lunes, 1 de diciembre de 2025

LA RUTA DE SU EVASIÓN DR. ENRICO GIOVANNI PUGLIATTI Y MÉNDEZ - LIMBRICK



Crítica de La ruta de su evasión

  • El título promete más de lo que entrega. Uno espera una fuga épica, una evasión con dramatismo, pero lo que encuentra es un desfile de recuerdos agónicos que parecen más un inventario de frustraciones domésticas que una ruta.
  • La protagonista Teresa se convierte en mártir por aburrimiento. Su agonía es tan prolongada y repetitiva que el lector termina preguntándose si la evasión no es más bien del propio libro.
  • El estilo narrativo es un laberinto sin salida. Oreamuno quiso romper con la linealidad, pero a veces parece que rompió también con la claridad. El lector se pierde en frases largas y densas que más que innovar, sofocan.
  • El feminismo temprano se siente más como sermón que como literatura. En lugar de personajes vivos, tenemos símbolos rígidos: el patriarca opresor, la madre anulada, los hijos como accesorios. Todo tan esquemático que la novela parece un panfleto disfrazado de ficción.
  • La evasión es del lector. El verdadero acto de libertad ocurre cuando uno cierra el libro y decide que hay mejores rutas para escapar: desde leer a Rulfo hasta salir a caminar.

Conclusión : La ruta de su evasión es más bien la ruta de la paciencia del lector. Una obra que quiso ser pionera, pero que a ratos parece un borrador interminable de quejas existenciales.

Vamos a despojar La ruta de su evasión desde la pura calidad literaria, comparándola con sus contemporáneas.

Comparación con su época

  • En Costa Rica (años 40–50): La narrativa nacional estaba marcada por el realismo social (Carlos Luis Fallas con Mamita Yunai, Fabián Dobles con Ese que llaman pueblo). Frente a esas obras de denuncia directa y vigor narrativo, Oreamuno aparece con un texto más experimental y subjetivo, pero también más disperso.
  • En América Latina: Mientras Oreamuno publica en 1948, en México y Argentina ya circulaban novelas con mayor solidez estructural y proyección internacional (Juan Rulfo con El Llano en llamas poco después, Miguel Ángel Asturias con El Señor Presidente en 1946). Comparada con ellas, La ruta de su evasión parece más un ejercicio de estilo que una obra de gran impacto literario.
  • En Europa: La novela se acerca a la corriente existencialista y psicológica (Sartre, Camus, Virginia Woolf), pero sin alcanzar la misma densidad filosófica ni la innovación formal de esos autores.

Calidad literaria

  • Fortalezas:
    • Intenta romper con la linealidad narrativa.
    • Introduce un tono introspectivo y simbólico poco común en la literatura costarricense de la época.
  • Debilidades:
    • Prosa recargada, con frases largas y densas que sofocan la claridad.
    • Personajes más alegóricos que humanos, lo que resta vitalidad narrativa.
    • Escasa acción: la novela se convierte en un monólogo agónico que puede cansar al lector.

 ¿Mito y leyenda más que calidad?

  • La obra ha sido elevada a mito porque Oreamuno murió joven, incomprendida y marginada, lo que la convirtió en figura trágica y legendaria.
  • Su novela se lee más como símbolo cultural (la escritora rebelde, la voz femenina silenciada) que como un texto de gran factura literaria.
  • En términos estrictamente literarios, no alcanza la potencia de Fallas, Dobles o Asturias. Su prestigio se debe más a la leyenda de Yolanda Oreamuno que a la calidad intrínseca de la obra.

 Conclusión: La ruta de su evasión es más ruta hacia el mito que hacia la literatura mayor. Un texto que se recuerda más por la aura de su autora que por su estructura narrativa.

***

 Cuadro comparativo de calidad literaria (años 40–50)

Autor / Obra

País

Año

Rasgos principales

Calidad literaria comparada

Yolanda Oreamuno – La ruta de su evasión

Costa Rica

1948

Narrativa introspectiva, experimental, centrada en la agonía y recuerdos de Teresa.

Innovadora en Costa Rica, pero dispersa y recargada; más mito cultural que obra sólida.

Carlos Luis Fallas – Mamita Yunai

Costa Rica

1941

Realismo social, denuncia de la explotación bananera, lenguaje directo y vigor narrativo.

Alta calidad literaria y política; canon nacional por su fuerza testimonial.

Fabián Dobles – Ese que llaman pueblo

Costa Rica

1943

Novela social, personajes colectivos, crítica a la desigualdad.

Mejor estructurada y con mayor impacto social que Oreamuno.

Miguel Ángel Asturias – El Señor Presidente

Guatemala

1946

Novela de dictadura, lenguaje poético, simbolismo, precursor del realismo mágico.

Obra mayor de la literatura latinoamericana; supera ampliamente a Oreamuno en estilo y alcance.

Juan Rulfo – El Llano en llamas

México

1953

Cuentos breves, sobriedad, intensidad, atmósfera rural y existencial.

Calidad literaria excepcional; economía expresiva que contrasta con la densidad de Oreamuno.

Virginia Woolf – Las olas (referencia europea)

Inglaterra

1931

Narrativa experimental, flujo de conciencia, innovación formal.

Modelo de introspección bien lograda; Oreamuno intenta algo similar pero sin la misma maestría.

 Conclusión

  • La ruta de su evasión es importante en Costa Rica por su rareza y ruptura, pero comparada con Fallas, Dobles, Asturias o Rulfo, su calidad literaria es menor.
  • Su prestigio se sostiene más en la leyenda de Yolanda Oreamuno (mujer rebelde, incomprendida, muerta joven) que en la fuerza intrínseca del texto.
  • En términos estrictamente literarios, es un eslabón curioso dentro de la narrativa centroamericana, pero no alcanza el nivel de las grandes obras de su época.

domingo, 30 de noviembre de 2025

FRAGMENTOS, NOVELA, EL HACEDOR DE SOMBRAS. EDITORIAL COSTA RICA. AÑO 2022


 

En oportunidades, me la imaginé paseando por el centro de San José con su indumentaria de chica gótica. En  mi pensamiento la veía con otro grupo de jóvenes en el parque San Gregorio fumando hierba  o me la figuré en una de las terminales del metro Periférico esperando al tren para  escabullirse en medio de las sombras y de la noche. ¿Por qué de las ideas recurrentes de una Florina desconocida?

***



¡Acá, es donde suceden y aparecen las cosas extrañas! Una noche no quedamos de vernos y, por azar la miré en una de las galerías de la Torre de los Desechos... ¿Qué hice? Pues, la seguí.  Florina andaba en compañía de tres hombres. ¿Conocía yo a los hombres? No. Sigo… pues… Bajaron a un subnivel del primer piso y apresuraron el paso... no lo entendía, ¿apresurar el paso? ¿Para qué y por qué? Sospeché, me descubrían y no enfrentarme, formaría parte de la estrategia, bastaba huir en medio de los claroscuros. O, ¿existía otro argumento de Florina más fuerte para no presentarme a los hombres?

Y al apretar el paso,  me acordé de un detalle, el subnivel en que estábamos -para  desviar mi atención y  con suerte burlar mi persecución- es un pasillo ciego, no posee otra salida.

