lunes, 25 de noviembre de 2019

LA ALQUIMIA MÍSTICA: LA POESÍA DE VANGUARDIA. (Fragmento). Cristián M. Sánchez Cascante.


LA ALQUIMIA MÍSTICA:
LA POESÍA DE VANGUARDIA. (Fragmento).
Cristián M. Sánchez Cascante./ Síntesis de la tesis de licenciatura en la Universidad Nacional en 2010. La versión completa se puede consultar en www.repositorio.una.ac.cr/scriptorium

(...)
El poema no es un conjunto de ideas y palabras sino un orden substancial. Un poema es la acción del Verbo. De ahí que sea imposible analizarlo, aislar hasta el último de sus acordes. Siempre quedará un acorde impenetrable, indecible; acorde es,  precisamente, el que hace de un conjunto de voces un orden substancial, un acto generador, un poema. (Eunice Odio, “Nostalgia del paraíso”, Cultura N9, enero-marzo 1961, p.62. Ana Antillón indica que el poeta es un profeta, “ es decir, un vehículo de la Divinidad que, a través de todas las cosas, quiere recordar que Ella se encuentra por ÉL y en ÉL y que es ÉL mismo. El hombre lo ignora porque perdió su contacto y se pasa buscando un camino para unirse de nuevo. El poeta es la Divinidad viviente cuando realiza el contacto. (Ana Antillón en Carlos Rafael Duverrán, Poesía contemporánea de Costa Rica, San José: Editorial Costa Rica, 1973, p.397.  El poeta es un vehículo de la Divinidad, porque debe revelar lo impenetrable y lo indecible con su poesía.
Fuente:
100 años de literatura
Costarricense         
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.
2018. Pags: 652-653

sábado, 23 de noviembre de 2019

El idioma materno Fabio Morabito. Fragmento.


El idioma materno
Fabio Morabito


SGRITTORE TRADITORE


A los siete años me enamoré de un compañero del colegio. Me habría podido enamorar de una niña, pero en mi escuela los niños y las niñas estaban separados, así que me enamoré de la única niña que estaba a mi alcance, y esa era Massimo P., un niño tímido de facciones delicadísimas que no hablaba con nadie. Era el primer día de colegio, estábamos en el recreo y Massimo se acercó a pedirme que le amarrara los cordones de los zapatos. Se veía desvalido entre tantos niños que gritaban correteando en el patio y quedé prendado de su hermosura y su fragilidad. «Pareces una niña», le dije, y él, quizá acostumbrado a oír eso, se limitó a sonreír. Acabó el recreo y regresamos al salón de clase. Su lugar estaba separado del mío por dos hileras, ni una sola vez volteó a verme y pensé que se había olvidado de mí.
Llegó la hora de la lectura. Cada uno debía leer en voz alta algunos trozos de un cuento que venía en el libro. Leyeron unos cuantos niños antes de que el maestro señalara a Massimo. El puso su dedo sobre el inicio del párrafo y pronunció la primera palabra; mejor dicho, la balbuceó; en la segunda palabra volvió a atorarse, y también en la siguiente. Leía tan mal, que no pudo concluir la frase, el maestro perdió la paciencia y le dijo a otro que siguiera leyendo. Acepté la triste verdad: Massimo P., a pesar de su apariencia angelical, era un burro redomado. Entonces llegó mi turno. Tomé una decisión repentina: leer peor que Massimo. Pienso que, de haberlo hecho, ahora sería un hombre mejor del que soy. Si hay episodios decisivos en la infancia, ése fue uno de ellos, porque después de equivocarme adrede en la primera línea me di cuenta de que no podría seguir estropeando una palabra más y me solté a leer con una fluidez que el maestro aprobó con un gesto de admiración. Esto es leer bien, dijo, y creo que fue entonces que vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos vocaciones estrechamente unidas.


ROBAR


A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto. Casi no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda más. Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y escribir yo mismo unos cuantos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más.
Todavía hoy, después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano para escribir, cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima agobiante de siempre. Gomo me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi disciplina.


LADRÓN Y CENTINELA


Cuando empecé a escribir me impuse un horario estricto: despertar todos los días a las 5:3o de la mañana para escribir al menos tres horas, salvo los domingos. Con altas y bajas lo he mantenido durante más de treinta años. Me lavo la cara, preparo un café y me pongo a escribir. No sé qué fue primero, si mi gusto por la escritura o por estar despierto cuando los demás duermen todavía. De niño, cuando iba a la escuela junto con mi hermano, él se adelantaba varios metros. Menor que él, tenía que esforzarme para mantener su paso. El día que mi madre me dio permiso para ir solo desperté muy temprano para adelantármele y me adelanté tanto, que fui el primero en llegar al colegio, cuando todavía era de noche. Mi hermano dormía aún, todos dormían aún. Esas salidas a destiempo se hicieron costumbre. Tal vez llegaba tan temprano al colegio como una forma de suplir mi bajo rendimiento escolar. Ser el testigo de las primeras ventanas encendidas me hacía sentir un centinela y creo que a la larga determinó mi inclinación por la escritura, a juzgar por el hecho de que siempre escribo en esta hora de patrullaje sigiloso, mientras los demás duermen. La gente va despertando mientras escribo, y es como haberles cuidado el sueño. Hay algo de centinela en escribir tan temprano, o de ladrón, o de ambas cosas. El ladrón con su sigilo cuida el sueño de sus víctimas, y el centinela, por su parte, ¿no usurpa algo a quienes están bajo su cuidado?
¿No se queda con algo de ellos de manera indebida? A fuerza de vigilarse mutuamente, centinelas y ladrones han terminado por parecerse y de lejos es difícil saber quién es quién. El escritor, en cierto modo, los fusiona, porque protege y roba, sustrae y aprovisiona al mismo tiempo. Escribo cuando los demás duermen todavia y por lo tanto escribo para que nadie despierte, para que sigan dormidos. Soy el que protege pero también el que acecha, el que le cuida la espalda a los otros y el que escribe a sus espaldas, la cabeza siempre inclinada sobre la escritura, como sólo la escritura es capaz de inclinar una cabeza.


LA VANIDAD DE SUBRAYAR


Un amigo mío, al que ya no veo, no abría un libro sin tener un lápiz a la mano para subrayar lo que le gustaba. Era indiferente el género del libro: poesía, novela, historia, ensayo político o científico. Leer y subrayar para él eran casi sinónimos. Tardé cierto tiempo en entender por qué me producía tanta incomodidad su ansia por dejar alguna marca visible en las páginas de sus libros. El aspiraba a escribir, tenía un indudable talento para ello, pero algo lo bloqueaba secretamente. Bastante mayor que yo, no había publicado una sola línea. Ahora creo que su manía de subrayar fue una de las causas de su esterilidad. Para empezar, era la coartada perfecta para no tener ningún libro prestado, pues se supone que uno no debe subrayar un libro que tiene que devolver. Así, en su vasta biblioteca no había un solo libro ajeno, todos eran suyos y, como eran suyos, podía subrayarlos libremente. Pronto entendí que había caído en un círculo vicioso y que no los subrayaba porque eran suyos, sino que, al ser suyos, tenía que subrayarlos. En cierto modo, no eran verdaderamente suyos hasta que no tuvieran algún subrayado.
Llegó a confesarme que habría sido capaz de reconocer sus subrayados en medio de miles de otros, no sólo por el tipo de rayas que hacía, que a mí en verdad me parecían perfectamente normales, sino por el tipo de cosas que le gustaba destacar. Pero cuando le pregunté qué eran esas cosas tan peculiares, sólo hizo un gesto vago e intuí que ese hombre varios años mayor que yo nunca publicaría nada. Subrayaba de manera compulsiva como un sustituto de la escritura misma. Al subrayar tanto se defendía de los libros, que mantenía a raya con sus rayas. Por eso nunca se animó a escribir uno. No habría soportado que alguien subrayara un libro escrito por él, pues aspiraba a escribir un libro perfecto, un libro subrayable de la primera hasta la última palabra, y encontrarse con un lector que sólo hallara algunas partes dignas de subrayarse, lo habría sumido en una profunda consternación.




