lunes, 6 de noviembre de 2023

LA FERIA DEL MUNDO FRAGMENTO.

 




LA FERIA DEL MUNDO

Durante la Gran Depresión, todos los que habitan en el Nueva York de los años 30 tienen que reinventarse, salir del pozo sin fondo de la recesión económica. La familia de Edgar Altschuler no es una excepción pero, para él, todo es novedad y así nos traslada a su ciudad y su tiempo, con la inocencia del que descubre por primera vez. A través de sus recuerdos asistimos al escenario de los grandes acontecimientos que conforman su vida (la Exposición Universal, la Segunda Guerra Mundial) pero para él es el día a día lo que cuenta: una visita al carnicero kosher; el placer delicioso de comprar un boniato del carrito de un vendedor ambulante; un iglú que se construye en la calle con bloques de hielo; la visión impresionante y majestuosa del dirigible Hinderburg…

 


ACERCA DEL AUTOR

E.L. Doctorow nació en Nueva York, en 1931 y es una de las voces fundamentales de la literatura norteamericana contemporánea. Su obra traducida a 30 lenguas ha sido merecedora de los premios más importantes de su país, como el Pen/Faulkner y es, año tras año, candidato al Nobel. Autor de novelas tan importantes como Ragtime y Billy Bathgate, Doctorow es, asimismo, autor de relatos, ensayos y teatro. www.eldoctorow.com

 


ACERCA DE LA OBRA

«Edgar es inteligente, valiente, un poco arrogante, un observador apasionado del mundo que le rodea (…) y describe ese mundo con un lenguaje que es, al mismo tiempo, tan hipnótico y maravillosamente preciso que consigue articular las caóticas pasiones del la niñez.»

THE NEW YORK TIMES

«… Un escritor impresionante, […] puede demostrar erudición sin ser un coñazo, originalidad y delirio sin ser un asqueroso moderno, sencillez de estilo sin ser un prosista arenoso y espiritualidad sin oler a sacristía cerrada…»

DANIEL LÓPEZ VALLE, GOMAG

«… Un escritor genial, uno de esos narradores que nacen muy de vez en cuando, y cuyas cualidades son capaces de iluminar textos y épocas, de conceder nuevo sentido a los hechos y a los sentimientos, y hasta a las propias palabras.»

JUAN BOLEA, EL PERIÓDICO

 


 LA FERIA DEL MUNDO

Traducción de César Armando Gómez

E. L. DOCTOROW

 

 

 

 


 

Para R. P. D.

 

 


Y aquí está el cosmorama, rodeado de niños…

WORDSWORTH, El preludio


 ROSE

Yo había nacido en la calle Clinton, en el Lower East Side. Era la penúltima de seis hijos, dos chicos y cuatro chicas. Los chicos, Harry y Willy, eran los mayores. Mi padre era músico, violinista. Siempre se ganó bien la vida. Él y mi madre se habían conocido en Rusia y allí se casaron, y más tarde emigraron. Mi madre también procedía de una familia de músicos, y de ahí vino, tiempo adelante, el encontrarse con mi padre. Algunos de sus primos eran muy conocidos en Rusia; uno de ellos, violoncelista, incluso había tocado para el zar. Mi madre era muy guapa, menuda, con una larga melena dorada y ojos azul pálido. Mi padre solía decirnos: «¿Y vosotras os creéis guapas? Teníais que haber visto cuando vuestra madre y sus hermanas pasaban por la calle, en nuestro pueblo. Todo el mundo se volvía a mirarlas, tan esbeltas y con aquel porte tan elegante.» Supongo que no quería vernos hechas unas presumidas.

Tenía yo cuatro años cuando nos mudamos al Bronx, a un gran piso cerca del parque Claremont. Era buena estudiante; iba a una escuela pública, la P.S. 147, en la avenida Washington, y cuando acabé allí pasé a un instituto, el Morris. Completé los cursos y me gradué; volví a matricularme para estudiar comercio, y aprobé las suficientes asignaturas para volver a graduarme si quería. Entonces sabía escribir a máquina, contabilidad y taquigrafía. Era muy ambiciosa. Me había pagado las clases de piano tocando para acompañar películas. Miraba a la pantalla e improvisaba. Mi hermano Harry y mi padre solían sentarse detrás de mí para encargarse de que nadie me molestase; los cines eran todavía muy primitivos e iba mala gente. Al acabar mis estudios, encontré un empleo como secretaria privada de un conocido hombre de negocios y filántropo, Sigmund Unterberg. Había hecho el dinero con un negocio de camisas y ahora pasaba gran parte de su tiempo trabajando para organizaciones judías, asistencia social y ese tipo de cosas. En ese campo no había entonces burocracia oficial ni programas, como ahora; todo lo que tenía que ver con la caridad era cosa de los particulares y las organizaciones que ellos creaban. Yo era una buena secretaria; cuando mister Unterberg me dictaba una carta podía tomarla directamente a máquina sin un error, de modo que cuando él terminaba yo había acabado también y la carta estaba lista para que la firmase. Eso hacía que yo le pareciese maravillosa. Su esposa, una mujer encantadora, solía invitarme a tomar el té, a alternar con ellos. En esa época tendría yo unos diecinueve o veinte años. Me presentaron a un par de chicos, pero no me gustaban.

Por entonces estaba ya interesada por tu padre. Nos conocíamos del instituto. Era guapísimo, con una gran facha, y un buen deportista; de hecho, fue así como lo conocí, en las pistas de tenis; las había de tierra batida en el cruce de la avenida Morris y la Calle 170 y los dos íbamos allí a jugar. Entonces se jugaba al tenis con falda larga. Yo era una buena jugadora, me gustaba el deporte, y así fue como nos conocimos. Me acompañó a casa.

A mi madre no le gustaba Dave. Le parecía demasiado loco. Si yo salía con otro chico, ya sabía que iba a estropearme la cita. Rondaba mi casa aunque no hubiésemos quedado, y cuando veía que venía otro a buscarme hacía cosas terribles, organizaba una pelea, nos paraba y se ponía a hablarme cuando estaba con el otro. Le advertía que me tratase con respeto o se le iba a caer el pelo. Naturalmente, algunos se asustaban y no volvían. Era un fastidio, me ponía furiosa, pero lo cierto es que nunca rompía con él como me aconsejaba mi madre. En invierno íbamos a patinar en el hielo; en primavera me sorprendía enviándome flores; era muy romántico, y a lo largo de esos años fui enamorándome de él.

Entonces las cosas eran muy diferentes; no conocías a alguien y salías y te acostabas con él así sin más, un, dos, tres. Las personas se hacían la corte; las chicas eran inocentes.


 UNO

Me despiertan sobresaltado los vapores amoniacales y paso en un instante de un sueño pegajoso a un saber afligido: he vuelto a hacerlo. Mis muslos empapados me pican. Lloro y llamo a mamá, sabiendo que tendré que soportar su dura reacción, que pasar por aquello, para ser rescatado. Mi cuna está en la pared este de su habitación, la de ellos en la pared sur.

—¡Mamá!

Me chista desde su cama.

—¡Mamá!

Gruñe, se incorpora y avanza hacia mí con su camisón blanco. Sus fuertes manos entran en acción. Me desnuda, quita la ropa y hace un montón en el suelo con mi pijama, las sábanas normales y la de goma que hay debajo. Oscilan sus pechos bajo el camisón. La oigo susurrar advertencias. En pocos segundos estoy lavado, empolvado, vestido de limpio y viajo hacia sonrisas secretas en la oscuridad. Cabalgo, joven príncipe, en sus brazos camino de su cama, y soy bienvenido entre ellos, al bendito y seco calor que los envuelve. Mi padre me da una palmadita amistosa y vuelve a dormirse con la mano en mi hombro. Pronto están dormidos los dos. Huelo sus divinos olores, macho, hembra. Momentos después, mientras un tímido atisbo de luz diurna empieza a dibujar los contornos de la persiana, me veo totalmente despierto y feliz, velando a mis padres dormidos, con la terrible noche ya a mi espalda y el querido día a punto de alborear.

