jueves, 7 de abril de 2011

ANNE RICE. VAMPIROS.

ANNE RICE. VAMPIROS. TRILOGÍA.-






En el tiempo que oí hablar de Anne Rice y de “Entrevista con el vampiro” - primera novela de la trilogía- el best seller en español no se había dado.

Aún recuerdo cuando un amigo para una Navidad me habló entusiasmado de la novela. ¿En verdad era tan buena como me lo afirmaba?

Lo acepto: estaba un tanto escéptico de su calidad literaria. Siempre había tenido un prurito negativo hacia los escritores en lengua inglesa, en especial por los norteamericanos y mucho más por los que vendían en demasía como Anne Rice. ¡Qué equivocado estaba! ¡Cuánto he aprendido de estos llamados escritores comerciales como Anne Rice y Stephen King !

¿Por qué digo lo anterior? Las razones son obvias: Anne Rice es una gran escritora - al menos su trilogía de: “Entrevista con el vampiro”, “Lestat el vampiro” y “La reina de los condenados”. Los demás libros, lo ignoro pero, la trilogía no tiene nada que envidiarle a un clásico como Drácula de Bram Stoker.

Y aquí debemos de ser sinceros: la mayoría de las personas – y esto sucede mucho en América Latina- siempre vemos con recelo escritores de otras lenguas y mucho más cuando son best seller norteamericanos.

Parte de nuestro “pecado” es que América Latina y España han parido verdaderos monstruos literarios a finales del siglo XIX y principios del siglo XX ( para mencionar algunos: García Lorca, Jorge Guillén, Camilo José Cela, Benito Pérez Galdós, mi querido Pío Barajo, Octavio Paz, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Donoso, Cortázar, Sábato, Borges, Uslar Pietri, Roa Bastos, Carpentier, Juan Carlos Onetti, Horacio Quiroga, García Márquez y otros más) lo que hacía que todo lo midiéramos con estos parámetros estéticos y literarios resultando imposibles de superar y en muchos casos hasta de igualar.

Equivocados o no en nuestra Cultura Latinoamericana así fue por mucho tiempo. Hoy existe mayor apertura de ideologías y gustos estéticos, y algunos gigantes del Boom Latinoamericano ya no poseen la vigencia de décadas atrás y otros han muerto física y comercialmente.

Hoy somos más flexibles con otras tendencias literarias, la globalización nos hace ver la realidad y lo cotidiano diferente a como la veíamos en los años 60 y 70 del siglo pasado. Los medios masivos de comunicación (entiéndase principalmente la Internet) unen a los países en una forma que nunca nos imaginamos, expandiendo – al menos por la Internet- diversidad de estéticas, movimientos literarios y culturales.

De todas maneras, la literatura latinoamericana ha dado un viraje de ciento ochenta grados y los conceptos estéticos y literarios como ideológicos han variado o al menos la reinterpretación de la realidad del siglo XXI es muy diferente a la de la primera y segunda mitad del siglo XX. Ya no se puede hablar de una corriente predominante en la literatura como lo fue en su momento la famosa “novela o la poesía comprometida” o el Realismo Mágico Maravilloso que tiranizó a la Literatura Latinoamericana y que tanto mal le produjo a otros escritores opacándolos por completo pero, esto es otro tema que en otro momento hablaremos.

Hoy existen diversas corrientes literarias en Latinoamérica y los gustos varían desde: la novela histórica, la novela policíaca, la novela negra, la novela gótica, la novela de terror y por qué no decirlo sin tapujos, la novela de vampiros y toda la cultura y subcultura de lo paranormal y sombrío tiene en estos días una gran influencia y aceptación en nuestra juventud.

En la actualidad hay una revaloración y reinterpretación de lo gótico y lo vampírico, una cultura que tuvo su auge en Inglaterra en los años 70 del siglo pasado y hoy más que nunca está vigente.

Más que una trilogía... un mundo... un universo vampírico.

Anne Rice con la Trilogía (Entrevista con el vampiro; Lestat el vampiro; La reina de los condenados) no solo narra una o varias historias de vampiros sino que “verdaderamente” construye un universo totalizador con sus personajes. Esa es la diferencia con otras historias de vampiros escritas.

Anne Rice no solo se contenta con narrar hechos, anécdotas sino que, nos sumerge en ese universo vedado a los mortales. Nos hace atisbar y compartir un mundo nunca visto ni narrado.

Otro aspecto de rescate es la ambientación de los hechos narrados y la psicología de las personajes ya sea cuando habla de Lestat , de Marius o de Armand.

Es cierto que no profundiza como un Proust o un Dostoievsky en la psicología de sus personajes pero, tampoco es superficial en sus caracterizaciones ni mucho menos en sus preocupaciones existenciales (las de los vampiros).

También otro rasgo que privilegia la narrativa de Anne Rice es la fluidez de las historias que se van engarzando unas con otras. E igual sus narraciones nunca son eventos forzados en los cierres temáticos.

Otra diferencia que sostiene con sus antecesores como Stoker es que los personajes de la trilogía vampírica son personajes “bellos y diletantes”, que los ronda lo erótico sin ser sexuales. Viven y se mantienen en una sociedad muy diferente al Conde Drácula en el que se sublima y reprime mucho más lo sexual que lo sensual. En Anne Rice todo se reduce a un erotismo latente.

Las diferencias son notorias entre Stoker y Rice: Drácula está confinado en una realidad oscura y tenebrosa e incluso es un ser repulsivo-reprimido sexualmente que vive en la época Victoriana como su autor”.

Al contrario Lestat, Marius, Armand y otros personajes de Anne Rice no solo son bellos sino que, poseen un gusto y una sensibilidad por el arte como la pintura y la música que los hace vampiros sui generis. Solo basta recordar la historia de “Armand el vampiro”. Hago la salvedad que no estoy en contra de las valoraciones estéticas ni literarias de Stoker sino que, lo pongo de ejemplo para que el lector comprenda mejor el tema vampírico tratado por Anne Rice. Hago constancia que Stocker es la otra cara de la moneda de Rice en cuanto a su visión literaria al tratar el tema de los vampiros pero, que igual nos seduce y convence.

