Ayn Rand, seudónimo de Alisa Zinóvievna Rosenbaum
(San Petersburgo, Imperio ruso, 2 de febrero de 1905 ` Nueva York, Estados
Unidos, 6 de marzo de 1982), filósofa y escritora estadounidense de origen
ruso, ampliamente conocida por haber escrito los bestsellers El manantial y La
rebelión de Atlas, y por haber desarrollado un sistema filosófico al que
denominó «objetivismo».
Era la mayor de tres hermanas de una familia judía, cuyos padres no eran practicantes de esta religión. Desde muy joven sintió un fuerte interés por la literatura y por el arte cinematográfico. Aprendió francés y estudió Filosofía e Historia en la Universidad de San Petersburgo.
En 1924 comenzó a estudiar en el Instituto Estatal de Artes Cinematográficas. Allí siguió escribiendo historias cortas, guiones y anotaciones esporádicas en su diario, en el que expresaba ideas intensamente antisoviéticas. Detestaba a Rusia, sobre todo desde la revolución de 1917, que había expropiado a su padre su negocio de farmacia y empeorado aún más sus condiciones de vida. Conociendo Nueva York por las películas estadounidenses, Ayn Rand tenía muy claro que quería emigrar a los Estados Unidos. Años más tarde escribió Los que vivimos, un relato de primera mano de esos años y de la atmósfera de la Rusia de entonces, sobre el cual dijo: «Es lo más cercano a una autobiografía que haya escrito nunca».
A finales de 1925, Ayn Rand consiguió un visado para abandonar el país y visitar a parientes suyos ya establecidos en Estados Unidos, a donde llegó en febrero de 1926, con 21 años. Estuvo un tiempo en casa de sus parientes en Chicago. Más tarde se trasladó a Hollywood, donde aceptaba cualquier tipo de trabajo para pagar sus gastos básicos. Casualmente conoció allí a Cecil B. De Mille, quien se interesó por esta rusa recién llegada a Estados Unidos y fascinada por el mundo del cine. Cecil B. De Mille le mostró el funcionamiento básico de un estudio de cine y le ofreció trabajo como extra, que Ayn Rand aceptó. Conoció, además, al que sería su marido el resto de su vida: el también actor Frank O`Connor, con quien se casó en 1929.
En 1931 Ayn Rand adquirió la ciudadanía de los Estados Unidos de América. Murió en 1982. Está enterrada junto a su marido en el cementerio de Valhalla (Estado de Nueva York).
Era la mayor de tres hermanas de una familia judía, cuyos padres no eran practicantes de esta religión. Desde muy joven sintió un fuerte interés por la literatura y por el arte cinematográfico. Aprendió francés y estudió Filosofía e Historia en la Universidad de San Petersburgo.
En 1924 comenzó a estudiar en el Instituto Estatal de Artes Cinematográficas. Allí siguió escribiendo historias cortas, guiones y anotaciones esporádicas en su diario, en el que expresaba ideas intensamente antisoviéticas. Detestaba a Rusia, sobre todo desde la revolución de 1917, que había expropiado a su padre su negocio de farmacia y empeorado aún más sus condiciones de vida. Conociendo Nueva York por las películas estadounidenses, Ayn Rand tenía muy claro que quería emigrar a los Estados Unidos. Años más tarde escribió Los que vivimos, un relato de primera mano de esos años y de la atmósfera de la Rusia de entonces, sobre el cual dijo: «Es lo más cercano a una autobiografía que haya escrito nunca».
A finales de 1925, Ayn Rand consiguió un visado para abandonar el país y visitar a parientes suyos ya establecidos en Estados Unidos, a donde llegó en febrero de 1926, con 21 años. Estuvo un tiempo en casa de sus parientes en Chicago. Más tarde se trasladó a Hollywood, donde aceptaba cualquier tipo de trabajo para pagar sus gastos básicos. Casualmente conoció allí a Cecil B. De Mille, quien se interesó por esta rusa recién llegada a Estados Unidos y fascinada por el mundo del cine. Cecil B. De Mille le mostró el funcionamiento básico de un estudio de cine y le ofreció trabajo como extra, que Ayn Rand aceptó. Conoció, además, al que sería su marido el resto de su vida: el también actor Frank O`Connor, con quien se casó en 1929.
En 1931 Ayn Rand adquirió la ciudadanía de los Estados Unidos de América. Murió en 1982. Está enterrada junto a su marido en el cementerio de Valhalla (Estado de Nueva York).
***
El manantial es una novela de 1943 de la
filósofa-escritora Ayn Rand. Fue el primer gran éxito de Ayn Rand, a quien el
libro primero y la película (1949) después hicieron rica y famosa.
Además de dedicar el libro a su marido, Frank O´Connor, Ayn Rand también se lo dedicó a `la noble profesión de la arquitectura`, escogiendo la arquitectura por la analogía que ofrecía con sus ideas: La supremacía del ego, y el individualismo y el egoísmo como virtudes.
El libro fue rechazado por 12 editores, hasta ser publicado en la editorial Bobbs Merill. Su título es una referencia a una cita de Ayn Rand: `El ego del hombre es el manantial del progreso humano`.
Además de dedicar el libro a su marido, Frank O´Connor, Ayn Rand también se lo dedicó a `la noble profesión de la arquitectura`, escogiendo la arquitectura por la analogía que ofrecía con sus ideas: La supremacía del ego, y el individualismo y el egoísmo como virtudes.