Error: ellos corrían sin importarles en cuál  galería ingresaban. Más, la sorpresa me la llevé yo: llegué al final de la galería y estaba vacía, sin rastro de los perseguidos, a pesar de que el zaguán se iluminaba con farolas. ¿Adónde se escondían? ¿Acaso en la persecución doblé por una galería equivocada? Insisto: una lámpara de metal colgada a varios metros de altura me daba la suficiente claridad para poder percibir el lugar: nada, no existía nada. Lo confieso: al principio la cólera me ganó, ese sentimiento burdo  me revolvía las tripas, me sentí humillado, me sentí burlado, un niño al que sus amigos se le esconden para darle una broma pesada o huyen por no querer su compañía.

Cesando la cólera empecé a sentir temor, esa sensación de temor mezclado con abandono. Y el temor se transformó en pánico, transgredía el razonamiento lógico, desafiaba las leyes de la física. ¡La materia no puede desaparecer, en este caso: cuatro personas!

¿Qué hice? En situaciones extrañas y de riesgo, pánico, temor o de confusión la persona reacciona de diferentes maneras... usted lo sabe muy bien y... terminé pegando la cara  con el final de la pared del pasillo: ¡Centímetro a centímetro el pasadizo lo inspeccioné! Tantee y escudriñé las paredes... nada... nada,  el pasillo literalmente se los tragaba: lo único presente en derredor mío era una veintena de cajas de cartón apiladas en torres cerca de las paredes del zaguán y las que me cercioré estuvieran vacías.  Nunca he estado tan confundido... hasta que ... tuve una explicación satisfactoria.

¿Cuál? El arte de esconder objetos delante de nuestros  ojos,   a un palmo de nuestras narices: el hombre engañaba al ojo. Estaban en el lugar Florina y los hombres,  no obstante,  mis ojos no los visualizó. ¿Usted ha oído hablar del punto ciego? Si no lo ha oído mencionar se lo digo: “el punto ciego es una zona de percepción que no podemos notar, el ojo es burlado”.

Lo anterior es un viejo truco utilizado por los ingleses en la Segunda Guerra Mundial para desaparecer ciudades enteras y los nazis no las bombardearan.

Es la única explicación. Mi teoría estaba sustentada en averiguaciones posteriores. ¿Cómo lo supe? El hombre realizaba un espectáculo de ilusionismo en el night club. Digo ilusionismo, la palabra es más justa al acto de aparecer y desaparecer objetos y otras cosas más. El ilusionismo es un engaño óptico, el ojo es burlado, o la persona es inducida a valorar una situación en forma equivocada. ¡Magia es otra cosa! Magia es servirse de poderes sobrenaturales para transformar algo. ! ! Son cosas totalmente diferentes!

Todo iba armándose en mi mente: el Zandunga, el hombre de la chivilla con los bigotes a lo Salvador Dalí e ilusionista;  Florina, stripper en el night club. Sí,  me juraron en el Zandunga que  de vez en vez ella hacía de  stripper. Nunca lo mencionó, no obstante, yo lo supe, lo averigüé. ¿Por qué lo hacía? Placer, la sensación del estar semidesnuda en la  penumbra, saberse objeto erótico eso a ella también la erotizaba. ¿Qué le parece don Henry?

***

 

Capítulo I

(Horas después de la primera entrevista de Lázarus).

 

 

En el bufete: sueños  y en busca de pistas en la Morgue Judicial.

 

Las luces del Valle de las Muñecas permanecían allí, sentí un enorme deseo de volver a aquel mundo, también – no lo niego - con los sucesos violentos en el Mall Vellavista y la muerte de don Julián Casasola Brown, no regresaba ni al Bellavista cerca del campus universitario ni al Valle de las Muñecas.

 ¿Mi pasatiempo por las noches? Lo ocupaba para ir a ver a mi viejo amigo el Gran Archivero... ¿acaso volvería a visitar la Torre Báquica? ¿Acaso el dique de contención y de una falsa moral – del deber ser lo correcto- se rompía  de nuevo dejando libre el cauce de tanto vicio oculto  que yo Henry de  Quincey no domesticaba? 

Y, me recosté  en el sillón de cuero negro y me quedé dormido. 

sábado, 29 de noviembre de 2025

pablo-ignacio de dalmases los novios De federico FRAGMENTO




 SOBRE EL AUTOR

Pablo-Ignacio de Dalmases es Doctor en Historia por la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster universitario en Historia contemporánea y Licenciado en Ciencias de la Información. Ha trabajado como periodista durante cincuenta años y desempeñado diversos cargos directivos: Director de RNE y TVE en el Sáhara español, Director del diario La Realidad de El Aaiún, Jefe de los Servicios Informativos del Gobierno de Sáhara, Jefe del Gabinete de Prensa de RTVE en Cataluña y Jefe de Informativos de Radiocadena Española en Cataluña. Se ha dedicado también a la docencia como profesor titular de cátedra en la Escuela Oficial de Publicidad, consultor de la Universitat Oberta de Catalunya y técnico superior de Educación de la Diputación Provincial de Barcelona.

Es autor de una veintena larga de títulos, entre ellos dos con el sello editorial de Almuzara: Los últimos de África y Cuentos y Leyendas del Sáhara Occidental.

Pertenece a las Reales Academias Europea de Doctores y de Buenas Letras de Barcelona.


defecto sin nombre

El diccionario de la Real Academia Española define como segunda acepción del término “defecto” una “imperfección en algo o en alguien”. Es decir, que puede darse tanto en cosas materiales, como en personas humanas, si bien hay que reconocer que, en lo que respecta estas últimas, el mismo concepto de imperfección resulta mutante. En efecto, rasgos que en ciertas comunidades o en determinadas épocas pudieran ser considerados como imperfecciones, en otros contextos no lo son. Así, por poner un ejemplo, el albinismo, que en algunas culturas hace de quienes lo poseen seres punto menos que tocados por la gracia divina, en otras se conceptúan como peligrosísimos o malditos. Mucho más común y próxima es la zurdera, que durante siglos fue consideraba un defecto grave y trataba de corregirse de forma imperativa obligando a “reeducar” a quienes utilizaban la mano izquierda para que fueran capaces de adquirir la presunta “normalidad” con la diestra. Con el tiempo ha quedado fehacientemente demostrado que el albinismo no pasa de ser un rasgo genético y la zurdera una variable que comparten alrededor del diez por ciento de los seres humanos. En ninguno de los dos supuestos constituye una imperfección.

Idéntico criterio puede ser aplicado a otras diversas peculiaridades o variables de la persona humana que, en algún caso, han sido rechazadas con mucha mayor contundencia aún. Tales son la referidas a las conductas sexuales que divergen de una heterosexualidad considerada durante siglos, por no decir milenios y en una mayoría de culturas, no solo como la normativa, sino como la única aceptable, siendo así que según estudios científicamente reconocidos la homosexualidad es la tendencia predominante de aproximadamente entre un cinco y un diez por ciento de la población mundial, con independencia de las variables circunstanciales que pueden producirse en favor de un incremento o incluso posible decrecimiento de dicho porcentaje en razón de modas, contextos ambientales, presiones sociales o situaciones personales.

