The Man Who
Died, 1929,
(o The Escaped Cock)
(o The Escaped Cock)
Primera
Parte
Había una vez, en las proximidades de
Jerusalén, un campesino, que adquirió un gallo de pelea de lamentable aspecto,
animal que, en el transcurso de la primavera, llegó a desarrollar hermosas
plumas, y que, para el tiempo en que las higueras pierden las hojas con que
aderezan los extremos de sus ramas, se había convertido, gracias a su curvo
gaznate anaranjado, en un magnífico ejemplar.
El labrador era pobre. Vivía en una casucha
de adobe, cuyo único desahogo consistía en un pequeño patio destartalado, donde
había crecido una resistente higuera. A diario trabajaba duro en los olivares,
trigales y viñedos de su señor, y siempre regresaba para dormir a aquella casa
de atoba, situada al borde de un sendero. Pero estaba orgulloso de su lozano
gallo. En aquel mismo patio tenía también tres escuálidas gallinas, que ponían
unos huevos miserables, desperdigaban por doquier las escasas plumas que lucían
y producían increíbles cantidades de suciedad. En una de las esquinas, bajo un
techado de paja, se cobijaba un asno taciturno que, con cierta frecuencia,
utilizaba el campesino para ir a su trabajo, aunque algunos días lo dejaba en
casa. No hay que olvidar a la esposa del agricultor, una mujer bastante joven,
de cejas negras, y no muy inclinada a trabajar, pues sus ocupaciones se
limitaban a echar un poco de grano, o las sobras de las gachas de la comida, a
las gallinas, y a segar, con ayuda de una hoz, algo de forraje verde para el
burro.
Con el tiempo, aquel polluelo se convirtió
en un gallo que llamaba la atención. Por algún capricho del destino, en aquel
sucio patín, habitado por tres remedos de gallinas, era todo un gallito. Y
pronto aprendió a estirar el cuello y a responder con agudos graznidos al canto
de los otros gallos, que vivían más allá de su cercado, en un mundo desconocido
para él. Emitía con vehemencia su quiquiriquí, porque los reclamos de aquellas
aves lejanas le producían una insólita ansiedad.
"Mira cómo canta" -dijo el
campesino, al tiempo que se levantaba de la cama y se pasaba por la cabeza la
túnica de diario.
"Ése puede con veinte gallinas" -replicó
la mujer.
El campesino se asomó a la ventana y
contempló con orgullo al pollo, aquel gallo descarado y esplendoroso, que ya
había trabado conocimiento íntimo
con las tres astrosas gallinas. Pero el gallito ladeaba la cabeza para mejor escuchar los desafíos de los gallos invisibles y lejanos del mundo desconocido: eran voces fantasmales que, misteriosamente, le instaban a abandonar su limbo, y a las que respondía con sonoros desafíos, sin amilanarse jamás.
con las tres astrosas gallinas. Pero el gallito ladeaba la cabeza para mejor escuchar los desafíos de los gallos invisibles y lejanos del mundo desconocido: eran voces fantasmales que, misteriosamente, le instaban a abandonar su limbo, y a las que respondía con sonoros desafíos, sin amilanarse jamás.
"El día menos pensado se nos escapa
por ahí" -comentó la mujer del campesino.
Así que le tentaron con grano, lo atraparon
y, aunque se resistió con alas y patas, le ataron por una de ellas a una
cuerda, y se la ciñeron por encima del espolón; el otro extremo del cordel lo
aseguraron al poste sobre el que descansaba el techado que resguardaba el
reducto del asno.
Una vez libre, el gallo dio unas cuantas
zancadas encabritadas, como muestra de su indignación hacia los humanos; llegó
hasta donde la cuerda se lo permitía, dio un tirón y una sacudida de la pata
que tenía atada, y rodó por el suelo al instante. Para horror de las miserables
gallinas, se revolvió con furia en aquella hedionda superficie, hasta que, tras
revolcarse en la inmundicia, consiguió ponerse en pie, postura en la que se
mantuvo, como si se hubiera detenido a reflexionar. Tanto el labrador como su
mujer se echaron a reír con ganas, y el gallito los oyó. Fue entonces cuando
supo, con melancólico presentimiento, que estaba amarrado por una pata.
No volvió a hacer cabriolas, ni a agitar ni
a erizar las plumas. Dentro de los límites de la soga, caminaba con gesto
sombrío. Aun así, se las apañaba para apoderarse de las mejores raciones de
comida, y hasta apartaba alguna tajada especialmente suculenta para la que
consideraba su gallina preferida en cada momento. Incluso se abalanzaba con
estremecida y violenta ferocidad sobre aquel ejemplar de su triple harén que,
por descuido, caía dentro de su campo de acción, mientras emitía imperceptibles
y seductores reclamos. Y respondía desafiante a los cantos de los otros gallos
que, al amanecer, se escuchaban más allá de su limbo.
Pero comenzó a dar muestras de una feroz
voracidad en la manera de engullir el alimento, mientras daba muestras de circunspección
en la celebración de sus éxitos, cuando caía sobre una de aquellas pobres
gallinas. Su canto, sobre todo, había perdido el dorado timbre que lo
caracterizaba. Estaba atado por una pata, y lo sabía. Tanto su cuerpo como su
alma y su espíritu estaban unidos a aquella cuerda.
En su fuero interno, sin embargo, su arrojo
vital permanecía intacto. Tenía que romper aquella soga. Y una mañana, justo
antes del amanecer, tras despertar con repentinas y renovadas fuerzas, dio un
salto hacia delante, se ayudó con las alas, f la cuerda se rompió. Emitió un
extraño y salvaje graznido, se encaramó de un salto hasta lo alto del cercado
y, una vez allí, cantó con fuerza penetrante. Armó tal escándalo que el
campesino se despertó.
En aquel mismo momento, y a la misma hora,
anterior a la amanecida, de aquella misma mañana, un hombre, amortajado,
despertaba de un largo sueño. Se sintió frío y entumecido, en aquel agujero
excavado en la roca. Durante su larga modorra, había percibido que su cuerpo
estaba completamente magullado, y aún seguía muy dolorido. Aunque no abrió los
ojos, supo que estaba despierto, anquilosado, helado, agarrotado, dolorido y
amortajado. Gélidas vendas cubrían su rostro, y también sus piernas, juntas.
Sólo las manos tenía libres.
Tomó conciencia de que, si así lo quería,
podía moverse. Pero no sintió deseo alguno de hacerlo. ¿A quién le gustaría
volver a la vida después de la muerte? Ante la idea de realizar cualquier
movimiento, notó cómo se removía en su interior una sensación de profunda náusea.
Se sentía realmente mal por el hecho de haber recuperado la conciencia, esa
extraña y desmedida conmoción que había tenido lugar en su ser. No había
deseado tal cosa. Hubiera preferido permanecer allí, en aquel lugar, donde
hasta la memoria era como un pedrusco muerto.
Como cuando se recibe una misiva devuelta,
algo había vuelto a él, aunque permanecía anonadado por la náusea que aquel
retorno le producía. Sus manos se movieron de repente; se alzaron frías,
pesadas, doloridas. Las alzó para arrancar de su rostro las vendas que lo
cubrían, para quitárselas de los hombros. Y las dejó caer de nuevo, frías,
abotargadas, entumecidas, doloridas por el movimiento que habían realizado, y
sin ganas de llevar a cabo ninguno más.
Una vez con la cara al descubierto y los
hombros en libertad, se quedó tumbado de nuevo, yaciente, sumido en el reposo
de la fría nada de la muerte. Era lo que más le apetecía. Y casi logró
instalarse en la desolada y absoluta nada de quien ya pertenece al otro mundo.
Pero, de repente, cuando ya estaba casi
muerto, tensadas por el dolor que sentía en las muñecas, sus manos se alzaron
de nuevo, y comenzaron a desliar las vendas que unían sus rodillas, y sus pies
comenzaron a moverse, a pesar de que aún tenía el pecho helado y como muerto.
Finalmente, abrió los ojos, en la
oscuridad. ¡La misma oscuridad! Aunque debía de haber una levísima grieta por
donde una insoportable luz hendía aquella negra oscuridad. No fue capaz de
levantar la cabeza. Cerró los ojos de nuevo. Una vez más, todo había terminado.
Súbitamente, se recostó, y todo le dio
vueltas. Cayeron las vendas. Estaba embutido entre unas estrechas paredes de
piedra, que le provocaron la misma angustia que padecen los prisioneros. La luz
se filtraba por algunas hendiduras. Con un esfuerzo, nacido de la misma
repugnancia que sentía, se inclinó hacia delante, en aquel angosto pozo de
piedra, y dirigió sus manos debilitadas hacia las rocas, hasta el lugar por
donde se colaba la luz.
La fuerza le vino de alguna parte,
probablemente de la misma repulsión que experimentaba; se produjo un estruendo,
y la luz entró a raudales. El hombre muerto se encontró agazapado en su cubil,
mientras trataba de hacer frente a aquel insoportable torrente de claridad, y
eso que apenas había amanecido. Hasta él llegó ese único hálito de penetrante
vitalidad con que despunta el día, lo que significaba que estaba completamente
despierto.
Muy despacio, con suma lentitud, salió a
rastras de aquella celda de piedra, con los miramientos de quien sabe que ha
sufrido gravísimos quebrantos. Dejó atrás vendas, sudario y aceites perfumados,
y se puso en cuclillas, se apoyó en la pared de piedra, y buscó el olvido. Con
inefable dolor, observó cómo sus maltrechos pies tocaban de nuevo el suelo y
contempló aquellas escuálidas piernas, que habían perecido. Sintió dentro de sí
un sufrimiento tan irreconocible, un dolor que tenía tanto que ver con la más
completa decepción corporal, que optó por permanecer de pie, con una de sus
maltratadas manos apoyada en el borde del sepulcro.
¡Estar allí! ¡Estar allí de nuevo, después
de todo lo pasado! Contempló las vendas junto a sus pies muertos y, tras
inclinarse, las recogió, las dobló y las introdujo en la cavidad rocosa que
acababa de abandonar. Echó mano a continuación del sudario perfumado, se
envolvió en él, como en una toga, y dirigió sus pasos hacia el pálido
estremecimiento del alba.
Estaba solo. Tras haber muerto, se
encontraba incluso más allá de la soledad.
Dominado todavía por una sensación de
inefable desilusión, el hombre descendió, con sus pies doloridos, por aquella
ladera rocosa, y pasó entre unos soldados que dormían junto a unos laureles
silvestres, arrebujados en mantas de lana. En silencio, con los pies desnudos y
maltrechos, envuelto en el blanco sudario, reparó un instante en los miembros
inertes y hacinados de aquellos sayones. Aunque le resultaba repulsiva la
visión de aquellos miserables cuerpos, no dejó de sentir una cierta compasión.
Se dirigió hacia el camino, no fuera a ser que se despabilasen.
Como no tenía ningún sitio a donde ir,
partió en dirección contraria a la de la ciudad que se encaramaba en las
colinas. Despacio, siguió el camino que le alejaba de ella, y dejó atrás unos
olivares, a cuyos pies, bajo el rocío matutino, languidecían rojas anémonas,
rodeadas de hierba prieta, fuerte. El mismo mundo de siempre, la naturaleza,
una avalancha de verdor; un ruiseñor, embriagador y melancólico, que canta
dulcemente en unos matorrales junto a un arroyo; la naturaleza, el mismo e
imperecedero mundo, tanto al amanecer como en el ocaso, y para el cual él ya
había muerto.
Con los pies malheridos, continuó su
camino, sin pertenecer a este mundo ni al que ha de venir. Ni de aquí ni de
allá; sin ver, pero no ciego, sino aturdido, se alejaba de la ciudad y sus
alrededores, sin dejar de preguntarse por qué lo hacía, dominado por la confusa
sensación que le producía la náusea de la desilusión, pero con una
determinación de la que no era del todo consciente.
Mientras andaba, en aquel estado de
semiinconsciencia, junto a las piedras de la cerca de un huerto de olivos, le
llamó la atención el penetrante y estridente canto de un gallo muy cerca de él,
un sonido que le hizo estremecerse, como si hubiera recibido una descarga
eléctrica. Por encima del camino, en una rama, vio a un gallo negro y
anaranjado, y a un campesino, vestido con una túnica gris de lana, encaramado
en lo más alto de un olivo. Tras saltar sobre la hierba, apareció otra vez el
gallo negro y anaranjado, con su roja cresta y una cola de esplendorosas
plumas.
"¡Atrapadlo, Señor! -gritó el
campesino-; ¡que se me ha escapado!"
Tras esbozar una espontánea sonrisa, el
interpelado extendió las enormes alas blancas de su sudario ante el ave
saltarina. El gallo cayó al suelo, sin dejar de graznar y de agitar las alas.
El rústico dio un salto. Se produjo un terrible batir de alas, al que siguió un
zumbido de plumas, hasta que el campesino tuvo a buen recaudo, entre sus
brazos, al gallo huido, con las alas replegadas, aunque el animal aún estiraba
denodadamente la cabeza, y los redondos ojos se le salían de sus blancos
párpados.
"¡El gallo, que se me había
escapado!" -dijo el labrador, mientras tranquilizaba al pájaro con la mano
izquierda y, sudoroso todavía, contemplaba la cara de aquel hombre envuelto en
un blanco sudario.
Cuanto más miraba la macilenta y cadavérica
cara del hombre que había muerto, más se descomponía el rostro del campesino,
que se había quedado perplejo: aquel rostro de palidez mortal, al que le había
crecido una barba negra, como a los muertos; aquellos oscuros ojos negros,
abiertos como platos, como los de un cadáver; aquellas cicatrices, en su
cerúlea frente. A pesar de toda su sangre fría, aquel hombre de campo se había
quedado boquiabierto, incapaz como un niño de plantar cara a una situación así.
"¡No se asuste! -le dijo el hombre del
sudario-; no estoy muerto. Me enterraron antes de tiempo. Por eso he vuelto a
la vida. Aunque si me descubriesen, volverían a hacer lo mismo..."
Su voz transmitía un eco de antiquísimos
agravios. ¡La humanidad! ¡Y más, los hombres revestidos de autoridad! Tan sólo
podía hacer una cosa: fijó sus ojos negros e indiferentes en la furtiva y
ansiosa mirada de aquel campesino, quien se acobardó, inerme ante aquella
expresión de mortal indiferencia, de tan fría como resuelta determinación. Tan
sólo acertó a pronunciar las palabras que más miedo le daban:
"¿Queréis esconderos en mí casa,
Señor?"
"Sí; me gustaría descansar. Pero si
hace algún comentario a alguien, ya sabe lo que le ocurrirá, que tendrá que
comparecer ante la justicia."
"¿Yo? No diré una palabra. ¡Démonos
prisa!"
Con miedo, el campesino echó un vistazo a
su alrededor, mientras se preguntaba, mohíno, por qué se había metido en aquel
lío. El hombre de los pies malheridos se encaramó penosamente al cercado del
huerto de olivos, y siguió los pasos apresurados del taciturno labrador por el
trigal verde que crecía bajo los árboles. Sintió, bajo aquellos pies que habían
muerto, la fría suavidad del trigo nuevo, y percibió con claridad la dureza de
su vida apartada. Contempló, en los salientes de las rocas, los tiernos y
alicaídos capullos, grisáceos y plateados, de unas anémonas rojas. Pero también
aquellas flores pertenecían a otro mundo. En el suyo, el hombre se encontraba
solo, desesperadamente solo. Todo lo que veía a su alrededor formaba parte de
un mundo que jamás había perecido. Pero él sí que había muerto, o le habían
matado para sacarlo de ese mundo, y lo único que le quedaba era un gran vacío,
una profunda náusea de amarga decepción.