El libro fue rechazado por 12 editores, hasta ser publicado en la editorial Bobbs Merill. Su título es una referencia a una cita de Ayn Rand: `El ego del hombre es el manantial del progreso humano`.
RECOPILADOR:
DR. ENRICO PUGLIATTI
***
(Fragmento).
Ayn Rand
EL MANANTIAL
PRIMERA PARTE
PETER
KEATING
Howard Roark se echó a reír.
Estaba desnudo, al borde de un risco.
Abajo, a mucha distancia, yacía el lago. Las rocas se elevaban hacia el cielo
sobre las aguas inmóviles, como una explosión de granito que se hubiese helado
en su ascensión. El agua parecía inmutable; la piedra, en movimiento. Pero la
piedra tenía la detención que se produce en ese breve momento de la lucha en
que los antagonistas se encuentran y los impulsos se detienen en una pausa más
dinámica que el movimiento. La piedra relucía bañada por los rayos del sol. El
lago era solamente un delgado anillo de acero que cortaba las rocas por la
mitad. Las rocas continuaban, inalterables, en la profundidad. Comenzaban y
terminaban en el cielo. De manera que el mundo parecía suspendido en el
espacio, semejando una isla que flotara en la nada, anclada a los pies del
hombre que estaba sobre el risco.
Su cuerpo se recortaba contra el cielo.
Era un cuerpo de líneas y ángulos largos y rectos, pues cada curva se quebraba
en planos. Estaba de pie, rígido, con las manos colgándole a los costados y las
palmas vueltas hacia fuera. Tenía la sensación de que sus omóplatos estaban
estrechamente juntos, sentía la curva de su cuello y percibía el peso de la
sangre en las manos. Sentía el viento atrás, en el hueco de la espina dorsal.
El viento agitaba sus cabellos contra el cielo. Su cabello no era rubio ni
rojo; tenía el color exacto de las naranjas maduras.
Reía de las cosas que le habían ocurrido
aquella mañana y de las que después tenía que afrontar. Sabía que los días
venideros serían difíciles, que tendría que enfrentarse con varios problemas y
preparar un plan de acción. Pero también sabía que no necesitaría pensar,
porque todo estaba ya suficientemente claro para él, porque hacía tiempo que
había dispuesto el plan y porque necesitaba reírse.
Trató de pensar en ello. Pero lo olvidó.
Estaba contemplando el granito. Cuando sus ojos se detenían atentamente en el
mundo que lo circundaba, no reía. Su rostro era como una ley de la Naturaleza,
algo imposible de discutir, alterar o conmover. Tenía pómulos pronunciados que
se levantaban sobre las mejillas, hundidas y descarnadas; ojos grises, fríos y
fijos; boca despectiva, firmemente cerrada, boca de santo o de verdugo.
Miró el granito. "Hay que cortarlo
—se dijo— y transformarlo en paredes." Miró un árbol: "Hay que partirlo
y transformarlo en cabrias." Contempló una estría de herrumbre de la
piedra y pensó en las vetas de hierro que existían debajo del suelo. "Hay
que fundirlo en vigas —se dijo—; en vigas que se levanten hasta el cielo."
"Estas rocas están aquí para que yo
haga uso de ellas —prosiguió diciéndose—. Están esperando el barreno, la
dinamita, y que mi voz dé la orden; están esperando que las arranquen, que las
corten, que las machaquen, que las rehagan; están esperando la forma que les
darán mis manos."
Después meneó la cabeza porque recordó
lo sucedido por la mañana y pensó en las numerosas cosas que tenía que hacer.
Avanzó hacia la orilla, levantó los brazos y se zambulló en el cielo que yacía
abajo.
Cortó rectamente el lago en dirección a
la parte opuesta de la costa, y llegó a las rocas donde había dejado su ropa.
Miró con pesadumbre en torno. Durante tres años, desde que vivía en Stanton y
siempre que tenía momentos libres, lo que ocurría a menudo, iba allí para pasar
el tiempo, para nadar, para descansar, para meditar y sentirse solo y animado.
En su nueva libertad, lo primero que deseó fue ir allá, porque sabía que ya no
podría volver a hacerlo. Aquella mañana había sido expulsado de la Escuela de
Arquitectura del Instituto Tecnológico de Stanton.
Se puso la ropa: pantalones viejos de
dril ordinario, sandalias, una camisa de manga corta a la que le faltaban casi
todos los botones. Descendió por una estrecha senda, entre cantos rodados,
hacia un camino que a su vez conducía a la carretera por una verde cuesta.
Andaba rápidamente, con movimientos
desenvueltos y descuidados. Descendía por el largo camino, bajo el sol. A lo
lejos y al frente, en la costa de Massachussets, extendíase Stanton, ciudad
pequeña que parecía no tener otra misión que alojar la joya de su existencia;
el gran instituto, que se erguía más lejos, sobre una colina.
El término municipal de Stanton
comenzaba con un basurero, un montículo gris de desperdicios que se levantaba
sobre la hierba y humeaba débilmente. Envases de latas brillaban al sol. Yendo
por la carretera, más allá de las primeras casas, se encontraba una iglesia. La
iglesia era un monumento gótico de ripia pintada de color azul paloma, y tenía
gruesos contrafuertes de madera que no sostenían nada, ventanales con vidrieras
de colores y pesadas tracerías que imitaban la piedra.
