arder. Finalmente, después de septiembre, el tiempo cambiaba y había un veranillo que, a veces, duraba hasta la Navidad. Mientras contemplaba la maravillosa estación, el señor Clutter se reunió con un perro mestizo, con algo de pastor irlandés, y juntos se dirigieron hacia el corral del ganado que estaba junto a uno de los tres graneros de la finca.
Uno de ellos era una enorme estructura metálica prefabricada, rebosante de cereal —sorgo de Westland— y otro, albergaba una colina de grano que valía mucho dinero: cien mil dólares. Esa cantidad representaba un incremento del cuatro mil por ciento en los ingresos del señor Clutter en el año 1934, año en que se había casado con Bonnie Fox y se había trasladado con ella desde su pueblo natal de Rozel, Kansas, a Garden City, donde había encontrado trabajo como ayudante del consejero agrícola del condado de Finney. Era típico de él que hubiese tardado sólo siete meses en ser ascendido, o sea en ocupar el cargo de su superior. Los años en que ocupó ese puesto -de 1935 a 1939— fueron los más polvorientos, los más angustiosos que había conocido la región desde la llegada del hombre blanco y el joven Herb Clutter, dotado de un cerebro capaz de mantenerse al día con las más modernas prácticas agrícolas, poseía las cualidades necesarias para hacer de intermediario entre el gobierno y los alicaídos agricultores. Estos necesitaban del optimismo y la preparación técnica de ese simpático joven que parecía saber perfectamente lo que llevaba entre manos. Al mismo tiempo, no estaba haciendo lo que quería hacer; hijo de granjero, siempre había querido trabajar su propia tierra. Por esta razón, al cabo de cuatro años renunció a su puesto, pidió un préstamo que invirtió en arrendar tierras y creó el embrión de la granja de River Valley (un nombre justificado por la presencia de los meandros del río Arkansas, pero no, ciertamente, por la presencia de un valle). Fue una decisión que varios granjeros conservadores del condado de Finney contemplaron con algo de ironía; eran los veteranos a quienes les gustaba dirigir pullas al joven consejero sobre el tema de sus conocimientos universitarios.
—Desde luego, Herb. Siempre sabes qué es lo mejor que se puede hacer con la tierra de los demás. Plante esto. Nivele aquello. Pero quizá dirías otras cosas si la tierra fuera tuya.
Se equivocaban. Los experimentos del recién llegado tuvieron éxito, sobre todo porque, durante los primeros años, trabajó dieciocho horas diarias. No faltaron las contrariedades: dos veces fracasó la cosecha de cereales y un invierno perdió varios cientos de cabezas de ganado en una ventisca, pero diez años después los dominios del señor Clutter abarcaban casi cuatrocientas hectáreas de su propiedad y mil trescientas más arrendadas. Y eso, como reconocían sus colegas, «no estaba nada mal». Trigo, maíz, semillas de césped seleccionadas... ésas eran las cosechas de las que dependía la prosperidad de la granja. Los animales también eran importantes: ovejas y, sobre todo, ganado vacuno. Un rebaño de varios centenares de Hereford llevaba la marca de Clutter, aunque nadie lo hubiera creído juzgando por los escasos pobladores de los establos, que se reservaban para los animales enfermos, unas pocas vacas lecheras, los gatos de Nancy y Babe, el favorito de la familia, un caballo de trabajo viejo y gordo que nunca se opuso a pasear con tres o cuatro niños trepados en su ancho lomo.
El señor Clutter dio a Babe el corazón de su manzana y saludó al hombre que estaba limpiando el corral... Alfred Stoecklein, el único empleado que vivía en la finca. Los Stoecklein y sus tres hijos vivían en una casita que estaba a menos de cien metros de la casa principal; aparte de ellos, los Clutter no tenían vecinos a menos de un kilómetro de distancia. Stoecklein, hombre de cara larga y dientes manchados, le preguntó:
—¿Necesita algo especial para hoy? Porque la niña pequeña se ha puesto mala. Mi mujer y yo nos hemos pasado toda la noche detrás de ella. Me parece que la llevaré al doctor.