Por último, toda la obra de un escritor debe de analizarse dentro del contexto social e histórico en que vivió y las diferencias históricas entre Rice y Stoker son abismales: Stoker es de la época Victoriana, Rice es de la segunda mitad del siglo XX lo que se refleja en las posiciones filosóficas, estéticas y culturales de sus personajes e incluso respecto a las valoraciones morales del “bien” y del “mal” pero, – repito- ambos son grandes narradores aunque son opuestos de un mismo tema.

J. Méndez Limbrick.



Pequeña nota biográfica.

“Nacida bajo el nombre de Howard Allen O`Brien, desde pequeña cambió su nombre a `Anne`. Se casó con el difunto poeta y pintor Stan Rice en 1961, con quien tuvo dos hijos, Michele en 1966 y que murió de leucemia a los 5 años de edad y el famoso escritor gay Christopher Rice (que nació en 1978).

Desde pequeña estuvo interesada en temas de vampiros y brujas. En su carrera como escritora, también ha publicado con los pseudónimos Anne Rampling y A.N. Roquelaure, este último en sus primeros años y para temas más orientados a adultos, sus libros contienen constantemente mezclas de lo horroroso con lo lujurioso, destacándose en sus historias de ficción los sentimientos homoeróticos que sienten sus personajes. Sus más importantes obras bajo estos pseudónimos son la `Trilogía de la Bella Durmiente`, donde Rice dejó volar su imaginación portentosa situando la acción en sitios lejanos y palacios.

Su primer libro, Interview With The Vampire (Entrevista con el vampiro en español) fue escrito en 1973 y publicado en 1976. En 1994 Neil Jordan realizó una película basada en su libro y protagonizada por Tom Cruise y Brad Pitt y años más tarde se realizó otra película sobre el tercer libro de la serie Crónicas Vampíricas, llamada Queen Of The Damned (`La reina de los condenados`) La película fue criticada por su falta de coherencia respecto al libro original. El segundo libro de la saga, Lestat, The Vampire` se convirtió en un musical de Broadway”. Fuente: N.N .

Por último, transcribo un fragmento de la historia de “Armand el vampiro” escrita magistralmente por Anne Rice que a mi criterio, está a la altura de cualquier escritor “serio y no comercial” como se diría en Latinoamérica:


(De Segunda parte de Entrevista con el vampiro  “Lestat el vampiro”. Crónicas vampíricas 23ª edición. Cuarta edición 2001 en español. Editorial Punto de lectura).



3






La Historia de Armand

(Fragmento)



La cámara había desaparecido. Las paredes se habían desvanecido. Llegaban unos jinetes. Una nube de polvo creciendo en el horizonte. A continuación, unos gritos de terror y un chiquillo de cabello castaño oscuro, vestido con bastas ropas de campesino, corriendo sin cesar mientras los jinetes se desataban en una horda. Y el chiquillo debatiéndose a puñetazos y a patadas tras ser atrapado y arrojado sobre la silla de montar por uno de los jinetes, que se lo llevaba más allá de los confines del mundo.

Aquel chiquillo era Armand y el escenario de los hechos, aunque Armand lo ignorara, las estepas meridionales de Rusia. El chiquillo conocía otras palabras como Madre, Padre, Iglesia, Dios y Satanás, pero no sabía el nombre de su patria ni del idioma que hablaba, ni que los jinetes que le habían raptado eran tártaros y que nunca volvería a ver nada de lo que conocía o amaba.

Oscuridad, el tumultuoso movimiento del barco y el interminable mareo y, emergiendo del miedo y de la desesperación, la enorme y deslumbrante jungla de edificios imposibles que formaba la Constantinopla de los últimos días del Imperio Bizantino, con sus fantásticas multitudes y sus tarimas para la subasta de esclavos. El balbuceo amenazador de unos idiomas extraños, amenazas efectuadas en el lenguaje universal de los gestos y, en torno al chiquillo, los enemigos que no podía distinguir ni calmar, y de los que no podía escapar.

Pasarían años y años, más de una existencia mortal, antes de que Armand volviera la vista atrás hasta aquel espantoso momento y le diera nombres e historias a todo aquello: Los funcionarios de la Corte bizantina que le habrían castrado y los guardianes de los harenes del Islam que habrían hecho otro tanto, y los orgullosos guerreros mamelucos venidos de Egipto que se lo habrían llevado con ellos a El Cairo de haber sido más rubio y más fuerte, y los radiantes venecianos de hablar dulce con sus polainas y con sus chalecos de terciopelo, las criaturas más deslumbrantes de todas, cristianos igual que él, y, sin embargo, intercambiando ligeras risas entre ellos mientras le examinaban, y él allí, mudo, incapaz de responder, de suplicar, incluso de mantener esperanzas.

Vi los mares que se abrían ante él, el gran vaivén azul del Egeo y el Adriático y, de nuevo, el mareo en la bodega y el solemne juramento de no seguir viviendo.

Y luego los grandes palacios moros de Venecia alzándose de la reluciente superficie de la laguna, y la casa a la que le llevaban, con decenas y decenas de cámaras secretas, y la luz del cielo apenas entrevista a través de los barrotes de las ventanas, y los otros chicos hablándole en aquel idioma veneciano tan suave y extraño, y las amenazas y las lisonjas mientras se convencían, contra todos sus miedos y supersticiones, de los pecados que debía cometer con el interminable desfile de extraños en aquel ambiente de mármol y luces de antorchas donde cada cámara se abría a una nueva escena de ternura que se entregaba al mismo deseo ritual, inexplicable y, por último, cruel.

Y al fin, una noche, después de días y días de negarse a obedecer, hambriento y dolorido y privado de hablar con nadie, fue obligado a cruzar de nuevo una de aquellas puertas tal como estaba, sucio y cegado por la luz tras el encierro en la oscura y lóbrega celda. Y el ser que le estaba esperando allí, el hombre alto, de rostro enjuto y casi luminoso, vestido de terciopelo rojo, le tocó con sus fríos dedos tan suavemente que, medio adormilado, el muchacho no lloró al ver cambiar de manos las monedas. Pero era una cantidad importante. Demasiado importante. Estaba siendo vendido. Y la cara del hombre... era demasiado lisa; más bien parecía una máscara.