Más en concreto, la cultura judeo-cristiana-musulmana ha venido considerando la homosexualidad como un vicio nefando y un pecado gravísimo con consecuencias en su conceptuación jurídica como delito tipificado en numerosos códigos penales que la convierten en perseguible sin lenidad alguna, circunstancia que ha dado lugar a una cantidad infinita de dramas personales y de injusticias flagrantes cuya vigencia ha permanecido viva hasta un ayer muy próximo. Solo una evolución en el sistema de ideas y valores imperantes ha permitido, junto a otros factores, tal la eficaz movilización habida en los últimos decenios, una clara evolución en la consideración social y la regulación legal de las variantes de la conducta sexual. Aunque también es bien cierto que esto solo se ha producido en algunos países, mientras que en otros sigue siendo un baldón punible hasta con la propia vida.

La homosexualidad en España

Por lo que respecta a España, la memoria histórica, todavía muy fresca, y, si ésta fallara, la lectura de los textos literarios, nos ilustra sobre cómo era considerada la homosexualidad en nuestra sociedad y qué términos, epítetos o insultos se utilizaban para caracterizar a las personas homosexuales, entre las que siempre ha habido, y hay, de toda condición (marica/maricón, loca, sarasa, mariposón, puto, apio, violeta, cundango, joto, pájaro, flora y un largo etcétera, amén de epítetos “elegantes” como invertido, sodomita, afeminado, o expresiones tales la de “perder aceite”, ser “de la acera de enfrente”, de la “cáscara amarga” o “pertenecer al ramo del agua”) De igual modo no faltan epítetos aplicados a la homosexualidad femenina (lesbiana, sáfica, tortillera, bollera, machorra, marimacho, hombruna, tribada, tuerca…)

El caso es que a lo largo de la historia ha habido numerosos personajes sobresalientes con dicha condición y sin ir más lejos y por lo que se refiere a nuestro país y al ámbito de las glorias literarias patrias, en la nómina de escritores varones ilustres se han registrado casos notorios, ciertos o imaginados. Entre estos últimos, la atribución de dicha condición al eximio Cervantes, tesis que defendió con apasionamiento Fernando Arrabal en cierto encuentro que mantuve con él hace algún tiempo y que me pareció gratuita hasta que muchos años después constaté, no sin sorpresa, que Álvaro J. San Juan citaba al autor del Quijote en su libro Grandes maricas de la historia1.

Sin embargo, ha sido un aspecto que permanecido oculto o ha sido eludido hasta fecha muy reciente en la literatura. Cuando Juan Valera tradujo el clásico griego Dafnis y Cloe consideró oportuno actuar de censor de un texto que bien puede considerarse paradigma de la ingenuidad pastoril, como advirtió María Pilar Hualde:

“Valera confiesa sentirse autorizado para «cambiar o suprimir» lo que pudiera haber de perverso en el texto de Longo, en el que, como vemos, no se aparta mucho de las líneas de la censura de la novela griega empleadas en España, según hemos visto, desde el siglo XVI. Esta perversión se restringe, no obstante, a la homosexualidad presente en la novela en el episodio de Gnatón, que Valera consigue obviar haciendo a Cloe objeto del deseo del parásito, en lugar de Dafnis, tal como aparece en el texto griego y modificando, por tanto, parte del contenido de la novela”2.

Atinada fue la prudencia de Valera pues ser una pluma ilustre no eximía en aquel tiempo de censuras y maledicencias. Téngase en cuenta que en pleno siglo XX relevantes figuras de la literatura española hubieron de soportar comentarios malévolos, como fue el caso de Jacinto Benavente, pero también de Antonio de Hoyos y Vinent, Álvaro Retana, Vicente Aleixandre, Gustavo Durán o Luis Cernuda, y más cercanos en el tiempo, éstos ya con mayor tolerancia, Jaime Gil de Biedma, Terenci Moix, Álvaro Pombo, Rafael Chirbes, Antonio Gala, Alberto Cardín, Juan Goytisolo, Vicente Molina Foix, Cristina Peri Rossi, Eduardo Mendicutti, Eduardo Haro Ibars, Luisgé Martín, Máximo Huerta o un activo y militante Luis Antonio de Villena, al que habremos de mencionar con frecuencia en las páginas que siguen.

Tuvo que pasar casi medio siglo desde su muerte para que los exégetas, biógrafos y comentaristas de la vida y la obra literaria de Federico García Lorca se hicieran eco de este rasgo de su personalidad que la propia familia se empeñó en mantener en secreto, a nuestro modo de ver con un mal entendido sentido de la dignidad de su allegado.

Un secreto mal guardado

Hubo un pionero que se atrevió en 1944, a formular la primera alusión, siquiera fuese tangencial y tan harto discreta que podría calificarse de críptica. Nos referimos a su compañero en la Residencia de Estudiantes de Madrid el pintor José Moreno Villa quien, en sus memorias, aparecidas en Méjico en dicho año, se refiere a los problemas que hubo entre García Lorca y los demás huéspedes de aquel centro por culpa de cierto “defecto”. “Él —dice— venía por temporadas, de un modo irregular. A veces se quedaba un año entero. No todos los estudiantes le querían. Algunos olfateaban su defecto y se alejaban de él. No obstante, cuando abría el piano y se ponía a cantar, todos perdían su fortaleza”3.

¿A qué defecto se refería Moreno Villa? ¿Era zurdo, bizco o zambo Federico? ¿Padecía algún tic? Bien, su amigo de la infancia, Pepe García Carillo, le comentó al investigador Penón en su encuentro de 9 de noviembre de 1955 que “cuando se enfadaban (García Carrillo y Federico) Pepe imitaba la cojera de Federico y el poeta siempre terminaba riéndose”4. Algún problema debió padecer, sin duda, en sus órganos motores, pese a que su hermano Francisco tuviera especial empeño en desmentirlo o minusvalorarlo:“Se ha hablado mucho, y con notoria exageración, de torpeza física en sus movimientos. Algunos bocetos biográficos, y no sé de dónde lo sacan, lo han querido representar como ligeramente cojo. Lo cierto es que ya de mayor tenía unos movimientos muy personales, que como mejor podían describirse es con las mismas palabras del poeta: «—¡Oh, mis torpes andares!». Pero ni siquiera esa torpeza del Federico hombre se acusaba en sus años más tempranos; se manifestaba en él más bien como una inhibición en los juegos que pedían mayor destreza física… Fue una sorpresa para toda la familia cuando, al entrar en edad militar, una medición médica (interesada, digámoslo discretamente, en encontrar defectos físicos) advirtió una diferencia milimétrica y apenas perceptible entre ambas piernas”5.

Sea como fuere, nadie le dio mayor importancia y desde luego una leve cojera no hubiera sido la causa de que nadie expresara alguna reserva con respecto a Federico. Parece evidente que Moreno Villa se refería a otro rasgo diferente, en aquellas calendas mucho más grave y, si se nos apura, infamante. Todo hace pensar que “tomó la decisión de no ocultar en su libro la homosexualidad de Lorca. Decisión difícil, cabe suponer, dado el carácter entonces tabú del asunto y el peligro de ser acusado de traidor, mentiroso o violador de intimidades”6. Por lo que según su biógrafo Ian Gibson, “lo más probable es que Moreno Villa utilizara el término «defecto» al referirse a la homosexualidad de Lorca”7.