Y el señor Clutter, expresando su solidaridad, le dijo que se tomara la mañana libre y que si él o su esposa podían hacer algo, que se lo comunicara. Luego, precedido por el perro que correteaba se dirigió al sur, hacia los campos ahora leonados, luminosos y dorados por los rastrojos.
El río también estaba en aquella dirección. En sus márgenes se alzaba una arboleda de frutales: melocotoneros, perales, cerezos y manzanos. Según dicen en la región, cincuenta años antes un leñador no hubiera tardado ni diez minutos en cortar todos los árboles de Kansas occidental. E incluso hoy, sólo se pueden plantar olmos de China y chopos, perennes e indiferentes a la sed como el cacto. Sin embargo, como decía el señor Clutter, «otros dos centímetros más de lluvia y esta tierra sería el paraíso». Aquella pequeña colección de frutales que crecía junto al río era un intento, con lluvia o sin ella, de procurarse ese pedacito de paraíso, ese pedacito de verdoso Edén con olor a manzana que él soñaba. Su mujer dijo una vez:
—Mi marido cuida más de esos árboles que de sus hijos.
Y todo Holcomb recordaba el día en que un pequeño avión averiado cayó sobre los melocotoneros.
—Herb estaba fuera de sí. Antes de que la hélice dejara de dar vueltas, ya le había puesto un pleito al piloto.
Atravesando los frutales, Clutter siguió andando junto al río, aquí muy poco profundo y salpicado de pequeños islotes como minúsculas playas de arena blanca en medio del agua, a los que la familia, en domingos que ya no volverían, cálidos días de fiesta cuando Bonnie todavía «estaba dispuesta», había llevado buenas cestas de provisiones para pasarse la tarde pendientes de la caña de pescar. El señor Clutter raramente tropezaba con extraños dentro de su vasta finca, pues como sólo se llegaba a ella por carreteras de quinto orden y estaba a dos kilómetros de la autopista, nadie aparecía por allí por simple casualidad. Pero aquel día vio de pronto un grupo de gente y Teddy, el perro, se lanzó hacia ellos ladrando amenazador. Teddy era un animal extraño. Aunque era un buen centinela, siempre alerta, dispuesto a despertar a un regimiento con sus ladridos, su valor tenía un fallo: bastaba que entreviera un arma (como ocurrió entonces, pues los intrusos iban armados) para que agachase la cabeza y metiera el rabo entre piernas. Nadie sabía la razón porque nadie conocía su historia: era un perro vagabundo que Kenyon había adoptado años atrás. Los intrusos resultaron ser cinco cazadores de faisanes procedentes de Oklahoma. En Kansas, la temporada del faisán, célebre acontecimiento de noviembre, atrae hordas de aficionados de los estados vecinos, y, durante la última semana, regimientos de boinas escocesas habían desfilado por la tierra otoñal, haciendo levantar el vuelo y luego caer de una perdigonada bandadas cobrizas de aquellas aves cebadas de grano. Si los cazadores no han sido invitados por el dueño de la finca, es costumbre que le paguen a aquél cierta cantidad por el derecho a cazar en sus tierras, pero cuando los hombres de Oklahoma ofrecieron abonar a Clutter la cantidad acostumbrada, el granjero sonrió.
—No soy tan pobre como parezco. Adelante, cacen cuanto puedan —les dijo.
A continuación, llevándose la mano al borde de la gorra, se volvió a casa y comenzó su jornada de trabajo, sin saber que sería la última.