LOS DEMASIADOS LIBROS


Hay árboles en los que se apoya un bosque. Puede que no sean los árboles más viejos, ni los más grandes ni los más altos; puede que no se distingan de la mayoría de los otros árboles, pero por algún motivo son las plantas que dieron un paso decisivo en el subsuelo, que inclinaron el tronco en la dirección debida en el momento debido y abrieron el camino a sus congéneres para transformar en bosque una simple arboleda. Lo mismo ocurre con los libros. En unos cuantos de ellos se apoya nuestra biblioteca. Puede que no sean los más viejos, ni los que más amemos, ni los que hayamos leído más veces, pero por algún motivo han determinado la dirección y el carácter del conjunto. En mi caso, uno de estos libros es El extranjero, de Albert Camus, un libro que me ha marcado en mi adolescencia y que, cada vez que lo releo, me gusta menos. Sin embargo, reconozco en él un ascendente sobre los otros libros de mi biblioteca, y ésta me parece impensable sin su presencia. Otro puntal de mi estantería es Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Al revés de El extranjero, cada vez que lo releo, me gusta más. Sobre estas dos columnas de Hércules se sostiene mi biblioteca.
Pero el símil es exagerado, pues mi biblioteca no tiene nada de hercúleo, siendo harto modesta, tanto en cantidad de libros como en rarezas. Guando ha caído en mis manos algún libro raro, de esos que hacen la delicia de los coleccionistas, lo he regalado en seguida. Carezco del menor orgullo bibliófilo y me aterran esas grandes bibliotecas que a la muerte de su dueño son adquiridas por alguna fundación o universidad. Un escritor de narrativa o de poesía que posea más de mil libros empieza a ser sospechoso. Para qué escribe, me pregunto. Sólo debería escribirse para paliar alguna carencia de lectura. Ahí donde advertimos un hueco en nuestra biblioteca, la falta de cierto libro en particular, se justifica que tomemos la pluma para, de la manera más decorosa posible, escribirlo nosotros. Escribir, pues, como un correctivo. Escribir para seguir leyendo.


EL CABALLO DE TROYA


Después de diez años de asedio infructuoso, los griegos, al parecer, se han ido, dejando un enorme caballo de madera delante de Troya. Los troyanos se acercan circunspectos. Discuten durante tres días si es mejor introducir el caballo en la ciudad o prenderle fuego. Entre ellos está Tairis, ciego de nacimiento y cuya agudeza de oído es legendaria. Después de tres días cunde la desesperación entre los guerreros griegos que se hallan en el vientre de la bestia. Sedientos y debilitados, han guardado un silencio absoluto por temor a ser descubiertos, sobre todo por Tairis, a quien Odiseo conoce. Al amanecer del cuarto día Tairis escucha un sonido casi imperceptible proveniente del interior del caballo. Se queda inmóvil. ¿Dónde y cuándo escuchó algo semejante? Ya recuerda: de joven acompañó a su padre comerciante en un largo viaje y visitaron Itaca, cuyo rey, Odiseo, los recibió en su casa. Recuerda el tintineo de la pulsera de oro del joven rey, que ahora ha vuelto a oír. Tairis va a hablar con el rey Priamo y le comunica que Odiseo está dentro del caballo; con él, de seguro, hay otros guerreros, posiblemente la crema y nata del ejército griego.
La treta ha sido descubierta. Priamo le ordena que no abra la boca. Sabe que si se corre la voz, la gente quemará el caballo y el fuego hará irreconocibles los cuerpos de los que ahí se esconden. El lleva diez años imaginando los rostros de Odiseo, de Agamenón y Menelao. Quiere verlos y, después del trato cruel que ha sufrido su adorado Héctor a manos de Aquiles, quiere que lo vean, que lo último que vean antes de morir sea su rostro y el de la esplendente Troya, que resistió a su asedio. Luego los colgará en la llanura, y los griegos, ante la visión de sus jefes ahorcados, se irán para siempre. Ordena pues introducir el caballo en la ciudad. No cuenta con el ruidoso festejo que esa noche estalla en todos los rincones y ablanda la vigilancia de los soldados. Los griegos logran deslizarse fuera del caballo y abrir las puertas. Algunos dicen que Odiseo, conociendo a Priamo, agitó su pulsera adrede.


LOS NOMBRES DE LOS MUERTOS


Los niños deberían aprender a leer y a escribir no por medio de sustantivos (casa, mamá, árbol, montaña), sino de nombres: Luis, Susana, Juan, Filiberto. Si digo montaña, todo el mundo sabe de lo que hablo, imaginará una montaña y hasta podrá dibujarla, pero si digo Patricia, la gente preguntará: ¿Qué Patricia? Tan palabra es Patricia como montaña, tan existentes son las Patricias como las montañas, pero mientras todas las montañas se parecen entre sí, y por eso pueden dibujarse, ninguna Patricia se parece a otra. Aprender a escribir con vocablos que carecen de un referente preciso, que no remiten a ningún objeto y a ninguna idea y que, como las piedras de los ríos, han perdido su significado a fuerza de tanto frotamiento, les enseñaría a los niños a valorar el sinsentido de las palabras, a repetirlas sin más, con perplejidad o alegría, lo que afinaría su capacidad conjetural, idiomática y, de paso, su oído.
Y para no caer en el abstraccionismo y dotar a los nombres de una seriedad fuera de toda duda, ahí están los nombres de los muertos. Las clases de escritura se trasladarían a los cementerios, donde los niños se pasearían entre las tumbas para deletrear y memo rizar los nombres de los difuntos. Nada como esos nombres grabados en las lápidas (los más puros que hay, porque con ellos ya no se llama a nadie) para intimar con el sonido de las palabras, ese sonido que los actuales métodos de enseñanza de la escritura, basados enteramente en la equivalencia del signo escrito con la cosa que representa, subordinan demasiado pronto a la tiranía del concepto. Nada mejor que ellos, que resplandecen como una cosa autónoma conforme se apaga la memoria del difunto, para probar la arbitrariedad del lenguaje y recordarnos que, a pesar de la palabra montaña, ninguna montaña se parece a otra, que todo es diferente de todo y que la vida está hecha de nombres propios. Sólo esos nombres, al no tragarse la mentira de la equivalencia y de la semejanza, nos proporcionan a base de lenguaje la salida del lenguaje, el atisbo de la realidad del mundo.


COCTEL DE BIENVENIDA


A los catorce años vacacioné por primera vez con mi familia en un gran hotel. Mientras Íbamos en la carretera rumbo a Acapulco revisé el folleto del establecimiento, que traía la frase «Coctel de bienvenida», e imaginé un agasajo organizado en alguno de los salones o en la orilla de la alberca para festejar nuestra llegada. Aunque no se me escapaba el tinte algo inverosímil del asunto, al repasar las fotos del hotel, con sus enormes espacios y jardines, su altura desmesurada, su clima aséptico y sus elevadores futuristas, concluí que ahí las cosas obedecían a una lógica nueva y sorprendente. No es que creyera que a nuestra llegada un destacamento de empleados correría a abrir el salón del primer piso, con terraza al mar, para desplegar decenas de manteles sobre las mesas, mientras otro destacamento tocaría las puertas de los cuartos para invitar a los huéspedes al coctel organizado en honor de mis padres, de mi hermano y mío; más bien supuse que en el salón con terraza al mar se llevaba a cabo un coctel continuo y que a nuestra llegada se nos anunciaría a las personas ahí reunidas, que harían un cerco festivo a nuestro alrededor, chocando sus vasos con los nuestros y haciéndonos mil preguntas. Tal vez, quién sabe, los primeros cocteles de bienvenida eran efectivamente así y se degradaron conforme se hizo oneroso mantener un convite permanente en el cual era preciso ofrecer bebidas gratis o a un precio muy bajo a los huéspedes encargados de dar la bienvenida a los otros.
 Tal vez dichos convites fueron sustituidos en un principio por un corrillo conformado únicamente por el empleado de la Recepción, el botones que sube la maleta al cuarto y dos o tres afanadoras, que brindaban a toda prisa en honor del huésped recién llegado, antes de regresar a sus labores; y acabaron en lo que son ahora: una bebida solitaria que nos espera en nuestra habitación, un triste brebaje que nos tomamos en la orilla de la alberca al lado de otros huéspedes que se asolean aburridos y, como nosotros, esperaban secretamente otra cosa.


