lunes, 1 de abril de 2024

BORGES ESENCIAL. CONFERENCIAS EN USA. PRÓLOGO DEL LIBRO.

 



En la década final de su vida, Borges emprendió una gira por los Estados Unidos con el

fin de participar de una serie de diálogos organizados por las universidades más

prestigiosas de esa nación (Chicago, Indiana, Columbia y el M.I.T., entre otras). El

recorrido traza una cartografía inquietante: Borges conversa sobre el sentido del

universo con un astrofísico, sobre misticismo con un experto en cábala y sobre el difuso

límite entre realidad y ficción con escritores y poetas. Asiste a un encuentro en el PEN

Club de Nueva York y concede incluso una entrevista a una personalidad televisiva:

Dick Cavett. A lo largo de estos encuentros, el escritor argentino evoca sueños y

pesadillas, sagas nórdicas, frases del inglés antiguo, la presencia del «otro» y el doble, y

varios de sus autores favoritos, entre otros temas. El placer intelectual de la

conversación lleva asimismo a Borges (por lo general renuente a las confidencias) a

revelar el significado de símbolos y tramas de varias de sus obras. La traducción y las

notas de Martín Hadis junto a las notables fotografías de Willis Barnstone completan en

estas páginas el sensible retrato de ese misterio esencial de la literatura que conocemos

como Borges.

Jorge Luis Borges

Borges: el misterio esencial

AGRADECIMIENTOS

Las conversaciones que figuran aquí bajo los títulos «Islas secretas», «Soy simplemente

el que soy», «La pesadilla, ese tigre entre los sueños» y «Yo siempre sentí el temor de los

espejos» corresponden a conferencias que Borges brindó en la Universidad de Indiana,

Bloomington, en el año 1980, gracias al auspicio de la Fundación William T. Patten.[1]

La conversación que figura bajo el título «Al despertar» fue publicada

originariamente bajo el título «Thirteen Questions: A Dialogue with Jorge Luis Borges»

(«Trece preguntas: un diálogo con Jorge Luis Borges») en el Chicago Review y se

reproduce aquí con ligeras correcciones con la debida autorización de esa revista.

Partes del «Show de Dick Cavett» del 5 de mayo de 1980 conforman la conversación

que figura con el título «Sobrevino como un lento crepúsculo de verano», publicada con

autorización de Daphne Productions.

Las fotografías de Borges fueron tomadas por Willis Barnstone en Buenos Aires, en

los años 1976 y 1977.

La publicación de este libro implica un regreso de estas conversaciones al idioma de

Borges. Por ese motivo, la labor de traducción no consistió meramente en trasladar al

castellano las palabras que el escritor dijo en inglés, sino en buscar las palabras y frases

que Borges solía emplear en castellano para expresar las mismas ideas.

Prólogo

Este libro recoge el conjunto de diálogos con Borges que tuvieron lugar en los Estados

Unidos en los años 1976 y 1980. En 1976 Borges viajó al campus de la Universidad de

Indiana, Bloomington, para participar en una serie de conversaciones sobre su obra.

Años más tarde, en la primavera septentrional de 1980, regresó a esa casa de estudios y

permaneció allí un mes entero, gracias al auspicio de la Fundación William T. Patten, el

Departamento de Español y Portugués, el Departamento de Literatura Comparada y la

Oficina de Asuntos Latinoamericanos de esa universidad. Borges se trasladó luego a la

Costa Este de los Estados Unidos. En la Universidad de Chicago fue recibido por una

audiencia expectante y numerosa. John Coleman y Alistair Reid lo entrevistaron en el

PEN Club de Nueva York. Asistió asimismo como invitado al «Show de Dick Cavett».

En la Universidad de Columbia sus palabras conmovieron a un público vasto y atento.

Allí afirmó: «Toda multitud es una ilusión […] Estoy hablando con cada uno de ustedes

personalmente». Luego partió hacia Cambridge, Massachusetts, donde participó en un

diálogo organizado por la Universidad de Boston, la Universidad de Harvard[2] y el

Massachusetts Institute of Technology (M. I. T.).

Como notará el lector, varias de estas universidades se cuentan entre las más

prestigiosas de los Estados Unidos. En esos ámbitos, Borges dialogó con estudiantes y

profesores de literatura, varios de sus traductores y críticos, e investigadores dedicados

a analizar su obra. Resulta difícil imaginar una audiencia más propicia, y esto se refleja

en la conversación, a la vez afable y erudita. Resulta claro, a lo largo de estas páginas,

que Borges agradecía estos encuentros y se encontraba sumamente cómodo y a gusto en

ese contexto académico. Recordemos que para ese entonces, el autor de El Aleph

sobrellevaba ya su ceguera hacía décadas. Y sin embargo, para describir cómo se siente

en el auditorio de la Universidad de Chicago, Borges afirma:

Percibo la amistad, percibo una sensación muy real de bienvenida. Me siento querido por

la gente, siento todo eso. No percibo lo circunstancial sino lo esencial, profundamente. No

sé cómo lo hago, pero estoy seguro de que mi percepción es correcta.

En efecto, el público demuestra, en cada caso su curiosidad e interés por conocer

mejor a Borges, sus fuentes literarias, su país natal, su genealogía y su pasado, y

también sus futuros proyectos literarios. A diferencia de tantas entrevistas radiales y

televisivas, nadie interrumpe aquí a Borges, que se extiende todo lo necesario en cada

respuesta. Todos escuchan atentamente y la admiración por el escritor argentino se

siente en cada pregunta. A tal grado que el mismo Borges recurre con frecuencia a su

agudo sentido del humor para mitigar esa reverencia y propiciar un registro más

informal. El diálogo fluye con espontaneidad: «Aquí estamos entre amigos», afirma

Borges. Y eso lo habilita, al parecer, a cruzar un límite infranqueable: en varios de esto

diálogos procede a revelar los mecanismos de creación de sus obras, algo a lo que en

otras oportunidades se muestra sumamente renuente. En el PEN Club de Nueva York

revela aspectos desconocidos de su célebre cuento «El sur» y agrega, riendo: «Pero

[todo esto] es estrictamente confidencial [así que] no se lo digan a nadie, ¿eh?». En otra

conversación revela que su poema «Fragmento» —cuya fuente más obvia es el antiguo

poema anglosajón llamado Beowulf—, está basado, en realidad, en una rima infantil

inglesa, que acaso leyó —o escuchó de su abuela inglesa— durante su más tierna

infancia. En la Universidad de Chicago, explica cómo su madre colaboró con él para

ayudarlo a terminar su cuento «La intrusa», brindándole las palabras finales del

protagonista. De ese modo, aclara Borges, «por un instante [mi madre] se convirtió […]

en uno de los personajes del cuento».

A lo largo de todos estos diálogos resaltan también la timidez y la desconcertante

modestia del autor de Ficciones. En la Universidad de Indiana, Borges declara: «Pienso

que la gente ha exagerado mi importancia. Yo no creo que mi obra tenga tanto interés».

Y luego agrega: «Debo decirles a todos ustedes que les agradezco que me tomen en

serio. Es algo que yo no hago jamás». Esta actitud, que en otra persona podría parecer

mera afectación, era en Borges frecuente y totalmente franca. Y es que no solo hacía

estos comentarios en público. Varios de sus amigos y familiares las escuchaban con

frecuencia. Alicia Jurado solía recordar que una vez acompañó a Borges a cruzar la

Plaza San Martín, mucha gente se acercaba para felicitarlo y ponderar sus textos.

Borges, algo avergonzado y abrumado, agradecía una y otra vez sin decir nada. Pero al

llegar a la avenida se puso serio y le aclaró a Alicia: «Por favor, no vayas a creer lo que

dice toda esta gente. Son todos ellos actores, contratados por mí. Creo que exageran,

pero de todos modos hacen bien su trabajo, ¿no te parece?». Otra testigo directa de estas

situaciones fue su madre, Leonor Acevedo, quien con frecuencia lo acompañaba en sus

viajes. Al finalizar cada homenaje en el extranjero, Borges se volvía hacia ella y le

susurraba perplejo: «Caramba, madre, ¡me toman en serio!». Para terminar, vale

también aquí recordar aquella ocasión en la que Borges se encontraba firmando

ejemplares en una librería del centro de Buenos Aires. Un lector se le acercó con un

ejemplar de Ficciones y le espetó: «¡Maestro! ¡Usted es inmortal!». A lo que Borges

respondió: «Bueno, joven, ¡vamos!… ¡No hay por qué ser tan pesimista!».