Son mis primeros recuerdos. Al llegar la mañana, me gustaba bajarme de la cama y observarlos. Mi padre dormía sobre el brazo derecho, con las piernas estiradas y la mano en la almohada, doblada por la muñeca contra la cabecera. Mi madre, encogida, con la curva de su ancha espalda tocando la de él. Era agradable ver su forma, juntos bajo la ropa. La cabecera golpeaba contra la pared cuando se movían. Tenía un estilo barroco, verde oliva, con un friso de pequeñas flores rosa y hojas verde oscuro a lo largo de sus bordes acanalados. En la pared opuesta estaba el tocador, con el espejo del mismo verde oliva y bordes estriados. También había ramilletes de flores rosa encima de los tiradores de metal ovalados de los cajones. Me gustaba jugar a levantar esas asas y dejarlas caer para oírlas tintinear. Comprendía lo ilusorio de las flores cuando después de mirarlas y creer en ellas palpaba con las yemas de los de dos las pinceladas en relieve. No me gustaban tanto los visillos, de un blanco transparente que velaban las persianas, ni los pesados cortinajes que los encuadraban. Me hacían sentir una especie de ahogo. Huía de los sitios cerrados. La oscuridad me espantaba sobre todo porque no estaba seguro de que fuese respirable.

Yo era un niño asmático, alérgico a todo, con los pulmones continuamente atacados, que tosía, respiraba con dificultad y necesitaba inhaladores. Era el triste niño prodigio de la medicina, familiarizado con las cataplasmas de mostaza, las gotas para la nariz y los tapones de Argyrol para limpiar la garganta. Me enchufaban a cada paso termómetros e irrigaciones de agua jabonosa. Mi madre creía que el dolor curaba. Lo que no hacía daño no servía para nada. Yo gritaba, chillaba y sucumbía peleando. Argumentaba a favor del mercurocromo rojo cereza para mis rodillas arañadas y lo que me aplicaban era siempre el odioso yodo. ¡Cómo aullaba!

—Deja ya de hacer tonterías —decía mi madre mientras me propinaba unas pinceladas que dolían como si me quemasen—. Cállate ahora mismo. ¡La que armas por nada!

Tenía dificultades con las proporciones de las cosas y me fabricaba espacios razonables en lo que de otro modo resultaba un hogar injustamente agigantado. Me gustaba acogerme al refugio del piano, en el salón. Era un Sohmer vertical de caoba negro, y el teclado saliente me proporcionaba un techo a mi medida. Disfrutaba con los dibujos de las alfombras. Me eran familiares los suelos de roble y las faldas de los asientos tapizados.

Si iba de buena gana a bañarme era en parte porque la bañera tenía unas dimensiones razonables. Podía tocar sus costados. Hundía barcos de cáscaras de nuez, organizando oleajes que después aquietaba.

Me daba también cuenta de que, por alguna razón, la implacable eficiencia de mi madre quedaba en suspenso cuando yo estaba bañándome. Aparte de venir de vez en cuando a asegurarse de que no me había ahogado, respetaba mi intimidad. Se me llenaban de arrugas las yemas de los dedos antes de tener que levantarme para destapar el desagüe.

La mesa y las sillas de madera de la cocina eran para mí una fortaleza. Desde allí podía vigilar la vasta extensión del suelo. Conocía a las personas por sus piernas y sus pies. Los fuertes tobillos y las grandes y bien proporcionadas pantorrillas de mi madre se movían por allí sobre las alas de unos zapatos de tacón. Iban del fregadero a la nevera o a la mesa acompañados por los ruidos de rigor del entrechocar de los cubiertos y el deslizar de los cajones al abrirse y cerrarse. Mi madre daba unos pasos fuertes y decididos que hacían temblar las puertas de cristal de los armarios.

Mi menuda abuela hacía avanzar pulgada a pulgada sus pies sin levantarlos del suelo, lo mismo que bebía su té a pequeños sorbos. Usaba botines negros cuyos empeines quedaban ocultos bajo sus largas faldas flácidas, también negras. De toda la familia, era la más fácil de espiar, porque estaba siempre sumida en sus pensamientos. Me andaba con cuidado con ella, aunque sabía que me quería. A veces rezaba en la cocina, con el libro abierto sobre la mesa y el anticuado calzado plano plantado en el suelo.

A mi hermano mayor, Donald, no había manera de espiarlo. A diferencia de los adultos, era rápido y estaba siempre alerta. Tomarlo por blanco durante siquiera unos segundos antes de que se diese cuenta de mi presencia era un gran triunfo. Un día, vagando por el pasillo, pasé frente a la puerta abierta de su habitación. Cuando atisbé, estaba de espaldas, trabajando en la maqueta de un avión.

—Sé que estás ahí, Nariz de Burbuja —dijo sin dudarlo un momento.

A mi hermano lo consideraba una fuente segura y completa de conocimiento y sabiduría. Su mente era un compendio de las normas y reglamentos de todos los juegos conocidos por la humanidad. Arrugaba la frente concentrándose en el modo adecuado de hacer las cosas. Vivía con rigor y atento a las reglas. Era una autoridad no sólo en la construcción de maquetas sino en volar cometas, ir en patinete y cuidar animales de compañía. Todo lo hacía bien. Yo sentía por él un amor y un respeto llenos de gravedad.

Podían haberme intimidado su ejemplo y la idea que a través de él yo me había formado de lo mucho que me faltaba por aprender, pero él tenía los instintos generosos de un maestro. Un día estaba yo con nuestro perro Pinky frente a nuestra casa de la avenida Eastburn cuando llegó Donald de la escuela y dejó los libros en los escalones de la entrada.

Arrancó una gran hoja oscura del seto de alheña que había bajo la ventana del salón, la puso entre las palmas de sus manos, hizo copa con ellas, se las llevó a la boca y sopló por el hueco que formaban los dos pulgares juntos. Sonó un balido maravilloso.

Pegué un bote. Cuando Donald volvió a hacer aquel ruido, Pinky empezó a aullar, como hacía siempre que tocaban una armónica en su presencia.

—Quiero probar—dije.

Siguiendo las pacientes instrucciones de Donald, elegí una hoja como la suya, la coloqué cuidadosamente entre mis palmas y soplé. No se oyó nada. Donald corrigió una y otra vez la posición de mis manitas, cambió de hoja, corrigió mi modo de hacerlo, pero seguía sin oírse nada.

—Tienes que trabajarlo —dijo Donald—. No puedes esperar conseguirlo sin más. Fíjate, voy a enseñarte algo más fácil.

La misma hoja que había utilizado como lengüeta la partió ahora por la mitad con sólo presionar con los cantos de las palmas juntas y aplanar las manos.

Mi hermano tenía una facha estupenda. Usaba pantalones bombachos de tweed, calcetines a rayas y zapatos bajos como los chicos mayores. Un mechón de su cabello castaño liso le caía sobre un ojo. Llevaba el jersey atado de cualquier manera a la cintura por las mangas y la corbata roja de la escuela con el nudo flojo. Hacía mucho rato que yo había metido a nuestro maniático perro en casa y aún seguía aplicándome concienzudamente a las tareas que Donald me había puesto. Aunque no pudiese conseguir dominarlas por el momento, al menos sabía lo que había que aprender.

Donald se parecía a mi madre en lo de aplicarse resueltamente a las exigencias y desafíos de la vida. Mi padre era de otra pasta. Yo pensaba que había llegado a donde estaba por pura magia.

Me dejaba contemplar cómo se afeitaba, porque rara vez lo veía más que por las mañanas. Llegaba del trabajo mucho después de mi hora de acostarme. Tenía con un socio una tienda de música en el Hippodrome, un famoso edificio teatral de la Sexta Avenida esquina a la Calle 43, en Manhattan.

—Buenos días, Jim el Risueño —decía.

Siendo yo todavía muy pequeño había notado que siempre me despertaba sonriendo, extraordinaria muestra de inocencia que desde entonces comentaba a diario. De bebé, me cogía en brazos y jugábamos a un juego: hinchaba los carrillos como un hipopótamo y yo se los deshinchaba de un golpe, primero un lado y después el otro. Pero, apenas lo había hecho, abría mucho los ojos, sus mejillas volvían a llenarse y yo tenía que volver a desinflárselas muerto de risa.

El cuarto de baño tenía los azulejos blancos y todos los sanitarios de porcelana blanca. Había una ventana de cristal ondulado opaco que parecía brillar con luz propia. Mi padre, de pie a medio vestir en medio de la difusa luz solar —zapatos, pantalones, camiseta a rayas y los tirantes colgando a los costados—, hacía espuma en un cuenco con su jabón de afeitar y después se la aplicaba en la cara con un hábil vaivén de la brocha.