EL ÚLTIMO HABLANTE


Es cada vez más frecuente oír acerca de alguna lengua que está a punto de extinguirse y de la cual quedan unos cuantos hablantes vivos, a veces una docena, a veces dos, a veces sólo uno. En un desesperado intento de rescate, antes de que desaparezcan de la faz de la tierra, lingüistas armados de grabadora compilan diccionarios y gramáticas de esos idiomas, valiéndose de la colaboración de quienes todavía los hablan. Tomemos a uno de estos últimos hablantes. Se trata de un hombre viejo, monolingüe, que lleva una vida pobre y apartada. Sus únicos familiares son dos nietas que le sirven de intérpretes. Ellas no hablan su lengua, pero la conocen lo suficiente como para hacerle entender las preguntas de los estudiosos. El hombre profiere las palabras de su idioma moribundo, que los lingüistas anotan con esmero. Pero resulta que, además de su edad avanzada y su semisordera, es tartamudo. Es el último hablante de su idioma y no puede pronunciar una sola palabra de corrido. Las dos nietas conocen bien el defecto de su abuelo y tratan de adivinar la forma correcta de cada palabra, «restando» los pedazos añadidos por su balbuceo. A los lingüistas no les queda más remedio que confiar en ellas. Reconocen que, para su labor de rescate, el tartamudeo facilita las cosas, porque deja cada palabra en estado puro, sin acento y perfectamente deletreada. En un sentido, todo tartamudo es un filólogo.
Pero surge una duda: ese hombre viejo que durante los últimos años ha vivido con su idioma incubado dentro de él, sin poder hablarlo con nadie, ¿recuerda las palabras «sanas» de su lengua o las evoca ya contaminadas por su defecto lingüístico? ¿Qué idioma recuerda? ¿El de su gente, libre de tartamudez, o el que estropeó durante toda su vida, ganándose seguramente las burlas de su gente? Surge pues la duda de si, de manera premeditada o no, ese hombre no se estará vengando, transmitiendo a la posteridad su versión atrabancada de los hechos, luego de padecer toda la vida las chanzas de sus semejantes, para quienes era una especie de loco o de inválido.


LENTITUD


Fernando y Alicia se conocen, se gustan y empiezan a salir. Ella vive sola, él con sus padres. Una tarde ella le pide que la acompañe a su casa porque debe cambiarse de ropa para ir a una cena. Lo invita a subir, pero él titubea y le dice que todavía no está listo para conocer su casa. Ella insiste, pero él repite que no está listo. A Alicia le gusta ese recato de él. Te taparé los ojos, le dice. Suben al departamento, le cubre los ojos con un pañuelo, lo hace sentarse en el sofá de la sala y va a su cuarto a cambiarse. Guando regresa, le ofrece un café. Platican, se dan un beso, toman otro café y él sigue con los ojos vendados. ¿Te gusta mi casa?, le pregunta Alicia, y Fernando contesta que se siente muy cómodo en ella. Entonces vente a cenar mañana, le dice. El titubea, pero Alicia le asegura que volverá a cubrirle los ojos. En efecto, cuando llega al otro día, ella le pone la venda y le hace un tour por el departamento, poniendo unos objetos en su mano para que los conozca con el tacto, entre ellos una foto de sus padres, y golpea cada cosa para que Femando escuche su sonido. Completa el recorrido acústico arrastrando sillas, rompiendo un vaso, abriendo los grifos de la cocina y corriendo el agua del retrete. Después lo lleva a su cuarto y ahí, en la cama, se le entrega sin pedirle que se quite la venda. En las siguientes semanas hacen el amor de la misma forma.
El ahora se mueve en esa casa con soltura, ya casi no choca contra los muebles como los primeros días y, por fin, le anuncia que está listo. Llega sin la venda en los ojos y cuando ella le abre la puerta, se queda inmóvil mirando la sala y el comedor, que conoce tan bien. ¿Es como te lo imaginabas?, le pregunta ella temblando. Nunca es como uno se lo imagina, responde él. Tómate tu tiempo, le dice ella, y se encierra en su cuarto. El pasa revista a todo el departamento y acaricia cada objeto casi sin mirarlo, inquieto por la idea de que la verá desnuda, y se acerca poco a poco a su recámara donde ella aguarda nerviosa y ruega que le guste toda la casa, incluido su cuerpo.
FICHA TÉCNICA:
  • Título del libroEl idioma materno
  • AutorFABIAN MORABITO
  • IdiomaCASTELLANO
  • EditorialGOG & MAGOG
  • FormatoPapel
  • Género del libroLiteratura y ficción
  • SubgénerosDrama
  • Tipo de narraciónCuento

Descripción

EL IDIOMA MATERNO
AUTOR: FABIO MORÁBITO
EDITORIAL: GOG & MAGOG
EDICIÓN: 2014
174 PÁGINAS

viernes, 22 de noviembre de 2019

Morabito Fabio - La Vida Ordenada.



Fabio Morábito nació en Alejandría, Egipto, el 21 de febrero de 1955. De padres italianos, pasó su infancia en Milán, para instalarse finalmente en México.
Es autor de los libros de poesía: Lotes baldíos Premio Carlos Pellicer en 1985, De lunes todo el año Premio Aguascalientes en 1991, y Alguien de lava 2002, contenidos en La ola que regresa, poesía reunida en 2006. Caja de herramientas (1989), que participa tanto del ensayo como del poema en prosa, fue publicado en Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Como escritor de literatura infantil, obtuvo el Premio White Raven en 1997 por Cuando las panteras no eran negras.
Su obra cuentística se compone de La lenta furia (1989), elogiado en su momento por José de la Colina como «la mayor revelación del género de los últimos años», La vida ordenada (2000) y También Berlín se olvida (2004). En el año 2006 le concedieron el premio Antonin Artaud por Grieta de fatiga.
Es traductor de italiano, y ha traducido la obra poética completa de Eugenio Montale y el Aminto de Torquato Tasso, entre otras muchas obras poéticas y en prosa. Parte de su obra ha sido traducida al alemán, inglés, francés, portugués e italiano
***        ¿Qué misterios, a un tiempo fantásticos y cotidianos, pueden desencadenarse cuando uno se olvida las llaves del piso, hace novillos o asiste a una fiesta en la que no conoce a ningún invitado? Los relatos que componen «La vida ordenada» exploran el aspecto engañoso que oculta la realidad de las grandes urbes. Sus protagonistas, víctimas de la insidia que los envuelve y sumidos en un particular periodo de crisis, se aferran, desconcertados, a un objeto o un pasado que los redima. Así, Enrique anhela huir de esa existencia anodina que le reitera que no es dueño siquiera de la casa donde reside; Antonio visita a la madre de Alfonso, su amigo de la infancia, para saldar una extraña deuda, y ese encuentro le cambiará la perspectiva de las cosas; Ricardo sospecha que alguien con oscuras intenciones va soltando ratas en el apartamento que su madre le legó y donde ha prometido no entrar hasta que un compañero de celda salga de la prisión…
 Fabio Morábito

 La vida ordenada

 Título original: La vida ordenada

Fabio Morábito, 2000
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
 Para Ethel
 El arreglo

 Llegué a casa de mis tíos cuando empezaba a oscurecer y, mientras subía con la maleta los cuatro pisos (el elevador no funcionaba), noté lo avejentado que estaba el edificio. En mis tiempos, con su amplio jardín arbolado que lo separaba de las demás construcciones, era el inmueble más elegante de la calle Sofonisba, y ahora, tal vez por ese mismo jardín tan fuera de época, parecía una isla en descomposición.