A partir de allí comenzaban las largas
calles orilladas de césped. Más allá del césped se veían casas de madera que
torturaban todas las formas: complicadas con gabletes, torrecillas y
buhardillas; con porches sobresalientes; aplastadas bajo enormes techos en
declive. Blancas cortinas flotaban en las ventanas. Recipientes con basura,
llenos hasta el tope, veíanse junto a las puertas. Un viejo perro pequinés
estaba echado sobre una almohada, en el escalón de una puerta, soltando babas.
Unos pañales tendidos revoloteaban al viento sobre las columnas de un pórtico.
Cuando Howard Roark pasaba, la gente se
volvía para observarlo. Algunos clavaban la vista en él, con súbito
resentimiento. No podían explicar por qué lo hacían; era una especie de
instinto que su presencia despertaba en la mayoría de las personas. Howard
Roark no veía a nadie. Las calles estaban desiertas para él. Hubiera podido
caminar desnudo por ellas sin que le importase un bledo.
Cruzó el corazón de Stanton, un amplio
espacio verde rodeado de los escaparates de las tiendas. En ellas exhibíanse
nuevos carteles que anunciaban: "¡Bienvenido el curso del 22! ¡Felicidad,
curso del 22!" Aquella tarde se realizaba la colación de grados del curso
del 22 del Instituto Tecnológico de Stanton.
Roark tomó por una calle lateral donde,
al final de una larga fila de casas, sobre una verde barranca, aparecía la de
la señora Keating. Él era huésped de ella desde hacía tres años.
La señora Keating se encontraba en el
porche dando de comer a una pareja de canarios, encerrados en una jaula que
pendía sobre la balaustrada. Su regordeta mano se detuvo en el aire apenas lo
vio llegar. Lo observó con curiosidad y trató de dar a su boca una expresión de
lástima, pero únicamente logró poner de manifiesto el esfuerzo que estaba
haciendo.
Howard Roark cruzaba el porche sin
advertir su presencia. Ella lo detuvo.
—¡Señor Roark!
—¿Qué?
—Señor Roark, lamento lo... —dijo,
titubeando con gazmoñería—, lo que pasó esta mañana.
—¿Qué pasó?
—Su expulsión del Instituto. No puedo
decirle cuánto lo lamento. Quisiera tan sólo que usted supiera que lo siento.
Se quedó mirándola, pero ella sabía que
no la veía. "No —se dijo—, no es que no me vea. Él miraba siempre
fijamente a las personas, y sus infames ojos nunca omitían nada; quería hacer
sentir a todo el mundo que para él era como si no existiesen. De ese modo se
quedó mirando, sin querer contestar.
—Lo que digo —continuó ella— es que si
uno sufre en el mundo es siempre a causa de un error. Ahora, naturalmente,
usted tendrá que dejar la carrera de arquitecto. ¿No es verdad? Pero un hombre
joven puede ganarse la vida decentemente siendo empleado, comerciante o
cualquier otra cosa.
Él intentó irse.
—¡Ah, señor Roark! —volvió ella a
llamarlo.
—¿Qué?
—El decano llamó por teléfono mientras
usted estaba fuera.
Durante un momento la mujer tuvo
esperanzas de que él demostrase una emoción, y una emoción equivaldría a verlo
derrotado. No sabía por qué razón siempre había sentido ganas de verlo
derrotado.
—¿Sí? —preguntó.
—El decano —repitió con alguna
vacilación, buscando el tono apropiado para producir efecto—, el decano mismo
por intermedio de su secretaria.
—¿Sí?
—La secretaria rogó que le dijese que el
decano necesitaba verlo apenas usted llegase.
—Gracias.
—¿Para qué supone que lo necesita ahora?
Él había dicho: "No sé"; pero
a ella le pareció oír claramente: "Me importa un bledo"; y lo
contempló sorprendida.
—A propósito —agregó—; Peter se gradúa
hoy. Lo dijo sin intención aparente.
—¿Hoy? ¡Ah, sí!
—Hoy es un gran día para mí. Cuando
pienso cómo me he esclavizado y he ahorrado para que el muchacho pudiera ir al
colegio... Y no es que me queje. Peter es un muchacho brillante.
Se echó hacia atrás. Su robusto
cuerpecito estaba tan ceñidamente encorsetado bajo los pliegues almidonados de
su traje de algodón, que daba la impresión de que la gordura le reventase por
las muñecas y los tobillos.
—Naturalmente —continuó con rapidez,
retomando con ansiedad su tema favorito—, no soy tampoco de las que se jactan.
Cada uno está en el lugar que le corresponde. Observe usted a Peter de ahora en
adelante. No soy de las que quieren que su hijo se mate trabajando, y por mi
parte, daré gracias al Señor por cualquier éxito que tenga en su carrera; pero
si este muchacho no llega a ser el más grande arquitecto de los Estados Unidos,
su madre querrá saber el porqué.
Howard hizo un ademán de irse.
—¡Pero estoy entreteniéndole con mi
charla! —dijo jovialmente—. Usted tiene prisa; ha de cambiarse y salir
corriendo. El decano lo está esperando.
Se quedó mirándolo a través de la
puerta, de tela metálica, observando cómo se movía su flaca figura por el
vestíbulo rígidamente pulcro. Cuando él andaba por la casa, ella experimentaba
un vago sentimiento de aprensión, como si temiese que repentinamente se abalanzara
para destrozar sus mesas de café, sus vasos chinos, sus fotografías con marcos,
aunque él nunca había demostrado tener tales inclinaciones. Pero, sin saber por
qué, ella continuaba esperando que la catástrofe sobreviniera.