Llegaron a una casa de adobe. Abatido, el
campesino aguardó para ceder el paso a aquel hombre.
"¡Entrad, entrad! -le dijo-; ¡nadie
nos ha visto!"
El hombre del blanco sudario penetró en
aquella construcción de barro, seguido por un rastro de aromas de perfumes
exóticos. El campesino cerró la puerta exterior, y franqueó otra interior que
daba al patio, donde se encontraba el asno, tras unos altos muros para que
nadie se lo robase. Con muestras de desasosiego, el campesino ató de nuevo al
gallo. El hombre del rostro como la cera se sentó en una estera cerca del
hogar. Se sentía agotado, casi sin sentido. Desde fuera, le llegó la voz
susurrante del campesino: hablaba con su mujer, que había contemplado toda la
escena desde la azotea.
Al poco, entraron ambos, y la mujer se
cubrió el rostro. Sirvió un vaso de agua, y puso un poco de pan y unos higos
secos en una bandeja de madera.
"¡Comed, Señor, comed! -dijo el
labrador-; nadie nos ha visto"
Aunque el extraño no tenía ninguna gana,
mojó un trozo de pan en el agua, y se lo llevó a la boca. Había que hacer por
la vida. Pero toda ansia, hasta la de comer y beber, habían muerto en él. Se
había levantado de su tumba sin desearlo, sin ganas de vivir siquiera, vacío de
todo, menos de la abrumadora decepción que, como una náusea, le inundaba al
recordar su vida pasada. Más profunda quizá que esa desilusión, más incluso que
la conciencia recuperada, era aquella determinación carente de deseos.
El campesino y su mujer permanecían de pie
en el marco de la puerta, y le observaban. Aterrados, se fijaron en las lívidas
heridas de aquellas delgadas y pálidas manos, de los delicados pies, de aquel
extraño; en las pequeñas laceraciones de aquella frente aún muerta. Con miedo,
aspiraron el aroma de ricos perfumes que exhalaba su cuerpo, y repararon en el
fino, inmaculado y caro lino. A lo mejor se trataba, en realidad, de un rey
muerto, que regresaba de la región de las sombras, aunque todavía permaneciera
en los helados y remotos dominios de la muerte, mientras de su cuerpo
transparente emanaban aquellos aromas, como si proviniesen de alguna flor
exótica.
Tras haber tomado con dificultad un poco
del pan humedecido, alzó los ojos hacia ellos. Y los contempló tal como eran:
limitados, de escasos recursos, carentes de toda gracia en cuanto a gestos o
valor. Así eran: perezosas e inevitables partes del mundo natural. No poseían
ningún rasgo noble, pero el miedo les obligaba a mostrarse compasivos.
Y el extraño se compadeció de ellos, una
vez más, porque sabía que reaccionarían mejor a la afabilidad, aunque sólo
correspondieran con su torpe amabilidad.
"No se asusten -les dijo,
sosegadamente-. Permítanme que me quede aquí, con ustedes, un poco de tiempo.
No será demasiado. Luego me iré para siempre. Pero no se asusten. Nada malo les
ocurrirá por culpa mía."
Le creyeron al instante, aunque el miedo no
les había abandonado. Y ambos le replicaron:
"¡Quedaos, Señor, el tiempo que
queráis! ¡Descansad! ¡Descansad tranquilamente!"
Pero estaban muertos de miedo.
Así que los dejó con sus cosas. El
campesino se fue encaramado en el burro. Aunque el sol ya brillaba en todo su
esplendor, en aquella casa oscura, con la puerta cerrada, el hombre se sintió
otra vez como en la tumba. Y dijo a la mujer: "Preferiría echarme un rato
fuera, en el patio".
Ella lo adecentó, y extendió una estera en
el suelo. Al resguardo del cercado, el hombre se tumbó bajo el sol matutino.
Desde aquella posición, contempló las primeras hojas verdes, vibrantes como
llamas, en el extremo de las ramas de la higuera, que se perfilaban contra la
desnudez del cielo primaveral. Pero el hombre que había muerto era incapaz de
mirar; sólo estaba tendido al sol, que aún no calentaba demasiado, y no sentía
deseo alguno, ni siquiera de moverse. Inerte por completo, se mostraba yaciente
al sol, con sus piernas delgadas, unos brazos escuálidos y lechosos, mientras
sus negros y perfumados cabellos le caían por las cavidades del cuello.
Mientras permanecía en esa posición, las gallinas cloqueaban y picoteaban, y el
gallo que se había escapado se agazapaba en una esquina, cautivo y con la pata
amarrada.
La mujer del campesino estaba asustada.
Había mirado a hurtadillas y, tras observar que no se movía, tembló ante la
idea de que hubiera un hombre muerto allí, en su patio. Pero el sol calentó
más; él abrió los ojos, y la miró. Y en aquel instante, de nuevo se sintió
atemorizada ante el hombre que estaba vivo, pero que no hablaba.
Había abierto los ojos, y contemplaba de
nuevo el mundo, reluciente como un cristal. Aquello era la vida, de la que él
ya nunca formaría parte. Pero allí estaba, resplandeciente, fuera de su
alcance, como el cielo azul y la desnuda higuera con sus minúsculos brotes
verdes. Tan brillante como un cristal, pero el hombre no se encontraba dentro
del mundo, porque carecía de todo deseo.
Y, sin embargo, allí estaba; no había perecido.
Pasó el día en un estado inconsciencia y, al caer la tarde, entró en la casa.
El campesino regresó, pero estaba asustado y no tenía nada que decir. El
extraño tomó unas pocas judías. A continuación, se lavó las manos, se volvió de
cara a la pared y permaneció en silencio. El matrimonio calló también la boca,
mientras contemplaba a su huésped dormido. Dado que el sueño era un estado tan
cercano a la muerte, aún podía dormir.
Cuando el sol salió de nuevo, volvió a
tumbarse en el patio. El sol era lo único que le atraía, lo único que aún
ejercía una cierta influencia sobre él, porque le obligaba a anhelar el fresco
aire de la mañana que le penetraba por la nariz, a contemplar el azul del cielo
allí arriba. No le gustaba nada el hecho de que le hubiesen forzado a estar
encerrado.
En cuanto salió al patio, el gallo cacareó.
Su canto era frío, desganado; en sus graznidos se percibía algo más profundo
que un mero disgusto: la necesidad de vivir, incluso de proclamar bien alto el
triunfo de la vida. El hombre que había muerto se puso en pie, y observó al
gallo que se había escapado, otra vez allí, descompuesto, alzado sobre sus
patas, con la cabeza estirada y el pico abierto, como un desafío de la vida
frente a la muerte. Continuó con sus arrogantes cacareos que, aunque
amortiguados por culpa de la cuerda que llevaba atada a la pata, no habían
dejado de oírse. El hombre que había muerto echó una ojeada indiferente sobre
la vida, y contempló, por todas partes, aquella vasta determinación que con
tanta fuerza se exhibía en la cresta de las olas, tanto en bonanza como con
tiempo revuelto, en las gotas de espuma procedentes del azul invisible, en el
gallo negro y anaranjado o en las lenguas de verdor que brotaban en las ramas
de la higuera. Todas las cosas y criaturas de la primavera se presentaban
henchidas de deseo, de ganas de afirmarse. Eran como rizos de espuma de un
enorme, oculto y poderoso mar, procedentes de una azul riada de deseo
incorpóreo, que surgían por doquier, coloreados y tangibles, evanescentes, inmortales
en el momento de su aparición. Y el hombre que había muerto contempló el gran
salto a la existencia de las cosas que no habían muerto, pero no captó su
trémulo deseo de existir, de ser. En su lugar, fijó su atención en aquel
insistente y arrogante desafío hacia lo ya existente.
Con aquellos ojos que habían muerto bien
abiertos, aunque todavía turbados, el hombre continuó echado, mientras
contemplaba la eterna determinación de la vida. Entretanto, con su ojo inmóvil
y plano, el gallo le devolvía la mirada vidriosa de cualquier ave. Pero el
hombre que había muerto no veía sólo al animal, sino también la instantánea y
acerada ola de la vida de la que el gallo no era más que la cresta. Observó los
extraños movimientos de aquel ser mientras picoteaba y engullía sobras de
comida; aquella mirada propia del ojo de la vida, siempre alerta y vigilante,
arrogante y cauteloso; y su canto vital, graznido de triunfo y afirmación,
aunque disminuido por causa de un cordel circunstancial. Y hasta le pareció oír
el extraño parloteo de la vida misma, cuando el gallo imitó con gallardía el
cloqueo de su gallina favorita al poner un huevo, a pesar de que aquel canto
del macho adoptara el sepulcral acento que le imprimía la pata atada a una
cuerda. El hombre le arrojó un trozo de pan, y oyó cómo el animal emitía un
arrullo de increíble ternura, al tiempo que zarandeaba y ponía a buen recaudo
el alimento para sus gallinas. Éstas acudieron con voracidad, y se llevaron el
trozo de pan más allá del campo de acción que le permitía el cordel.
Orondo, el macho iba tras ellas, hasta que,
de pronto, notó un tirón en el límite de su atadura que le obligó a desistir:
se sintió hundido; decayó su entusiasmo; pareció encogerse; se habría agazapado
en la sombra, a pesar de que aún era joven, como lo re- velaban las plumas de su
cola que, a pesar de tan lustrosas como lucían, aún no se habían desarrollado/
por completo. Aquella misma tarde, la marea de la vida que llevaba dentro le
indujo a olvidar de nuevo. Cuando su gallina preferida comenzó a deambular con
indiferencia cerca de él y emitió su canto para atraerlo, el gallo se precipitó
sobre ella, con las plumas erizadas. El hombre que había muerto observó la
inestable y oscilante vibración de aquel pájaro tan resuelto. Pero no fue en el
macho en lo que se fijó, sino en la cresta de la ola de la vida, la misma que
restalla a cada minuto en el vaivén de la marea del océano de la propia vida.
Fue en aquel momento cuando tuvo la sensación de que el destino de la vida le
resultaba más intenso y apremiante que el de la muerte. El hado de la muerte
era como una sombra en comparación con el feroz destino de la vida, con el oleaje
de la vida y su determinación.
Cuando cayó el crepúsculo, el campesino
regresó a casa en el burro, y comentó: "¡Señor! dicen que alguien ha
robado el cuerpo del huerto, que- la tumba está vacía y que han retirado la
guardia. ¡Malditos romanos! Allí estaban unas mujeres, y lloraba".
El hombre que había muerto miró al hombre
que no había muerto.
"Está bien -le dijo-. No comente nada,
y estaremos a salvo."
El campesino se sintió aliviado. Tenía
aspecto de sucio, de alelado: nunca resplandecería en él ni siquiera la
gallardía de aquel gallo joven, al que había atado por una pata. Carecía de
arrojo. Mas el hombre que había muerto pensó: "¿Por qué debería ser
exaltado? Basta con remover los terrones para airearlos; no es preciso
alzarlos. Que la tierra siga en su sitio, y que plante cara al cielo. Me
equivoqué al tratar de ensalzarla, me metí donde no me llamaban. La reja del
arado de la devastación hendirá el suelo de Judea, y la vida de este campesino
será aventada, igual que un tabón. No hay hombre capaz de impedir que la tierra
sea labrada. Se trata de eso, de cultivar, no de salvar...".
Contempló a aquel campesino, a aquel labrador,
con compasión. El hombre que había muerto no sintió ni el más mínimo deseo de
inmiscuirse en el alma del hombre que no había muerto, y que quizá nunca
moriría, aunque sí que habría de retornar a la tierra. Que, llegado el momento,
a ella regrese, y que nadie trate de entrometerse en lo que la tierra reclama
como propio. Y el hombre doliente permitió que el labriego se apartase de él,
porque carecía de la posibilidad de renacer. Sin embargo, el hombre que había
muerto se paró a reflexionar: "Es mi anfitrión".
Al amanecer, cuando se sintió mejor, el
hombre que había muerto se levantó y, de nuevo lentamente, dirigió sus pies
ulcerados hacia el huerto, porque en un huerto había sido traicionado y,
también en un huerto, enterrado. Tras rodear unos macizos de laurel, cerca ya
de la pared de la roca, vio que una mujer, vestida de azul y amarillo, rondaba
por la tumba, y que introducía la cabeza, una vez más, por la entrada del
sepulcro, honda como un pozo sin fondo; pero allí no había nada. Se retorció
las manos, y sollozó. Cuando se alejaba, vio al hombre vestido de blanco, de
pie, junto a los laureles, y dio un grito, no sin pensar que se trataba de
alguien que la espiaba. Acto seguido, exclamó: "¡Se lo han llevado de
aquí!".
Y el hombre le llamó: "¡Magdalena!".
La mujer se tambaleó, como si fuera a
caerse, porque le había reconocido. Y él le dijo: "¡Magdalena! No tengas
miedo. Estoy vivo. Me enterraron demasiado pronto, y he retornado a la vida. He
permanecido oculto en una casa".
Sin saber qué decir, la mujer se postré a
sus pies para besarlos.
"No me toques, Magdalena -le reconvino-.
¡Todavía no! Aún no estoy curado, ni he vuelto a tener contacto con los
hombres."
La mujer se echó a llorar, por. e no sabía
qué hacer. Y él añadió: "Vamos a otro sitio, ahí entre los arbustos, donde
podamos hablar sin ser vistos".
Con el manto azul y la túnica amarilla,
ella le siguió por entre los árboles, hasta que él se sentó bajo unos mirtos. Y
él le dijo: "Todavía no estoy recuperado del todo. ¿Qué habrá .que hacer
de ahora en adelante, Magdalena?".
"¡Maestro! -le respondió-. ¿Cuánto te
hemos llorado! ¿Volverás con nosotros?
"Lo que ha concluido, bien acabado
está y, para mí, el final ya es pasado -le replicó-. El curso de agua fluirá
hasta que no haya lluvia que lo abastezca; entonces, se secará. Para mí,
aquella vida se acabó."
"¿Y renunciarás a tu victoria?" -le
preguntó la mujer, con un dejo de tristeza.
"Mi triunfo -le respondió- consiste en
que no estoy muerto. He sobrevivido a mi misión, y no sé nada más. En eso consiste
mi victoria: he sobrevivido a la vida y a la muerte de mi irrupción en el
mundo, pero todavía soy un hombre. Aún soy joven, Magdalena; ni siquiera he
alcanzado la edad mediana. Estoy contento de que todo haya terminado. Así tenía
que ser. Pero, ahora, estoy encantado de que todo haya concluido, de que ya
haya pasado el día de mi intromisión. Han muerto en mí el maestro y el
salvador. Y ya puedo dedicarme a mis cosas, a llevar mi propia vida."
Ella le escuchaba sin comprenderle del
todo, aunque cierto malestar crecía en su interior, después de lo que le había
oído decir.
"Pero, ¿volverás junto a
nosotros?" -preguntó, con insistencia.
"No sé lo que haré -le contestó-.
Cuando haya sanado por completo, lo tendré más claro. Pero mi misión ha
concluido, igual que se acabaron mis enseñanzas; la muerte me ha librado de mi
propia salvación. Magdalena, quiero llevar mi propia vida, la que me
corresponda. Se acabó mi vida pública, esa vida en la que yo era importante.
Ahora esperaré en la vida, sin decir nada, sin nadie que me traicione. Quise
ser más de lo que abarcan mis manos y mis piernas, y me traicioné a mí mismo.