Volviendo ya a un plano más académico, muchas de estas conversaciones giran en

torno de los intereses centrales de Borges: los límites entre la realidad y la imaginación,

las pesadillas, los sueños, el «otro» y el doble, el heroísmo de sus antepasados militares,

la cábala, el inglés antiguo, la memoria y el tiempo. Autores norteamericanos como

Robert Frost, Edgar Allan Poe, Emily Dickinson y Walt Whitman reciben, como es de

esperar, una atención destacada. A la vez, y muy curiosamente, el hecho de hallarse en

los Estados Unidos lleva a Borges a explicar distintos aspectos de su país que para un

público argentino resultarían redundantes. Estas conversaciones contienen, por lo tanto

y aunque resulte paradójico, más opiniones de Borges sobre la Argentina que las que

figuran en otros diálogos que mantuvo con sus compatriotas. Pero la erudición de

Borges no respeta fronteras, de manera que para recorrer todos estos temas y autores, el

escritor tiende una red que abarca todo el orbe: la Islandia medieval, el viejo Buenos

Aires, las literaturas de China, la India y Japón, la Inglaterra sajona, y varios de sus

autores favoritos: Stevenson, Chesterton y Kipling, entre otros.

Borges enuncia asimismo en estas páginas el significado de varios de sus símbolos

recurrentes: explica el significado que tienen para él tigres y cuchillos, los compadritos y

las esquinas del barrio Sur. «[Tiendo a] comunicarme por medio de símbolos —aclara el

escritor argentino—. De haber sido una persona más explícita, no sería escritor».[3]

En el M. I. T., afirma que los laberintos representan su visión íntima del universo. En

diálogo con el astrofísico Kenneth Brecher y el estudioso de la cábala Jaime Alazraki,

asegura que el universo es un enigma, sugiere que «lo maravilloso es que jamás

podremos resolverlo», y finalmente concluye con una confesión que desarma por lo

profunda y simple: «Yo vivo en un perpetuo estado de asombro».

Estos diálogos, antes alejados en la geografía y en el tiempo, regresan ahora a la

Argentina y al idioma castellano. Esperamos que esta edición refleje la amistad, la

profundidad y la poesía que les dieron origen.

WILLIS BARNSTONE | MARTÍN HADIS

Marzo de 2021

Borges en el recuerdo

En el año 1975, Borges y yo compartimos una cena de Navidad en Buenos Aires. La

Argentina se encontraba por ese entonces sumida en graves tensiones políticas, y

Borges se encontraba muy serio. Comimos una buena comida, tomamos un buen vino y

conversamos, pero la sensación de angustia y opresión que asolaba al país estaba

también en nuestros pensamientos. Tras una larga y agradable sobremesa, llegó

finalmente el momento de partir. Esa noche había huelga de taxis y de colectivos, de

manera que nos vimos obligados a caminar, y Borges, como el caballero que era, insistió

en acompañar a María Kodama a su casa. Comenzamos a atravesar la ciudad bajo una

penumbra ventosa y lúcida. A medida que la noche transcurría, Borges parecía volverse

más y más atento a cada rasgo de las calles que íbamos dejando atrás, a la arquitectura

que sus ojos ciegos de alguna manera descifraban, a los pocos transeúntes que se

cruzaban en nuestro camino. Tras despedirnos de María, emprendimos el regreso. A las

pocas cuadras noté algo que me preocupó: Borges se detenía sistemáticamente cada

pocos pasos para hacer alguna afirmación notable y doblaba luego en cada esquina,

siguiendo un recorrido circular. Deduje de esto que Borges se había perdido y no tenía

la menor idea de cómo regresar a su casa. Pero la realidad era otra: no sólo no estaba en

absoluto perdido, sino que el motivo de esa trayectoria errática era deliberado, y mucho

más simple. Borges, sencillamente, tenía ganas de seguir conversando: acerca de su

hermana Norah y de su infancia, acerca de un asesinato que —me dijo— había

presenciado décadas atrás en el límite entre Brasil y Uruguay, acerca de las hazañas de

sus antepasados militares en distintos conflictos del siglo XIX. Con frecuencia su bastón

quedaba accidentalmente encajado en algún bache o grieta del asfalto, y Borges

aprovechaba entonces la ocasión para hacer una pausa, apoyarse sobre él y estirar a un

tiempo ambos brazos, en un solo movimiento armonioso que le confería el aire de un

actor. El dilatado paseo de esa noche me permitió comprobar una vez más que el

personaje y la conversación de Borges eran, al menos, tan profundos y brillantes como

su palabra escrita, y esto reafirmaba —al menos para mí— el valor de su obra literaria.

Cuando retornamos por fin al departamento de la calle Maipú, el alba despuntaba ya en

la vereda. Otra larga noche de conversaciones con Borges había llegado a su fin.

Esa misma tarde acompañé a Borges al Café Saint James. Allí pasamos varias horas

hablando sobre Dante y Milton. Por la noche fuimos a cenar a Maxim’s. Estábamos

saliendo de lo de Borges cuando me sentí invadido por una repentina sensación de

melancolía. Le dije: «Borges, siempre recordaré nuestras charlas y mi fascinación al

escucharlo, pero jamás podré recobrar las palabras exactas». Borges me tomó del brazo

y me respondió entonces con una de sus habituales observaciones paradójicas: «No se

preocupe, Willis. Recuerde lo que escribió Swedenborg: ‘Dios nos ha concedido la

memoria para que tengamos la capacidad de olvidar’».

Hoy me resultaría imposible recuperar cada una de las palabras de tantas horas que

pasé conversando con Borges en tantas circunstancias diferentes: volando en avión,

caminando por las calles de Buenos Aires o recorriéndolas en distintos autos, cenando

en restaurantes, o simplemente dialogando en una u otra casa. En las páginas que

siguen, sin embargo, han quedado registrados para siempre el candor, el asombro, la

sorpresa e inteligencia de Borges. No he conocido a ninguna otra persona en toda mi

vida que me brindara a la vez la calidad socrática, los razonamientos profundos y

graciosos, y las réplicas inesperadas que Borges ofrecía continuamente en su diálogo. Es

una verdadera fortuna que haya sido grabada y luego transcripta al menos una fracción

de las muchas conversaciones que Borges mantuvo con tantas otras personas a lo largo

de su vida, mientras ejercía ese otro arte que consideraba la máxima virtud argentina: la

amistad.

WILLIS BARNSTONE

miércoles, 20 de marzo de 2024

MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO PREMIO UNA-Palabra 2004 NOVELA 5 EDICIÓN- CAPÍTULO I

 

  


 MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO

PREMIO UNA-Palabra 2004

NOVELA

5 EDICIÓN-

CAPÍTULO I

PASATIEMPOS-.

 “Cuando me lo contaron no tenía sentido. El asesino había actuado en forma impecable: no dejó huellas, no había rastros de sangre, tampoco  demasiado desorden en el cuarto.  Y así de primer momento...  no existía motivo para el homicidio.

Además, a mis subalternos les llegaron informes que el Gerente General y Administrador del lujoso Hotel “Astoria San José Internacional”, Jaime Esquivel,  ponía a rodar el sinnúmero de influencias  a su alcance para que la noticia del asesinato no saliera a la luz pública como en realidad había sucedido. 

El cuerpo de la joven  fue  retirado del “Astoria ”, a eso de las tres de la madrugada.

Los morgueros fingieron ser del 911. Sacaron a la mujer como si estuviese herida  y con una mascarilla de oxígeno”.

Ernesto hizo una pausa, siseo, acarició el cigarro entre sus dedos,  y agregó:

“-Es increíble lo que puede hacer el dinero y las influencias, porque dinero sin influencias tampoco resulta, hay que tener ambas para que todo ande a las mil maravillas”.

Ernesto  volvió a mirar con cierta ironía  y encendiendo el cigarro continuó:

“-Eso sí, al médico patólogo Rodrigo Castilleja de la Cuesta le interesó la forma que el asesino  dejó el cadáver:  desnudo,  en cuclillas como en posición de parto y con la cabeza inclinada hacia adelante.

Se dijo en los medios policíacos que de no estar amarradas las manos al respaldar de la cama era muy probable que el cuerpo no hubiera podido resistir en esa posición mucho tiempo por la misma fuerza de la gravedad.  ¿!Te podés imaginar lo depravado que fue el asesino para hacer una cosa como esa... ¡?”.

Henry estaba ansioso de mirar el vídeo que le traía Ernesto. Giró una y otra vez en su silla ejecutiva, se balanceó, un resorte rechinó...  dejó que continuara:

“-Yo, desafortunadamente no pude mirar  la escena del crimen, al  llegar ya habían levantado el cadáver.