Faltando un piso para llegar me detuve a recobrar el aliento. Habían pasado seis años desde mi última visita y no quería dar una impresión de declive físico. Temía que mi primo Ruso, el miembro más joven de la familia, que a sus treinta años vivía todavía con mis tíos, hiciera alguno de sus comentarios sarcásticos. Subí y, cuando mi respiración se normalizó, toqué el timbre. Me abrió mi tía, que tardó un segundo en reconocerme. «¡Te esperábamos mañana!», dijo al abrazarme y vi con alivio que no había envejecido y conservaba su mirada alerta y mandona. Abracé enseguida a mi tío, que asomó desde la sala.
—¿Qué es esa cortina? —les pregunté señalando la cortina color crema que interrumpía el pasillo.
—El arreglo —dijo mi tío.
—¡Qué arreglo ni qué nada! —exclamó mi tía con su voz estridente—. Déjalo que descanse.
Me tomó del brazo y me llevó a la cocina para ofrecerme un café. En esa casa siempre lo recibían a uno con café, no importando la hora que fuera.
—¿Y Ruso? —pregunté.
—Se acaba de ir al trabajo —dijo mi tía.
—¿A esta hora?
—Tiene el turno de noche. No es tan pesado y le pagan mejor.
Me dijo que trabajaba como recepcionista en un hospital y regresaba del trabajo a las siete y media de la mañana. Después habló de otra cosa, pero yo seguía pendiente de la cortina del pasillo y, apenas pude, volví sobre el tema. Le pregunté de qué arreglo se trataba.
—Creía que ya lo sabías —dijo ensombreciéndose—. Le escribí a tu madre hace un año. ¿No te dijo?
—Me dijo que el nuevo dueño no les quería renovar el contrato.
—Hubo un arreglo.
Intervino mi tío, que estaba parado en el quicio de la puerta:
—Nos quitaron una parte del departamento. Ellos viven del otro lado.
Hizo un movimiento de cabeza para señalar más allá del pasillo. Lo miré sin saber si me estaba tomando el pelo, salí al pasillo, caminé hasta la cortina y la entreabrí. Había una pared blanca y al tocarla vi que era un muro sólido de tabiques, no una división prefabricada. Oí que mis tíos discutían. Entré en la sala, que se había reducido a la mitad de su tamaño. Ahí también estaba la cortina color crema, tras de la cual toqué la nueva pared, tan sólida como la otra. Dos de las tres ventanas habían desaparecido y me acerqué a la única que quedaba para echar un vistazo afuera. Mis tíos seguían discutiendo y oí que hablaban de una mujer. Tuve la impresión de que reanudaban una discusión que yo había interrumpido con mi llegada y esperé a que menguara el altercado antes de regresar a la cocina. Cuando lo hice, el café ya estaba servido, los dos guardaban un silencio lóbrego y vi que la mía era la única taza.
—¿Ustedes no toman? —pregunté.
—No a esta hora —contestó mi tía—, luego no dormimos.
Me acerqué a la puerta de vidrio que daba al largo balcón que recorría por fuera la longitud del departamento y vi unos barrotes de aluminio que lo dividían en dos. La parte de mis tíos se había reducido a un trozo ridículo que medía lo que el ancho de la cocina. Les habían quitado la parte más extensa, la que daba a la calle Sofonisba, desde la cual de niño podía ver las ventanas de mi departamento situado en la acera contraria.
—¿Y cuándo pasó todo? —pregunté.
—En junio cumplimos un año —dijo mi tía.
Me explicaron que los nuevos dueños, inicialmente, querían todo el cuarto piso. Le habían rescindido el contrato a la vecina de la puerta de enfrente, que tuvo que irse, pero después, al ver que no necesitaban tanto espacio, habían decidido quitarles a ellos sólo una parte del departamento, dejándoles incluso el recibidor de la vecina, que era donde dormía Ruso.
—Entonces Ruso tiene que cruzar el rellano para ir a su cuarto —dije.
—Según ellos —dijo mi tío—, nos hicieron un favor porque nos dejaron dos puertas en el rellano, mientras ellos sólo tienen una.
—Si no aceptábamos, teníamos que irnos —sentenció mi tía—. Y ahora dónde encuentras una renta barata. ¿Crees que no seguimos buscando?
Empezó a hablar de la escasez de los departamentos en renta y de los precios por las nubes. Yo la oía a medias, la cara pegada al vidrio, y cuando mi tío salió de la cocina, ella cambió de tema y me preguntó por Amalia y el niño.
Le dije que estaban bien y estuve a punto de enseñarle una foto de los dos que traía en la cartera, pero no lo hice. Miraba deprimido la drástica reducción del balcón y me arrepentí de haber prolongado mi viaje para visitarlos. Si me hubiera podido ir en ese instante, no lo habría pensado dos veces. Por suerte para justificar ante mi socio aquella extensión del viaje había tenido la precaución de arreglar dos citas con dos editores locales. Eran compromisos intrascendentes, pero me permitirían ocuparme en algo.
—Te ves cansado —dijo mi tía.
—Todavía no me acostumbro al cambio de horario.
—Dormirás en el cuarto de Ruso, si no te molesta.
—¿Dónde va a dormir él?
—De noche está en el hospital.
—Pero cuando llega del trabajo, querrá dormirse. ¿A qué hora tengo que despertarme?
—Cuando llega del trabajo se queda un rato dando vueltas por la casa o simplemente se va y regresa más tarde, así que duerme todo lo que quieras.
—No quisiera molestar.
—¡Cómo te has vuelto ceremonioso! —Y añadió con otro tono—: El único problema es el baño.
Supuse que se refería a la molestia de tener que cruzar el rellano para ir al baño.
—No es problema —dije—, cruzo el rellano. Traje mi bata.
—No tenemos baño —dijo mi tío, que reapareció en el quicio de la puerta y pronunció esa frase con la solemnidad de un mal actor que recita su único parlamento en una obra.
Recuerdo la mirada de los dos, como si me rogaran que les creyera para evitarse la humillación de tener que convencerme de que no se trataba de una broma. Se formó un silencio tan pulcro que llegó hasta nosotros la embestida de una ráfaga de viento contra los eucaliptos del jardín.
—Se supone que el cuarto de Ruso va a ser nuestro baño —dijo mi tía en voz baja, como si alguien nos oyera—, pero todavía falta que lo acondicionen. Por ahora nuestros vecinos del segundo piso, los Rubio, nos prestan el suyo en la mañana después de irse a trabajar. En la tarde bajamos con la conserje. También Ruso baja con ella, pero con los Rubio no, porque le caen mal.
—Nos aguantamos —dijo mi tío al ver mi expresión de incredulidad—. Uno se acostumbra.
—Por eso no te sirvo más café —añadió mi tía—. De todas formas, debajo de la cama de Ruso, por si acaso, hay una bacinica. No le he dicho nada a tu madre para no deprimirla.
Desvié la vista hacia el vidrio del balcón, y ella, al ver que yo no decía nada, añadió:
—Nos redujeron la renta a dos mil quinientos, que es el mínimo, y no nos podemos quejar. Hemos vivido aquí la mitad de nuestra vida. Hoy día, en una zona como ésta, no encuentras nada por menos de diez mil, lo que se dice nada.
Hasta ese momento recobré la certeza de que no habían perdido el juicio y asentí mecánicamente con la cabeza.
—No le diré nada a mamá —dije— para que no se deprima.
—Es mejor —dijo ella—. De todos modos, esto se va a resolver muy pronto, en dos semanas o a lo mucho en un mes.
No recuerdo de qué hablamos después, o quizá no hablamos, porque ya era la hora de su telenovela. Fuimos a la sala. Estaba tan cansado que frente al televisor se me cerraron los ojos.
