jueves, 8 de febrero de 2024

EL TALON DE HIERRO JACK LONDON CAPÍTULO I





EL TALON DE HIERRO

JACK LONDON

2

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CAPÍTULO I

MI AGUILA

La brisa de verano agita las gigantescas sequoias y las ondas de la

Wild Water cabrillean cadenciosamente sobre las piedras musgosas.

Danzan al sol las mariposas y en todas partes zumba el bordoneo mecedor

de las abejas. Sola, en medio de una paz tan profunda, estoy

sentada, pensativa e inquieta. Hasta el exceso de esta serenidad me

turba y la torna irreal. El vasto mundo está en calma, pero es la calma

que precede a las tempestades. Escucho y espío con todos mis sentidos

el menor indicio del cataclismo inminente. ¡Con tal que no sea prematuro!

¡Oh, si no estallara demasiado pronto!1

Es explicable mi inquietud. Pienso y pienso, sin descanso, y no

puedo evitar el pensar. He vivido tanto tiempo en el corazón de la

refriega, que la tranquilidad me oprime v mi imaginación vuelve, a

pesar mío, a ese torbellino de devastación y de muerte que va a desencadenarse

dentro de poco. Me parece oír los alaridos de las víctimas,

ver, como ya lo he visto en el pasado2, a toda esa tierna y preciosa

carne martirizada y mutilada, a todas esas almas arrancadas violentamente

de sus nobles cuerpos y arrojadas a la cara de Dios. ¡Pobres

mortales como somos, obligados a recurrir a la matanza y a la destrucción

para alcanzar nuestro fin, para imponer en la tierra una paz y una

felicidad durables!

1 La segunda revuelta fue en gran parte la obra de Ernesto Everhard, aunque,

naturalmente, en cooperación con los líderes europeos. El arresto y la ejecución

de Everhard constituyeron el acontecimiento más notable de la primavera

de 1932. Pero había preparado tan minuciosamente ese levantamiento, que sus

camaradas pudieron realizar igualmente sus planes sin demasiada confusión ni

retardo. Después de la ejecución de Everhard, su viuda se retiró a Wake Robin

Lodge, una casita en las montañas de la Sonoma, en California.

2 Alusión evidente a la primera revuelta, la de la Comuna de Chicago.

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4

¡Y, además, estoy completamente sola! Cuando no sueño con lo

que debe ser, sueño con lo que ha sido, con lo que ya no existe. Pienso

en mi águila, que batía el vacío con sus alas infatigables y que emprendió

vuelo hacia su sol, hacia el ideal resplandeciente de la libertad

humana. Yo no podría quedarme cruzada de brazos para esperar el

gran acontecimiento que es obra suya, a pesar de que él no esté ya más

aquí para contemplar su ejecución. Esto es el trabajo de sus manos, la

creación de su espíritu3. Sacrificó a eso sus más bellos años y ofreció

su vida misma.

He aquí por qué quiero consagrar este período de espera y de ansiedad

al recuerdo de mi marido. Soy la única persona del mundo que

puede, proyectar cierta luz sobre esta personalidad, tan noble que es

muy difícil darle su verdadero y vivo relieve. Era un alma inmensa.

Cuando mi amor se purifica de todo egoísmo, lamento sobre todo que

ya no esté más aquí para ver la aurora cercana. No podemos fracasar,

porque construyó demasiado sólidamente, demasiado seguramente.

¡Del pecho de la humanidad abatí ida arrancaremos el Talón de Hierro

maldito! A una señal convenida, por todas partes se levantarán legiones

de trabajadores, y jamás se habrá visto nada semejante en la historia.

La solidaridad de las masas trabajadoras está asegurada, y por primera

vez estallará una revolución internacional tan vasta como el vasto

mundo4.

3 Sin que esto implique contradecir a Avis Everhard, puede hacerse notar que

Everhard fue simplemente uno de los muchos y hábiles jefes que proyectaron

la segunda revuelta. Hay, con el curso de los siglos, estamos en condiciones de

afirmar que, aunque Ernesto hubiese sobrevivido, el movimiento no habría por

eso fracasado menos desastrosamente.

4 La segunda revuelta fue verdaderamente internacional. Era un plan demasiado

colosal para que hubiera podido ser elaborado por el genio de un solo hombre.

En todas las oligarquías del mundo los trabajadores estaban listos para

levantarse a una señal convenida. Alemania, Italia, Francia y toda Australia

eran países de trabajadores, Estados socialistas dispuestos a ayudar a la revolución

de los demás países. Lo hicieron valientemente; y fue por eso que, cuando

la segunda revuelta fue aplastada, fueron aplastados ellos también por la alianza

mundial de las oligarquías y sus gobiernos socialistas fueron a su vez reemplazarlos

por gobiernos oligárquicos.

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5

Ya lo veis; estoy obsesionada por este acontecimiento que desde

hace tanto tiempo he vivido día y noche en sus menores detalles. No

puedo alejar el recuerdo de aquel que era el alma de todo esto. Todos

saben que trabajó rudamente y sufrió cruelmente por la libertad; pero

nadie lo sabe mejor que yo, que durante estos veinte años de conmociones

he compartido su vida y he podido apreciar su paciencia, su

esfuerzo incesante, su abnegación absoluta a la causa por la cual murió

hace sólo dos meses.

Quiero intentar el relato simple de cómo Ernesto Everhard entró

en mi vida, cómo su influencia sobre mí creció hasta el punto de convertirme

parte de él mismo y qué cambios prodigiosos obró en mi

destino; de esta manera podréis verlo con mis ojos y conocerlo como lo

he conocido yo misma; sólo callaré algunos secretos demasiado dulces

para ser revelados.

Lo vi por primera vez en febrero de 1912, cuando invitado a cenar

por mi padre5, entró en nuestra casa de Berkeley6; no puedo decir

que mi primera impresión haya sido favorable. Teníamos muchos invitados,

y en el salón, en donde esperábamos que todos nuestros huéspedes

hubieran llegado, hizo una entrada bastante desdichada. Era la

noche de los predicantes, como papá decía entre nosotros, y verdaderamente

Ernesto no parecía en su sitio en medio de esa gente de iglesia.

En primer lugar, su ropa no le quedaba bien. Vestía un traje de

paño oscuro, y él nunca pudo encontrar un traje de confección que le

quedase bien. Esa noche, como siempre, sus músculos levantaban el

5 John Cunningham, padre de Avis Everhard, era profesor de la Universidad

del Estado en Berkeley, California. Su especialidad eran las ciencias físicas,

pero se dedicaba a muchas otras investigaciones originales y estaba considerado

como un sabio muy distinguido. Sus principales contribuciones a la ciencia

fueron sus estudios sobre el electrón y, sobre todo, su obra monumental titulada

“Identidad, de la Materia y de la Energía”, en la cual estableció sin refutación

posible que la unidad última de la materia y la unidad última de la fuerza

son una sola y misma cosa. Antes de él, esta idea había sido entrevista, pero no

demostrada, por Sir Oliver Lodge y otros exploradores del nuevo campo de la

radioactividad.

6 Las ciudades de Berkeley, de Oakland y algunas otras situadas en la bahía de

San Francisco están ligadas a esta última capital por abarcas que hacen la

travesía en algunos minutos; virtualmente, forman una aglomeración única.

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6

género y, a consecuencia de la anchura de su pecho, la americana le

hacía muchos pliegues entre los hombros. Tenía un cuello de campeón

de boxeo7, espeso y sólido. He aquí, pues, me decía, a este filósofo

social, ex maestro herrero, que papá ha descubierto; y la verdad era que

con esos bíceps y ese pescuezo tenía un físico adecuado al papel. Lo

clasifiqué inmediatamente como una especie de prodigio, un Blind

Tom8 de la clase obrera.

Enseguida me dio la mano. El apretón era firme y fuerte, pero sobre

todo me miraba atrevidamente con sus ojos negros... demasiado

atrevidamente a mi parecer. Comprended: yo era una criatura del ambiente,

y para esa época mis instintos de clase eran poderosos. Este

atrevimiento me hubiese parecido casi imperdonable en un hombre de

mi propio mundo. Sé que no pude remediarlo y baje los ojos, y cuando

se adelantó y me dejó atrás, fue con verdadero alivio que me volví para

saludar al obispo Morehouse, uno de mis favoritos: era un hombre de

edad media, dulce y grave, con el aspecto v la bondad de un Cristo y,

por sobre todas las cosas, un sabio.