Lo ocurrido me da asco, pienso que no debe ocultarse algo tan delicado, debemos de alertar a la ciudadanía  lo que ha pasado. Es una bomba de tiempo. Pero bueno, yo solo sigo instrucciones de “arriba”.

Hizo otra pausa, aspiró el humo del cigarro. Se paseó a lo largo y a lo ancho de la oficina. Miró hacia la noche.

“La víctima – continuó Ernesto- fue asesinada a eso de las dos o tres de la mañana del sábado.  El asesino o los asesinos utilizaron poca violencia física. La mujer tenía un pequeño orificio de  arma punzante  debajo del seno, cerca del corazón.

Parecía que el  criminal se  procuró no deformar  el cadáver. No hubo violencia posterior a la muerte”.

Ernesto se sentó en el gran sofá de cuero negro. 

Henry  hizo un esfuerzo enorme para no encender un Derby, parpadeó, cerró los ojos,   y escuchó de nuevo la voz de  Ernesto en su retahíla:

“-Otro punto importante que llamó la atención a mis subalternos de investigación era el lugar donde fue asesinada la mujer: en  El Astoria San José Internacional, en uno de los penthouse, en el mismísimo Valle de las Muñecas”. 

Y señaló con su mano enguantada de humo más allá del enorme vitral. Henry miró la oscuridad y las lucecitas furtivas a cientos de metros cintilantes.

“-Se le preguntó a la Administración si observaron algo sospechoso el día del crimen o  los días anteriores y posteriores. Nada. Dijeron que era difícil recordar con exactitud por la gran actividad de turistas que ingresan y salen a diario del Astoria.

No se tiene ninguna pista que pueda servir a la investigación”.

Ernesto calló por un instante. Henry miró.

Azules. Las espirales de humo se alargaron lentamente para desaparecer al besar los vitrales. Ernesto Miranda Rojas, tomó aire y ametralló:

“-El comportamiento de la víctima no ayudaba a solucionar con facilidad el crimen. Ella era una prostituta y eso le dio un mayor margen de impunidad al asesino. ¿Por qué? Nadie se preocupa quién o quiénes salen con una ramera de un bar o de un motel. A nadie le interesa una discusión que pudiera tener una puta en una esquina de San José, ni que un carro con ventanas oscuras y sin placas, pasadas las diez de la noche disminuya la velocidad y enganche a cualquier mujer del comercio fácil.

¡Parece mentira, son las trabajadoras con menos garantías laborales que yo haya conocido! ”

Ernesto  miró de reojo a Henry como si fuese un reproche.

Miranda hizo otra pausa y al instante de preguntarle Henry si traía el vídeo del asesinato  - como por teléfono le  prometió - las frases rodaron como un balín cuesta abajo:

“- Existían en la víctima algunos aspectos que diferenciaban dentro de esa generalidad a la mujer asesinada, primero: nunca recogía clientes que no fueran en el bar del hotel. : los hombres maduros y de buena apariencia eran sus elegidos. Decía según confesiones de otras amigas prostitutas que los hombres de cierta edad lo hacen rápido y punto, entretanto los jóvenes quieren “estar montados” las dos horas, y  muchas veces  es un “bostezo”.

Se supo,  que a la víctima no le gustaban los hombres con tatuajes, decía en sus propias palabras:  “los hombres con tatuajes me producen asco, me parecen hombres sin el menor garbo y cuido en su persona.”

 

Henry no pudo más y tomó un cigarro que estaba junto al teléfono e interrumpió dejando exhalar el humo:

-Todo está muy bien pero trajiste el...  la frase quedó sin terminar, rodaba, era desbaratada, se rompía en mil pedazos,  y nuevamente Ernesto hacía uso de su voz  grave continuando su relato-informe. Ahora lo hacía de pie, tamborileando sus dedos huesudos en el filo del escritorio. Se acomodó sus gruesos lentes, acarició su corbata, paladeó la frase que venía  acompañada con un torrente de saliva a sus comisuras:

“-También supe que la víctima si lo hacía en un motel  se llevaba a una amiga no para un espectáculo, sino para mayor seguridad, porque muchas veces  sucedía que el tipo que solicitaba los servicios profesionales de cualquiera de ellas al llegar la jovencita al motel se encontraba con la desagradable sorpresa que también otro cliente la estaba esperando “a culo pelado”  para “coger” dos por el precio de uno. ¡Idiay, en estos días de crisis... surprise!”- exclamó Ernesto - y nuevamente dejó escapar una risa entrecortada a la vez que apagaba la chinga del cigarro en el cenicero.

-Bueno, Henry, ya sabés los detalles, vos sos el jefe - espetó guiñéndole un ojo- para mí todavía. El que te hayás graduado como abogado me interesa poco, yo deseo que a la investigación oficial vos llevés una paralela, - sentenció - mientras le ponía en el escritorio un sobre de manila  con la leyenda “Poder Judicial uso exclusivo”.

 

            Después de que marchó Ernesto Miranda Rojas, ahora Jefe de la Sección de Homicidios, cargo que Henry desempeñara por más de dos décadas, la cabeza le dió vueltas. Miró el reloj de pared pasar... una... dos... tres veces...

A los pocos minutos el mareo desapareció por completo... pensó... no sabía si lanzarse al vacío como la última vez.... se sintió comprometido con sus excompañeros. Un sudor le recorrió por el espinazo. Apretó los ojos.  Era una sensación de lealtad y de orgullo. Jamás podía defraudarlos en un caso ya de por sí tan complicado. ¿Dónde estaría el monstruo?

 

Aquella primera noche que Ernesto le contó del asesinato  no pudo dormir ni apartar de su mente  la copia del vídeo.

Pronto iría allí... pero todavía no. El asesinato había sido en la Torre Ambar,  su Torre de los encuentros furtivos. Sonrió.

Desde el ventanal las lucecitas de los bulevares se miraban rectilíneas, al igual que sus alamedas. Las fuentes iluminadas cerca de cada Torre se teñían de múltiples colores. No se miraba demasiada gente. Era temprano. Su imagen se proyectó en el vidrio: siempre de traje entero impecable.

 

           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hotmail I.-

Querida Guillermina, estoy contentísima porque hoy el muchacho del Cyber-Café me enseñó a utilizar mi correo electrónico. El  Cyber –Café es un lugarcito esquinero muy cerca de donde trabajamos las chicas. El sitio es bastante agradable, siempre ponen buena música,  es  amplio, con aire acondicionado, servicio de cafetería y pastelitos para las que desean endulzar esta vida a veces tan monótona.

Otra de las cosas  agradables es que el lugar no está iluminado con  luces fuertes  como en la mayoría de estos negocios,  y más que sitios de diversión parecen Campos de Concentración de la Segunda Guerra Mundial.

Una luz tenue hace el lugar acogedor. Por último,  me parece fantástico que el  negocio sea amplio y no se esté  pegando culo con culo con otras personas como sucede muchas veces en algunos Café-internet.

Estoy contentísima con vos porque ahora sí nos vamos a poder comunicar de lo lindo. No  importa que estés en Italia con el “matusa” de Paolo. Con el hotmail tendremos para rato.

Espero que la estés pasando de las mil maravillas en Florencia, mi reina.

 Deseo contarte cómo están las chicas  y algunos acontecimientos no tan agradables por las rencillas  en el night club.

Dichosa vos – y la suerte que tuviste- que pudieras encontrarte aquella noche con el viejo Paolo y hacer una nueva vida. Te sacaste la lotería como decimos los ticos.

Entro en materia mi querida Guillermina.

Hoy Armando- conocido en el ámbito de los maripepinos y la  farándula   como “el Sable”- me dijo que me pusiera la tanga blanca de corazones anaranjados. Dice Armando que con la luz violeta del night club y mi contoneo suave y delicado en el hot tube  mi número es todo un espectáculo. Yo no sé si es verdad pero me gusta creerlo.  Soy de las personas que me agrada ser adulada.

Cuando bailo en el hot tube se me erizan todos “los pelitos”, y si digo “todos”, estoy diciendo “eso”, “todos”. No sé,  es una sensación extraña es algo difícil de explicar.  Al principio es un cosquilleo cerca del ombligo, quizá un poquito más abajo. Pero a partir de varios minutos, ya no se siente el cosquilleo, y se comienza a sentir un calor en todo el cuerpo. Y conforme escucho el griterío y los silbidos de los clientes a mis espaldas  siento cómo la adrenalina se balancea ... se ahoga en los poros de mi piel.   Poco a poco voy cogiendo el ritmo de la música.  Una y otra vez los chicos gritan y una está ahí como Dios te trajo al mundo, en puras pelotas, en cueros.