Roark subió la escalera y se dirigió a
su habitación. Era una pieza ancha y luminosa a causa del brillo limpio de las
paredes blanqueadas. La señora Keating nunca tuvo, realmente, la impresión de
que Roark viviera allí. Él no había agregado ni un solo objeto a los muebles
imprescindibles que ella había colocado; ni cuadros, ni gallardetes, ni un
alegre toque humano. No había llevado nada más que su ropa y sus dibujos; tenía
poca ropa y demasiados dibujos; estos últimos estaban colocados en alto, en un
rincón. A veces ella pensaba que eran los dibujos y no un hombre los que vivían
allí.
Roark se encaminó hacia los dibujos.
Eran lo primero que iba a empaquetar. Levantó uno, después el siguiente.
Después otro. Se quedó contemplando las grandes hojas. Eran bosquejos de
edificios que nunca habían existido sobre la faz de la tierra. Eran como las
primeras casas edificadas por los primeros hombres, que nunca habían tenido
noticia de la existencia anterior de edificios. No había nada que decir
de ellas, salvo que cada construcción era inevitablemente lo que debía ser. No
daban la impresión de que el dibujante se hubiese puesto a meditar
concienzudamente en ellas, juntando puertas, ventanas y columnas según el
dictado de su capricho o según se lo prescribieran los libros. Parecía como que
los edificios hubiesen brotado de la tierra por obra de alguna fuerza viviente,
completos, inalterables, correctos. La mano que había dibujado las líneas con
trazos finos, de lápiz tenía todavía mucho que aprender; pero ninguna línea
parecía superflua, ninguno de los planos exigidos había sido omitido. Las
construcciones eran severas y simples, pero cuando se las analizaba detenidamente
se comprendía qué trabajo, qué complejidad de método, qué tensión de
pensamiento habrían sido precisos para obtener esa simplicidad. Ni el más
simple detalle obedecía a una regla. Los edificios no eran clásicos ni góticos
ni renacentistas. Eran solamente Howard Roark.
Se quedó mirando un bosquejo. Era uno
que no le gustaba. Había nacido de uno de los ejercicios que se imponía a sí
mismo, fuera de su trabajo escolar, con frecuencia. Cuando encontraba un terreno
especial y se detenía a pensar qué construcción se le podía adaptar, se
dedicaba a realizar ejercicios semejantes. Había pasado noches enteras con la
vista fija en aquel croquis, preguntándose qué había omitido. Mirándolo ahora,
distraídamente, notó el error que había cometido. Lo arrojó sobre la mesa, se
inclinó sobre él y trazó líneas rectas en el prolijo dibujo. Se detenía de vez
en cuando y lo contemplaba, apretando el papel con las yemas de los dedos, como
si sus manos asiesen el edificio. Sus manos tenían dedos largos, venas duras,
articulaciones y muñecas prominentes.
Una hora después oyó un golpe en la
puerta.
—Entre —masculló, sin suspender el
trabajo.
—Señor Roark —suspiró la señora Keating,
mirándolo fijamente desde el umbral—, ¿qué diablos está haciendo usted?
Él se volvió tratando de recordar quién
era ella.
—¿Qué me dice del decano? —se lamentó—.
Del decano, que lo está esperando.
—¡Áh, sí! —dijo Roark—. Me había
olvidado. La señora Keating preguntó sorprendida:
—¿Se había... olvidado?
—Sí.
Había un timbre de sorpresa en su voz,
algo así como la extrañeza ante la sorpresa de ella.
—Bueno; todo lo que puedo decir —agregó,
sofocada— es que usted se lo merece. Se lo merece. ¿Y cómo espera tener tiempo
de verlo si la distribución de los diplomas empieza a las cuatro y media?
—Iré al instante, señora Keating.
No era solamente la curiosidad lo que la
impulsaba a intervenir; era el secreto temor de que la sentencia del Consejo
fuese revocada. Howard se marchó hacia el cuarto de baño, situado al final del
vestíbulo. Ella le vio lavarse las manos y echarse el cabello hacia atrás para
darle apariencia de peinado. Empezó a bajar la escalera, antes de que ella
comprendiera que se marchaba.
—Señor Roark —dijo con sonidos
entrecortados, indicando su ropa—, ¿piensa ir "así"?
—¿Por qué no?
—Pero ¡se trata de "su
decano"!
—Ya no lo es.
Pensó, estupefacta, que él decía aquello
como si se sintiera realmente feliz.
El Instituto Tecnológico de Stanton
estaba situado en una colina. Sus muros almenados se elevaban como una corona
sobre la ciudad que se extendía abajo. Parecía una fortaleza medieval, con su
catedral gótica injertada en la parte, anterior. La fortaleza, con fuertes
paredes de ladrillos, convenía al propósito para el cual había sido hecha;
pocas aberturas, con el ancho suficiente para los centinelas; terraplenes para
que los arqueros pudiesen ocultarse para defenderla, y torrecillas en los ángulos
para arrojar desde ellas aceite hirviendo sobre el atacante, siempre que tal
eventualidad pudiera sobrevenir en un instituto de enseñanza.
La catedral sobresalía en su recamado
esplendor como una defensa frágil contra dos grandes enemigos: la luz y el
aire.