Que la homosexualidad tratara de mantenerse reservadamente en la España de la primera mitad del siglo XX resulta a todas luces comprensible. Pero no que hubiera seguido siendo ocultada con pertinacia en las siguientes décadas. Según Villena

“la vida sentimental de Federico García Lorca (1898-1936) se ha escrito tarde, quizá no completa y entre muchísimos pudores que venían de un tiempo gazmoño en España— y del hecho de que dos hermanos de Federico, Paco e Isabel, fueran mucho tiempo totalmente refractarios a que se hablara nada sobre la homosexualidad de su hermano. Incluso quisieron negarla, hasta que resultó del todo imposible. Además, quienes habían conocido muy bien esa historia (íntimos de Federico) tampoco la hablaron en público. Nos la contaron sólo a algunos amigos, y eso hizo que su testimonio directo se escapara a los biógrafos”8.

El historiador hispano-irlandés Ian Gibson es todavía más terminante en su denuncia: “hasta mediados de los años ochenta ningún crítico o lorquista español estaba dispuesto a decir públicamente que Lorca era gay y que incumbía tener en cuenta tal circunstancia a la hora de analizar su vida, su obra y su muerte. La razón principal, inconfesable: si lo hacían se les cerraba probablemente el acceso al archivo del poeta. Hay numerosos testimonios acerca de la imposibilidad de suscitar con Francisco e Isabel García Lorca la cuestión de la homosexualidad de su hermano. El tema era tabú”9. Gibson tuvo que vencer pétreas resistencias para poder investigar esta cuestión.

viernes, 28 de noviembre de 2025

BENITO PÉREZ GALDÓS EL CRIMEN DE LA CALLE DE FUENCARRAL INTRODUCCIÓN

 



Prólogo

El deber de corregir el amor a lo inverosímil:

Galdós ante la huella del crimen

En la madrugada del 2 de julio de 1888, en un piso de la calle Fuencarral de Madrid, se descubre el cadáver medio carbonizado de Luciana Borcino, una viuda acaudalada, en lo que a primera vista parece —o se quiere que parezca— un trágico incendio. Pronto esa hipótesis deja paso a la de la muerte criminal, y todas las sospechas se dirigen al punto a la sirvienta que vivía con ella, Higinia Balaguer, presente en la casa la noche de autos.

Así arranca la historia del crimen de la calle de Fuencarral, que será importante por varios motivos. El primero, porque en torno al suceso se desata una verdadera fiebre popular, alimentada por el sensacionalismo y por las rivalidades políticas y empresariales de los diarios de la época, que gracias a esta historia consiguen llegar a despachar decenas de miles de ejemplares al día.

En segundo lugar, es la muerte de la viuda Borcino uno de los primeros crímenes enjuiciados conforme a las nuevas leyes del proceso penal, que reemplazan el viejo modelo inquisitivo por el moderno principio acusatorio y dan carta de naturaleza a la ya entonces polémica acción popular. Es esta una institución que hunde sus raíces en la tradición jurídica española —nada menos que en Las Partidas—, pero que produce aquí una gran distorsión, al ser el medio legal del que se sirven los periódicos para sostener en el juicio las acusaciones que, según su peculiar «investigación» de los hechos, la fiscalía estaría omitiendo por negligencia o por razones oscuras de connivencia con individuos poderosos.

Y en tercer lugar, el crimen de la calle de Fuencarral resulta trascendente porque en él fija su mirada y su pluma el escritor primero de su siglo en España, el canario-madrileño Benito Pérez Galdós, para a partir de él legarnos el ejemplar ejercicio narrativo, reflexivo, testimonial y cívico contenido en las páginas que a quien escribe estas líneas se le otorga el privilegio de prologar.

Por no estropear indebidamente el disfrute al lector que por primera vez se enfrente con el caso, de los hechos que aborda el relato daremos aquí solo una muy sucinta noticia. Baste decir que la investigación se complicará principalmente por los sucesivos cambios en la versión que de los hechos da la principal acusada y más tarde autora confesa del crimen, Higinia Balaguer, y por las sospechas que inspira el hijo de la víctima, José Vázquez Varela, un joven de vida disipada, enfrentado con la madre por culpa del dinero que esta le niega y que la noche de autos estaba preso en la Cárcel Modelo de la ciudad por un delito anterior, aunque hay indicios de que a veces podía burlar el encierro con la connivencia del director de la cárcel, José Millán Astray —padre del fundador de la Legión—. Enturbia el asunto, en fin, la implicación de otras personas de dudosa catadura relacionadas con Higinia Balaguer, que podrían haberla ayudado o, según su declaración, incluso instigado a cometer el crimen por un móvil económico.

Con estos sabrosos ingredientes —nótese, además, que la sirvienta, Higinia, había trabajado antes en la casa de Millán Astray y que este tenía cierta relación con Eugenio Montero Ríos, en esos momentos presidente del Tribunal Supremo—, el guiso para los muy hambrientos periódicos de la época estaba servido, y cada uno se aplicó a sacarle a la historia la sustancia que le convenía, de acuerdo con su particular adscripción política. Gobernaba por aquellos días, dentro del turno establecido en la Restauración por Cánovas y Sagasta, el Partido Liberal, pero amén de las rencillas existentes entre los dos partidos monárquicos, secundadas por sus diarios afines, había periódicos de ideario republicano, como El País, que fueron singularmente activos en el seguimiento del caso y en su narración con los tintes más truculentos e inquietantes. En este panorama efervescente y enrarecido, Galdós, fogueado en su día como joven periodista en los lances revolucionarios de la Gloriosa, y que por aquel entonces era ya un escritor prestigioso, decide ofrecer su perspectiva personal del caso, de la investigación que de él hace el juez instructor y del juicio subsiguiente. Lo hace a través de unas cartas que remite para su publicación al diario bonaerense La Prensa. Esas seis cartas componen su relato, que queda incompleto, en la medida en que no llega hasta el desenlace del procedimiento judicial, con la confirmación de la sentencia condenatoria y la posterior ejecución de Higinia Balaguer.

Interesa sobre todo al que suscribe subrayar aquí la radical modernidad —y me atrevería a decir la rabiosa actualidad— de la aproximación de Galdós al crimen y a su impacto en la sociedad en que sucede y en el desempeño de quienes se echan a la espalda la delicada tarea de narrarlo a sus conciudadanos. En ese sentido, y mucho antes de que Truman Capote se lanzara al ejercicio de A sangre fría, tenemos aquí a un gran autor español afrontando los dilemas y los riesgos del hoy denominado entre nosotros, bajo un anglicismo poco menos que imbatible, true crime, género literario y audiovisual de moda y por ello expuesto a excesos varios. Pero también nos encontramos con una pieza de literatura criminal, en el más amplio sentido, a cargo de uno de los grandes novelistas de nuestra lengua, poco posterior a la obra inaugural de Edgar Allan Poe, coetánea a la de Conan Doyle y anterior a la de Dashiell Hammett. Y esto, junto a precedentes anteriores —como El clavo, de Pedro Antonio de Alarcón— o muy anteriores —como La fuerza de la sangre, de Miguel de Cervantes—, y posteriores —como las narraciones del detective Selva de Emilia Pardo Bazán—, da pie a reivindicar para la narración criminal en español una tradición que va más allá de la usual subordinación a la anglosajona.

