LA FERIA DEL MUNDO
Durante la Gran Depresión, todos
los que habitan en el Nueva York de los años 30 tienen que reinventarse, salir
del pozo sin fondo de la recesión económica. La familia de Edgar Altschuler no
es una excepción pero, para él, todo es novedad y así nos traslada a su ciudad
y su tiempo, con la inocencia del que descubre por primera vez. A través de sus
recuerdos asistimos al escenario de los grandes acontecimientos que conforman
su vida (la Exposición Universal, la Segunda Guerra Mundial) pero para él es el
día a día lo que cuenta: una visita al carnicero kosher; el placer delicioso de
comprar un boniato del carrito de un vendedor ambulante; un iglú que se
construye en la calle con bloques de hielo; la visión impresionante y
majestuosa del dirigible Hinderburg…
ACERCA DEL AUTOR
E.L. Doctorow nació en Nueva York, en 1931 y es una de las voces fundamentales de la
literatura norteamericana contemporánea. Su obra traducida a 30 lenguas ha sido
merecedora de los premios más importantes de su país, como el Pen/Faulkner y
es, año tras año, candidato al Nobel. Autor de novelas tan importantes como Ragtime y Billy Bathgate, Doctorow es, asimismo, autor de relatos, ensayos y
teatro. www.eldoctorow.com
ACERCA DE LA OBRA
«Edgar es inteligente, valiente,
un poco arrogante, un observador apasionado del mundo que le rodea (…) y
describe ese mundo con un lenguaje que es, al mismo tiempo, tan hipnótico y
maravillosamente preciso que consigue articular las caóticas pasiones del la niñez.»
THE NEW YORK TIMES
«… Un escritor impresionante, […]
puede demostrar erudición sin ser un coñazo, originalidad y delirio sin ser un
asqueroso moderno, sencillez de estilo sin ser un prosista arenoso y
espiritualidad sin oler a sacristía cerrada…»
DANIEL LÓPEZ VALLE, GOMAG
«… Un escritor genial, uno de
esos narradores que nacen muy de vez en cuando, y cuyas cualidades son capaces
de iluminar textos y épocas, de conceder nuevo sentido a los hechos y a los
sentimientos, y hasta a las propias palabras.»
JUAN BOLEA, EL PERIÓDICO
LA
FERIA DEL MUNDO
Traducción de César Armando Gómez
E. L. DOCTOROW
Para R. P. D.
Y aquí está el cosmorama, rodeado
de niños…
WORDSWORTH, El preludio
ROSE
Yo había nacido en la calle
Clinton, en el Lower East Side. Era la penúltima de seis hijos, dos chicos y
cuatro chicas. Los chicos, Harry y Willy, eran los mayores. Mi padre era
músico, violinista. Siempre se ganó bien la vida. Él y mi madre se habían
conocido en Rusia y allí se casaron, y más tarde emigraron. Mi madre también
procedía de una familia de músicos, y de ahí vino, tiempo adelante, el
encontrarse con mi padre. Algunos de sus primos eran muy conocidos en Rusia;
uno de ellos, violoncelista, incluso había tocado para el zar. Mi madre era muy
guapa, menuda, con una larga melena dorada y ojos azul pálido. Mi padre solía
decirnos: «¿Y vosotras os creéis guapas? Teníais que haber visto cuando vuestra
madre y sus hermanas pasaban por la calle, en nuestro pueblo. Todo el mundo se
volvía a mirarlas, tan esbeltas y con aquel porte tan elegante.» Supongo que no
quería vernos hechas unas presumidas.
Tenía yo cuatro años cuando nos
mudamos al Bronx, a un gran piso cerca del parque Claremont. Era buena
estudiante; iba a una escuela pública, la P.S. 147, en la avenida Washington, y
cuando acabé allí pasé a un instituto, el Morris. Completé los cursos y me
gradué; volví a matricularme para estudiar comercio, y aprobé las suficientes
asignaturas para volver a graduarme si quería. Entonces sabía escribir a
máquina, contabilidad y taquigrafía. Era muy ambiciosa. Me había pagado las
clases de piano tocando para acompañar películas. Miraba a la pantalla e
improvisaba. Mi hermano Harry y mi padre solían sentarse detrás de mí para
encargarse de que nadie me molestase; los cines eran todavía muy primitivos e
iba mala gente. Al acabar mis estudios, encontré un empleo como secretaria
privada de un conocido hombre de negocios y filántropo, Sigmund Unterberg.