—Vete a dormir —dijo mi tía, y no me lo hice repetir dos veces. Me dieron la llave del cuarto de Ruso y mi tío se ofreció a acompañarme, pero le dije que no hacía falta. Crucé el rellano con la maleta y, cuando metí la llave, me pareció oír un ruido proveniente de la puerta de en medio, la de los nuevos dueños del edificio, y me quedé a la escucha unos instantes. Después abrí el cuarto de Ruso, entré y prendí la luz. Era un cuarto pequeño y sin ventanas. Siguiendo el consejo de mi tía accioné el ventilador de pared. Se produjo un tenue zumbido semejante al eco de una caldera lejana, que me hizo pensar en el camarote de un barco. Me desvestí, apagué la luz y, al abrir la colcha de la cama, olí con agrado el leve perfume que desprendían las sábanas.
Mi tía me había pedido que no dejara las llaves pegadas a la cerradura, porque tal vez Ruso, de regreso del hospital, necesitaría entrar para coger alguna ropa, así que cuando oí en la mañana el ruido de la llave y de la puerta que se abría, supuse que era él. Por suerte yo me encontraba con la cara vuelta hacia el muro, así que me hice el dormido. Lo oí abrir un cajón de la base de la cama y hurgar en su interior. No prendió la luz, ayudándose únicamente con la del rellano que penetraba por la puerta, y luego cerró con el mayor sigilo para no despertarme. Miré mi reloj y vi que eran las siete y media. Me dormí enseguida, pero poco después me despertaron unos golpes rápidos y suaves a la puerta. Alguien abrió y encendió la luz, miró un momento sin entrar, apagó y se fue.
Cuando volví a despertar eran las nueve. Me vestí y crucé el rellano. Mi tía me dijo que Ruso había tenido que salir y mi tío me acompañó al departamento de los Rubio para que me diera una ducha.
El departamento de los Rubio estaba en el segundo piso, en línea vertical con el de mis tíos. Con sólo entrar recordé la amplitud que había tenido el de mis tíos antes del arreglo y sentí una zozobra que me imaginé que ellos debían de sentir cada vez que usaban ese baño.
Mi tío se quedó en el pasillo esperando a que yo terminara y pensé que no tenía tanta confianza con los Rubio como para dejarme solo. Me apuré en hacer lo que tenía que hacer y cuando salí del baño tuve que tocarle el hombro porque se había adormecido en la única silla del vestíbulo.
—Ya acabé.
Volvió en sí con una expresión de susto que me causó lástima.
—Me quedé dormido. —Se levantó—. Voy a aprovechar para entrar yo también. Tú sube a desayunar.
Adiviné que quería entrar en el baño para cerciorarse de que todo estuviera en orden. Lo dejé y subí a desayunar.
—¿Adónde fue Ruso? —le pregunté a mi tía, que estaba barriendo el piso de la cocina.
—Por ahí —contestó con un gesto vago—. ¿No te despertó cuando regresó del hospital?
—Alguien abrió la puerta, pero no sé si lo soñé o fue verdad —dije para disculparme por no haber hecho el menor intento de saludar a mi primo.
—Entró a su cuarto por unos calcetines —dijo ella.
—¿Y no volvió a entrar después? —pregunté.
—No, ¿por qué?
—Me pareció que entró alguien después —dije—. Lo habré soñado.
Le cambió la expresión y sus movimientos con la escoba se hicieron más lentos. Se quedó pensativa, luego dijo:
—Me olvidaba, quiero enseñarte algo. —Salió de la cocina y regresó con un libro en la mano—. Mira lo que encontré ayer en mi cajonera.
Era mi libro de poesía que le había regalado diez años antes en una de mis visitas.
—¿Todavía lo conservas? —dije—. Deberías tirarlo.
—¡No digas tonterías!
Lo abrió al azar, alejó un poco la vista de las letras y movió los labios mientras leía unos versos. Por suerte su escrutinio duró poco. Cerró el libro y repitió: «¡No digas tonterías!», como si el par de líneas leídas la hubiera convencido del valor inestimable de mi única incursión en el mundo de las letras.
—Lo voy a dejar en el cuarto de Ruso, para que lo lea —dijo—. ¿No has escrito nada más?
—No. Lo dejé hace mucho.
Me miró con aire aprensivo:
—¿Y ya no tomas?
—Casi no. —Me levanté de la mesa, puse mi taza de café en el fregadero y salí al balcón.
La mañana prometía un día espléndido y me acodé en el barandal a disfrutar de la vista del jardín, preguntándome si alguien había entrado en el cuarto después de Ruso o en verdad lo había soñado.
Oí que abrían la puerta del departamento y abandoné mi postura creyendo que era mi primo. Pero no era él, sino mi tío, y volví a acodarme tranquilamente. Me di cuenta de que no tenía ganas de ver a Ruso y, aunque era todavía temprano, decidí salir. Le dije a mi tía que no me esperaran a comer.
—Tengo tres citas al hilo.
En realidad era sólo una.
—Ruso se va al hospital a las siete, a ver si llegas antes para saludarlo —dijo ella.
—Seguro que sí.
La cita que tenía en la tarde era tan poco prometedora que me sorprendió que el representante de la editorial acudiera puntualmente, lo que me confirmó que eran ciertos los rumores de que su compañía estaba a punto de quebrar. Propuse un trato vago para unas coediciones bilingües y él se mostró interesado en el mercado latinoamericano, pero no hizo ningún esfuerzo para concretar detalles. Parecía que nos habíamos citado únicamente para disfrutar de un café en ese día soleado que abría un boquete primaveral en el duro invierno de febrero. Sin embargo, al despedirnos, el hombre me proporcionó una información jugosa que me hizo concertar una cita para el día siguiente con un editor de más envergadura. Si lograba con éste algún tipo de acuerdo, enderezaría la suerte del viaje, que hasta ese momento había resultado muy malo.
Eran las cinco y tenía tiempo de sobra para volver a casa de mis tíos y ver a Ruso, pero la tarde, insólitamente luminosa y agradable, invitaba a caminar y me encontraba en el barrio de las mejores librerías. Le hablé por teléfono a mi tía para decirle que había surgido un compromiso de último momento y no me esperaran a cenar. Ella protestó débilmente.
—¿Ruso está despierto? —se me ocurrió que podría saludarlo por teléfono y así estar libre de marcharme en cualquier momento sin necesidad de verlo.
—No, duerme en su cuarto —dijo.
—Lo veré mañana. Voy a tener que darles lata un día más.
—Quédate todo el tiempo que quieras.
Llegué a casa de mis tíos pasada la medianoche. Antes de subir entré en el bar de la esquina para usar el baño y, de paso, tomé dos anices. Como había tomado un poco en la tarde, al salir del bar me hallaba en un razonable estado de embriaguez que podía disimular con bastante aplomo. Pero el elevador seguía sin funcionar y, en ese estado, subir los cuatro pisos me agotó. Una vez arriba pegué por curiosidad la oreja a la puerta de en medio. Escuché un vago ruido de conductos y tuberías que no supe si era el de mi sangre. Saqué la llave, entré en el cuarto de Ruso y vi mi libro sobre el buró con un lápiz insertado en el punto en que había quedado interrumpida la lectura. Esa intrusión en mis viejos versos, lejos de halagarme, me puso de mal humor. ¿Qué podría encontrar Ruso en ellos, él que nunca abría un libro? Me molestaba ese lápiz anclado entre las hojas y tuve ganas de coger el libro y hacerlo desaparecer. Pero me desvestí, me puse el pijama y apagué la lámpara. Enseguida volví a encenderla y abrí el libro. Llevaba ocho o nueve años de no asomarme a su interior. Lo que me temía: había unos versos subrayados a lápiz, no muchos, pero suficientes para saber que Ruso había encontrado en esas páginas alguna materia de reflexión. Volví a dejar el libro sobre el buró y apagué la luz. Mi corazón latía deprisa. Después de tantos años no me había curado. Comprobar que mi libro seguía vivo, que aún podía reverdecer en manos de otros, me alteraba el flujo sanguíneo.