Yo entonces, hago que no me importa nada de lo que está a mi alrededor, y fijo mi vista en un anuncio luminoso que tiene como emblema un caballo blanco con grandes crines... me imagino que escapo en el corcel desnuda y montando a pelo. Huyo en medio de la oscuridad  con un hermoso joven que me rescata de este burdel maloliente a tabaco y aerosol... luego recuerdo que no me puedo mentir, y por más que trato de pensar en cualquier cosa no dejo de sentir cierta vergüenza de estar en este prostíbulo disfrazado de night club.

Así es una de estúpida, se tiene un trabajo para al final sentirse mal. Todo por la hablada hedionda de la gente. Pero, también debo ser sincera: me agrada que los hombres observen mi cuerpo desnudo, me excita pensar que les gusta mis contornos femeninos como mis pechos duros y mi culito levantado. Es algo difícil de explicar: por un lado una se siente explotada, por otro lado una se siente bien haciendo los espectáculos en el hot tube. Es como un círculo vicioso... soy profesional, pero a veces una se siente mal y luego se siente bien.

 

 “Sable” me ha dado un gran apoyo que yo siento es sincero, siempre se lo he agradecido.

Cuando “Sable” y yo nos conocimos, él ya tenía algunos meses de estar en el business de los maripepinos. Sable es guapísimo: es todo músculo. A mí  me parece sexy, aunque no es mi tipo –debo confesarlo-. Me emociona verlo con la tanguita que usa y ese movimiento de cintura de adelante hacia atrás una y otra vez como queriendo fornicar el aire cuando le ponen una buena música para su número.

Al verlo bailar, da gusto oír cómo gritan las mujeres. Es innegable que con su contoneo excita a más de una  cuarentona  o a más de una veinteañera en su despedida de soltera. 

El fue quien me motivó  con los topless como dije anteriormente. Yo no quería al principio, me pareció algo atrevido, poco “elegante” sin “style” que rozaba con lo vulgar. Pero una se acostumbra a todo, incluso hasta quedar en “cueros”, desnudita, desnudita.

Es cuestión de rutina: “prefiero desnudarme en público, a que me desnuden en privado para que me forniquen” dirían algunas mujeres, yo por el contrario, digo que “negocio es negocio” me da igual en público o en privado siempre  que haya buen billete.

Decía que quien me ayudó a entrar en el show de la noche fue Armando, yo no quería al principio estar así en el hot tube a culo pelado, pero conforme fueron pasando  días, semanas, meses, me fui sintiendo mejor.

Experimenté una sensación que antes  ni hubiera imaginado y  pensé que no tenía por qué avergonzarme de lo que hacía, además ¿por qué tendría vergüenza de mi cuerpo, que es casi perfecto a no ser por el busto que es un poquitín pequeño?  Y así me lo voy a dejar porque  los implantes no van conmigo. Me da vergüenza engañar  tan campantemente a un cliente, y hacerlo creer que una es superdotada en delantera y en retaguardia. Ese tipo de timos siempre los he criticado entre mis “compas” del espectáculo.

Muchas se ríen de mis ocurrencias y me dicen: “- Mirá Jackie ¿quién se va a dar cuenta que una se dé una ayudita extra?” Es cierto, quizá no se den cuenta, pero me siento burlada. Yo soy la primera que es engañada y eso no lo soporto. Me gusta ser así: cien por ciento carnita al natural sin preservantes ni colores o sabores artificiales como dicen las indicaciones de algún producto en el supermercado.

 

Cambio de tema mi querida Guillermina: una tarde de la semana pasada Kiara y yo nos  estábamos tomando un café en el centro de San José, y una jovencita que desea entrar en el negocio de los topless le preguntó a mi amiga si nosotras nos aburríamos de hacer lo mismo todas las noches. Antes que Kiara le hiciera algún comentario yo me adelanté -tampoco quise dar mucha explicación - y le comenté que era cuestión  de cada una y punto. No estaba con ganas de entrar en detalles, ahora sí lo quiero hacer y lo primero que se me ocurre decir es que no  todas las noches son iguales en el night club. Así como los dedos de las manos son diferentes, así las noches son diferentes en el Girl’s gold.

Incluso las horas tienen su propia personalidad, su propio ritmo  de nacimiento y muerte al igual que las personas. 

Todo el ambiente cambia en el night club dependiendo de la hora en que estés bailando en la pista o sirviendo de dama de compañía con algún cliente. Porque muchas veces a una la invitan apenas terminás el numerito en el hot tube que se llegue a sentar justito al lado del “matusa”. Esto sí que es un dolor de cabeza porque en ocasiones finalizado el show lo único que deseo es irme a mi apartamento, meterme en la ducha tibia, darme un bañito, eso es algo que no tiene precio. El estiramiento de los músculos adoloridos con el agua caliente no tiene rival. Después viene el masaje en la espalda con aceite y varios perfumes. Pero, lo del masaje solo puede darse si tenés compañero o un amante,  porque de lo contrario, ¿ quién te lo va a dar? ¿ Quién te va a pasar las manos por todo el cuerpo sin pensar alguna cosa sucia? Porque todos los hombres son iguales solo piensan en la cama, en acostarse con una, y hasta ahí llegó el amor: “mameluco el tuco, mami” como dice mi amigo “el macho Heindenreich”

 A los hombres una no les puede pedir ningún favor porque entonces están malinterpretando... siempre lo mismo, todos son igualiticos, cortados con la misma tijera, un reguero de alborotados.

 

Decía que  las noches son diferentes unas de otras en el night club, eso es una realidad irrefutable, innegable, irrebatible. Los night clubs son como los celajes – qué linda comparación ¿no?- van cambiando minuto a minuto, de una hora a otra. Así es el night club donde trabajo, aunque una debe confesar que existen lugares comunes, puntos de referencia que no cambian. Como por ejemplo en los celajes se sabe que por más hermoso que sea, y por más intensa la luz, todo acabará en la oscuridad total; así sucede en el night club, llegada la madrugada, los murmullos van cediendo, se van disipando en el mismo silencio, son tragados por la  noche y el espectáculo da su nota final. Entonces, me digo que todo  nace y muere. Y a decir  verdad me da nostalgia.

Es exactamente igual cuando una hace el primer número en el hot tube, la primera vez en el hot tube jamás se olvida, es otra cosa que la gente no entiende o no sabe: ¡ mentira que a una se le quita el miedo, el pánico escénico con los años de bailar! Nada de eso, todo lo contrario, siempre es como la primera vez como escribí al principio de este hotmail. La mujer que diga lo contrario miente, siempre  da un “taquillo” antes de iniciar el baile.

Kiara fue la chica que me instruyó con eso del pánico escénico, es mi mejor amiga en el night club, por supuesto que después de vos.

Es muy hermosa o eso me parece con el pelo lacio cortísimo y rubio natural, rematando con unos ojos verdes grandes y unas espesas pestañas. 

Kiara tiene carácter en el hot tube. Posee dominio en todos sus ritmos. Yo muchas veces la miro hacer sus números, me agrada observar su ritmo lento al inicio para ir aumentando la cadencia dependiendo de la música escogida.

A  Kiara siempre le gustan las melodías lentas o rapidísimas, no las término medio. En las lentas se contorsiona  perezosamente, primero entrelaza las piernas en el tubo como queriendo aprisionarlo por toda una eternidad, fundirse con él, luego curva su torso y la cabeza  hacia atrás colgando  una mano  y con la otra se sostiene del tubo metálico, pareciera que  no sigue a la música, sino al contrario, que la música sale de su mismísimo cuerpo a cada movimiento suyo.

La primera  vez que la vi bailando tocaban una pieza de la cantante pop Roxete, es impresionante el parecido de ambas. Salió a pista como sale Roxete en un vídeo: con un traje negro de tiranticos,  de una sola pieza y descalza. Como era cuestión de quitarse el traje de un tirón lo hizo despacio, bailando de un lado para otro, contorsionándose, abarcando toda la pista  hasta que al final quedó en ropa interior: excitante debo confesarlo, sentí cómo se me subieron los colores a la cara. Al desnudarse por completo las manos me sudaron.

Es un espectáculo hermoso el de Kiara.

Diferente sucede si escoge una música rápida,  entonces parece que va persiguiendo cada ritmo y nota musical. Esto lo hace  antes de entrar a escena y ha mirado el público aletargado, en estado soporífero. Entonces, se va a donde el disck jockey y le dice: “Mirá, Cristian ponéme “Fresa salvaje” para que estos hijueputas se despierten, de lo contrario el patrón se va a poner chiva”.