Había hecho el dinero con un negocio de camisas y ahora pasaba gran parte de su
tiempo trabajando para organizaciones judías, asistencia social y ese tipo de
cosas. En ese campo no había entonces burocracia oficial ni programas, como
ahora; todo lo que tenía que ver con la caridad era cosa de los particulares y
las organizaciones que ellos creaban. Yo era una buena secretaria; cuando
mister Unterberg me dictaba una carta podía tomarla directamente a máquina sin
un error, de modo que cuando él terminaba yo había acabado también y la carta
estaba lista para que la firmase. Eso hacía que yo le pareciese maravillosa. Su
esposa, una mujer encantadora, solía invitarme a tomar el té, a alternar con
ellos. En esa época tendría yo unos diecinueve o veinte años. Me presentaron a
un par de chicos, pero no me gustaban.
Por entonces estaba ya interesada
por tu padre. Nos conocíamos del instituto. Era guapísimo, con una gran facha,
y un buen deportista; de hecho, fue así como lo conocí, en las pistas de tenis;
las había de tierra batida en el cruce de la avenida Morris y la Calle 170 y
los dos íbamos allí a jugar. Entonces se jugaba al tenis con falda larga. Yo
era una buena jugadora, me gustaba el deporte, y así fue como nos conocimos. Me
acompañó a casa.
A mi madre no le gustaba Dave. Le
parecía demasiado loco. Si yo salía con otro chico, ya sabía que iba a
estropearme la cita. Rondaba mi casa aunque no hubiésemos quedado, y cuando
veía que venía otro a buscarme hacía cosas terribles, organizaba una pelea, nos
paraba y se ponía a hablarme cuando estaba con el otro. Le advertía que me
tratase con respeto o se le iba a caer el pelo. Naturalmente, algunos se
asustaban y no volvían. Era un fastidio, me ponía furiosa, pero lo cierto es
que nunca rompía con él como me aconsejaba mi madre. En invierno íbamos a
patinar en el hielo; en primavera me sorprendía enviándome flores; era muy
romántico, y a lo largo de esos años fui enamorándome de él.
Entonces las cosas eran muy
diferentes; no conocías a alguien y salías y te acostabas con él así sin más,
un, dos, tres. Las personas se hacían la corte; las chicas eran inocentes.
UNO
Me despiertan sobresaltado los
vapores amoniacales y paso en un instante de un sueño pegajoso a un saber
afligido: he vuelto a hacerlo. Mis muslos empapados me pican. Lloro y llamo a
mamá, sabiendo que tendré que soportar su dura reacción, que pasar por aquello, para ser rescatado. Mi cuna
está en la pared este de su habitación, la de ellos en la pared sur.
—¡Mamá!
Me chista desde su cama.
—¡Mamá!
Gruñe, se incorpora y avanza
hacia mí con su camisón blanco. Sus fuertes manos entran en acción. Me desnuda,
quita la ropa y hace un montón en el suelo con mi pijama, las sábanas normales
y la de goma que hay debajo. Oscilan sus pechos bajo el camisón. La oigo
susurrar advertencias. En pocos segundos estoy lavado, empolvado, vestido de
limpio y viajo hacia sonrisas secretas en la oscuridad. Cabalgo, joven
príncipe, en sus brazos camino de su cama, y soy bienvenido entre ellos, al
bendito y seco calor que los envuelve. Mi padre me da una palmadita amistosa y
vuelve a dormirse con la mano en mi hombro. Pronto están dormidos los dos.
Huelo sus divinos olores, macho, hembra. Momentos después, mientras un tímido
atisbo de luz diurna empieza a dibujar los contornos de la persiana, me veo
totalmente despierto y feliz, velando a mis padres dormidos, con la terrible
noche ya a mi espalda y el querido día a punto de alborear.
