sábado, 14 de octubre de 2023

VOLTAIRE LOS ELEMENTOS DE LA FILOSOFÍA DE NEWTON FRAGMENTO PRÓLOGO

 



PROLOGO

Fue ahora hace algo más de siete años que Antonio Lafuente y Luis

Carlos Arboleda acabaron esta edición de los Eléments de la philosophie

de Newton, un libro del que todo el mundo reconocería en estos momentos

su lugar de excepción en la historia del pensamiento, pero del que también

se podría decir que al estar situado en la frontera de distintas disciplinas

ha sido tratado con igual y escasa fortuna tanto por la historia intelectual

del pensamiento como, en menor medida, también por la historia de la

ciencia. Los motivos que han detenido la publicación de la presente

edición española desde que se colocó el último punto en mayo de 1988 y

las razones por las que se ha producido un desentendimiento mucho más

generalizado en lo que concierne a esta obra de Voltaire no coinciden en

todos los casos, pero sí manifiestan una paridad suficiente como para que

el problema en su conjunto pueda ser contemplado más desde una

perspectiva global que desde el estrecho punto de vista de otras

peculiaridades económicas o presupuestarias.

Si nos referimos, antes que nada, al peso específico que los

nombres de las dos personas involucradas en esta obra han adquirido

como referencias intelectuales de nuestro pasado inmediato, encontraremos

que el uno, Voltaire, es universalmente reconocido como

uno de los representantes más conspicuos de los valores ilustrados,

de su proceso de secularización y de su defensa de las libertades;

mientras que el otro, Newton, se une irremediablemente a la última

etapa de la llamada Revolución Científica y a la formulación del

primer gran sistema del mundo construido en función de criterios

experimentales o de procedimientos heurísticos que hoy tomaríamos

sin duda por «modernos». A partir de semejante obviedad, uno

esperaría un interés sincero y duplicado hacia una obra en la que los

nombres de ambas luminarias del pensamiento y de la ciencia se mezclan

PROLOGO

como autor y corno asunto. Pero las cosas, sin embargo, han sucedido de

otro modo. Tanto así que mientras que en el campo de la historia de la

ciencia tan sólo encontramos un interés más o menos creciente hacia este

libro «sobre Newton», sorprende que en el dominio específico de los

estudios voltairíanos haya pasado prácticamente desapercibido este libro

de Voltaire. Bastará señalar, por ejemplo, que en los 250 volúmenes de los

Studies on Voltaire and the Eighteenth Century publicados entre 1955 y

1987, no hay un sóio artículo dedicado exclusivamente a los Eléments y tan

sólo cuatro relativos a la relación entre Voltaire y Newton. 1 Mientras tanto,

después de una espera de más de 25 años, la edición crítica de este libro

que debía aparecer en la colección de las obras completas editada por la

Oxford Foundation ha visto la luz tan sólo en 1992.2 Como fácilmente

reconocerá el lector avisado, la dificultad ha consistido siempre en saber

si era éste un libro «de Voltaire» o si era un libro «sobre Newton». No porque

no pudiera ser ambas cosas al mismo tiempo, sino porque para ser una

obra de Voltaire era demasiado «sobre Newton» y para ser sobre Newton era

demasiado «de Voltaire».