Fríamente calculados sus movimientos, inicia el número en el suelo. Son gustos y preferencias: muchas de nosotras utilizamos el hot tube indistintamente para un número con música lenta o rápida, ella no.   Con la música rápida,  hace todo el número en el piso o de un lado a otro recorre  la pista sin tocar el hot tube. Es una especie de danza con ritmos duros, fuertes, de gimnasia y de aeróbicos. Debo confesar también que mi amiga  puede  realizar varios de estos movimientos porque se pasa todo el día en el sétimo piso del  Astoria haciendo ejercicios: ella es profesora de aeróbicos... Pero caramba, qué mierda si esto no era lo que deseaba decir sino que en el ambiente de noche es difícil conseguir buenas amigas, sin embargo, a veces se pueden encontrar. Continúo con Kiara:

Mi amiga vive ahora en Barrio Amón, en los apartamentos Florencia, cerca de la entrada del zoológico del Parque Bolívar. Los días que me he quedado en el condominio es bellísimo oír el canto de los pájaros que abundan por montones en la zona de Amón. De seguro que muchas de las aves han tomado como hábitat el mismo zoológico.

Hace poco compartía el apartamento con Karla... lástima porque  ya no están juntas, tuvieron una serie de diferencias a la hora de pagar las últimas mensualidades del alquiler. Eso fue con Karla, conmigo siempre se ha llevado de las mil maravillas...

 

Querida Guillermina, quisiera continuar escribiéndote pero ya no aguanto el sueño, se me cierran los ojos, te escribo el próximo viernes o jueves. Saludos. Jackie.

sábado, 9 de marzo de 2024

Stefan Zweig Viajes FRAGMENTO

 



Stefan Zweig

Viajes

Escritos durante la primera mitad del siglo XX, estos textos dan fe del natural inquieto y curioso de Stefan Zweig, quien siempre pensó que viajar debía ser una aventura, un salto al vacío azaroso e incierto de lo desconocido, una vía de escape de una vida que, cada vez más, se había visto automatizada y reglada, desprovista de cualquier tipo de sobresalto. De Sevilla a Salzburgo, pasando por Brujas, Arlés, Amberes y los jardines y huertos ingleses, así como el mítico hotel Schwert o la Foire gastronomique de Dijon, estos escritos devienen una crónica sentimental del viejo continente, un viaje por su geografía, que anticipa la alargada sombra de la Segunda Guerra Mundial.

«Viajar debería ser un despilfarro, un abandono del orden frente al azar, de lo cotidiano frente a lo extraordinario, habría de ser una creación de lo más personal y propia, hecha de acuerdo a nuestras afinidades».

Una selección

1902 DÍAS DE TEMPORADA EN OSTENDE

Los días de temporada alta en Ostende implican una ininterrumpida y colorida alternancia de celebraciones y eventos públicos. Para quienes frecuentan esta ciudad balneario belga —la más grande y elegante de todas— de inmediato queda en un segundo plano ese reclamo que, por norma general, lleva a la mayoría de la gente a visitar un lugar como este, es decir, la necesidad de reposo y esparcimiento. Las personas que durante todo el año se sienten inmersas en la atropellada y frenética rueda de las diversiones de la gran ciudad, quienes sienten además en su máximo esplendor el pulso de la vida y su consecuente tensión, están, por así decirlo, sobresaturadas de cultura y refinamiento y suelen intentar disfrutar de sus semanas de verano desconectando de toda esa presión, buscando el esparcimiento armónico, contemplativo y callado de la naturaleza. Pero el público de Ostende no. Para ellos el veraneo no es una pausa ni una desconexión, sino un resplandeciente eslabón más en la infinita cadena de los placeres mundanos, un sustituto para los soleados y calurosos bulevares de la gran ciudad, sus teatros, sus fiestas y jardines, que el verano hace impracticables. Poco a poco, Ostende se ha convertido en el improvisado punto de encuentro de esas aristocracias, auténticas y falsas, que, cual reluciente espuma, flotan siempre visibles sobre las olas de las capitales, aristocracias que se encuentran y se reconocen por todas partes, pues para ellas una ciudad natal no es más que una estación de paso desde la que llegar a los grandes centros internacionales de la diversión. Y Ostende acoge de muy buena gana a estos visitantes durante los meses álgidos del verano, desde julio hasta los últimos días de agosto.

Se podría hablar largo y tendido de esos días sin mencionar una sola palabra sobre lo magnífica que es la ubicación de Ostende, pues la naturaleza aquí no es más que otro ornamento en la imagen global. En apariencia, su suntuosa hermosura solo tiene como finalidad ensalzar el triunfo de la cultura moderna y ofrecer un marco digno a la perfección de la que aquí hacen gala la belleza humana y los logros del virtuosismo de la humanidad. El paseo marítimo de Ostende no funciona tanto como un amplio mirador desde el que contemplar el mar, que avanza con su brisa aromática y saludable, sino más bien como un sitio para admirar la asombrosa elegancia de los hoteles de playa y el esplendor de los trajes de las damas, que se pasean por allí como por la alameda de la gran ciudad. El muelle se adentra considerablemente en el mar y exhibe los grandiosos logros de la ingeniería moderna, con el puerto y sus elegantes barcos de vapores y veleros; las aguas en sí interesan más por los distinguidos trajes de baño y la

relativamente relajada libertad de los usos y costumbres que por sus efectos beneficiosos. Como ya se ha dicho, en este lugar la naturaleza cuasi empequeñece ante la obra del ser humano, pues la civilización se planta frente a ella con sus avances más recientes, los más grandes y refinados.

La fisionomía de Ostende refleja desde luego la idiosincrasia de sus visitantes. Quienes trabajan mucho durante el año sienten en verano la necesidad de estar inactivos; sin embargo, las personas sin ocupación, o para las que su oficio en realidad nunca es un incordio, ansían en todo momento tener algún quehacer superficial, anhelo aquí satisfecho gracias al deporte y al juego. Para ilustrar hasta qué punto el juego se ha convertido en condición necesaria para la existencia de Ostende basta con saber que el año pasado, cuando hubo que clausurar los salones de juego de Ostende y Spa, el Estado belga quiso garantizar a estas dos ciudades una indemnización de siete millones de francos, normativa que, no obstante, por ahora no se ha hecho efectiva. En cualquier caso, la cuantía de la indemnización da una idea aproximada del desorbitado volumen de negocio que genera el juego por sí solo todas las temporadas.

En Ostende, el epicentro del mundo de la elegancia está representado por el casino. Su espléndido y voluminoso edificio se alza en el dique: a un lado y otro está flanqueado por hileras de elegantes casas residenciales y en la parte de atrás ofrece vistas al parque Leopold y a la ciudad. El distinguido público de Ostende se congrega en el salón grande para los conciertos de la tarde y la noche, sobre todo en el de la noche, cuando los caballeros solo tienen permitido presentarse con traje de etiqueta o de baile y las damas, de todas las nacionalidades, compiten entre sí con sus atuendos de gala y sus joyas: es entonces cuando el enorme salón se llena hasta el último asiento con los representantes más selectos del mundo distinguido, pero también del distinguido demi monde. A esas horas, Ostende ejerce un efecto verdaderamente deslumbrante incluso para quienes vienen de una gran ciudad. Tras el concierto se celebra a diario el baile, aunque en ese momento la mayoría de los asistentes se retira a los otros salones que ocupan la parte trasera del casino. En el primero de esos salones el juego es público y accesible para todo el mundo; desde luego, el volumen de dinero para el rouge et noir nunca es muy alto y las apuestas más ambiciosas permanecen fijadas en trescientos francos. El auténtico juego se da en los círculos privados, que conforman el mayor club de juego de Ostende y cuyo acceso se rige por un sistema de bola negra —no demasiado embarazoso, en cualquier caso— y una entrada de veinte francos. En estos salones se desarrollan esas escenas tan interesantes de las que por lo general, al día siguiente, todo el público de Ostende tiene conocimiento: la ruleta y el rouge et noir generan pérdidas y ganancias de muchos miles de francos. Ahí se congregan en plena hermandad los vestidos más fastuosos, llevados por princesas auténticas y princesas de variedades, pero también una nutrida representación de esas figuras internacionales de las que

nadie sabe mucho, más allá de que han visitado todos los salones de juego del mundo y nunca van a faltar mientras sigan abriéndose este tipo de sitios. La imagen perdurará inalterable desde la mañana hasta que de nuevo lleguen las primeras horas de la mañana siguiente.