Esto lo hacía tarareando la abertura de El buque fantasma, de Wagner.

Me encantaba el ruido raspante que hacía la brocha en su piel y cómo iba el jabón espesándose poco a poco. Después, sostenía tirante desde el gancho del que colgaba en la pared una larga tira de cuero de unas tres pulgadas de ancho y pasaba sobre ella la navaja de afeitar atrás y adelante con una vuelta de muñeca. Yo no comprendía cómo siendo tan suave el cuero podía afilar algo tan duro como una navaja de acero. Me explicó la causa, pero yo sabía que era sólo otro ejemplo de sus poderes mágicos.

Mi padre hacía juegos de manos. Por ejemplo, podía parecer que se quitaba la parte de arriba del pulgar y volvía a ponérsela. Usando una mano como biombo, veías detrás cómo el pulgar de la otra se partía, y después el vacío entre las dos mitades. Como todos los buenos trucos, era espantoso. Arrancaba el Pulgar y volvía a ponerlo con un pequeño giro, y lo apartaba para que yo pudiera inspeccionarlo, moverlo y cerciorarme de que estaba como nuevo.

Mi padre estaba lleno de sorpresas. Hacía juegos de palabras, y bromas.

Mientras se afeitaba, brotaban aquí y allá, a través de la blanca espuma, diminutos chorros de sangre que la teñían de rosa. Él no parecía notarlo y seguía afeitándose y tarareando.

Después de lavarse la cara y darse en ella palmaditas con una loción de olmo escocés, se hacía la raya en medio de su brillante cabello negro y peinaba ambos lados hacia atrás. Lo llevaba siempre bien cortado. Su apuesta cara de un blanco rosado relucía. Se alisaba el oscuro bigote con las puntas de los dedos. Tenía la nariz fina y recta, y unos ojos castaños vivos y chispeantes que hablaban de una inteligencia juguetona.

Siempre me untaba espuma de la que le sobraba al afeitarse en las mejillas y la barbilla. En el armario de las medicinas había paletitas de madera para aplanar la lengua; cada vez que venía a verme nuestro médico de familia, el doctor Gross, me regalaba una. Mi padre me la alcanzaba para que pudiese afeitarme.

—Dave —decía mi madre golpeando la puerta—, ¿sabes qué hora es? ¿Qué haces ahí dentro? —Y él hacía un gesto de esconder la cabeza entre los hombros, como si fuésemos dos chicos malos.

Mi padre siempre hacía promesas cuando se iba al trabajo.

—Esta noche volveré pronto —decía a mi madre.

—No tengo dinero —replicaba ella.

—Aquí tienes un par de dólares para salir de apuros. Tendré más esta noche. Te llamaré. Quizá pueda comprar algo para cenar.

Yo le tiraba de la manga y le pedía que me trajese una sorpresa.

—Bueno, veré lo que puedo hacer —decía él, sonriente.

—¿Me lo prometes?

Donald estaba ya en la escuela. Cuando mi padre se fuese, ya no me quedaría nada que esperar, de modo que lo observaba hasta el último segundo. Era corpulento, aunque lo bastante elegante con uno de sus trajes y la chaqueta bien abotonada. Comprobaba el estado del nudo de su corbata en el espejo del vestíbulo. Cuando se ponía el sombrero ladeado, con mucho estilo, yo corría al salón para verlo salir. Bajaba los escalones a saltos, se volvía hacia donde yo estaba asomado a la ventana, para levantar el brazo y sonreírme, y se iba calle abajo con aquel andar suyo brusco y garboso. Doblaba la esquina y de repente se perdía de vista.

Yo comprendía la propensión que había en su vida. Me daba cuenta de que vivía, por carácter, como un residente temporal. Se iba y volvía. Se movía en todas direcciones. Sus impulsos e instintos, incluso en su día libre, señalaban lejos de casa.

Rara vez cumplía su palabra de volver a tiempo para cenar o de traerme algo. Mi madre no podía soportar que faltase a sus promesas. Estaba siempre pidiéndole cuentas. Yo veía que eso no servía de nada. A modo de compensación, me traía cosas cuando menos las esperaba. Sorpresas por sorpresa. Era una especie de enseñanza.

sábado, 4 de noviembre de 2023

PRÓLOGO A UN LIBRO DE CUENTOS POLICIACOS por XAVIER VILLAURRUTIA OBRAS COMPLETAS. FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

 


PRÓLOGO A UN LIBRO DE CUENTOS POLICIACOS

SI YO fuera novelista o cuentista escribiría novelas o cuentos policiacos. Las novelas y

cuentos policiacos tienen, al menos, un sector definido de lectores fieles a las emociones que

les produce un género tan bien definido como ellos. Lo malo, en mi caso particular, es que no

he escrito aún una novela ni siquiera un cuento propiamente dichos. Cuando algún crítico, más

malicioso que justo, alude a Dama de corazones considerándola como una novela y, más aún,

como una novela frustrada, se equivoca. El texto de Dama de corazones no pretende ser el de

una novela ni alcanzar nada más de lo que me propuse que fuera: un monólogo interior en que

seguía la corriente de la conciencia de un personaje durante un tiempo real preciso, y durante

un tiempo psíquico condicionado por las reflexiones conscientes, por las emociones y por los

sueños reales o inventados del protagonista que, a pesar de expresarse en primera persona, no

es necesariamente yo mismo, del modo que Hamlet o Segismundo —para citar dos ejemplos

tan grandes como conocidos— no son necesariamente Shakespeare ni Calderón. Dama de

corazones pretendía a la vez ser un ejercicio de prosa dinámica, erizada de metáforas, ágil y

ligera, como la que, como una imagen del tiempo en que fue escrita, cultivaban Giraudoux o,

más modestamente, Pierre Girard. La verdad es que por la razón expuesta en las primeras

líneas, si algún día cedo a la tentación de escribir una novela o una serie de cuentos, pienso

que serán novela o cuentos policiacos.

La novela policiaca es una aguda rama de la novela de aventuras, género tan definido

como la legión de sus ávidos lectores de todas partes del mundo. De ella podemos decir lo

que Remy de Gourmont decía de las novelas pornográficas que tienen la ventaja, con relación

a otro tipo de novelas menos definidas, o confusas, de ser, al menos, pornográficas. Con

relación a la novelaensayo, a la novela biografía, a las biografías novelas, las novelas

policiacas tienen la ventaja de ser, al menos, policiacas, lo que equivale, de una vez por todas,

a asegurar un alimento más o menos rico en las sustancias que el lector busca para su

nutrición. Y lo que busca el lector de novelas de aventuras y, más concretamente, de novelas

policiacas —que ahora nos preocupan—, es, ante todo, diversión e ínteres. La primera

depende del segundo. Si la novela interesa, el lector ya no la dejará caer de las manos. Pero el

interés que debe despertar el novelista del género policiaco no es el mismo que deben tener

todas las novelas sino un interés sui generis, basado en el enigma, en el misterio. Enigma,

misterio. He aquí dos cosas que interesan al hombre desde que el mundo es mundo y que lo

interesarán siempre. El enigma devora al hombre en tanto que éste no alcanza la solución del

enigma, del mismo modo que el lector devora la novela enigmática hasta llegar a ese momento

en que el autor le da la solución del enigma que ha puesto en pie delante del lector y que ha

vestido de sombras para hacerlo más compacto pero que habrá de desnudar sabiamente en el

momento victorioso de la solución. La misión del novelista policiaco es intrigar al lector,

despertando su curiosidad hasta el punto de enfermarlo, creándole una especie de intoxicación

anhelante en que el lector pugna por mantenerse lúcido a fin de adivinar o resolver por su

cuenta la solución del misterio. Esta solución deberá llegar a su tiempo y nunca antes, a fin de

constituir, en un momento dado, una catarsis, una purificación del lector que deberá

experimentar una sensación de alivio y descanso. Los efectos de una novela policiaca deberán

estar aún más y mejor calculados que los de una obra de teatro. Por otra parte, la presentación

o la narración de los hechos deberán obrar magnéticamente sobre el lector. Sin estas dos

cualidades la obra resultará pobre y el lector la abandonará o, lo que es peor, la arrojará lejos

de sí cuando, una vez alcanzado el punto de llegada, la solución no corresponda a la tensión de

que ha sido víctima durante la trayectoria.