Mas esta osadía que yo tomaba por presunción era en realidad el

hilo conductor que debería permitirme desenmarañar el carácter de

Ernesto Everhard. Era simple y recto, no tenía miedo a nada y se negaba

a perder el tiempo en usos sociales convencionales. "Si tú me gustaste

enseguida, me explicó mucho tiempo después, ¿por qué no habría

llenado mis ojos con lo que me gustaba?" Acabo de decir que no temía

a nada. Era un aristócrata de naturaleza, a pesar de que estuviese en un

campo enemigo de la aristocracia. Era un superhombre. Era la bestia

rubia descrita por Nietzsche9, mas a pesar de ello era un ardiente demócrata.

7 En ese tiempo los hombres tenían la costumbre de combatir a puñetazos para

llevarse el premio. Cuando uno de ellos caía sin conocimiento o era muerto, el

otro se llevaba el dinero.

8 Músico negro que tuvo un instante de popularidad en los Estados Unidos.

9 Federico Nietzsche, el filósofo loco del siglo XIX de la era cristiana, que

entrevió fantásticos resplandores de verdad, pero cuya razón, a fuerza de dar

vueltas en el gran circulo del pensamiento humano, se escapó por la tangente.

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7

Atareada como estaba recibiendo a los demás invitados, y quizás

como consecuencia de mi mala impresión, olvidé casi completamente

al filósofo obrero. Una o dos veces en el transcurso de la comida atrajo

mi atención. Escuchaba la conversación de diversos pastores; vi brillar

en sus ojos un fulgor divertido. Deduje que estaba de humor alegre, y

casi le perdoné su indumentaria. El tiempo entretanto pasaba, la cena

tocaba a su fin y todavía no había abierto una sola vez la boca, mientras

los reverendos discurrían hasta el desvarío sobre la clase obrera,

sus relaciones con el clero y todo lo que la Iglesia había hecho y hacia

todavía por ella. Advertí que a mi padre le contrariaba ese mutismo.

Aproveché un instante de calma para alentarlo a dar su opinión. Ernesto

se limitó a alzarse de hombros, y después de un breve "No tengo

nada que decir", se puso de nuevo a comer almendras saladas.

Pero mi padre no se daba fácilmente por vencido; al cabo de algunos

instantes declaró:

–Tenemos entre nosotros a un miembro de la clase obrera. Estoy

seguro de que podría presentarnos los hechos desde un punto de vista

nuevo, interesante y remozado. Hablo del señor Everhard.

Los demás manifestaron un interés cortés y urgieron a Ernesto a

exponer sus ideas. Su actitud hacia él era tan amplia, tan tolerante y

benigna que equivalía lisa y llanamente a condescendencia. Vi que

Ernesto lo entendía así y se divertía.

Paseó lentamente sus ojos alrededor de la mesa y sorprendí en

ellos una chispa maliciosa.

–No soy versado en la cortesía de las controversias eclesiásticas –

comenzó con aire modesto; luego pareció dudar.

Se escucharon voces de aliento: "¡Continúe, continúe!" Y el doctor

Hammerfield agregó:

–No tememos la verdad que pueda traernos un hombre cualquiera...

siempre que esa verdad sea sincera.

–¿De modo que usted separa la sinceridad de la verdad? –preguntó

vivamente Ernesto, riendo.

El doctor Hammerfield permaneció un momento boquiabierto y

terminó por balbucir:

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8

–Cualquiera puede equivocarse, joven, cualquiera, el mejor hombre

entre nosotros.

Un cambio prodigioso se operó en Ernesto. En un instante se trocó

en otro hombre.

–Pues bien, entonces permítame que comience diciéndole que se

equivoca, que os equivocáis vosotros todos. No sabéis nada, y menos

que nada, de la clase obrera. Vuestra sociología es tan errónea y desprovista

de valor como vuestro método de razonamiento.

No fue tanto por lo que decía como por el tono conque lo decía

que me sentí sacudida al primer sonido de su voz. Era un llamado de

clarín que me hizo vibrar entera. Y toda la mesa fue zarandeada, despertada

de su runrún monótono; y enervante.

–¿Qué es lo que hay tan terriblemente erróneo y desprovisto de

valor en nuestro método de razonamiento, joven? –preguntó el doctor

Hammerfield, y su entonación traicionaba ya un timbre desapacible.

Vosotros sois metafísicos. Por la metafísica podéis probar cualquier

cosa, y una vez hecho eso, cualquier otro metafísico puede probar,

con satisfacción de su parte, que estabais en un error. Sois

anarquistas en el dominio del pensamiento. Y tenéis la vesánica pasión

de las construcciones cósmicas. Cada uno de vosotros habita un universo

su manera, creado con sus propias fantasías y sus propios deseos.

No conocéis nada del verdadero mundo en que vivís, y vuestro pensamiento

no tiene ningún sitio en la realidad, salvo como fenómeno de

aberración mental... ¿Sabéis en qué pensaba cuando os oía hablar hace

un instante a tontas y a locas? Me recordabais a esos escolásticos de la

Edad Media que discutían grave y sabiamente cuántos ángeles podían

bailar en la punta de un alfiler. Señores, estáis tan lejos de la vida intelectual

del siglo veinte como podía estarlo, hace una decena de miles

de años, algún brujo piel roja cuando hacía sus sortilegios en la selva

virgen.

Al lanzar este apóstrofe, Ernesto parecía verdaderamente encolerizado.

Su faz enrojecida, su ceño arrugado, el fulgor de sus ojos, los

movimientos del mentón y de la mandíbula, todo denunciaba un humor

agresivo. Era, empero, una de sus maneras de obrar. Una manera que

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excitaba siempre a la gente: su ataque fulminante la ponía fuera de sí.

Ya nuestros convidados olvidaban su compostura. El obispo Morehouse,

inclinado hacia delante, escuchaba atentamente. El rostro del

doctor Hammerfield estaba rojo de indignación y de despecho. Los

otros estaban también exasperados y algunos sonreían con aire de divertida

superioridad. En cuanto a mí, encontraba la escena muy alegre.

Miré a papá y me pareció que iba a estallar de risa al comprobar el

efecto de esta bomba humana que había tenido la audacia de introducir

en nuestro medio.

–Sus palabras son un poco vagas –le interrumpió el doctor Hammerfield–.

¿Qué quiere usted decir exactamente cuando nos llama

metafísicos?

–Os llamo metafísicos –replicó Ernesto– porque razonáis metafísicamente.

Vuestro método es opuesto al de la ciencia y vuestras conclusiones

carecen de toda validez. Probáis todo y no probáis nada; no

hay entre vosotros dos que puedan ponerse de acuerdo sobre un punto

cualquiera. Cada uno de vosotros se recoge en su propia conciencia

para explicarse el universo y él mismo. Intentar explicar la conciencia

por sí misma es igual que tratar de levantarse del suelo tirando de la

lengüeta de sus propias botas.

–No comprendo –intervino el obispo Morehouse–.

Me parece que todas las cosas del espíritu son metafísicas.

Las matemáticas, las más exactas y profundas de todas las ciencias,

son puramente metafísicas. El menor proceso mental del sabio

que razona es una operación metafísica. Usted, sin duda, estará de

acuerdo con esto.

–Como usted mismo lo dice –sostuvo Ernesto –, usted no comprende.

El metafísico razona por deducción, tomando como punto de

partida su propia subjetividad; el sabio razona por inducción, basándose

en los hechos proporcionados por la experiencia. El metafísico procede

de la teoría a los hechos; el sabio va de los hechos a la teoría. El

metafísico explica el universo según él mismo; el sabio se explica a sí

mismo según el universo.

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–Alabado sea Dios porque no somos sabios –murmuró el doctor

Hammerfield con aire de satisfacción beata.

–¿Qué sois vosotros, entonces?

–Somos filósofos.

–Ya alzasteis el vuelo –dijo Ernesto riendo –. Os salís del terreno

real y sólido y os lanzáis a las nubes con una palabra a manera de máquina

voladora. Por favor, vuelva a bajar usted y dígame a su vez qué

entiende exactamente por filosofía.

–La filosofía es... –el doctor Hammerfield se compuso la garganta–

algo que no se puede definir de manera comprensiva sino a los

espíritus y a los temperamentos filosóficos. El sabio que se limita a

meter la nariz en sus probetas no podría comprender la filosofía.

Ernesto pareció insensible a esta pulla. Pero como tenía la costumbre

de derivar hacia el adversario el ataque que 1e dirigían, lo hizo

sin tardanza. Su cara y su voz desbordaban fraternidad benigna.

–En tal caso, usted va a comprender ciertamente la definición que

voy a proponerle de la filosofía. Sin embargo, antes de comenzar, lo

intimo, sea a hacer notar los errores, sea a observar un silencio metafísico.