Tiene enorme interés la forma en la que Galdós aborda la cuestión: como buen periodista —también cabría decir como buen contador de historias, sea cual sea el medio elegido—, combina el acopio y el análisis de testimonios con la observación directa que le resulta accesible, a través del acto del juicio, que le brinda la oportunidad de examinar a los actores del drama, en sus gestos, su forma de expresarse, la coherencia de su discurso, el carácter que sus reacciones dejan traslucir. En honor a la verdad, también pierde algún tiempo y algunas líneas en estudios fisonómicos de los sospechosos que hoy se consideran totalmente superados, pero cada uno es hijo de su siglo y nuestro autor no hace otra cosa que echar mano de las corrientes científicas de la época. Y finalmente, con todos los materiales así acarreados, construye su propia interpretación crítica, tanto de lo dicho y atestiguado por los protagonistas como de los otros relatos que a propósito del crimen se van postulando desde los periódicos, a los que achaca con no poco fundamento una multitud de vicios de los que el siglo y medio transcurrido dista de habernos curado. Antes bien, cabe apreciar que todos ellos —la manipulación interesada, la falta de cuestionamiento de los indicios que respaldan la propia teoría, la magnificación de los que la abonan o proyectan sobre el hecho una luz más escandalosa o espectacular, el subrayado gratuito de los aspectos más escabrosos, la apuesta insensata por versiones infundadas o incluso descabelladas para ganar audiencia— se reiteran de manera casi fatídica cuando un hecho criminal llama a la puerta con la fuerza suficiente para captar la atención del público en nuestra moderna sociedad del entretenimiento.

Frente a esos vicios, Galdós representa un tipo de narrador mucho más sobrio y responsable, que tiene como premisas de su labor la búsqueda de la verdad plausible, a partir de los hechos contrastados, y una comprensión lo más profunda posible de la compleja condición humana, que es, en definitiva, el manantial del que acaba brotando, por razones que no tienen nada de esotérico, la conducta criminal. Galdós examina las pruebas, hace juicios de verosimilitud, intenta entender qué conjeturas resultan más lógicas, incluso ahí donde varias explicaciones podrían coexistir, y rechaza como reprobables supercherías, especialmente cuando quien las propala lo hace para ganancia propia o perjuicio ajeno, las interpretaciones que obedecen al puro voluntarismo o al afán de provocar una conmoción en el público más allá de la rigurosa búsqueda de la verdad. Al igual que sucede cuando se acerca a los hechos históricos a lo largo de sus Episodios Nacionales, o a las cuestiones de su tiempo en el resto de sus novelas, Galdós se revela como un narrador atento, por encima de todo, a trasladarle al lector la humanidad de sus personajes, ya sean estos trasunto de seres existentes o que existieron, o se trate de criaturas nacidas de su imaginación, siempre nutrida por el empeño constante del autor en la observación y la escucha de sus semejantes.

El resultado es esta crónica intermitente e incompleta, como antes se señaló, en cuanto al desarrollo de la historia hasta su desenlace último, pero de una hondura excepcional en cuanto a los atisbos que nos ofrece del hecho y sus actores. Cumple así Galdós con aquello que escribiera Walter Benjamin acerca de la obra de arte, que caracterizaba como der Ort der Wahrheiten, o lo que es lo mismo, «el lugar de las verdades». Leyendo estas páginas tiene uno la sensación de estar en buenas manos, las de alguien que no se cree lo primero que le cuentan, que no tuerce el relato hacia lo que le interesa por motivos espurios y que tampoco practica a todo trance la máxima del «piensa mal y acertarás», que, llevada al extremo, conduce al delirio. Como en cierta ocasión le dijo a este prologuista un policía con décadas de experiencia a las espaldas en la persecución de todo tipo de criminales, desde terroristas hasta asesinos, pasando por la delincuencia organizada en todas sus formas: «Normalmente, las cosas son lo que parecen».

En su crónica del crimen de la calle de Fuencarral, Galdós desliza esta observación cargada de sensatez: «Puesta la cuestión en el terreno de lo novelesco y lo maravilloso, pierde, al menos para mí, todo su interés, pues no creo en tales paparruchas, ni nada contrario a la lógica ni al sentido común entra fácilmente en mi cabeza. Reconozco, y lo reconozco como un mal, que esas estupendas máquinas gozan, por su propia falta de lógica, de todo el favor de las imaginaciones de esta raza. Creo que es deber de todos corregir ese amor a lo inverosímil en lugar de fomentarlo». No es mala advertencia para los que aún en estos días abordan el relato del crimen real con la pretensión principal de generar un espectáculo que atrape a la audiencia, sin que importe sacrificar por el camino lo que las pruebas y el buen juicio sugieren.

Quizá no sea casualidad, dada la intensa relación que hubo entre ambos, que en su segunda novela sobre el detective Selva, inédita hasta 2021, Emilia Pardo Bazán se exprese, por boca de su investigador, en términos parecidos: «La vida, en conjunto, se desarrolla de un modo vulgar, prosaico, por motivos sencillos y fáciles de comprender. […] El misterio consiste en que un delito o crimen obedezca a móviles extraños, superiores a la mera necesidad de obtener dinero para vivir o gozar materialmente». El aserto no deja de ser una crítica de la autora a los alambicados argumentos de su por otra parte admirado Conan Doyle, y puede que sea una mala noticia para los que aspiran a causar estupor con sus cuentos criminales, pero no lo es tanto para quienes se interesan por el hecho delictivo como la oscura expresión que es de la condición humana y de las fracturas de la sociedad.

«Verosímil es sin duda —afirma Galdós en estas páginas— esta obcecación de los criminales y la facilidad con que se forjan ilusiones respecto de los medios de engañar a la justicia». Con ello explica la chapucera actuación de Higinia para encubrir el delito y descarta, pese a lo tentadoras que resultan para otros, tortuosas versiones alternativas sobre la autoría del crimen. Frente a las objeciones cargadas de recelo que otros oponen a la actuación del instructor —capaz de completar su trabajo en solo cuarenta días, ya quisiéramos hoy—, Galdós valora su labor concienzuda y su diligencia, que pone a disposición del tribunal que ha de resolver la causa un sumario basado en las pruebas disponibles sin dejar de explorar todas las posibilidades que la investigación suscita. Incluso, ante los indicios de que podría haber dado trato de favor al hijo de la víctima, se llega a ordenar la detención del director de la Cárcel Modelo, José Millán Astray, si bien las dudas sobre su implicación acabarán determinando su libertad posterior.

El juicio se saldó en primera instancia con la condena a muerte de Higinia Balaguer y de dieciocho años de prisión para Dolores Ávila, en calidad de cómplice y encubridora. Quedaron absueltos, por falta de pruebas de su participación en la muerte, el hijo de la víctima, José Vázquez Varela, José Millán Astray y la también procesada María Ávila. Confirmada la sentencia por el Supremo, esto ya no lo cuenta Galdós, Higinia Balaguer murió ejecutada mediante garrote vil el 19 de julio de 1890. Veinte mil personas asistieron a la ejecución, la última pública que por ese procedimiento conoció la Villa y Corte. Un final a la medida de la fiebre que el caso había desatado, aunque, como constata Galdós en su texto, defraudara las expectativas que muchos se hicieron de que la justicia se llevara a más inculpados por delante.