En el último instante, el muchacho se puso a gritar, juró que sería obediente, que no se pelearía más. Que alguien le dijera dónde le llevaban; no volvería a desobedecer, por favor, por favor. Pero, en el mismo instante en que era arrastrado escaleras abajo hacia el fétido olor de las cloacas, volvió a notar el contacto de los dedos firmes y delicados de su nuevo amo y, en el cuello, el roce de unos labios fríos y tiernos que nunca jamás le harían daño, y aquel mortal e irresistible primer beso.

Amor y amor y amor en el beso del vampiro. Un amor que bañó a Armand, que le limpió, esto es todo, mientras era transportado a la góndola y ésta avanzaba como un gran escarabajo siniestro por el estrecho canal hasta las alcantarillas bajo otra casa.

Ebrio de placer. Ebrio de las manos blancas y sedosas que alisaban su cabello y de la voz que le llamaba hermoso; ebrio del rostro que, en instantes de emoción, se llenaba de expresividad para hacerse luego más sereno y deslumbrante que si fuera de alabastro y joyas. Un rostro como un remanso de agua bajo el claro de luna: un roce, aunque sea con las yemas de los dedos, y toda su vida sale a la superficie, para, a continuación, desvanecerse de nuevo en la quietud.

Ebrio a la luz de la mañana con el recuerdo de esos besos, cuando, a solas, abría una puerta tras otra y descubría libros, mapas y estatuas de granito y de mármol, cuando los otros aprendices le localizaban y le conducían pacientemente a su trabajo para enseñarle a mezclar los colores puros con la yema de huevo y a extender la laca de la yema de huevo sobre los paneles, y para guiarle por el andamio mientras los artistas aplicaban cuidadosas pinceladas en el borde mismo de la enorme escena de sol y nubes, mostrándole aquellos grandes rostros y manos y alas angelicales que sólo podía tocar el pincel del Maestro.

Ebrio cuando se sentaba a la larga mesa con ellos y se atiborraba de deliciosos platos que no había probado hasta entonces y de vino que nunca se agotaba.

Y cayendo dormido finalmente, para despertar en ese momento del crepúsculo en que el Maestro se presentaba junto a la enorme cama, espléndido como un producto de la imaginación con su ropa de terciopelo rojo, su tupida cabellera blanca brillando a la luz de la lámpara y la felicidad más natural e ingenua en sus brillantes ojos azules cobalto. Y el beso mortal.

—Ah, sí, no separarme nunca de ti, sí..., sin miedo.

—Pronto, querido mío, estaremos unidos de verdad.

Antorchas encendidas por toda la casa. El Maestro en lo alto del andamio con el pincel en la mano: «Quédate aquí, a la luz; no te muevas», y horas y horas inmóvil en la misma posición hasta ver, poco antes del amanecer, sus propias facciones en el lienzo, las facciones del ángel. Y el amo sonriéndole mientras avanzaba por el interminable corredor...

—No, Maestro, no me dejes. Permite que me quede contigo, no te vayas...

Nuevamente, la luz del día. Y dinero en los bolsillos, oro de ley, y el fasto de Venecia con sus canales de aguas verdes oscuras entre los muros de los palacios, y los otros aprendices caminando del brazo con él, y el aire fresco y el cielo azul sobre la plaza de San Marcos como algo que sólo hubiera soñado en la infancia. Y, al atardecer, de nuevo el palazzo y la entrada del Maestro, el Maestro inclinado con el pincel sobre la pequeña tabla, trabajando cada vez más deprisa bajo la mirada de los aprendices, entre horrorizada y fascinada, y el Maestro levantando la vista hacia él y dejando a un lado el pincel y llevándoselo del enorme estudio mientras los demás seguían trabajando hasta la medianoche, y su rostro entre las manos del Maestro para recibir, de nuevo a solas en la alcoba, aquel secreto (nunca contárselo a nadie) beso.

¿Dos años? ¿Tres? Imposible recrear o abarcar con palabras el esplendor de esa época: las flotas que zarpaban del puerto hacia la guerra, los himnos que se entonaban ante los altares bizantinos, las representaciones de la Pasión y de los milagros que se celebraban en los estrados de las iglesias y en las plazas, con su boca del infierno y sus demonios retozones, y los deslumbrantes mosaicos que cubrían los muros de San Marcos y de San Zanipolo y del Palazzo Ducale, y los pintores que trabajaban en esas calles, Giambono, Uccello, el Vivarini y el Bellini, y los continuos días de fiesta y de procesiones. Y siempre de madrugada, en las enormes estancias del palazzo iluminadas con antorchas, él a solas con el Maestro mientras los demás dormían encerrados bajo llave en sus alcobas. El pincel del Maestro moviéndose vertiginosamente sobre la tabla colocada ante él, como si estuviera descubriendo el cuadro en lugar de crearlo...; el sol y el cielo y el mar extendiéndose bajo el dosel que formaban las alas del ángel.

Y esos momentos horribles e inevitables en que el Maestro se ponía en pie gritando, arrojando los botes de pintura en todas direcciones, y se llevaba las manos a los ojos como si quisiera arrancárselos de las cuencas.

—¿Por qué no puedo ver? ¿Por qué no veo mejor que los mortales?

El muchacho apretado contra su maestro. Esperando el éxtasis del beso. Un secreto oscuro, no revelado. El Maestro saliendo por la puerta sin ser visto, un rato antes del amanecer.

—Déjame ir contigo, Maestro.

—Pronto, querido mío, mi amor, mi pequeño, cuando seas lo bastante fuerte y alto y haya desaparecido de ti toda imperfección. Ve ahora y disfruta de todos los placeres que te aguardan, goza del amor de una mujer durante las próximas noches, y goza también del amor de un hombre. Olvida las penas que conociste en el burdel y saborea esas cosas mientras te quede tiempo.

Y rara era la noche que terminaba sin que la figura del Maestro volviera, justo antes de salir el sol, y le acompañaría muchas veces durante las horas de luz, hasta que, con el crepúsculo, llegara de nuevo el beso mortal.