La filosofía ea simplemente la más vasta de todas las ciencias. Su

método de razonamiento es el mismo que el de una ciencia particular o

el de todas. Es por este método de razonamiento, método inductivo,

que la filosofía fusiona todas las ciencias particulares en una sola y

gran ciencia. Como dice Spencer, los datos de toda ciencia particular

no son más que conocimientos parcialmente unificados, en tanto que la

filosofía sintetiza los conocimientos suministrados por todas las ciencias.

La filosofía es la ciencia de las ciencias, la ciencia maestra, si

usted prefiere. ¿Qué piensa usted de esta definición?

–Muy honorable... muy digna de crédito –murmuró torpemente el

doctor Hammerfield.

Pero Ernesto era implacable.

–¡Cuidado! –le advirtió–. Mire que mi definición es fatal para la

metafísica: Si desde ahora usted no puede señalar una grieta en mi

definición, usted será inmediatamente descalificado por adelantar arwww.

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gumentos metafísicos. Y tendrá que pasarse toda la vida buscando esa

paja y permanecer mudo hasta que la haya encontrado.

Ernesto esperó. El silencio se prolongaba y se volvía penoso. El

doctor Hammerfield estaba tan mortificado como embarazado. Este

ataque a mazazos de herrero lo desconcertaba completamente. Su mirada

implorante recorrió toda la mesa, pero nadie respondió por él.

Sorprendí a papá resoplando de risa tras su servilleta.

–Hay otra manera de descalificar a los metafísicos –continuó Ernesto,

cuando la derrota del doctor fue probada –, y es juzgarlos por

sus obras. ¿Qué hacen ellos por la humanidad sino tejer fantasías etéreas

y tomar por dioses a sus propias sombras? Convengo en que han

agregado algo a las alegrías del género humano, pero ¿qué bien tangible

han inventado para él? Los metafísicos han filosofado, perdóneme

esta palabra de mala ley, sobre el corazón como sitio de las emociones,

en tanto que los sabios formulaban ya la teoría de la circulación de la

sangre. Han declamado contra el hambre y la peste como azotes de

Dios, mientras los sabios construían depósitos de provisiones y saneaban

las aglomeraciones urbanas. Describían a la tierra corno centro del

universo, y para ese tiempo los sabios descubrían América y sondeaban

el espacio para encontrar en él estrellas y las leyes de los astros. En

resumen, los metafísicos no han hecho nada, absolutamente nada, por

la humanidad. Han tenido que retroceder paso a paso ante las conquistas

de la ciencia. Y apenas los hechos científicamente comprobados

habían destruido sus explicaciones subjetivas, ya fabricaban otras nuevas

en una escala más vasta para hacer entrar en ellas la explicación de

los últimos hechos comprobados. He aquí, no lo dudo, todo lo que

continuarán haciendo hasta la consumación, de los siglos. Señores, los

metafísicos son hechiceros. Entre vosotros y el esquimal que imaginaba

un dios comedor de grasa y vestido de pieles, no hay otra distancia

que algunos miles de años de comprobaciones de hechos.

–Sin embargo, el pensamiento de Aristóteles ha gobernado a Europa

durante doce siglos enunció pomposamente el doctor Ballingford;

y Aristóteles era un metafísico.

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El doctor Ballingford paseó sus ojos alrededor de la mesa y fue

recompensado con signos y sonrisas de aprobación.

–Su ejemplo no es afortunado –respondió Ernesto –. Usted evoca

precisamente uno de los períodos más sombríos de la historia humana,

lo que llamamos siglos de oscurantismo: una época en que la ciencia

era cautiva de la metafísica, en que la física estaba reducida a la búsqueda

de la piedra filosofal, en que la química era reemplazada por la

alquimia y la astronomía por la astrología. ¡Triste dominio el del pensamiento

de Aristóteles!

El doctor Ballingford pareció vejado, pero pronto su cara se iluminó

y replicó:

–Aunque admitamos el negro cuadro que usted acaba de pintarnos,

usted no puede menos de reconocerle a la metafísica un valor

intrínseco, puesto que ella ha podido hacer salir a la humanidad de esta

fase sombría y hacerla entrar exila claridad de los siglos posteriores.

–La metafísica no tiene nada que ver en todo eso –contestó Ernesto.

–¡Cómo! –exclamó el doctor Hammerfield –. ¿No fue, acaso, el

pensamiento especulativo el que condujo a los viajes de los descubridores?

–¡Ah, estimado señor! –dijo Ernesto sonriendo –, lo creía descalificado.

Usted no ha encontrado todavía ninguna pajita en mi definición

de la filosofía, de modo que usted está colgado en el aire. Sin embargo,

como sé que es una costumbre entre los metafísicos, lo perdono. No,

vuelvo a decirlo, la metafísica no tiene nada que ver con los viajes y

descubrimientos. Problemas de pan y de manteca, de seda y de joyas,

de moneda de oro y de vellón e, incidentalmente, el cierre de las vías

terrestres comerciales hacia la India, he aquí lo que provocó los viajes

de descubrimiento. A la caída de Constantinopla, en mil cuatrocientos

cincuenta y tres, los turcos bloquearon el camino de las caravanas de

hindúes, obligando a los traficantes de Europa a buscar otro. Tal fue la

causa original de esas exploraciones. Colón navegaba para encontrar

un nuevo camino a las Indias; se lo dirán a usted todos los manuales de

historia. Por mera incidencia se descubrieron nuevos hechos sobre la

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naturaleza, magnitud y forma de la tierra, con lo que el sistema de

Ptolomeo lanzó sus últimos resplandores.

El doctor Hammerfield emitió una especie de gruñido.

–¿No está de acuerdo conmigo? –preguntó Ernesto. Diga entonces

en dónde erré.

–No puedo sino mantener mi punto de vista –replicó ásperamente

el doctor Hammerfield –. Es una historia demasiado larga para que la

discutamos aquí.

–No hay historia demasiado larga para el sabio –dijo Ernesto con

dulzura –. Por eso el sabio llega a cualquier parte; por eso llegó a América.

No tengo intenciones de describir la velada entera, aunque no me

faltan deseos, pues siempre me es grato recordar cada detalle de este

primer encuentro, de estas primeras horas pasadas con Ernesto

Everhard.

La disputa era ardiente y los prelados se volvían escarlata, sobre

todo cuando Ernesto les lanzaba los epítetos de filósofos románticos,

de manipuladores de linterna mágica y otros del mismo estilo. A cada

momento los detenía para traerlos a los hechos: "Al hecho, camarada,

al hecho insobornable", proclamaba triunfalmente cada vez que asestaba

un golpe decisivo. Estaba erizado de hechos. Les lanzaba hecho

contra las piernas para hacerlos tambalear, preparaba hechos en emboscadas,

los bombardeaba con hechos al vuelo.

–Toda su devoción se reserva al altar del hecho –dijo el doctor

Hammerfield.

–Sólo el hecho es Dios y el señor Everhard su profeta parafraseó

el doctor Ballingford.

Ernesto, sonriendo, hizo una señal de asentimiento.

–Soy como el tejano –dijo; y como lo apremiasen para que lo explicara,

agregó –: Sí, el hombre de Missouri dice siempre: "Tiene que

mostrarme eso"; pero el hombre de Tejas dice: "Tengo que ponerlo en

la mano". De donde se desprende que no es metafísico.

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14

En cierto momento, como Ernesto afirmase que los filósofos metafísicos

no podrían soportar la prueba de la verdad, el doctor Hammerfield

tronó de repente:

–¿Cuál es la prueba de la verdad, joven? ¿Quiere usted tener la

bondad de explicarnos lo que durante tanto tiempo ha embarazado a

cabezas más sabias que la suya?

–Ciertamente –respondió Ernesto con esa seguridad que los ponía

frenéticos –. Las cabezas sabias han estado mucho tiempo y lastimosamente

embarazadas por encontrar la verdad, porque iban a buscarla

en el aire, allá arriba. Si se hubiesen quedado en tierra firme la habrían

encontrado fácilmente. Sí, esos sabios habrían descubierto que ellos

mismos experimentaban precisamente la verdad en cada una de las

acciones y pensamientos prácticos de su vida.

–¡La prueba! ¡El criterio! –repitió impacientemente– el doctor

Hammerfield. Deje a un lado los preámbulos. Dénoslos y seremos

como dioses.

Había en esas palabras y en la manera en que eran dichas un escepticismo

agresivo e irónico que paladeaban en secreto la mayor parte

de los convidados, aunque parecía apenar al obispo Morehouse.

