domingo, 30 de diciembre de 2012

ORLANDO-VIRGINIA WOOLF


VIRGINIA WOOLF
Novelista y crítica británica (1882-1941), cuya técnica del monólogo interior y estilo poético se consideran entre las contribuciones más importantes a la novela moderna. En 1912, se casó con el escritor Leonard Woolf. Entre sus novelas más conocidas se cuentan La señora Dalloway (1925) y El faro (1927). En ambas obras, el argumento surge de la vida interior de los personajes y los efectos psicológicos se logran a través de imágenes, símbolos y metáforas. Los acontecimientos en La señora Dalloway abarcan un espacio de doce horas y el transcurso del tiempo se expresa a través de los cambios que paso a paso se suceden en el interior de los personajes, en la conciencia que tienen de sí mismos, de los demás y de sus mundos caleidoscópicos. De sus restantes novelas, Las olas (1931) es la más evasiva y estilizada, y Orlando (1928), más o menos basada en la vida de su amiga Vita Sackville-West, es una fantasía histórica a la vez que un análisis del sexo, la creatividad y la identidad.

También escribió biografías y ensayos.
RESEÑA: 
Singular biografía, la de Orlando se desarrolla entre la era isabelina y el siglo XX, y además, a mitad de camino, cambia el sexo de su protagonista. Sólo una agilidad narrativa como la de Woolf podía trenzar un juego literario semejante, y sólo un autor como Borges estaba en condiciones de verterla a nuestra lengua. 
Orlando sigue siendo como una de las mejores novelas de Virginia Woolf debido a su modernidad y a la presencia de todos los temas básicos de la obra de la autora inglesa: la condición de la mujer, el paso del tiempo y la recreación literaria de la realidad. 

Novela difícilmente clasificable en la que —como escribió en su día Jorge Luis Borges, traductor de la obra— «colaboran la magia, la
amargura y la felicidad», ORLANDO (1928) narra los avatares a lo largo de cerca de trescientos años del que empieza siendo un caballero de
la corte isabelina inglesa. Producto en parte de la ambigua pasión de Virginia Woolf (1882-1941) por Vita Sackville-West y antecedente
singular del realismo fantástico, la historia de su protagonista, ambientada siempre en sugerentes escenarios e impregnada por la particular
obsesión de su autora por el transcurso del tiempo, se desliza como un deslumbrante cuento de hadas ante los fascinados ojos del lector.


Prólogo
Muchos amigos me han ayudado a escribir este libro. Algunos han muerto y son tan ilustres que apenas me atrevo a nombrarlos, aunque nadie puede
leer o escribir sin estar en perpetua deuda con Defoe, Sir Thomas Browne, Sterne, Sir Walter Scott, Lord Macaulay, Emily Brontë, De Quincey y Walter
Pater para no mencionar sino a los primeros que se me ocurren. Otros, quizás igualmente ilustres, viven aún y el hecho mismo los hace menos formidables.
Estoy agradecida especialmente a Mr. C. P. Sanger, cuya versación en la ley de inmuebles me ha permitido realizar este libro. La vasta y peculiar
erudición de Mr. Sydney Turner me ha evitado, lo espero, algunos lamentables errores. He tenido la ventaja -sólo yo puedo apreciar su valor- del
conocimiento del chino de Mr. Waley. Madame Lopokova (Mrs. J. M. Keynes) ha estado siempre lista a corregir mi ruso. A la imaginación e incomparable
simpatía de Mr. Roger Dry debo cuanto sé del arte pictórico. Espero haber aprovechado en otro terreno la crítica singularmente penetrante, aunque severa,
de mi sobrino Mr. Julian Bell. Las investigaciones infatigables de Miss M. K. Snowdon en los archivos de Harrogatey de Cheltenham no fueron menos
arduas por haber resultado del todo inútiles. Otros amigos me auxiliaron en modos demasiado diversos para ser especificados aquí. Básteme nombrar a Mr.
Angus Davidson; a Mrs. Cartwright; a Miss Janet Case, a Lord Berners (cuyo conocimiento de la música isabelina me ha resultado inapreciable); a Mr.
Francis Birrell; a mi hermano, el Dr. Adrian Stephen; a Mr. F. L. Lucas; a Mr. y Mrs. Desmond Maccarthy; al más alentador de los críticos, mi cuñado, Mr.
Clive Bell; a Mr. H. G. Rylands; a Lady Colefax; a Miss Nellie Boxall; a Mr. J. M. Keynes; a Mr. Hugh Walpole; a Miss Violet Dickinson; al Honorable
Edward Sackville-West; a Mr. y Mrs. St. John Hutchinson; a Mr. Duncan Grant; a Mr. y Mrs. Stephen Tomlin; a Mr. y Lady Ottoline Morrell; a mi madre
política Mrs. Sidney Woolf; a Mr. Osbert Sitwell; a Madame Jacques Raverat; al Coronel Cory Bell; a Miss Valerie Taylor; a Mr. J. T. Sheppard; a Mr. y
Mrs. T. S. Eliot; a Miss Sands; a Miss Nan Hudson; a mi sobrino Mr. Quentin Bell (apreciado y antiguo colaborador en materia novelística); a Mr. Raymond
Mortimer; a Lady Gerald Wellesley; a Mr. Lytton Strachey; a la Vizcondesa Cecil; a Miss Hope Mirrlees; a Mr. E. M. Forster; al Honorable Harold
Nicolson; y a mi hermana, Vanessa Bell -pero la lista se alarga demasiado y ya es demasiado ilustre. Me trae recuerdos de lo más agradables, pero
despertará en el lector una expectativa que el libro sólo puede frustar. Concluiré, pues, agradeciendo a los empleados del Museo Británico y del Archivo su
habitual cortesía: a mi sobrina Miss Angelica Bell un favor que sólo ella pudo prestarme; y a mi marido, la invariable paciencia que ha puesto en ayudar mis
pesquisas y la profunda erudición histórica a la que deben estas páginas la poca o mucha precisión que poseen. Finalmente agradecería, pero he perdido su
dirección y su nombre, a un caballero norteamericano, que generosa y gratuitamente ha corregido la puntuación de mis anteriores publicaciones y que, lo
espero, no escatimará su celo esta vez.