Como el señor Clutter, el jovenzuelo que desayunaba en un café llamado Joyita, no tomaba nunca café. Prefería root beer . Tres aspirinas, una root beer helada y un cigarrillo Pall Mall tras otro, era lo que él consideraba un desayuno «como Dios manda». Mientras bebía y fumaba, estudiaba un mapa desplegado sobre el mostrador, un mapa «Phillips 66» de México, sin lograr concentrarse porque esperaba a un amigo y el amigo no llegaba. Lanzó una ojeada a la silenciosa calle de aquel pueblo que hasta el día anterior jamás había pisado. De Dick, ni rastro. Pero seguro que vendría. Al fin y al cabo, el motivo de la cita era idea suya, un «golpe» planeado por Dick. Y cuando la cosa hubiera concluido... México. El mapa estaba todo roto y de tan manoseado se había vuelto suave como la gamuza. A la vuelta de la esquina, en la habitación que había tomado en el hotel, tenía centenares de mapas como aquél: gastados mapas de todos los estados que forman los Estados Unidos, de todas y cada una de las provincias del Canadá, de todos y cada uno de los países de América del Sur. Porque aquel jovenzuelo era un infatigable soñador de viajes, alguno de los cuales había realizado, pues había estado en Alaska, en las Hawaii, en el Japón y en Hong-Kong. Ahora, gracias a una carta, a la invitación a dar «un golpe» juntos, se hallaba allí con todos sus bienes terrenales: una maleta de cartón, una guitarra y dos enormes cajas de libros, mapas y canciones, poemas y cartas que pesaban una tonelada. (¡La cara que puso Dick cuando vio todo aquello! «¡Cristo! ¿Es que llevas siempre a cuestas toda esta basura, Perry?» Y Perry le contestó: «¿Qué basura? Uno de esos libros me costó treinta dólares») Ahora se hallaba allí, en Pequeña Olathe, Kansas. Curioso, si se paraba a pensar, imaginar que estaba otra vez en Kansas cuando apenas cuatro meses atrás había jurado, primero al State Parole Board  y luego a sí mismo, que no volvería a poner los pies allí. Bueno, no iba a quedarse mucho tiempo.
El mapa estaba lleno de nombres rodeados de un círculo de tinta. Cozumel, isla de la costa del Yucatán donde, según había leído en una revista para hombres, era posible «quitarse la ropa, sonreír despreocupadamente, vivir como un raja y tener tantas mujeres como se quisiera por sólo 50 dólares al mes». Del mismo artículo recordaba de memoria otras atractivas informaciones: «Cozumel es el refugio contra la tensión social, política y económica. En esta isla, no hay funcionarios que molesten a sus habitantes.» Y también: «Cada año bandadas de papagayos vuelan desde el continente a poner sus huevos en la isla.» Acapulco equivalía a pesca submarina, casinos y mujeres ricas ansiosas. Sierra Madre significaba oro, equivalía a El tesoro de Sierra Madre, película que él había visto ocho veces. (Era la mejor película de Bogart, pero el viejo que se dedicaba a la búsqueda de minas, el que a Perry le recordaba a su padre, estaba estupendo también: Walter Huston. Y lo que le había dicho a Dick era cierto: se sabía todos los trucos de la búsqueda de oro porque su padre se los enseñó y su padre era buscador de oro profesional. Así que ¿por qué no podían ellos dos comprarse un par de caballos y probar suerte en Sierra Madre? Pero Dick, Dick el práctico, había dicho: «Calma, rico, calma. Que ya he visto la película. Acaba que todos se vuelven locos. Gracias a la fiebre, a las sanguijuelas, y a las pésimas condiciones. Y luego, cuando tienen el oro, ¿recuerdas que viene un vendaval y lo arrastra todo?») Perry dobló el mapa. Pagó la root beer y se puso en pie. Sentado, parecía un hombre de estatura mayor de lo corriente, robusto, con hombros, brazos y torso corpulentos como de levantador de pesas (en realidad levantar pesas era uno de sus pasatiempos favoritos). Pero ciertas partes de su cuerpo no estaban en proporción con las otras. Los pies, menudos, ceñidos por pequeñas botas negras con reborde de acero, hubieran cabido muy bien en las zapatillas de baile de una delicada jovencita. Una vez de pie, su estatura era la de un niño de doce años y de pronto, erguido sobre aquellas piernas atrofiadas, que contrastaban grotescamente con el torso de adulto que sostenían, pasó de un posible fornido conductor de camión, a ser un jockey retirado, gordo y con agujetas.