–El doctor Jordan10 lo ha establecido muy claramente –respondió

Ernesto –. He aquí su medio de controlar una verdad: "¿Funciona?

¿Confiaría usted su vida a ella?

–¡Bah! En sus cálculos se olvida usted del obispo Berkeley11 –

ironizó el doctor Hammerfield –. La verdad es que nunca lo refutaron.

–El más noble metafísico de la cofradía –afirmó Ernesto sonriendo

–, pero bastante mal elegido como ejemplo. Al mismo Berkeley se

lo puede tomar como ejemplo de que su metafísica no funcionaba.

10 Profesor célebre, presidente de la Universidad de Standford, fundada por

donación.

11 Monista idealista que durante mucho tiempo confundió a los filósofos de su

época, negando la existencia de la materia, pero cuyos sutiles razonamientos

acabaron por desmoronarse cuando los nuevos datos empíricos de la ciencia

fueron generalizados en filosofía.

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15

Al punto el doctor Hammerfield se encendió de cólera, ni más ni

menos que si hubiese sorprendido a Ernesto robando o mintiendo.

–Joven –exclamó con voz vibrante –, esta declaración corre pareja

con todo lo que ha dicho esta noche. Es una afirmación indigna y

desprovista de todo fundamento.

–Heme aquí aplastado –murmuró Ernesto con compunción –.

Desgraciadamente, ignoro qué fue lo que me derribó. Hay que "ponérmelo

en la mano", doctor.

–Perfectamente, perfectamente –balbuceó el doctor Hammerfield

–. Usted no puede afirmar que el obispo Berkeley hubiese testimoniado

que su metafísica no fuese práctica. Usted no tiene pruebas, joven,

usted no sabe nada de su metafísica. Esta ha funcionado siempre.

–La mejor prueba a mis ojos de que la metafísica de Berkeley no

ha funcionado es que Berkeley mismo –Ernesto tomó aliento tranquilamente–

tenía la costumbre de pasar por las puertas y no por las paredes,

que confiaba su vida al pan, a la manteca y a los asados sólidos,

que se afeitaba con una navaja que funcionaba bien.

–Pero ésas son cosas actuales y la metafísica es algo del espíritu –

gritó el doctor.

–¿Y no es en espíritu que funciona? –preguntó suavemente Ernesto.

El otro asintió con la cabeza.

–Pues bien, en espíritu una multitud de ángeles pueden balar en la

punta de una aguja –continuó Ernesto con aire pensativo –. Y puede

existir un dios peludo y bebedor de aceite, en espíritu. Y yo supongo,

doctor, que usted vive igualmente en espíritu, ¿no?

–Sí, mi espíritu es mi reino –respondió el interpelado.

–Lo que es una manera de confesar que usted vive en el vacío.

Pero usted regresa a la tierra, estoy seguro, a la hora de la comida o

cuando sobreviene un terremoto.

–¿Sería usted capaz de decirme que no tiene ninguna aprensión

durante un cataclismo de esa clase, convencido de que su cuerpo insubstancial

no puede ser alcanzado por un ladrillo inmaterial?

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16

Instantáneamente, y de una manera puramente inconsciente, el

doctor Hammerfield se llevó la mano a la cabeza en donde tenía una

cicatriz oculta bajo sus cabellos. Ernesto había caído por mera casualidad

en un ejemplo de circunstancia, pues durante el gran terremoto12 el

doctor había estado a punto de ser muerto por la caída de una chimenea.

Todos soltaron la risa.

–Pues bien, –hizo saber Ernesto cuando cesó la risa –, estoy esperando

siempre las pruebas en contrario– y en el medio del silencio

general, agregó: –No está del todo mal el último de sus argumentos,

pero no es el que le hace falta.

El doctor Hammerfield estaba temporariamente fuera de combate,

pero la batalla continuó en otras direcciones. De a uno en uno, Ernesto

desafiaba a los prelados. Cuando pretendían conocer a la clase obrera,

les exponía a propósito verdades fundamentales que ellos no conocían,

desafiándolos a que lo contradijeran. Les ofrecía hechos y más hechos

y reprimía sus impulsos hacia la luna trayéndolos al terreno firme.

¡Cómo vive en mi memoria esta escena! Me parece oírlo, con su

entonación de guerra: los azotaba con un haz de hechos, cada uno de

los cuales era una vara cimbreante.

Era implacable. No pedía ni daba cuartel. Nunca olvidaré la tunda

final que les infligió.

–Esta noche habéis reconocido en varias ocasiones, por confesión

espontánea o por vuestras declaraciones ignorantes, que desconocéis a

la clase obrera. No os censuro, pues ¿cómo podríais conocerla? Vosotros

no vivís en las mismas localidades, pastáis en otras praderas con la

clase capitalista. ¿Y por qué obraríais en otra forma? Es la clase capitalista

la que os paga, la que os alimenta, la que os pone sobre los

hombros los hábitos que lleváis esta noche. A cambio de eso, predicáis

a vuestros patrones las migajas de metafísica que les son particularmente

agradables y que ellos encuentran aceptables porque no amenazan

el orden social establecido.

12 El terremoto que destruyó a San Francisco en 1906.

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17

A estas palabras siguió un murmullo de protesta alrededor de la

mesa.

–¡Oh!, no pongo en duda vuestra sinceridad prosiguió Ernesto.

Sois sinceros: creéis lo que predicáis. En eso consiste vuestra fuerza y

vuestro valor a los ojos de la clase capitalista. Si pensaseis en modificar

el orden establecido, vuestra prédica tornaríase inaceptable a vuestros

patrones y os echarían a la calle. De tanto en tanto, algunos de

vosotros han sido así despedidos. ¿No tengo razón?13.

Esta vez no hubo disentimiento. Todos guardaron un mutismo

significativo, a excepción del doctor Hammerfield, que declaró:

–Cuando su manera de pensar es errónea, se les pide la renuncia.

–Lo cual es lo mismo que decir cuando su manera de pensar es

inaceptable. Así, pues, yo os digo sinceramente: continuad predicando

y ganando vuestro dinero, pero, por el amor del cielo, dejad en paz a la

clase obrera. No tenéis nada de común con ella, pertenecéis al campo

enemigo. Vuestras manos están blancas porque otros trabajan para

vosotros. Vuestros estómagos están cebados y vuestros vientres son

redondos. –Aquí el doctor Ballingford hizo una ligera mueca y todos

miraron su corpulencia prodigiosa. Se decía que desde hacia muchos

años no podía veme los pies –. Y vuestros espíritus están atiborrados

de una amalgama de doctrinas que sirve para cimentar los fundamentos

del orden establecido. Sois mercenarios, sinceros, os concedo, pero con

el mismo título que lo eran los hombres de la Guardia Suiza14. Sed

fieles a los que os dan el pan y la sal, y la paga; sostened con vuestras

prédicas los intereses de vuestros empleadores. Pero no descendáis

hasta la clase obrera para ofreceros en calidad de falsos guías, pues no

sabríais vivir honradamente en los dos campos a la vez. La clase obrera

ha prescindido de vosotros. Y creédmelo, continuará prescindiendo.

Finalmente, se libertará mejor sin vosotros que con vosotros.

13 Durante este período, varios prelados fueron expulsados de la Iglesia por

haber predicado doctrinas inaceptables, sobre todo cuando su prédica recordaba

en algo al socialismo.

14 La guardia extranjera del palacio de Luis XVI, rey de Francia, que fuera

guillotinado por su pueblo.

miércoles, 7 de febrero de 2024

Jack London El mexicano TEXTO COMPLETO

 


 

 Jack London

El mexicano

 

 

 

 

 

 


 

 EL MEXICANO

Nadie conocía su historia, y, naturalmente, mucho menos la gente de la Junta. Era su pequeño secreto, y a su manera trabajaba por la inminente Revolución mexicana al menos tan duro como ellos. Tardaron mucho en reconocerlo, pues a nadie, en la Junta, le caía bien aquel hombre. La mañana en que transitó por primera vez por sus repletos y ajetreados despachos, todos sospecharon de él creyendo que era un maldito espía del servicio secreto de Díaz. Muchos camaradas estaban en prisiones civiles y militares dispersas por los Estados Unidos, y otros, cargados de cadenas, eran conducidos todavía al otro lado de la frontera para ser fusilados frente a paredones de adobe.

Cuando vieron por primera vez al muchacho nadie recibió una impresión favorable. Realmente era un niño. No tendría ni dieciocho años. Aseguró trabajar para la revolución. Eso fue todo lo que salió de su boca, ni una sola palabra más, ni una mísera explicación. Se quedó de pie. Esperaba algo que no sabía bien qué era. No brillaba ninguna sonrisa en sus labios ni en sus ojos la viveza del genio.