De entre las otras numerosas diversiones cabe destacar la Fiesta de las Flores, en la que compiten gusto, riqueza y hermosura a partes iguales. Esta temporada la fiesta ha variado ligeramente en comparación con los años anteriores, a saber: las flores solo pueden verse en calles cortadas que se visitan previo pago de una entrada. Como resultado, ha mermado mucho su esplendor de antaño, dado que antiguamente la ciudad entera participaba con sumo interés en esta batalla de confetis y flores que cubría casi todas las calles elegantes; ahora, sin embargo, el desfile de esas carrozas de ricos adornos ha ganado en intimidad, mientras que la batalla exhala mayor nobleza y adolece de los molestos excesos que en los últimos años habían impedido la participación del público más distinguido. En cualquier caso, la competición por la carroza más bonita y el balcón mejor decorado ha tenido unos resultados muy airosos.

Como es obvio, en Ostende tampoco falta el deporte. Las carreras de automóviles se alternan con regatas de veleros, carreras atléticas, tiros de pichón, carreras de galgos, y apenas pasa un día sin que se presente alguna oportunidad de jugar y apostar (en especial para los ingleses). Las más frecuentadas son las carreras de caballos, en las que los premios están estipulados en un valor total de cuatrocientos mil francos y que, sobre todo los días del Grand Prix d’Ostende, ofrecen una magnífica estampa en cuanto a la configuración del público: a las jornadas cruciales no solo asiste gente reclutada entre las filas de los huéspedes del balneario, sino también los sportsmen más distinguidos de la cercana Bruselas, de Londres y del mismísimo París. En esos días, cuando también procura asistir el rey, Ostende despliega todo su esplendor, unificando bajo su cetro los millones de las naciones más diversas acompañados por sus bellezas. La grandiosidad de estos momentos solo encuentra parangón en las veladas nocturnas, cuando el mar y el puerto comienzan a salir de la profunda oscuridad gracias al brillo de miles de luces de colores y atraviesan la noche los fuegos artificiales, alzándose con el dique reluciente al fondo, que la bombilla del faro ilumina de forma mágica.

Sin embargo, la mejor baza de la temporada la encarna el gran desfile de los oficiales a caballo, en el que se inscribe un abundante número de hombres procedentes de casi todos los ejércitos y que sin duda se cuenta entre los eventos más interesantes del año. Luego llega septiembre y, con él, el lento difuminar de estos luminosos colores. Los hoteles cierran y Ostende, la ciudad, emerge poco a poco: los pescadores, que a duras penas subsisten capturando peces en el mar; el puerto, del que parten los barcos a Londres y a Holanda; y sobre todo la pobreza y la escasez, que tienden a pasarse por

alto durante la temporada vacacional, nubladas por el brillo y el lujo. También el palacio de verano del rey Leopoldo de Bélgica (quien de buena gana ejerce en Ostende su querencia por la vida internacional de los baños estivales, mientras que en los meses de invierno hace lo propio en la Riviera francesa, y que durante la temporada pasada desplegó los honores de Ostende ante un muy exótico invitado, el sah de Persia) cierra sus puertas y persianas, igual que los hoteles, que solo tienen actividad en verano. Desde el mar del Norte sopla la fresca brisa otoñal. A continuación, siguen entre ocho y nueve meses tristes en los que todo queda como sumido en un pesado letargo, hasta que de nuevo comienza ese memorable juego de debilidades, pasiones y diversiones humanas que todos los años se dan cita para pasar la temporada en esta ciudad balneario belga.

1904 BRUJAS

Cuesta recorrer de noche las estrechas y cada vez más oscuras calles de esta ciudad de ensueño sin sumirse en una leve melancolía, en esa dulce nostalgia propia de los últimos días del otoño, cuando ya han pasado las ruidosas fiestas de las cosechas y solo queda el callado espectáculo de la lenta muerte voluntaria y el vigor que se va apagando. Llevado por la ola constante de las devotas campanadas nocturnas, uno se adentra poco a poco en este mar sin orilla de recuerdos insondables, que susurran aquí en cada puerta y en cada muro ajado. El peregrinar es despreocupado hasta que, de pronto, uno cobra plena consciencia de la dimensión de este espectáculo, en el que el caminar propio, cuidadoso y amortiguado, parece ser el elemento activo y vivo, mientras que los grandes poderes se alzan mudos, cual escenarios sombríos. Quizá ninguna otra ciudad haya sabido encarnar en símbolo con una fuerza tan imperativa como Brujas la tragedia de la muerte y de algo aún más terrible, lo moribundo. Lo moribundo se percibe en toda su plenitud en esos pseudoconventos que son los beguinajes, a los que van a morir muchas personas mayores; porque lo que de noche solo se adivina en los austeros contornos de las calles, en estos sitios se dibuja con miradas fatigadas, opacas, solo débilmente iluminadas por el reflejo de la vida: que hay una vida sin esperanza, sin horizonte al que mirar, hundida por completo en la indolente contemplación del pasado. Estas personas resultan inolvidables, observando impasibles la lánguida floración de los jardincitos de esos conventos, sin dirigirse con ninguna curiosidad al forastero. Del mismo modo, maravilla la imagen crepuscular de las vetustas y pasivas calles.

No obstante, lo raro es que aquí esa quietud no se da solo durante la noche, cuando queda entrelazada en los muchos sueños y recuerdos melancólicos de esas horas, sino que sobre estos viejos tejados con gabletes parece extenderse a perpetuidad un velo gris en el que queda atrapado todo lo ruidoso y escandaloso, como una sordina que reduce el bullicio a murmullo, el júbilo a sonrisa y el grito a suspiro. Es posible que, a la luz del mediodía, en las calles la vida no esté del todo extinta: carros y coches traquetean por el adoquinado, la gente se afana por ganarse el pan, cafés, restaurantes y bares se esfuerzan, incluso en gran número, por servir al bienestar terrenal, pero de todos modos no aparece una sola sonrisa en la ciudad ni en las personas. En ninguna parte se ve esa alegría pueblerina de las ciudades flamencas, el tropel de niños cantando y haciendo repiquetear sus zuecos detrás de los organillos, en ningún sitio brilla el colorido destello de los llamativos trajes regionales. Y siempre la misma amortiguación de los ruidos. Si

uno sube la fría y oscura escalera de caracol del campanario (que se alza en la plaza del mercado con hombros anchos y cuello recio, como la estatua de Rolando en Bremen), levemente angustiado por la amortiguada oscuridad, ve entonces con un alegre sobresalto la luz que se vierte en colores brillantes, pero nota la falta de voces en el nítido círculo del aletargado trajín. De la ciudad, que se expande a lo largo y ancho, y de su encantador cinturón sube un rumor, un zumbido, indefinido y mágico como las campanas de Vineta sobre el mar dominical[1]. Y así, este colorido enjambre de tejados de ladrillo rojo, gabletes dentados y alféizares blancos y brillantes no parece otra cosa que un juguete dejado por una mano lánguida sobre un terreno verde. Deliciosa e inánime resulta esa composición de cartón que forman las casitas apiñadas y los conventos redondos, diestramente entremezclados con pequeñas parcelas de frondosos jardines verdes y amplias avenidas, que poco a poco conducen hacia un floreciente campo flamenco en el que se alzan ya los grandes molinos con sus aspas giratorias (requisito indispensable del paisaje holandés). Pero tampoco desde esta altura, que exalta el carácter juguetón y ornamental de la ciudad, puede pasarse por alto el gesto trágico que apunta a la muda tristeza de las calles: se trata de ese brazo extendido que busca el mar distante, el amplio canal por el que el puerto cegado con arena aspira a alcanzar la corriente bienhechora. A uno se le viene entonces a la cabeza la trágica historia de Brujas: la floreciente juventud, cuando todos los armadores tenían aquí su propio kontor y cientos de embarcaciones surcaban el puerto engalanadas de banderines, cuando los reyes se rebajaban a negociar con los escabinos y las reinas, llenas de secreta envidia, contemplaban los fastuosos vestidos de las mujeres de la ciudad. Y luego el lento declive: los muchos años de guerras, epidemias y conflictos y al fin el mar, con cuya retirada se marchó también lentamente toda la buena fortuna de los muros. Ese mar se extiende ahora a lo lejos, no es más que una franja plateada en el horizonte los días claros. En la ciudad misma los colores se desvanecen: solo los paños de los altares han conservado el brillo purpúreo de los pesados brocados; por lo demás, el hábito de las monjas se ha convertido también en el de la ciudad, en la que el alboroto del puerto y el clamor de las tabernas abarrotadas de gente han quedado para siempre en silencio. Súbitamente entiende uno el gesto de desprecio con el que esta ciudad —al igual que Ypres, su hermana mayor— actuó como aislada de todas las demás que, bajo el signo de los nuevos tiempos, habían monopolizado el poder y los tributos de la cultura. Mientras que Amberes, Hamburgo, Bruselas y otras ciudades hermanas enarbolaron la bandera de la vida en los fragores de la batalla, Brujas se fue envolviendo cada vez más en el hábito oscuro de su aislamiento y se ciñó con fuerza la vieja faja de sus muros. Tras siglos de permanecer así de sombría y encorsetada, anclada por completo en el pasado, ha adquirido la actitud majestuosa y lóbrega de un gigante monacal que despierta nostalgia y al mismo tiempo impone un mayúsculo respeto, y que representa además lo maravilloso y atractivo que tiene esta ciudad.