Sé que juzgué mal al pobre Judas, porque he muerto, y ahora sé cuáles son mis
limitaciones. Ahora puedo vivir sin luchar para imponerme, porque mi horizonte
se acaba en la punta de mis dedos, y mis pasos no van más allá de donde me
lleven mis pies. Sí, yo, el mismo que me entregaba a las multitudes, aun sin
haber estrechado de verdad a nadie entre mis brazos. Pero Judas y los sumos
sacerdotes me libraron de mi propia salvación, y pronta podré encarar mi
destino, como un hombre que, des de el mar, arriba a cualquier playa, solo, un
día cual quiera al amanecer."
"¿Quieres estar solo en adelante? -le
preguntó la mujer-. ¿Qué fue de tu misión? ¿Era todo mentira?"
"¡Claro que no! Tampoco puede decirse
que t s amantes de otro tiempo representaran nada. Fueren mucho para ti, pero
tú recibías más de lo que dabas. Y viniste a mí para que te salvase de tus
propias liviandades. Pero, en lo que se refiere a mi misión , también yo me
excedí: di mucho más de lo que recibí, y también eso produce aflicción y
vanidad. Pila-tos y los sumos sacerdotes me libraron de mis propios excesos
salvadores. No pretendas sobrepasarte en lo que a la vida se refiere,
Magdalena, porque eso no es sino otra forma de morir."
La mujer sopesó tales palabras con
amargura, porque había arraigado en su interior la necesidad de darse por
completo, y no soportaba que nadie se lo reprochase.
"¿No volverás con nosotros? ¿Has
vuelto tan sólo para ti?"
Percibió el sarcasmo de su pregunta, y
contempló aquella hermosa cara, todavía surcada por una imperiosa necesidad de
salvación respecto de la mujer que había sido, la hembra que manejaba a los
hombres a su voluntad. Sobre ella planeaba todavía, como una sombra, la
necesidad de verse libre de la decrépita y contumaz Eva, que a tantos hombres
había abrazado, de quienes había recibido mucho más de lo que había dado. Otra
forma de perdición, sin embargo, pendía sobre ella: quería dar todo, sin
recibir nada. Y eso también resulta excesivo, cruel, para un cuerpo acogedor.
"No he resucitado de entre los muertos
para ir en busca de la muerte otra vez" -le replicó.
La mujer clavó sus ojos en él, y observó el
cansancio marcado en su lívido rostro, la tremenda desilusión de sus ojos
negros, así como la indiferencia que la sustentaba. Al ver cómo le miraba, se
dijo para sí: "Ahora resultará que mis propios discípulos querrán que
muera de nuevo, y todo porque he regresado de una forma distinta a como ellos
esperaban".
"Pero, ¿volverás con nosotros, vendrás
a vernos? ¿Con nosotros, que tanto te amamos?" -le preguntó. Con una leve
sonrisa, le respondió que sí. Y añadió: "¿Tienes algo de dinero? ¿Me
prestarías unas cuantas monedas? Te lo agradecería".
No llevaba mucho encima, pero se sintió
encantada de ofrecérselo.
"¿Qué te parecería -le preguntó él-,
si me fuera a tu casa, a vivir contigo?"
Ella le observó con sus enormes ojos
azules, que emitían un extraño destello.
"¿Ahora mismo?" -le preguntó, con
una singular entonación triunfal.
Y él, que en aquel momento se achicaba ante
cualquier clase de victoria, propia o de los demás, le contestó: "¡Ahora
mismo, no! Más adelante, cuando esté curado, y... haya vuelto a entrar en
contacto con la carne".
Titubeó. Y supo en su corazón que nunca
iría a vivir a casa de ella, porque se había percatado de aquel fulgor triunfal
en sus ojos, de la imperiosa necesidad de dar. Con éxtasis, arrobada, ella le
susurró: "Bien sabes que abandonaría todo por ti".
"¡No, no! ¡No es eso lo que te he preguntado!" 1
Como una lanzada en las entrañas, le
invadió de nuevo una sensación de asco, la enorme náusea de la desilusión en
cuanto a la vida que había conocido, y se acurrucó bajo los mirtos, sin
fuerzas, aunque con los ojos abiertos. Ella le contempló de nuevo, y comprendió
que no era el Mesías. El Mesías no había resucitado: todo, entusiasmo, ardiente
pureza, arrobamiento juvenil, todo se había desvanecido. No era más que un
hombre de mediana edad, descorazonado, dominado por una insuperable desgana, y
con una voluntad tan firme que no habría amor capaz de doblegarla. No era el
Maestro a quien había adorado, el joven exaltado y espiritual, aquel que había
conmovido su alma. Estaba más cerca de los amantes que había conocido antes,
pero poseído por una indiferencia mucho más acentuada en lo relativo a
cuestiones personales, mucho menos sensible.
Y se vio despojada de su extático y
angustioso sentimiento de adoración. Aquel hombre resucitado representaba la
muerte de sus sueños.
"Debes irte ahora -le dijo-. No me
toques, porque pertenezco aún a la muerte. Regresaré a este mismo lugar dentro
de tres días. Ven si quieres, al alba, y hablaremos de nuevo."
Conturbada y apesadumbrada, se alejó de su
lado. Mas, mientras caminaba, su mente desechó la amarga realidad, recreó su
capacidad de éxtasis y asombro, y decidió que el Maestro había resucitado, que
no estaba muerto. ¡Había regresado el Salvador, el único capaz de ensalzar, el
hacedor de maravillas! Había resucitado, y no como hombre, sino corno el mismo
Dios: la carne no podía rozarle, y sería arrebatado al Paraíso. Se trataba del
más glorioso y fantasmagórico de los milagros.
Mientras tanto, el hombre que había muerto
se recogió en sí mismo y, lentamente, recorrió la distancia que le separaba de
la casa del campesino. Se sentía feliz de regresar a aquel lugar, lejos de
Magdalena y de sus propios discípulos. Porque aquellos labradores participaban
de la inercia de la tierra y le permitirían descansar, sin atosigarle.
La mujer estaba en la azotea; le buscaba con
la mirada. Tenía miedo de que se hubiera marchado, porque su presencia en la
casa había tenido sobre ella el mismo efecto que un vino delicado. Se apresuró
a abrirle la puerta.
"¿Dónde habéis estado? -le preguntó-;
¿por qué os fuisteis?"
"He ido a dar un paseo por el huerto.
He visto a una persona amiga, que me ha prestado algo de dinero. Aquí
tiene."
Y extendió su esquelética mano con la
pequeña suma que representaba todo lo que Magdalena le había entregado. Como no
andaban bien de dinero, brillaron los ojos de la mujer del campesino, quien
exclamó: "¡Oh, Señor! ¿De verdad es para mí?".
"¡Ahí lo tiene! -le replicó-; sirve
para comprar pan, y el pan nos da vida."
Y fue a tumbarse de nuevo en el patio, del
todo aliviado por encontrarse otra vez solo. Con aquellos campesinos podía
estar a solas, cosa que sus propios amigos jamás le permitirían. En la
seguridad que le daba aquel patio, hasta el gallito le resultaba agradable,
incluso si graznaba con aquel incomparable entusiasmo suyo por la vida, aun
cuando su canto finalizase en la insalvable humillación de estar atado por una
pata. Aquel día el burro estaba en el cobertizo, y meneaba el rabo. El hombre
que había muerto se tumbó, y se apartó de la vida por completo, dominado por la
enfermedad de la muerte en vida.
Pero la mujer le llevó vino, agua y unos
dulces; se despabiló; y comió un poco por complacerla. Hacía calor aquel día y,
cuando ella se agachó para servirle, él contempló, bajo su túnica, cómo se
agitaban los pechos de aquel humilde cuerpo. Supo que ella, joven y no
desagradable como era, anhelaba que él la deseara. Y él, que nunca había
conocido mujer, la hubiera deseado de haber podido. Pero no sentía ningún deseo
de ella, aunque se sintió ligeramente atraído por aquel humilde cuerpo
inclinado. Era incapaz de fundirse con los pensamientos, con la vida interior
de aquella mujer. Ella estaba encantada con el dinero, y ahora quería conseguir
algo más de él. Y deseó que aquel cuerpo la estrechara. Pero su pobre alma era
seca, corta de miras y pacata, y, aunque su cuerpo experimentaba cierto deseo,
carecía del sentido de cálido agradecimiento ante un regalo. En voz baja, él le
dirigió unas palabras afables, y se dio la vuelta. Se sentía incapaz de tocar
aquel pequeño y triste cuerpo: ni la pobre y limitada vida de aquella mujer, ni
la de ningún otro ser. Sin dudarlo siquiera, se apartó de todo aquello.
Aunque hubiera resucitado, había caído en
la cuenta, finalmente, de que también el cuerpo gozaba de una vida propia a su
manera, aunque, más allá de él, se extendiese la vida con mayúsculas. Era
virgen, y le echaba para atrás la pobretona, pero ansiosa, vida de los cuerpos
de cada cual. Ahora sabía que también la virginidad es una forma de deseo, y
que el cuerpo está siempre dispuesto a dar y a tomar, a tomar y a dar, sin
medida. Se daba cuenta también de que había regresado por una mujer, por las
mujeres, esos seres que saben de la vida, con mayúsculas, del cuerpo, que no
conocen límites para dar ni para tomar, y con las que podría fundir su propio
cuerpo. Pero como había muerto, se había cargado de paciencia, porque sabía que
tenía tiempo, toda una eternidad. Y no se dejaba guiar por impetuosos deseos,
como tampoco se permitía entregarse a los demás ni adueñarse de nada para sí,
porque había muerto.
El campesino regresó del trabajo, y le
comentó: "Señor, gracias por el dinero; pero no era lo que pretendíamos:
todo lo que tenemos es vuestro".
El hombre que había muerto se sintió
entristecido, porque allí estaba aquel labrador, en el pobre y limitado cuerpo
que le había tocado en suerte, mientras sus ojos brillaban astutamente con la
esperanza de mayores y posteriores recompensas en forma de dinero. Cierto que
el campesino le había cobijado gratuitamente, y había corrido el riesgo de no
recibir nada a cambio. Pero las esperanzas que albergaba acrecentaban su
sagacidad, porque no de otra madera están hechos los seres humanos. Cuando el
agricultor se aproximó para ayudarle a incorporarse, porque ya había
anochecido, el hombre que había muerto le dijo: "No me toque, hermano,
porque aún no he subido al Padre".
El sol brilló aún un instante en toda su
plenitud, y el gallo joven pareció más lustroso. Pero el campesino aseguró la
cuerda, y el animal se sintió prisionero. Como, en aquel ser, la llama de la
vida había alcanzado el punto de consunción, el ave miró de soslayo y con
arrogancia al hombre que había muerto. Éste sonrió afablemente al animal, y le
dijo: "Seguro que, de entre todas las aves, tú has subido ya al
Padre". A modo de respuesta, el gallo emitió un graznido.
Cuando, al amanecer del tercer día, el
hombre se dirigía al huerto, caminaba absorto, sin dejar de pensar en la vida
del cuerpo con mayúsculas, la que va más allá de la pequeña y limitada vida de
cada cual. Dejó atrás los tupidos macizos de laurel y mirtos, y se llegó hasta
la roca, cuando, de pronto, observó que había tres mujeres junto a la tumba.
Una era Magdalena; otra era aquella mujer que había sido su madre; la tercera
resultó ser una mujer a quien conocía, llamada Juana. Alzó la vista y miró a las
tres. Ellas le vieron, y sintieron miedo.
Se paró a cierta distancia, porque sabía
que le iban a exigir que regresase físicamente. Pero él no quería volver con
ellas en modo alguno. Desde su palidez, en aquella mañana gris que amenazaba
lluvia, las vio y se alejó. Pero Magdalena echó a correr tras él.
"No he sido yo quien las ha traído -le
dijo-; vinieron por sí mismas. Te he conseguido más dinero... ¿No vas a hablar
con ellas?"
La mujer le dio unas monedas de oro; él las
tomó, y repuso: "¿Puedo quedarme con este dinero? Lo necesitaré. No puedo
hablarles, porque aún no he subido al Padre. Tengo que irme".
"Y, ¿adónde vas?" -gritó la
mujer.
Él la miró, y percibió cómo se aferraba al
hombre que en él había muerto, y que muerto estaba; al hombre que había sido en
su juventud, cuando llevaba a cabo su misión, al casto y apocado; a lo que
había sido su vida con minúsculas, cuando daba sin tomar nada a cambio.
"¡Tengo que subir hasta el
Padre!" -le respondió.
"¿Vas a dejarnos así? ¡Ahí tienes a tu
madre!" -le espetó, con aquella angustia familiar, que todavía le
resultaba agradable.
"Debo ascender hasta mi Padre" -le
replicó-. Dio unos pasos hacia atrás, en dirección a los matorrales, se volvió
y se fue, mientras decía para sí: "No pertenezco a nadie, y carezco de ataduras;
misión o evangelio se han alejado de mí. Y aun así no puedo hacer mi propia
vida. ¿Qué tengo que salvar?.. Aprenderé a estar solo".
Y regresó a casa del campesino, al patio en
el que estaba el gallo joven, atado por una pata, con un cordel. Y no deseó
estar con nadie, porque era mejor permanecer a solas, y la presencia de la
gente le hacía sentirse solo. El sol y el sutil ungüento de la primavera
curaron sus quebrantos. Hasta comenzó a cerrarse la herida abierta de la
desilusión que le traspasaba las entrañas. Y también notaba los progresos de la
curación en cuanto a lo que necesitaba de hombres y mujeres, en el ardor que
ponía en poseerlos y en verse salvado gracias a ellos. Algo había sucedido
entre él y el género humano, porque, en adelante, se aproximaría a ellos sin
entrometerse, sin apremiar. Y comentó para sí: "Traté de forzarles a
vivir; por eso, ellos me obligaron a morir. Siempre ocurre eso cuando alguien
atosiga: la cautela frena cualquier avance. Ha llegado mi hora de estar solo".
En consecuencia, no volvió por el huerto.
Pero gustaba de tumbarse y mirar al sol; de caminar, al atardecer, entre los
olivos retorcidos o por el trigo verde, que crecía un palmo cada día que hacía
bueno. Y no dejaba de pensar: "Qué bien que ya haya concluido mi misión, y
que me encuentre más allá de todo. Ahora podré estar solo, y que las cosas
sigan su curso, que la higuera sea estéril si ése es su deseo, o que los ricos
puedan serlo sin más. Lo que haga, sólo de mí depende".
Y los verdes brotes de las hojas de la
higuera se desarrollaron con ayuda de la brillante, traslúcida y verde sangre
del árbol. Y el gallo joven mejoró, y se puso más lustroso con el calor del
sol, aunque seguía atado por una pata, con un cordel. Y el ocaso resultó aún
más impresionante, cada vez más lejos de las bocanadas de aquel aire dorado y
rojo. El hombre que había muerto tomó conciencia de todo eso, y pensó:
"La Palabra es como una mosca que nos molesta al
anochecer. El hombre vive atormentado por las palabras, que son como moscas, y
que le persiguen hasta la tumba, aunque éstas no puedan ir más allá. Yo ya me
encuentro en una posición en la que las palabras no pueden morderme, y el aire
está limpio, y no hay nada que decir: estoy a solas, dentro de mi propia piel,
que es como la cerca de mi propiedad."