El despacho del decano parecía una
capilla. La detenida luz crepuscular penetraba por un alto ventanal, con
vidrieras de colores, a través de santos rígidos, en actitud implorante. Una
mancha de luz roja y otra purpúrea se posaban en dos gárgolas genuinas
agazapadas en los ángulos de una chimenea que nunca había sido usada. En el
centro de un cuadro del Partenón, suspendido sobre la chimenea, había una
mancha verde.
Cuando Roark penetró en la habitación,
los contornos del rostro del decano flotaban confusamente tras el escritorio
tallado como un confesionario. El decano era un caballero bajo, más bien gordo,
cuya indomable dignidad limitaba la expresión de su carne.
—¡Ah, sí, Roark! —dijo, sonriendo—.
Siéntese.
Roark se sentó. El decano entrelazó los
dedos sobre el vientre y aguardó la disculpa esperada, pero ésta no llegó. El
decano aclaró su voz.
—Sería innecesario expresarle mi pesar
por el suceso desdichado de esta mañana —empezó—, pues supongo que usted ha
conocido siempre el interés sincero que he puesto en su bienestar.
—Completamente innecesario —dijo Roark.
El decano lo miró indeciso, pero continuó:
—No es necesario que le diga que no voté
en contra de usted. Me abstuve totalmente. Pero quizá le agrade saber que tuvo
en la reunión un resuelto grupito de defensores. Pequeño, pero resuelto. Su
profesor de ingeniería de construcción actuó enteramente como un cruzado en su
favor, y lo mismo el profesor de matemáticas. Desgraciadamente, los que
creyeron que era su deber votar por su expulsión excedían en número a los
otros. El profesor Peterkin, el crítico de dibujo, convirtió en cuestión
personal el asunto, llegando hasta amenazar con la dimisión si usted no era
expulsado. Tenga en cuenta que usted ha provocado grandemente al profesor
Peterkin.
—Es cierto —dijo Roark.
—Éste, como usted ve, fue el
inconveniente. Me refiero a su actitud en materia de dibujo arquitectónico.
Nunca le ha concedido usted la atención que se merece. Y, sin embargo, ha sido
un excelente alumno en todas las obras materias de ingeniería. Nadie niega,
naturalmente, la importancia de la ingeniería de la construcción para un futuro
arquitecto. Pero ¿por qué ir a los extremos? ¿Por qué desdeñar lo que se puede
llamar la parte artística, la parte inspiradora de su profesión, y concentrarse
en todas esas materias áridas de técnica matemática si piensa ser arquitecto y
no ingeniero civil?
—¿No es superfluo todo eso? —preguntó
Roark—. Pertenece al pasado. No vale la pena discutir ahora mi elección de
materias.
—Estoy tratando de ayudarlo, Roark. Debe
ser justo en esto. No puede decir que no se le haya prevenido varias veces
antes de que esto ocurriera.
—Es cierto.
El decano se movió en la silla. Roark le
hacía sentirse incómodo. Tenía los ojos fijos en los suyos cortésmente. El
decano pensó que el mal no consistía en que él lo mirase así; en realidad, era
completamente correcto; más propiamente, cortés; sólo que lo hacía como si él
no estuviese allí.
—Todos los problemas que se le han dado
—prosiguió el decano—, todos los proyectos que ha tenido que dibujar, ¿cómo los
hizo? Los ha hecho todos, en fin, no puedo llamarlo estilo, a su increíble
manera, contraviniendo los principios que tratamos de inculcarle, contrariando
todos los precedentes establecidos y las tradiciones artísticas. Usted cree ser
lo que se llama un modernista, pero ni siquiera es eso...; se trata de una mera
locura, si no le molesta que le hable así.
—No me molesta.
—Cuando se le daban proyectos dejándole
la elección del estilo, y usted los transformaba en una de sus extravagancias,
bueno, francamente, sus profesores lo aprobaban porque no sabían qué hacer;
pero cuando se le dio un proyecto con un estilo histórico determinado: una
capilla Tudor, un teatro lírico francés, y los transformó en algo que parecía
un montón de cajones, sin razón y sin ritmo, ¿podría decir que era la
realización del trabajo que le habían indicado o una insubordinación lisa y
llana?
—Era una insubordinación —replicó Roark.
—Queríamos darle una oportunidad en
vista de sus brillantes éxitos en todas las otras materias, pero cuando usted transforma
en esto —el decano golpeó el puño sobre una hoja que tenía delante—, en
"esto", una villa del Renacimiento para su último trabajo del
año..., realmente, joven, ya es demasiado.
La hoja tenía el dibujo de un proyecto
para una casa de vidrio y hormigón. En un ángulo había una firma de rasgos
finos y angulosos: "Howard Roark".
—¿Cómo espera que lo aprobemos después
de esto?
—Yo no esperaba aprobar.
—Usted no nos deja elección en este
asunto. Naturalmente, ahora sentirá rencor hacia nosotros, pero...
—No siento tal cosa —repuso Roark
tranquilamente—. Le debo una excusa. Por regla general, no permito que las
cosas me ocurran. Esta vez he cometido un error. Yo no debí esperar a que me
echasen; debería haberme ido hace tiempo.
—Vamos, vamos, no se desanime. Ésa no es
la actitud que le conviene adoptar, sobre todo después de lo que le diré —el
decano se sonrió, se inclinó hacia delante, gozando el preludio de una buena
acción—. Éste es el propósito real de nuestra entrevista. Estaba ansioso por
hacérselo saber tan pronto como me fuese posible. No quería dejarlo marcharse.