Aprendió a leer y a escribir. Se encargaba de llevar las pinturas a sus destinos finales en las iglesias y las capillas de los grandes palacios, de cobrar las obras entregadas y de comprar los óleos y pigmentos. Reñía a los criados cuando las camas se quedaban por hacer y las comidas no estaban a tiempo. Y, adorado por los aprendices, éstos se despedían llorando cuando, terminado el aprendizaje, los enviaba a su nuevo servicio. Le leía poesía al Maestro mientras éste pintaba, y aprendió a tocar el laúd y a cantar tonadas.

Y en las tristes ocasiones en que el Maestro abandonaba Venecia durante muchas noches seguidas, era él quien gobernaba la casa en su ausencia, ocultando su zozobra a los demás y sabiendo que ésta sólo terminaría cuando regresara el Maestro.

Y una noche, por fin, en las horas de la madrugada en que hasta Venecia duerme:

—Ha llegado el momento, hermoso mío, de que vengas a mí y te conviertas en lo que soy. ¿Es éste tu deseo?

—Sí.

—Te alimentarás siempre en secreto con la sangre de los malhechores, como yo hago, y guardarás este secreto hasta el fin de los tiempos.

—Hago la promesa, me entrego, lo deseo..., deseo estar contigo, Maestro mío, para siempre. Tú eres el creador de todo lo que soy. Nunca ha existido un deseo tan intenso.

El pincel del Maestro señalaba la pintura que se alzaba hasta el techo, por encima de las hileras de andamios.

—Éste es el único sol que volverás a ver siempre. Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas.

¿Cuántos meses transcurridos tras esto? ¿Cuántos meses de vagar sin rumbo bajo el dominio del Don Oscuro?

Toda una vida nocturna de deambular juntos por las callejas y los canales —indiferente al peligro de la oscuridad y ya sin miedo alguno—, y el antiquísimo éxtasis de la muerte, y nunca, jamás, un alma inocente. No, siempre la de un malhechor, y la mente conmovida hasta topar con Tifón, el asesino de su hermano, y luego el acto de apurar la maldad de la víctima humana y de transmutarla en éxtasis. El Maestro, marcando el camino; el festín, compartido.

Y luego la pintura, las horas solitarias con el milagro de su nueva habilidad, el pincel moviéndose a veces sobre la superficie esmaltada como dotado de voluntad propia, y los dos juntos pintando con furia sobre el tríptico, y los aprendices mortales dormidos entre los botes de pintura y las botellas de vino. Y solamente un misterio que perturba la felicidad, el misterio de que, como en el pasado, el Maestro debía abandonar Venecia de vez en cuando para emprender un viaje que parecía interminable a quienes quedaban dolidos por su ausencia.

Una separación aún más terrible, ahora. Cazar solo sin el Maestro, yacer a solas en el profundo sótano después de la caza, esperando. No escuchar el timbre de la risa del Maestro ni el latido de su corazón.

—¿Pero adonde vas? ¿Por qué no puedo ir contigo? —suplicó Armand. ¿No compartían el secreto? ¿Por qué, entonces, no le explicaba aquel misterio?

—No, querido mío, todavía no estás preparado para esta carga.

De momento ha de seguir siendo sólo mía, como lo ha sido durante más de mil años. Algún día me ayudarás en lo que constituye mi deber, pero eso sólo será cuando estés preparado para recibir el conocimiento, cuando hayas demostrado querer conocerlo de verdad y cuando seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese conocimiento en contra de tu voluntad. Quiero que entiendas que, hasta entonces, no tengo otra opción que dejarte al margen. Mi viaje es para atender a Los Que Deben Ser Guardados, como siempre he hecho.

Los Que Deben Ser Guardados.

Armand les daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras, que le producían miedo. No obstante, lo peor era que apartaban de él al Maestro. Y sólo aprendió a superar ese miedo cuando comprobó que el Maestro volvía a él una y otra vez tras estas ausencias.

—Los Que Deben Ser Guardados están en paz, o en silencio —decía el Maestro, al tiempo que se quitaba de los hombros la capa de terciopelo roja—. Puede que nunca lleguemos a saber nada más del tema.

Y, de nuevo, Armand y el Maestro volcados en el festín, en la sigilosa persecución de los malhechores por las callejas venecianas.

¿Cuánto tiempo podría haber continuado aquello? ¿Lo que dura una vida mortal? ¿Lo que duran cien?

Y había transcurrido aproximadamente medio año de esta tenebrosa felicidad, cuando una noche, tras el crepúsculo, el Maestro se incorporó de su ataúd en el profundo sótano justo por encima del agua y anunció:

—¡Levántate, Armand, tenemos que marcharnos de aquí! ¡Ellos están aquí!

—¿Ellos, Maestro? ¿Quiénes? ¿Los Que Deben Ser Guardados?

—No, querido mío. Los otros. ¡Vamos, debemos darnos prisa!

—Pero, ¿cómo pueden hacernos daño? ¿Por qué tenemos que marcharnos?

Los rostros blancos tras las ventanas, los golpes a las puertas. El ruido de los cristales rotos. El Maestro volviendo la vista a un lado y a otro para contemplar los cuadros. El olor a humo. El olor a brea ardiendo. Los misteriosos asaltantes subían del sótano, y también bajaban del piso superior.

—¡Corre! ¡No hay tiempo para poner nada a salvo!

Escaleras arriba hasta el techo. Unas figuras oscuras y encapuchadas blandiendo antorchas a través del umbral, el fuego rugiendo en las habitaciones de la planta baja, haciendo estallar las ventanas y envolviendo en llamas la escalera. Todos los cuadros destruidos.

—¡Al tejado, Armand, vamos!

¡Criaturas como nosotros con aquellas siniestras indumentarias! Otros seres como nosotros. El Maestro dispersándolas en todas direcciones mientras corría escaleras arriba; los huesos de las criaturas quebrándose al golpearse contra el techo y las paredes.

—¡Blasfemo, hereje! —gritaron las voces. Los brazos agarraron a Armand y no le soltaron. Y arriba, en lo alto de la escalera, el Maestro se volvió hacia él y gritó:

—¡Armand! ¡Confía en tus fuerzas y ven!

Pero las criaturas se apelotonaban en persecución del Maestro, le rodeaban. Por cada una que él estrellaba contra la pared encalada, aparecían otras tres, hasta que más de cincuenta antorchas envolvieron las ropas de terciopelo del Maestro, sus largas mangas rojas y su cabello blanco. El fuego se alzó hasta el techo con un rugido mientras le consumía, transformado en una antorcha viviente; y, con todo, incluso envuelto en llamas, el Maestro se defendía quemando a sus atacantes mientras éstos arrojaban las teas a sus pies como si fueran astillas de leña.