El valiente Paulino Vera sintió un leve estremecimiento. Se encontraba ante algo misterioso e inescrutable. En los oscuros ojos del chico hervía veneno, como si perteneciesen a una serpiente. Ardían como un fuego sombrío y helado y daban la impresión de que una inmensa tristeza los dominaba. Apartó la vista de los inquisitivos rostros de los revolucionarios y la dirigió a la máquina de escribir y a la pequeña Mrs. Sethby. Sus ojos se posaron en ella durante un momento y también a ella le atenazó una sensación extraña que la dejó paralizada. Necesitó volver a leer la carta que estaba escribiendo desde el principio para recuperar el hilo.

Paulino Vera observó interrogativamente a sus compañeros, y ellos le devolvieron una mirada indecisa. Sobre aquel muchacho gravitaba la amenaza de lo desconocido. Una impresión que se hallaba fuera del alcance del entendimiento de aquellos revolucionarios, cuyo feroz odio hacia Díaz y su tiranía era, al fin y al cabo, el sentimiento natural de unos patriotas honestos y de unas personas sencillas. Pero en el recién llegado había algo más, aunque no sabían qué. Vera, siempre el más impulsivo de los tres combatientes, fue el primero en reaccionar.

—Muy bien —comenzó, fríamente—. Afirmas que quieres trabajar en pro de la revolución. Cuelga allí la chaqueta. El suelo está muy sucio. Ven, te enseñaré dónde están el cubo y la fregona. Comenzarás por los suelos. Las escupideras también necesitan un poco de limpieza. Luego seguirás con las ventanas.

—¿Es por la revolución? —quiso saber el muchacho.

—¡Por la revolución! —ratificó Vera.

El joven les observó mientras se quitaba la chaqueta.

—Está bien —dijo, concluyendo la conversación.

Todas las mañanas barría, fregaba y limpiaba la oficina. Después vaciaba la ceniza de las estufas, acarreaba el carbón y encendía el fuego para caldear el espacio antes de que llegara a la sede el más madrugador de todos aquellos incansables luchadores por la libertad.

—¿Podría quedarme a dormir aquí? —preguntó el joven en una ocasión.

¡De modo que era eso...! ¡El tirano Díaz empezaba a mostrarse! Pernoctar en aquellas habitaciones significaba tener acceso a los secretos de la revolución, a los archivos de la Junta en los que se podían encontrar nombres y direcciones de insurgentes en suelo mexicano. La petición fue denegada tajantemente, y el joven Rivera no volvió a hablar más del asunto.

No se sabía el lugar en el que el muchacho pasaba las noches, y tampoco dónde o de qué se alimentaba. En una ocasión, Arellano le ofreció un par de dólares. Rivera rechazó el dinero sacudiendo la cabeza con contundencia. Cuando Vera insistió, intentando que lo aceptara, el chico declaró:

—Estoy trabajando para la revolución; no lo hago por dinero.

Una revolución resulta muy cara, y la Junta siempre se encontraba en situaciones de necesidad. Los revolucionarios pasaban hambre, pero trabajaban duramente. Las jornadas más largas jamás eran demasiado largas, y en ocasiones parecía que la revolución podría triunfar o fracasar por unos míseros dólares.

Una vez, cuando se debían dos meses del alquiler y se les amenazaba con el desahucio, Felipe Rivera, el muchacho de la limpieza, el chico que vestía una ropa vieja y raída, fue quien puso sobre el escritorio de May Sethby sesenta dólares en oro.

En otra ocasión, cuando más de trescientas cartas (peticiones de ayuda, misivas en busca de apoyo a las organizaciones laborales, protestas contra el trato que infligían a los revolucionarios los tribunales de USA) habían dejado de enviarse por falta de dinero y no quedaban recursos en la Junta para conseguir los sellos necesarios, de nuevo el joven Rivera fue una pieza trascendental. Las cartas debían salir, y la Oficina de Correos no concedía crédito a los compradores de estampillas. Cuando todo parecía perdido, Rivera se caló su viejo sombrero y salió. Al volver unas horas después, dejó amablemente mil sellos de dos centavos sobre el escritorio de May Sethby.

—Me pregunto si no será el maldito oro de Díaz —comentó, inquieto, Vera a sus camaradas. Los otros alzaron las cejas sin saber qué decir.

Felipe Rivera, el chico que limpiaba para la causa, siguió suministrando oro regularmente para la revolución.

A pesar de su entrega, los hombres de la Junta no lograban confiar en el silencioso muchacho, ya que su manera de actuar era distinta a la que estaban acostumbrados. No era una persona dada a conspirar ni a hacer confidencias. Eludía con habilidad cualquier intento de intimar, y jamás, a pesar de su juventud, fueron los revolucionarios capaces de ver en él algo más que un misterio.

—Es posible que sea un espíritu solitario —dijo Arellano con acusada melancolía.

—No es un hombre normal —añadió Ramos.

—Su alma se ha transformado en piedra —declaró May Sethby—, Su sonrisa se ha consumido en sus entrañas. Es como si estuviera muerto, y, sin embargo, está endiabladamente vivo.

—Viene del infierno —indicó Vera—. Solamente un hombre que conoce las tinieblas puede tener esa profundidad en la mirada.

Pese a todo, los hombres de la Junta no podían evitar que Rivera les resultase antipático. No hablaba, no preguntaba nada, nunca hacía sugerencias, jamás sonreía. Escuchaba inexpresivo, como un ser inerte, salvo sus oscuros ojos, que ardían fríamente cuando los contestatarios se enardecían mientras hablaban de la revolución. Su mirada incandescente transitaba entre los acalorados rostros, desconcertándolos, taladrándolos como si fuesen témpanos.

—No es un espía —aseguró Vera en una ocasión a May Sethby—. Es un auténtico patriota, créame. Rivera es el mayor patriota de todos nosotros. Lo sé, lo siento en mi corazón y en mi cabeza. Pero, aun así, soy incapaz de conocerle.

—Tiene muy mal carácter —opinó May Sethby.

—Lo sé —repuso Vera con un estremecimiento—. Me ha mirado con esos ojos, unos ojos que no son capaces de amar. Unos ojos que amenazan; tan salvajes como los de un felino. Estoy seguro de que si fallara a la causa, de que si traicionara a la revolución, ese chico no dudaría ni un instante en eliminarme. En su pecho no late un corazón. Es despiadado y glacial como el hielo. Su mirada es como la luz de la luna en una noche de invierno. Nunca me asustaron ni Díaz ni sus secuaces; sin embargo, él consigue aterrarme. El aliento de la muerte gravita sobre él.

Unos días después, fue Vera quien convenció a la Junta de dar a Rivera una oportunidad. La comunicación entre Los Angeles y la Baja California se había visto interrumpida.

Tres de los camaradas que se encargaban de esos menesteres habían sido obligados a cavar sus propias tumbas antes de ser fusilados. Otros dos revolucionarios habían sido hecho prisioneros de los Estados Unidos en Los Ángeles. Juan Alvarado, el jefe federal, era un enemigo inexorable. Daba al traste de un plumazo con todos sus planes. Era necesario restablecer las relaciones, debían tener acceso a los militantes activos de la Baja California.

Rivera recibió instrucciones e inmediatamente partió hacia el sur. Cuando regresó algunos días después, la conexión se había reanudado, y el sanguinario Juan Alvarado había sido asesinado. Le habían encontrado en la cama, con un puñal clavado en su pecho.

Esto excedía las órdenes que el joven Rivera había recibido, pero los de la Junta no le hicieron ninguna pregunta. Él no dijo una sola palabra. Las conjeturas brotaron como agua de la fuente.

—Ya os lo decía yo —comentó, enardecido, Vera—. Díaz tiene en Rivera a su más terrible enemigo. Debe temer más a este joven que a cualquier ejército. Es implacable.

El mal carácter del muchacho quedaba demostrado con fehacientes pruebas físicas. Rivera, con frecuencia, aparecía con un labio roto o una mejilla amoratada; síntomas inequívocos de estar metido en reyertas.

Era evidente que el mundo exterior donde comía y dormía era completamente desconocido para los hombres de la Junta. A Rivera se le encomendó mecanografiar la pequeña hoja revolucionaria que la Junta editaba semanalmente. Había veces en que no podía teclear, ya que sus nudillos estaban magullados y contusos, sus pulgares lesionados e inútiles, o uno de sus dos brazos colgaba fatigosamente de un costado, mientras su rostro evidenciaba un dolor silencioso.

—Un delincuente —decía Arellano.