El hijo de la asesinada, Vázquez Varela, se vio envuelto años más tarde en otro suceso con resultado mortal: la precipitación de una mujer con la que tenía una relación desde un piso en el número 37 de la calle de Carretas, por la que fue condenado a catorce años de presidio al advertirse en el cuello de la víctima señales inequívocas de estrangulamiento. Tras cumplirlos en Ceuta regresó a Madrid, donde puso un estudio de fotografía que no le fue mal. No se tiene noticia de que volviera a delinquir.

En un pasaje de estas crónicas, censura Galdós la socorrida práctica de los puntos suspensivos, «que encienden la curiosidad y llevan la imaginación de los oyentes al campo inmenso de las más extrañas conjeturas». No hallará el lector aquí un asomo de ese ni de otros trucos baratos, sino a un narrador cabal que trata de ser leal con quienes lo leen. Nada más y nada menos.


LORENZO SILVA

Illescas-Getafe, 8-9 de enero de 2024

jueves, 27 de noviembre de 2025

Julio Miranda Compilador Cuentos fantásticos venezolanos Antología



Julio Miranda Compilador Cuentos fantásticos venezolanos Antología  

NOTA EDITORIAL

 El manuscrito bifronte que ahora ponemos en manos de los lectores fue tomado de aquella famosa colección Libros de Hoy (identifi cado bajo el número 39), dirigida por Ana María Miler y Daniel Divinsky en El Diario de Caracas del 1980. Por un espacio de tiempo prolongado, la edición dominical del periódico encartaba brevia rios o contenidos diversos, entre esos, esta antología de cuentos venezolanos preparada por Julio Miranda exclusivamente para la colección ya mencionada. 

 Esta pieza de colección, impresa en papel periódico, de fácil lectura, en formato rústico y ligero constituyó por mucho tiempo el omphalos donde críticos, escritores y lectores argumentaban la existencia de este tipo de literatura en nuestro país. Es de allí que retomamos su valor, su propia consistencia es quizás ser la primera antología para este tipo de relatos, la otra es la mirada panorámica vestida de apotegmas que subyacen en el prólogo de Julio Miranda. Para esta reedición hemos actualizado las reseñas de los autores. Igualmente, hemos puesto al día y al caso normas de estilo atendien do cuidadosamente a los usos, a las intenciones del relato y formas narrativas. También se reconstruyó el listado de fuentes bibliográficas de las ediciones originales y, por último, se han corregido las erratas advertidas y actualizado el texto a las nuevas normas ortográficas. 

PRÓLOGO 

 Fui siempre muy sensible a la vista de enaguas en los aires, y apenas veo unas en la atmósfera tengo la costumbre de acudir en auxilio y prestar gratuitamente mis socorros. Julio Garmendia Que la risueña fantasía de Julio Garmendia me permita atravesar la zona tormentosa de las disputas genéricas es un deseo no sé hasta qué punto cumplido, pero cuya intención quería explicitar. 

Porque se trata, aquí, de abarcar —en lo posible— los diversos registros en que la fantasía se ha expresado narrativamente en el país, descartando una definición estrecha de lo fantástico. De entrada, queden señaladas ciertas exclusiones: la ciencia-ficción (que ya tuvo su lugar en estos libros); la fantasía “poética” (de frutos en general dudosos); varios autores de los que se han publicado o se publicarán muy pronto respectivos títulos en esta Colección (Salvador Garmendia, Adriano González León, Luis Britto García). 

 Si con el Julio Garmendia [1898-1977] de La tienda de muñecos (1927) comienza una de las líneas más ricas de la narrativa fantás tica venezolana, no sería justo ignorar los aportes previos de José Rafael Pocaterra [1889-1955] en sus Cuentos grotescos (1922), donde los personajes obsesionados, el humor casi absurdista, las atmósferas, están siempre a punto de lo fantástico. El cuento aquí incluido, “La ciudad muerta”, tiene además una intuición preciosa para nosotros: la del “tremendo pavor de las cosas en la soledad, a 13 pleno día, a plena luz”: es decir, la posibilidad de una literatura de terror bajo el sol del trópico. Arturo Uslar Pietri [1906-2001] introduce una línea de particular importancia con su cuento “El ensalmo”, de Barrabás y otros relatos (1928): lo que el cubano Alejo Carpentier llamará, veintiún años .después “real-maravilloso americano”. 

Pero ese re al-maravilloso ya estaba ahí, presente aunque no teorizado (y casi llega a estar en Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, en 1929, pese a su racionalismo de maestro de escuela), reapareciendo con fre cuencia en la narrativa de Uslar (verlo en Las lanzas coloradas, de 1931, y en varios cuentos) y culminando en Cubagua (1931), novela de Enrique Bernardo Núñez [1895-1964] aún no superada en ese aspecto. Los textos de Alfredo Armas Alfonzo [1921-1990], de quien se incluyen aquí tres muy breves pertenecientes al libro El osario de Dios (1969), son un aprovechamiento en mosaico de la misma fuente real-maravillosa. El terror sicológico de Andrés Mariño-Palacio [1927-1965] en “Abigaíl Pulgar”(de El límite del hastío, 1946) podría considerarse un desarrollo de alguna obsesión de Pocaterra. Toda otra serie de autores, no incluidos aquí, cabría citar por haberse acercado a lo fantástico en algún momento, a lo largo de los cuarenta, los cincuenta y los sesenta (el más destacable: Pedro Berroeta). 

 Pero la narrativa fantástica venezolana se realiza y se expande en los setenta: apocalipsis caraqueños de Pascual Estrada Aznar [1935-2001] como en “Del diario de la batalla de las hordas des nudas” (Rostro desvanecido memoria, 1973); desdoblamientos por el tiempo de Ben Amí Fihman [1949] en un cuento que da título a su libro, Mi nombre Rufo Galo (1973); vértigo lúdico de Gabriel Jiménez Emán [1950] a partir de su libro inicial, Los dientes de Raquel (1973), del que presentamos dos textos; una fantasía borgiana como la de “Había una vez un tigre” (El Llanero Solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes, 1975), pero enraizada en el 14 suelo nutriente del amor, que es el que interesa siempre a Francisco Massiani [1944-2019]; las metamorfosis alucinantes propias a Ednodio Quintero [1947], apenas una de tantas en este “Álbum familiar” (El agresor cotidiano, 1978); la escritura como semilla del terror en “Los dedos de la muerte” (A la muerte le gusta jugar a los espejos, 1978), de Earle Herrera Silva [1949-2021]; y, finalmente, las trampas del tiempo en un paisaje deltano: “El sustituto” (Pieles de leopardo, 1978), de Humberto Mata [1949-2017]. Con lo que, cerrada la antología “real”, se abre el campo de todos sus dobles “posibles”. Julio Miranda Caracas, 1980

miércoles, 26 de noviembre de 2025

GUILLERMO MENESES DIEZ CUENTOS ANTOLOGÍA


GUILLERMO MENESES DIEZ CUENTOS ANTOLOGÍA

Respuesta breve: Diez cuentos: antología de Guillermo Meneses es una selección publicada en 1968 por Monte Ávila Editores en Caracas. Reúne relatos fundamentales del escritor venezolano (1911–1978), considerado una de las figuras más influyentes de la narrativa contemporánea de su país entre 1930 y 1960.

📖 Contexto de la obra

  • Autor: Guillermo Meneses (Caracas, 1911–1978). Fue narrador, ensayista y diplomático, clave en la renovación de la narrativa venezolana.