Se curó de sus heridas, y disfrutó de la
inmortalidad de estar vivo, ajeno a toda inquietud. Porque en la tumba se había
despojado de los lazos que conocemos como preocupaciones; allí había dejado el
deseo de imponerse, que se afirma y se hace valer por sí mismo. Curado del
desprendimiento de su propio ser, complacido en su fuero interno, sonrió para
sus adentros en absoluta soledad, que es también una forma de inmortalidad.
Y se dijo: "Vagaré por la tierra, y no
diré nada, porque nada resulta tan maravilloso como estar a solas, apartado, en
un mundo de fenómenos cambiantes. No me fijé bien: cuando estaba en él, me cegó
mi propia confusión. Erraré por el conmovedor y agitado mundo exterior, porque
sólo la emoción, que vive en todas las cosas, me permite estar en perfecta
soledad".
Hablaba consigo mismo, y decidió hacerse
médico, porque todavía conservaba el poder de sanar a cualquier adulto o niño
que le moviesen a compasión. Se cortó el pelo y se afeitó la barba, según los
usos del momento, y sonrió para sus adentros. Se compró unas sandalias, una
túnica adecuada y se cubrió la cabeza para ocultar todas aquellas pequeñas
cicatrices. Y el campesino le preguntó: "Señor, ¿os iréis de nuestro
lado?".
"Sí, porque ha llegado la hora de que
vuelva con los hombres." Entregó una moneda al labrador, y le dijo:
"Déme el gallo que se escapó, y que tiene atado por la pata. Quiero
llevármelo conmigo".
A cambio de la moneda, el campesino le
entregó el ave al hombre que había muerto. Y, al amanecer, el hombre que había
muerto orientó sus pasos hacia el mundo exterior, para verse saciado de su
propia soledad en medio de él. Pero ni siquiera entonces estaba completamente a
solas, ya que, bajo el brazo, y mientras caminaba, llevaba el gallo, cuya cola
ondeaba alegremente por detrás, y que estiraba la cabeza, preso de gran
agitación, porque se aventuraba también, por vez primera, en el anchuroso mundo
exterior, que capaz es de conmover hasta el cuerpo de los gallos. La mujer del
campesino derramó unas lágrimas, y se metió en casa, como campesina que era,
para echar otro vistazo a las monedas. Hasta le pareció que aquellas piezas de
metal emitían maravillosos destellos.
Era un día soleado aquél en el que el
hombre que había muerto se echó a andar. A medida que caminaba, miraba a todas
partes; se hizo a un lado al paso de una recua que iba en dirección a la
ciudad. Y se dijo:
"¡Sucio y limpio a un tiempo! ¡Qué
extraño es el ancho mundo de las cosas! Soy el mismo, pero me siento apartado,
mientras la vida bulle de maneras distintas. ¿Por qué me empeñaría en que ese
borboteo fuera idéntico para todos? ¿Qué es lo que he predicado? Es más fácil
que un sermón se apelmace como el fango, o se ciegue como un manantial, a que
eso ocurra con un salmo o con un cantar. Me confundí. Y entiendo que me
ajusticiaran por haber predicado. Aunque, finalmente, no lo han conseguido,
porque he resurgido en mi propia soledad, y heredo la tierra, puesto que ya no
tengo pretensiones sobre ella. Estaré solo en medio de este barullo. Para siempre,
y esto es lo primero y fundamental, estaré solo. Tengo que arrojar a este
pájaro a ese hervidero, porque tiene que hacer su vida. ¡Con qué pasión la
contempla! En algún sitio, muy pronto, lo dejaré con unas gallinas. Y quizás
alguna noche encuentre yo a una mujer que espabile mi cuerpo resucitado, sin
que deba renunciar a mi soledad. Porque ha muerto el deseo en mi cuerpo, y ya
no pertenezco a ningún sitio, bien lo sé. Este gallo resplandece en su
estruendosa soledad, y aun así es capaz de dar respuesta a la llamada de las
gallinas. Tengo que darme prisa en llegar a aquel pueblo que está más adelante,
encaramado en la colina. Porque ya estoy cansado y me siento débil, y quiero
cerrar los ojos a todo lo que me rodea."
Al apresurar la marcha con la esperanza de
llegar pronto, alcanzó a dos hombres, que caminaban despacio, mientras
charlaban. Como sus pasos eran sigilosos, les oyó que hablaban de él. Y los
reconoció, porque les había conocido durante su vida, en el tiempo de su
misión. Les saludó, pero no se dio a conocer, a la luz del atardecer. Ellos no
se dieron cuenta de que se trataba de él. Y les preguntó:
"¿Qué fue de aquel hombre que decía
ser rey y que fue condenado a muerte por ello?"
Con una sombra de suspicacia, ellos le
respondieron: "¿Por qué quieres saber de él?".
"Le conocí, y he pensado muchas veces
en él" -fue su respuesta.
Ellos le aseguraron: "Ha
resucitado".
"¡Vaya! Y, ¿dónde se encuentra? ¿Cómo
vive?"
"No lo sabemos, porque no nos ha sido
revelado. Sólo sabemos que ha resucitado y que, dentro de poco, subirá al
Padre."
"¡Ya! Y, ¿dónde está su Padre?"
"Si no lo sabes, es que eres un
gentil. Su Padre está en los cielos, sobre las nubes y el firmamento."
"¿De verdad? Y, ¿cómo ascenderá hasta
allí?" "Será arrebatado en toda su gloria, como Elías, el
profeta."
"¿Hasta el cielo?"
"Así es."
"Entonces no habrá resucitado en carne
y hueso." "Ha resucitado en carne y hueso."
"Y, ¿ascenderá así al cielo?"
"Nuestro Padre de los cielos se lo
llevará con Él."
El hombre que había muerto no dijo nada
más, porque no tenía nada más que decir, y las palabras sólo engendran
palabras, como los mosquitos. Pero, los dos hombres le preguntaron: "¿Por
qué llevas un gallo?".
"Soy curandero -les respondió-, y el
gallo tiene poderes."
"¿No eres creyente?"
"¡Sí! Creo que este ave rebosa de vida
y poderes."
Tras decir esto, siguieron su camino en
silencio. Pero él se percató de que no les había gustado su respuesta. Y sonrió
para sí, porque los hombres de mente estrecha son uno de esos peligrosos
fenómenos que se dan en el mundo, ya que niegan el derecho de sus semejantes a
permanecer solos. Cuando llegaban a las afueras del pueblo, el hombre que había
muerto se plantó ante ellos, a la luz del crepúsculo, y les preguntó con su voz
de antes: "¿No me reconocéis?"."¡Maestro!" -exclamaron,
llenos de miedo.
"¡Sí!" -les respondió, con un
amago de sonrisa-. Pero torció de repente por una callejuela lateral, y cruzó
las murallas antes de que tuvieran tiempo de reaccionar.
Llegó a una posada, donde había unos burros
en el patio. Pidió unos buñuelos, y se los prepararon. Luego, se quedó dormido
en un cobertizo. A la mañana siguiente, le despertó un tremendo graznido, al
tiempo que el canto del gallo que llevaba le retumbaba en los oídos. Y vio al
gallo de la posada, seguido por numerosas gallinas, que se aprestaba a pelear.
Entonces, el ave del hombre que había muerto aleteó hacia adelante, y comenzó
una pelea entre ambos. El posadero acudió a toda prisa para poner a salvo a su
animal, pero el hombre que había muerto le dijo: "Si gana mi gallo, te lo
regalo; si pierde, podrás comértelo".
Los dos lucharon encarnizadamente, hasta
que el gallo del hombre que había muerto acabó con la vida del de la posada. Y
el hombre que había muerto habló así al animal: "Tú al menos has alcanzado
ya tu reino, y las hembras adecuadas. Tu soledad llegará a ser esplendorosa
gracias al seductor aderezo de las gallinas".
Y allí abandonó al gallo, y se fue para
introducirse más en el mundo exterior, que no es sino un vasto complejo de
enredos y alicientes. Y se hizo a sí mismo una última pregunta: "¿De qué y
para qué habría que salvar a este torbellino?".
Siguió su camino, a solas. Pero los
pálpitos del mundo le parecían increíbles, a medida que observaba, por todas
partes, aquel peculiar enredo de pasiones, circunstancias y coacciones, como si
no hubiese nada más que el pavoroso insomnio del apremio. Lo que volvía locos a
los hombres era el miedo, el temor ante la muerte definitiva. Y se vio obligado
a cambiar de lugar continuamente, porque si permanecía en un mismo sitio, sus
vecinos percibían el dominio que tenía sobre ese miedo y recibía amenazas. No
había nada que pudiera hacer, porque, como en una insana afirmación de su
propio ser, todo trataba de apremiarle, lo que representaba una violación de su
soledad intrínseca. Una única obsesión se hacía presente en todas las ciudades,
en todas las sociedades, hasta en cada uno de sus anfitriones: atosigar a cada
hombre, a todos los humanos. Porque todos, hombres y mujeres por igual, estaban
locos por culpa de aquel miedo egoísta ante su propia nada. Y pensaba en lo que
había sido su misión, en cómo había luchado por que aflorase el amor en todos
los hombres. Y sintió de nuevo la antigua náusea, porque no había relación
posible sin que se produjese un intento, aunque sutil, de llevar a cabo algún
tipo de apremio. Y él ya había sido urgido bastante, incluso hasta la muerte.
La náusea abrió sus viejas heridas y las dejó en carne viva, y contempló de
nuevo el mundo, pero con repulsión, temeroso ante su sórdido contacto.
Segunda
Parte
Desde las invisibles nieves del Líbano,
soplaba con fuerza un viento frío, continental. Sin embargo, orientado al sur y
al oeste, en dirección a Egipto, un templo recibía los cálidos rayos de un
espléndido sol invernal que, en su poniente trayectoria hacia el mar, inundaban
las coloreadas columnas de madera que lo sustentaban. Unos cuantos árboles
impedían ver el mar, aunque se oía cómo rompían las olas y el susurro de los
pinos. El aire se tornaba dorado en el atardecer. Vestida con una túnica amarilla,
la mujer que atendía el culto de Isis permanecía de pie, mientras contemplaba
las empinadas cuestas que bajaban hasta el agua, donde, agitados por el aire,
unos cuantos olivos devolvían reflejos tan plateados como la espuma marina.
Aparte de la diosa, estaba sola. Aquella tarde de invierno, la luz se
prolongaba, vertical y magnífica, por encima del mar oculto, y acariciaba los
montículos costeros. Caminó en dirección al sol por la arboleda de pinos
mediterráneos y de robles de hoja perenne, hasta el lugar donde se alzaba el
templo, una reducida lengua de tierra cubierta de vegetación, entre dos
ensenadas.
En realidad, era muy poco lo que se podía
andar. Permaneció de pie entre los troncos secos de los pinos más próximos al
agua, junto a unas rocas lamidas y golpeadas por el mar, con el rostro vuelto
hacia aquel horizonte en el que resplandecía el sol invernal. El mar se tornaba
oscuro, casi añil, a medida que los penachos blancos de las olas se alejaban de
tierra firme. La mano del viento le confería extrañas sombras, igual que los
plateados reflejos de los olivos de la pendiente. No se veía embarcación
alguna.
Tres barcas; sin embargo, estaban varadas
en la abrupta playa pedregosa de una de las radas, cerca de una pequeña torre
gris. En el borde del arenal había un cercado alto que rodeaba un huerto, cuya
superficie ocupaba el escaso terreno llano que albergaba aquella bahía, y que
ascendía, en sucesivas terrazas, por las empinadas cuestas que configuraban la
costa. Allí, un poco más arriba, al abrigo de otra cerca, se alzaba una villa
de una sola planta, blanca, blanca y solitaria, como la orilla en la que se
encontraba, orientada hacia el mar. Arriba, mucho más arriba, donde los olivos
dejaban paso de nuevo a los pinos, discurría un camino costero, que se
encaramaba por encima de unos barrancos que se precipitaban en el mar.
La incomparable luz de aquel atardecer del
mes de enero inundaba todo el paisaje. Como si todo formase parte de un gran
sol: incluso el brillo, la esencia y la inmaculada soledad del mar; todo, un
puro resplandor.
Agazapados en unas rocas que sobresalían
del agua oscura y en incesante movimiento, dos esclavos medio desnudos
preparaban unas palomas para cenar. Con una concentración digna de verse,
atravesaban el cuello de cada uno de aquellos pájaros vivos y azulados, y
dejaban que las gotas de sangre fuesen a parar a aquel mar abotargado; parecía
que llevasen a cabo un sacrificio, algún ritual mágico. De amarillo y blanco,
sola, como un narciso en invierno, la mujer del templo permanecía de pie entre
los pinos de la pequeña península elevada que albergaba el santuario, y los
observaba.
De pronto una paloma blanca y negra, de un
blanco vivísimo, como un fantasma surgido del oscuro mar de más abajo, echó a
correr, se lanzó al aire, se balanceó, planeó, se elevó y voló sobre los pinos,
para irse tierra adentro hasta convertirse en una motita. Se les había
escapado. La sacerdotisa oyó el grito de uno de los esclavos, uno de los
trabajadores de la finca, un muchacho de unos diecisiete años. Alzó sus brazos
hacia el cielo, furioso, mientras la paloma desaparecía, y así los mantuvo,
desnudo, furibundo, joven. Se volvió a continuación y, en un acceso de rabia,
atrapó a la chica, y la golpeó con un puño tintado de sangre de paloma. Ella se
acurrucó y se protegió la cara, pasiva, temblorosa. Mientras, su ama
los miraba. Fue entonces cuando distinguió a otro espectador,
alguien desconocido, con un sombrero bajo y ancho, y un manto gris cosido
a mano; un hombre de barba oscura, que estaba de pie en el pequeño
arrecife rocoso que formaba el istmo de la península en la que se hallaba el
templo. Reparó en él gracias a las ondulaciones de su capote gris
oscuro. Él también la vio,
a lo lejos, entre las rocas, como un
narciso blanco y amarillo, por el revoloteo de la blanca túnica de lino que
llevaba bajo un manto amarillo de lana. Ambos contemplaban a los dos esclavos.
De pronto, el joven dejó de golpear a la
muchacha. Se inclinó sobre ella y la tocó, como si tratase de
hacerle hablar. Pero, inerte, la chica permanecía en el suelo, con la cara
vuelta hacia la roca pulida. El chico la rodeó con sus brazos y la levantó,
pero ella se dejó caer como un muerto, aunque demasiado rápidamente como para
que así fuera. Con encarnizada urgencia, el joven la tomó por las caderas y,
tras darle la vuelta, la abrazó contra sí. A pesar de todo el esfuerzo que
concentraba en sus hombros, la muchacha parecía desvanecida. Con gesto
decidido, aunque inconsciente, el muchacho se entrelazó con ella, y
le introdujo las manos entre los muslos para separárselos. Un
momento más tarde, la poseía con el frenesí ciego y asustado de las primerizas
pasiones juveniles. En fogoso delirio, con instantánea ceguera, su cuerpo joven
y desnudo se estremeció sobre el de la joven. Luego, todo quedó en silencio,
como si estuvieran muertos.
Aterrado, echó una ojeada. Despacio, miró a
hurtadillas a sus pies, y se colocó el taparrabo. Primero, vio al hombre
desconocido; luego, en unas rocas más lejanas, a la Dama de Isis, su ama. Cuando
la vio, todo su cuerpo se encogió, amedrentado y, con un extraño movimiento de
reptación, se escabulló como pudo hasta la puerta del cercado.
