jueves, 28 de febrero de 2019

Vampirismo E.T.A. Hoffmann


Vampirismo
E.T.A. Hoffmann
-Ahora que habláis de vampirismo, me viene a la mente una historia que hace tiempo leí o
escuché. Creo que más bien lo último, pues ahora que recuerdo, el narrador insistió mucho en
que el relato era verdadero. Si la historia se ha publicado y la conocéis, interrumpidme, pues
no hay nada más fastidioso y aburrido que escuchar cosas conocidas.
-Creo que nos vas a ofrecer algo horroroso y tremendo; así es que, por lo menos, piensa en
San Serapio y procura ser lo más breve posible, para que Vincenzo tenga la palabra, pues,
según veo, está impaciente por referirnos el cuento que nos prometió.
-¡Calma, calma! -exclamó Vincenzo- Nada mejor para mí que Cipriano tienda un tapiz negro
que sirva de fondo a la representación mímico-plástica de mis alegres, pintorescas y saltarinas
figuras. Empieza, Cipriano amigo, muéstrate seco, terrorífico, incluso espeluznante, más que
el vampírico lord Byron, al que por cierto no he leído.
-El conde Hipólito -comenzó Cipriano- había regresado de sus largos viajes, para hacerse
cargo de la rica herencia de su padre. El palacio estaba situado en una de las regiones más
bellas y agradables del país, y las rentas que le proporcionaban sus posesiones bastaban para
el costoso embellecimiento del mismo.
...Todo lo que el conde había visto a lo largo de sus viajes, lo más bello, atractivo y suntuoso,
quería verlo de nuevo levantarse ante sus ojos. Cortesanos y artistas se reunían en torno a él y
acudían a su llamada, de modo que pronto comenzaron las obras del palacio, y el diseño de un
amplio parque de gran estilo, en el que se hallarían incluidas iglesia, cementerio y parroquia,
formando parte del artístico jardín. El conde dirigía todos los trabajos, pues tenía
conocimientos suficientes para ello. Se entregó en cuerpo y alma a estas ocupaciones, de
modo que transcurrió un año sin que se le ocurriese (según le aconsejó su anciano tío) dejarse
ver a los ojos de las jóvenes, para escoger como esposa a la más bella, a la mejor y a la más
noble.
Una mañana que se encontraba sentado ante la mesa de dibujo, proyectando un nuevo
edificio, se hizo anunciar una vieja baronesa, lejana pariente de su padre. Hipólito recordó el
nombre de la baronesa, y que su padre sentía una indignación intensa contra esta mujer, e
incluso que hablaba de ella con repugnancia, y a todas cuantas personas trataban de acercarse
a ella les aconsejaba que se alejasen, aunque sin explicar jamás los motivos del peligro.
Cuando se le preguntaba al conde, solía decir que había ciertas cosas sobre las que más valía
callar que hablar. Con más razón, cuanto que en la residencia corrían turbios rumores de un
extraño e insólito proceso criminal, en el que estaba implicada la baronesa, que separada de su
marido y expulsada de su alejado lugar de residencia, sólo gracias a la intervención del
príncipe se veía libre de encarcelamiento.
Muy molesto se sintió Hipólito por la proximidad de una persona a la que su padre aborrecía,
aunque los motivos le fuesen desconocidos. La ley de la hospitalidad, que era privativa de
toda esta región, le obligaba a recibir la desagradable visita. Jamás una persona había causado
al conde una impresión tan antipática en su apariencia -aunque en realidad no fuese odiosacomo
la baronesa.
Al entrar traspasó al conde con una mirada de fuego, luego entornó los párpados y se disculpó
de su visita, casi con expresión humilde. Se quejó de que el padre del conde, poseído por
extraños prejuicios, a los que le habían inducido sus enemigos maliciosamente, la había
odiado hasta la muerte, de modo que, aunque languidecía en la mayor pobreza, y se
avergonzaba de su estado, nunca había recibido la menor ayuda. Al fin, como
inesperadamente se hubiera visto en posesión de una pequeña suma de dinero, le había sido
posible abandonar su residencia y huir hacia un pueblo muy alejado de aquella región. Antes
de emprender el viaje no había podido resistir el impulso de conocer al hijo del hombre que le
había profesado un odio tan injusto e irreconciliable, aunque a su pesar le reverenciase.
Fue el conmovedor tono de verdad con que habló la baronesa, lo que emocionó al conde,
cuanto más que lejos de mirar el desagradable semblante de la vieja, hallábase absorta su
mirada en la contemplación de la adorable, maravillosa y encantadora criatura que la
acompañaba.
Calló ésta y el conde pareció no darse cuenta: permanecía abstraído. La baronesa pidió que la
disculpase, pues al entrar sintióse desconcertada, y se le olvidó presentar a su hija Aurelia.
Sólo al oír esto recuperó el conde la palabra, y juró, enrojeciendo totalmente, lo que sumió en
la mayor confusión a la adorable joven, que le concediesen enderezar lo que su padre había
ejecutado por error, y les suplicó que, conducidas por su propia mano, entrasen en el palacio.
Para confirmar estas palabras tomó la mano de la baronesa, pero la respiración y el habla se le
cortaron, al tiempo que un frío enorme le recorría el cuerpo. Sintió que su mano era apresada
por unos dedos rígidos, helados como la muerte, y le pareció como si la enorme y huesuda
figura de la baronesa -que le contemplaba con ojos sin visión- estuviese envuelta en la
espantosa vestimenta de un cadáver.
-¡Oh, Dios mío, qué desgracia está sucediendo en este momento! -gritó Aurelia, y empezó a
gemir con una voz tan quejumbrosa, que su pobre madre fue presa de un ataque convulsivo,
de cuyo estado, como de costumbre, solía salir unos instantes después, sin necesidad de
valerse de ningún medio. Con gran trabajo se desprendió el conde de la baronesa, y como
tomase la mano de Aurelia y depositase en ella un ardiente beso, sintió que el dulce deleite del
amor y el fuego de la vida retornaban a invadir su ser.
Próximo a la edad madura, sintió el conde, por primera vez, todo el poder de la pasión, de tal
modo que le resultó muy difícil esconder sus sentimientos, y como Aurelia le manifestase su
agrado de manera ingenua, se encendió en él la esperanza. Apenas pasaron unos cuantos
minutos cuando la baronesa despertó de su desmayo, ignorante de lo que había sucedido, y
aseguró al conde que estimaba la invitación de permanecer algún tiempo en el palacio, y que
olvidaba para siempre todo el mal que su padre le había causado. Así fue como,
repentinamente, cambió el hogar del conde, hasta el punto que llegó a pensar que, por un
especial favor, el destino le había llevado hasta allí a la persona más ardientemente adorada de
todo el universo, para concederle la mayor felicidad de que puede gozar un ser humano.
La conducta de la baronesa fue idéntica, permaneció silenciosa, seria, incluso reservada, y
mostró siempre que había ocasión favorable, un dulce talante y hasta una inocente alegría en
el fondo de su corazón. El conde, que ya se había habituado al extraño semblante cadavérico y
a su figura fantasmal, atribuyó todo esto a su enfermedad, así como la tendencia a una intensa
exaltación, de la que daba muestras -según le había dicho su gente- durante los paseos
nocturnos que efectuaba por el parque, en dirección al cementerio.
El conde se avergonzó de que los prejuicios de su padre le hubiesen prevenido tanto contra
ella y trató de vencer el sentimiento que le sobrecogía, siguiendo los consejos de su buen tío
que le indicaba librarse de una relación que tarde o temprano le perjudicaría. Convencido del
intenso amor de Aurelia, pidió su mano y figuraos con qué alegría la baronesa aceptó,
viéndose transportada de la mayor indigencia al seno de la felicidad. La palidez y aquel
aspecto que denotaba un interior extremadamente desasosegado, fue desapareciendo del
semblante de Aurelia. La felicidad del amor resplandecía en su mirada y daba a sus mejillas
un tono rosado.
La mañana del día que se iba a celebrar la boda, un acontecimiento sobrecogedor vino a
contrariar los deseos del conde. Encontraron a la baronesa inerte en el parque, caída en el
suelo, con el rostro en tierra, no lejos del camposanto, y la transportaron al palacio,
precisamente cuando el conde se levantaba dominado por el sentimiento de su felicidad
inminente. Pensó que la baronesa había sido atacada por su acostumbrado mal; sin embargo,
fueron vanos todos los medios de que se sirvieron para volverla a la vida. Estaba muerta.
Aurelia no se entregó a los desahogos propios de un intenso dolor, y muda, sin derramar una
lágrima, parecía haberse quedado como paralizada después del golpe recibido. El conde, que
temía por su amada, con gran cuidado y suavidad se atrevió a recordarle su situación de
criatura sola, de modo que ahora más que nunca era necesario aceptar el destino y proceder
convenientemente acelerando la ceremonia de la boda que se había diferido a causa de la
muerte de la madre. A esto, Aurelia, echándose en los brazos del conde, gritó, al tiempo que
derramaba un torrente de lágrimas, con una voz que desgarraba el corazón: Sí, sí, por todos
los Santos, por mi bien, sí!. El conde pensó que este vehemente desahogo era debido a la
consideración bien amarga de que se encontrase sola, sin patria, y no supiese adonde ir, e
incluso a las consideraciones sociales que le impedían permanecer en el palacio.
El conde se ocupó de que una dama honorable le hiciese compañía hasta que el matrimonio se
celebró, sin que ningún suceso desgraciado interrumpiese la ceremonia, e Hipólito y Aurelia
alcanzaron la cumbre de su felicidad. Mientras todo esto sucedía, Aurelia se había mostrado
siempre en un estado de gran excitación. No era el dolor por la pérdida de su madre lo que la
desasosegaba, sino una sensación de miedo mortal que parecía atenazarla continuamente.
En mitad de los más dulces transportes amorosos, sentíase sobrecogida de terror, palidecía
como una muerta y abrazaba al conde, derramando lágrimas, como si quisiera asegurarse bien
de que un poder invisible y enemigo no la llevase a la perdición. Entonces gritaba: ¡No,
nunca, nunca!.
Una vez que se encontró casada pareció que el estado de excitación cesaba y que se veía libre
del miedo que la sobrecogía. Esto no impidió que el conde adivinase que algún secreto
fatídico se escondía en el seno de Aurelia, pero, ciertamente, le pareció inoportuno
preguntarle acerca de ello, en tanto que persistiese la excitación, y ella misma se mantuviese
callada. Hasta que un día se atrevió a insinuarle la pregunta de cuál era la causa de su
desasosiego. Entonces Aurelia afirmó que suponía un inmenso bien para ella desahogar por
entero su corazón en su amado esposo. No poco se sorprendió el conde cuando se enteró de
que únicamente la fatal conducta de la madre era el motivo del malestar de Aurelia. ¿Hay algo
más espantoso -gritó Aurelia- que odiar a la propia madre y tener que aborrecerla? De aquí se
deduce que tanto el padre como el tío no estaban dominados por falsos prejuicios y que la
baronesa había engañado al conde con una premeditada hipocresía.
Como un signo muy favorable, el conde consideró que la malvada madre se hubiese muerto el
mismo día que se iba a celebrar su boda, y no tenía ningún reparo en decirlo. Aurelia, en
cambio, dijo que precisamente desde el día de la muerte de su madre se sentía dominada por
los más lúgubres y sombríos presentimientos, que no podía evitar sentir un miedo espantoso a
que los muertos saliesen de sus tumbas y la arrancasen de los brazos de su amado para
llevarla al abismo.
Aurelia recordaba (según refería) los tiempos de su niñez, cómo una mañana, cuando acababa
de despertarse, oyó un tumulto espantoso en la casa. Las puertas se abrían y cerraban, se oían
voces extrañas. Cuando finalmente se hizo la calma, la doncella tomó a Aurelia de la mano y
la llevó a una gran estancia donde estaban muchos hombres reunidos, y en el centro de la
habitación sobre una gran mesa yacía un hombre que jugaba a menudo con Aurelia, que le
daba golosinas, y al que solía llamar papá. Extendió las manos hacia él y quiso besarle. Los
labios que en otro tiempo estaban cálidos ahora estaban helados, y Aurelia, sin saber por qué,
prorrumpió en sollozos. La doncella la condujo a una casa desconocida, donde estuvo durante
mucho tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó en un coche. Era su madre que la
trasladó a la Corte. Aurelia debía tener ya dieciséis años cuando apareció un hombre en casa
de la baronesa, al que ésta recibió con alegría, denotando la confianza e intimidad de un
amigo querido desde hace tiempo. Cada vez venía más a menudo, y cada vez era más evidente
que su casa se transformaba y ponía en mejores condiciones. En lugar de vivir como en una
cabaña y vestirse con pobres vestidos y alimentarse mal, ahora vivían en la parte más bella de
la ciudad, ostentaban lujosos vestidos y comían y bebían con el desconocido, que diariamente
se sentaba a la mesa y participaba en todas las diversiones públicas que se ofrecían en la
Corte. Únicamente Aurelia permanecía ajena a las mejoras de su madre, que, evidentemente,
se debían al extranjero. Se encerraba en su cuarto cuando la baronesa departía con el
desconocido y permanecía tan insensible como antes.
El desconocido, aunque era ya casi de cuarenta años, tenía un aspecto fresco y juvenil, poseía
una gran figura y su semblante podía considerarse varonil. No obstante, le resultaba
desagradable a Aurelia porque, a menudo, su conducta le parecía vulgar, torpe y plebeya.
Las miradas que empezó a dirigir a Aurelia le causaron inquietud y espanto, incluso un temor
que ella misma no sabía explicar. Hasta el momento, la baronesa no se había molestado en dar
alguna explicación a Aurelia acerca del desconocido. Ahora mencionó su nombre a Aurelia,
añadiendo que el barón era muy rico y un pariente lejano. Alabó su figura, sus rasgos, y
terminó preguntando a Aurelia que qué le parecía. Aurelia no ocultó el aborrecimiento que
sentía por el desconocido; la baronesa le lanzó una mirada que le produjo un terror indecible y
luego la regañó acusándola de ser necia. Poco después, la baronesa se conducía más
amablemente que nunca con Aurelia. Le regaló hermosos vestidos y ricos adornos que
estaban de moda, y la dejó participar en las diversiones públicas. El desconocido trataba de
ganarse el favor de Aurelia, de tal modo que se hacía todavía más odioso. Fue fatal para su
tierno espíritu que la casualidad le deparase ser testigo de todo esto, lo que motivó que
sintiese un odio tremendo hacia el desconocido y la corrompida madre. Como pocos días
después el desconocido, medio embriagado, la estrechase en sus brazos, de modo que no
dejase lugar a dudas de sus aviesas intenciones, la desesperación le dio fuerzas varoniles, de
forma que le propinó tal empujón al desconocido que lo tiró de espaldas, tuvo que huir y se
encerró en su cuarto.
La baronesa explicó a Aurelia fríamente y con firmeza que el desconocido mantenía la casa y
que no tenía el menor deseo de volver a la antigua indigencia, y que, por consiguiente, eran
vanos e inútiles los melindres. Aurelia debía ceder a los deseos del desconocido, que
amenazaba abandonarlas. En vez de compadecerse de las súplicas desgarradoras de Aurelia,
de sus ardientes lágrimas, la vieja comenzó a proferir amenazas y a burlarse de ella,
agregando que estas relaciones le proporcionarían el mayor placer de la vida, así como toda
clase de comodidades, y dio muestras de un desaforado aborrecimiento hacia los sentimientos
virtuosos, por lo que Aurelia quedó aterrada. Se vio perdida, de modo que la única salvación
posible le pareció una rápida huida.
Aurelia se había hecho con una llave de la casa, y envolviendo algunas cosas indispensables
para su fuga, se deslizó a medianoche, cuando vio a su madre profundamente dormida, hasta
el vestíbulo iluminado débilmente. Con sumo cuidado trataba de salir, cuando la puerta de la
casa chocó violentamente y retumbó a través de la escalera. En medio del vestíbulo, haciendo
frente a Aurelia, apareció la baronesa vestida con una bata sucia y vieja, con el pecho y los
brazos descubiertos, el pelo gris despeinado, moviéndose airada. Y detrás de ella el
desconocido, que gritaba y chillaba: ¡Espera, condenado Satanás, bruja endemoniada, que me
las vas a pagar!, y arrastrándola por los pelos, empezó a golpearla de un modo brutal en mitad
del cuerpo, envuelto como estaba en su gruesa bata.
La baronesa empezó a gritar. Aurelia, casi desvanecida, pidió auxilio, asomándose a la
ventana abierta. Dio la casualidad que precisamente pasaba por allí una patrulla de guardias,
que entraron al instante en la casa: ¡Cogedle! -gritaba la baronesa a los guardias,
retorciéndose de rabia y de dolor- ¡Cogedle y agarradle bien! ¡Miradle la espalda!
En cuanto la baronesa pronunció su nombre, el jefe de la patrulla exclamó jubilosamente: ¡Al
fin te cogimos, Urian!", y con esto le agarraron y le llevaron consigo, no obstante resistirse. A
pesar de todo lo sucedido, la baronesa se había percatado de las intenciones de Aurelia. De
momento se conformó con agarrarla violentamente del brazo, arrojarla al interior de su cuarto
y cerrarlo bien, sin decir palabra. A la mañana siguiente, la baronesa salió y regresó muy tarde
por la noche, mientras Aurelia permanecía en su cuarto encerrada como en una prisión, sin
ver ni oír a nadie, de modo que pasó el día sin que tomase comida ni bebida. Así
transcurrieron varios días. A menudo la miraba la baronesa con ojos encendidos de ira, y
parecía como si quisiera tomar una decisión, hasta que un día encontró una carta, cuyo
contenido pareció llenarla de alegría: Odiosa criatura -dijo la baronesa a Aurelia-, eres
culpable de todo, aunque te perdono, y lo único que deseo es que no te alcance la espantosa
maldición que este malvado ha descargado sobre ti. Luego de decir esto se mostró muy
amable, y Aurelia, ahora que ya aquel hombre se había alejado, no volvió a pensar más en la
huida, por lo que le fue concedida mayor libertad.
Pasado ya algún tiempo, un día que Aurelia estaba sentada sola en su cuarto, oyó un gran
tumulto en la calle. La doncella salió y volvió diciendo que era el hijo del verdugo que iba
detenido, después de ser marcado por robo y asesinato, y que al ser conducido a la cárcel se
había escapado de entre las manos de los guardianes. Aurelia vaciló, asomándose a la ventana,
dominada por temerosos presentimientos; no se había engañado, era el desconocido que,
rodeado de numerosos guardianes, iba subido en una carreta. Le conducían camino de la
ejecución de la condena y de la expiación de sus faltas. Casi estuvo a punto de desmayarse en
su sillón, cuando la espantosa y salvaje mirada del hombre se cruzó con la suya, al tiempo que
con gestos amenazadores levantaba el puño cerrado hacia su ventana.
Era costumbre de la baronesa estar siempre fuera de casa, aunque regresaba para hablar con
Aurelia y hacer consideraciones acerca de su destino y de las amenazas que se cernían sobre
ella, presagiando una vida muy triste. Por medio de la doncella que había entrado a su servicio
el día después del suceso de aquella noche, y a la que habían tenido al corriente de las
relaciones de la baronesa con aquel pícaro, se enteró Aurelia de que todos los de la casa
compadecían a la baronesa por haber sido engañada tan vilmente por un delincuente tan
despreciable.
Bien sabía Aurelia que la cosa era de otro modo, y le parecía imposible que los guardias que
poco antes habían detenido a este hombre en casa de la baronesa no supieran de sobra la
buena amistad de la baronesa con el hijo del verdugo, ya que al apresarle, la baronesa había
proferido su nombre y había hecho alusión a la marca de su espalda, que era la señal de su
crimen. De aquí que, incluso, la misma doncella a veces expresase con ambigüedad lo que se
decía por todas partes, y que insinuase que los jueces estaban haciendo averiguaciones, de
forma que hasta la honorable baronesa estuviese a punto de sufrir arresto, debido a las
extrañas declaraciones del malvado hijo del verdugo.
De nuevo se dio cuenta la pobre Aurelia de la situación tan lamentable en que se hallaba su
madre, y no comprendió cómo podría después de aquel horroroso acontecimiento permanecer
un instante más en la residencia. Finalmente, viose obligada a abandonar el lugar, donde se
sentía rodeada de un justificado desprecio, y a dirigirse a una región alejada de allí. El viaje la
condujo al palacio del conde, donde sucedió lo que ya hemos referido.
Aurelia se sintió extremadamente feliz, libre de las tremendas preocupaciones que tenía, pero
he aquí que quedó aterrada cuando al expresarle su madre el favor divino que le concedía este
sentimiento de bienaventuranza, ésta, echando llamas por los ojos, gritó con voz destemplada:
¡Tú eres la causa de mi desgracia, desventurada criatura, pero ya verás, toda tu soñada
felicidad será destruida por el espíritu vengador, cuando me sobrecoja la muerte. En medio de
las convulsiones que me costó tu nacimiento, la astucia de Satanás..., y aquí se detuvo
Aurelia, se apoyó en el pecho del conde y le suplicó que le permitiese callar lo que la
baronesa había proferido en su furor demencial. Hallábase destrozada, pues creía firmemente
que se cumplirían las amenazas de los malos espíritus que poseían a su madre.
El conde consoló a su esposa lo mejor que pudo. Hubo de confesarse a sí mismo, cuando
estuvo tranquilo, que el profundo aborrecimiento de la baronesa, aunque hubiese fallecido,
arrojaba una negra sombra sobre la vida, que le había parecido tan clara.
Poco tiempo después se notó un marcado cambio en Aurelia. Como la palidez mortal de su
semblante y la mirada extenuada denotase enfermedad, pareció como si Aurelia ocultase un
nuevo secreto en el interior de su ser, que se mostrase inquieto, inseguro y temeroso. Huía
incluso hasta de su marido, se encerraba en su cuarto, buscaba los lugares más apartados del
parque, y cuando se la veía, sus ojos llorosos y los consumidos rasgos de su semblante
denotaban que sufría una pena profunda. En vano el conde se esforzaba por conocer los
motivos del estado de su esposa. Del enorme desconsuelo en el que finalmente se sumió, la
sacó un famoso médico, al insinuar que la gran irritabilidad de la condesa, a juzgar por los
síntomas, posiblemente denotaba un cambio de estado, que haría la dicha del matrimonio.
Este mismo médico se permitió, como se sentase a la mesa del conde y de la condesa, toda
clase de alusiones al supuesto estado en que se hallaba la condesa.
La condesa parecía indiferente a todo lo que escuchaba, aunque de pronto prestó gran
atención, cuando el médico comenzó a hablar de los caprichos tan raros que a veces tenían las
mujeres que estaban en estado, y a los que se entregaban sin tener en consideración la salud y
la conveniencia del niño.
La condesa abrumó al médico con preguntas, y éste no se cansó de responder a todas ellas,
refiriendo casos asombrosamente curiosos y divertidos de su propia experiencia: También
-repuso- hay ejemplos de caprichos anormales, que llevan a las mujeres a realizar hechos
espantosos. Así la mujer de un herrero sintió tal deseo de la carne de su marido, que no paró
hasta que un día que éste llegó embriagado, se abalanzó sobre él con un cuchillo grande y le
acuchilló de manera tan cruel que pocas horas después entregaba el espíritu.
Apenas hubo pronunciado el médico estas palabras, la condesa se desmayaba en la silla donde
estaba sentada, y con gran trabajo pudo ser salvada de los ataques de nervios que sufrió a
continuación. El médico se percató de que había sido muy imprudente al mencionar en
presencia de una mujer tan débil y nerviosa aquel terrible suceso.
Sin embargo, pareció que aquella crisis había ejercido un influjo bienhechor en el ánimo de la
condesa, pues se tranquilizó, aunque como de nuevo volviese a enmudecer y a convertirse en
una extraña criatura solitaria, con un fuego intenso que brotaba de sus ojos, adquiriendo la
palidez mortal de antes, el conde nuevamente volvió a sentir pena e inquietud acerca del
estado de su esposa. Lo más raro de él, era que la condesa no tomaba ningún alimento, y
sobre todo que demostraba tal asco a la comida, especialmente a la carne, que más de una vez
se alejó de la mesa dando las más vivas muestras de aborrecimiento. El médico se sintió
incapaz de curarla, pues ni las más fuertes y cariñosas súplicas del conde, ni nada en el mundo
podía hacer que la condesa tomase ninguna medicina.
Como transcurriesen semanas y meses sin que la condesa probase bocado, y pareciese que un
insondable secreto consumía su vida, el médico supuso que había algo raro, más allá de los
límites de la ciencia humana. Abandonó el palacio con un pretexto cualquiera, y el conde
pudo darse cuenta de que la enfermedad de la condesa parecía muy sospechosa al acreditado
médico, y denotaba que la enfermedad estaba muy arraigada, sin que hubiese medio de
curarla. Hay que suponerse en qué estado de ánimo quedó el conde, no satisfecho con esta
explicación.
Justamente por esta época un viejo y fiel servidor tuvo ocasión de descubrir al conde que la
condesa abandonaba el palacio todas las noches y regresaba al romper el alba. El conde se
quedó helado. Ahora es cuando se dio cuenta de que desde hacía bastante tiempo, a eso de la
medianoche, le sobrecogía un sueño muy pesado, que atribuía a algún narcótico que la
condesa le administraba para poder abandonar sin ser vista el dormitorio que compartía con
él.
Los más negros presentimientos sobrecogieron su alma; pensó en la diabólica madre, cuyo
espíritu quizá revivía ahora en la hija, en alguna relación ilícita y adulterina, y hasta en el
malvado hijo del verdugo. A la noche siguiente iba a desvelársele el espantoso secreto, único
motivo del estado misterioso en que se hallaba su esposa.
La condesa acostumbraba ella misma a preparar el té que tomaba el conde y luego se alejaba.
Aquel día decidió el conde no probar una gota, y como leyese en la cama, según tenía por
costumbre, no sintió el sueño que le sobrecogía a medianoche como otras veces. No obstante
se acostó sobre los cojines, e hizo como si durmiese. Suavemente, con gran cuidado,
abandonó la condesa el lecho, se aproximó a la cama del conde e iluminó su rostro,
deslizándose de la alcoba sin hacer ruido.
El corazón le latía al conde violentamente, se levantó, echóse un manto y siguió a su esposa.
Era una noche de luna clara, de modo que, no obstante lo veloz de su paso, se podía ver
perfectamente a la condesa Aurelia, envuelta su figura en una túnica blanca. La condesa se
dirigió a través del parque hacia el cementerio y desapareció tras el muro.
Rápidamente, corrió el conde tras ella, atravesó la puerta del muro del cementerio, que halló
abierta. Al resplandor clarísimo de la luna vio un círculo de espantosas figuras fantasmales.
Viejas mujeres semidesnudas, con el cabello desmelenado, hallábanse arrodilladas en el suelo,
y se inclinaban sobre el cadáver de un hombre, que devoraban con voracidad de lobo.
¡Aurelia hallábase entre ellas! Impelido por un horror salvaje, el conde salió corriendo
irreflexivamente, como preso de un espanto mortal, por el pavor del infierno, y cruzó los
senderos del parque, hasta que, bañado en sudor, al amanecer encontróse ante la puerta del
palacio. Instintivamente, sin meditar lo que hacía, subió corriendo las escaleras, y atravesó las
habitaciones hasta llegar a la alcoba. La condesa yacía, al parecer entregada a un dulce y
tranquilo sueño. El conde trató de convencerse de que sólo había sido una pesadilla o una
visión engañosa que le había angustiado, ya que era sabedor del paseo nocturno, del cual daba
trazas su manto, mojado por el rocío de la mañana.
Sin esperar a que la condesa despertase, se vistió y montó en su caballo. La carrera que dio a
lo largo de aquella hermosa mañana a través de los arbustos aromáticos, de los que parecía
saludarle el alegre canto de los pájaros que despertaban al día, disipó las terribles imágenes
nocturnas; consolado y sereno regresó al palacio.
Como ambos, el conde y la condesa, se sentasen solos a la mesa, y como de costumbre ésta
tratase de salir de la estancia a la vista de la carne guisada, dando muestras del mayor asco, se
le hizo evidente al conde, en toda su crudeza, la verdad de lo que había contemplado la noche
anterior. Poseído del mayor furor se levantó de un salto y gritó con voz terrible: ¡Maldito
aborto del infierno, ya sé por qué aborreces el alimento de los hombres, te cebas en las
tumbas, mujer diabólica!.
Apenas había proferido estas palabras, la condesa, dando alaridos, se abalanzó sobre él con la
furia de una hiena y le mordió en el pecho. El conde dio un empujón a la rabiosa mujer y la
tiró al suelo, donde entregó su espíritu en medio de las convulsiones más espantosas. El conde
enloqueció.

miércoles, 27 de febrero de 2019

Las metamorfosis del vampiro Margo Glantz.


Las metamorfosis del vampiro
Margo Glantz

El vampiro es un mito legendario. Deambula por la historia de Fausto y Don Juan; es más, el
vampiro es una extraña mezcla de Fausto y de Don Juan; ha pactado con el diablo y persigue
a las doncellas para destruirlas. Don Juan las priva de su honor y el vampiro de su sangre; la
fama del Don Juan se determina por el número de víctimas deshonradas y la vida del vampiro
se sostiene por la sangre de las vírgenes. Tanto el Don Juan como el vampiro aman a las
doncellas débiles, a las virtuosas y pálidas mujeres que, hipnotizadas, se les entregan. El
vampiro no sólo ha pactado con el diablo, es su imagen.
Pero como dice Barthes en Mitologías, el mito es una forma y no se define por el objeto de su
mensaje sino por la manera como lo profiere. El mito del vampiro que resucita en la literatura
cada vez que sus detractores lo guillotinan y le clavan la estaca fratricida en el pecho, es
aparentemente eterno. Aparentemente, porque lleva una veintena de siglos de existencia y
sigue reproduciéndose como los demonios aniquilados para siempre en las hogueras.
Parecería que su existencia y su aniquilación fueran eternas, y que su eternidad vinculada con
la palabra siempre definiese al vampiro como una modalidad esencial del hombre. La agonía
romántica se instala en galerías monstruosas evocadoras de ciertos estremecimientos
convulsos y deliciosos emparentados con esa inquietante aparición del temor que Freud define
en Totem y tabú: «Las fuentes verdaderas del tabú deben ser buscadas más profundamente
que en los intereses de las clases privilegiadas; nacen en el lugar de origen de los instintos
primitivos y, a la vez, más duraderos del hombre, en el temor a la acción de fuerzas
demoníacas». Pero lo demoniaco está asociado muchas veces con el sexo y el vampiro es un
mito en el que sexo se emboza mitigado por la negra capa que lo encubre y exacerba en la
blancura de los colmillos afilados que lo revelan como mito y lo ligan con la sangre.
Más como el propio Freud lo asienta, «ni el miedo ni los demonios pueden ser considerados
en psicología, como causas primeras, más allá de las cuales sería imposible remontarse» y es
que a su vez tanto el miedo como los demonios están asociados con lo sagrado y con lo
impuro y por ello son venerados y execrados, como la figura del vampiro. Las doncellas que
le temen se le entregan y una vez vampirizadas caen en el vampirismo; así se cumple el patrón
señalado por Freud cuando determina el poder contagioso inherente en el tabú por la facultad
que posee de inducir en tentación e impeler a la imitación.
Mito vivo pues, o mito que resucita periódicamente como la figura que lo engendra o que lo
simboliza, mito que reviste ciertas características, constituye una historia, define un
significado, se nos entrega con sus atributos: El vampiro es un ser que se alimenta de sangre
de seres vivos y mantiene la vida propia a costa de la vida ajena: El vampiro es nocturno y su
presencia despierta una sigilosa concupiscencia, un terror extraño, y provoca furtivas
complacencias y heladas sensualidades; su presencia hipnotiza, congela, atemoriza; su aspecto
es a la vez atrayente y repulsivo; su simpatía es satánica y su relación con el otro mundo se
sospecha y se persigue; su sustancia es la muerte, su presencia garantía de sacrificio
ritualmente consumado. La evocación simple de la palabra que lo define nos devuelve su
sentido, aunque éste se haya devaluado a veces como en la palabra vamp que nos remite al
star system jolivudesco. Pero lo que aquí nos preocupa es su presencia extraña, su engañosa
«eternidad», su capacidad de supervivencia, su existencia de gato diabólico, ser proteico,
engendro de sí mismo, su asociación con el demonio, con lo oscuro, con el abismo. Esa
presencia que engendra un sentido se mantiene aún; «postula un saber, al decir de Barthes,
determina un pasado, una memoria, un orden comparativo de hechos, de ideas, de
decisiones». Pero esta memoria, esta historicidad concentrada en la palabra que evoca su
sentido, se revierte en formas incesantemente renovadas y produce nuevas versiones estéticas
del mito que ahondan en su sentido y aclaran, entenebreciéndola, su embozada red de extrañas
implicaciones. Producen esa «extrañeza inquietante» con la que Freud trató de hacerle frente a
ciertos problemas psicoanalíticos escurridizos y ambivalentes. El mito del vampiro renace en
cada nueva forma que lo engendra y recrea su nuevo acontecer. La historia de las formas que
el vampiro ha revestido regenera su sentido y refuerza el carácter de su mito, lo vuelve un ser
resplandeciente de eternidad.
Veamos algunas de las formas de su genealogía.
1. El vampiro y la agonía romántica
La presencia del vampiro es innegable desde finales del siglo XVIII, aunque existe desde
antes, como las brujas, pero oculto, vergonzante. El siglo romántico lo exhibe. De la famosa
novela gótica o negra arranca una serie de presencias perseguidas por la mentalidad popular.
El castillo de Otranto de Horace Walpole fija el estereotipo del espacio lúgubre, ese espacio
fortaleza que esconde viejas tumbas y seres monstruosos que se cuelan por misteriosos
pasadizos escondidos y practicados por antiguos arquitectos que han pactado con el diablo.
Los misterios de Udolfo de Ann Radcliff y otras novelas de la misma autora, rescatan para la
novela gótica la pareja víctima-verdugo que había puesto en circulación el puritano
Richardson en su Clarissa, y estudia en su problemática más profunda e inconfesable el
Marqués de Sade. Mary Shelley construye su Frankenstein, tan poderoso en su genealogía
como el Vampiro. El Monje de Lewis y Melmoth de Maturin determinan uno de los más altos
momentos de este tipo de novelística que será imitada y transformada durante el siglo
romántico: La castidad angélica enfrentada a la pasión luciferina, la platitud del bien y la
deslumbrante agonía del mal, la fascinación del abismo, el prestigio de la muerte y la belleza
de lo horrible. Melmoth y el Monje son los antecedentes de Maldoror de Lautréamont.
Melmoth y el Monje encuentran su encarnación fascinadora en una de las figuras más
románticas del Romanticismo, Lord Byron. Melmoth será alabado por Baudelaire quien en
Los paraísos artificiales dirá entusiasmado: «Recordemos a Melmoth, este admirable
emblema. Su espantoso sufrimiento surge de la desproporción entre sus maravillosas
facultades, adquiridas instantáneamente por un acto satánico, y el medio, dónde, como
creatura divina, se ve condenado a vivir. Ninguno de aquellos a quienes quiere seducir
consiente en comprarle su terrible privilegio bajo las mismas condiciones. En efecto, todo
hombre que no acepta las condiciones de la vida, vende su alma. Es fácil establecer la relación
que existe entre las creaciones satánicas de los poetas y las creaturas vivas que se han
entregado a la droga. El hombre ha querido ser Dios, y helo aquí que pronto y debido a una
ley moral incontrolable, ha caído más bajo que su naturaleza real. Es un alma que se vende al
menudeo».
El satanismo es una de las condiciones del vampirismo. La elegante figura de Byron, su
palidez, su defecto físico, su vida escandalosa en la que destacan el adulterio y el incesto y su
muerte apasionada corporifican la leyenda. Es la representación carnal del Don Juan pero su
satanismo implacable lo liga con el vampiro y su poesía acaba de redondear el parecido. En
1819 aparece en Francia una novela atribuida a Byron llamada El Vampiro, pero en realidad
la ha escrito el Doctor Polidori. Charles Nodier, romántico francés de principios de siglo
aprovecha la ocasión para defender este tipo de novelas: «La fábula de los vampiros es la más
universal de nuestras supersticiones... Carga con la autoridad de la tradición. No carece ni de
la teología ni de la medicina... El vampirismo es probablemente una combinación bastante
natural pero afortunadamente muy rara del sonambulismo y la pesadilla». Pero la moda del
vampirismo es mucho más vieja y en su Diccionario filosófico Voltaire le consagra un
artículo satírico: «fue en Polonia, en Hungría, en Silesia, en Moravia, en Austria, en Lorena
cuando los muertos tuvieron esta manía. Nunca se oyó hablar de vampiros en Londres ni
siquiera en París. Confieso que en esas dos ciudades haya habido tratantes y comerciantes que
bebieron la sangre del pueblo en pleno día, pero no estaban muertos, eran corruptos. Estas
verdaderas sanguijuelas no vivían en los cementerios sino en palacios muy hermosos».
Quizás en el siglo XVIII la Razón de los Ilustrados les impidiese creer en los vampiros, pero a
fines de ese mismo siglo, la moda irrumpe y pulveriza a los románticos; sin embargo como la
novela gótica, la moda de los vampiros parece declinar hacia 1830 y Theóphile Gautier la
fulmina diciendo: «es una literatura de depósitos de cadáveres y presidios, pesadilla de
verdugo, alucinación de carnicero ebrio y de mozo de cordel enardecido. El siglo amaba la
carroña y prefería el osario al tocador».
Estas declaraciones no terminan con la moda. El vampiro espera su turno y acostado en el
cementerio deja pasar el tiempo soñando con la sangre fresca que lo devolverá a la vida
milagrosa. La mentalidad decadente de fines del XIX lo retoma y el mito se encarna siguiendo
nuevas modalidades. El propio Gautier publica en 1836 «La muerte amorosa», relato de
vampiros, después de haberlos fulminado en 1830, y aprovecha varios de los clisés
diseminados hábilmente por los primeros románticos, entre los que se encuentran justamente
los criticados por él: los depósitos de cadáveres, las alucinaciones, la carroña, es decir la
necrofilia. Además su Clarimonda es una vampiresa que al ser besada en su lecho de muerte
por un joven cura pronuncia palabras desde ultratumba y dice: «ahora estamos prometidos,
podré verte y amarte». Desde ese momento el joven monje lleva una doble vida, su vida
eclesiástica y su vida con la muerta. Pronto advierte que Clarimonda tiene un gusto bizarro y
la descubre picándole el cuello con un alfiler y bebiendo su sangre. Los famosos colmillos del
vampiro han sido sustituidos por un alfiler, que también tiene su tradición en la historia de la
brujería.
El vampirismo que los franceses conocen a través de la novela del Doctor Polidori tiene sus
antecedentes definitivos en Lord Byron como se había dicho antes. En su poema The Giaour
avisa que este personaje ha sido enviado a la tierra como Vampiro para rondar tenebroso su
vieja tumba y beber la sangre de toda su estirpe y en especial la de las mujeres de la familia, la
esposa, la hija, la hermana. Este verso que aparece en el poema publicado en 1813 se
desarrolla mas tarde siguiendo un plan elaborado por el propio Byron y algunos de sus
amigos: En 1816 se reúne en Ginebra con el poeta Shelley, con el Doctor Polidori y con
Claire Clairmont y Mary Shelley y una noche deciden escribir sobre vampiros. Byron escribe
un cuento de horror que publica como fragmento en 1819, la señora Shelley concibe su
Frankenstein y Polidori publica también en ese año su cuento macabro, El Vampiro, inspirado
en el fragmento de Byron y en la novela autobiográfica de Carolyn Lamb en la que esta
amante del poeta lo había representado como el pérfido Lord Glenarvon, fatal a sus amantes y
presa finalmente del diablo. Este cuento, publicado en el New Monthly Magazine bajo el
nombre de Byron por un error de su editor, fue considerado por Goethe como la obra maestra
del poeta inglés. Este juicio de Goethe responde sin duda a las inclinaciones románticas del
autor del Werther que en 1797 en su Braut von Korinth había dado forma literaria a leyendas
sobre vampiros que habían surgido en Iliria durante el siglo XVIII.
Esta moda por lo frenético, cultivada en Inglaterra, tiene antecedentes en Francia también y el
René de Chateaubriand se vuelve al morir una especie de vampiro: «El genio fatal de René,
dice el novelista de las Memorias de ultratumba, perseguía todavía a Celuta como esos
fantasmas nocturnos que viven de la sangre de los mortales». Próspero Mérimée también se
deja arrastrar por la moda, a pesar de que como Goethe es más bien un escritor clásico y en su
cuento «La Guzla» de 1826 le da a su vampiro todo el encanto de un hombre fatal a la Byron
y lo describe diciendo: «Quién podría evitar la fascinación de su mirada?... Su boca era
sangrienta y sonreía como la de un hombre adormilado y atormentado por un amor horrible».
En otro de sus cuentos, «La bella Sofía», una joven que por razones de dinero ha rechazado a
su novio y se ha casado con un hombre rico, es atacada en su recámara nupcial por el espectro
de su novio que se ha suicidado y que la muerde en la garganta. Charles Nodier, cuentista y
teórico de esta moda declara de nuevo: «Los vampiros visitarán con su horrible amor los
sueños de todas las mujeres; y pronto, sin duda, ese monstruo apenas exhumado prestará su
máscara inmóvil, su voz sepulcral, su ojo de un gris mortecino..., toda su parafernalia de
melodrama a la Melpómene de los bulevares, donde tendrá un enorme éxito».
En 1825 aparece otro cuento llamado La vampira del barón de Lamothe Langon, que
utilizando datos históricos de actualidad en ese momento los mezcla a lo sobrenatural: Un
oficial de Napoleón conoce a una joven húngara durante una de las campañas del Emperador.
Al regresar a Francia olvida sus juramentos y se casa. En medio de una felicidad tranquila
irrumpe la primera novia y empiezan los desastres. Al morir su esposa y su hijo, decide
casarse con la joven húngara y en la iglesia, al tomarle la mano, advierte que es la de un
esqueleto.
Al referirme a la tendencia tan marcada que el primer romanticismo tiene por lo macabro y
por tanto por los vampiros, he utilizado la palabra moda. Pero ¿es posible minimizar a ese
grado esta propensión y banalizarla aplicándole ese término? ¿Es posible manejar esta
problemática atribuyéndole apenas el sentido de una moda? Es cierto que lo fantástico
horrible, o lo frenético como se le llamaba, es muy peculiar del siglo XIX y que una de las
características del Romanticismo fue este gusto singular por lo macabro. Decirlo es con todo
describirlo y no explicarlo, aunque lo haya explicado tanto Mario Praz.
2. Satán y el vampiro
Las leyendas de vampiros son tan viejas como las leyendas del Fausto o las de Don Juan. Ya
lo decía al empezar este escrito. Se remontan por lo menos al medioevo, aunque tienen
antecedentes en las literaturas clásicas. El hombre lobo, el hombre murciélago que se alimenta
de cadáveres aparecen muy pronto en la historia de la literatura y Petronio tiene un cuento que
lleva precisamente ese nombre, «El lobo». En ese cuento hay dos de las características típicas
del vampiro: sus transformaciones nocturnas y la sangre que mana del cuello. Uno de los
animales habitualmente asociados con el vampiro es el lobo y sus apariciones son nocturnas y
al serlo están conectadas con el diablo. Vampiro es muerte y es satanismo. Es más, el
vampirismo es uno de los símbolos tradicionales que el hombre ha construido para explicar su
ansia de inmortalidad. Ser inmortal no significa resucitar de entre los muertos el día del Juicio
Final; aliarse con el diablo significa adelantar ese momento. El que sobrevive gracias a esa
alianza sobrevive concretamente en esta tierra, pertenece al mundo de los vivos y no espera
esa resurrección de la carne que se efectuará al final de los tiempos. El vampiro vive en el
presente, un presente que la sangre le compra y su vitalidad se adquiere a través del amor,
aunque su amor destruya a los demás seres vivos.
Acudir a Satán para liberarse de la muerte es también liberarse de las ataduras que Dios le
impone al hombre. Satán es el gran rebelde y su figura ocupa un lugar destacado en el
universo cristiano. Satán y sus misas negras, Satán y sus hechiceras, Satán y los aquelarres,
Satán y la Naturaleza pueblan los libros de horas y los grandes frescos de las iglesias
medievales; Satán aparece, detrás de los capiteles de las columnas románicas, Satán
deslumbra en los vitrales góticos y se enfrenta descarado a los ángeles. Satán es el héroe
caído, el príncipe de las Tinieblas, Lucifer, el personaje más fascinante del Paraíso perdido. Y
desde su aparición en los versos de la Jerusalem libertada de Tasso se habla de «su hórrida
majestad que en su feroz aspecto aumenta el terror y aumenta su soberbia... y como negro
abismo su boca se abre, obscena e infectada de sangre negra». Y en el Marino, el poeta
barroco, Satán lleva en los ojos la tristeza y el signo de la muerte y en ellos brilla una luz
escarlata y confusa. «Su mirada oblicua y sus destellos parecen cometas o relámpagos que
iluminan su mirada. Y de su nariz y sus pálidos labios vomita y expele niebla y pestilencia;
furioso, soberbio y desesperado, sus gemidos son truenos, su aliento, un relámpago». El
Lucifer de Milton es cercano a esta concepción italiana del Demonio y Schiller declara que
Milton es un panegirista del Infierno mientras Shelley expresa su admiración con estas
palabras: «El Diablo de Milton es superior como ser moral a su Dios». Satán hipnotiza y su
representante en la tierra, el Vampiro, petrifica a sus víctimas que avanzan hacia él y se
entregan a un sonambulismo amoroso que las pierde. Sus destellos erizados y magníficos son
más fuertes que el pálido resplandor de la virtud y los ángeles con réplicas desvaídas de ese
Paraíso insulso que el Ángel de las Tinieblas combate.
Al provenir como los otros mitos medievales del inconsciente colectivo, el vampiro se
regenera en la literatura y a sus muertes definitivas y constantes suceden sus resurrecciones
triunfadoras. Gautier lo ha declarado muerto, los irónicos racionalistas franceses lo entierran
con una sonrisa torcida en los labios, pero a pesar de la guillotina que cercena su cabeza y de
la estaca que lacera su pecho, el vampiro resucita. El Drácula de Bram Stocker con su traje
negro, sus afilados y blancos colmillos, su sensual, repugnante y encendida boca, su mirada
viperina y su andar de lobo crea una nueva progenie de esta mal llamada moda. La
cinematografía se apropia de su imagen y los repetitivos rituales se enriquecen reiterando los
estereotipos. Aparece Nosferatu y lo sigue Drácula y el terror se apodera de los ojos; las
películas acaban agotando su arsenal terrorífico y la cursilería aniquila al miedo, pero Drácula
sigue vivo y Polanski y Warhol se apropian su mitología y la condensan haciéndolo girar en
sanguinolenta danza. Ahora es Werner Herzog.
3. El vampiro en la ficción latinoamericana
La ficción latinoamericana no olvida a los vampiros y los transforma a su manera,
conservando bajo la apariencia de algo muy distinto los viejos símbolos utilizados dentro de
rituales de nueva representación.
En los cuentos fantásticos de Leopoldo Lugones ya aparecen los vampiros entre otras fuerzas
sobrenaturales y en «El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga se desliza el aguijóndiente
que desangrará a una joven recién casada. La mentalidad decadente de Quiroga lo
emparenta con esos escritores que Rubén Darío llamó los raros y es en este cuento donde la
morbidez de lo delicuescente se presenta con mayor maestría. La genealogía obvia de este
cuento pasa por Poe y Maupassant, autores ardientemente admirados por el maestro uruguayo,
pero su origen más definitivo se encuentra en L'Araignée-crabbe de Erckman-Chatrian. Una
araña-cangrejo se oculta en una gruta y desde su escondite acecha a los imprudentes visitantes
que se aventuran por sus pasadizos siniestros. El animal tiene el grosor de una cabeza humana
y parece una vejiga inflada de sangre; esta descripción es exactamente la misma que hace
Quiroga al descubrir dentro del almohadón de plumas al enorme insecto que ha desangrado
lenta y voluptuosamente a la joven recién casada. Pero el parecido no queda allí; lo irracional,
lo satánico parecen esfumarse debido a la explicación naturalista que con afán científico tanto
el cuento francés como el de Quiroga otorgan al animal. Ambos coinciden en identificar al
insecto como un monstruo perfectamente conocido por los entomólogos. De esta manera lo
sobrenatural parece esfumarse y la explicación racionalista contenta a la mentalidad positiva
que exige el naturalismo, pero en realidad este monstruoso animal, injerto diabólico de dos
seres dispares que ha producido la naturaleza es una de las metamorfosis que el vampiro
adopta a influjo del Padre de la Naturaleza, Satanás.
Este satanismo con disfraz naturalista reviste también los fulgores del demonio miltoniano. La
joven Alicia se entrega sin reservas al demonio que la succiona para escapar mediante la
voluptuosidad de la muerte a la glacial figura de su esposo, el distante y frío Jordán que la
encierra en su casa de mármol, enorme museo de hielo dentro del que se esconde el monstruo
del delirio, el insecto que enciende la sangre y liquida a la doncella. Quiroga es víctima
también de la cinematografía. Y fascinado por ella, crea nuevos vampiros en sus cuentos,
vampiros que saliendo de la pantalla, vivifican como el Nosferatu o el Drácula, el viejo mito
en su versión directa. En el cuento que lleva ese nombre, un inventor, fanático del cine, se
enamora de una actriz y logra rescatarla de la pantalla. La mujer se materializa pero no
totalmente y «en la tiniebla de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y
diminuto, el fantasma de una mujer». La tiniebla de los ojos del narrador reproduce la tiniebla
de la sala de proyecciones y sus ojos son a la vez el lente que proyecta. Al lograr que su ojo
reproduzca la doble función de oscuridad y reflejo, el inventor materializa el fantasma. El
mecanismo es descrito así: «Yo estaba seguro de mi observación cuando me halló usted en el
cinematógrafo. Era "ella" precisamente. La gran cantidad de vida delatada en su expresión me
había revelado la posibilidad del fenómeno. Una película inmóvil es la impresión de un
instante de vida, y esto lo sabe cualquiera. Pero desde el momento en que la cinta empieza a
correr bajo la excitación de la luz, del voltaje y de los rayos, toda ella se transforma en un
vibrante trozo de vida, más vivo que la realidad fugitiva y que los más vivos recuerdos que
guían hasta la muerte misma nuestra carrera terrenal». La captación del instante en la
fotografía lo inmortaliza, pero esta inmortalidad precaria es inmóvil y el inventor del cuento
no se conforma con ella. La mujer reproducida, silueta espectral que atraviesa paredes y
cristales, vive la paz de la actriz que la representa. Para apresarla definitivamente el inventor
la mata en la pantalla, pero al apuñalarla, o mejor dicho al atravesar con un puñal la imagen
reflejada, sólo consigue reproducir un fantasma sin vida, un cuerpo de huesos y de yeso. «Yo
partí del entusiasmo de una sala a oscuras, continúa el inventor, por una alucinación en
movimiento. Yo vi algo más que un engaño en el hondo latido de pasión que agita a los
hombres ante una amplia y helada fotografía. El varón no se equivoca hasta ese punto, advertí
a usted. Debe haber allí más vida que la que simulan un haz de luces y una cortina metalizada.
Que la había, ya lo ha visto usted. Pero yo creé estérilmente, y éste es el error que cometí. Lo
que hubiera hecho la felicidad del más pesado espectador, no ha hallado bastante calor en mis
manos: frías y se ha desvanecido... El amor no hace falta en la vida; pero es indispensable
para golpear ante las puertas de la muerte. Si por amor yo hubiera matado, mi criatura
palpitaría hoy de vida en el diván». La materialización del instante es apenas un fantasma de
la inmortalidad. La única posibilidad de inmortalidad está en el amor, pero en el amor que se
liga a la muerte. Este argumento repite uno de los argumentos destilados más pérfidamente
durante el siglo de sensualidad romántica que en su agonía asocia siempre el amor con la
muerte y no con la vida. El Don Juan byroniano destruye y se destruye por amor, bebe sangre
para sobrevivir, ama en la sangre, en el asesinato y sus víctimas se le inmolan, pero en algún
grado él va perdiendo su vida al quitárselas. El vampiro de Quiroga es, primero, el inventor,
pero al querer materializar en vida una forma de la muerte, el espectro se vuelve su verdugo y
de imagen transparente se transforma en deseo que calcina: «Vi entonces pasar por sus ojos
fijos en él la más insensata llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer...
Y ante aquel vértigo de amor femenino expresado sin reserva el hombre palideció».
El espectro encarnado vive del otro y se transforma en vampiro; la imagen rescatada a la
pantalla se ha desdoblado y la actriz real es distinta de la actriz fotografiada que en imagen de
diva, en hermoso traje de vampiresa, subsiste a costa de la sangre de aquél que quiso ser un
doble de Pigmalión.
La aventura de Quiroga en este mundo de vampiros y de cine se prolonga en otro de sus
cuentos intitulado «El espectro». Un triángulo clásico, un adulterio tradicional se transforma
en algo sobrenatural gracias de nuevo al cine. Una pareja comete adulterio después de muerto
el marido: «Debo decirlo, asegura el narrador y protagonista: en la muerte de Wyoming yo no
vi sino la liberación de la terrible águila enjaulada en nuestro corazón, que es el deseo de una
mujer a nuestro lado que no se puede tocar. Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y
mientras él vivió, el águila no deseó su sangre; se alimentó, la alimenté con la mía propia.
Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una sombra. Su mujer fue
mientras él vivió, y lo hubiera sido eternamente, intangible para mí. Pero él había muerto. No
podía Wyoming exigirme el sacrificio de la Vida en que él acababa de fracasar. Y Enid era mi
vida»...
La vida, que Quiroga pone con mayúscula, se alimenta de sangre y de la Muerte. Los amantes
reviven el adulterio vivo asistiendo a la proyección de las películas de Wyoming; en la
pantalla se vive un adulterio y en ella Wyoming se venga matando al amante de su mujer. La
ficción proyectada es vivida por los amantes como realidad proyectada y la imagen vengadora
de Wyoming acaba corporificándose y matando desde la imagen a los amantes. La cinta
filmada se violenta y calcina a los culpables, éstos vuelven como espectros a la vida a
alimentarse de la sangre filmada de Wyoming. «Enid y yo ocupamos ahora, en la niebla
invisible de lo incorpóreo, el sitio privilegiado de acecho que fue toda la fuerza de Wyoming
en el drama anterior. Si sus celos persisten todavía; si se equivoca al vernos y hace en la
tumba el menor movimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos. La cortina que
separa la vida de la muerte no se ha descorrido únicamente en su favor, y el camino está
entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming y su eléctrica resurrección,
queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que efectúe el actor, apenas se desprenda de
la pantalla, Enid y yo nos deslizaremos como por una fisura en el tenebroso corredor. Pero no
seguiremos el camino hacia el sepulcro de Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en ella
de nuevo».
La posibilidad de recorrer al revés el camino habitual que va de la Vida a la Muerte se
realizará para estos amantes en este cuento en una cinta que protagoniza el marido engañado y
que lleva por título «Más allá de lo que se ve». La pasión de inmortalidad que obsesiona al
hombre, una pasión que pretende la resurrección de los cuerpos en esta vida y no la
resurrección de los cuerpos después de un juicio final, es la que mueve al vampiro a nutrirse
de la sangre de los vivos, para que él, un muerto, recorra a la inversa el camino tradicional de
la muerte.
Este tema y tratado dentro de este contexto es el de La invención de Morel de Adolfo Bioy
Casares. Morel ha detenido la vida y en un simulacro de eternidad ha reproducido
eternamente ocho días felices. Esos días insertan dentro de un marco feliz y utópico a una
mujer enigmática, especie de Mona Lisa contemplando como la de Leonardo de Vinci los
crepúsculos. Esa mujer, Faustine, inmortalizada por el cine, puede ser la moderna imagen de
la dama que fascina al que la mira. Es la moderna representación del viejo arquetipo
petrarquiano, Laura o La Dama simplemente. La Dama que ha transformado su forma de
representación y que aparece primero en los versos de los trovadores, luego en la pintura de
Leonardo y más tarde en la imagen enigmática del mito cinematográfico: quizás Greta Garbo.
Poseer la belleza de la imagen pero recreándola en su acontecer vital es una de las facetas de
la invención de Morel. Morel y el narrador del manuscrito se perpetúan en imagen
eternamente reproducida junto a su amada Faustine y su presencia nunca será enturbiada por
la experiencia cotidiana, al tiempo que esa existencia disimula su presencia. La eternidad de la
imagen filmada por Morel es la eternidad de una utopía realizada dentro de los límites del
ocio; pero esa eternidad que reproduce y corporifica la imagen como si estuviera viva está
hecha de la sangre calcinada de quienes estuvieron vivos. Los que la cámara retrata para
eternizarlos, son inmolados por ella y su inventor, vampiro tecnificado, consigue el mismo
efecto que los macabros vampiros de la cinta de celuloide. Nosferatu y Drácula definen su
inexistencia dentro de la proyección de su imagen; Faustine se perpetúa en esa misma
proyección pero para eternizarla, su adorador la priva de su sangre, como los vampiros
proyectados por la pantalla privan de su sangre a las víctimas propicias para su resurrección.
4. Aura, los vampiros y las brujas
Esta progenie salamándrica que oculta una presencia proteica se eterniza y la volvemos a
encontrar transcrita en la escritura de Aura, breve novela de Carlos Fuentes. De esta obra se
nos dice que es «algo más que una intensa historia de fantasmas: es una lúcida y alucinada
exploración de lo sobrenatural, en encuentro de esa vaga frontera entre la irrealidad y lo
tangible, esa zona del arte donde en horror engendra la hermosura» y en «La máscara y la
transparencia» advierte Octavio Paz «no es extraña la obsesión de Fuentes con el rostro
arrugado y desdentado de una vieja tiránica, loca y enamorada. Es el antiguo vampiro, la
bruja, la serpiente blanca de los cuentos chinos: la señora de las pasiones sombrías, la
desterrada. El erotismo es inseparable del horror y Fuentes se sobrepasa a sí mismo en el
horror: el erótico y el grotesco». Y el propio Fuentes confiesa que su obsesión por el
personaje de Aura encontró su carnalidad en un personaje histórico mexicano: «Esa obsesión
nació en mí cuando tenía siete años y después de visitar el castillo de Chapultepec y ver el
cuadro de la joven Carlota de Bélgica, encontré en el archivo Casasola la fotografía de esa
misma mujer, ahora vieja, muerta, recostada dentro de un féretro acojinado, adornada con una
cofia de niña, la Carlota que murió loca en un castillo. Son las dos Carlotas: Aura y
Consuelo».
Esa mujer doble, a la vez niña y vieja, se le aparece a Fuentes en su lugar habitual, el
sepulcro, pero ese sepulcro está acojinado, es más bien un lecho donde reposa y su cofia de
niña es su resurrección. Esa imagen, esta mujer acostada, ya envejecida, ya delirante, ya
muerta en apariencia, sugiere de inmediato la reiterada imagen del vampiro que yace en su
féretro esperando la ocasión.
La gran progenie de vampiros suele adoptar la figura clásica del Nosferatu es decir, el
vampiro suele revestir la figura masculina, pero abundan también mujeres que ejercen ese
oficio y esas mujeres están conectadas con la bruja. Es también larga su descendencia.
Enumero algunas, aunque ya cité también vampiras: La mujer que muere y espera en su ataúd
la ocasión para resucitar apropiándose de otro cuerpo es muy característica en la obra de
Edgar Allan Poe; Morella muere, es enterrada, pero su nombre puesto a su hija provoca la
muerte de la niña y la resurrección de la madre y, como en los cuentos de vampiros, al
enterrar el protagonista del cuento a su hija en la tumba donde ha estado la madre «lanza una
amarga carcajada al no hallar huellas de la primera Morella en el sepulcro donde depositó a la
segunda». El incesto se reafirma clásico en Poe. La madre se engendra de nuevo en la hija
pero estableciendo la trinidad con el hombre que es a la vez padre, hijo, amante.