Armand, mientras tanto, fue conducido abajo y sacado de la casa en llamas junto con los aprendices mortales, que chillaban de terror. Y fue llevado lejos de Venecia, surcando las aguas, entre gritos y sollozos, en las entrañas de un buque tan aterrador como la nave de los esclavos, hasta salir a mar abierto bajo el cielo de la noche.

—¡Blasfemo, blasfemo! —La fogata cada vez mayor, y el círculo de figuras encapuchadas a su alrededor, y el cántico más y más estentóreo—: ¡Al fuego!

Y mientras Armand contemplaba la escena, petrificado, vio cómo los aprendices mortales, sus hermanos, sus únicos hermanos, lanzaban alaridos de pánico mientras eran arrojados por el aire hasta caer en el seno de las llamas.

—¡No, basta, deteneos...! ¡Ellos son inocentes! ¡Por el amor de Dios, basta! ¡Son inocentes...!

Armand gritaba y gritaba, pero había llegado su turno. Pese a su resistencia, le estaban levantando del suelo con la intención de lanzarle hacia lo alto para que fuera a caer en la pira.

—¡Maestro, ayúdame! —exclamó. Tras esto, las palabras dieron paso a un único y prolongado grito lastimero.

Furioso, se debatió enérgicamente entre los gritos y patadas.

Pero advirtió que le habían arrastrado lejos del fuego, que le habían rescatado y devuelto a la vida. Y se encontró tendido en el suelo contemplando el cielo. Las llamas parecían lamer las estrellas, pero estaban lejos de él y ya no podía ni sentir su calor. Armand apreció el olor de sus ropas quemadas y de su cabello chamuscado. Lo peor era el dolor que sentía en el rostro y en las manos; la sangre seguía rezumando de él y apenas era capaz de mover los labios...

—... Todas las vanas obras del Maestro, destruidas. ¡Todas las vanas creaciones que había hecho entre los mortales con sus Poderes Oscuros, imágenes de ángeles y santos y mortales vivientes! ¿Quieres que te destruyamos a ti también? ¿O prefieres entrar al servicio de Satán? Toma una decisión. Ya has probado el fuego y éste te aguarda, hambriento de ti. El infierno te espera. ¿Vas a tomar la decisión...?

—... sí...

—... ¿Vas a servir a Satán como debe hacerse?

—Sí...

—... ¿Aceptas que todas las cosas del mundo son pura vanidad y te comprometes a que nunca utilizarás tu Poderes Oscuros para satisfacer ninguna vanidad mortal, ni para pintar, crear música, bailar o recitar para diversión de los mortales, sino para permanecer eternamente al exclusivo servicio de Satán? ¿Te comprometes a emplear tus Poderes Oscuros para seducir y aterrorizar y destruir, sólo destruir... ?

—Sí...

—... ¿A consagrarte a tu único amo, Satán, siempre y eternamente Satán? ¿A servir a tu verdadero amo y maestro en la oscuridad y el dolor y el sufrimiento? ¿A entregarle tu mente y tu corazón?

—Sí.

—¿Y a no ocultar secreto alguno a tus hermanos en Satán, a proporcionarles los conocimientos que poseas del blasfemo y de su carga... ?

Silencio.

—¡A explicar todo lo que conozcas sobre su carga! —insistieron las criaturas—. ¡Vamos, apresúrate, las llamas esperan!

—No os entiendo...

—¡Hablamos de Los Que Deben Ser Guardados! ¡Cuéntanos lo que sepas!

—¿Contaros qué? No sé nada, salvo que no quiero sufrir. Estoy muy asustado.

—Dinos la verdad, Hijo de las Tinieblas. ¿Dónde están? ¿Dónde se encuentran Los Que Deben Ser Guardados?

—No lo sé. Leed mi mente, si tenéis ese poder. Comprobaréis que no contiene nada que os pueda decir.

—¿Pero qué son? ¿No te lo ha contado nunca tu blasfemo maestro? ¿Qué son Los Que Deben Ser Guardados?

Así, pues, tampoco aquellas criaturas sabían a qué se refería el Maestro. El nombre no tenía más significado para ellas que para el propio Armand. «Cuando seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese conocimiento en contra de tu voluntad,» El Maestro había sido muy previsor.

—¿Qué significa ese nombre? ¿Dónde están? ¡Es preciso que nos des la respuesta!

—Os juro que no la tengo. Os lo juro por mi miedo, que es lo único que poseo ahora. ¡No lo sé!

Rostros lechosos apareciendo encima de él, uno tras otro. Los labios insípidos depositando besos dulces e intensos, las manos acariciándole y las relucientes gotitas de sangre rezumando de las muñecas de las criaturas. Estas querían descubrir la verdad en la sangre, pero, ¿qué importaba eso? La sangre era la sangre.

—Ahora eres el hijo del diablo.

—Sí.

—No llores por Marius, tu maestro. Marius está en el infierno, donde pertenece. ¡Bebe ahora la sangre curativa y levántate y baila con los de tu estirpe para gloria de Satán! ¡Bebe y la inmortalidad será tuya de verdad!

—Sí... —La sangre quemándole la lengua al levantar la cabeza; la sangre llenándole con tortuosa lentitud.— ¡Oh, por favor!

En torno a él, frases en latín y el pausado batir de unos tambores. Las criaturas se daban por satisfechas, sabían que había dicho la verdad. No le matarían y el éxtasis borró cualquier otra reflexión. El dolor de sus manos y de su rostro se había disuelto en el éxtasis...

—Levántate, joven, y únete a los Hijos de la Oscuridad.

—Sí.

Manos blancas tendidas hacia las suyas. Cornos y laúdes aullando sobre el batir de los tambores, arpas pulsadas en un rasgueo hipnótico mientras el círculo empezaba a moverse. Figuras encapuchadas vestidas de negro con túnicas de mendicante que ondulaban cuando alzaban las rodillas y doblaban el espinazo.