Cuando un autor logra imantar, magnetizar al lector, bien puede darse el gusto de filtrar en

su obra y, en consecuencia, en la mente de la víctima que es el lector mismo, las ideas que

quiera difundir o, simplemente, expresar sobre las más variadas cosas. El gran novelista

Gilbert K. Chesterton, que dominaba al lector gracias a la sabia disposición de los efectos y al

magnetismo de su narración, no hizo otra cosa. Gracias a ello, sus cuentos policiacos, además

de grandes breves cuentos, son agudos, insensibles instrumentos de penetración y deliciosos

vehículos de expresión de las ideas católicas que le interesaba plantear, discutir y sobre todo

propagar. Este claro ejemplo hace pensar en la injusticia y en la necedad de quienes se atreven

aún a mirar el género de la novela de aventuras y particularmente el género policiaco por

encima del hombro. Una vez dominados los medios de expresión, un cuento policiaco puede

ser —como en el caso de Chesterton— una exposición teológica, o —como en el caso de

Jorge Luis Borges— un poema o un problema metafísico.

Más de una vez me he preguntado por qué razones nuestros escritores no cultivan el género

de novelas y cuentos policiacos. Existen, sin duda, otras razones que no son ya las del simple

desdén con que, en general, lo miran. Exponer aquí estas razones sería largo y tedioso y

equivaldría a detenerse a considerar el desierto sin advertir que, para la sed de los lectores de

novelas policiacas, existe ya el pequeño oasis de los cuentos policiacos de Antonio Helú.

Porque Antonio Helú ha cultivado desde hace algunos años, modesta y silenciosamente, esta

forma de expresión.

Otros escritores mexicanos empiezan a dar señales de interés en el mismo campo, pero

Antonio Helú tiene entre nosotros una categoría de precursor. Sus cuentos nos llegan ahora

traducidos al inglés en las revistas norteamericanas que se han especializado en el género

policiaco. El protagonista de la mayoría de sus cuentos viene a ser el primer detective

mexicano que se instala en la numerosa legión extranjera o, dicho de otro modo, en el nutrido

santoral en que el padre Brown es mi favorito, como Arsenio Lupin parece ser uno de los

santos de la devoción de Antonio Helú.

El protagonista de una serie considerable de cuentos de Antonio Helú tiene un nombre

claro, sencillo y amigo de la memoria. Se llama Máximo Roldán. No he encontrado en los

cuentos que he tenido la suerte de leer, y en que Máximo Roldán aparece, una descripción

física, una ficha de identificación con sus señas particulares. Tal vez su inventor no se ha

preocupado o, lo que es más probable, no ha querido preocuparse por retratarlo de una vez

por todas, concreta y definitivamente ante sus lectores, en su aspecto físico. En cambio resulta

fácil decir que Máximo Roldán es ingenioso, agudo y, sobre todo, rápido; que Máximo Roldán

es a un tiempo ladrón y policía, a su modo; que tiene un particular sentido de la justicia, y que

procede por aparentes intuiciones rápidas pero que, en el momento de la explicación,

descubrimos que no son tales intuiciones sino reflexiones, deducciones, inducciones de una

rapidez extraordinaria, sólo que han obrado en su mente con la velocidad del relámpago.

El estilo de Antonio Helú no lo pone en peligro de instalarlo en la Academia de la Lengua,

ni en ninguna otra academia, cosa que, estoy seguro, no sólo no le preocupa sino que le haría

temblar. Tiene, a cambio de una corrección estilística estricta, otros méritos menos frecuentes:

desde luego, la economía, tan necesaria en el género que cultiva; el desenfado; la gracia

coloquial y una nerviosidad que corresponde muy precisamente a la persona de Antonio Helú,

del cual podemos afirmar que es como su manera de escribir, y como su protagonista Máximo

Roldán: delgado, inteligente, nervioso y… explosivo.

jueves, 2 de noviembre de 2023

“TRES POETAS FILÓSOFOS” DE GEORGE SANTAYANA POR XAVIER VILLAURRUTIA. OBRAS COMPLETAS FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

 



“TRES POETAS FILÓSOFOS” DE GEORGE SANTAYANA

LAS PRIMERAS menciones, las alusiones primeras y también las primeras traducciones al

español de fragmentos en prosa de la obra de George Santayana aparecieron en las revistas

literarias México Moderno, de la ciudad de México, e Índice de la ciudad de Madrid, en el

año de 1922. En Índice, Pedro Henríquez Ureña formulaba, significativamente, esta certera e

irónica pregunta: “¿Por qué España, que con tanto empeño aspira a tener filósofos, no se entera

de quién es Santayana?” En México Moderno, al mismo tiempo que la traducción de un

fragmento intitulado “Aversión al platonismo”, apareció una breve nota biográfica de George

Santayana, nacido en Madrid en 1863, pensador y poeta que escribe en inglés. La glosa de

Eugenio D’Ors en que se pregunta el porqué de la resistencia española a informarse sobre

Santayana, y el ensayo de Antonio Marichalar, intitulado “El español inglés George

Santayana”, aparecieron respectivamente en U-turn it, en 1923, y en la Revista de Occidente

en 1924.

Más de veinte años después, la obra de George Santayana empieza a ser entregada en

traducciones al gran público. Ricardo Baeza ha hecho una de las suyas traduciendo El último

puritano, novela autobiográfica y filosófica. Ahora, después de la publicación de una serie de

ensayos, aparece, también en Buenos Aires, firmada por José Ferrater Mora, la traducción de

Three Philosophical Poets, tríada de conferencias que Santayana dio en la Universidad de

Columbia en 1910, y que repitió el mismo año en la Universidad de Wisconsin, basadas, a su

vez, en un curso desarrollado en Harvard. Con estos últimos datos quiero señalar, al

improbable pero no imposible lector de este comentario, que se trata de una obra seria y

concentrada, de una decantación de las ideas de un poeta filósofo sobre la obra que es también

un denso ensayo sobre la crítica literaria, sobre la historia de la filosofía, y más

orgullosamente, “sobre la filosofía misma”.

Lo primero que borra un posible prejuicio del lector ante una obra como ésta es la falta

deliberada, voluntaria, de todo aparato erudito. Santayana se burla con alegría y delicia de los

que discuten eternamente el fundamento y el significado exacto de —por ejemplo— las

confesiones de Dante. Confía, en cambio, en la penetración del lector, en el tacto literario o en

la imaginación afín al poeta. “Si no es así, Dante no desea abrirle su corazón: sus enigmáticos

ademanes son justamente su coraza protectora contra los espíritus incapaces de

comprenderle.”

Nada más rico en iluminaciones y sorpresas de poeta, en reflexiones de crítico y enlaces

ideológicos de filósofo que esta peregrinación que el lector puede hacer, de la mano de

Santayana, por los mundos particulares de Lucrecio, poeta de la naturaleza; Dante, poeta de la

salvación, y Goethe, poeta de la vida. Anotemos que, sin que pretenda, como es necia y

reiterada costumbre, dar un valor crítico a una preferencia, la de Santayana se inclina del lado

de la obra de Dante. En el autor de la Comedia halla el tipo supremo del poeta y al “maestro

de la distinción”.

Todo un ejemplo de lo que es la ciencia de la ponderación de valores estéticos y

filosóficos es la “Conclusión” de la obra de Santayana. Tras de estudiar a los tres poetas

filósofos establece una comparación entre ellos; una comparación que, naturalmente, excluye

el peligro de llevarnos a creer que uno de ellos es mejor que los restantes. “Cada uno —dice

Santayana— es el mejor a su manera, y ninguno es el mejor de un modo absoluto.”