La sensación de lo efímero e inestable, que aflige aquí a quien se siente ensombrecido por tan apabullante pasado, ha ejercido su influencia sin cesar y durante largo tiempo, hasta generar en las personas que habitan entre estos muros esa conciencia de dependencia sobre la que se basa toda religión. Las calles, con sus muchos monumentos a la vida desaparecida, instan a la humildad con demasiada vehemencia para permitir escapar a la fe a quienes han crecido con este anatema. Así pues, el prodigio aquí no tiene expresión en lo eterno, sino en Dios y en los símbolos de la Iglesia católica. En esta ciudad prevalece una creencia sombría, recia y austera como las propias iglesias, que se plantan ante Dios sin adorno alguno, con un rigor imperturbable, sin la típica ornamentación lúdica del pináculo gótico y la coqueta torrecilla. Misales e imágenes de santos decoran las tiendas, mientras que las campanadas hacen resonar casi sin cesar sus devotas llamadas a la oración. A cada instante, frailes y monjas se cruzan con saludos quedos y raudo caminar, estremecedores a primera vista cual mensajeros de la muerte, con sus prisas calladas y negras; sin embargo, cuando se acercan lentamente, pastoreando las largas filas de niños que tienen encomendados, pueden verse unos rostros serenos y plácidos bajo las tocas blancas o las sombras de los anchos sombreros, y entonces se entiende que solo la admonición de la grandeza y de la muerte crearía una severidad tan implacable y dibujaría una imagen tan amarga de la vida en sus rasgos. Y una y otra vez, los tañidos de las campanas, las formas de los santos sobre puentes silenciosos. No obstante, en la dura oscuridad de esta fe titila también una mística luz purpúrea: se trata de la fervorosa celebración de los grandes milagros, el efusivo afecto de la adoración a la Virgen María y esa suave poesía de las cosas sagradas que solo el ingenuo fervor de las personas sencillas es capaz de componer. Debe causar una infinita impresión presenciar el día en el que sacan de su capilla, en tono festivo, la urna cubierta de gemas que contiene las gotas de sangre del Redentor. La ciudad muda reluce con entusiasmo: es un día en el que toda esta gente, carente de sonrisas que dedicar a las cosas mundanas, estalla con una misericordia que provee de una enorme y silenciosa dicha. ¿Y no es encantador avanzar por estos caminos, todos con nombres tan tiernos y de tan dulce sonoridad, recorrer el incomparable Quai de Rosaire y pasar por las hermanas de la caridad, por Notre Dame, el beguinaje y el hospital, hasta llegar al Minnewater, ese Lago del Amor? Es este un estanque oscuro, quieto y silencioso, en cuyo margen descansa una torre redonda y lóbrega, como un guarda que hubiese fenecido. En el caudal negro parece reposar el cielo y nubes blancas deambulan arriba, como mensajeras del paraíso. ¡Cómo de festivo y grandioso ha de ser el amor para estas gentes, si han dado a este paisaje seráfico de ensueño un nombre tan maravilloso!

En general, cuesta concebir algo más tristemente hermoso que los canales de Brujas. Resulta conmovedor verlos y emocionan en su mutismo, surten su efecto sin el romanticismo locuaz de los canales de Venecia, que murmuran con el deslizar nocturno

de las góndolas negras, con el brillo de dagas iluminadas por la luna, con tribunales clandestinos, puertas ocultas, serenatas solitarias (ese requisito tan trillado en las novelas de en torno a 1830). Hay un par de versos de George Rodenbach que alaban su belleza melancólica de manera tan perfecta que uno los recita lentamente para sí mientras camina, como si fuesen la melodía secreta de estas aguas negras envueltas en sombras. Se trata de la melancólica elegía «Au lieu des vaisseaux grands, qui agitaient en elles», unos versos suaves y dulces que han ligado la obra de Rodenbach tan estrechamente a Brujas que no se puede más que dar la razón al pintor que creó el retrato de este autor (expuesto en el Musée du Luxembourg) con este paisaje de ensueño al fondo[2]. Pero hay muchos otros libros, serios, ligeros, alegres, que también sería bonito leer en los bancos de estas orillas, a la sombra de los grandes castaños que, meditabundos, parecen contemplar su propia imagen en las aguas oscuras; y es que los canales no hablan ni murmuran, solo escuchan. Fielmente portan las imágenes de las casas, cuyos muros en ruinas y cubiertos de hiedra se apoyan en sus orillas, al tiempo que reflejan el triste brillo de los puentes arqueados y de las altas torres, pero no saben pronunciar siquiera el tímido chapoteo de las batientes ondas del agua. Silencio y más silencio. Son la oscuridad eterna, aunque en su espejo negro queda cautivo el cielo: adentran lo trascendente, lo sobrenatural y lo estelar en la ciudad del gris y del mutismo.

Y entre el vuelo de nubes de brillo reverberante se cuelan de tanto en tanto sigilosas filas de cisnes blancos, esas criaturas maravillosas y solemnes cuyo silencio y muerte también esconden un milagro. Indescriptible es el efecto que provoca este deslizar ligero y severo en las aguas negras como la muerte: ningún poeta sabría crear una antítesis tan deslumbrante y aun así tan armónica como la que ha generado aquí la casualidad. Aunque también se le ha negado dicho mérito a la casualidad. Hay un par de leyendas que hablan sobre el origen de estos cisnes salvajes y silenciosos: según una de ellas, existirían para expiar el asesinato de un duque; según la otra, estaban destinados a recordar a las gentes de la ciudad, perdidas en continuas contiendas, el frívolo desperdicio de la fuerza de una vela al viento. Sin embargo, parece ser vano el esfuerzo por otorgar voluntad y sentido a esta belleza sobrecogedora y envolverla en la rugosa capa de la leyenda.

Y es que, en su ocaso, todo en esta ciudad de sueños y de muerte invoca el sentido mismo de la mística. Dado que Brujas ya tiene cierto elemento de desapego de la realidad, se tejen fácilmente románticas hiedras y poemas floridos en torno a sus destinos, que descansan en el regazo de siglos remotos. Y esta poesía, cuando trenza una forma viva, se torna en leyenda, y no pocas veces en una leyenda que, en su belleza, amenaza con mejorar la historia. Por su parte, esto ha dado lugar a una conmovedora leyenda sobre el mayor autor de la ciudad, Hans Memling, quien, con su devoto

espíritu, no contempló otra cosa que convertir lo real en algo beato y dulce y reflejar lo inalcanzable en el anhelo que hacía temblar su alma. Pese a todos los desmentidos de la historia del arte, aquí se considera de recibo saber que Hans Memling, al volver de la batalla de Nancy herido de gravedad, encontró fieles cuidados en el hospital de Saint Jean y, en agradecimiento, creó las ilustres pinturas que se conservan —tesoro incomparable— en el viejo y ajado edificio[3]. Así pues, ligeramente abatido por la perpetua tristeza de las calles, seguí caminando en dirección a dichas estampas, para disfrutar de su encanto floreciente y de la sentida pureza del aroma primaveral, que en esta ciudad parece un imposible. Se encuentran todas juntas en una pequeña estancia —mucho más impresionantes en esta concentración que en la exposición dedicada a los primitivos flamencos—, como una fina franja tejida en el sombrío paño de esta ciudad[4]. Cuesta dar preferencia a alguno de los cuadros, ya sea a la Virgen que le tiende al niño Jesús una manzana en gesto encantadoramente serio, o al famosísimo relicario de altar que narra la historia de la santa Úrsula, con labios devotos aunque algo infantiles. El alma de este artista debió ser de una ternura plena; recuerda un poco al segundo heraldo de Brujas, George Rodenbach, solo que menos consciente que él, un humilde adicto al amor celestial, repleto de visiones delicadas. ¿No sería quizá este el sentido de la leyenda: que esa delicadeza, herida por la vida, atravesara los muros de los conventos de la ciudad ya por entonces beata, para encontrar ahí su oculta prosperidad creativa?