Y, soltándose las manos, dieron vueltas y saltaron y cayeron de nuevo, girando y girando, y una tonada se alzó en un murmullo cada vez más potente tras los labios cerrados.

El círculo siguió girando más deprisa. El murmullo era una gran vibración melancólica sin forma ni continuidad y, sin embargo, parecía una especie de lenguaje, el propio eco del pensamiento. Cada vez más potente, se alzó como un gemido que no lograra quebrarse en un grito.

Él hacía el mismo sonido, al unísono con los demás, y luego giraba y, mareado de dar vueltas, saltaba al aire, muy alto. Las manos le asían, los labios le besaban y él daba vueltas y más vueltas impulsado por los demás, alguien gritando en latín, otro respondiendo, otra voz gritando más fuerte, seguida de una nueva respuesta.

Estaba volando, rotas las ataduras con la tierra y con el terrible dolor de la muerte de su Maestro y de la destrucción de los cuadros y de la muerte de los mortales que había amado. El viento sopló de frente, y el calor le estalló en el rostro y en los ojos, pero la tonada era tan hermosa que no importaba que ignorara las palabras, que no pudiera rezarle a Satán o que no supiera creer ni rezar una oración como aquélla, pues nadie se daba cuenta de su ignorancia. Todos los demás, formando un coro, continuaron lanzando gemidos y lamentos y dando vueltas y saltando de nuevo; y luego, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, echaron la cabeza hacia atrás, cegados por las llamas que les lamían, y alguien gritó «¡Sí, SÍ!».

Y la música se alzó como una oleada. Tambores y panderetas desencadenaron un ritmo bárbaro en torno a Armand, mientras las voces se lanzaban por fin a una extravagante y acelerada melodía. Los vampiros alzaron los brazos entre aullidos y sus siluetas pasaron revoloteando ante él, presas de agitadas contorsiones, con las espaldas arqueadas y un taconeo nervioso. Era el júbilo de los diablillos en el infierno. La escena horrorizó a Armand, y, al mismo tiempo, le atrajo. Y cuando las manos le asieron y le hicieron dar vueltas sobre sí mismo, el joven se puso a taconear, a girar y a bailar como los demás, dejando que el dolor le atravesase, doblando las extremidades y dando la alarma a sus gritos.

Y, antes de que amaneciera, Armand se encontró delirando, rodeado por una decena de hermanos que le acariciaban y le tranquilizaban y le conducían peldaños abajo por una escalera que habían abierto en las entrañas de la Tierra.



Durante los meses que siguieron, Armand creyó soñar que su Maestro no había muerto entre las llamas. Soñó que su Maestro había caído del tejado, como un cometa flamante, a las aguas salvadoras del canal que corría debajo. Y que sobrevivía en lo más profundo de las montañas del norte de Italia. Y que le llamaba a su lado. El Maestro se hallaba en el santuario de Los Que Deben Ser Guardados.

A veces, en sus sueños, el Maestro aparecía poderoso y radiante como siempre le había visto; la belleza parecía ser su vestimenta. Otras veces, se presentaba en el suelo como una criatura ennegrecida y consumida, como un ascua dotada de vida, con los ojos enormes y amarillos. Únicamente su cabello blanco aparecía tan abundante y lustroso como Armand lo recordaba. El Maestro se arrastraba por el suelo, sin fuerzas, suplicándole ayuda. Y, detrás de él, una luz cálida surgía del santuario de Los Que Deben Ser Guardados; y, con la luz, llegaba el olor de incienso. Parecía haber allí una promesa de antigua magia, una promesa de belleza fría y exótica más allá de todo bien y de todo mal.

Pero todo aquello eran vanas imaginaciones. El Maestro le había dicho que el fuego y la luz del Sol podían destruirles y él mismo había visto al Maestro envuelto en llamas. Tener sueños de aquel tipo era como desear la vuelta a la vida mortal.

Y cuando Armand abría los ojos y contemplaba la Luna y las estrellas y el tranquilo espejo del mar que tenía ante él, se daba cuenta de que no había esperanzas ni penas ni alegrías. Todas estas emociones habían procedido del Maestro y éste ya no existía.

«Soy el hijo del diablo.» Aquello era poesía. Desapareció de él toda la fuerza de voluntad y no quedó nada, salvo la confraternidad de las tinieblas. Y su impulso cazador pasó a cebarse no sólo en los malhechores, sino también en los inocentes. La caza se transformó, por encima de todo, en un acto de crueldad.

En Roma, en la gran asamblea reunida en las catacumbas, saludó con una reverencia a Santino, el líder del grupo, quien descendió una escalinata de piedra para recibirle con los brazos abiertos. Aquel poderoso Maestro había nacido a las Tinieblas en tiempos de la peste negra y le contó a Armand la visión que le había asaltado en el año 1349, cuando la epidemia estaba en pleno furor, respecto a que nuestra raza era como la propia peste negra: una plaga sin explicación, destinada a hacer dudar al hombre, a hacerle dudar de la bondad y de la intervención divinas.

Santino condujo a Armand al santuario cubierto de cráneos humanos y le contó la historia de los vampiros.

Estos, igual que los lobos, habían existido en todas las épocas como un flagelo de la humanidad mortal. Y en la asamblea de Roma, sombra oscura de la Iglesia Católica, radicaba su perfección final.

Armand ya estaba al corriente de los rituales y de las prohibiciones más comunes. Ahora debía aprender las grandes leyes:

UNA: Que cada asamblea debe tener su líder y que sólo éste puede ordenar que se efectúe el Rito Oscuro sobre un mortal, además de ocuparse de que se observen como es debido las ceremonias.

DOS: Que no deben realizarse nunca el Rito Oscuro con un inválido, un tullido, un niño o un mortal incapaz de, incluso con los Poderes Oscuros, sobrevivir por su cuenta. Se entiende también que todos los mortales que reciban los Dones Oscuros deben ser hermosos, para que el insulto a Dios sea más grande cuando se efectúe sobre ellos el Rito Oscuro.

TRES: Que los vampiros viejos no deben realizar nunca este rito mágico para que la sangre de los novicios no sea demasiado fuerte, pues el poder de los vampiros crece con el tiempo de forma natural y los viejos tienen demasiado para transmitirlo. Las heridas, las quemaduras y otras catástrofes semejantes, si no logran destruir al Hijo de Satán, no hacen otra cosa que incrementar sus poderes una vez curado. Con todo, Satán protege a su rebaño del poder de los viejos vampiros, pues todos éstos, sin excepción, se vuelven locos.