La obra de Santayana desemboca en una interrogación acerca de cuál será el poeta filósofo

dueño de una nueva visión y fundador de una religión basadas en la libertad y el valor

morales. Sería un poeta que vendría a restituir la destrozada visión del mundo. Santayana

espera la aparición de este poeta, no sin expresar —irónicamente— que este supremo poeta,

tan inexistente como necesario, se halla todavía en el limbo.

martes, 31 de octubre de 2023

MI “PENSADOR MEXICANO” por XAVIER VILLAURRUTIA EN OBRAS COMPLETAS. EDITORIAL FONDO DE CULTURA MEXICANA

 



MI “PENSADOR MEXICANO”

DE CUANDO en cuando soplan en México huracanes de nacionalismo. Se alaba

desmesuradamente lo nuestro, se reduce lo nuestro a elementos decorativos. A veces,

afortunadamente, también se estudia lo nuestro. Ayer fueron los jóvenes del Ateneo. Ahora

somos nosotros, los jóvenes, ¿de dónde? Digamos del “grupo sin grupo”.

Bernardo Ortiz de Montellano aborda el conocimiento de nuestra literatura para en ella

buscar las raíces donde anudar su obra, pero en su incursión lleva gemelos de teatro. Así, una

vez, ve lejanos y disminuidos los defectos; así, otra vez, acerca y aumenta las cualidades.

Cuando escucha reparos, finge no oírlos, desdeñando toda crítica que no tenga a la vista las

mil actividades en que nuestros precursores se disolvieron.

En el fondo, bien sabe que su juicio en estas materias más está hecho de amor que de

justicia.

También Salvador Novo, con esa curiosidad insaciable que tanto le favorece y que tanto le

difunde, se ha asomado al paisaje impresionista de nuestras letras iniciales, llegando a caer,

insólito, hasta en los terrenos precortesianos. Tratando estos asuntos —Nezahualcóyotl, rey, y

poeta traducido del inglés—, me produce el mismo efecto que a los chichimecas les habría

producido el aterrizaje de un avión en sus tiempos y en sus dominios. Hay algo de

modernísimo en el “genio y figura” de Salvador Novo que le impide aparecer natural en tales

incursiones. Hablando de Fernández de Lizardi, acierta en su manera de justificarlo,

humanizándolo. En cambio, se aprovecha para lanzar los dardos de su humorismo insinuando

que “de haber vivido en estos tiempos sería el jefe de la campaña contra el analfabetismo”, sin

recordar que, además de jefe, por momentos, Lizardi merecería formar parte de su propio

ejército.

Mi intromisión quiere ser, si más modesta, más severa. Examinando lo que hay en el

platillo de la crítica apasionada, lo que hay en el platillo que reconoce valores y fija

contornos, sólo quiero decidirme por este útimo, advirtiendo que, si mi actitud pesara un poco,

ayudaría a inclinar la balanza del lado que han contribuido a llenar Reyes y Urbina.

Tiene otro objeto más, que consiste en señalar el peligro de la incultura —título de una

prédica próxima y necesaria—; el peligro de la incultura hasta en un escritor de amables

dones.

No he puesto frases en mi comentario. Apenas si confieso que, a cada momento, me

asaltaban deseos de terminarlo con una “moraleja”. (La fábula sería: El escritor que habiendo

salido desnudo, en noche de tormenta, llevando los vestidos al brazo, murió de pulmonía. Los

vestidos eran, naturalmente, la cultura.) Sólo que de este modo se incurría en uno de los

defectos que más perjudican la obra de Lizardi: la preocupación moralizante.

JOSÉ JOAQUÍN FERNÁNDEZ DE LlZARDI

Nació en la ciudad de México por 1774 y murió el 21 de junio de 1827. Hijo de su tiempo, no

es posible juzgarlo en un aislamiento al que no se entregó nunca. Su vida azarosa y su

temprana orfandad hicieron de su carrera algo incompleto, sujeto siempre a las vicisitudes de

la época de transición política que le tocó en suerte observar y sufrir. Como escritor tuvo,

pues, quizá a pesar suyo, siempre para poca fortuna nuestra, que pertenecer a la clase de

“luchadores que usan de su pluma como de algo vivo y cotidiano”, como de algo útil aunque

inartístico.

Su cultura, a pesar de sus tronchados estudios de latín, filosofía y teosofía, de su

bachillerato, fue bastante insegura y estrecha.

¿Escribió Fernández de Lizardi en el Diario de México, de don Jacobo de Villaurrutia y

de don Carlos María de Bustamante? Con los brotes primeros de la emancipación política —

principios del siglo XIX—, crecían en la publicación aludida los deseos primeros de

emancipación literaria. Por ello, y teniendo en cuenta las simpatías que hacia la causa

insurgente demostrara, no es aventurado contestar afirmativamente. Lo cierto es que, apenas

autorizada la libertad de imprenta por la Constitución de Cádiz, funda su célebre periódico El

Pensador Mexicano, donde desahoga su fecundidad en “polémicas tenaces”, en “ironías

sencillas”. La popularidad circundó a su publicación; las persecuciones de que fue objeto su

persona por parte del virrey Venegas fueron útiles para su suerte de apostolado; y, por último,

su seudónimo acabó por convertirse, en los cerebros de quienes lo admiran sin conocerle, en

su calificativo.

Sus dotes de observador lo lanzaron a la novela. Su obra mejor conocida, El Periquillo

Sarniento, publicóse incompleta y por primera vez en 1816. El virrey Apodaca prohibió que

saliera a luz el último tomo, que contenía un ataque a la esclavitud. La edición completa —la

tercera— sólo apareció después de la muerte de Lizardi, entre los años de 1830-1831.

Con motivo de El Periquillo, ha recibido los más opuestos calificativos. Beristáin,

Pimentel, Terán, Ramírez, Prieto, González Obregón, con sus reparos o sus elogios

desmedidos cuando no injustos, han contribuido a hacer de la figura de este precursor de

nuestras letras una mancha difusa. Luis G. Urbina, con humano buen sentido, y Alfonso Reyes,

con afilada percepción, han formulado con serenidad y justicia juicios que empiezan a aclarar

y fijar los contornos de la obra de Lizardi.

Hijo lejano de la novela picaresca española, El Periquillo Sarniento contiene realzados

los defectos y las excelencias de su autor. En él culminan sus virtudes de observador paciente,

“exacto hasta la grosería”; su importancia de folclorista, trasladando a su obra el lenguaje del

pueblo con curiosidad y verdad, pero sin arte, sin depuración y sin gusto; sus dotes de

costumbrista excelente.

El moralista, el satírico, hicieron daño al novelista. Lizardi hizo de su novela un medio de

enderezar y aderezar sermones dirigidos contra la viciada vida de la Colonia. Noble

preocupación ésta, que si corre pareja con los impulsos mejores de la independencia de

Nueva España, redunda en perjuicio de su obra que resulta alimentada por preocupaciones

políticas en vez de estarlo por preocupaciones de belleza.

Escribió para el pueblo, sí, pero sin pretender elevar su pobre condición estética,

descendiendo él, por el contrario, y sacrificando sus aptitudes artísticas en una tarea que su

incompleta cultura le dictaba como imprescindible.

Concluyamos. El mérito de Fernández de Lizardi descansa en su valiente aportación de

realismo y verdad al medio literario insustancial de su tiempo; en el valor que para el

folclorista representa su exacto traslado de los tipos, ambiente, costumbres y lenguaje del

pueblo; en la importancia que para el filólogo ofrecen sus documentos vivos en el estudio de

la lengua vulgar.

Su obra es copiosa y diversa; su fecundidad, asombrosa. Poeta lírico y dramático,

costumbrista, periodista y novelista. Escribió folletos, libros, periódicos. Entre sus obras —la

lista completa, detallada, amenazaría interminable— descuellan Alacena de frioleras, Ratos

entretenidos, El conductor eléctrico, el ya mencionado Periquillo Sarniento, La Quijotita y

su prima, Noches tristes y días alegres y El negro sensible.

domingo, 29 de octubre de 2023

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ por XAVIER VILLAURRUTIA. FUENTE: OBRAS COMPLETAS. FONDO DE CULTURA ECONÓMICA





SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

ESTA tarde voy a tratar de captar la atención de ustedes hablando de un tema que me es

particularmente grato. No es otro que el de la poesía de sor Juana Inés de la Cruz. Me

propongo darles una pequeña conferencia sin fechas. Pero como debe tener como toda regla su

excepción, daré una: la de su nacimiento y muerte (1651-1695).