Son mis primeros recuerdos. Al
llegar la mañana, me gustaba bajarme de la cama y observarlos. Mi padre dormía
sobre el brazo derecho, con las piernas estiradas y la mano en la almohada,
doblada por la muñeca contra la cabecera. Mi madre, encogida, con la curva de
su ancha espalda tocando la de él. Era agradable ver su forma, juntos bajo la
ropa. La cabecera golpeaba contra la pared cuando se movían. Tenía un estilo
barroco, verde oliva, con un friso de pequeñas flores rosa y hojas verde oscuro
a lo largo de sus bordes acanalados. En la pared opuesta estaba el tocador, con
el espejo del mismo verde oliva y bordes estriados. También había ramilletes de
flores rosa encima de los tiradores de metal ovalados de los cajones. Me
gustaba jugar a levantar esas asas y dejarlas caer para oírlas tintinear.
Comprendía lo ilusorio de las flores cuando después de mirarlas y creer en
ellas palpaba con las yemas de los de dos las pinceladas en relieve. No me
gustaban tanto los visillos, de un blanco transparente que velaban las
persianas, ni los pesados cortinajes que los encuadraban. Me hacían sentir una
especie de ahogo. Huía de los sitios cerrados. La oscuridad me espantaba sobre
todo porque no estaba seguro de que fuese respirable.
Yo era un niño asmático, alérgico
a todo, con los pulmones continuamente atacados, que tosía, respiraba con
dificultad y necesitaba inhaladores. Era el triste niño prodigio de la
medicina, familiarizado con las cataplasmas de mostaza, las gotas para la nariz
y los tapones de Argyrol para limpiar la garganta. Me enchufaban a cada paso
termómetros e irrigaciones de agua jabonosa. Mi madre creía que el dolor
curaba. Lo que no hacía daño no servía para nada. Yo gritaba, chillaba y
sucumbía peleando. Argumentaba a favor del mercurocromo rojo cereza para mis
rodillas arañadas y lo que me aplicaban era siempre el odioso yodo. ¡Cómo
aullaba!
—Deja ya de hacer tonterías
—decía mi madre mientras me propinaba unas pinceladas que dolían como si me
quemasen—. Cállate ahora mismo. ¡La que armas por nada!
Tenía dificultades con las
proporciones de las cosas y me fabricaba espacios razonables en lo que de otro
modo resultaba un hogar injustamente agigantado. Me gustaba acogerme al refugio
del piano, en el salón. Era un Sohmer vertical de caoba negro, y el teclado
saliente me proporcionaba un techo a mi medida. Disfrutaba con los dibujos de
las alfombras. Me eran familiares los suelos de roble y las faldas de los
asientos tapizados.
Si iba de buena gana a bañarme
era en parte porque la bañera tenía unas dimensiones razonables. Podía tocar
sus costados. Hundía barcos de cáscaras de nuez, organizando oleajes que
después aquietaba.
Me daba también cuenta de que,
por alguna razón, la implacable eficiencia de mi madre quedaba en suspenso
cuando yo estaba bañándome. Aparte de venir de vez en cuando a asegurarse de
que no me había ahogado, respetaba mi intimidad. Se me llenaban de arrugas las
yemas de los dedos antes de tener que levantarme para destapar el desagüe.
La mesa y las sillas de madera de
la cocina eran para mí una fortaleza. Desde allí podía vigilar la vasta
extensión del suelo. Conocía a las personas por sus piernas y sus pies. Los
fuertes tobillos y las grandes y bien proporcionadas pantorrillas de mi madre
se movían por allí sobre las alas de unos zapatos de tacón. Iban del fregadero
a la nevera o a la mesa acompañados por los ruidos de rigor del entrechocar de
los cubiertos y el deslizar de los cajones al abrirse y cerrarse. Mi madre daba
unos pasos fuertes y decididos que hacían temblar las puertas de cristal de los
armarios.
Mi menuda abuela hacía avanzar
pulgada a pulgada sus pies sin levantarlos del suelo, lo mismo que bebía su té
a pequeños sorbos. Usaba botines negros cuyos empeines quedaban ocultos bajo
sus largas faldas flácidas, también negras. De toda la familia, era la más
fácil de espiar, porque estaba siempre sumida en sus pensamientos. Me andaba
con cuidado con ella, aunque sabía que me quería. A veces rezaba en la cocina,
con el libro abierto sobre la mesa y el anticuado calzado plano plantado en el
suelo.
A mi hermano mayor, Donald, no
había manera de espiarlo. A diferencia de los adultos, era rápido y estaba
siempre alerta. Tomarlo por blanco durante siquiera unos segundos antes de que
se diese cuenta de mi presencia era un gran triunfo. Un día, vagando por el
pasillo, pasé frente a la puerta abierta de su habitación. Cuando atisbé,
estaba de espaldas, trabajando en la maqueta de un avión.