—Frecuenta los bajos fondos —aseguraba Ramos.

—¿Y el dinero! —inquiría Vera—. Acabo de enterarme que que ha pagado el papel. Eran ciento cincuenta dólares.

—¿Y sus ausencias? —añadía Vera—. Jamás las explica.

—Tendríamos que espiarle —proponía Ramos.

—A mí no me gustaría ser ese espía — declaraba Vera—. Estoy seguro de que sólo me verían de nuevo en mi entierro. Su cólera es terrible. Ni el mismo Dios podría interponerse entre él y el destino de su poderosa furia.

—Para mí, Rivera es poder en estado puro. Es el hombre primitivo, el lobo que aúlla en la noche, la serpiente de cascabel —apostillaba, soñador, Arellano.

—Es cierto, es la misma revolución —decía Vera—. Es la llama que alienta y el espíritu de este movimiento revolucionario, el insaciable alarido de venganza. Es un ángel exterminador que brilla salvaje como un heraldo de la noche.

—Tal vez, pero a mí me da lástima —opinaba May Sethby—. Está solo. No intima con nadie. Odia a todo el mundo. A nosotros nos tolera, porque nos utiliza para sus deseos —su voz se rompió en un sollozo.

Todo lo que rodeaba a Rivera era realmente un misterio. En ocasiones desaparecía durante varios días, y una vez llegó a ausentarse algo más de un mes. Siempre terminaba volviendo, y entonces, silenciosamente, depositaba sobre el escritorio de May Sethby un buen montón de monedas de oro. Después, durante semanas, dedicaba todo su tiempo a la revolución. Llegaba muy temprano a la oficina de la Junta y permanecía allí hasta altas horas. Se le podía encontrar a medianoche, mecanografiando febrilmente, con los ojos destellando en la oscuridad y los nudillos hinchados.

Se acercaba un tiempo crucial, un momento decisivo para que la revolución estallase. Dependía completamente de los hombres de la Junta, de sus esfuerzos. El dinero era necesario, pero resultaba mucho más difícil de obtener que nunca. Los simpatizantes a la causa habían entregado hasta el último centavo, y algunos de ellos estaban contribuyendo con la mitad de su escaso salario. Pero se necesitaba más.

La agotadora y clandestina tarea estaba a punto de explosionar, dando sus frutos. La revolución había madurado, pero su desarrollo danzaba buscando el equilibrio. Un empujón más, un último sacrificio heroico, y temblaría, desbordando los cauces y conquistando la victoria.

Una vez iniciado, el levantamiento sobreviviría por sí mismo. El aparato de Díaz al completo se derrumbaría como un frágil castillo de naipes. En la frontera todo estaba a punto para el levantamiento. Cien hombres esperaban la señal para cruzar la frontera y conquistar la Baja California. Pero se necesitaban armas. Miles de personas las esperaban: gentes de todas clases y condición, desde aventureros, soldados de fortuna o bandidos, hasta los más airados sindicalistas, así como socialistas y anarquistas, truhanes y honrados exiliados mexicanos, peones escapados de la servidumbre y mineros procedentes de los yacimientos de Coeur d’Alene y Colorado, que estaban deseosos de luchar para vengar su situación. Un poderoso torrente de espíritus salvajes vibrando con violencia en un enloquecido deseo. Su petición incesante era siempre la misma: armas y municiones, municiones y armas, para poder lanzarse a la revolución.

La revolución estallaría en las manos de Díaz simplemente lanzando a esta masa heterogénea, furiosa, intensa y vengativa a través de la línea fronteriza. Los accesos del norte serían tomados, y el gobierno no tendría con qué oponerse. No se atrevería a enviar el grueso de sus fuerzas armadas a la frontera septentrional, pues se imponía mantener la paz en el sur. No obstante, a pesar de todas sus cautelas, el fuego revolucionario se extendería imparable hasta el sur. El pueblo se alzaría. Uno tras otro, todos los estados caerían bajo la fuerza inexorable de aquella insurrección. Al final, desde todos los puntos de la geografía mexicana se marcharía sobre la ciudad de México, el último refugio de Díaz.

Pero para que esto tuviera lugar se necesitaba dinero, mucho dinero. Los hombres estaban impacientes por lanzarse al combate y los traficantes de armas preparados para venderlas. Pero llevar la revolución hasta ese punto había dejado exhausta, económicamente hablando, a la Junta. Se había gastado hasta el último dólar, se habían consumido todos los recursos, los militantes y simpatizantes habían aportado todo lo humanamente posible; y, a pesar de ello, la revolución seguía temblando. ¡Armas y municiones! ¿Pero, cómo conseguirlas? Arellano se arrepentía de los derroches de su juventud. Ramos maldecía por sus terrenos confiscados. May Sethby se preguntaba si no hubiera sido diferente de haber sido los de la Junta más sobrios en el pasado.

—Pensar que la libertad de México depende de unos miserables miles de dólares —maldijo Paulino Vera.

La desesperación brillaba salvaje en los ojos de los líderes de la Junta. José Amarillo, la última esperanza, un nuevo adepto que había comprometido una espléndida contribución, había sido fusilado frente al muro de su propio establo. La noticia acababa de llegar.

Rivera, que estaba fregando el suelo arrodillado, levantó la vista, sosteniendo la bayeta en el aire, y con sus brazos desnudos empapados de agua sucia y jabonosa, preguntó:

—¿Bastarán cinco mil?

Ellos le miraron perplejos. Vera asintió y tragó saliva. No podía hablar, pero al instante quedó investido de una fe sin límites.

—¡Encargue las armas! —ordenó Rivera, y emitió el mayor torrente de palabras jamás escuchado por ellos—. No hay tiempo que perder. En tres semanas le traeré los cinco mil. Entonces hará más calor y será mejor para los combatientes. Lo siento, no puedo hacer nada más.

Vera luchó contra su fe. ¡Era increíble! Desde que se había enrolado en el juego de la revolución, demasiadas esperanzas acariciadas se habían desvanecido. Creía en este muchacho de ropas raídas que fregaba el suelo para la revolución, y sin embargo no se atrevía a creer.

—¡Estás loco! —exclamó.

—En tres semanas —insistió Rivera—. ¡Encargue las armas! Se levantó, se desenrolló las mangas de su camisa y se puso la chaqueta.

—¡Encargue las armas! —repitió, antes de salir decidido a conseguir lo necesario para ello.

Tras muchos nervios, numerosas llamadas de teléfono y demasiadas malas palabras, en el despacho de Kelly tenía lugar una reunión nocturna. El problema era el siguiente. Había traído a Danny Ward desde Nueva York y había arreglado un combate con Billy Carthey. Faltaban solamente unas semanas para la velada, pero desde hacía unas horas Carthey se encontraba postrado en la cama, con un grave problema de salud. No había nadie que pudiera sustituirle. Kelly había enviado cientos de mensajes a todos los pesos ligeros que pudo encontrar, ofreciendo el combate, pero todos estaban ocupados por esas fechas. Pero, de pronto, renació la esperanza, y aunque era débil, Kelly se aferró a ella.

—Tienes coraje —le dijo Kelly a Rivera en cuanto le echó el primer vistazo.

A los ojos del joven revolucionario asomaba una expresión de odio, pero su rostro permanecía inalterable.

—Puedo vencer a Ward —proclamó.

—¿Cómo? ¿Le has visto combatir?

Rivera sacudió negativamente la cabeza.

—Te puede ganar con una mano atada a la espalda.

Rivera simplemente se encogió de hombros.

—¿No dices nada, valiente? —musitó Kelly.

—Puedo vencerle.

—¿Con quién has peleado? —preguntó Michael Kelly. Michael era el hermano del promotor, y dirigía las Apuestas Yellowstone, donde había obtenido grandes sumas de dinero con el boxeo.

Rivera le concedió el favor de una mirada amarga y silenciosa.

El secretario del promotor, un joven de indudable aspecto deportivo, estalló en una risa estruendosa.

—He mandado llamar a Roberts —gruño Kelly—. Vamos a esperar a ver cuál es su parecer, aunque, en mi opinión, no tienes ni una sola oportunidad. Hay que tener cuidado con una mala pelea. Me puedo poner a todo el público en contra. Hay mucho en juego. Las localidades se venden a quince dólares.

Cuando Roberts llegó, se podía apreciar que estaba ligeramente borracho. Era un hombre alto y delgado, y tanto su forma de andar como su manera de hablar eran pausadas y suaves.

Kelly fue directo al grano.

—Andas presumiendo de haber descubierto a este mexicano. Como sabes, Carthey tiene el brazo fracturado. Bien, este jovencito ha venido hoy aquí asegurando que quiere sustituir a Carthey. ¿Qué te parece? ¿Que opinas de esta locura, Roberts?