Sor Juana Inés de la Cruz es un clásico mexicano. ¿Qué queremos decir con esto? Que es

un ejemplo, que es un autor ya suficientemente conocido y estudiado. Yo preferiría contestar

esta pregunta diciendo que sor Juana es un trasunto nuestro, porque es un autor con el cual, con

la cual, es posible aún convivir, vivir con ella, con su obra, que es un retrato fiel de ella,

puesto que con sor Juana y su obra tenemos un ejemplo de esa correspondencia perfecta entre

el ser y su expresión íntima.

Sor Juana es en este sentido de la convivencia un autor vivo, clásico: clásico quiere decir

vivo. Ésta es la forma en que yo prefiero definir el autor clásico. No marmóreo, estatuario y

correcto, ya definitivamente en un nicho, sino un autor que puede circular en torno nuestro, con

el cual podemos acompasar nuestra respiración. Los placeres que produce el tono, la obra de

su igual con sus semejantes, sobre todo cuando se conoce la obra de sor Juana en su amplitud,

son maravillosos. Porque con este clásico mexicano ha sucedido que se le conoce sobre todo

por las antologías; es decir, por selecciones parciales.

A la vista de esta selección parcial, limitada, pequeña, la obra de sor Juana, tan difícil de

encontrar en las ediciones antiguas, se crea en los escritores mexicanos de este siglo la

necesidad no sólo de gozar ellos personalmente, que tienen a su alcance sus obras, sino el

deseo de participar este placer a los demás, a las mayorías. El placer que no se comparte no

es placer. El placer es siempre, o casi siempre, entre dos o entre muchos. La necesidad de

contar con ediciones modernas de sor Juana se hace sentir desde fines del siglo XIX. Menéndez

y Pelayo, el gran crítico español que tiene tanta influencia en la literatura mexicana, fue el

primero en pedir, en expresar su deseo de que la obra de sor Juana fuera publicada en

ediciones modernas al alcance de todos.

Su obra ofrece dificultades. Sor Juana es un autor conceptista, un autor barroco. Sus

ediciones antiguas están plagadas de errores, y hubo necesidad de establecer textos sobre

aquellos puntos exóticos. Esto era lo que pedía Menéndez y Pelayo y que al fin se ha logrado

en una moderna edición que apareció hace poco en Buenos Aires.

¿Quiénes la han estudiado en México modernamente? Desde luego Henríquez Ureña;

después Manuel Toussaint, Ermilo Abreu Gómez, y otro crítico contemporáneo nuestro, que ha

dedicado gran parte de su vida al trabajo y a la reproducción fiel de los textos de sor Juana,

pretendiendo poner al alcance del gran público lector versiones depuradas.

Las ediciones críticas modernas de los sonetos y de las endechas, las cuales he visto con

fervor, no pretenden ser las ediciones que han hecho Toussaint, Abreu Gómez y yo las últimas

de la monja, pero son ya, desde luego, las primeras que se pueden leer con facilidad. Hemos

modernizado la ortografía; hemos revisado la puntuación; hemos establecido los textos,

comparando las diversas ediciones que han salido llenas de errores.

Recientemente ha encontrado sor Juana un gran crítico moderno en la personalidad de Karl

Vossler, el gran maestro de filología románica, que ha traducido hasta el poema más oscuro y

más complejo: Primero sueño.

La obra de ella no es muy vasta, no muy numerosa, tiene la virtud de la concentración.

Escribió prosa y verso. De prosa, ha llegado hasta nosotros la Carta athenagórica, la crítica

al sermón de un jesuita, Antonio Vieyra. Revela en este escrito toda su fuerza teorética, fuerza

inexplicable, puesto que se trataba de una mujer que vivía dentro del margen raquítico de sus

tiempos. Después de esta carta, tenemos la dirigida a Sor Filotea. He aquí un escrito en prosa

de particular importancia para el conocimiento de la psicología de sor Juana. Fue escrita en

respuesta a la que el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, le dirigió con el

objeto de reducirla al orden. Le pareció que una mujer de esa época no debería tocar ni tratar

temas filosóficos con la valentía y la seguridad con que sor Juana lo hizo, y mucho menos

tocar ciertos temas que a la Iglesia le parecían peligrosos. Esta carta es además un documento

autobiográfico de primer orden.

Se han escrito algunas vidas sobre ella, pero éstas han tenido siempre la debilidad de ser

vidas no apoyadas en la realidad, sino fantásticas. El mismo Amado Nervo, que escribió un

libro sobre la monja, cayó en este error, no obstante que al alcance de todos está esa carta en

donde sor Juana hace un estudio delicado y agudo sobre su vida y la ofrece como si estuviera

grabada en una placa de metal. La misma carta es una confesión de primer orden y un

documento de valor inapreciable para el estudio de su figura. Además escribió en prosa otras

obras de menor importancia: ofrecimientos, ejercicios, oraciones, explicaciones y protestas de

fe.

Se le debe igualmente teatro: Los empeños de una casa; Amor es más laberinto, título

precioso de una obra que no está escrita toda de su mano, puesto que el segundo acto fue

redactado, compuesto, por un contemporáneo suyo llamado Juan de Guevara. Sobre teatro

religioso nos legó tres autos sacramentales: El divino Narciso, El mártir del Sacramento y El

cetro de san José. No es sor Juana Inés de la Cruz un autor de teatro de primer orden, pero sí

muy interesante para su época. La influencia de Calderón se dio en su teatro religioso. Además

de estas dos obras de teatro profano y tres de religioso, escribió tres loas, nueve letras

sagradas, cuatro letras profanas para cantar, porque sor Juana tiene, además de escritura,

música; algunos villancicos en forma dramática, que llegaron a once, y tres villancicos

deliciosos, fuera del teatro, encantadores, llenos de una música extraordinaria, de rimas

finísimas; el ya mencionado Primero sueño, poema largo de imitación deliberada, consciente,

confesado por ella misma, de las Soledades de Góngora, sólo que en una atmósfera y en un

clima que no es de Góngora, sino particular de la poetisa: la noche y el sueño; dentro de este

ambiente se desarrolla el poema complejo y difícil de sor Juana. Pero tal vez lo más

importante, y digo tal vez, aun cuando debí decir seguramente, resulta en sus poesías líricas.

En ellas toca casi todas las formas de la expresión, las formas clásicas, ideales. Tiene sesenta

y tres sonetos, cincuenta y nueve romanzas, nueve glosas, un ovillejo, diecisiete redondillas,

treinta y cuatro décimas, diez endechas y tres liras. Toda su obra está comprendida en las

ediciones antiguas en tres tomos. Los títulos de los poemas que aparecen en estas ediciones no

están redactados por la misma sor Juana, sino por sus antiguos editores, y debo decir a ustedes

que se han conservado por mera tradición, no están de acuerdo con el espíritu de la

composición.

No voy hablar de todos los aspectos de la poesía de sor Juana, ni de todo aquello que esta

poesía me despierta. Mi plática la voy a abordar desde un plan nuevo, aunque ya así lo han

hecho Menéndez y Pelayo y otros. Voy a hablar a ustedes de la curiosidad de sor Juana.

La curiosidad ha sido casi siempre apreciada desde un punto de vista muy especial; se le

ha considerado como una debilidad; también se dice que la curiosidad, así tomada

superficialmente, es algo propio únicamente de la mujer. Yo distingo dos clases de curiosidad:

la curiosidad de tipo masculino y la curiosidad de tipo femenino. Un hombre puede tener

curiosidad femenina y una mujer curiosidad masculina. Éste es el caso de sor Juana.

La curiosidad como una pasión que no acrecienta el poder del espíritu la podemos

personificar en Eva, que mordió por curiosidad el fruto prohibido. En Pandora, que movida

también por ese pensamiento abrió la caja que le habían prohibido. Ésta es una curiosidad de

tipo accidental; pero hay otro tipo de curiosidad, una curiosidad más seria, más profunda, que

es un producto del espíritu y que también es una fuente en el conocimiento. Esta curiosidad

como pasión, no como capricho —la curiosidad de Pandora es un capricho—, es la curiosidad

de sor Juana.

¿Qué es curiosidad por pasión? Yo la defino así: es una especie de avidez del espíritu y de

los sentidos que deteriora el gusto del presente en provecho de la aventura; es una especie de

riesgo que se hace más agudo a medida que el confort en que se vive es más largo. Este tipo de

curiosidad ¿por quién está representado? Como ejemplo puedo dar a ustedes un personaje. La

fábula, la novela, la poesía que encarnará esta belleza del espíritu que deja la comodidad del

espíritu para lanzarse a la aventura, para interesarse en ella, nos da Simbad el Marino. Simbad

el Marino, dueño de riquezas, no se conforma con su comodidad, con su holgura.