Desafié personalmente el carácter del presidente cuando le hablé del asunto. Considérelo
usted, si bien es cierto que él no se ha comprometido, pero... así quedaron las
cosas. ¿Se da cuenta de lo importante que sería si usted se tomase un año para
descansar, recapacitar, podríamos decir, para hacerse más hombre? Entonces
podrá haber una posibilidad de admitirlo de nuevo. Considérelo usted; yo no
puedo prometerle nada; esto que le digo es estrictamente oficioso; sería un
poco irregular; pero, en vista de las circunstancias y de sus brillantes
éxitos, podría constituir para usted una verdadera oportunidad.
Roark se sonrió. No era una sonrisa
alegre ni agradecida. Era una sonrisa sencilla, fácil, divertida.
—Creo que usted no me comprende —repuso
Roark—. ¿Por qué supone que yo quiero volver?
—¿Eh?
—No volveré. No tengo nada más que
aprender aquí.
—No le comprendo —dijo el decano
firmemente.
—¿Queda algún punto por explicar? Eso no
es asunto que le concierna a usted.
—Por favor, explíquese.
—Ya que es su deseo, lo haré. Yo quiero
ser arquitecto, no arqueólogo. No veo el objeto de hacer "villas" de
estilo Renacimiento. ¿Para qué aprender a proyectarlas si nunca las edificaré?
—Querido joven, el gran estilo del
Renacimiento está muy lejos de haber muerto. Cosas de ese estilo se edifican
todos los días.
—Se edifican y se edificarán, pero no
seré yo quien las haga —repuso Roark.
—Vaya, vaya, eso es una chiquillada.
—Yo vine aquí a aprender construcción de
edificios. Cuando me daban un proyecto, el único valor que tenía para mí era
aprender a resolverlo como si se tratase de un proyecto que había que ejecutar
en realidad. He aprendido todo lo que podía aprender aquí en ciencias de la
construcción, en lo que ustedes no me aprueban. Un año más diseñando tarjetas
postales de Italia no me serviría para nada.
Una hora antes el decano deseaba que la
entrevista se desarrollase lo más tranquilamente posible. Ahora quería que
Roark mostrase alguna emoción; le parecía ficticio que estuviese tan
naturalmente tranquilo en tales circunstancias.
—¿Quiere usted decirme que piensa
seriamente edificar de esa manera cuando sea arquitecto, si llega a serlo?
—Sí.
—Pero, amigo, ¿quién se lo tolerará?
—No es ésa la cuestión. La cuestión es
quién me contendrá.
—Présteme atención, y esto es muy serio.
Lamento no haber tenido antes una conversación larga y seria con usted... Ya
sé, ya sé, ya sé, no me interrumpa; ha visto uno o dos edificios modernistas y
eso le ha dado ideas. Pero, ¿no se da cuenta de que todo el movimiento llamado
modernista no es más que una fantasía pasajera? Usted debe comprender, lo que
ya ha sido comprobado por todas las autoridades en la materia: que todo lo hermoso
que hay en la arquitectura ha sido hecho ya. Hay una rica mina en cada estilo
del pasado; nosotros solamente podemos elegir entre los grandes maestros.
¿Quiénes somos para mejorar lo que ellos hicieron? Sólo podemos intentar
repetirlo respetuosamente.
—¿Por qué? —preguntó Roark.
"No —pensó el decano—, no ha
agregado nada; ha sido una palabra inocente, no me está amenazando."
—¡Es evidente! —exclamó el decano.
—Mire —dijo Roark, señalando hacia la
ventana—. ¿Ve el colegio y la ciudad? Mire cuántos hombres andan y viven allí.
Bien; me importa un bledo lo que cada uno de ellos o todos juntos piensen de la
arquitectura o de lo que fuere. ¿Por qué tengo que tomar en cuenta lo que
pensaron sus abuelos?
—Esa es nuestra sagrada tradición.
—¿Por qué?
—Por el amor de Dios, ¿continúa siendo
tan ingenuo?
—Francamente, no lo comprendo. ¿Por qué
quiere usted que yo piense que "ésta" es una gran arquitectura?
—dijo, señalando el cuadro del Partenón.
—"Ése" —dijo el decano— es el
Partenón.
—Ya lo sé.
—No dispongo de tiempo para perderlo en
disputas tontas.
—Muy bien. —Roark tomó del escritorio
una regla larga y se encaminó hacia el cuadro—. ¿Quiere que le diga qué es lo
que está podrido aquí?
—¡Es el Partenón! —exclamó el decano.
—¡Sí, que Dios lo condene, el Partenón!
Golpeó el cristal del cuadro con la regla.
—Mire —dijo Roark—, ¿para qué están ahí
las famosas estrías de las famosas columnas? Para ocultar las junturas de la
madera, cuando las columnas se hacían de madera; pero éstas no son de madera
son de mármol. Los triglifos ¿qué son? Madera, vigas de madera dispuestas en la
misma forma que ellos los colocaban, cuando empezaron a construir chozas de
madera. Sus griegos, cuando emplearon el mármol, copiaron sus construcciones de
madera, sin razón, porque otros las habían hecho así. Después sus maestros del Renacimiento
hicieron copias en yeso de copias de mármol de copias de madera. Ahora estamos
aquí nosotros haciendo copias de acero y hormigón de copias de yeso de copias
de mármol de copias de madera. ¿Por qué?