  • Editorial: Monte Ávila Editores, Caracas, 1968.

  • Género: Cuento, con fuerte carga social, psicológica y estilística.

  • Importancia: La antología muestra la evolución del autor desde sus primeras narraciones hasta relatos más maduros, marcados por la experimentación y la crítica social.

📚 Contenido principal

La antología incluye diez relatos seleccionados como representativos de su trayectoria:

RelatoAño aproximadoTemática / Rasgo
AdolescenciaDécada de 1930Juventud y despertar emocional
La balandra “Isabel” llegó esta tarde1934Uno de sus cuentos más célebres; atmósfera marinera y existencial
Borrachera1930sMarginalidad y descontrol
LunaPoética y simbólica
El duquePoder y decadencia
Un destino cumplidoFatalismo y destino
Alias el ReyIdentidad y poder
Tardío regreso a través de un espejoTiempo y memoria
La mano junto al muro1951Considerado otro de sus relatos mayores; tensión psicológica
El destino es un Dios olvidadoFilosofía y desamparo

✨ Relevancia literaria

  • Innovación estilística: Meneses introdujo técnicas narrativas modernas en Venezuela, con un lenguaje preciso y atmósferas densas.

  • Temas centrales: El destino, la identidad, la marginalidad, el poder y la memoria.

  • Influencia: Su obra influyó en narradores posteriores y consolidó el cuento como género de prestigio en la literatura venezolana.

🔗 Recursos disponibles

  • Puedes consultar la edición digitalizada en Internet Archive.

  • También está disponible en librerías de segunda mano y catálogos como Amazon.

En síntesis: Diez cuentos: antología es una obra clave para entender la narrativa venezolana del siglo XX, mostrando la versatilidad de Guillermo Meneses y su capacidad para transformar lo cotidiano en símbolos de destino, poder y memoria.

En colaboración Dr. Enrico Pugliatti y Méndez Limbrick.

*** 

PALABRAS DEL AUTOR ' 

V A estoy en edad suficiente como para desear ver reunidos unos cuantos de los trabajos realizados a lo largo de la vida. Precisamente por eso escribo estas líneas en el sentido de dar especial carácter a la sucesión de mis cuentos, desde La Balandra Isabel llegó esta tarde — publicado en 1934— hasta El destino es un dios olvidado — incluido en la novela La misa de Arlequín, como sueño o invención de un personaje, y publicado por primera vez en “El Nacional” en 1958. 

 Para algunos de estos cuentos he tenido no pocas dudas. El llamado Tardío regreso a través de un espejo, por ejemplo, supone cierta duplicidad que bien puede mirarse como de fecto esencial; hay dos relatos allí y uno pesa sobre el otro hasta que llegan a anudarse. La mujer, el as de oros y la luna me parece, a veces, excesivamente retórico, aunque su comienzo me agrada todavía. Me parecen de poco interés Rosita Guillén y Parucho es un hombre amargado. Pero no se trata de iniciar autocríticas que terminarían por aparecer pedantes, ya que, entre nosotros, eso de criticarse está reservado en la mayoría de los casos a la más estricta conversación privada. Sin embargo, pienso que debo una explicación. Tal vez sería conveniente afirmar que estos cuentos son la casi totalidad de los que he escrito. Quedarían sólo algunos esbozos como Las vacaciones de la maestra rubia — aparecido en “Elite” y luego en “El Tiempo” de Bogotá— y algún otro del que apenas me acuerdo. Una selección tiene que merecer su nombre. Sin embargo, he creído justo y conveniente dejar fuera un pequeñísimo ejer cicio — mi primera publicación— presentado en el aniversario de “Elite” en 1930. Se trata de mi bautismo de escritor. Tenía entonces 18 años y no era el menor del grupo. Carlos Augusto León estrenó en aquella oportunidad sus primeros poemas y no pasaba de 16. Los comentaristas de literatura venezolana se han ocupado con interés de ese número de “Elite” (13 de septiembre de 1930) por considerarlo en cierta manera definidor de una genera ción: la que se forma en los años finales del gobierno del General Juan Vicente Gómez. 

Sin duda puede señalarse esa edición de “Elite” como significativa. No es fácil lograr tan compacto número de escritores casi parejos en edad y cercanos en gran parte por estar en las filas de quienes se com portaban como opositores o, al menos, como extraños, al ré gimen gomecista. He creído que sería adecuado colocar dentro de una selección de cuentos míos aquel trabajo de 1930, por la evidente razón de que se me presenta hoy como base de mucho de lo que he escrito después. Bien podría decir que en ese Juan del Cine, que publiqué hace treinta y siete años, van incluidos muchos de los temas expuestos luego en El mestizo José Vargas, El falso cuaderno de Narciso Espejo y La misa de Ar lequín, así como aparecen sus huellas en Tardío regreso a través del espejo, Un destino cumplido y, con toda seguri dad en el cuento Adolescencia. Sin embargo, no dejo de observar que hay excesivas torpe zas en Juan del Cine y por ello voy a dejar incluido en estos párrafos lo que me parece seriamente unido al resto de mi trabajo narrativo, sin dejar de escamotear algunas de las mu letillas tan al gusto de la época. 

Juan del Cine comienza así: Juan, 15 años. Los ojos desvaídos en un triste mirar. La boca en línea por los labios apretados. Y en las manos un vago gesto que rubrica de elegancias una sortija pequeña, delgada... Juan, 15 años, en pose delante del espejo. Y, sin embargo, Juan no es Juan. O, mejor dicho, este Juan acaba de nacer a la salida del cine. Está viviendo ahora el momento — hurtado a Rodolfo— del desprecio a la mujer que acaba de insinuar para él el gesto del amor. Juan tiembla delante de esa cámara límpida de mercurio que va a conservar en inocentes celuloides la gracia muda de sus gestos. Va recordando: los ojos de la vampiresa con el sello del amor; y además — recuerdo que le afirma la expresión— el último consejo dado en el Colegio sobre la Serpiente y sobre la mo derna encarnación más funesta del reptil. Juan, 15 años. Greta. Lya de Putti. Bárbara La Marr. Delante del espejo, Juan esboza un gesto dulce, suave. Bárbara. Lya. Greta. Y ahora, juventud. El espejo — por la seguridad en los ges tes— ya no se usa. Y aquellos ratos se han convertido en una fila larga de momentos eslabonados sin saber por qué. He aquí el origen de Juan: su mitología. Ya su vida no es suya ni él ha vuelto a su personalidad. Está viviendo vidas de celuloides que se le transparentan en sombras. No es más que el ecran de sus propios sucesos: pantalla inasible e insensible donde se reflejan estilizadas sus acciones... Un rótulo le quedó pegado en la espalda como a los muñecos: Made in Cinelandia. T odos los días viste al amanecer el traje DE LTNA VIDA. Análisis de la mitología de Juan. — No trae. . . convidados para sus banquetes, sino que es el visitante ladrón que se lleva en los bolsillos — como cucharas— mil vidas y mil personajes. La pose se lo engulló. . . He aquí el análisis de su mitolo gía. A mí me agrada verle envuelta la vida en luz blanca de reflector, sombra entre sombras, cristalina oscuridad. Sentimental, preocupado y con su carga de vidas. Un científico habría de aconsejarle el desnudo en la vida. Segundo análisis de la mitología de Juan. — No se puede atravesar la zona envolvente, cotidianamente diversa — aquí se mira la auténtica significación cinemática de Juan— por que, detrás del barniz profuso de las personalidades, no hay nada. 