w.f.


Fragmento.
ORLANDO

“Orlando, ciertamente, no era de los que se deslizaban ágiles en el coranto y en la volta; era torpe y un poco distraído. A esos fantásticos compases forasteros
prefería los simples bailes de su tierra que había danzado cuando niño. Había concluido, justamente, una cuadrilla o un minuet, a eso de las seis de la tarde del día siete
de enero, cuando vio salir del pabellón de la Embajada Moscovita una figura —mujer o mancebo, porque la túnica suelta y las bombachas al modo ruso, equivocaban
el sexo— que lo llenó de curiosidad. La persona, cualesquiera que fueran su nombre y su sexo, era de mediana estatura, de forma esbelta, y vestía enteramente de
terciopelo color ostra, con bandas de alguna piel verdosa desconocida. Pero esos pormenores estaban oscurecidos por la atracción insólita que la persona entera
efundía. Imágenes, metáforas extremas y extravagantes se entrelazaban en su mente. En el espacio de tres segundos la llamó un ananá, un melón, un olivo, una
esmeralda, un zorro en la nieve; ignoraba si la había escuchado, si la había gustado, si la había visto, o las tres cosas a la vez. (Pues aunque no debemos interrumpir ni
por un momento el relato, hay que apuntar aquí que todas sus imágenes de aquel tiempo querían adecuarse a sus sentidos y estaban derivadas de cosas que le habían
gustado cuando era chico. Pero si sus sentidos eran simples, eran también muy fuertes. Inútil detenerse, por consiguiente, y extraer las razones de las cosas...) Una
esmeralda, un melón, un zorro en la nieve —así deliraba, así la miraba. Cuando el muchacho —porque, ¡ay de mí!, un muchacho tenía que ser, no había mujer capaz de
patinar con esa rapidez y esa fuerza— pasó en un vuelo junto a él, casi en puntas de pie, Orlando estuvo por arrancarse los pelos, al ver que la persona era de su
mismo sexo, y que no había posibilidad de un abrazo. Pero el patinador se acercó. Las piernas, las manos, el porte eran los de un muchacho, pero ningún muchacho
tuvo jamás esa boca, esos pechos, esos ojos que parecían recién pescados en el fondo del mar. Finalmente se detuvo. Haciendo con suprema gracia una amplia
reverencia al Rey, que iba y venía del brazo de algún gentilhombre de cámara, el patinador quedó inmóvil. Estaba al alcance de la mano. Era una mujer. Orlando la miró
azorado, tembló; sintió calor, sintió frío; quiso arrojarse al aire del verano; aplastar bellotas bajo los pies; estirar los brazos como las hayas y los robles. De hecho,
replegó los labios sobre los dientes blancos, los entreabrió una media pulgada como si fuera a morder; los cerró como si hubiera mordido. Lady Euphrosyna pendía de
su brazo.
La forastera, averiguó, era la Princesa Marusha Stanilovska Dagmar Natasha Iliana Romanovich, y había venido en el séquito del Embajador Moscovita, que era su
tío, tal vez, o tal vez su padre, para asistir a la coronación. Muy poco se sabía de los moscovitas. Se los veía sentados casi en silencio con sus grandes barbas y sus
sombreros de piel; bebiendo algún líquido negro que escupían de vez en cuando en el hielo. Ninguno hablaba inglés, y el francés, que era familiar a algunos de ellos, se
hablaba entonces apenas en la corte inglesa”.

Titulo original: Orlando: A Biography
Traducción de Jorge Luis Borges
Orlando fue publicado originalmente en 1928.
Ilustración: James McNeill Whistler, Muchacha azul
Copyright © The Estate of Virginia Wolf, 1928
© de la traducción: 1995, María Kodama
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2003
ISBN: 84-206-5525-2
Diseño/retoque portada: Orkelyon (epubgratis.me)
Editor original: Polifemo7 (v1.0-v1.1)
ePub base v2.0

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