La chica se sentó, y le siguió con la
mirada. Cuando vio cómo desaparecía, también ella miró a su alrededor, y
contempló al forastero y a la sacerdotisa. A continuación, se dio la vuelta con
brusquedad, como si no hubiera visto nada, para clavar sus ojos en las cuatro
palomas muertas y en el cuchillo, que yacían en la roca. Y comenzó a arrancar
las plumas más pequeñas que, con el viento, se elevaban como si fueran
partículas de polvo.
La sacerdotisa miró a otro lado. ¡Esclavos!
¡Que el capataz se ocupase de ellos! Ella no tenía ningún interés en esa clase
de asuntos. Por entre los pinos, regresó despacio hasta el templo, que seguía bañado
por el sol, en el minúsculo claro, en mitad de aquella lengua de tierra. Era un
pequeño santuario de madera, pintado de rosa, blanco y azul, en cuya fachada
había cuatro columnas, también de madera, que se alzaban como tallos hasta los
abultados brotes de loto egipcio que coronaban cada uno de los pilares, y que,
abiertos, sujetaban el tejado, adornado con flores de loto y espinas en el
friso exterior, que rodeaban todo el perímetro bajo los aleros. Dos peldaños de
piedra conducían hasta el atrio, delante de las columnas; tras ellas, las
puertas de acceso al templo estaban abiertas. Había un pequeño altar de piedra,
con algunos rescoldos en el ara; unas oscuras manchas de sangre teñían las
hendiduras.
Conocía aquel templo muy bien, porque ella
misma lo había erigido, a sus expensas , y a él se había dedicado durante siete
años. Allí estaba, rosa y blanco, como una flor, en aquel pequeño claro, que se
recortaba contra los oscuros robles de hoja perenne. Las sombras del atardecer
rozaban ya la base de las columnas.
Entró despacio en el santuario, cruzó la
oscura nave interior, débilmente iluminada por una lámpara de aceite perfumado.
Y una vez más, arrimó la puerta para cerrarla; y, por enésima vez, arrojó unos
granos de incienso en el brasero emplazado ante la diosa. También una vez más,
en la penumbra, se sentó ante la estatua para adentrarse en los sueños de la
divinidad.
Se trataba de Isis; pero no de Isis, la
madre de Horus: era una Isis Afligida, una Isis Escudriñadora. De mármol,
policromada, la diosa alzaba su rostro y avanzaba uno de los muslos, como se
apreciaba a través de los delicados pliegues de su túnica, en la angustia de su
aflicción y de su búsqueda. Buscaba los fragmentos de Osiris muerto, muerto y
dispersado en pedazos; muerto, fragmentado y repartido en trozos por todo el
ancho mundo. Tenía que encontrar sus manos y sus pies, su corazón, sus muslos,
su cabeza, su vientre, juntar todas las partes, y rodear con sus brazos aquel
cuerpo reconfigurado hasta que entrase en calor y volviese a la vida, para que
la abrazase y fecundase su útero. Durante años y años, había padecido aquel
singular arrobamiento, aquel angustioso éxtasis. De ahí que su garganta y sus
ojos huecos mirasen hacia dentro, en el atormentado misticismo de su batida;
hasta el delicado ombligo de su vientre, como un pámpano, a través de la sutil
y ceñida túnica, sugería la eterna y ansiosa turbación de su merodeo. A lo
largo de los años, lo había recuperado trozo a trozo, corazón, cabeza,
miembros, cuerpo. Pero aún no había dado con la última realidad, con el indicio
definitivo para llegar a él, con lo único que podría devolvérselo realmente.
Porque ella era la Isis
del loto sutil, el útero que aguarda escondido y que, ya pimpollo, espera el
roce de ese otro sol interior, cuyos rayos emanan de las masculinas ijadas de
Osiris.
Sola. Tal era el misterio al que había
dedicado la mujer siete años de su vida, desde los veinte hasta los
veintisiete. Antes, de joven, había vivido un poco en todas partes, en Roma, en
Éfeso y en Egipto, porque su padre había sido uno de los capitanes y
conmilitones de Antonio, con quien había combatido y al lado de quien estaba
cuando el asesinato de César y la oprobiosa época posterior. Tras caer en
desgracia en Roma, se dirigió hacia Asia, donde encontró la muerte en unas
montañas más allá del Líbano. Su viuda, abandonada toda esperanza
de recuperar el favor de Octavio, se retiró a una pequeña propiedad que tenía
en la costa de aquel país. Apartó así del mundo a su hija, quien, para
entonces, era ya una hermosa joven de diecinueve años, y soltera.
En su juventud, la muchacha había conocido
a César, y se había sentido acobardada ante la rapacidad de aquel hombre que
era como un águila. En conversaciones acerca de los dioses y de la filosofía,
había compartido muchos ratos con el magnífico Antonio, cuando éste lucía su
más esplendoroso vigor y rezumaba masculinidad. Porque, desde niño, aquel
hombre había sentido fascinación por los dioses, aunque se mofase de ellos y
los olvidase en beneficio de su propia vanidad. Un día le comentó a la joven:
"He sacrificado dos tórtolas a Venus en tu nombre, porque mucho me temo
que tú no ofreces sacrificios a la dulce diosa. Dime, ¿por qué ocultas tu
virtud en un interior tan frío? ¿No hay rayo o resplandor capaces de llegar
hasta ella? Créeme; una joven debe abrirse al sol, cuando el astro se inclina
ante ella para acariciarla".
Y los grandes y brillantes ojos de Antonio
la contemplaron, chispeantes, mientras la envolvían con su calor. La joven
sintió el maravilloso ardor de toda su masculina belleza, y una corriente
enamorada recorrió todos sus miembros, todo su cuerpo. Pero él tenía razón: lo
más recóndito de su vientre permanecía frío, casi helado, como un brote bajo la
escarcha, a pesar de sentirse inundada por el fulgor de aquel hombre. Y
Antonio, que respetaba al padre de la joven, quien, a su vez, la adoraba, se
había apartado de ella.
Siempre pasaba lo mismo. Muchos hombres,
jóvenes y viejos, se cruzaron en su camino. Por lo general, se encontraba más a
gusto con los más mayores, porque le hablaban pausada y sinceramente, y no
esperaban que se ofreciese como una flor al sol de su masculinidad. Una vez
preguntó a un filósofo que si todas las mujeres habían nacido para entregarse a
los hombres.
A lo cual, el anciano respondió con
serenidad: "Pocas son las mujeres que esperan al hombre renacido. Porque,
como bien sabes, el loto no puede dar siempre respuesta al ardiente calor del
sol. Al contrario, inclina su corola oscura, la oculta en las profundidades y
no busca agitación. Hasta que, una noche cualquiera, uno de esos escasos e
invisibles soles, de los que ya han muerto y han perdido su brillo, resurge de
entre las estrellas con un resplandor púrpura como jamás se ha contemplado y,
al igual que las violetas, lanza sus prodigiosos reflejos bermellones en la
noche. Es entonces cuando, como si recibiese una caricia, el loto se estremece,
y brota de entre las aguas, y alza su hasta entonces reclinada cabeza, y se
abre como ninguna otra flor; derrama los cálidos rayos de su deleite, y ofrece
su suave y rico interior, muy superior al de ninguna otra flor, a la
penetración de ese sol impetuoso, de oscuros tonos morados, que ha muerto y
resurgido, y que no se exhibe. Pero ante los fugaces y dorados resplandores de
soles que se dejan ver, como en el caso de Antonio, o de los ardientes soles
invernales de los poderosos, como César, el loto ni se conmueve, ni se
estremecerá nunca. Otros serán los soles que serán capaces de rasgar ese
capullo. Hazme caso; aguarda por el que ha de renacer; espera hasta que notes
el estremecimiento del capullo".
Y eso había hecho. Porque, en el universo
romano, todos los hombres, ya fueran militares o políticos, eran presumidos,
masculinos, espléndidos en apariencia, pero carentes de toda humildad en su interior.
Tanto Roma como Egipto la habían dejado
sola, no habían sido capaces de provocarle emoción alguna. Era una mujer de los
pies a la cabeza, que jamás se dejaría cegar por cualquier brillo superficial,
ni aceptaría un matrimonio de conveniencia. Prefería esperar a que se produjese
el estremecimiento del loto.
Fue entonces, cuando, en Egipto, se topó
con Isis, de quien había captado su misterio. Se la llevó hasta las costas de
Sidón, y compartió con la diosa el misterio de su afán. Mientras, su madre, que
tenía ojo para los negocios, se sintió a sus anchas con la atención que le
reclamaba aquella pequeña propiedad y sus esclavos.
Cuando la mujer puso fin a sus
meditaciones, se incorporó para cumplir con los últimos y breves ritos de Isis,
volvió a llenar la lámpara, abandonó el santuario y cerró la puerta. Fuera del
templo, el sol ya se había puesto, y hacía frío en aquella hora del crepúsculo,
entre los susurrantes árboles, que aún se movían a pesar de que la fuerza del
viento había disminuido.
Desde la oscuridad de uno de los rincones
de la escalinata del templo, surgió un desconocido con un ancho y oscuro
sombrero en las manos. Era de tez trigueña, con una puntiaguda barba negra.
"Señora, ¿podríais darme cobijo?" -preguntó a la mujer, que
permanecía de pie, con su manto amarillo, un escalón más arriba, junto a una de
las columnas pintadas de blanco y rosa-. El rostro de la sacerdotisa era
alargado y pálido; llevaba recogido el cabello rubio oscuro con una fina
redecilla dorada. Con indiferencia, contempló al vagabundo. Era el mismo que
había visto mientras observaba a los esclavos.
"¿Por qué ha venido usted por el
camino?" -le preguntó.
"Vi el templo, como una pálida flor en
la costa, y me gustaría descansar entre los árboles de este recinto, con el
permiso de la sacerdotisa de la diosa."
"Es Isis Escudriñadora" -le dijo,
como respuesta a su primer comentario.
"Magnificente diosa" -contestó el
extraño.
La mujer le contempló con recelo. Había una
leve y remota sonrisa en aquellos ojos que la contemplaban, aunque el rostro
hundido de aquel hombre revelaba sufrimientos. El vagabundo adivinó sus dudas,
y trató de disimular.
"Quédese aquí, en los escalones -le
dijo-; un esclavo le mostrará un refugio."
"Gracias sean dadas a la Dama de Egipto."
Calzada con unas sandalias doradas, la
mujer se fue por el camino rocoso de aquella península con forma de joroba.
Bajo su túnica llanca, se veían sus pies, hermosos y ebúrneos, mientras que,
por encima de su capa azafranada, meneaba la cabeza, de color rubio oscuro,
como si estuviera sumida en interminables meditaciones, como una mujer enredada
en sus propios sueños. No sin cierta amargura, el hombre esbozó una sonrisa, y
se sentó en uno de los peldaños a esperar. Se envolvió en su capote, porque el
anochecer era fresco. Al cabo de un rato, apareció un esclavo en atuendo de
faena.
"¿Ha solicitado usted refugio a
nuestra ama?" -le preguntó, con insolencia.
"Así es."
"Pues, venga."
Con el descaro de todos los esclavos que
han de atender a un hombre errante, el joven le condujo, a través de los
árboles, hasta un pequeño barranco hendido en una roca, donde, casi sumida en
la oscuridad, había una minúscula gruta, con un camastro preparado con los
altos brezos que crecían en los más desolados lugares de aquella costa, bajo
los pinos. El sitio estaba oscuro, pero no se oía el rumor del viento. Había un
tenue olor a cabras.
"Aquí puede dormir -dijo el esclavo-;
las cabras ya no vienen a esta parte de la isla. ¡Ahí tiene agua!" Y le
indicó una pequeña cavidad en la roca, en la que un culantrillo orlaba una
cantidad de agua equivalente a un sorbo.
Tras despachar su encargo con tanto desdén,
el esclavo desapareció. El hombre que había muerto ascendió hasta la cima de la
península, donde batían las olas. Oscurecía rápidamente, y ya se veían algunas
estrellas. El viento se calmaba de cara a la noche. La escarpada vertiente que
daba al mar estaba oscura, y se perfilaba contra las largas ondas de las olas
bajo un cielo traslúcido. Tan sólo de vez en cuando, se veía el resplandor de
un faro en dirección a la villa.
El hombre que había muerto regresó al
refugio. Sacó un trozo de pan de un zurrón de piel, lo mojó en aquel poco de
agua de lluvia y masticó lentamente. Después de comer y enjuagarse la boca,
contempló una vez más las estrellas que, gracias al viento, brillaban en aquel
límpido cielo, y arregló el brezo del camastro. Tras poner a un lado sombrero y
sandalias, colocó la bizaza bajo una de sus mejillas, a modo de almohada, y se
durmió, porque estaba muy cansado. Durante la noche, le despertó el frío que,
fastidiosamente y a pesar del cansancio, se dejaba sentir. Fuera, brillaban las
estrellas y todavía soplaba el viento. Se incorporó y se rodeó con sus propios
brazos, aterido; a eso del amanecer, volvió a quedarse dormido.
Por la mañana, a la sombra, el ambiente aún
era fresco en la costa, a pesar de que el sol ya lucía en lo alto, más allá de
las colinas. A esa hora, la mujer salió de la villa y se dirigió al templo. El
mar estaba tranquilo, de color azul pálido, rezumaba una maravillosa frescura,
y el viento se había calmado. La espuma blanca de las olas rompía en las rocas
y batía contra los guijarros de la pequeña ensenada. Lentamente, la mujer se
dirigió hacia su sueño, aunque se daba cuenta de que se había producido una
cierta quiebra.
Cuando caminaba por el pequeño istmo rocoso
hacia la península y, entre los árboles, ascendía por la pendiente que conducía
hasta el templo, apareció un esclavo en sentido contrario, que se quedó de pie
y le hizo una reverencia. Su humildad no revelaba más que fingida insolencia.
"¡Habla!" -dijo la mujer.
"Señora, el hombre está todavía ahí,
dormido. ¿Puedo decir algo más?"
"¡Habla!" -repitió ella, con
disgusto.
"Ese hombre es un malhechor que ha
huido."
El esclavo parecía exultante por erigirse
en portador de noticias desagradables.
"¿Qué te hace pensar eso?"
"¡Contemplad sus manos y sus pies!
¿Por qué no echáis vos misma una ojeada?"
"¡Guíame hasta allí!"
Rápidamente, el esclavo la condujo por el
terraplén del montículo que llegaba hasta el pequeño barranco. Permaneció de
pie, mientras la mujer se deslizaba por la hendidura que llevaba a la cueva.
Por un momento, sintió los latidos de su corazón, porque, por encima de todo,
el templo tenía que ser un lugar inviolable.
El vagabundo estaba dormido, con la mejilla
apoyada en el zurrón, y envuelto en su manto. Pero mantenía juntos sus sucios y
desnudos pies para darse calor, mientras que una de sus manos le colgaba,
apretada, mientras dormía. Y la mujer contempló las cicatrices de la pálida
piel de los pies de aquel hombre, normalmente cubiertas por las tiras de las
sandalias, así como en la mano dejada a su caer.
No le interesaban los hombres, y menos los
que pertenecían a la clase de los siervos. Aun así, contempló aquel rostro
dormido, ajado, hundido y, más bien, feo. Pero, como verdadera sacerdotisa, se
fijó también en otro tipo de belleza, en la diáfana quietud de aquella vida
interior. Incluso apreció una cierta majestad en aquellas cejas oscuras, que se
perfilaban contra las inmóviles y maltratadas mejillas. Vio cómo sus largos
cabellos negros, al margen de la moda romana, mostraban grises pinceladas en
las sienes, mientras algunos pelos canos sobresalían de su barba negra y
puntiaguda. Como aquel hombre era joven, aquello sólo podía deberse al
sufrimiento o al infortunio, porque su piel morena aún conservaba el brillo
argentino de la juventud.