Me acosté con la cara vuelta hacia el muro, por si Ruso, al regresar del hospital, entraba otra vez en el cuarto. Ahora menos que nunca quería verlo y de sólo imaginar sus balbuceos elogiosos sentí un frío en la espalda.
Al otro día, cuando llamé a casa de mis tíos, Ruso no estaba porque había tenido que salir y me pregunté si no me estaba eludiendo. Tal vez temía que le reprochara el haber consentido aquel arreglo humillante y que lo culpara de no haber encontrado todavía un departamento decente para él y sus padres.
Bajé con mi tío al departamento de los Rubio y, cuando subí a desayunar, le pregunté a mi tía si Ruso volvería pronto. Me dijo, mientras se agachaba con la escoba para alcanzar un rincón difícil, que no lo sabía. Estábamos solos, porque mi tío había ido a un mandado. Ella se enderezó, paró de barrer, me miró y espetó en voz baja:
—Ve a una mujer.
A esas horas de la mañana eso significaba ver a una mujer madura.
—¿Casada? —pregunté.
Ella me miró con expresión ceñuda:
—Vieja —espetó.
—¿Qué tan vieja?
Se alzó de hombros, como si no valiera la pena entrar en detalles. Era vieja, punto.
—Ojalá pudieras hablar con él —dijo.
—¿Qué quieres que le diga?
—Cualquier cosa, que tenga cuidado, que no haga tonterías. ¿Y si el marido se entera? Para nosotros es tan difícil, en cambio a ti te haría caso.
Claro, porque yo era, por mi minúscula trayectoria literaria, el sabio de la familia. Sólo eso me faltaba: reprender a mi primo.
—Nunca coincidimos —me defendí.
—Es su horario infame.
Pensé que, lejos de ser infame, tener el turno de noche tenía sus ventajas. En la mañana, con los maridos en el trabajo y los hijos en la escuela, muchas mujeres se quedaban solas y, sabiéndolo explotar, era un inmenso coto de caza.
—Lo espero un rato, a ver si regresa —dije, y salí al balcón.
Era una mañana soleada como el día anterior. Poco después, mi tío, de regreso de la calle, vino a acodarse a mi lado y empezó a hablarme del jardín, de un problema que habían tenido con los pinos del fondo, que formaban un rincón un poco lúgubre. Era el mismo jardín que yo había conocido de niño y en el que nunca había jugado, porque estaba prohibido. Por eso, pensé, había permanecido idéntico, y tal vez por eso, mis tíos, acostumbrados a su diaria lección de inmutabilidad, no habían advertido el cambio de los tiempos. Mientras la mayoría de los otros vecinos había hecho lo necesario para asegurarse la compra de sus respectivos departamentos, ellos habían seguido con el régimen de alquiler, confiando en sus treinta años de antigüedad en el edificio, en sus buenas relaciones con el viejo dueño y en el orden invariable de aquel jardín pulcro e inexpresivo.
Tal vez Ruso, me dije, se había hecho amante de la mujer casada para poder usar su baño, en el que podía hacer sus necesidades sin apuros, evitando la humillación de bajar a casa de los Rubio.
Un ruido a mi izquierda, proveniente del balcón de los vecinos, me hizo volver la cabeza. Se abrió la puerta del cuarto del fondo, que antes del arreglo había sido la recámara de mis tíos, y apareció una mujer alta y atractiva, de unos cuarenta años, que nos dio los buenos días con una voz aflautada que desentonaba con la agresividad de su porte. «La esposa del nuevo dueño», pensé cuando mi tío la saludó obsequiosamente. Tenía un paquete de cartón en la mano, se puso de cuclillas y dejó caer en el piso del balcón una parte del contenido del paquete, que resultó ser arroz. Formó un montoncito que arregló con su mano de uñas largas, pintadas de rojo, y dijo sin levantar la mirada:
—Veo que tiene visitas, señor Andrés.
—Es mi sobrino —contestó prontamente mi tío—. ¿Recuerda que le hablé de él?
—Claro. —Se puso de pie y caminó hacia nosotros para tenderme la mano—. Así que usted es el poeta. A mí me encanta la poesía.
—Mucho gusto. —Le di la mano por encima de la división de aluminio y, cuando volvió a acuclillarse para formar otro montoncito de arroz, miré sus pies que asomaban provocativamente de los zapatos abiertos, las uñas pintadas del mismo color que las de las manos, y sentí un tenue aflojamiento en el estómago. Ella me miró un segundo y debió de percatarse de que los estaba mirando.
—¿Cómo se vive del otro lado del Atlántico? —preguntó.
—Ni bien ni mal, como en todas partes —contesté.
—En ningún lado se vive igual que en otro —dijo con una gravedad afectada, como para insinuarme que había estado en muchos sitios.
—Depende del punto de vista —dije por decir algo, y ella no contestó nada, tal vez decepcionada por mi respuesta. Tal vez esperaba de mí, un poeta, una frase profunda.
Me preguntó cuándo me iba, y le dije que al día siguiente.
—Es un hombre muy ocupado —dijo mi tío.
Ella se incorporó y con el pie derecho empujó hacia el montoncito de arroz unos granos que se habían corrido. Lo hizo adrede, consciente del impacto de sus piernas, y esa coquetería, aunque vulgar, me causó otro pequeño estrago interno.
—Se están acabando el arroz en minutos —dijo, dirigiéndose a mi tío que, por consideración hacia ella, había dejado de recargarse con los codos sobre el barandal.
—Tal vez sienten la primavera a la puerta y tienen más hambre —repuso él.
Mientras hablaban de los pájaros no perdí de vista sus pies, y cuando nuestros ojos se encontraban había en su mirada ese debilitamiento que revela el interés femenino.
Tampoco mi tío era insensible a sus encantos. Hablaba con un tono impostado, como para parecer más agudo y mundano de lo que era.
Oímos sonar el teléfono, ella me tendió rápidamente la mano y, al decirme «mucho gusto», otra crepitación en sus ojos negros me aceleró el pulso. Se dio la vuelta con el paquete de arroz en la mano y le gritó a mi tío desde el otro extremo del balcón: «¡Salúdeme a la señora!».
—Le habla su marido —murmuró mi tío cuando oímos que la puerta se cerraba—. Es mayor que ella y está siempre de viaje.
Me llevé los dedos a la nariz para oler el perfume que su apretón me había dejado en la mano. Temí que mi acaloramiento fuera visible y que mi tío se diera cuenta de que me había gustado. Pero él dijo:
—Nos han quitado también los pájaros.
—¿Qué pájaros?
—Tu tía siempre ponía arroz para los pájaros, acuérdate, pero ahora los pájaros van con ellos, porque nosotros no tenemos espacio. Tu tía se lo pidió de favor, para que los pájaros siguieran comiendo. ¡Es lo único que les hemos pedido! Cada semana compramos un kilo de arroz y se lo dejamos en el balcón. Pero esta semana sólo lo ha hecho tres veces, y tu tía quiere que yo le llame la atención.
Me acordé del altercado que habían tenido poco después de mi llegada y supuse que tenía que ver con eso. Volví a oler disimuladamente mi mano.
—Es la primera vez que pone dos montoncitos de arroz —continuó él—. Siempre pone uno, como venga. Hoy se entretuvo una barbaridad —había en su expresión, pese a su sonrisa, un algo resentido, como si se hubiera percatado de la atención que me había dispensado la mujer y sintiera celos.
—Seguramente le di la impresión de ser un pedante —dije—, pero no me gusta que me llamen poeta.
—¿Por qué no, si lo eres? —y me preguntó a quemarropa—: ¿Se te hace guapa?
—Más que guapa, sensual.