Por supuesto que la edición de Lafuente y Arboleda también esperaba

conmemorar en 1988 los doscientos cincuenta años de la primera

publicación de los Elementos en 1738. Pero tampoco podría tratarse

exclusivamente de defender la viabilidad editorial de una obra en función

exclusiva de una circunstancia tan poco razonada. Más bien al contrario,

los motivos que señalaron los Elementos como una obra clave para la

historia de la ciencia, cuando todavía la historia intelectual del pensamiento

y sobre todo los estudios voltairianos habían hecho poco más que referir

su existencia, tuvieron una naturaleza mucho más substantiva que un

aniversario del que todo el mundo podría haber comprendido la necesidad,

aunque no necesariamente la importancia. Quizá más que ninguna otra

cosa, habría que señalar el convencimiento entonces generalizado entre

los historiadores de la ciencia de que no había ciencia sin públicos, de que

la producción científica no era una empresa alejada de los condicionamientos

sociales que la producen o la distribuyen y de que la disciplina,

por tanto, al estar sometida a las mismas restricciones conceptuales que

cualquier otro estudio de lo social, debía incluir entre sus categorías

básicas nociones como sexo y género, comunidad e identidad, clase y

estatus, corrupción y patronaj e, podery mito, centro y periferia, hegemonía

y resistencia o, sobre todo y por lo que concierne a este caso: comunicación

X

JAVIER MOSCOSO

y recepción,3 La dificultad consistía en hacer entender cómo parte de

nuestro sistema de representaciones sobre la ciencia estaba construido a

partir de elementos retóricos ajenos alo que en un principio denominamos

ciencia básica, cuya correcta integración histórica sólo podía obtenerse

además si se abandonaba una estricta línea divisoria que separara «la

persuasión» de «la prueba».

Al menos desde este punto de vista, cabía entender los Elementos de

Voltaire como una parte más entre otras de un conjunto de evidencias

historiográficas encaminadas a desmantelar una concepción positivista

de la ciencia y un entendimiento unívoco de su historia. La publicación del

texto debía defenderse desde el momento mismo en el que se entendiera

la necesidad de discutir una concepción unlversalizante de la producción

científica. Más aun, puesto que la equiparación entre ciencia y racionalidad

provenía, entre otros, también de la pluma de Voltaire, los Elementos

podían presentarse como ejemplo paradigmático de una forma de

popularización que, a pesar de concentrar sus esfuerzos en problemas de

mecánica o de óptica, no dependía exclusivamente de aquellas ramas del

conocimiento científico. La confianza voltairiana en una forma renovada

de pensamiento secular superaba en este caso las enseñanzas de la nueva

física, puesto que la manera de razonar apareció en todo momento como

ingrediente básico de la propia doctrina. Ai contrario también de lo que

sucedió con otros libros de popularización científica escritos durante la

Ilustración, como Las Conversaciones sobre la pluralidad de los Mundos de

Fontenelle por ejemplo, los Elementos de Voltaire no tuvieron como

objetivo prioritario el envolver la ciencia en el buen gusto, sino el fomentar

el gusto por la ciencia. Y si la filosofía cartesiana había seducido a

marquesas tan incautas como imaginarias, la realidad de la marquesa que

abría la dedicatoria de los Elementos se presentaba en este caso como

prueba indiscutible de la realidad de la doctrina.4 La lógica de Voltaire, si

alguna, fue la de la persuasión: la de la persuasión del gusto en el Temple

du goüt (1733); la de la persuasión deí pensamiento en sus Lettres

philosophiques (1734) y la de la persuasión de la ciencia en sus Eléments

de la philosophie de Newton (1738).