La pantalla no es sino zona de retención de las sombras móviles. Quien se dé cuenta y quiera ir más allá, verá lo horroroso de las genuflexiones y de los ángulos de luz partidos. Quien rompa la pantalla de Juan lo verá huir hacia lo más hondo, encurrujarse, doblarse. Mirar hacia adentro buscando asideros para colgar el disfraz inservible de su mo mentánea personalidad, que se le transparenta en visibles harapos antes de caer. Sus pupilas cruzarán graves recodos ocul tos. Sus rincones interiores le abrirán los brazos benévolos y Juan escapará por ellos como por un escotillón. Yo lo he visto en momentos como ése. De desazón. De horrenda desazón ante la duda de un interlocutor pasmado de su trans formismo. Por eso es necesario creer siempre en Juan. PIEnso que, con la inclusión de este Juan del Cine (llevaba como subtítulo “síntesis de una biografía”) los leciu/es pn drán tener una idea cabal de lo que yo he logrado en mis narraciones cortas y en mis novelas. Sin él — creo— habría un vacío. Es posible que haya dos tendencias en lo que he es crito; una por la cual se tiende a realizar lo que podría llamarse “realismo mágico”, para usar frases muy del gusto de los años de mis comienzos literarios. Luego permanece, a lo largo de la vida entera, ese gusto por los supuestos valores de la duda, por la inseguridad del propio testimonio, por lo que puede reducirse a las contraposiciones entre el disfraz y el espejo. Hay igualmente las características comunes a la generación a la que pertenezco. El afán del paisaje y su rela ción con la fábrica de imágenes, así como la tendencia a plantear los problemas sociales, con mayor o menor fortuna, de acuerdo con lo que se lograba exponer sin que hubiera des lizamiento alguno fuera de la intención de hacer arte. 

Podría hablar también de la curiosidad por brujerías y encantamien tos unidos al mundo del vicio y del delito. Ello aparece en La balandra Isabel llegó esta tarde, en Campeones, en La misa de Arlequín. Hay detalles que pueden mover a risa. Cuando en La balan dra Isabel llegó esta tarde, el personaje de Esperanza está conversando con la negra loca; ésta dice: “Somos para que los amos puedan tener señoritas”. Y Esperanza responde: “— Yo no tengo amo, negra. La esclavitud se acabó”, y es cucha una respuesta muy seria: — “¿Y la barriga? Pásate la vida sin comer y te diré R.eina”. Eso era “intención social”. Divertido, ciertamente; algo así como la afirmación de que los factores económicos tienen importancia esencial en la exis tencia de todos los hombres. Pero nunca dejábamos solos estos razonamientos.

 Hubiéramos necesitado mayor madurez para insistir en la intención. Iguales travesuras e insinuacio nes hay a lo largo de las páginas de cualquier cuento mío; pero quiero decir que lo que daba a esas tareas su condición artística (porque era arte lo que deseábamos hacer), no de pendía de ninguna falsificación; tal o cual frase intencionada quedaba como era y no había razón ninguna para esconderla. Más tarde, en el mismo cuento, la negra María, vuelve so bre sus pensamientos y refiriéndose a Esperanza, dice: “— Rei na. Y no tiene ni hombre a quien querer”. Así resolvíamos nosotros — por lo menos, yo— las dificultades que podía traer nuestra vaga actitud ideológica, a la que pudiéramos definir como democrática y socializante. No negábamos en ningún momento los problemas que nos preocupaban, pero tampoco escondíamos las afirmaciones de los misterios, de los mila gros, de las sorpresas, del azar. Y añadíamos — supongo que va claro en mis cuentos— otras tendencias de análisis y de teorías que tendían al examen de la vida espiritual, hacia los hondones del alma, con o sin alardes psicológicos, con o sin Freud y ]ung. 

 Tal vez será interesante ir diciendo las influencias que nos lle garon. Allá por los años de 1930 estábamos los jóvenes den tro de lo que considerábamos la “vanguardia”. Nos empa pábamos de todo lo que nos hacía pasar Madrid (sobre todo a través de la “Revista de Occidente ). Ese Madrid de entonces estaba en sana relación europea, de tal manera que no nos era extraño lo francés, lo alemán, lo italiano, lo yanky, que recogía para su revista Ortega. Leíamos a Mann, a Huxey, a Fraulkner, a Jung, a Hesse, a Hauptman, sin olvidar nos de Proust y sin abandonar a Zola, a Queiroz, a Dostoievski, a Balzac y a nosotros mismos. Y a se podrá estable cer las diferencias entre aquéllos de 1930 y los jóvenes de ahora. Vivíamos dentro de lo que hoy se llama "la contemporaneidad ". 

Estábamos entusiasmados por lo que sucedía en el mundo. Sin embargo, sucedió que apareció Doña Bárbara y los libros siguientes de Gallegos. Nosotros teníamos lecturas venezolanas de mucho respeto: conocíamos bien lo que habían hecho escritores tan dispares como Díaz Rodríguez y José Rafael Pocaterra y nos habíamos acercado igualmente, aunque con menor interés, a Urbaneja Achelpoll. Estimábamos a Gallegos — el de La Trepadora en especial— y sus triunfos en España nos colmaron de alegría y de entusiasmo. Así lo estu viéramos viendo como rezagado ante los nuevos movimientos, entendíamos que su idioma se había enriquecido al contacto con el mundo español y sabíamos que lo que podía pasar por oratoria anti-novelesca, estaba metido dentro de una prosa rica y bien trabajada. Además apareció entonces “Las Lanzas Coloradas” de hombre tan cercano como Arturo Uslar Pietri. Tanto en Gallegos como en Uslar quisimos observar cómo lo que teníamos por crio llismo podía lograr formas que lo unían a las nuevas tendencias literarias. Por ese tiempo escribí yo Canción de ne gros, La balandra Isabel llegó esta tarde, Adolescencia y Campeones. Pretendo hablar de estas cosas para explicar cuáles pudieron ser los resultados posteriores de nuestra actividad inicial Tu vo que haber el desarrollo^ de la vanguardia tal como la sen timos — el uso de las imágenes y metáforas relumbrantes y promovidas por el mundo civilizado que considerábamos nuestro por contemporáneo— y, al mismo tiempo se presentó una nueva manera de comprender las “cosas venezolanas” de tal modo que no eran para nosotros motivos de simple pintores quismo sino conocimiento de los problemas que mantenían a Venezuela en un estado social y en un ordenamiento político que considerábamos insoportable. El criollismo anterior era de turistas. El nuestro lo teníamos dentro, como testimonio. 

 De todo eso surgió el tono peculiar de quienes nos iniciamos en 1930 o un poco antes. Creo que me he explicado suficientemente, sin excesos personalistas, para decir lo que fue el tiempo de mi juventud y cómo fue tomando fisonomía el impulso inicial de la vocación. No sé si será interesante leerlo. A mí me ha interesado escribirlo. Esta clase de explicaciones puede servir de algo a quien se acerca a la literatura con áni mo generoso. Guillermo Meneses. Caracas, 21 de noviembre de 1967.

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