—Bien, Kelly —llegó la lenta respuesta tras unos instantes de tenso silencio—. Hará un buen combate.

—Imagino que ahora asegurarás que este mequetrefe puede vencer a Ward —comentó Kelly con sorna.

Roberts reflexionó durante unos instantes.

—Ward es un buen boxeador, uno de los amos del ring, pero puedo garantizarte algo: no le resultara fácil dejar fuera de combate a Rivera. Conozco al mexicano. Es imposible alcanzarle en el estómago. Es como si no tuviera estómago. Y le pega muy duro con las dos manos. Lanza sus peligrosos puños desde cualquier posición.

—Eso me da igual. ¿Qué tipo de espectáculo dará? Llevas descubriendo y entrenando boxeadores durante toda la vida. Tu opinión merece mi credibilidad. ¿Crees que Rivera puede brindar al público un buen combate?

—Naturalmente, y es más: le causará a Ward muchos problemas. No conoces a ese chico. Fui yo quien le descubrió. Es un verdadero diablo. Dejará a Ward sin habla. No me atrevo a asegurar que le vencerá, pero ofrecerá muy buen espectáculo y todos podréis ver que Rivera es un magnífico luchador con un prometedor futuro.

—Está bien —dijo Kelly volviéndose hacia su secretario—. Vete a buscar a Ward. Está en el Yellowstone, exhibiendo sus músculos y saboreando su popularidad.

Kelly se dirigió de nuevo a Roberts, diciéndole:

—¿Quieres beber algo?

Roberts tomó un sorbo de whisky y se relajó. Después comenzó a hablar muy despacio:

—Nunca he contado a nadie cómo conocí a Rivera. Apareció por el gimnasio hará unos dos años. En aquel momento yo estaba preparando a Prayne para una pelea con Delaney. Como sabes, Prayne, cuando se entrena, es cruel y despiadado con sus sparrings, y aquella mañana no conseguía encontrar a nadie que estuviera dispuesto a subir al cuadrilátero con él.

»Fue en ese momento cuando descubrí a este pequeño mexicano muerto de hambre. Estaba desesperado y, sin pensarlo mucho, le agarré, le enfundé unos viejos guantes y le solté en el ring. Se veía que era un hombre duro, pero estaba débil y lo desconocía todo del boxeo, Prayne lo arrinconó contra las cuerdas, pero fue incapaz de tumbarlo. El muchacho resistió dos duros asaltos justo antes de desmayarse. El castigo, por el que le di medio dólar y una comida abundante, fue terrible. Ni que decir tiene que la devoró. No había probado bocado en dos días.

«Recuerdo que pensé que jamás volvería a verle a aquel chico, pero, a la mañana siguiente, allí estaba de nuevo, dispuesto a ganarse otro medio dólar. Fueron pasando los días y su técnica fue mejorando. Es más duro que una piedra. No tiene corazón, y otra cosa muy importante: nunca le he oído más de diez palabras seguidas. Se limita a hacer su trabajo. No habla. No ríe. No llora. Solamente combate.

Ya lo veo —comentó el secretario—, ¿Tiene experiencia en el cuadrilátero?

—Ha probado los puños de algunos de los más importantes pesos ligeros —repuso Roberts—. Ha aprendido mucho de ellos. En mi opinión, sería capaz de tumbar a varios. Pero siempre parecía estar ausente, muy lejos de la pelea. Nunca le ha gustado este deporte, o, al menos, eso podía deducir de su comportamiento.

—Pero últimamente ha peleado en algunos garitos informó Kelly.

—Es cierto. De repente comenzó a combatir en modestos tugurios, barriendo a todos los pesos ligeros con los que se enfrentaba. Quería el dinero, y, aunque por la ropa que lleva nadie lo diría, ha ganado bastante. Es un hombre singular. Nadie conoce sus asuntos; ni siquiera se sabe cómo pasa el tiempo libre. Cuando está trabajando, en cuanto terminan los combates desaparece sin dejar rastro. En ocasiones se pierde durante semanas. No hace caso a nadie. El individuo que consiga ser su representante obtendrá mucho dinero. Pero todas las palabras resultan inútiles. Solamente tendrías que ver cómo agarra el dinero al terminar el combate para olvidar la posibilidad de representarle.

En ese momento entró en escena Danny Ward, el famoso boxeador. No venía solo. Le acompañaba su representante y entrenador. Era un torrente de simpatía y genialidad, derrochaba buen humor y ganas de comerse el mundo. Se sucedieron las chanzas y los chistes, las sonrisas y las carcajadas.

Su forma de ser, su manera de actuar, parecían auténticas. Como buen intérprete de la vida, había intuido que determinados rasgos de una personalidad eran un valor seguro para abrirse camino en el mundo. En el fondo, bajo aquella voluptuosa capa de seducción y naturalidad, Ward era simplemente un gran boxeador y un negociante precavido, con mucha sangre fría. Todo lo demás era una ingeniosa máscara.

Sus conocidos, o aquellos que tenían que tratar temas económicos con él, comentaban que cuando llegaba el momento decisivo, Danny Ward se ponía serio y resultaba un hueso muy duro de roer. Estaba siempre presente en todas las negociaciones sobre contratos, y había quien sostenía que la única función de su representante era ser el portavoz del boxeador.

Rivera era diametralmente distinto. Por sus venas corría sangre india y española. El mexicano se mantuvo sentado en una esquina, inmóvil y en silencio. Solamente su mirada refulgía salvaje, devorando todo cuanto en la habitación sucedía.

—De modo que este es el rival que me habéis buscado —comenzó Danny, midiendo a su antagonista—. ¿Cómo estás, viejo?

Rivera no contestó. Despreciaba a los gringos, pero a ese en particular le odiaba con una intensidad que le sorprendió incluso a él mismo.

—¡Que tontería! —protestó con sorna Ward ante Kelly—. Supongo que no pretenderás que luche con un pobre sordomudo.

Cuando cesaron las carcajadas, el implacable boxeador golpeó de nuevo:

—La ciudad de Los Angeles debe de estar en las últimas si esta piltrafa es lo mejor que has podido encontrar. ¿De qué colegio le has sacado?

—Es buen muchacho, Danny —informó Roberts—. Es valiente y pelea bien.

—Ya están vendidas la mitad de las localidades —le imploró el promotor—. Tendrás que aceptar el combate, Danny. Es todo lo que tenemos.

Danny observó de nuevo al pequeño mexicano con mirada despectiva, mientras suspiraba.

—Supongo que no tendré que ser muy duro con él. Espero que no se ponga nervioso.

Roberts resopló.

—Tienes que cuidarte, Danny —murmuró el representante—. No confíes en alguien que no tiene nada que perder.

—¡No te preocupes! —sonrió Danny—. Me cuidaré de este mexicano. Desde el comienzo será mío, pero le tratare bien para que mi querido público disfrute. Kelly, ¿qué te parecen quince asaltos... y después un buen K.O.?

—Sería perfecto —respondió el promotor.

—Entonces, está hecho. —Danny miró al suelo mientras calculaba. Después dijo: —Naturalmente, el sesenta y cinco por ciento de la recaudación, lo mismo que con Carthey. Pero el reparto será distinto. Con un ochenta me conformo. Y añadió, dirigiéndose a su representante—: ¿Te parece bien?

El representante asintió.

—¿Has comprendido? —le dijo Kelly.

Rivera negó con la cabeza.

—Te lo voy a explicar —continuó Kelly—. La bolsa, el dinero que os repartiréis los boxeadores, será el sesenta y cinco por ciento del total de la taquilla. Tú eres un desconocido. De manera que el veinte por ciento de la misma será para ti y el ochenta por ciento para Danny. Es lo justo. Roberts, ¿estás de acuerdo?

—Está bien —asintió Roberts mientras hablaba con el mexicano—. Ten en cuenta que todavía no tienes ninguna reputación.

—¿A cuánto asciende el sesenta y cinco por ciento de la recaudación? —preguntó casi en susurros el pequeño mexicano.

—Depende, entre cinco y ocho mil dólares... —repuso Danny tratando de explicarse—. Aproximadamente. Por lo tanto, tu parte serán unos seiscientos, o tal vez llegue a mil dólares. Es un buen negocio. Vas a ser vencido por un tipo de mucha categoría. ¿Qué te parece?

Entonces Rivera dejó a todos sin aliento.

—El que gane se queda con toda la bolsa —soltó.

Un silencio profundo invadió la habitación.

—Sería como robarle un caramelo a un niño —manifestó el representante de Danny.

El boxeador profesional negó con la cabeza.

—Llevo demasiado tiempo en esto. Jamás me he quejado de las decisiones del árbitro. Nunca he comentado nada de las apuestas ni de los negocios que se hacen a espaldas del combate. Pero una cosa sí me gustaría aclarar. Este combate es un mal negocio para un boxeador como yo. Necesito jugar sobre seguro. Es posible que me rompa un brazo, o que algún muchacho deje en mi vaso a escondidas una buena dosis de somnífero —dijo solemnemente—. Gane o pierda, me quedaré con el ochenta por ciento. ¿Qué dices a esto, mexicano?

Rivera negó con la cabeza.

Danny explotó,

—¡Muchachito miserable y mugriento! Creo que te voy a noquear en este mismo momento.

Roberts se interpuso entre las fuerzas hostiles.

—El que gane el combate se queda con toda la bolsa —reiteró Rivera sombríamente.

—¿Por qué eres tan cabezota? —inquirió Danny.

—Voy a ganarte —fue la inmediata respuesta del mexicano.

Danny empezó a desembarazarse de su chaqueta. Todos sabían que se trataba de una baladronada. No llegó a quitarse la americana, ya que fue aplacado por las palabras tranquilizadoras de los presentes. Todos, sin excepción, simpatizaban con él.

Rivera estaba solo.

—¡Escucha, estúpido! —Kelly prosiguió con el discurso de Danny—. Eres un desconocido. Puede que estos últimos meses hayas puesto fuera de combate a boxeadores de segunda, pero quiero decirte una cosa: Danny es un púgil de primera. Su próximo reto es luchar por el campeonato. Y tú eres un don nadie. Fuera de Los Angeles nadie te conoce.

—Pronto sabrán quién soy —contestó Rivera—. Lo sabrán después de este combate.

—¿Piensas que puedes vencerme? —gritó Danny bruscamente.

El mexicano asintió con tranquilidad.

—Rivera, tienes que entrar en razón —suplicó Kelly—. Piénsalo.

—No me podrías vencer ni en un millón de años —le desafió Danny.

—En ese caso, ¿cuál es el problema? —replicó el mexicano—. Si te resulta tan sencillo ganar el dinero, ¿por qué no peleas y lo consigues?

—¡Lo haré! —aulló Danny Ward con violenta convicción—. ¡Te machacaré, te golpearé hasta destrozarte! ¡Infame! ¡Decirme esto a mí! Kelly puede anunciarlo a los cuatro vientos. El que gane el combate se queda con toda la bolsa. Asegúrate de que lo publican en las más importantes secciones deportivas de los diarios. Informa a los medios de que será un combate a sangre y fuego. Le enseñaré a este renacuajo con quien se las gasta.

El secretario de Kelly había comenzado a redactar la nota de prensa, cuando Danny, de improviso, le interrumpió.

—¡Un momento! —se dio la vuelta rápidamente hacia Rivera—. ¿El peso?

—En el ring —fue la escueta respuesta que recibió de labios del mexicano.

—¡Ni hablar! Si el ganador se queda con toda la bolsa, el peso será a las 10 a.m.

—¿Y el vencedor se queda con todo? —quiso cerciorarse el mexicano.

Danny asintió satisfecho. Entraría en el cuadrilátero en el mejor momento físico.

—Entonces, nos vemos a las diez —confirmó Rivera.

La pluma del secretario continuó garabateando.

—La has liado —le dijo Roberts a Rivera—. Has cedido demasiado. Acabas de regalarle la pelea. Te vencerá sin contemplaciones. Tienes menos opciones de triunfar que una gota de rocío en el infierno.

La única respuesta que obtuvo de Rivera fue una profunda mirada despectiva. Incluso este gringo, a pesar de que le parecía el menos infecto de todos ellos, le resultaba detestable.

Llego por el fin el día del combate. La entrada del mexicano en el ring pasó inadvertida. Un murmullo débil y disperso de aplausos sin convicción fue su bienvenida. El público no le conocía, y mucho menos creía en él. Era un cordero que se removería indefenso en las fauces del lobo Danny Ward. La sala se sentía decepcionada. Esperaba un combate sin cuartel entre dos boxeadores de primera división, y ahora tenía que conformarse con un principiante. Los aficionados habían manifestado su disconformidad con el cambio de última hora, apostando casi en su totalidad a favor de Danny. Y, aunque no tendría por qué ser así, el corazón de los espectadores está donde se encuentra el dinero de las apuestas.

El mexicano esperaba en su rincón. Todo discurría lentamente. Su contrincante se estaba haciendo esperar. Era un truco muy viejo, pero funcionaba siempre con los boxeadores novatos. Poco a poco se iban amedrentando. Sentados, en medio de un ambiente opresivo, afrontando sus más íntimos temores y rodeados de una multitud que, insensible, no paraba de fumar.

Pero con Rivera el truco no funcionó. Roberts estaba en lo cierto. El mexicano carecía de entrañas, estaba insensibilizado. La atmósfera de derrota que impregnaba hasta su propia esquina le era completamente indiferente. Los auxiliares que le atendían eran gringos y, peor aún, ruines y miserables —el más bajo escalafón del boxeo, sin honor, sin pretensiones. Estaban convencidos de que aquel era el rincón del perdedor.

—Tienes que estar atento —comentó Spider Hagerty que era el más importante de sus segundos—. Trata de que el combate dure lo más posible. Si no es así, los periódicos publicarán que el combate estaba amañado y en Los Angeles se dará un golpe definitivo a este deporte.

Rivera apenas prestó atención a aquellas poco alentadoras palabras. Odiaba el boxeo: era un juego abominable de los abominables gringos. Estaba allí por casualidad. Se había metido en ese deporte, haciendo de sparring en los gimnasios, únicamente por hambre. El destino le había dotado de una constitución excelente para el boxeo, y, sin embargo, para él el boxeo no significaba nada.

Jamás había pensado en combatir profesionalmente, hasta que entró en contacto con la Junta y la ingente y casi continua necesidad de recursos que la revolución reclamaba. A partir de ese momento comenzó a pelear, y el dinero había llegado con facilidad.

En la esquina del cuadrilátero el pequeño mexicano no reflexionaba, ni buscaba la manera de tumbar a su adversario. Pensaba únicamente en una cosa: tenía que ganar el combate. No había otra alternativa. Pues junto a él, aguardando su victoria, había unas fuerzas tan poderosas como nadie se podía imaginar.

Danny Ward, en cambio, combatía sólo por dinero y por el ritmo de vida que este le permitía llevar. Para Rivera era totalmente diferente. Las razones por las que peleaba hervían en su mente como un ascua en la mitad de la noche. Mientras esperaba a su antagonista en la soledad del ring, acudían a su mente cientos de imágenes, tan dramáticas, tan terribles, que era como si las estuviese viviendo.

Veía los desvaídos muros de las fábricas de Río Blanco. Distinguía con claridad a los seis mil trabajadores, hambrientos y desnutridos, y también a los niños, que realizaban, pese a su corta edad, extenuantes jornadas de trabajo por diez miserables centavos al día. Veía a los muertos en vida, las fantasmales caras de los seres humanos que se afanaban en las secciones de tinte. Recordaba a su padre, que llamaba a esos departamentos los antros del suicidio, donde un año de permanencia entrañaba con seguridad la muerte. Podía ver el polvoriento patio de su casa, y a su pequeña madre agotando todas sus fuerzas trabajando, aunque siempre encontraba el tiempo necesario para poder darle al niño el cariño que necesitaba. Podía ver a su padre, alto y fuerte, con sus largos bigotes oscuros y su pecho amplio y generoso en el que latía un corazón amable y generoso. Por aquel entonces el nombre del boxeador no era Felipe Rivera. Se apellidaba Fernández, como su padre y como su madre. Le habían llamado Juan. Años después, había sido él mismo quien se lo había cambiado, ya que el apellido Fernández era odiado por la policía, por los políticos, y por los caciques del mundo rural.

Su padre, Joaquín Fernández, aquel hombre fornido y cordial, tenía un relevante papel en las evocaciones del boxeador mexicano. Antes no lo entendía, pero ahora, al recordar, lo podía comprender. Podía imaginarlo con las tipografías en la vieja imprenta, o escribiendo interminables, apresuradas, nerviosas frases en el escritorio pequeño y desordenado. Podía recordar la densa oscuridad de noches extrañas, donde obreros desconocidos se encontraban con su padre y hablaban durante horas, mientras el muchacho, el futuro boxeador por la revolución, yacía casi siempre despierto, escuchando en una mugrienta esquina de la habitación.

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