El primer pájaro aterrizó en la cornisa del balcón, se acercó dando pequeños brincos a uno de los puñados de arroz y enseguida llegaron sus compañeros, provenientes de los eucaliptos, y empezaron a disputarse la comida. Me llevé otra vez la mano a la nariz y cerré los ojos durante unos segundos para entender dónde había olido ese aroma. Al abrirlos, mi tío, que se había dado cuenta de mi interés olfativo, giró la cabeza hacia el lado contrario. Fue ese gesto elusivo lo que me hizo conectar el perfume de mi mano con el de la cama de Ruso. Era el mismo aroma floral que había olido la noche de mi llegada al tenderme en la cama de mi primo. Me sonrojé, giré a mi vez la cara hacia el otro lado y tuve miedo de que mi tío se volviera hacia mí y empezara a contármelo todo. Pero él, rompiendo el silencio que se había instalado entre nosotros, me señaló la pequeña parvada de palomas que volaba en nuestra dirección.
—Llegan siempre después —dijo—. Dejan que los gorriones se adelanten, para estar más seguras.
La parvada aterrizó directamente sobre el piso del balcón y se integró al reparto de la comida sin molestar a los gorriones, que se veían diminutos junto a las recién llegadas. Mi tío no volvió a abrir la boca y estuvimos mirando en silencio la apresurada comilona de los dos grupos. Ahora sabía quién, la mañana anterior, después de Ruso, luego de tocar suavemente, había abierto la puerta del cuarto y prendido la luz, y sentí envidia por mi primo.
Sonó el teléfono, mi tía fue a contestar y me dijo que era para mí. Una voz de mujer me informó que estaba hablando con la secretaria particular del editor con quien tenía cita en la mañana. El editor había tenido que salir urgentemente de la ciudad y no estaría de regreso antes de tres días. Hablaban para disculparse y cancelar la cita. Después de colgar me quedé inmóvil, la mano sobre el aparato, sintiendo todo el vacío y la inutilidad de mi viaje, y mi tía, al ver que no me movía, preguntó qué me pasaba.
—Nada… Hablaron para adelantar la cita de una hora. Tengo que irme.
—Entonces a lo mejor te va a dar tiempo de comer con nosotros.
—No. Tendré que ver a otra persona a la hora de comer.
—¡Tú y tus citas! ¡No te hemos visto! ¡Y Ruso se va esta tarde a R., a un curso de actualización, y no regresa hasta pasado mañana en la noche!
—¿A qué hora se va?
—A las cinco.
—Aquí estaré, no te preocupes.
Ya en la calle, no sabiendo adonde ir, me dirigí a mi vieja escuela primaria, un caserón de ladrillos y enormes ventanas donde no lo había pasado nada bien. Cada vez que regresaba, terminaba por visitar ese lugar que no me traía ningún buen recuerdo. Era una especie de gesto automático que realizaba con resignación. Entonces oí que me llamaban. Era la voz de un hombre y mis latidos se apresuraron. Seguí de frente, sin volver la cara y pensé que no era para mí, puesto que no me llamaron otra vez, pero sabía perfectamente que, si era Ruso, no llamaría dos veces y doblé la esquina sintiéndome pusilánime.
No me detuve en mi escuela, seguí de frente y me senté en un pequeño parque al que no me ataba ningún recuerdo. Estuve mirando la gente que pasaba y temí que pasara Ruso y me viera ahí, sentado como un viejo. Tal vez él y la mujer se veían en el cuarto de mi primo como una especie de compensación por el despojo del que habían sido objeto mis tíos. O quizá, más que una compensación, era la causa misma del despojo. Tal vez el marido, después de enterarse, les había rescindido el contrato a mis tíos para que se fueran, pero después, pensándolo mejor, había optado por quitarles la mitad del departamento y dejar las cosas como estaban, porque conocía a su mujer y prefería que fuera Ruso y no otro. Mis tíos conservaban un espacio en el que habían vivido durante treinta años, aunque reducido a la mitad y sin baño, y el marido, viviendo al otro lado de la pared, conservaba cierto control de la situación.
Me pregunté si Ruso, viéndome sentado en aquel banco, me reconocería. También esa ciudad, que yo insistía en considerar una parte esencial de mí, me era ya desconocida. Ruso, en cambio, la conocía a fondo. Tal vez, al salir del hospital, visitaba a varias mujeres que lo esperaban después de despedir a sus maridos y con las cuales hacía el amor deprisa, sin entregarse demasiado. Y usaba sus baños. Por eso prefería el turno de noche. Tal vez cada mañana hilaba un rosario de camas tibias recién abandonadas por los maridos y esa vida anómala, nocturna, a contrapelo, era su venganza por tener que vivir en un departamento sin baño y en un cuarto sin ventanas.
Me dediqué durante el resto del día a vagar. A pesar de no conocer muchas de las calles por las que anduve, todas tenían algo de conocido, como si alguna vez de niño hubiera estado ahí con mi padre o mi madre, o como si hubieran bastado los años de mi niñez para que esa ciudad armonizara para siempre conmigo.
Ya de noche, después de visitar dos bares, regresé a casa de mis tíos, demasiado tarde para ver a Ruso y no sé si más borracho por los tragos o de tanto caminar. Por suerte habían arreglado el elevador.
—¿Qué te pasó? —preguntó mi tía cuando abrió la puerta.
Entré con paso vacilante y, seguido por ella, fui directo a la cocina, donde me dejé caer sobre una silla. De la estufa venía un olor delicioso de carne horneándose.
—Me dijiste que lo habías dejado —dijo.
—Sólo tomo el último día, antes de regresar. Últimamente, Amalia y yo… —Hice un gesto con la mano para decirle que no deseaba entrar en materia.
Me miró en silencio, esperando que terminara la frase, tal vez satisfecha de descubrir que había problemas en mi matrimonio. Esa grieta me volvía más cercano.
Volteó hacia la estufa y dijo:
—Ruso te estuvo esperando. Si hubieras llegado media hora antes, lo encuentras. Mañana ya te vas, y no se han visto.
—Parece que estaba escrito que no nos veríamos.
—Es lo que le dije, parece que se pusieron de acuerdo.
Sí, nos habíamos puesto de acuerdo. Yo no había girado la cabeza cuando oí que me llamaban y él no había insistido. Ni siquiera le había dicho a mi tía que me había visto. Nuestro único contacto había sido a través de mi libro. Y me pregunté si era cierto que lo estaba leyendo, él que nunca leía nada. A lo mejor había subrayado unos versos aquí y allá por pura cortesía, disculpándose así de su escaso empeño en verme.
Apareció mi tío, que después de saludarme cruzó una rápida mirada con mi tía y me dijo que Amalia había hablado en la tarde.
—Le di el número de vuelo y la hora de llegada, como me pediste. Me dijo que están todos bien.
—Te lo agradezco —dije.
—Te hice la pierna —dijo mi tía, abriendo el horno para enseñarme el refractario con la pierna dorada y las papas al romero, su especialidad, y hundió su tenedor en la carne. Era el mejor olor que me había deparado el viaje.
—¡Se ve delicioso! —dije inclinándome para inhalar el aroma, luego le tomé una mano, se la besé y ella me abrazó, teniendo el tenedor en la mano:
—¡Vaya, por fin un cariño! Te la has pasado de una cita a otra. ¡Por Dios! ¿Qué tomaste?
—Anís.
—¡Si aquí tenemos una botella de anís sin abrir! ¡Te hubieras emborrachado en casa, sin gastar tanto!
Se rieron, yo me reí con ellos y sentí que en el fondo me preferían tomado.
—Compré un buen tinto para acompañar la pierna —dijo mi tío, sacando una botella de la alacena. Era un Barbera de reserva, ideal para carnes rojas, y añadió con tono sigiloso—: Hay que abrirlo media hora antes.
Empezó a hablarme de vinos, vinos modestos, de supermercado, con un lenguaje digno de marcas más selectas. Yo lo escuchaba sintiéndome a gusto en el calor de la cocina y me dije que después de todo no había hecho mal en prolongar mi viaje para visitarlos.