A este respecto, Santino hizo observar a Armand que en aquel momento no había ningún vampiro vivo que tuviera más de trescientos años. Ninguno de los que aún vivían guardaba recuerdos de la fundación de la primera asamblea en Roma. El diablo llamaba a los vampiros a su lado con bastante frecuencia.

También hizo hincapié en que el efecto del Rito Oscuro era impredecible, aunque fuera realizado por un vampiro novicio y con todo el cuidado debido. Por razones que nadie conocía, algunos mortales se hacían fuertes como titanes cuando renacían como Hijos de las Tinieblas, mientras otros apenas pasaban de cadáveres ambulantes. Por eso debía escogerse con mucho cuidado a los mortales, y debía evitarse tanto a los que poseían un gran apasionamiento y una voluntad indomable como a los que carecían por completo de ambas cosas.

CUATRO: Que ningún vampiro puede destruir jamás a otro, salvo el amo de la asamblea, quien posee poder sobre la vida y la muerte de toda su grey, y, además, tiene la obligación de conducir al fuego a los viejos y a los locos cuando ya no pueden seguir sirviendo a Satán como es debido. Ese líder de la asamblea tiene la obligación de destruir a todos los vampiros que no han sido creados como es debido, y a aquellos que están tan malheridos que no podrían sobrevivir por sí solos. Y, por último, tiene también la obligación de procurar la destrucción de todos los proscritos y de quienes hayan quebrantado las leyes.

CINCO: Que ningún vampiro debe revelar jamás su verdadera naturaleza a un humano y permitir que éste siga viviendo. Ningún vampiro debe contar la historia de los vampiros a un mortal y dejarle seguir viviendo. Ningún vampiro debe contar por escrito la historia de los vampiros ni revelar ninguna información verídica sobre los mismos, para que los mortales no puedan descubrir tal historia y tomarla por cierta. Y ningún mortal debe enterarse nunca del nombre de un vampiro, salvo el de su lápida sepulcral, del mismo modo en que ningún vampiro debe revelar a los mortales la ubicación de su guarida ni la de ningún otro vampiro.

Éstas eran, pues, las grandes órdenes que debían obedecer todos los vampiros y que regían la existencia entre los no muertos.

No obstante, Armand debía conocer que siempre habían corrido historias sobre viejos vampiros heréticos, poseedores de poderes terribles, que no se sometían a autoridad alguna, ni siquiera del diablo. Eran vampiros que habían sobrevivido mil años (Hijos de los Milenios, eran llamados a veces). En el norte de Europa estaban los relatos acerca de Mael, que vivía en los bosques de Inglaterra y Escocia. En el Asia Menor corría la leyenda de Pandora, y, en Egipto, la antigua historia del vampiro Ramsés, a quien se había vuelto a ver en los tiempos presentes.

Relatos semejantes podían encontrarse en todas partes del mundo y eran fáciles de descalificar como meras fantasías, salvo por un detalle. Marius, el viejo hereje, había sido descubierto en Venecia, y allí mismo había sido castigado por los Hijos de las Tinieblas. Lo que se contaba de Marius había sido cierto. Pero Marius ya no existía.

Armand no dijo nada tras estos últimos comentarios. No le contó a Santino los sueños que había tenido. Lo cierto era que los sueños se habían hecho vagos y confusos en su cabeza, igual que los colores de los cuadros de Marius. Ya no estaban recogidos en la mente de Armand ni en su corazón para que los descubriera quien escuchara sus pensamientos.

Cuando Santino habló de Los Que Deben Ser Guardados, Armand volvió a confesar que no sabía qué significaba esa frase. Tampoco lo sabía Santino, ni ningún vampiro que éste hubiera conocido nunca.

El secreto seguía oculto. Marius había muerto y, con él, el viejo e inútil misterio quedaba reducido al silencio. Satán es nuestro Señor y nuestro Maestro. En Satán, todo se conoce y todo se entiende.

Armand complació a Santino. Aprendió de memoria las leyes, perfeccionó su dominio de los encantamientos ceremoniales, de los rituales y de las plegarias. Fue testigo de los aquelarres más grandes que iba a presenciar jamás y tomó enseñanzas de los vampiros más poderosos, expertos y hermosos que conocería en toda su existencia. Aprendió tanto, que se convirtió en un misionero encargado de reunir en asambleas a los Hijos de las Tinieblas que vagaban perdidos y de conducir a otros en la celebración del aquelarre y en la realización del Rito Oscuro cuando el mundo, el demonio y la carne llamaban a hacerlo.

Enseñó las Bendiciones Oscuras y las Ceremonias Oscuras en España, Francia y Alemania, y conoció Hijos de las Tinieblas salvajes y tenaces cuya compañía hacía arder dentro de él una llamita mortecina cuando la asamblea le rodeaba, consolada por su presencia y obteniendo la unidad gracias a su fuerza.

Armand perfeccionó el arte de la cacería de mortales hasta superar a todos los Hijos de las Tinieblas que conocía. Aprendió a convocar a los humanos que realmente deseaban morir. Le bastaba con acercarse a las viviendas de los mortales y llamar en silencio a sus víctimas para verlas aparecer.

Jóvenes, viejos, miserables, enfermos, feos y hermosos...; no importaba, porque no escogía. Les lanzaba visiones por si querían captarlas, pero ni una sola vez se acercó a sus víctimas o tan siquiera pasó los brazos en torno a ellas. Atraídos inexorablemente hacia él, eran sus presas mortales quienes le abrazaban. Y cuando sus carnes cálidas y vivas le tocaban, cuando abría los labios y sentía derramarse la sangre, Armand conocía el único placer que podía aliviar sus penas.

En el punto álgido de esos momentos, pese al éxtasis carnal de la caza, le parecía que su camino era profundamente espiritual, sin contaminar por los apetitos y confusiones que confortaban el mundo.