De la delicada fealdad de aquel hombre
emanaba la belleza de quien mucho ha sufrido, así como el pausado y atractivo
candor de una vida admirable. Por primera vez, se sintió impresionada al ver a
un hombre, como si hubiera sentido el roce de la hermosa llama de la vida. Los
hombres habían despertado en ella toda clase de sentimientos, pero nunca se
había sentido tocada por la mismísima llama de la vida. Regresó hasta la roca
en la que aguardaba el esclavo.
"¡Oye! -le dijo-; no se trata de un
malhechor, sino de un ciudadano libre procedente de Oriente. No le molestes.
Cuando despierte, condúcele hasta mí. Dile que me gustaría hablar con él."
Se expresó con frialdad, porque todos los
esclavos le provocaban invariablemente una cierta repulsión: estaban demasiado
metidos en su inferior forma de vida, y hasta sus apetitos y escasa conciencia
le resultaban un tanto desagradables. Guardó, pues, su sueño para sí, y se
dirigió al templo, donde una esclava ya había llevado, para ponerlos en el
altar, rosas y jazmines de invierno. Pero, en aquel momento, no se sentía
concentrada en su ministerio.
El sol se alzó sobre el montículo. Y, con
su más prístina frescura, la luz se derramó chispeante y triunfante sobre la
pequeña península costera cubierta de pinos, así como sobre el templo de color
rosa. El hombre que había muerto se despertó, y se calzó las sandalias. Se puso
el sombrero, se colgó el zurrón bajo el capote y salió al exterior para contemplar
el azul y los renovados tonos dorados de aquella mañana. Observó un pequeño
narciso blanco y amarillo, que irradiaba alegría entre las rocas. Y vio al
esclavo que le esperaba, en actitud amenazante.
"Señor -dijo el esclavo-, nuestra ama
desearía hablar con usted en el templo de Isis."
"Está bien" -dijo el hombre
errante.
Se puso en marcha, aunque se detenía a
veces para mirar el mar azul pálido, como una flor en su imperturbable
floración, y las franjas blancas que sobresalían entre las rocas, como níveas
inflorescencias que surgieran de las piedras; también las escarpadas y
agrisadas pendientes que se apartaban de la costa en dirección ascendente, allí
donde había olivos, verdes, si brillaban los trigales jóvenes. Y todo coronado
por la pequeña y blanca villa. Todo era hermoso y puro en aquella mañana del
mes de enero.
El sol bañaba una de las esquinas del
templo, y el hombre se sentó, bajo su luz, en uno de los peldaños, con la
actitud de quien espera colmado de infinita paciencia. Había vuelto a la vida,
pero no a la misma vida que había dejado atrás, sino a la ordinaria vida diaria
de la gente corriente. Tras renacer, estaba en otra vida, en el día con
mayúsculas de la conciencia humana. Estaba solo, apartado de la vida normal,
sin mezclarse con la gente de a pie. Pero aún no había aceptado el irrevocable
noli me tangere, que separa del vulgo a aquellos que han vuelto a nacer. Aunque
tal abismo era infranqueable, al menos en el templo sintió paz, la paz fuerte y
llamativa de los templos paganos, a pesar de la hostilidad de los esclavos, que
sentía a sus espaldas.
Procedente del altar, la mujer apareció en
la oscura puerta interior del templo, y permaneció de pie, vacilante. Desde
allí, observó cómo la oscura silueta del hombre dejaba traslucir algo casi
amenazador en su paciente actitud, sentado como estaba, sumido en aquella
terrible quietud que a ella le resultaba portentosa.
Avanzó por el atrio del templo, y el
hombre, al darse cuenta de que estaba allí, se puso en pie. Ella le habló en griego;
pero él le replicó:
"Señora, mi griego es muy limitado.
Permitidme que os hable en sirio vulgar."
"¿De dónde viene y adónde va?" -inquirió,
con esa apresurada atención de todas las sacerdotisas.
"Vengo de Oriente, de más allá de
Damasco, y me dirijo hacia Occidente, a donde me lleve el camino" -le
respondió, pausadamente.
La mujer le observó, con ansiedad y recato
repentinos.
"¿Por qué tiene las cicatrices típicas
de los malhechores?" -le preguntó, con brusquedad.
"¿Acaso la sacerdotisa de Isis me ha espiado
mientras dormía?" -recalcó el hombre, con profundo cansancio.
"Un esclavo me comentó algo acerca de
sus manos y sus pies" -le contestó.
Él la miró, y le dijo: "¿Me dará
licencia la Dama
de Isis para despedirme de ella y seguir mi camino?".
Sopló una racha de viento, que le levantó
el manto y el sombrero. Se llevó una mano a un ala, momento en el que la mujer
contempló de nuevo aquel miembro escuálido y moreno, y la cicatriz.
"¿Ve usted? ¡Una cicatriz!" -le
dijo, mientras le señalaba.
"Pues, vaya; me despido -le dijo-, con
mi agradecimiento y mi reconocimiento hacia Isis por procurarme un sitio para
dormir."
Hizo un gesto como para irse, pero ella le
miró con sus maravillosos ojos azules.
"¿No quiere ver a la diosa?" -le
preguntó, en un impulso repentino; y algo parecido al dolor se agitó en el
interior del hombre.
"¿Dónde está?" -replicó.
"¡Venga!"
Y la siguió hasta el altar que había en el
interior, sumido en una casi total oscuridad. Cuando sus ojos se habituaron al
tenue resplandor que emitía la lámpara, contempló a la diosa de náutica
silueta, altiva en el torbellino de su túnica, y le hizo una reverencia.
"¡Grande es Isis! -exclamó-; más
fuerte y grande que la muerte, en su afán de búsqueda. Si maravilloso es un
paso así en una mujer, igual de prodigiosa es la finalidad que persigue. Que
todos los hombres dirijan a ti sus plegarias, Isis, a ti que representas más de
lo que es una madre para el hombre."
La sacerdotisa de Isis le escuchó, y arrojó
unos granos de incienso al brasero. A continuación, miró al hombre.
"¿Está usted a gusto aquí? -le
preguntó-; ¿ha sentido la presencia de Isis?"
Perturbado, con un gesto de duda, el hombre
miró a la sacerdotisa.
"No lo sé" -le contestó.
La mujer ya se había dado cuenta de que
aquel hombre era el desaparecido Osiris: lo había sentido en el pálpito de su
alma, y experimentaba una intensa agitación. El hombre no se quedó en el
sofocante, oscuro y perfumado altar, sino que salió de nuevo al aire fresco de
la mañana. Había sentido como si algo se aproximase para rozarle, pero aún
sentía la urdimbre del dolor en toda su carne, el fiero mandato del noli me
tangere, no me toques, que nadie me toque.
La mujer le siguió hasta el exterior,
ansiosa y tímida. Él ya se disponía a partir.
"Extranjero, ¡no se vaya! ¡Quédese un
rato con Isis!"
El hombre la contempló un momento, y
observó su cara, abierta como una flor, como si en su alma hubiese amanecido el
sol. Y sintió un aguijoneo en las ijadas.
"No pretenderá retenerme, Hija de
Isis" -le contestó.
"¡Quédese! ¡Estoy segura de que usted
es Osiris!" -dijo ella.
Súbitamente, el hombre se echó a reír.
"¡Todavía no!" -le replicó-.Y observó de nuevo el rostro anhelante de
la mujer. "Pero pasaré otra noche en la cueva de las cabras, si Isis así
lo quiere" -añadió-. Ella juntó las manos, con el inocente júbilo de todas
las sacerdotisas.
"¡Isis estará encantada!" -le
respondió.
Con enorme congoja, el hombre descendió
hacia la orilla del mar, mientras pensaba: "¿Debo permitir su roce? ¿Debo
permitirlo? Por rozarme con ellos, los hombres me torturaron hasta la muerte.
Pero esta virgen de Isis es una dulce llama que sana. Soy curandero y, sin
embargo, no poseo dotes que puedan compararse con la llama que brilla en esta
delicada joven. ¡La llama de tan delicada mujer! ¡Igual que el primer y pálido
azafrán que nace en primavera! ¿Cómo he podido permanecer ciego a la curación y
al embeleso del cuerpo azafranado de una dulce mujer? ¡Oh, suavidad! ¡Más
terrible y amable que la muerte que padecí!".
Abrió algunos moluscos de roca, y los comió
con gusto, maravillado de su sencillo sabor a mar. Pero, en su fuero interno,
estaba inquieto, y se decía: "¿Me atreveré a sentir ese roce, que va más
allá de la muerte? Consentí en que me pusieran las manos encima y me matasen.
Pero, ¿osaré sentir el delicado roce de la vida? ¡Es tan duro!".
De vuelta ante el altar, la mujer
permaneció sentada en el arrebato de sus meditaciones durante largas horas, sin
dejar de contemplar el agitado paso de la diosa anhelante, sin dejar de mirar
el ombligo de aquel vientre que, con forma de capullo, era como el sello de su
búsqueda ansiosa, virginal. Y se entregó a aquel femenino caudal, al impulso de
la Isis
Escudriñadora.
Al atardecer, la mujer fue hasta la
península a buscarle. Y se dio cuenta de que el hombre había caminado en
dirección al sol, igual que había hecho ella el día anterior, y de que estaba
sentado sobre unas agujas de pino, a los pies del mismo árbol en donde ella se
encontraba cuando le había visto por vez primera. Temerosa y lentamente, se
aproximó, por miedo de que él no la desease. Oculta, permaneció un rato cerca
de él, hasta que, de pronto, el hombre alzó la vista hacia ella por debajo de
su ancho sombrero, y contempló el sol poniente que se reflejaba en sus cabellos
despeinados. Aunque la esperaba, estaba sorprendido.
"¿Es aquélla vuestra casa?" -le
preguntó, mientras señalaba la villa blanca y de una planta, que se encontraba
en la ladera de los olivos.
"Es la casa de mi madre. Es viuda, y
yo soy su única hija."
"¿Y todos ésos son esclavos
vuestros?"
"Excepto los que son sólo míos."
Sus miradas se cruzaron un instante.
"¿Soléis sentaros para contemplar el
ocaso?" -dijo el hombre.
No se había puesto en pie para hablar con
ella. Ya había pasado por bastantes quebrantos. La mujer se sentó sobre las
pardas agujas de pino, y se alisó el manto amarillo que llevaba en torno a las
rodillas. Desde el brillante mar abierto hasta las aguas oscuras de la bahía,
se acercaba una embarcación; unos cuantos esclavos izaban unas pequeñas redes,
y su parloteo llegaba por encima del ruido de las olas.
"Así que ésa es vuestra casa" -comentó
el hombre.
"Estoy al servicio de Isis
Escudriñadora" -le respondió ella.
Él la miró: era como una delicada nube
contemplativa y remota. Y su alma se afligió, movida por la pasión y la compasión.
"Ojalá encontréis lo que buscáis"
-le dijo, con repentina seriedad.
"¿No es usted Osiris?" -le
preguntó, y él se sonrojó al instante.
"Lo seré, si me sanáis -contestó-;
porque todavía siento la exclusión de la muerte sobre mí, y no puedo huir de
ella."
Asustada, ella le contempló un momento, a
la delicada luz azul de sus ojos. Luego, inclinó la cabeza, y los dos
permanecieron en silencio, bajo la calidez y el resplandor del sol poniente.
Allí estaban, el hombre que había muerto y la mujer de la más afanosa búsqueda.
El sol se hundía en el mar en todo su
maravilloso esplendor invernal, y se derramaba sobre los cuerpos desnudos y
centelleantes de los esclavos que, con sus anchas nalgas rubicundas y sus
cabezas pequeñas y negras, corrían a depositar las redes en la playa pedregosa.
Pan, el que todo lo tolera y al que siempre considerarían como su dios, velaba
por ellos. La mujer se puso en pie, cuando el borde la esfera solar se sumergía
ya en el agua, y dijo:
"Si decide quedarse, le enviaré
algunos víveres y ropas."
"Y, ¿qué dirá vuestra señora y
madre?"
La mujer de Isis le miró con extrañeza, sin
ocultar un cierto recelo.
"Eso es cosa mía" -replicó.
"Está bien" -contestó él, con una
sonrisa forzada, porque presentía dificultades.
La contempló mientras se alejaba, sumida en
una insólita y concentrada emoción, con su oscura y rubia cabeza ladeada,
mientras el lino blanco de la túnica ondeaba sobre sus tobillos marfileños.
Observó también cómo la miraban los esclavos desnudos, no sin deseo, aunque con
cierto desdén. Absorta, cruzó la entrada del cercado que daba a la bahía.
El hombre que había muerto se sentó a los
pies del árbol desde donde se dominaba la arena; en aquella minúscula zona de
costa, pasaba de todo. En el arroyuelo que corría a la vera de uno de los
extremos de la cerca de la finca, unas esclavas lavaban ropa en el remanso de
un pequeño y oscuro pozo y, de vez en cuando, se oían hueros chasquidos de
telas al ser golpeadas contra las pulidas rocas. En el aire, flotaba un cierto
olor a aceitunas podridas y, a veces, se percibía el sordo rumor de una muela
que, situada en el interior del huerto, trituraba los frutos del olivo, así
como la voz del esclavo que se encargaba del asno que movía aquella piedra. En
el portalón, apareció una mujer de cabellos grises con un manto de lana,
blanquecino, seguida por un hombre, con toda la cabeza descubierta: un romano;
probablemente, el mayordomo o el capataz. Permanecieron de pie en el pedregal
de la playa, y echaron una rápida ojeada a su alrededor. Esclavos de poderosas
nalgas y cuerpos rubicundos se inclinaban y afanaban sobre las redes, para
adecentarlas; las lavanderas daban manotadas enérgicas a la ropa que lavaban;
en la misma orilla, un viejo esclavo permanecía absorto, y limpiaba los peces y
los pólipos que habían atrapado. De un solo vistazo, la mujer y el capataz
contemplaron toda aquella actividad. Pero también vieron, sentado al pie de un
árbol que crecía entre las rocas del terreno, a un hombre desconocido,
silencioso y solitario. Y el hombre que había muerto enseguida se figuró que
hablaban de él. Más allá del pequeño universo sagrado de aquella península,
contempló el mundo normal, y sintió cómo todavía le era hostil.
El sol acariciaba ya el mar, mientras a lo
largo de la pequeña bahía se extendía la sombra que proyectaba el promontorio
con forma de joroba. En la playa de piedras, fría y azul en la umbría, la mujer
mayor dio unos pasos cansados, sin abandonar las sombras, para contemplar los
peces que contenía la nasa del anciano que estaba inclinado a la orilla del
agua: era un viejo esclavo, desnudo, de caderas y hombros redondeados, en cuyo
pálido cuerpo anaranjado se reflejaban los últimos rayos del sol antes de
apagarse.
Absorto, el esclavo continuó con la
limpieza del pescado, sin levantar la vista, como si la señora formara parte de
la sombra del ocaso que le rodeaba.