La comodidad y la holgura engendran el tedio, el aburrimiento. Ya Voltaire decía que el

tedio es el fruto de la triste falta de curiosidad. Una persona curiosa, con esa curiosidad

masculina, no se aburrirá jamás, porque la curiosidad es uno de los grandes motores que ha

tenido el mundo.

Simbad el Marino, rico y pobre en su riqueza, en cuanto el tedio lo amenaza abandona

riquezas y bienes y se lanza a la aventura. Naufraga, porque Simbad es un náufrago

incorregible. Pero este naufragio no le impide, una vez que ha vuelto a sentirse holgado y rico,

lanzarse a un segundo, a un tercero, hasta un séptimo viaje. Es el tipo de curiosidad que ahora

nos interesa.

Otro ejemplo de personaje conmovido, espoleado por esta pasión del espíritu, es Ulises.

Sus aventuras revelan una curiosidad de tipo científico. No era su viaje una simple aventura,

sino que perseguía un fin. Pues bien, sor Juana es para mí un representante de esta forma de

curiosidad masculina. Lo prueba su avidez de conocimiento; su valor para alejarse de la

comodidad, de abandonar todo aquello que le servía de marco dorado y esplendoroso en la

Corte de los Virreyes, y cuando llegó a ser una figura prominente, la vemos abandonar su

situación de privilegio para recluirse en un convento, no porque tuviera una vocación religiosa

muy pronunciada, ni muy profunda, sino porque la vida de la Corte le robaba la intimidad que

ella buscaba para hacer cada día más profundo su espíritu.

Este deseo de saber se inició desde su tierna edad. En su documento autobiográfico nos lo

dice: “Digo que no había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una

hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman amigas, me

llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de

manera el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre

ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al

donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la

desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi

madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por

junto”.

Desde una edad tempranísima, pues, despierta esta pasión por saber. Más tarde, muy poco

más tarde, porque sor Juana fue siempre precoz, oyó decir que en la Universidad de México se

estudiaba la ciencia. “Y apenas lo oí, cuando empecé a matar a mi madre con instantes e

importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a México, en casa de unos

deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy

bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que

bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a México, se

admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía

que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.” Sigue el motor de la curiosidad. Va

dejando de ser la niña ocupada en las tareas de casa y preocupada en cambio en el afán de

conocimiento. Empezó a aprender la gramática en veinte lecciones, y además, se imponía

sacrificios para lograr el objeto de su aspiración en materia de conocimientos. Era entonces

cuando se cortaba el cabello, que era un adorno natural y que sigue siendo lo más apreciado

por las mujeres, y poniéndose algún plazo para aprender alguna disciplina, mientras no la

aprendía, se dejaba el cabello corto y no permitía que le creciera, sino hasta cuando lograba

alcanzar su fin.

Sor Juana no pudo vivir recluida en aquel pueblo y entonces, a base de ruegos e

insistencia, logró pasar a la capital de Nueva España. Después, por su talento natural, por la

fama que empezó a correr en México de su habilidad para escribir, para hacer versos, se le

llevó a la Corte, donde figuró. Todos conocen la anécdota de que una vez fue sometida a un

examen por los hombres más ingeniosos y sabios de Nueva España y que ella supo contestar

todas las preguntas sobre temas diversos: filosofía, ciencias naturales, etcétera.

Sor Juana era, además de muy curiosa, sensiblemente dinámica. Era muy bella. En la Corte

de los Virreyes tuvo, como era natural, proposiciones de matrimonio y aun lances de tipo

amoroso. Pero alrededor de esto sus biógrafos han hecho leyendas; se ha inventado que el

virrey estaba enamorado de ella, y una serie de inexactitudes. Ella misma nos dice en su carta

autobiográfica que abandonó la Corte para retirarse al convento por su incapacidad para el

matrimonio, por la poca inclinación que sentía, ya mujer mayor, para trabajos domésticos y la

vida hogareña. Lo que quería era que la dejaran sola para poder seguir cultivándose, para

poder seguir escribiendo.

Cuando sor Juana creyó que ya en el convento no iba a ser perseguida por el mundo, aun

allí, dentro del convento, las críticas en contra de una mujer excepcional de su tiempo la

persiguieron. Ella parece contestar a estas críticas en un soneto suyo que dice:

En perseguirme, mundo, ¿qué interesas?

¿En qué te ofendo, cuando sólo intento

poner bellezas en mi entendimiento

y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros ni riquezas;

y así, siempre me causa más contento

poner riquezas en mi entendimiento

que no mi entendimiento en las riquezas.

Yo no estimo hermosura que, vencida,

es despojo civil de las edades,

ni riqueza me agrada fementida,

teniendo por mejor, en mis verdades,

consumir vanidades de la vida

que consumir la vida en vanidades.

Sor Juana Inés se recluyó en el convento y tuvo la fortuna de tener, hasta antes de la carta

que el obispo de Puebla le dirigió, tuvo la fortuna, repito, de poder vivir dentro del claustro

rodeada de libros, de aparatos científicos, de instrumentos musicales. Sólo más tarde, cuando

fue reprochada tan acremente por el obispo de Puebla, tuvo que deshacerse de sus libros. Fue

cuando ya se retiró de las letras, de la ciencia, de las artes en general, para entrar en otra vida.

Y esto nos lleva a otro aspecto de la vida y de la obra de la monja. No faltan textos de

literatura en los que se habla de su misticismo. No hay tal misticismo. No hay elementos

misteriosos en la obra de sor Juana. No fue tampoco una religiosa de un celo extremado, de un

ardor exagerado. Simplemente cumplía con las reglas. ¿Para qué cumplía con estas reglas?

Para tener tiempo de seguir en sus nuevas inquietudes, en su afán de saber.

Decía que para ella el estudio no era el deseo de saber más, sino de ignorar menos. Ésta es

su actitud en relación con el saber. Si nosotros examinamos, por ejemplo, su colección de

sonetos, nos encontramos que los de tema religioso son apenas unos cuantos. Claro está que

escribió preciosas obras de teatro religioso, pero fueron composiciones de circunstancia. Lo

más íntimo, lo más profundamente sorjuanístico no es de tipo religioso, menos aún de tipo

místico. Esto último hay que descartarlo para siempre. Sor Juana es más bien, ¡y qué bien!, una

poetisa de la inteligencia. Es la emoción de la inteligencia aguda la que se desprende de la

mayor parte de sus poesías. Colocada en un tiempo, en un momento literario en que el

conceptismo, que es una de las dos grandes formas del barroco, predominaba, era la moda.

Pero dentro de ella ¡cómo pudo desarrollar su talento de mujer inteligentísima que logró

despertar la emoción de la inteligencia!

La poesía de sor Juana es a un tiempo plástica por su forma, pero también tiene ese adorno

barroco tan característico del espíritu mexicano.

Es, pues, un poeta de la inteligencia, un poeta del concepto, una poetisa de la razón. Si

examinan por ejemplo la serie de sus sonetos sobre el amor, encontrarán una clave sobre este

tema. Estos sonetos pueden parecer fríos, si es que la inteligencia, que a mí no me parece,

admite este término. Pero sor Juana no es sólo una poetisa de la razón; es también un poeta del

sentimiento. Puede en ella predominar lo que llamaba yo en la conferencia pasada el poder

lógico de la palabra. Pero a veces también el poder mágico se enlaza, se conjuga, se casa en

un matrimonio de cielo e infierno, lo mágico con lo lógico en la poesía de sor Juana. Es

entonces cuando alcanza las notas más finas del lirismo más alto y a la vez más emotivo. Si

una serie de sus poemas puede ser considerada como un pequeño tratado de amor, al modo de

los tratados sobre el amor tan renacentistas, otras son verdaderas expresiones de íntimo

sentimiento. El amor, los celos, la ausencia, la esperanza, son los temas de sor Juana en la

mayoría de sus poemas; no son temas muy vastos, pero sí fundamentales. He aquí un poema

sobre la esperanza:

Diuturna enfermedad de la Esperanza,

que así entretienes mis cansados años

y en el fiel de los bienes y los daños

tienes en equilibrio la balanza;

que siempre suspendida, en la tardanza

de inclinarse, no dejan tus engaños

que lleguen a excederse en los tamaños

la desesperación o la confianza:

¿quién te ha quitado el nombre de homicida?