Afuera, Perry se puso a tomar el sol. Eran las nueve menos cuarto y Dick llevaba ya media hora de retraso. Si Dick no hubiera machacado tanto sobre la importancia de cada minuto en las veinticuatro horas siguientes, ni lo hubiera notado. No le faltaban maneras de pasar el tiempo, y una de ellas era mirarse al espejo. En una ocasión, Dick le había dicho:
—Cada vez que ves un espejo, te pones como en trance. Como si estuvieras contemplando un magnífico trasero. Vamos, por Dios, ¿no te aburres nunca?
Lejos de cansarle, su rostro le fascinaba. Desde cada ángulo le producía una impresión diferente. Era un rostro cambiante y los experimentos frente al espejo le habían enseñado a controlar sus expresiones, a parecer ora amenazador, ora travieso, ora sentimental; una inclinación de la cabeza, una contracción de los labios y el gitano corrompido se convertía en un jovencito romántico. Su madre había sido una india de pura raza cherokee y de ella había heredado aquella tez, el color yodo de la piel, los oscuros ojos húmedos y el pelo negro, siempre con una buena cantidad de brillantina y tan abundante que le permitía llevar largas patillas y un mechón corto caído sobre la frente a modo de flequillo. Si la aportación de su madre era evidente, la de su padre —un irlandés pecoso y de pelo color jengibre— lo era menos, como si la sangre india hubiese borrado toda huella de la estirpe celta. Pero los labios rosados y la nariz afilada confirmaban su presencia, al igual que aquel aire malicioso de arrogante egocentrismo irlandés que con frecuencia animaba la máscara cherokee y que llegaba a dominarla por completo cuando tocaba la guitarra y cantaba. Cantar e imaginar que lo hacía ante el público era otro fascinante modo de ir pasando las horas. Siempre recurría mentalmente a la misma escena: un local nocturno de Las Vegas que era, en realidad, su ciudad natal. Un local elegante, lleno de celebridades pendientes de la sensacional revelación, y entusiasmadas con aquel nuevo astro que interpretaba, con un fondo de violines, su versión de I’ll be seeing you y luego como bis, la última balada que había compuesto:
En abril, bandadas de papagayos
vuelan en lo alto, rojos y verdes,
verdes y anaranjados.
Los veo volar, los oigo en lo alto,
papagayos que cantan
y traen la primavera en abril...
(Dick, cuando oyó por primera vez la canción, había comentado: «Los papagayos no cantan. Parlotean, quizá. Graznan. Pero cantar, ni en broma.» Claro, Dick se lo tomaba todo al pie de la letra, todo. No entendía de música ni de poesía y, sin embargo, lo que Dick tenía de prosaico, su modo positivista de enfocar las cosas, era lo que más atraía a Perry, pues eso hacía que Dick, comparado con él mismo, pareciera tan auténticamente duro, invulnerable, «totalmente masculino».)
Pero por muy satisfactorio que le resultara el ensueño de Las Vegas, otra de sus visiones lo empequeñecía. Desde la infancia y durante más de la mitad de los treinta y un años que tenía, había ido pidiendo folletos por correspondencia («Fortunas en el fondo del mar. Entrénese en su propia casa en sus ratos libres. Hágase rico pronto practicando la inmersión con equipo y a pulmón libre. Folletos gratis... »), contestando anuncios («Tesoro hundido. Cincuenta mapas auténticos. Oferta increíble...») que alimentaban el deseo ardiente de correr de veras la aventura que su imaginación le permitía experimentar una y otra vez: el sueño de sumergirse hasta lo más profundo en aguas desconocidas, de zambullirse en la verde oscuridad marina, deslizándose más allá de los escamosos centinelas de ojos salvajes, hasta llegar al casco de un buque que se perfilaba ante él, un galeón español naufragado, con una carga de perlas y diamantes y montañas de cofres de oro.

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas