Fabio Morábito nació
en Alejandría, Egipto, el 21 de febrero de 1955. De padres italianos, pasó su
infancia en Milán, para instalarse finalmente en México.
Es autor de los libros de poesía: Lotes baldíos Premio Carlos
Pellicer en 1985, De lunes todo el año Premio Aguascalientes en 1991, y Alguien
de lava 2002, contenidos en La ola que regresa, poesía reunida en 2006. Caja de
herramientas (1989), que participa tanto del ensayo como del poema en prosa,
fue publicado en Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Como escritor de
literatura infantil, obtuvo el Premio White Raven en 1997 por Cuando las
panteras no eran negras.
Su obra cuentística se compone de La lenta furia (1989),
elogiado en su momento por José de la Colina como «la mayor revelación del
género de los últimos años», La vida ordenada (2000) y También Berlín se olvida
(2004). En el año 2006 le concedieron el premio Antonin Artaud por Grieta de
fatiga.
Es traductor de italiano, y ha traducido la obra poética
completa de Eugenio Montale y el Aminto de Torquato Tasso, entre otras muchas
obras poéticas y en prosa. Parte de su obra ha sido traducida al alemán,
inglés, francés, portugués e italiano
*** ¿Qué misterios, a un tiempo fantásticos
y cotidianos, pueden desencadenarse cuando uno se olvida las llaves del piso,
hace novillos o asiste a una fiesta en la que no conoce a ningún invitado? Los
relatos que componen «La vida ordenada» exploran el aspecto engañoso que oculta
la realidad de las grandes urbes. Sus protagonistas, víctimas de la insidia que
los envuelve y sumidos en un particular periodo de crisis, se aferran,
desconcertados, a un objeto o un pasado que los redima. Así, Enrique anhela
huir de esa existencia anodina que le reitera que no es dueño siquiera de la
casa donde reside; Antonio visita a la madre de Alfonso, su amigo de la
infancia, para saldar una extraña deuda, y ese encuentro le cambiará la perspectiva
de las cosas; Ricardo sospecha que alguien con oscuras intenciones va soltando
ratas en el apartamento que su madre le legó y donde ha prometido no entrar
hasta que un compañero de celda salga de la prisión…
Fabio Morábito
La vida ordenada
Título
original: La vida ordenada
Fabio
Morábito, 2000
Retoque
de cubierta: Titivillus
Editor
digital: Titivillus
ePub
base r1.2
Para
Ethel
El
arreglo
Llegué
a casa de mis tíos cuando empezaba a oscurecer y, mientras subía con la maleta
los cuatro pisos (el elevador no funcionaba), noté lo avejentado que estaba el
edificio. En mis tiempos, con su amplio jardín arbolado que lo separaba de las
demás construcciones, era el inmueble más elegante de la calle Sofonisba, y
ahora, tal vez por ese mismo jardín tan fuera de época, parecía una isla en
descomposición.
Faltando
un piso para llegar me detuve a recobrar el aliento. Habían pasado seis años
desde mi última visita y no quería dar una impresión de declive físico. Temía
que mi primo Ruso, el miembro más joven de la familia, que a sus treinta años
vivía todavía con mis tíos, hiciera alguno de sus comentarios sarcásticos. Subí
y, cuando mi respiración se normalizó, toqué el timbre. Me abrió mi tía, que
tardó un segundo en reconocerme. «¡Te esperábamos mañana!», dijo al abrazarme y
vi con alivio que no había envejecido y conservaba su mirada alerta y mandona.
Abracé enseguida a mi tío, que asomó desde la sala.
—¿Qué
es esa cortina? —les pregunté señalando la cortina color crema que interrumpía
el pasillo.
—El
arreglo —dijo mi tío.
—¡Qué
arreglo ni qué nada! —exclamó mi tía con su voz estridente—. Déjalo que
descanse.
Me
tomó del brazo y me llevó a la cocina para ofrecerme un café. En esa casa
siempre lo recibían a uno con café, no importando la hora que fuera.
—¿Y
Ruso? —pregunté.
—Se
acaba de ir al trabajo —dijo mi tía.
—¿A
esta hora?
—Tiene
el turno de noche. No es tan pesado y le pagan mejor.
Me
dijo que trabajaba como recepcionista en un hospital y regresaba del trabajo a
las siete y media de la mañana. Después habló de otra cosa, pero yo seguía
pendiente de la cortina del pasillo y, apenas pude, volví sobre el tema. Le
pregunté de qué arreglo se trataba.
—Creía
que ya lo sabías —dijo ensombreciéndose—. Le escribí a tu madre hace un año.
¿No te dijo?
—Me
dijo que el nuevo dueño no les quería renovar el contrato.
—Hubo
un arreglo.
Intervino
mi tío, que estaba parado en el quicio de la puerta:
—Nos
quitaron una parte del departamento. Ellos viven del otro lado.
Hizo
un movimiento de cabeza para señalar más allá del pasillo. Lo miré sin saber si
me estaba tomando el pelo, salí al pasillo, caminé hasta la cortina y la
entreabrí. Había una pared blanca y al tocarla vi que era un muro sólido de
tabiques, no una división prefabricada. Oí que mis tíos discutían. Entré en la
sala, que se había reducido a la mitad de su tamaño. Ahí también estaba la
cortina color crema, tras de la cual toqué la nueva pared, tan sólida como la
otra. Dos de las tres ventanas habían desaparecido y me acerqué a la única que
quedaba para echar un vistazo afuera. Mis tíos seguían discutiendo y oí que
hablaban de una mujer. Tuve la impresión de que reanudaban una discusión que yo
había interrumpido con mi llegada y esperé a que menguara el altercado antes de
regresar a la cocina. Cuando lo hice, el café ya estaba servido, los dos
guardaban un silencio lóbrego y vi que la mía era la única taza.
—¿Ustedes
no toman? —pregunté.
—No
a esta hora —contestó mi tía—, luego no dormimos.
Me
acerqué a la puerta de vidrio que daba al largo balcón que recorría por fuera
la longitud del departamento y vi unos barrotes de aluminio que lo dividían en
dos. La parte de mis tíos se había reducido a un trozo ridículo que medía lo
que el ancho de la cocina. Les habían quitado la parte más extensa, la que daba
a la calle Sofonisba, desde la cual de niño podía ver las ventanas de mi
departamento situado en la acera contraria.
—¿Y
cuándo pasó todo? —pregunté.
—En
junio cumplimos un año —dijo mi tía.
Me
explicaron que los nuevos dueños, inicialmente, querían todo el cuarto piso. Le
habían rescindido el contrato a la vecina de la puerta de enfrente, que tuvo
que irse, pero después, al ver que no necesitaban tanto espacio, habían
decidido quitarles a ellos sólo una parte del departamento, dejándoles incluso
el recibidor de la vecina, que era donde dormía Ruso.
—Entonces
Ruso tiene que cruzar el rellano para ir a su cuarto —dije.
—Según
ellos —dijo mi tío—, nos hicieron un favor porque nos dejaron dos puertas en el
rellano, mientras ellos sólo tienen una.
—Si
no aceptábamos, teníamos que irnos —sentenció mi tía—. Y ahora dónde encuentras
una renta barata. ¿Crees que no seguimos buscando?
Empezó
a hablar de la escasez de los departamentos en renta y de los precios por las
nubes. Yo la oía a medias, la cara pegada al vidrio, y cuando mi tío salió de
la cocina, ella cambió de tema y me preguntó por Amalia y el niño.
Le
dije que estaban bien y estuve a punto de enseñarle una foto de los dos que
traía en la cartera, pero no lo hice. Miraba deprimido la drástica reducción
del balcón y me arrepentí de haber prolongado mi viaje para visitarlos. Si me
hubiera podido ir en ese instante, no lo habría pensado dos veces. Por suerte
para justificar ante mi socio aquella extensión del viaje había tenido la
precaución de arreglar dos citas con dos editores locales. Eran compromisos
intrascendentes, pero me permitirían ocuparme en algo.
—Te
ves cansado —dijo mi tía.
—Todavía
no me acostumbro al cambio de horario.
—Dormirás
en el cuarto de Ruso, si no te molesta.
—¿Dónde
va a dormir él?
—De
noche está en el hospital.
—Pero
cuando llega del trabajo, querrá dormirse. ¿A qué hora tengo que despertarme?
—Cuando
llega del trabajo se queda un rato dando vueltas por la casa o simplemente se
va y regresa más tarde, así que duerme todo lo que quieras.
—No
quisiera molestar.
—¡Cómo
te has vuelto ceremonioso! —Y añadió con otro tono—: El único problema es el
baño.
Supuse
que se refería a la molestia de tener que cruzar el rellano para ir al baño.
—No
es problema —dije—, cruzo el rellano. Traje mi bata.
—No
tenemos baño —dijo mi tío, que reapareció en el quicio de la puerta y pronunció
esa frase con la solemnidad de un mal actor que recita su único parlamento en
una obra.
Recuerdo
la mirada de los dos, como si me rogaran que les creyera para evitarse la humillación
de tener que convencerme de que no se trataba de una broma. Se formó un
silencio tan pulcro que llegó hasta nosotros la embestida de una ráfaga de
viento contra los eucaliptos del jardín.
—Se
supone que el cuarto de Ruso va a ser nuestro baño —dijo mi tía en voz baja,
como si alguien nos oyera—, pero todavía falta que lo acondicionen. Por ahora
nuestros vecinos del segundo piso, los Rubio, nos prestan el suyo en la mañana
después de irse a trabajar. En la tarde bajamos con la conserje. También Ruso
baja con ella, pero con los Rubio no, porque le caen mal.
—Nos
aguantamos —dijo mi tío al ver mi expresión de incredulidad—. Uno se
acostumbra.
—Por
eso no te sirvo más café —añadió mi tía—. De todas formas, debajo de la cama de
Ruso, por si acaso, hay una bacinica. No le he dicho nada a tu madre para no
deprimirla.
Desvié
la vista hacia el vidrio del balcón, y ella, al ver que yo no decía nada,
añadió:
—Nos
redujeron la renta a dos mil quinientos, que es el mínimo, y no nos podemos
quejar. Hemos vivido aquí la mitad de nuestra vida. Hoy día, en una zona como
ésta, no encuentras nada por menos de diez mil, lo que se dice nada.
Hasta
ese momento recobré la certeza de que no habían perdido el juicio y asentí
mecánicamente con la cabeza.
—No
le diré nada a mamá —dije— para que no se deprima.
—Es
mejor —dijo ella—. De todos modos, esto se va a resolver muy pronto, en dos
semanas o a lo mucho en un mes.
No
recuerdo de qué hablamos después, o quizá no hablamos, porque ya era la hora de
su telenovela. Fuimos a la sala. Estaba tan cansado que frente al televisor se
me cerraron los ojos.
—Vete
a dormir —dijo mi tía, y no me lo hice repetir dos veces. Me dieron la llave
del cuarto de Ruso y mi tío se ofreció a acompañarme, pero le dije que no hacía
falta. Crucé el rellano con la maleta y, cuando metí la llave, me pareció oír
un ruido proveniente de la puerta de en medio, la de los nuevos dueños del
edificio, y me quedé a la escucha unos instantes. Después abrí el cuarto de
Ruso, entré y prendí la luz. Era un cuarto pequeño y sin ventanas. Siguiendo el
consejo de mi tía accioné el ventilador de pared. Se produjo un tenue zumbido
semejante al eco de una caldera lejana, que me hizo pensar en el camarote de un
barco. Me desvestí, apagué la luz y, al abrir la colcha de la cama, olí con
agrado el leve perfume que desprendían las sábanas.
Mi
tía me había pedido que no dejara las llaves pegadas a la cerradura, porque tal
vez Ruso, de regreso del hospital, necesitaría entrar para coger alguna ropa,
así que cuando oí en la mañana el ruido de la llave y de la puerta que se
abría, supuse que era él. Por suerte yo me encontraba con la cara vuelta hacia
el muro, así que me hice el dormido. Lo oí abrir un cajón de la base de la cama
y hurgar en su interior. No prendió la luz, ayudándose únicamente con la del
rellano que penetraba por la puerta, y luego cerró con el mayor sigilo para no
despertarme. Miré mi reloj y vi que eran las siete y media. Me dormí enseguida,
pero poco después me despertaron unos golpes rápidos y suaves a la puerta.
Alguien abrió y encendió la luz, miró un momento sin entrar, apagó y se fue.
Cuando
volví a despertar eran las nueve. Me vestí y crucé el rellano. Mi tía me dijo
que Ruso había tenido que salir y mi tío me acompañó al departamento de los
Rubio para que me diera una ducha.
El
departamento de los Rubio estaba en el segundo piso, en línea vertical con el
de mis tíos. Con sólo entrar recordé la amplitud que había tenido el de mis
tíos antes del arreglo y sentí una zozobra que me imaginé que ellos debían de sentir
cada vez que usaban ese baño.
Mi
tío se quedó en el pasillo esperando a que yo terminara y pensé que no tenía
tanta confianza con los Rubio como para dejarme solo. Me apuré en hacer lo que
tenía que hacer y cuando salí del baño tuve que tocarle el hombro porque se
había adormecido en la única silla del vestíbulo.
—Ya
acabé.
Volvió
en sí con una expresión de susto que me causó lástima.
—Me
quedé dormido. —Se levantó—. Voy a aprovechar para entrar yo también. Tú sube a
desayunar.
Adiviné
que quería entrar en el baño para cerciorarse de que todo estuviera en orden.
Lo dejé y subí a desayunar.
—¿Adónde
fue Ruso? —le pregunté a mi tía, que estaba barriendo el piso de la cocina.
—Por
ahí —contestó con un gesto vago—. ¿No te despertó cuando regresó del hospital?
—Alguien
abrió la puerta, pero no sé si lo soñé o fue verdad —dije para disculparme por
no haber hecho el menor intento de saludar a mi primo.
—Entró
a su cuarto por unos calcetines —dijo ella.
—¿Y
no volvió a entrar después? —pregunté.
—No,
¿por qué?
—Me
pareció que entró alguien después —dije—. Lo habré soñado.
Le
cambió la expresión y sus movimientos con la escoba se hicieron más lentos. Se
quedó pensativa, luego dijo:
—Me
olvidaba, quiero enseñarte algo. —Salió de la cocina y regresó con un libro en
la mano—. Mira lo que encontré ayer en mi cajonera.
Era
mi libro de poesía que le había regalado diez años antes en una de mis visitas.
—¿Todavía
lo conservas? —dije—. Deberías tirarlo.
—¡No
digas tonterías!
Lo
abrió al azar, alejó un poco la vista de las letras y movió los labios mientras
leía unos versos. Por suerte su escrutinio duró poco. Cerró el libro y repitió:
«¡No digas tonterías!», como si el par de líneas leídas la hubiera convencido
del valor inestimable de mi única incursión en el mundo de las letras.
—Lo
voy a dejar en el cuarto de Ruso, para que lo lea —dijo—. ¿No has escrito nada
más?
—No.
Lo dejé hace mucho.
Me
miró con aire aprensivo:
—¿Y
ya no tomas?
—Casi
no. —Me levanté de la mesa, puse mi taza de café en el fregadero y salí al
balcón.
La
mañana prometía un día espléndido y me acodé en el barandal a disfrutar de la
vista del jardín, preguntándome si alguien había entrado en el cuarto después
de Ruso o en verdad lo había soñado.
Oí
que abrían la puerta del departamento y abandoné mi postura creyendo que era mi
primo. Pero no era él, sino mi tío, y volví a acodarme tranquilamente. Me di
cuenta de que no tenía ganas de ver a Ruso y, aunque era todavía temprano,
decidí salir. Le dije a mi tía que no me esperaran a comer.
—Tengo
tres citas al hilo.
En
realidad era sólo una.
—Ruso
se va al hospital a las siete, a ver si llegas antes para saludarlo —dijo ella.
—Seguro
que sí.
La
cita que tenía en la tarde era tan poco prometedora que me sorprendió que el
representante de la editorial acudiera puntualmente, lo que me confirmó que
eran ciertos los rumores de que su compañía estaba a punto de quebrar. Propuse
un trato vago para unas coediciones bilingües y él se mostró interesado en el
mercado latinoamericano, pero no hizo ningún esfuerzo para concretar detalles.
Parecía que nos habíamos citado únicamente para disfrutar de un café en ese día
soleado que abría un boquete primaveral en el duro invierno de febrero. Sin
embargo, al despedirnos, el hombre me proporcionó una información jugosa que me
hizo concertar una cita para el día siguiente con un editor de más envergadura.
Si lograba con éste algún tipo de acuerdo, enderezaría la suerte del viaje, que
hasta ese momento había resultado muy malo.
Eran
las cinco y tenía tiempo de sobra para volver a casa de mis tíos y ver a Ruso,
pero la tarde, insólitamente luminosa y agradable, invitaba a caminar y me
encontraba en el barrio de las mejores librerías. Le hablé por teléfono a mi
tía para decirle que había surgido un compromiso de último momento y no me esperaran
a cenar. Ella protestó débilmente.
—¿Ruso
está despierto? —se me ocurrió que podría saludarlo por teléfono y así estar
libre de marcharme en cualquier momento sin necesidad de verlo.
—No,
duerme en su cuarto —dijo.
—Lo
veré mañana. Voy a tener que darles lata un día más.
—Quédate
todo el tiempo que quieras.
Llegué
a casa de mis tíos pasada la medianoche. Antes de subir entré en el bar de la
esquina para usar el baño y, de paso, tomé dos anices. Como había tomado un
poco en la tarde, al salir del bar me hallaba en un razonable estado de
embriaguez que podía disimular con bastante aplomo. Pero el elevador seguía sin
funcionar y, en ese estado, subir los cuatro pisos me agotó. Una vez arriba
pegué por curiosidad la oreja a la puerta de en medio. Escuché un vago ruido de
conductos y tuberías que no supe si era el de mi sangre. Saqué la llave, entré
en el cuarto de Ruso y vi mi libro sobre el buró con un lápiz insertado en el
punto en que había quedado interrumpida la lectura. Esa intrusión en mis viejos
versos, lejos de halagarme, me puso de mal humor. ¿Qué podría encontrar Ruso en
ellos, él que nunca abría un libro? Me molestaba ese lápiz anclado entre las
hojas y tuve ganas de coger el libro y hacerlo desaparecer. Pero me desvestí,
me puse el pijama y apagué la lámpara. Enseguida volví a encenderla y abrí el
libro. Llevaba ocho o nueve años de no asomarme a su interior. Lo que me temía:
había unos versos subrayados a lápiz, no muchos, pero suficientes para saber
que Ruso había encontrado en esas páginas alguna materia de reflexión. Volví a
dejar el libro sobre el buró y apagué la luz. Mi corazón latía deprisa. Después
de tantos años no me había curado. Comprobar que mi libro seguía vivo, que aún
podía reverdecer en manos de otros, me alteraba el flujo sanguíneo.
Me
acosté con la cara vuelta hacia el muro, por si Ruso, al regresar del hospital,
entraba otra vez en el cuarto. Ahora menos que nunca quería verlo y de sólo
imaginar sus balbuceos elogiosos sentí un frío en la espalda.
Al
otro día, cuando llamé a casa de mis tíos, Ruso no estaba porque había tenido
que salir y me pregunté si no me estaba eludiendo. Tal vez temía que le
reprochara el haber consentido aquel arreglo humillante y que lo culpara de no
haber encontrado todavía un departamento decente para él y sus padres.
Bajé
con mi tío al departamento de los Rubio y, cuando subí a desayunar, le pregunté
a mi tía si Ruso volvería pronto. Me dijo, mientras se agachaba con la escoba
para alcanzar un rincón difícil, que no lo sabía. Estábamos solos, porque mi
tío había ido a un mandado. Ella se enderezó, paró de barrer, me miró y espetó
en voz baja:
—Ve
a una mujer.
A
esas horas de la mañana eso significaba ver a una mujer madura.
—¿Casada?
—pregunté.
Ella
me miró con expresión ceñuda:
—Vieja
—espetó.
—¿Qué
tan vieja?
Se
alzó de hombros, como si no valiera la pena entrar en detalles. Era vieja,
punto.
—Ojalá
pudieras hablar con él —dijo.
—¿Qué
quieres que le diga?
—Cualquier
cosa, que tenga cuidado, que no haga tonterías. ¿Y si el marido se entera? Para
nosotros es tan difícil, en cambio a ti te haría caso.
Claro,
porque yo era, por mi minúscula trayectoria literaria, el sabio de la familia.
Sólo eso me faltaba: reprender a mi primo.
—Nunca
coincidimos —me defendí.
—Es
su horario infame.
Pensé
que, lejos de ser infame, tener el turno de noche tenía sus ventajas. En la
mañana, con los maridos en el trabajo y los hijos en la escuela, muchas mujeres
se quedaban solas y, sabiéndolo explotar, era un inmenso coto de caza.
—Lo
espero un rato, a ver si regresa —dije, y salí al balcón.
Era
una mañana soleada como el día anterior. Poco después, mi tío, de regreso de la
calle, vino a acodarse a mi lado y empezó a hablarme del jardín, de un problema
que habían tenido con los pinos del fondo, que formaban un rincón un poco lúgubre.
Era el mismo jardín que yo había conocido de niño y en el que nunca había
jugado, porque estaba prohibido. Por eso, pensé, había permanecido idéntico, y
tal vez por eso, mis tíos, acostumbrados a su diaria lección de inmutabilidad,
no habían advertido el cambio de los tiempos. Mientras la mayoría de los otros
vecinos había hecho lo necesario para asegurarse la compra de sus respectivos
departamentos, ellos habían seguido con el régimen de alquiler, confiando en
sus treinta años de antigüedad en el edificio, en sus buenas relaciones con el
viejo dueño y en el orden invariable de aquel jardín pulcro e inexpresivo.
Tal
vez Ruso, me dije, se había hecho amante de la mujer casada para poder usar su
baño, en el que podía hacer sus necesidades sin apuros, evitando la humillación
de bajar a casa de los Rubio.
Un
ruido a mi izquierda, proveniente del balcón de los vecinos, me hizo volver la
cabeza. Se abrió la puerta del cuarto del fondo, que antes del arreglo había
sido la recámara de mis tíos, y apareció una mujer alta y atractiva, de unos
cuarenta años, que nos dio los buenos días con una voz aflautada que
desentonaba con la agresividad de su porte. «La esposa del nuevo dueño», pensé
cuando mi tío la saludó obsequiosamente. Tenía un paquete de cartón en la mano,
se puso de cuclillas y dejó caer en el piso del balcón una parte del contenido
del paquete, que resultó ser arroz. Formó un montoncito que arregló con su mano
de uñas largas, pintadas de rojo, y dijo sin levantar la mirada:
—Veo
que tiene visitas, señor Andrés.
—Es
mi sobrino —contestó prontamente mi tío—. ¿Recuerda que le hablé de él?
—Claro.
—Se puso de pie y caminó hacia nosotros para tenderme la mano—. Así que usted
es el poeta. A mí me encanta la poesía.
—Mucho
gusto. —Le di la mano por encima de la división de aluminio y, cuando volvió a
acuclillarse para formar otro montoncito de arroz, miré sus pies que asomaban
provocativamente de los zapatos abiertos, las uñas pintadas del mismo color que
las de las manos, y sentí un tenue aflojamiento en el estómago. Ella me miró un
segundo y debió de percatarse de que los estaba mirando.
—¿Cómo
se vive del otro lado del Atlántico? —preguntó.
—Ni
bien ni mal, como en todas partes —contesté.
—En
ningún lado se vive igual que en otro —dijo con una gravedad afectada, como
para insinuarme que había estado en muchos sitios.
—Depende
del punto de vista —dije por decir algo, y ella no contestó nada, tal vez
decepcionada por mi respuesta. Tal vez esperaba de mí, un poeta, una frase
profunda.
Me
preguntó cuándo me iba, y le dije que al día siguiente.
—Es
un hombre muy ocupado —dijo mi tío.
Ella
se incorporó y con el pie derecho empujó hacia el montoncito de arroz unos
granos que se habían corrido. Lo hizo adrede, consciente del impacto de sus
piernas, y esa coquetería, aunque vulgar, me causó otro pequeño estrago
interno.
—Se
están acabando el arroz en minutos —dijo, dirigiéndose a mi tío que, por
consideración hacia ella, había dejado de recargarse con los codos sobre el
barandal.
—Tal
vez sienten la primavera a la puerta y tienen más hambre —repuso él.
Mientras
hablaban de los pájaros no perdí de vista sus pies, y cuando nuestros ojos se
encontraban había en su mirada ese debilitamiento que revela el interés
femenino.
Tampoco
mi tío era insensible a sus encantos. Hablaba con un tono impostado, como para
parecer más agudo y mundano de lo que era.
Oímos
sonar el teléfono, ella me tendió rápidamente la mano y, al decirme «mucho
gusto», otra crepitación en sus ojos negros me aceleró el pulso. Se dio la
vuelta con el paquete de arroz en la mano y le gritó a mi tío desde el otro
extremo del balcón: «¡Salúdeme a la señora!».
—Le
habla su marido —murmuró mi tío cuando oímos que la puerta se cerraba—. Es
mayor que ella y está siempre de viaje.
Me
llevé los dedos a la nariz para oler el perfume que su apretón me había dejado
en la mano. Temí que mi acaloramiento fuera visible y que mi tío se diera
cuenta de que me había gustado. Pero él dijo:
—Nos
han quitado también los pájaros.
—¿Qué
pájaros?
—Tu
tía siempre ponía arroz para los pájaros, acuérdate, pero ahora los pájaros van
con ellos, porque nosotros no tenemos espacio. Tu tía se lo pidió de favor,
para que los pájaros siguieran comiendo. ¡Es lo único que les hemos pedido!
Cada semana compramos un kilo de arroz y se lo dejamos en el balcón. Pero esta
semana sólo lo ha hecho tres veces, y tu tía quiere que yo le llame la
atención.
Me
acordé del altercado que habían tenido poco después de mi llegada y supuse que
tenía que ver con eso. Volví a oler disimuladamente mi mano.
—Es
la primera vez que pone dos montoncitos de arroz —continuó él—. Siempre pone
uno, como venga. Hoy se entretuvo una barbaridad —había en su expresión, pese a
su sonrisa, un algo resentido, como si se hubiera percatado de la atención que
me había dispensado la mujer y sintiera celos.
—Seguramente
le di la impresión de ser un pedante —dije—, pero no me gusta que me llamen
poeta.
—¿Por
qué no, si lo eres? —y me preguntó a quemarropa—: ¿Se te hace guapa?
—Más
que guapa, sensual.
El
primer pájaro aterrizó en la cornisa del balcón, se acercó dando pequeños
brincos a uno de los puñados de arroz y enseguida llegaron sus compañeros,
provenientes de los eucaliptos, y empezaron a disputarse la comida. Me llevé
otra vez la mano a la nariz y cerré los ojos durante unos segundos para
entender dónde había olido ese aroma. Al abrirlos, mi tío, que se había dado
cuenta de mi interés olfativo, giró la cabeza hacia el lado contrario. Fue ese
gesto elusivo lo que me hizo conectar el perfume de mi mano con el de la cama
de Ruso. Era el mismo aroma floral que había olido la noche de mi llegada al
tenderme en la cama de mi primo. Me sonrojé, giré a mi vez la cara hacia el
otro lado y tuve miedo de que mi tío se volviera hacia mí y empezara a
contármelo todo. Pero él, rompiendo el silencio que se había instalado entre
nosotros, me señaló la pequeña parvada de palomas que volaba en nuestra
dirección.
—Llegan
siempre después —dijo—. Dejan que los gorriones se adelanten, para estar más
seguras.
La
parvada aterrizó directamente sobre el piso del balcón y se integró al reparto
de la comida sin molestar a los gorriones, que se veían diminutos junto a las
recién llegadas. Mi tío no volvió a abrir la boca y estuvimos mirando en
silencio la apresurada comilona de los dos grupos. Ahora sabía quién, la mañana
anterior, después de Ruso, luego de tocar suavemente, había abierto la puerta
del cuarto y prendido la luz, y sentí envidia por mi primo.
Sonó
el teléfono, mi tía fue a contestar y me dijo que era para mí. Una voz de mujer
me informó que estaba hablando con la secretaria particular del editor con
quien tenía cita en la mañana. El editor había tenido que salir urgentemente de
la ciudad y no estaría de regreso antes de tres días. Hablaban para disculparse
y cancelar la cita. Después de colgar me quedé inmóvil, la mano sobre el
aparato, sintiendo todo el vacío y la inutilidad de mi viaje, y mi tía, al ver
que no me movía, preguntó qué me pasaba.
—Nada…
Hablaron para adelantar la cita de una hora. Tengo que irme.
—Entonces
a lo mejor te va a dar tiempo de comer con nosotros.
—No.
Tendré que ver a otra persona a la hora de comer.
—¡Tú
y tus citas! ¡No te hemos visto! ¡Y Ruso se va esta tarde a R., a un curso de
actualización, y no regresa hasta pasado mañana en la noche!
—¿A
qué hora se va?
—A
las cinco.
—Aquí
estaré, no te preocupes.
Ya
en la calle, no sabiendo adonde ir, me dirigí a mi vieja escuela primaria, un
caserón de ladrillos y enormes ventanas donde no lo había pasado nada bien.
Cada vez que regresaba, terminaba por visitar ese lugar que no me traía ningún
buen recuerdo. Era una especie de gesto automático que realizaba con
resignación. Entonces oí que me llamaban. Era la voz de un hombre y mis latidos
se apresuraron. Seguí de frente, sin volver la cara y pensé que no era para mí,
puesto que no me llamaron otra vez, pero sabía perfectamente que, si era Ruso,
no llamaría dos veces y doblé la esquina sintiéndome pusilánime.
No
me detuve en mi escuela, seguí de frente y me senté en un pequeño parque al que
no me ataba ningún recuerdo. Estuve mirando la gente que pasaba y temí que
pasara Ruso y me viera ahí, sentado como un viejo. Tal vez él y la mujer se
veían en el cuarto de mi primo como una especie de compensación por el despojo
del que habían sido objeto mis tíos. O quizá, más que una compensación, era la
causa misma del despojo. Tal vez el marido, después de enterarse, les había
rescindido el contrato a mis tíos para que se fueran, pero después, pensándolo
mejor, había optado por quitarles la mitad del departamento y dejar las cosas
como estaban, porque conocía a su mujer y prefería que fuera Ruso y no otro.
Mis tíos conservaban un espacio en el que habían vivido durante treinta años,
aunque reducido a la mitad y sin baño, y el marido, viviendo al otro lado de la
pared, conservaba cierto control de la situación.
Me
pregunté si Ruso, viéndome sentado en aquel banco, me reconocería. También esa
ciudad, que yo insistía en considerar una parte esencial de mí, me era ya
desconocida. Ruso, en cambio, la conocía a fondo. Tal vez, al salir del
hospital, visitaba a varias mujeres que lo esperaban después de despedir a sus
maridos y con las cuales hacía el amor deprisa, sin entregarse demasiado. Y
usaba sus baños. Por eso prefería el turno de noche. Tal vez cada mañana hilaba
un rosario de camas tibias recién abandonadas por los maridos y esa vida
anómala, nocturna, a contrapelo, era su venganza por tener que vivir en un
departamento sin baño y en un cuarto sin ventanas.
Me
dediqué durante el resto del día a vagar. A pesar de no conocer muchas de las
calles por las que anduve, todas tenían algo de conocido, como si alguna vez de
niño hubiera estado ahí con mi padre o mi madre, o como si hubieran bastado los
años de mi niñez para que esa ciudad armonizara para siempre conmigo.
Ya
de noche, después de visitar dos bares, regresé a casa de mis tíos, demasiado
tarde para ver a Ruso y no sé si más borracho por los tragos o de tanto
caminar. Por suerte habían arreglado el elevador.
—¿Qué
te pasó? —preguntó mi tía cuando abrió la puerta.
Entré
con paso vacilante y, seguido por ella, fui directo a la cocina, donde me dejé
caer sobre una silla. De la estufa venía un olor delicioso de carne
horneándose.
—Me
dijiste que lo habías dejado —dijo.
—Sólo
tomo el último día, antes de regresar. Últimamente, Amalia y yo… —Hice un gesto
con la mano para decirle que no deseaba entrar en materia.
Me
miró en silencio, esperando que terminara la frase, tal vez satisfecha de
descubrir que había problemas en mi matrimonio. Esa grieta me volvía más
cercano.
Volteó
hacia la estufa y dijo:
—Ruso
te estuvo esperando. Si hubieras llegado media hora antes, lo encuentras.
Mañana ya te vas, y no se han visto.
—Parece
que estaba escrito que no nos veríamos.
—Es
lo que le dije, parece que se pusieron de acuerdo.
Sí,
nos habíamos puesto de acuerdo. Yo no había girado la cabeza cuando oí que me
llamaban y él no había insistido. Ni siquiera le había dicho a mi tía que me
había visto. Nuestro único contacto había sido a través de mi libro. Y me
pregunté si era cierto que lo estaba leyendo, él que nunca leía nada. A lo
mejor había subrayado unos versos aquí y allá por pura cortesía, disculpándose
así de su escaso empeño en verme.
Apareció
mi tío, que después de saludarme cruzó una rápida mirada con mi tía y me dijo
que Amalia había hablado en la tarde.
—Le
di el número de vuelo y la hora de llegada, como me pediste. Me dijo que están
todos bien.
—Te
lo agradezco —dije.
—Te
hice la pierna —dijo mi tía, abriendo el horno para enseñarme el refractario
con la pierna dorada y las papas al romero, su especialidad, y hundió su
tenedor en la carne. Era el mejor olor que me había deparado el viaje.
—¡Se
ve delicioso! —dije inclinándome para inhalar el aroma, luego le tomé una mano,
se la besé y ella me abrazó, teniendo el tenedor en la mano:
—¡Vaya,
por fin un cariño! Te la has pasado de una cita a otra. ¡Por Dios! ¿Qué
tomaste?
—Anís.
—¡Si
aquí tenemos una botella de anís sin abrir! ¡Te hubieras emborrachado en casa,
sin gastar tanto!
Se
rieron, yo me reí con ellos y sentí que en el fondo me preferían tomado.
—Compré
un buen tinto para acompañar la pierna —dijo mi tío, sacando una botella de la
alacena. Era un Barbera de reserva, ideal para carnes rojas, y añadió con tono
sigiloso—: Hay que abrirlo media hora antes.
Empezó
a hablarme de vinos, vinos modestos, de supermercado, con un lenguaje digno de
marcas más selectas. Yo lo escuchaba sintiéndome a gusto en el calor de la
cocina y me dije que después de todo no había hecho mal en prolongar mi viaje
para visitarlos.
Luego
él descorchó el Barbera sin esperar a que estuviera la pierna y sacó dos quesos
del refrigerador.
—Lo
vas a terminar de emborrachar —dijo mi tía.
—No
estoy borracho —dije—, sólo cansado.
Entre
un sorbo y otro, como no queriendo la cosa, mientras la pierna terminaba de
cocinarse, nos acabamos el Barbera y, mientras a mi tía le brillaban los ojos,
mi tío tomó una senda filosófica que no prometía nada bueno.
El
Barbera me estabilizó en un sopor tenue y extrañé por primera vez a Ruso, su
juventud y su fuerza. Tal vez, si lo hubiera saludado cuando me llamó en la mañana,
habríamos recorrido juntos las calles que yo había explorado en un estado de
íntima ensoñación. En su compañía habría descubierto el rostro real de esa
ciudad, a la que sólo conocía de un modo subjetivo y disperso. Tal vez me
habría llevado con esas mujeres que lo esperaban en la mañana, diciéndoles que
yo era su primo que vivía en el extranjero y les habría pedido que por esta vez
se acostaran conmigo y no con él. ¿No había escrito en mi libro que nunca había
hecho el amor con una mujer de mi tierra? Tal vez Ruso había leído esos versos.
Volví
a oler mi mano, que ya no conservaba ningún rastro del perfume de la mañana, y
cuando mi tía sirvió la pierna, mi tío descorchó otro tinto, un tempranillo del
año, y empezamos a comer con una calma meditada y voluptuosa, como si nos
hubieran dicho que no volveríamos a vernos. Mi tío no dejaba que se vaciaran
los vasos y el tempranillo apenas nos alcanzó para la carne.
—¡Noche
de bacinica! —exclamó él alegremente. Quiso abrir otra botella para la
sobremesa, pero mi tía se lo impidió:
—¡Estás
borracho, Andrés!
Discutieron
de pie, volvieron a sentarse y yo volví a extrañar a Ruso. Decidieron sacar el
licor de naranja para acompañar el postre, una mousse de mango que era otra de las gracias culinarias de mi tía,
pero yo ya quería acostarme. El licor de naranja me deprime, porque lo
relaciono con la Navidad. Y me acordé de la llamada de Amalia y me invadió una
desazón honda, que se concentró en mi vientre. El viaje, en el que había
depositado grandes esperanzas, había sido un fracaso: citas tibias con los
editores, vagos acuerdos que no comprometían a nada y, para finalizar, aquel
arreglo en casa de mis tíos, con la expropiación del balcón, el jardín pulcro y
mi primo invisible.
—¿Qué
te pasa? —preguntó mi tía.
—Nada,
el editor me dejó plantado —exclamé sin mirarla.
—¿Cuál
editor?
—Mierda
de viaje, no conseguí ni un contrato.
Se
hizo un corto silencio en la mesa.
—¿Y
todas esas citas? —preguntó mi tía.
—Por
eso me emborraché. Del coraje.
—No
digas eso. No estás borracho.
—Ya
ni siquiera me sé emborrachar. —Y mirando a mi tío le pregunté—: Amalia te
preguntó si había tomado, ¿verdad?
Él
asintió con la cabeza.
—¡Dios
santo, no te pongas así! —exclamó mi tía—. ¡La próxima vez tendrás más suerte!
Me
levanté de la mesa:
—Me
voy a dormir, estoy muy cansado.
—¿Y
la mousse? ¿No vas a probar la mousse?
No
contesté, los dos se me quedaron viendo con la mirada nublada y yo salí del
departamento. En el rellano, cuando cerré la puerta, sentí un mareo muy fuerte
y tuve que apoyarme a la pared. Entonces noté que la puerta de los dueños
estaba ligeramente abierta y que había otra puerta atrás, casi pegada, de color
más oscuro. Una doble puerta. Así que no era del todo cierto que los dueños
tenían una puerta menos que mis tíos. Ellos también tenían dos, si bien una
pegada a la otra. Tal vez habían puesto la segunda precisamente para no quedar
en desventaja. La exterior abría hacia afuera, por eso se podía ver la de
adentro, que estaba cerrada, quién sabe si por completo, porque me pareció oír
algo, tal vez una respiración, y me quedé inmóvil, un poco por escuchar y un
poco por el mareo. Llevaba un rato así cuando mi tía abrió la puerta y, al
verme recargado en la pared, se sobresaltó:
—¿Qué
haces?
Tenía
en la mano un platito con una porción de mousse.
—Me
dio un mareo —dije.
—Entra
a sentarte —dijo ella.
—No,
ya me voy a dormir. —Y añadí con un gesto de disculpa para librarme de la mousse—: No tengo ganas de dulce, lo
probaré mañana.
Ella
me miró con una expresión neutra, sosteniendo el platito de un modo vacilante,
y de golpe ligué su titubeo con la puerta abierta y comprendí que la mousse no era para mí, sino para la
mujer. La puerta estaba así para que ella depositara el platito en el piso y se
retirara, probablemente después de tocar la puerta interior. Quizá también
aquello formaba parte del arreglo.
—Cambié
de idea —dije, tomando la mousse—. Lo
comeré antes de dormirme.
—Lo
hice para ti —dijo.
Crucé
el rellano, saqué la llave y la inserté en la puerta de Ruso.
—Buenas
noches —dije.
—Buenas
noches, hijo, descansa.
Entré
en el cuarto, cerré y me quedé a oscuras, hasta oír que ella cerraba su puerta
con llave. Entonces prendí la luz, dejé la mousse
sobre el escritorio y accioné el ventilador de pared. Vi que mi libro estaba
sobre el buró, con el lápiz insertado en las últimas hojas. Hubiera preferido
comprobar que Ruso no había avanzado ni una página, que su interés se había
varado a mitad del libro, pero la colocación del lápiz no dejaba dudas de que
había llegado al final. Al abrirlo, vi que había unos nuevos versos subrayados
y aquellos en que confesaba mi amargura por no haber hecho nunca el amor con
una mujer de mi tierra estaban marcados de un modo especial, con una señal
vistosa al margen. Tuve un presentimiento, abrí la colcha de la cama, me agaché
y percibí el flamazo del perfume. Ella acababa de estar ahí. Habían pasado la
tarde juntos.
Me
llevé el libro a la nariz, sabiendo que un libro no retiene un olor como una
tela y sólo inhalé la fragancia del papel viejo, pero regresé a la última
página y, al mirar de nuevo aquella señal vistosa y vertical, puesta al margen
de los versos donde yo decía que lamentaba no haber hecho nunca el amor con una
mujer nacida donde yo había nacido, comprendí que no había sido hecha por Ruso,
sino por ella. No era Ruso quien había leído mi libro en esos dos días, sino
ella, tomándolo del buró donde lo había dejado mi tía, tal vez después de hacer
el amor con mi primo y mientras él roncaba a su lado. Y cuando nos vimos en el
balcón, ya había leído una parte; por eso me había mirado como me había mirado.
Volví a observar con atención aquella doble franja vertical para convencerme de
que había sido hecha por una mano femenina y me pregunté, ante la virulencia
con que había sido trazada, si no era una señal para mí, tal vez para insinuar
un encuentro, una cita. ¿No era por eso que había dejado el lápiz en esa página
y su puerta estaba abierta en el rellano? Apagué la luz, fui a la puerta y la
abrí unos centímetros. La puerta exterior de su departamento seguía abierta y
oscilaba impulsada por una corriente de aire. Estuve en esa posición varios
minutos, espiando. Después me tendí en la cama, dejando la puerta entreabierta
para que ella supiera que había alguien adentro. Me tapé con la colcha, atento
al menor ruido. Tal vez dentro de poco escucharía aquellos golpes suaves,
urgidos, que me habían despertado la mañana anterior. Recordé con un íntimo
temblor las uñas de sus pies pintadas de rojo que asomaban provocativamente de
los zapatos abiertos y me dije que el viaje todavía podía enderezarse.