Por el portalón, hicieron su aparición dos
esclavas con cestos aplanados en la cabeza; en uno de ellos, había una tinaja
de barro cocido para el vino y una jarra de aceite, ligeramente inclinadas
ambas. Las muchachas se llegaron hasta la playa pedregosa, al borde del
cercado; a la luz del atardecer, la mujer de Isis, con su manto azafranado, las
seguía. En el mar, todavía se reflejaban algunos rayos de sol; pero, por donde
caminaban, ya imperaban las sombras. La madre de cabellos grises no se movió de
la orilla del agua, mientras contemplaba a su hija, de amarillo y blanco, con
su pelo rubio y oscuro, que andaba sin mirar y sin prestar atención a su
alrededor, tras las esclavas, en dirección al istmo rocoso de la península. Sin
moverse de donde se encontraba, la mujer mayor observó la reducida comitiva que
ascendía por el montículo, entre los árboles, hasta que desaparecieron tras el
follaje. Entonces, dirigió de nuevo su mirada a los pies de aquel árbol, donde
el hombre que había muerto seguía sentado, aunque casi invisible porque ya no
le daba la luz del sol, que sólo relumbraba en la lontananza del mar. Ya se
hacía de noche. ¡Paciencia! ¡Todos estamos en manos del destino!
La madre avanzó con esfuerzo y con paso
recio por las piedras de la playa, no lentamente, absorta y en éxtasis, como su
hija, sino con zancadas cortas y resueltas. Al instante, por las rocas de
enfrente aparecieron dos esclavos con unos enormes bultos de color verde oscuro
sobre los hombros; sus piernas, fuertes y desnudas, brillaban como patas de
insectos; la carga les ocultaba la cabeza. Ya corrían por la playa, descuidados
y ajenos a todo, cuando, de pronto, el hombre que parecía romano, el capataz,
les dio una voz y se detuvieron en seco. Aun así, seguían igual de invisibles
bajo sus fardos, como si hubieran desaparecido por completo. Súbitamente,
apareció una mano que señalaba en dirección a la península. Y los dos esclavos,
con su verde carga, apretaron el paso hacia el recinto del templo. La mujer de
cabellos grises se acercó hasta donde estaba el encargado y, lentamente, los
dos juntos volvieron a cruzar el portalón que conducía del pedregal a orillas
del mar hasta la propiedad en la que se alzaba la villa. Se incorporó,
entonces, el viejo esclavo de formas redondeadas, pálido perfil recortado
contra las sombras, con su cesto de peces; lo mismo hicieron las mujeres, en el
remanso, oscuras y vivarachas, mientras hacían montones con la ropa mojada y
los colocaban en capazos planos; otro tanto hicieron los esclavos que estaban
dedicados a limpiar las redes, tras recoger las blanquecinas mallas. Y así se
congregó un grupo de personas desnudas en el umbral del portalón: el viejo
esclavo, con la nasa de peces al hombro; las esclavas, con las cestas repletas
de ropa mojada en la cabeza; los dos esclavos, con las redes recogidas; un
esclavo, con unos remos al hombro, y un muchacho, con una vela plegada bajo el
brazo. Hasta el hombre que había muerto llegaba el murmullo de su cháchara. A
medida que el soplo del viento se tornaba más frío, se dispusieron a cruzar el
umbral.
Era la vida ordinaria de cada día, la vida
de la gente corriente. Y el hombre que había muerto pensó: "A menos que la
integremos en los días con mayúsculas, y que la vida normal llegue a situarse
en el círculo de la vida, también con mayúsculas, todo será un desastre".
La negrura ya se cernía incluso sobre las
cimas de los montículos. Y sólo brillaba la luz, allá arriba, en el cielo. El
mar era como una vasta sombra lechosa. Algo entumecido, el hombre que había
muerto se puso en pie, y se internó en la arboleda.
En el templo, no había nadie. Se dirigió a
su refugio, en las rocas. Los esclavos habían retirado el brezo viejo, habían
barrido el suelo y habían dispuesto con gusto mirto, brezo fuerte, otro más
mullido encima y brezo florido como remate, hasta conseguir un lecho digno.
Como cobertor, habían extendido una piel blanca de vaca, bien curtida. A la
entrada de la gruta, las esclavas habían dejado unas mantas de lana dobladas,
la tinaja de vino, la jarra de aceite, un vaso de barro y una cesta, con pan,
sal, queso, higos secos y huevos, todo en perfecto orden. También había un
pequeño hornillo de carbón vegetal. En un abrir y cerrar de ojos, la cueva se había
convertido en un lugar habitable, acogedor.
La mujer de Isis permanecía de pie, al lado
del remanso que formaba el pequeño manantial. Sólo había espacio suficiente
para que pasase un esclavo cada vez. Las esclavas esperaban en el arranque del
angosto paso. Cuando apareció el hombre que había muerto, la mujer despidió a
las esclavas. Los esclavos continuaron con los arreglos de la cama, y
prolongaban el trabajo lo más que podían. Pero la mujer de Isis les ordenó que
se fuesen. Y el hombre que había muerto se acercó para ver su morada.
"¿Le parece bien?" -le preguntó
la mujer.
"Perfecto -contestó el hombre-; pero
una señora, vuestra madre, y un hombre que es, sin lugar a dudas, el capataz,
observaron atentamente a los esclavos que traían todas estas cosas. ¿No se
mostrarán contrarios a vuestra decisión?"
"¡Soy dueña de mi parte! ¿Acaso no
puedo dar lo que me pertenece? ¿Quién osaría oponerse a mí y a los
dioses?" -replicó la mujer, con furia tranquila, no exenta de irritación-.
De lo que el hombre dedujo que a la madre no le parecería bien, y que el
espíritu de la vida corriente habría de enfrentarse al de la vida con
mayúsculas. Y pensó: "¿Por qué habrá renunciado esta sacerdotisa de Isis a
su porción del mundo normal? ¡Debería haber defendido lo que es suyo con uñas y
dientes!".
"¿No va a comer ni a beber nada? -le
comentó-; hay huevos templados en las brasas. Me voy a cenar a la villa, pero
durante la segunda hora de la noche, volveré al templo.¿Piensa acercarse
también al santuario de Isis?" Le miró un instante, mientras un extraño
resplandor dilataba sus ojos: aquél era su sueño, más grande que ella misma. El
hombre no soportaba disgustarla o herirla en nada, ni en lo más mínimo, porque
la mujer se encontraba en la plenitud del misterio de su feminidad.
"¿He de esperar en el templo?" -le
preguntó.
"Aguarde a la segunda hora de la
noche; será entonces cuando llegue." El hombre prestó atención al murmullo
suplicante de aquella voz, y sus fibras se estremecieron.
"¿Y vuestra madre?" -le consultó,
con delicadeza. La mujer le miró, sorprendida. "No me lo impedirá" -le
respondió.
Y él supo que la madre trataría de
impedírselo, porque la hija había dejado sus posesiones en sus manos, y se
aferraría a ellas con todas sus fuerzas.
La mujer se fue, y el hombre que había
muerto se reclinó en el lecho, comió los huevos que estaban en las brasas, mojó
el pan en el aceite y lo engulló, porque su cuerpo aún estaba enjuto. Mezcló
vino con agua, y bebió. Y se quedó tumbado en silencio, a la luz macilenta de
un candil.
Se sentía absorbido y atrapado por
sensaciones nuevas. La mujer de Isis le resultaba encantadora, no tanto en las
formas, como por la maravillosa feminidad que de ella emanaba. Soles de más
allá de otros soles la habían sumergido en un misterioso fuego, en el recóndito
ardor de la fortaleza femenina, y rozarla era como ponerse en contacto con el
sol. Pero lo mejor de todo era el cálido deseo que mostraba por él, dulce y
silencioso, como la luz solar.
"Es como un sol para mí -se dijo,
mientras estiraba sus extremidades-; nunca había desperezado mis miembros al
sol de un deseo como el que ella siente por mí. Sólo el más grande de todos los
dioses ha podido concederme una cosa así."
Pero, al mismo tiempo, le perseguía el
temor al mundo exterior. "Si pueden, nos matarán -pensó-; pero hay una ley
solar que nos protege." Y caviló: "He resucitado desnudo y marcado.
Si mi desnudez basta para tener una relación con ella, no habré muerto en vano,
porque, antes, estaba embarullado".
Se puso en pie y salió. La noche era fría y
estrellada, una magnífica noche de invierno. "Hay destinos llamados a ser
esplendorosos -increpó a la oscuridad-, tras tantos episodios de
insignificancia, humildad y dolor."
Caminó en silencio hasta el templo, y
aguardó en la oscuridad, en el interior, apoyado contra una pared, sin dejar de
contemplar la noche blanquecina, las estrellas y la silueta de los árboles. Y
pensó de nuevo: "Hay destinos llamados a resplandecer; existe un poder
superior".
Por fin, distinguió la luz ondulante y
mortecina de la lámpara de la mujer, que oscilaba de forma intermitente entre
los árboles, hasta que brilló con toda claridad. De cerca, comprobó que venía
sola, gracias al resplandor que se reflejaba delicadamente en el dobladillo de
su manto. Mientras temblaba de miedo y de gozo, pensaba: "Estoy casi más
asustado ante este conocimiento que lo estaba ante la muerte. Porque estoy más
desnudamente expuesto a él".
"Aquí estoy, dama de Isis" -dijo,
en voz baja, a la oscuridad.
Ella dejó escapar un grito de temor, pero
también de arrobamiento, porque ya se sentía entregada a su sueño.
Abrió la puerta que daba al santuario, y él
la siguió. Tras su paso, ella empujó la puerta para entornarla. En el interior,
el aire era cálido, íntimo, perfumado. El hombre que había muerto se quedó
cerca de la puerta arrimada, y contempló a la mujer. Ella fue la primera en
acercarse hasta la diosa. Casi en penumbra, se hallaba la dinámica estatua de
la deidad, revestida de cierta aprensión, como la poderosa incitación de una
femenina presencia.
La sacerdotisa no miró al hombre. Se
despojó de su manto azafranado, y lo depositó en un asiento bajo. En la
penumbra, tenía los brazos desnudos, aunque conservaba la túnica ceñida. Pero
todavía trataba de ocultarse a los ojos de él. El hombre permanecía en las
sombras, y observaba cómo ella aventaba el brasero para quemar incienso. Tenues
vaharadas de un dulce aroma impregnaron el aire. Se volvió hacia la estatua,
según el ritual de acercamiento: se balanceó ligeramente hacia delante, con
ligeros tumbos, como una barca amarrada, al tiempo que se inclinaba ante la
diosa.
Contempló a aquella mujer tan singularmen te transportada, y pensó para sí: "Debo
dejarla a solas en su éxtasis, con sus femeninos misterios". Ella continuó
con sus reverencias, al ritmo de aquel extraño balanceo, siempre en dirección a
la diosa. A continuación, musitó unas palabras en griego, que él no comprendió.
Con los susurros, amainó aquel mecimiento, igual que una barca cuando crece la
marea. Y mientras la observaba, contempló el alma
de la mujer, en toda su soledad, en su
femenina diferencia. Y pensó: "¡Cuán diferente es de mí, qué distinta!
Está asustada de mí, y de mi masculina diferencia. Con todo, se desnuda y se
libera de sus miedos. ¡Cuán sensible y dulcemente viva se muestra, con esa vida
tan diferente de la mía! ¡Qué hermosa en su suave y peculiar osadía frente a la
vida, tan diferente de mi valentía ante la muerte! ¡Es maravillosa, como el
capullo de una rosa o el centro de una llama! Se torna completamente
penetrable. ¡Qué horror sería no corresponderla o abusar de ella!".
La mujer se volvió hacia él, con el arrebol
de la diosa en su rostro.
"Usted es Osiris, ¿no es así?" -le
preguntó, con ingenuidad.
"Si así lo deseáis" -le respondió
él.
"¿Permitirá que Isis dé con usted? ¿No
se le escabullirá?"
El hombre contempló a la mujer, casi sin
respiración. Y todas sus heridas, especialmente la herida mortal, comenzaron a
gemir de nuevo en su vientre.
"Me dolió tanto -le dijo-. Habréis de
perdonarme, si percibís alguna vacilación en mí."
Se despojó de capote y túnica, y avanzó,
desnudo, hacia el ídolo, mientras su pecho jadeaba de repentino terror ante
aquel abrumador dolor, ante el recuerdo de tan estremecedor sufrimiento, una
aflicción demasiado amarga.
"¡Me mataron!" -exclamó, como si
buscase una excusa, al tiempo que volvía su rostro hacia ella durante un
instante.
Y la mujer contempló el fantasma de la
muerte en su interior, mientras lo tenía delante, escuálido y en cueros; de
repente, se sintió aterrorizada, agredida: había percibido la sombra de las
alas grises y horripilantes de la muerte triunfante.
"¡Oh, diosa" -suplicó él, en su
lengua-, me haría tan feliz vivir de nuevo, si fueras capaz de enseñarme
cómo!"
Porque se sentía desgarrado, una vez más,
entre las ganas de vivir y el todavía pesado fardo de su muerte.
"¡Déjeme consagrarle! -dijo la mujer,
con suavidad-; ¡permítame que unja sus heridas! ¡Muéstremelas, y se las
ungiré!"
En su viejo dolor rememorado, olvidó su
desnudez. Se sentó al borde de un banco, y la mujer vertió un poco de aceite en
la palma de la mano del hombre. Y mientras ella le frotaba la mano, revivió
todo: los clavos, los boquetes, la crueldad, el injusto ensañamiento con él,
que sólo había mostrado benevolencia. Y revivió la agonía de la injusticia y de
la crueldad, como en el momento de su muerte. Pero ella le frotaba la palma de
la mano, sin dejar de musitar: "Lo que estaba desgarrado se convertirá en
una nueva carne; lo que está quebrantado retorna a la vida; esta herida no es
sino un capullo de violeta".
Él no pudo evitar una sonrisa ante la
ingenua concentración de la sacerdotisa. Tal era su sueño, y él no era más que
el objeto de su ensoñación. Nunca sabría ni comprendería qué era él; nunca se
daría cuenta, sobre todo, de la muerte que le había antecedido. Pero, ¿qué más
daba? Ella era diferente: era una mujer, y su vida y su muerte eran distintas
de las de él. Y era buena para con él.
Cuando ella le ungió los pies con aceite, y
prosiguió con sus delicados ademanes curativos, no pudo abstenerse de hacer un
comentario: "Una vez, una mujer me lavó los pies con sus lágrimas, los
secó con sus cabellos y derramó sobre ellos un carísimo perfume".
La mujer de Isis alzó la cabeza, e
interrumpió su concienzuda tarea.
"¿Le dolían los pies?" -le
preguntó.
"No, no. Era cuando todavía los tenía
bien." "¿La amaba?"
"Ella estaba más allá del amor. Sólo
quería entregarse -le replicó-, porque había sido prostituta." "¿Y le
permitió que lo hiciese?"
"Sí."
"¿Le permitió que le entregase los
restos de su amor?"
"Así es." Pero, de repente, cayó
en la cuenta: "Pedí a todos que me entregasen los restos de su amor. Y al
final sólo pude ofrecerles el cadáver del mío. Esto es mi cuerpo; tomad y
comed... de mi cadáver".
Sintió una profunda vergüenza.
"Después de todo -pensó- quería que me amasen con sus cuerpos muertos. Si
hubiera besado a Judas con amor vivo, quizá él no me hubiera devuelto el beso
de la muerte. A lo mejor me amaba en carne y hueso, y yo buscaba que me amase
incorpóreamente, con el cadáver de su amor."
Y sus ojos se abrieron a la realidad del
dulce y cálido amor contenido en el conocimiento, tan lleno de delicias.
"Y les dije, bienaventurados los que sufren. Si me quejase por causa de
esta mujer, es que sigo en brazos de la muerte y debería seguir muerto. Pero
quiero vivir sobre todo. La vida me ha conducido hasta esta mujer de
acariciantes manos. Y, en este momento, el contacto con ella significa, para
mí, mucho más que todo lo que dije. Porque quiero vivir."