—Sé que estás ahí, Nariz de
Burbuja —dijo sin dudarlo un momento.
A mi hermano lo consideraba una
fuente segura y completa de conocimiento y sabiduría. Su mente era un compendio
de las normas y reglamentos de todos los juegos conocidos por la humanidad.
Arrugaba la frente concentrándose en el modo adecuado de hacer las cosas. Vivía
con rigor y atento a las reglas. Era una autoridad no sólo en la construcción
de maquetas sino en volar cometas, ir en patinete y cuidar animales de
compañía. Todo lo hacía bien. Yo sentía por él un amor y un respeto llenos de
gravedad.
Podían haberme intimidado su
ejemplo y la idea que a través de él yo me había formado de lo mucho que me
faltaba por aprender, pero él tenía los instintos generosos de un maestro. Un
día estaba yo con nuestro perro Pinky
frente a nuestra casa de la avenida Eastburn cuando llegó Donald de la escuela
y dejó los libros en los escalones de la entrada.
Arrancó una gran hoja oscura del
seto de alheña que había bajo la ventana del salón, la puso entre las palmas de
sus manos, hizo copa con ellas, se las llevó a la boca y sopló por el hueco que
formaban los dos pulgares juntos. Sonó un balido maravilloso.
Pegué un bote. Cuando Donald
volvió a hacer aquel ruido, Pinky
empezó a aullar, como hacía siempre que tocaban una armónica en su presencia.
—Quiero probar—dije.
Siguiendo las pacientes
instrucciones de Donald, elegí una hoja como la suya, la coloqué cuidadosamente
entre mis palmas y soplé. No se oyó nada. Donald corrigió una y otra vez la
posición de mis manitas, cambió de hoja, corrigió mi modo de hacerlo, pero
seguía sin oírse nada.
—Tienes que trabajarlo —dijo
Donald—. No puedes esperar conseguirlo sin más. Fíjate, voy a enseñarte algo
más fácil.
La misma hoja que había utilizado
como lengüeta la partió ahora por la mitad con sólo presionar con los cantos de
las palmas juntas y aplanar las manos.
Mi hermano tenía una facha
estupenda. Usaba pantalones bombachos de tweed,
calcetines a rayas y zapatos bajos como los chicos mayores. Un mechón de su
cabello castaño liso le caía sobre un ojo. Llevaba el jersey atado de cualquier
manera a la cintura por las mangas y la corbata roja de la escuela con el nudo
flojo. Hacía mucho rato que yo había metido a nuestro maniático perro en casa y
aún seguía aplicándome concienzudamente a las tareas que Donald me había
puesto. Aunque no pudiese conseguir dominarlas por el momento, al menos sabía
lo que había que aprender.
Donald se parecía a mi madre en
lo de aplicarse resueltamente a las exigencias y desafíos de la vida. Mi padre
era de otra pasta. Yo pensaba que había llegado a donde estaba por pura magia.
Me dejaba contemplar cómo se
afeitaba, porque rara vez lo veía más que por las mañanas. Llegaba del trabajo
mucho después de mi hora de acostarme. Tenía con un socio una tienda de música
en el Hippodrome, un famoso edificio teatral de la Sexta Avenida esquina a la
Calle 43, en Manhattan.
—Buenos días, Jim el Risueño
—decía.
Siendo yo todavía muy pequeño
había notado que siempre me despertaba sonriendo, extraordinaria muestra de
inocencia que desde entonces comentaba a diario. De bebé, me cogía en brazos y
jugábamos a un juego: hinchaba los carrillos como un hipopótamo y yo se los
deshinchaba de un golpe, primero un lado y después el otro. Pero, apenas lo
había hecho, abría mucho los ojos, sus mejillas volvían a llenarse y yo tenía
que volver a desinflárselas muerto de risa.
El cuarto de baño tenía los
azulejos blancos y todos los sanitarios de porcelana blanca. Había una ventana
de cristal ondulado opaco que parecía brillar con luz propia. Mi padre, de pie
a medio vestir en medio de la difusa luz solar —zapatos, pantalones, camiseta a
rayas y los tirantes colgando a los costados—, hacía espuma en un cuenco con su
jabón de afeitar y después se la aplicaba en la cara con un hábil vaivén de la
brocha.