Pues lo eres más severa, si se advierte

que suspendes el alma entretenida;

y entre la infausta o la felice suerte,

no lo haces tú por conservar la vida

sino por dar más dilatada muerte.

Hay que distinguir en la poesía de sor Juana tres tipos de composiciones: las poesías que

podríamos llamar cortesanas, poesías de circunstancias; por otra parte, las poesías de ingenio,

de mero ingenio —ejercicio retórico—, de gran laboriosidad, que revelan una extraordinaria

habilidad y una facultad de que siempre fue dueña: improvisar con una rapidez asombrosa. A

sor Juana le daban en la Corte las rimas con que debía hacer un soneto y en seguida con esas

mismas rimas presentaba trabajos de una descripción de partes perfectamente lógica. Esto no

es la más importante de su obra, pero sí es de peso.

Las poesías de Corte son aquellas que seguramente llegaron a fastidiar, a llenar de tedio su

corazón. Ella tiene que hacer composiciones para los acontecimientos más destacados de la

vida cortesana. Lo hace con mucha habilidad y con mucha gracia y donaire. Pero la tercera en

que yo distribuyo su obra poética es la más importante: la lírica propiamente dicha. Por esta

parte, está considerada como el mejor poeta de habla española de su tiempo. Es verdad que ya

había sobrevenido la decadencia de la lírica española, después de ese momento de esplendor

que tuvo en los llamados Siglos de Oro. Pero ella es la última resonancia de esta gran época

de la poesía lírica de habla española. Voy a dar a ustedes una muestra de esa poesía lírica de

sor Juana, proplamente lírica, íntima, intensa, en donde no hay circunstancias: me refiero a un

soneto (he escogido los sonetos porque es más fácil dar a conocer cosas completas de sor

Juana Inés de la Cruz en éstos y no en sus magníficas liras o sus delicadas endechas). El sujeto

de la poesía de sor Juana se encuentra frente a su amado; el amado está desdeñoso con ella;

ella quisiera ablandar el corazón de su amado, pero no lo logra; ella quisiera que el amado

tocara su corazón para que se diera cuenta de que vive allí, sólo para él. Pero esto le parece

imposible. Y sor Juana va a encontrar una manera de que el amado vea y aun toque su corazón.

Dice así el soneto:

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,

como en tu rostro y tus acciones vía

que con palabras no te persuadía,

que el corazón me vieses deseaba;

y Amor, que mis intentos ayudaba,

venció lo que imposible parecía;

pues entre el llanto que el dolor vertía,

el corazón deshecho destilaba.

Baste ya de rigores, mi bien, baste:

no te atormenten más celos tiranos

ni el vil recelo tu quietud contraste

con sombras necias, con indicios vanos,

pues ya en líquido humor viste y tocaste

mi corazón deshecho entre tus manos.

Este soneto es tan excelente como los mejores sonetos de la lengua española. Las liras de

sor Juana tienen este alcance, esta profundidad; son verdaderas selecciones de las cosas

íntimas de una mujer que se expresa en toda su amplitud y reconditez.

Recientemente un escritor español, Pedro Salinas, publicó un ensayo sobre la monja, sobre

sor Juana. Se intitula el ensayo En busca de Juana de Asbaje. Después de leerlo nos damos

cuenta de que Salinas se lanzó a buscarla con el propósito de no encontrarla. Esto es

asombroso, y no valdría la pena detenerse a hablar de ello si no se tratara de un poeta como

Pedro Salinas, tan fino y tan delicado, y que además ha recorrido los caminos de la crítica con

cierto donaire y aun con cierto acierto. Salinas en la última crítica, la más reciente que se ha

hecho a la obra de sor Juana, llega a conclusiones que nos parecen exageradas e inexplicables.

Dice que sor Juana no tuvo un temperamento religioso muy grande y tomó el camino de la

religión para apartarse del mundo como a un postrer viaje. Al mismo tiempo que Salinas

acierta en esto, dice que sor Juana no nació para poeta. Esto es sospechoso. Hay en esto un

deseo de disminuir ciertos valores o una incomprensión fatal. Basta leer los sonetos

propiamente líricos de sor Juana, no los satíricos, no los de circunstancias; basta leer las

endechas o las liras para que la sola poesía de sor Juana responda a esta afirmación un tanto

apresurada. No quiero terminar sin dar a conocer a ustedes una composición, de un gusto

exquisito, que nos lleva a los mejores momentos de la poesía lírica de habla española. Es un

poema en que expresa el sentimiento de la ausencia.

Si lo oyen con atención, el resultado que se opere en ustedes será la mejor respuesta a

aquellos críticos que, como Salinas, han pretendido disminuir el valor todo de la monja.

Dice así:

Amado dueño mío,

escucha un rato mis cansadas quejas.

pues del viento las fío,

que breve las conduzca a tus orejas,

si no se desvanece el triste acento

como mis esperanzas en el viento.

Óyeme con los ojos.

ya que están tan distantes los oídos,

y de ausentes enojos

en ecos, de mi pluma mis gemidos;

y ya que a ti no llega mi voz ruda,

óyeme sordo pues me quejo muda.

Si del campo te agradas,

goza de sus frescuras venturosas,

sin que aquestas cansadas

lágrimas te detengan enfadosas;

que en él verás, si atento te entretienes,

ejemplos de mis males y mis bienes.

Si al arroyo parlero

ves, galán de las flores en el prado,

que, amante y lisonjero,

a cuantas mira intima su cuidado,

en su corriente mi dolor te avisa

que a costa de mi llanto tiene risa.

Si ves que triste llora

su esperanza marchita, en ramo verde,

tórtola gemidora,

en él y en ella mi dolor te acuerde,

que imitan, con verdor y con lamento,

él mi esperanza y ella mi tormento.

Si la flor delicada,

si la peña, que altiva no consiente

del tiempo ser hollada,

ambas me imitan, aunque variamente,

ya con fragilidad, ya con dureza,

mi dicha aquélla, y ésta mi firmeza.

Si ves el ciervo herido

que baja por el monte, acelerado,

buscando, dolorido,

alivio al mal en un arroyo helado,

y sediento al cristal se precipita,

no en el alivio, en el dolor me imita.

Si la liebre encogida

huye medrosa de los galgos fieros,

y por salvar la vida

no deja estampa de los pies ligeros,

tal mi esperanza, en dudas y recelos,

se ve acosada de villanos celos.

Si ves el cielo claro,

tal es la sencillez del alma mía;

y si, de luz avaro,

de tinieblas emboza el claro día,

es con su oscuridad y su inclemencia

imagen de mi vida en esta ausencia.

Así que, Fabio amado,

saber puedes mis males sin costarte

la noticia cuidado,

pues puedes de los campos informarte;

y pues yo a todo mi dolor ajusto,

saber mi pena sin dejar tu gusto.

Mas ¿cuándo, ¡ay, gloria mía!,

mereceré gozar tu luz serena?

¿Cuando llegará el día

que pongas dulce fin a tanta pena?

¿Cuándo veré tus ojos, dulce encanto,

y de los míos quitarás el llanto?

¿Cuándo tu voz sonora

herirá mis oídos, delicada,

y el alma que te adora,

de inundación de gozos anegada,

a recibirte con amante prisa

saldrá a los ojos desatada en risa?

¿Cuándo tu luz hermosa

revestirá de gloria mis sentidos?

¿Y cuándo yo, dichosa,

mis suspiros daré por bien perdidos,

teniendo en poco el precio de mi llanto,

que tanto ha de penar quien goza tanto?

¿Cuándo de tu apacible

rostro alegre veré el semblante afable,

y aquel bien indecible,

a toda humana pluma inexplicable,

que mal se ceñirá a lo definido

lo que no cabe en todo lo sentido?

Ven, pues, mi prenda amada;

que ya fallece mi cansada vida

de esta ausencia pesada;

ven, pues: que mientras tarda tu venida,

aunque me cueste su verdor enojos,

regaré mi esperanza con mis ojos.

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