"¡Acérquese a la diosa!" -le dijo
ella, con voz queda, al tiempo que le empujaba hacia Isis con suavidad.
Aturdido y desnudo, permanecía allí, como
algo no nacido, y oyó cómo la mujer musitaba algo a la diosa, un murmullo que
encerraba un ruego lastimero. Se inclinó para mirar la cicatriz en la delicada
carne del intersticio de su costado, profunda, similar a un ojo irritado por
interminables lágrimas, en la suave curva donde arrancaba la cadera. Por ahí se
le había ido la sangre y el fluido vital. La mujer temblaba suavemente, y
murmuraba algo en griego. Mientras que él, sumido en la recurrente
consternación de haber muerto y en la angustiosa perplejidad de haber tratado
de forzar la vida, sintió el penetrante lamento de sus heridas, así como los
alaridos de las profundidades de su cuerpo. "Fui asesinado, y yo mismo
propicié el asesinato. Me asesinaron, pero yo mismo me presté al crimen."
En silencio, pero temblorosa, la mujer
vertió un poco de aceite en su mano, y llevó la palma hasta aquella herida del
costado derecho. Él se estremeció, y la herida absorbió la vida de nuevo, como
en millares de anteriores ocasiones. En la oscuridad, en el atroz dolor y el
pánico de su conciencia tan sólo resonó un grito: "¿Cómo podrá sacarme
ella la muerte? ¿Cómo hará para apartar de mí esta muerte? ¡Jamás sabrá cómo
hacerlo! ¡Nunca lo entenderá! ¡Nunca podrá vencerla!".
Sin decir nada, ella frotaba
cadenciosamente la herida con el óleo. Concentrada en sus funciones
sacerdotales, aunaba energía y suavidad, mientras los órganos vitales del
hombre aullaban de pánico. Pero a medida que ella concentraba esa fuerza, y le
ceñía como un cinturón hasta llegar a la cicatriz del otro lado, una sensación
gradual de calidez empezó a ganar el terreno a aquel gélido terror, y sintió:
"¡Volveré a tener calor otra vez, volveré a sentirme entero! Seré cálido
como la mañana. Seré un hombre. No es preciso entender nada; sólo es algo
nuevo. Ella me aporta algo nuevo".
Y escuchó el débil e incesante lamento
angustioso de sus heridas, como si en adelante ya sólo fuera a hacer oír su voz
por debajo del horizonte de su conciencia. El gemido era cada vez más apagado,
más mortecino. Pensó en la mujer que se afanaba sobre él: "¡No lo sabe! No
percibe la muerte en mí. Pero goza de otra forma de conciencia, puesto que
viene hasta mí desde el otro extremo de la noche".
Tras haber frotado con aceite la parte
inferior de su cuerpo y haberlo acariciado con solemne intensidad sacerdotal,
que hizo que el clamor de sus heridas se debilitase todavía más, la mujer apoyó
su pecho contra la llaga del costado izquierdo del hombre, y le rodeó con sus
brazos hasta tocar la del lado derecho. Y le atrajo contra ella con la fuerza
de un calor vivo, como los meandros de un río. Y el lamento desapareció al
instante, y sólo había quietud y oscuridad en su alma, una sosegada y oscura
quietud, en plenitud.
Lentamente, muy despacio, en la perfecta
oscuridad de su hombre interior, sintió que se producía una conmoción, un
amanecer, un nuevo sol. Un nuevo astro nacía en él, en la perfecta y profunda
oscuridad de su interior. Y aguardó, mientras contenía la respiración,
estremecido, en temblorosa esperanza .
"Ahora no soy yo. Soy algo nuevo."
Y a medida que crecía esa sensación, con un
soplo frío de desagrado, sintió cómo cedía la presión del abrazo de la mujer
viva, y cómo se quedaba en cueros. Agotada, se acurrucó a los pies de la diosa,
y ocultó su cara.
Se inclinó, y posó, delicadamente, su mano
sobre aquel hombro cálido y brillante, y le traspasó una llamarada de deseo. Y
aquel ardor se repitió, de forma que llegó a preguntarse si no se trataba de
otra clase de muerte, debida en este caso a aquella magnificente perfección.
En aquel momento, toda su conciencia estaba
del lado de aquella mujer agazapada, escondida. Se agachó a su lado, y la
acarició dulcemente, a ciegas, mientras murmuraba sonidos inarticulados. Su
muerte y el sacrificio de su pasión no representaban ya nada para él en aquel
instante. Sólo percibía la recóndita plenitud que emanaba de aquella mujer allí
agachada, la dulce y blanca piedra de la vida... "Y sobre esta piedra
edificaré mi vida." ¡La interiormente plegada y penetrable piedra de
aquella mujer viva, la misma que ocultaba su rostro! Mientras, él se inclinaba
sobre ella, vigoroso, renovado, como un amanecer.
Se inclinó hasta donde estaba ella, y
sintió la llamarada de su hombría, de su vigor, el impulso de sus ijadas, en
toda su magnificencia.
"¡He resucitado!"
Esplendoroso, junto al irrefrenable ardor
procedente de sus entrañas, apareció su propio sol, que irradiaba calor a todos
sus miembros, hasta el punto de que, sin percatarse de ello, su cara se tornó
resplandeciente.
Desató el cordel que ceñía la túnica de
lino de la mujer, y dejó caer aquella prenda hasta que contempló el brillo
lechoso de sus pechos, delicadamente dorados. Los tocó, y sintió que la vida se
le derretía. "¡Padre! -exclamó-; ¿por qué me ocultaste estas cosas?"
La tocó de nuevo con intensa admiración, con la maravillosa y traspasadora
trascendencia del deseo. "¡Vaya! -se dijo-; esto va más allá de la
oración." Era la profunda, la intrincada, la vívida y penetrable calidez
de la mujer, el corazón de la rosa. "¡Mi mansión se halla en la calidez de
los recovecos de esta rosa, y mi alegría en esta floración!"
Y la conoció, y fue uno con ella.
Más tarde, en su ofuscada admiración, ella
tocó las enormes cicatrices de sus costados con la punta de los dedos, y
preguntó:
"¿Ya no le duelen?"
"Son como soles -le respondió-. Y su
brillo procede de vuestra impronta. Son mi expiación para con vos."
Cuando abandonaron el templo, reinaba el
fresco que precede al alba. Al cerrar la puerta, el hombre contempló de nuevo a
la diosa, y exclamó: "¡Sin duda, Isis es una diosa amorosa y llena de
ternura! De corazón cálido son los grandes dioses, y cuentan con enternecedoras
diosas".
La mujer se envolvió en su manto, y regresó
a su casa en silencio, sin ver nada, meditabunda, como el loto que clamaba
suavemente de nuevo, con su dorado interior lleno de una nueva vida. No veía
nada, porque sus propios pétalos eran como una vaina que la recubría. Sólo
pensaba: "Estoy colmada de Osiris. ¡Estoy repleta de Osiris
resucitado!".
El hombre contempló las relucientes
estrellas, heraldos del amanecer, a medida que se precipitaban al mar, así como
los tonos verdosos de la constelación del can al borde del agua. Y pensó:
"¡Cuánta plasticidad, cuántas curvas y pliegues, como la aparición de una
rosa invisible, de pétalos oscuros, moteados de gotas de rocío! Plenitud mayor
que todos los dioses, que se balancea a mi alrededor y de la que formo parte,
la gran rosa del Espacio. Soy como una partícula de su aroma, y la mujer, un
átomo de su belleza. El mundo es como una flor de innumerables oscuridades con
forma de pétalo, y yo formo parte de su perfume, como una pincelada".
En la absoluta quietud y plenitud de aquel
pálpito, se quedó dormido, en la gruta, hasta que amaneció. Tras el alba, el
viento sopló más fuerte y trajo una tormenta de fría lluvia. En la deliciosa
paz de su ser en comunión, permaneció en su refugio, y disfrutó al oír el mar y
las gotas de lluvia que caían sobre la tierra, al ver un narciso blanco y
amarillo, arqueado por el agua. Y se dijo: "Ésta es la gran
reconciliación: el ser en comunión; el mar gris y la lluvia, el narciso
empapado y la mujer a la que espero, la invisible Isis y el sol no contemplado.
Todo está en comunión, a la vez".
Esperó a la mujer en el templo; ella llegó
bajo la lluvia. Y le dijo:
"Permítame que permanezca a solas con
Isis. Espero que venga a verme en la segunda hora de la noche. ¿Lo hará?"
Y el hombre regresó a la gruta, y se tumbó
en el silencio y en el gozo de estar en comunión, a la espera de la mujer que
llegaría con la noche, para consumar de nuevo el conocimiento. Y cuando cayó la
noche, apareció la mujer, radiante, porque también ella anhelaba aquel
contacto, la unión con él, lo más íntima posible.
Y así pasaron días y se fueron noches, y
llegaron nuevos días, y el contacto se realizaba por completo y a la
perfección. Y él pensó: "No voy a preguntarle nada, ni siquiera su nombre,
porque hasta eso podría apartarla de mí".
Y ella se dijo para sí: "Es Osiris. No
deseo saber nada más".
Pasado el tiempo de los narcisos, llegó el
momento de los ciruelos en flor; las anémonas iluminaron la tierra, y
desaparecieron; el aroma de los campos de judías impregnaba el aire. Todo había
cambiado: la floración del universo había mudado sus pétalos; la estación había
dado un vuelco. La primavera lucía en todo su esplendor; se había establecido
un contacto; el hombre y la mujer estaban saciados; todo indicaba que había
llegado el momento de partir.
Un día, cuando el sol de la mañana más
calentaba, bajo el dulce aroma de los pinos, cuando por las colinas ya
comenzaban a dispersarse las flores de los perales, el hombre se reunió con la
mujer bajo los árboles. Pausadamente, ella se acercó a él, y percibió que se
había producido un cambio en ella por su suave balanceo, por su tierna
resistencia a llegarse hasta él.
"¿Has concebido?" -le preguntó.
"¿Por qué lo dices?" -repuso
ella.
"Porque pareces un árbol, lleno de
savia, cuyas hojas verdes aparecen tras la floración. Porque noto un cierto
abandono."
"Así es" -contestó ella-.
"Estoy encinta de ti. ¿Te parece bien?"
"Sí -dijo él-. ¿Cómo no habría de
parecerme bien? Por eso ya no se oye el ruiseñor al fondo del valle. Pero,
¿dónde parirás al niño? Porque yo no tengo nada, salvo la vida."
"Nos quedaremos aquí" -respondió
ella. "¿Y tu señora y madre?"
Una sombra cruzó la frente de la mujer, que
no respondió nada.
"¿Qué pasará cuando se entere?" -preguntó
él. "Ya empieza a darse cuenta."
"¿Buscará hacerte daño?"
"No podrá. Lo que tengo es mío por
completo. Además, mi gestación es fruto de Osiris... Pero tú, guárdate de los
esclavos."
Ella le miró, y la ansiedad perturbó un
instante la paz de la maternidad.
"Que tu corazón no se inquiete -repuso
él-; ya he pasado por la muerte una vez."
Supo así que había llegado de nuevo la hora
de partir, y que se iría solo, con su destino. Aunque no en completa soledad,
porque aquella comunión permanecería a su lado, incluso si se veía obligado a
abandonarla junto con ella. Invisibles soles le harían compañía.
Tenía que irse. Porque, en aquella dársena,
la vida normal, regida por celos y propiedades, recuperaba su preponderancia,
al tiempo que perdían fuelle los soles de la apasionada fecundidad. En nombre
del derecho de propiedad, la viuda y sus esclavos pretenderían cobrarse el pan
que había comido, así como la relación que había entablado con la mujer a la
que había calmado. Pero exclamó: "¡No lo harán dos veces! ¡No profanarán
la unión que llevo dentro! ¡Mi agudeza contra la suya!".
Observó con cuidado, y se dio cuenta de que
conspiraban contra él. Abandonó la pequeña gruta, y dio con otro refugio, una
diminuta cala de arena seca, oculta bajo las rocas, a la orilla del mar. Y dijo
a la mujer:
"Debo irme enseguida. Noto que los
esclavos me buscan las cosquillas. Pero soy un hombre, y el mundo es ancho. Lo
que existe entre nosotros dos es bueno, y está asentado. Queda en paz. Cuando
por la noche se oiga de nuevo el ruiseñor en el fondo del valle, regresaré, tan
puntual como la primavera."
Ella respondió: "¡No te vayas! Quédate
conmigo en la otra mitad de la isla. Construiré una casa para los dos, bajo los
pinos, al lado del templo. Viviremos alejados de ellos".
Pero se daba cuenta de que él tenía que
irse; incluso deseaba el frío del propio aire que la rodeaba para verse libre
de la angustia que sentía.
"Si me quedo -añadió él-, me
traicionarán a los romanos y me llevarán ante sus jueces. Pero no dejaré que
nadie me traicione otra vez. Cuando me haya ido, vivid en paz, tú y el niño que
nazca, mientras crece. Regresaré de nuevo, porque todo lo que hay entre los dos
es bueno, estemos cerca o separados. Igual que los soles llegan con las
estaciones, así regresaré yo."
"No te vayas todavía -suplicó ella-:
he apostado a un esclavo para que vigile en el istmo de la península. No te
vayas todavía, al menos no hasta que la amenaza sea evidente."
Pero una tranquila y silenciosa noche en
que reposaba en la recogida cala, sintió el suave chapoteo de unos remos y el
golpe seco de una barca contra las rocas. Se movió con cautela para escuchar, y
oyó al capataz romano que decía:
"Vayamos sigilosamente hasta la
madriguera de cabras. Una vez allí, Lisipo arrojará la red sobre el malhechor
mientras duerme. Lo conduciremos ante la justicia, y la sacerdotisa de Isis no
sabrá nada de todo esto...."
El hombre que había muerto olió la carne de
los esclavos aceitados y desnudos, así como el tenue perfume del romano. Se
deslizó hasta la orilla del agua. En el bote, estaba sentado uno de ellos,
inmóvil, con los remos en las manos. El mar estaba tranquilo. El hombre que
había muerto le conocía. Y desde la profunda grieta de una roca, dijo, con voz
clara:
"¿No eres tú aquel esclavo que poseyó
a una muchacha bajo la mirada de Isis? ¿No eres el mismo joven? ¡Habla!"
Aterrorizado, el joven se puso en pie sobre
la barca. Con el movimiento, hizo que el bote chocase contra una roca, y el
esclavo echó a correr muerto de miedo y huyó por las peñas. Rápidamente, el
hombre que había muerto se apoderó de la embarcación, se subió a ella y la
empujó. Los remos aún conservaban el desagradable calor de unas manos serviles.
Pero él los empuñó despacio, y dio impulso para unirse a la corriente que fluía
junto a la costa, y que le arrastraría en silencio. En contraste con la noche
estrellada, aquella alta ribera se mostraba completamente oscura. No se veía
ningún resplandor procedente de la península. La sacerdotisa ya no iba hasta
allí por las noches. Y el hombre que había muerto remó lentamente, siguió la
corriente y rió para sus adentros: "He sembrado la semilla de mi vida y de
mi resurrección; he dejado mi huella para siempre en la mujer que elegí, y
llevo su perfume en mi carne, como esencia de rosas. En mi edad mediana , la quiero. Pero la serpiente dorada y sinuosa
se desliza de nuevo para dormitar en las raíces de mi árbol. Que la barca me
lleve. Mañana será otro día."