En aquel acto sangriento se unían lo espiritual y lo carnal, y Armand estaba convencido de que era lo primero lo que sobrevivía. Para él era una Santa Eucaristía, y la Sangre de los Hijos de Cristo sólo servía para hacerle comprender la esencia misma de la vida durante la fracción de segundo en que se producía la muerte. Únicamente los grandes santos de Dios le igualaban en aquella espiritualidad, en aquella confrontación con el misterio, en aquella existencia de renuncia y meditación.

No obstante, Armand fue viendo desaparecer a los más poderosos de sus camaradas. Vio cómo se volvían locos y hacían caer la destrucción sobre ellos mismos. Fue testigo de la inevitable disolución de muchas asambleas, de cómo la inmortalidad derrotaba a los Hijos de las Tinieblas más perfectamente creados. Y, en ocasiones, le pareció un castigo terrible que esa inmortalidad no tuviera el menor efecto sobre él.

¿Acaso estaba destinado a ser uno de los vampiros viejos, de los Hijos de los Milenios? ¿Eran creíbles aquellas historias que persistían todavía?

De vez en cuando, un vampiro errabundo hablaba de si la fabulosa Pandora había sido vista por un instante en la ciudad de Moscú, en la lejana Rusia, o comentaba rumores sobre si Mael estaba instalado en las yermas costas inglesas. Los viajeros hablaban incluso de Marius, de que había sido visto de nuevo en Egipto, o en Grecia. No obstante, ninguno de aquellos narradores había visto con sus propios ojos a los vampiros legendarios. En realidad, no sabían nada y sólo repetían rumores conocidos de oídas.

Nada de todo ello distraía ni divertía al obediente siervo de Satán. Cumpliendo con ciega fidelidad las Leyes Oscuras, Armand continuó su servicio.

Con todo, a lo largo de esos siglos de obediencia, Armand guardó siempre para sí dos secretos. Dos secretos que eran más suyos que el mismo ataúd en el que se encerraba durante el día, y que los escasos amuletos que llevaba.

El primero de ellos era que, por grande que fuera su soledad y por mucho que se prolongara la búsqueda de hermanos y hermanas de raza en quienes poder buscar cierto descanso, jamás había llevado a cabo el Rito Oscuro por sí mismo. No estaba dispuesto a ofrecer a Satán ningún Hijo de las Tinieblas creado por él.

Y el otro secreto, que mantenía oculto a sus seguidores por el propio bien de éstos, era sencillamente su grado de desesperación, cada vez más profundo.

Era el hecho de no anhelar nada, de no apreciar nada, de no creer en nada; de no disfrutar un ápice en el ejercicio de sus poderes, asombrosos y siempre crecientes; de vivir todos los momentos en un vacío roto una vez cada noche de su vida eterna con el acto de la caza.

Mientras los demás le habían necesitado, Armand les había ocultado celosamente aquel secreto que le había permitido guiarles, pues su miedo les habría hecho sentirlo también.

Pero todo había terminado.

Un gran ciclo había finalizado y, ya años atrás, Armand había notado que se cerraba sin comprender siquiera que se trataba de tal ciclo.

Le llegaron de Roma los relatos maliciosamente confusos de los viajeros, ya no actuales cuando le eran contados, respecto a que el líder, Santino, había abandonado a su grey. Algunos decían que se había vuelto loco y se había retirado al campo; otros afirmaban que se había arrojado al fuego, y unos terceros declaraban que «el mundo» se lo había tragado, que se lo había llevado un grupo de mortales en un carruaje negro y que no se le había vuelto a ver.

«O nos arrojamos al fuego o entramos en la leyenda» había comentado el narrador de la historia.

Luego llegaron noticias de que el caos reinaba en Roma, de que decenas de líderes se ponían la capucha y la túnica negras para presidir la asamblea. Y, más tarde, pareció que no quedaba ninguno de aquellos líderes.

A partir de 1700, no había vuelto a tener noticias de Italia. Durante más de medio siglo, Armand no había sido capaz de fiarse de su pasión ni de la de quienes le rodeaban para crear el frenesí del auténtico aquelarre. Y, durante este tiempo, había vuelto a soñar con Marius, su viejo Maestro, con sus ricas vestimentas de terciopelo rojo, y había visto el palazzo lleno de vibrantes pinturas. Y había sentido miedo.

Entonces había llegado otro.

Sus hijos habían corrido a los subterráneos bajo les Innocents para describirle a aquel nuevo vampiro que llevaba una capa de terciopelo rojo forrada de piel y podía profanar las iglesias y asaltar a los portadores de cruces y deambular por los lugares de luz. Terciopelo rojo. Sólo era una coincidencia, y, sin embargo, el detalle le enfureció y le pareció un insulto, un dolor gratuito que su alma no podía soportar.

Y, seguidamente, el nuevo vampiro había creado a la mujer, a aquella mujer de cabellera leonina y nombre de ángel, tan bella y poderosa como su hijo.

Y Armand había subido los peldaños que le conducían fuera de las catacumbas, conduciendo a su grupo contra nosotros, igual que los encapuchados se habían lanzado a destruirles a él y a su Maestro siglos antes, en Venecia.

Y había fracasado.

Armand se vio en pie, vestido con aquellas extrañas ropas de brocados y encajes. Llevaba unas monedas en los bolsillos. Su mente se inundó de imágenes procedentes de los miles de libros que había leído. Y se sintió conmovido por todo lo que había presenciado en los lugares de luz de aquella gran ciudad llamada París, y fue como si escuchara a su viejo Maestro susurrándole al oído:

«Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas».

—Todas las cosas han escapado a mi comprensión —declaró—.

Me veo como alguien a quien la tierra haya devuelto, y vosotros, Lestat y Gabrielle, sois como las imágenes pintadas por mi viejo Maestro en tonos cerúleos, carmines y dorados.

Permaneció inmóvil en el umbral de la cámara con las manos ocultas bajo los brazos cruzados, mirándonos y preguntando en silencio:

«Qué hay que conocer? ¿Qué hay que dar? Somos los abandonados de Dios. Y delante de mí no se extiende ninguna Senda del Diablo, ni suena en mis oídos ninguna campana del infierno».

1 comentario:

  1. Solo he leído "La enterevista con el vampiro" y unos cuantos relatos y cuentos de ella. Pero sin duda, tiene usted razón: es una excelente escritora.

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