El decano, sentado, lo observaba
curiosamente. Había algo que lo confundía, no por las palabras de Roark, sino
por la forma en que éste las decía.
—¿Reglas? —prosiguió Roark—. Mis reglas
son éstas: lo que se puede hacer con un material no debe hacerse jamás con
otro. No hay dos materiales que sean iguales. No hay dos lugares en la tierra
que sean iguales. No hay dos edificios que tengan el mismo fin. El fin, el
lugar, el material determinan la forma. Nada es racional ni hermoso si no está
hecho de acuerdo con una idea central, y la idea establece todos los detalles.
Un edificio es algo vivo, como un hombre. Su integridad consiste en seguir su
propia verdad, su único tema, y servir a su propio y único fin. Un hombre no
pide trozos prestados para su cuerpo. Un edificio no pide prestado pedazos para
su alma. Su constructor le da un alma, que cada pared, cada ventana, cada
escalera expresan.
—Pero todas las formas de expresión hace
ya tiempo que han sido descubiertas.
—Expresión ¿de qué? El Partenón no
servía para el mismo propósito que su predecesor de madera, así como un
aeropuerto no sirve para el mismo propósito que el Partenón. Cada forma tiene
su propio significado, así como cada hombre crea su sentido, su forma y su fin.
¿Qué puede importar lo que han hecho los otros? ¿Por qué tiene que ser sagrado por
el mero hecho de no haberlo efectuado uno? ¿Por qué todo el mundo tiene que
tener razón? ¿Por qué el número de los demás toma el lugar de la verdad? ¿Por
qué hacer de la verdad una mera cuestión aritmética y, en realidad, una simple
cuestión de suma? ¿Por qué está todo retorcido, sin sentido para adoptarlo a
los demás? Debe de existir alguna razón. No la conozco y nunca la he sabido;
sin embargo, me hubiera gustado comprenderla.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó el
decano—. Siéntese. Sería mejor. ¿No le parece más conveniente dejar la regla
sobre la mesa? Gracias. Ahora escúcheme. Nadie ha negado nunca la importancia
que tiene la técnica moderna para un arquitecto. Tenemos que aprender a adaptar
la belleza del pasado a las necesidades del presente. La voz del pasado es la
voz del pueblo. Nunca un solo hombre ha inventado nada en arquitectura. El
proceso creador es lento, graduado, anónimo, colectivo, y en él cada hombre
colabora con los otros y se subordina a las normas de la mayoría.
—Mire —respondió Roark con serenidad—.
Tengo, digamos, sesenta años de vida por delante. La mayor parte de este tiempo
lo emplearé en trabajar. He elegido el trabajo que me gusta hacer. Si no hallo
alegría en él, resultará que yo mismo me habré condenado a sesenta años de
tortura. Y sólo encontraré alegría si hago mi trabajo de la mejor manera
posible. Pero lo mejor es una cuestión de normas, y yo establezco mis propias
normas. No he heredado nada, ni estoy al final de ninguna tradición. Quizás
esté al principio de una.
—¿Cuántos años tiene usted? —preguntó el
decano.
—Veintidós —contestó Roark.
—Bastante excusable —dijo el decano;
parecía sentirse aliviado—. Ya se curará usted de eso —sonrió—. Las viejas
normas han vivido miles de años y nadie ha podido mejorarlas. ¿Qué son los modernistas?
Una moda pasajera, exhibicionismo. Han tratado de llamar la atención. ¿Ha
observado usted el curso de sus carreras? ¿Puede nombrarme uno solo que haya
logrado alguna distinción permanente? Fíjese en Henry Cameron. Un gran hombre,
un arquitecto sobresaliente hace veinte años. ¿Qué es ahora? Puede considerarse
feliz si restaura un garaje una vez al año. Un vagabundo y borracho que...
—No discutiremos acerca de Henry
Cameron.
—¿Es amigo suyo?
—No. Pero he visto sus obras.
—Y usted las encuentra...
—Dije que no discutiremos acerca de
Henry Cameron.
—Muy bien. Debe darse cuenta de que le
estoy permitiendo demasiada... libertad, diremos. No estoy acostumbrado a tener
discusiones con estudiantes que se conducen como usted; sin embargo, estoy
ansioso por impedir, si es posible, lo que parece ser una tragedia: el
espectáculo de un joven de sus dotes intelectuales, que trata de complicarse la
vida.
El decano se preguntaba por qué le
habría prometido al profesor de matemáticas hacer todo lo posible por aquel muchacho.
Simplemente porque el profesor, señalando un proyecto de Roark, había dicho:
"Éste es un gran hombre." Un gran hombre, pensó el decano, o un
criminal. Después se arrepintió. No estaba de acuerdo con lo uno ni con lo
otro.
Recordó lo que había oído del pasado de
Roark. El padre de éste había sido pudelador de acero en un lugar de Ohio y
había muerto hacía tiempo. Los documentos de ingreso del muchacho no ofrecían
dato alguno, de parientes próximos. Cuando se le preguntó acerca de esto,
respondió con indiferencia: "Nunca he pensado en ellos; puede ser que los
tenga, no sé." Le llamó la atención que tal cosa tuviera allí algún
interés. No había tenido ni había buscado un solo amigo en el colegio, y no
quiso ingresar en ninguna asociación. Se había pagado sus estudios en la
escuela superior y en los tres años del instituto. Desde la infancia había
trabajado como albañil en la construcción de edificios. Había servido como enyesador,
como plomero, y se había ocupado en trabajos en acero. Había aceptado todas las
tareas que pudo conseguir en su marcha de poblado en poblado para llegar a las
grandes ciudades del Este.