Antes de regresar por las calles de la ciudad callada, que amenazaban ya a noche, me alejé de los cuadros un momento para contemplar el hospital en sí. Se llega a él por un patio angosto, entre figuras sagradas que parecen inclinarse. Hay pequeños lechos de flores delicadas, un poco marchitas. Desde los fríos pasillos pueden verse, tras las cortinas grises, las camas blancas de los enfermos dispuestas en filas muy juntas. Y aquí también ese pesado silencio. Monjas con tocas blancas pasan calladas. Pero en el jardín, afuera, hay un par de convalecientes ataviados con las ropas largas y grises del hospital, unas mujeres que descansan y un par de niños que juegan. Y en mitad de todo ello, manchas resplandecientes del sol que se pone. Los niños no eran muy ruidosos, aunque brincaban intentando darse caza, mientras los convalecientes los miraban maravillados, con esa ávida curiosidad que solo otorga la vida que despierta. Y al oír allí, tras las muchas horas de paseos callados, la nítida y argentina risa de unos niños me sentí como tocado por la dicha, pese a que resonara en esas paredes de muerte. Me inundó un leve miedo de regresar a aquella ciudad grande y fría como una tumba, cuyos símbolos me cercaban con una fuerza poderosa, y también una infinita compasión por las personas que aquí viven en la oscuridad y mueren en lo insondable. Raras veces he percibido de manera tan intensa la manida idea, presente en los libros de escuela, de que la muerte ha de ser algo muy triste y la vida, una fuerza infinita que incluso a los más reacios los mueve al amor.

1905 LA CIUDAD DE LOS PAPAS

En pocas ocasiones se tiene esta sensación con tanta intensidad, apremio e inmediatez como al ver Aviñón: aquí ha regido gente poderosa. En otras ciudades hay edificaciones soberbias, que a menudo son obra también de los planes de un antiguo regidor y de su figura misma, pero en ninguna parte se han manifestado las insignias del dominio absoluto con tanta vehemencia como en la ciudad de los papas. Esta ciudad provenzal, de lo más encantadora, se extiende indolente y apacible a las orillas del Ródano y de sus aguas azul oscuro, un paisaje maravilloso, agradable y de una belleza subyugante gracias a las bondades de la naturaleza. No obstante, por encima de estos tejados blancos que relucen y resplandecen a pleno sol, sobre ese mar blanco de rocío y espuma, se alza orgulloso y autoritario un peñasco colosal, unos muros contemplativos, fieros y altos: se trata del palacio, o mejor dicho, del castillo de los papas. La ciudad cuenta además con un estrecho cerco de murallas elevadas, como un enrejado de piedra, intactas aún hoy pese a las tormentas y las batallas. Por su parte, el amplio arco de piedra que se cierne sobre el Ródano, construido por el santo Benezet en 1177 y que los papas modelaron hasta convertirlo cuasi en una fortaleza, sí está resquebrajado, por lo que contempla la otra orilla desde la mitad del caudal con la mirada vacía. Se percibe con claridad la sensación de que estos muros indestructibles se crearon en tiempos de las batallas más cruentas: en tiempos de los tres papas, que no solo combatieron a base de excomuniones, sino también con armas y castillos; esa época de las grandes fuerzas de la naturaleza, cuya brutalidad nos traería más adelante, en el Renacimiento, y en armonía con lo artístico, las figuras más grandiosas de la historia.

Aviñón se ganó su importancia histórica en los tiempos en los que los papas, expulsados de Italia, buscaron un hogar en Francia. Durante aquellos cien años se levantó esta fortaleza colosal, imperativa por la precaria situación de los papas apátridas y siempre amenazada por nuevos enemigos, pero también por la ausencia de métodos defensivos naturales en esta ciudad dispuesta en llano. El cerco fue haciéndose cada vez más fuerte; las murallas, cada vez más altas y sólidas: un refugio inexpugnable, el bastión más seguro de la tiara. Luego, cuando los papas regresaron a Roma, anidaron los antipapas en este castillo de águilas; ya en el siglo XV Aviñón tomó por vez primera la forma de un episcopado pacífico de la Iglesia romana, y así se conservó hasta los sanguinarios días de la Revolución francesa. Sin embargo, pese a esos siglos de tranquilidad, Aviñón ha mantenido imperturbable el carácter de su pasado bélico.

Como en todas las ciudades grandes, también en esta la realidad se esfuerza mucho por desilusionar a las emociones sentidas ante los grandes monumentos históricos. La fortaleza de los papas es hoy un cuartel francés: por las trampillas se ven rostros sonrientes con sus quepis rojos, y unos reticentes oficiales comandan en los patios a hordas de reclutas. Pero aun así las dimensiones son demasiado imponentes para que se pierda la impresión de grandiosidad: las murallas de un metro de grosor, o las altas torres, desde cuyos tejados planos arrojaban a los prisioneros al inmenso abismo durante la Revolución. También causa una gran impresión, a su humilde modo, la iglesia de Notre-Dame, en mitad de la fortaleza, en cuya torre reluce una figura dorada de la santa Virgen increíblemente brillante, visible tierra adentro según el momento del día. Entre sus muros descansa la tumba de Juan XXII, un monumento de piedra blanca que se alza esbelto y delicado, sin inscripción ni imaginería. De la iglesia sale el camino que, por un jardín de hoja perenne, conduce a una amplia terraza desde donde se abarca todo el paisaje en flor con una sola mirada. Ahí uno entiende a la perfección el amor que le profesaban los papas a este lugar de residencia, a este castillo de hierro, en el que podían disfrutar tranquilamente de todos los encantos de una primavera meridional. Más abajo pasa fluyendo el caudal azul y amplio del Ródano, surcando con numerosos meandros el campo luminoso desde la distancia, hasta rodear la islita de Barthelasse justo delante del castillo. Allá reluce el torrente blanco de los tejados, mientras que las almenas de las torres de las iglesias saludan en gesto familiar: es una panorámica maravillosa, sobre todo gracias a los colores claros y puros y al azul del cielo. Desde la otra orilla del río, el fuerte de Saint-André lo observa todo, una construcción maciza del siglo XIV que domina la ciudad nueva a ese lado, igual que hace el castillo de los papas con la vieja Aviñón; en la distancia reluce la torre que servía para comunicar la ciudad vieja y el castillo papal mediante señales de fuego, y para protegerse así de los asaltos. Es imposible concebir nada mejor que esta panorámica en un día de primavera temprana, cuando aún los colores de los cultivos no se han fundido del todo con el verde puro de los jardines perennes y el paisaje se perfila con unas líneas marcadas sobre el cielo fresco y claro.

La ciudad guarda aún mucho que ofrecer: estampas muy diversas que siempre permiten captar con asombro renovado la belleza del paraje; iglesias viejas, como Saint-Pierre, Saint-Didier, Val de Benediction, que han conservado fielmente el estilo artístico de su época originaria (todas de principios de los siglos XIII y XIV, en la época del reinado papal), pero también la bonita imagen de una ciudad provenzal moderna, que se va escurriendo cada vez más entre los viejos monumentos. Aunque Aviñón todavía alberga un tierno recuerdo, si bien no exactamente entre sus muros: la famosa fuente de Vaucluse, inmortal gracias a esos dos grandes amantes, Laura y Petrarca. En Aviñón, en la iglesia, incluso está marcado el lugar en el que el poeta vio a su amada por vez primera; qué interesantes son asimismo los auténticos sitios históricos de su amor,

donde Petrarca, el gran erudito, compuso un buen número de sus maravillosos sonetos. La fuente en sí no es muy remarcable, pero en cualquier caso su romanticismo no desmerece del todo respecto al de Petrarca, quien la hiciera memorable: situada en un valle verde de montaña, apretujada entre unas rocas, el agua brota de repente como una llamarada blanca, para luego bajar deslizándose en una ruidosa caída hacia el valle, clara y transparente, una auténtica fuente de frescor. Luego, el paseo regresa de vuelta a Aviñón por unos caminos blancos, pasando de belleza en belleza, desde el lugar de un gran amor hacia el campo provenzal, la patria de las tonadas más tiernas del amor cortés y los viajes de la poesía caballeresca, hacia la verdadera tierra de la primavera.

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FILOSOFÍA Y LITERATURA

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