Esto lo hacía tarareando la
abertura de El buque fantasma, de
Wagner.
Me encantaba el ruido raspante
que hacía la brocha en su piel y cómo iba el jabón espesándose poco a poco.
Después, sostenía tirante desde el gancho del que colgaba en la pared una larga
tira de cuero de unas tres pulgadas de ancho y pasaba sobre ella la navaja de
afeitar atrás y adelante con una vuelta de muñeca. Yo no comprendía cómo siendo
tan suave el cuero podía afilar algo tan duro como una navaja de acero. Me
explicó la causa, pero yo sabía que era sólo otro ejemplo de sus poderes
mágicos.
Mi padre hacía juegos de manos.
Por ejemplo, podía parecer que se quitaba la parte de arriba del pulgar y
volvía a ponérsela. Usando una mano como biombo, veías detrás cómo el pulgar de
la otra se partía, y después el vacío entre las dos mitades. Como todos los
buenos trucos, era espantoso. Arrancaba el Pulgar y volvía a ponerlo con un
pequeño giro, y lo apartaba para que yo pudiera inspeccionarlo, moverlo y
cerciorarme de que estaba como nuevo.
Mi padre estaba lleno de
sorpresas. Hacía juegos de palabras, y bromas.
Mientras se afeitaba, brotaban
aquí y allá, a través de la blanca espuma, diminutos chorros de sangre que la
teñían de rosa. Él no parecía notarlo y seguía afeitándose y tarareando.
Después de lavarse la cara y
darse en ella palmaditas con una loción de olmo escocés, se hacía la raya en
medio de su brillante cabello negro y peinaba ambos lados hacia atrás. Lo
llevaba siempre bien cortado. Su apuesta cara de un blanco rosado relucía. Se
alisaba el oscuro bigote con las puntas de los dedos. Tenía la nariz fina y
recta, y unos ojos castaños vivos y chispeantes que hablaban de una
inteligencia juguetona.
Siempre me untaba espuma de la
que le sobraba al afeitarse en las mejillas y la barbilla. En el armario de las
medicinas había paletitas de madera para aplanar la lengua; cada vez que venía
a verme nuestro médico de familia, el doctor Gross, me regalaba una. Mi padre
me la alcanzaba para que pudiese afeitarme.
—Dave —decía mi madre golpeando
la puerta—, ¿sabes qué hora es? ¿Qué haces ahí dentro? —Y él hacía un gesto de
esconder la cabeza entre los hombros, como si fuésemos dos chicos malos.
Mi padre siempre hacía promesas
cuando se iba al trabajo.
—Esta noche volveré pronto —decía
a mi madre.
—No tengo dinero —replicaba ella.
—Aquí tienes un par de dólares
para salir de apuros. Tendré más esta noche. Te llamaré. Quizá pueda comprar
algo para cenar.
Yo le tiraba de la manga y le
pedía que me trajese una sorpresa.
—Bueno, veré lo que puedo hacer
—decía él, sonriente.
—¿Me lo prometes?
Donald estaba ya en la escuela.
Cuando mi padre se fuese, ya no me quedaría nada que esperar, de modo que lo
observaba hasta el último segundo. Era corpulento, aunque lo bastante elegante
con uno de sus trajes y la chaqueta bien abotonada. Comprobaba el estado del
nudo de su corbata en el espejo del vestíbulo. Cuando se ponía el sombrero
ladeado, con mucho estilo, yo corría al salón para verlo salir. Bajaba los
escalones a saltos, se volvía hacia donde yo estaba asomado a la ventana, para
levantar el brazo y sonreírme, y se iba calle abajo con aquel andar suyo brusco
y garboso. Doblaba la esquina y de repente se perdía de vista.
Yo comprendía la propensión que
había en su vida. Me daba cuenta de que vivía, por carácter, como un residente
temporal. Se iba y volvía. Se movía en todas direcciones. Sus impulsos e
instintos, incluso en su día libre, señalaban lejos de casa.
Rara vez cumplía su palabra de
volver a tiempo para cenar o de traerme algo. Mi madre no podía soportar que
faltase a sus promesas. Estaba siempre pidiéndole cuentas. Yo veía que eso no
servía de nada. A modo de compensación, me traía cosas cuando menos las
esperaba. Sorpresas por sorpresa. Era una especie de enseñanza.