En «Ligea», Poe revive el mito casi literalmente y la primera esposa muerta, la propia Ligea,
la, morena, oscura, hechicera Ligea se alimenta de la segunda esposa, la rubia y ojiazul Lady
Rowena y en el lecho de muerte se efectúa la transfiguración vampírica. El contraste de
coloraciones en las mujeres es la polaridad de sombras y luces que determina este doble
contexto que no hace mucho tiempo coexistía normal en las cosmogonías pero que ahora tiene
que apartarse con violencia maniquea. La Aura de Carlos Fuentes retoma ese mito de las dos
mujeres que se sobreponen a la vida y a la muerte a través de una Trinidad sacrílega ejercida
entre el Hombre-Padre-Amante y La Madre-Vieja-Doncella que también aparece en la Reina
de espadas de Pushkin.
Fuentes, como Henry James declaró su fascinación por un personaje femenino, Mary
Clairmont, ex amante de Byron y que alguna vez vivió cerca de la residencia del mismo
James en Florencia. Curiosamente la inspiración de James es byroniana y aunque la figura del
poeta inglés no aparezca sino a través de esos papeles que siempre permanecen incógnitos, su
presencia indirecta es definitiva y dobla la presencia de aquél que quiere comprar sus
manuscritos, así como la presencia de la antigua amante se desdobla en la figura de la joven y
la vieja, vieja que adquiere la misteriosa aureola de la hechicera. Byron es un personaje
inspirador de vampiros. Lo he reiterado, pero aquí el vampiro se ha trasmutado en bruja,
aunque la narración de James nos detenga púdicamente en ese umbral de lo fantástico sin que
podamos cruzarlo. No pasa lo mismo con Poe, tampoco con Fuentes.
Esta figura de la bruja es de nuevo El hada de las migajas de Charles Nodier. Un joven
enamorado de una doncella puede tenerla gracias a los oficios de un hada, pero estos oficios
cesarán si el hada no se procura una bebida hecha de una planta maravillosa, que le devuelva
sus poderes. La Aura de Fuentes cultiva la belladona, planta mágica que ha recibido ese
nombre del que se les daba a las hechiceras de la Edad Media. La bruja horrible, envejecida,
montada en su escoba o aún la Celestina, es imagen paródica de la bella donna medieval que
libera a los hombres de sus cuidados. Hada y bruja se juntan, en sus metamorfosis, la bruja se
ha vuelto una harpía, o mejor dicho recupera esa fase demoníaca que siempre ha tenido en las
antiguas mitologías. La hechicera es hada y demonio. El hada del cuento de Nodier lo ratifica.
La dualidad Aura-Consuelo también como la de los Aspern Papers de James, la Ligea y la
Morella de Poe.
En su Diccionario general etimológico de la lengua española, publicado en Madrid en 1881,
Don Roque Barcia da una definición de la palabra bruja: «Ave nocturna, semejante a la
lechuza» y al citar el diccionario de la Academia de 1726 agrega que en esa edición la palabra
se define así: «Tiene el pico corvo como ave de rapiña. Vuela de noche y tiene el instinto de
chupar a los niños que maman». Y en uno de los cuentos de Carlos Fuentes la bruja de origen
náhuatl ostenta «un perfil de pico corvo, facciones de halcón, mejillas hundidas». Las
asociaciones se enriquecen: al ataúd clásico donde yace el vampiro o el ser proteico que lo
representa, se añaden las apariciones nocturnas y la relación con animales que vuelan, aquí la
lechuza, el ave de rapiña o el halcón y en otros casos el murciélago. Su nocturnidad y sus
perfiles corvos, aguzados, su cercanía con la sangre y la acción de succionar son familiares; el
carácter infame, incestuoso del vampiro, apoderándose de seres inocentes, tan cercanos a la
madre que los amamanta y la pose estatuaria del vampiro que se inclina y bebe la sangre
hundiendo el colmillo filoso y sibilino en el blanco cuello de la víctima, recuerda al niño
succionando voluptuosamente el blanco pecho de la madre, recién parida. La misma acción,
pero en una se da la vida, en otra la muerte. La dualidad entrevista en la bruja, su doncellez y
su decrepitud, su cuerpo nocturno transformado en ave de rapiña, en lechuza o en murciélago
sugiere la metamorfosis y el renacimiento continuos del vampiro.
Brujas y vampiros son representación de un viejo mito. Su paso por formas distintas del
mismo sentido explican la pervivencia del mito y la necesidad obsesiva que persigue a los que
lo cultivan y le dan forma. Fuentes ha declarado indignado contra los que le acusan de haber
tornado una u otra de las novelas anteriores a Aura para escribirla: «He buscado a las brujas y,
fíjese bien, puesto que he tenido que ir a bus carlas no he ido con un papel en la mano para
tomar notas». Las brujas son, están adentro y afuera del que las persigue, las brujas son bellas
y son repugnantes, las brujas son ambiguas, son machos o son hembras, son aves o doncellas,
son vampiros o lechuzas. Jung encuentra en el inconsciente colectivo la persistente presencia
del anima y el animus dentro de los que se contienen respectivamente el hombre en la mujer y
la mujer en el hombre. El ánima es esencialmente ambigua, siempre asociada con la oscuridad
y la bipolaridad. El vampiro era primero mujer; la oscuridad de la noche, su cercanía con las
mujeres que amamantan, el vientre caótico y fecundo, la fertilidad oscura de la tierra, su
carácter mohoso, húmedo, escurridizo, laberíntico, la asocian con la escultórica figura del
vampiro, deslizando su reiterada sombra negra sobre la luz marfilina de sus contornos y sus
dientes, -los blancos dientes de la Berenice de Poe en los que Egeo detiene su poder-. El
ánima -bruja-vampiro- es positiva y negativa alternativamente, es hada, es bruja; es doncella,
es vieja, es megera, es grácil y delicada. Es una mujer envilecida o es la musa, es un diablo o
una diosa y suele padecer de inmortalidad.
Quizás Jung nos lo aclare: «El artista a través de su activación y elaboración de la imagen
arquitípica la traduce al idioma del presente y así nos facilita una manera de volver a
encontrar las fuentes más profundas de la vida. Es ahí donde se encuentra el significado social
del arte. Los antojos insatisfechos del artista vuelven a la imagen primordial en el
inconsciente, que está más dotado para comprender la inadecuación y unilateralidad del
presente». Al volver arquetípicas las obsesiones, tanto el vampiro como la bruja parecen
inmortales y el mito se renueva en el continuo ritual de la escritura.
En su extraordinario estudio sobre las Brujas, el romántico Michelet declara: «La naturaleza
las hace hechiceras. En el genio propio el temperamento de la mujer, nace ya hada: por el
cambio regular de la exaltación, es sibila, por el amor, maga. Por su agudeza, por su astucia, a
menudo fantástica y benéfica, es hechicera y da la suerte, o a lo menos adormece, engaña los
males... Así para las religiones, la mujer es madre, solícita nutriz y guardadora fiel. Los dioses
son como los hombres: nacen y mueren en su seno» y Michelet cita a Saga, la hechicera y
Fuentes le da al conejo, animal propicio a la reproducción y a la sensualidad por la molicie de
su piel, el nombre de Saga y le ofrece la belladona que cultiva en su jardín antiguo, y al
ofrecérsela ratifica el nombre que siempre se le ha dado a la bruja y que la desdobla en hada,
en la buena mujer, en la hermosa, la bella donna del Renacimiento.
El protagonista de Fuentes se llama Felipe y los diablos que solían ayuntarse con las brujas en
las aquelarres medievales eran llamados Felipes. Felipe hace el amor con Aura y Aura, como
las brujas de Michelet se le ofrece como un altar abierto sobre el que se realiza la doble
cópula, la cópula de los cuerpos y el pacto con el diablo; y ese pacto se nutre como entre los
vampiros de la sangre. Aura bebe un vino rojo y espeso y sirve una mesa diaria de vísceras
sangrientas, en ceremonia reiterada, que luego perpetra desollando a sus víctimas invisibles
frente a un espejo que parece no reflejarla en su realidad cotidiana, sino en la del aquelarre
infinito. Felipe advierte la dicotomía y acepta a la mujer amada como doncella virginal y
como Madre Terrible, imagen incandescente de esta novela y, en última instancia, aprehende
en su propia carne la Trinidad señalada: Aura-Consuelo-Felipe, trinidad sacra y sacrílega,
guía infinita del laberinto que confunde a la Madre con el Vampiro y a la amada con la Vieja,
llevando en los cuernos terribles del Toro pecaminoso la imagen trasmutada de hombre y
animal, de hombre y mujer, del Andrógino, pues en hada y bruja conviven también el Diablo
y el Vampiro.

Fuente:
Antología de novela negra.

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