El decano lo había visto el último
verano, durante sus vacaciones, remachando en un rascacielos que se construía
en Boston. Su cuerpo descansaba bajo un grasiento overall; sólo sus ojos
estaban atentos y su brazo derecho se balanceaba con pericia de cuando en
cuando para coger al vuelo la bola de fuego, en el último momento, cuando
parecía que el remache ardiendo le pegaría en la cara.
—Vamos —dijo el decano con gentileza—.
Usted ha trabajado duramente para educarse. Sólo le falta un año para terminar.
Hay una cosa muy importante que considerar, particularmente para un muchacho de
su situación. Hay que pensar en la parte práctica de la carrera de arquitecto.
Un arquitecto no es un fin en sí mismo; es solamente una pequeña parte del todo
social. La cooperación es la palabra clave de nuestro mundo moderno y de la
profesión de arquitecto en particular. ¿Ha pensado en sus futuros clientes?
—Sí —respondió Roark.
—El "cliente" —dijo el
decano—. El cliente. Piense en él sobre todas las cosas. Él es el que tiene que
vivir en la casa que usted construya. Su único propósito debe ser servirle.
Debe aspirar a darle una expresión artística adecuada a sus deseos. ¿No es esto
todo lo que se puede decir al respecto?
—Bien; yo podría decirle que aspiro a
edificar para mi cliente la casa más confortable, más lógica y hermosa que se
pueda construir. Podría decirle que trataré de ofrecer lo mejor que tenga y que
también le enseñaré a conocer lo mejor. Podría decírselo, pero no quiero, porque
no pienso construir para servir ni ayudar a nadie. No pienso edificar para
tener clientes para edificar.
—¿Cómo? ¿Piensa forzarlos a aceptar sus
ideas?
—No me propongo forzar ni ser forzado.
Los que me necesiten, me buscarán.
Entonces comprendió el decano qué era lo
que le había dejado perplejo en las maneras de Roark.
—¿Ha pensado —dijo— que resultaría más
convincente si en sus palabras se advirtiese algún interés por mi opinión
respecto al asunto?
—Es cierto —dijo Roark—. Pero no me
preocupa si usted está de acuerdo conmigo o no.
Lo dijo tan simplemente, que no pareció
ofensivo; sonaba como la manifestación de un hecho que él advertía, perplejo,
por primera vez.
—No sólo no le preocupa lo que piensan
los otros, cosa que podría parecer incomprensible, sino que ni se preocupa por
hacer que piensen como usted.
—No.
—Pero eso es... monstruoso.
—¿Sí? Es posible. No podría decirlo.
—Estoy encantado con esta entrevista
—dijo el decano repentinamente, con voz demasiado fuerte—. Esto ha aliviado mi
conciencia. Creo, como dijeron algunos en la reunión, que la carrera de
arquitecto no es para usted. He tratado de ayudarle, pero ahora estoy de
acuerdo con el tribunal. A usted no hay que alentarle; es usted muy peligroso.
—¿Para quién? —preguntó Roark.
Pero el decano se levantó, indicando con
esto que la entrevista había terminado.
Roark salió. Marchó lentamente a través
de amplios salones, bajó la escalera y salió al jardín. Había conocido muchos
hombres como el decano, pero jamás los había comprendido. Sabía solamente que
existía una diferencia importante entre sus actos y los de ellos, pero hacía
tiempo que ello había dejado de molestarlo. Buscaba siempre un motivo central
en los edificios y un impulso central en los hombres. Sabía qué era lo que motivaba
sus acciones, pero ignoraba la causa de los demás. No le preocupaba. No había
conocido el proceso del pensamiento en los otros, pero deseaba saber a veces
qué los hacía ser como eran. Le llamó la atención nuevamente la manera de
pensar del decano. Había un secreto importante envuelto en esa cuestión; había
un principio que debía descubrir.
Pero se detuvo. Contempló el sol en el
momento en que iba a desaparecer, detenido todavía en la piedra caliza gris de
una línea de molduras que corrían a lo largo de los muros enladrillados del
instinto. Olvidó a los hombres y al decano y los principios que éste representaba
y que él quería descubrir. No pensaba sino en lo hermosas que parecían las
piedras iluminadas por la tenue luz y en lo que él podría hacer con ellas.
Imaginaba un amplio pliego de papel y veía erguirse de éste paredes de desnudas
piedras, con largas hileras de ventanales por los que entraba a las aulas la
luz del cielo. En el ángulo del pliego había una firma de rasgos finos y angulosos:
"Howard Roark."
Fuente:
D
EDITORIAL
PLANETA
EDICIONES G.R
Titulo original:
THE
FOUNTAINHEAD
Traducción de LUIS
DE PAOLA
Portada de GRACIA
© Ayn
Rand, 1958
©
Editorial Planeta, 1975
Depósito
Legal: B. 40.793-1975
ISBN:
84-0143976-6 (Obra completa)
ISBN: 84-01-43282-0 (Tomo I)
ISBN:
84-320-5407-0 (Publicado anteriormente por Editorial Planeta)
Difundido por PLAZA & JANES, S. A.
Esplugas
de Llobregat: Virgen de Guadalupe, 21-33
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LIBROS RENO son editados por
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Esplugas de Llobregat (Barcelona)
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Virgen de Guadalupe, 33
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