Luego él descorchó el Barbera sin esperar a que estuviera la pierna y sacó dos quesos del refrigerador.
—Lo vas a terminar de emborrachar —dijo mi tía.
—No estoy borracho —dije—, sólo cansado.
Entre un sorbo y otro, como no queriendo la cosa, mientras la pierna terminaba de cocinarse, nos acabamos el Barbera y, mientras a mi tía le brillaban los ojos, mi tío tomó una senda filosófica que no prometía nada bueno.
El Barbera me estabilizó en un sopor tenue y extrañé por primera vez a Ruso, su juventud y su fuerza. Tal vez, si lo hubiera saludado cuando me llamó en la mañana, habríamos recorrido juntos las calles que yo había explorado en un estado de íntima ensoñación. En su compañía habría descubierto el rostro real de esa ciudad, a la que sólo conocía de un modo subjetivo y disperso. Tal vez me habría llevado con esas mujeres que lo esperaban en la mañana, diciéndoles que yo era su primo que vivía en el extranjero y les habría pedido que por esta vez se acostaran conmigo y no con él. ¿No había escrito en mi libro que nunca había hecho el amor con una mujer de mi tierra? Tal vez Ruso había leído esos versos.
Volví a oler mi mano, que ya no conservaba ningún rastro del perfume de la mañana, y cuando mi tía sirvió la pierna, mi tío descorchó otro tinto, un tempranillo del año, y empezamos a comer con una calma meditada y voluptuosa, como si nos hubieran dicho que no volveríamos a vernos. Mi tío no dejaba que se vaciaran los vasos y el tempranillo apenas nos alcanzó para la carne.
—¡Noche de bacinica! —exclamó él alegremente. Quiso abrir otra botella para la sobremesa, pero mi tía se lo impidió:
—¡Estás borracho, Andrés!
Discutieron de pie, volvieron a sentarse y yo volví a extrañar a Ruso. Decidieron sacar el licor de naranja para acompañar el postre, una mousse de mango que era otra de las gracias culinarias de mi tía, pero yo ya quería acostarme. El licor de naranja me deprime, porque lo relaciono con la Navidad. Y me acordé de la llamada de Amalia y me invadió una desazón honda, que se concentró en mi vientre. El viaje, en el que había depositado grandes esperanzas, había sido un fracaso: citas tibias con los editores, vagos acuerdos que no comprometían a nada y, para finalizar, aquel arreglo en casa de mis tíos, con la expropiación del balcón, el jardín pulcro y mi primo invisible.
—¿Qué te pasa? —preguntó mi tía.
—Nada, el editor me dejó plantado —exclamé sin mirarla.
—¿Cuál editor?
—Mierda de viaje, no conseguí ni un contrato.
Se hizo un corto silencio en la mesa.
—¿Y todas esas citas? —preguntó mi tía.
—Por eso me emborraché. Del coraje.
—No digas eso. No estás borracho.
—Ya ni siquiera me sé emborrachar. —Y mirando a mi tío le pregunté—: Amalia te preguntó si había tomado, ¿verdad?
Él asintió con la cabeza.
—¡Dios santo, no te pongas así! —exclamó mi tía—. ¡La próxima vez tendrás más suerte!
Me levanté de la mesa:
—Me voy a dormir, estoy muy cansado.
—¿Y la mousse? ¿No vas a probar la mousse?
No contesté, los dos se me quedaron viendo con la mirada nublada y yo salí del departamento. En el rellano, cuando cerré la puerta, sentí un mareo muy fuerte y tuve que apoyarme a la pared. Entonces noté que la puerta de los dueños estaba ligeramente abierta y que había otra puerta atrás, casi pegada, de color más oscuro. Una doble puerta. Así que no era del todo cierto que los dueños tenían una puerta menos que mis tíos. Ellos también tenían dos, si bien una pegada a la otra. Tal vez habían puesto la segunda precisamente para no quedar en desventaja. La exterior abría hacia afuera, por eso se podía ver la de adentro, que estaba cerrada, quién sabe si por completo, porque me pareció oír algo, tal vez una respiración, y me quedé inmóvil, un poco por escuchar y un poco por el mareo. Llevaba un rato así cuando mi tía abrió la puerta y, al verme recargado en la pared, se sobresaltó:
—¿Qué haces?
Tenía en la mano un platito con una porción de mousse.
—Me dio un mareo —dije.
—Entra a sentarte —dijo ella.
—No, ya me voy a dormir. —Y añadí con un gesto de disculpa para librarme de la mousse—: No tengo ganas de dulce, lo probaré mañana.
Ella me miró con una expresión neutra, sosteniendo el platito de un modo vacilante, y de golpe ligué su titubeo con la puerta abierta y comprendí que la mousse no era para mí, sino para la mujer. La puerta estaba así para que ella depositara el platito en el piso y se retirara, probablemente después de tocar la puerta interior. Quizá también aquello formaba parte del arreglo.
—Cambié de idea —dije, tomando la mousse—. Lo comeré antes de dormirme.
—Lo hice para ti —dijo.
Crucé el rellano, saqué la llave y la inserté en la puerta de Ruso.
—Buenas noches —dije.
—Buenas noches, hijo, descansa.
Entré en el cuarto, cerré y me quedé a oscuras, hasta oír que ella cerraba su puerta con llave. Entonces prendí la luz, dejé la mousse sobre el escritorio y accioné el ventilador de pared. Vi que mi libro estaba sobre el buró, con el lápiz insertado en las últimas hojas. Hubiera preferido comprobar que Ruso no había avanzado ni una página, que su interés se había varado a mitad del libro, pero la colocación del lápiz no dejaba dudas de que había llegado al final. Al abrirlo, vi que había unos nuevos versos subrayados y aquellos en que confesaba mi amargura por no haber hecho nunca el amor con una mujer de mi tierra estaban marcados de un modo especial, con una señal vistosa al margen. Tuve un presentimiento, abrí la colcha de la cama, me agaché y percibí el flamazo del perfume. Ella acababa de estar ahí. Habían pasado la tarde juntos.
Me llevé el libro a la nariz, sabiendo que un libro no retiene un olor como una tela y sólo inhalé la fragancia del papel viejo, pero regresé a la última página y, al mirar de nuevo aquella señal vistosa y vertical, puesta al margen de los versos donde yo decía que lamentaba no haber hecho nunca el amor con una mujer nacida donde yo había nacido, comprendí que no había sido hecha por Ruso, sino por ella. No era Ruso quien había leído mi libro en esos dos días, sino ella, tomándolo del buró donde lo había dejado mi tía, tal vez después de hacer el amor con mi primo y mientras él roncaba a su lado. Y cuando nos vimos en el balcón, ya había leído una parte; por eso me había mirado como me había mirado. Volví a observar con atención aquella doble franja vertical para convencerme de que había sido hecha por una mano femenina y me pregunté, ante la virulencia con que había sido trazada, si no era una señal para mí, tal vez para insinuar un encuentro, una cita. ¿No era por eso que había dejado el lápiz en esa página y su puerta estaba abierta en el rellano? Apagué la luz, fui a la puerta y la abrí unos centímetros. La puerta exterior de su departamento seguía abierta y oscilaba impulsada por una corriente de aire. Estuve en esa posición varios minutos, espiando. Después me tendí en la cama, dejando la puerta entreabierta para que ella supiera que había alguien adentro. Me tapé con la colcha, atento al menor ruido. Tal vez dentro de poco escucharía aquellos golpes suaves, urgidos, que me habían despertado la mañana anterior. Recordé con un íntimo temblor las uñas de sus pies pintadas de rojo que asomaban provocativamente de los zapatos abiertos y me dije que el viaje todavía podía enderezarse.

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