Al enfatizar una lectura de los Eléments a través de los ojos de aquellos

para los que el libro fue escrito antes que para nadie, este pequeño

«catecismo de la fe newtoniana», proporcionaba también un testimonio

fascinante de cómo la filosofía natural y, en última instancia, la ciencia

XI

PROLOGO

-lo que quiere decir: la concepción voltairiana de la ciencia con todas sus

ramificaciones políücas y religiosas, con su deísmo inveterado y su firme

creencia en un ediñcio ordenado del conocimiento- fue capaz de modificar,

o de crear en última instancia, corrientes de opinión pública. Pues si el

libro podía leerse al mismo tiempo como una introducción a los Principia

o a la Optica, como el texto más importante de todos los que promulgaron

la campaña newtoniana en Francia o como un exponente de la fe ilustrada

en la razón que se dice en el lenguaje de la ciencia, la publicación de un

texto de popularización de una teoría científica que ya no necesita en

absoluto ser popularizada venía también a sugerir que nuestra herencia

intelectual con la Ilustración parecía consistir menos en el contenido de

las distintas doctrinas que en las redes sociales o institucionales en las

que aquellas se manifestaron o en los mecanismos por los que alguna vez

pudieron hacerse públicas. La correspondencia explícita entre el contenido

de la ciencia y la esfera de la opinión permitía entender además de qué

modo este libro de los Elementos, en el que Voltaire había hecho de la

ciencia un instrumento de lucha contra la intolerancia, podía presentarse

ahora como argumento historiográfico sobre la intolerancia secular de la

ciencia, y cómo es que allí donde Voltaire enfrentaba la ciencia contra el

fanatismo, su mismo libro podía utilizarse ahora para discutir el fanatismo

de una ciencia concebida sin historia. Después de todo, una vez que

aprendimos del abate Bossuet que tan sólo se podía escribir la historia de

las falsas doctrinas, el destino de la historia de la ciencia, incluyendo en

esta categoría las propias consideraciones de Voltaire en sus Elementos,

parece haber conducido, irremediablemente, a combatir a Voltaire por

medio de Voltaire.

Habría también que añadir, sin embargo, que de la misma manera en

la que Voltaire entendió que el sistema del mundo newtoniano no podía

existir sin eJ respaldo de una comunidad, tampoco la idea de que no hay

ciencia sin público pudo existir jamás sin una audiencia. Al menos en lo

que concierne a los destinos de esta edición española, habría que hacer

notar, en primer lugar, que desde la perspectiva de un lector que no viera

en los Elementos más que un mero compendio de ciencia newtoniana, a

duras penas se podría justificar la necesidad, o ni siquiera el placer, de ser

introducido en semejante doctrina. Al menos en lo que respecta a la

evolución del pensamiento científico, parece cuando menos necesario

concluir no sólo que el newtonianismo ya no es un movimiento sectario.

XII

JAVIER MOSCOSO

sino que en los cursos de mecánica tampoco se define la materia en

términos de extensión impenetrable. En lo que concierne además al tipo

de literatura con la que normalmente se asocia al autor del Candide, de

nuevo es inevitable observar que en este libro no se encontrarán monjes

de Calabria pregonando contra el delito nefando, ni mujeres pariendo

monstruos, ni jesuitas apaleados, ni curas quemados, ni otras muchas de

todas esas sutilezas voltairianas: los Elementos de la filosofía d e Newton

no son las Carias Filosóficas, ni el Siglo de Louis XIV, ni el Sermón de los

C in c u e n t a . Pero tampoco los lectores del s i g lo x x gustamos de las mismas

obras que tanto apreciaron los contemporáneos del autor del Oedipe. Más

bien al contrario, muy pocos son los que alguna vez han llegado a pasar

sus ojos por UHenriade, o por Zatre o por Le Temple du goút De muchas

de las obras que hicieron a Voltaire «el poeta de Francia» en la década de

1730 ni siquiera disponemos de edición castellana, mientras que los

libelos, los tratados, las cartas, los cuentos y las sátiras se nos presentan

con demasiada frecuencia en la soledad de un tratado o de un conjunto

de opúsculos, como si hubieran sido firmados por la misma pluma -lo que

no es verdad-, en el mismo momento -lo que tampoco es verdad- y, sobre

todo, como si hubieran ido dirigidos siempre a los mismos lectores y

publicados por las mismas convicciones. Por lo que concierne, por tanto,

a la fortuna editorial de los Elementos, el olvido parece ser, después de

todo, eí triste destino de una obra que, habiendo contribuido sobremanera

a fijar los términos del pensamiento contemporáneo, parece haberse

hecho a sí misma redundante. Su éxito se confunde con su propia

gratuidad, mientras que su alcance se puede medir en la poca disposición

que tenemos para reconvertimos en lo que ya somos o para que se nos

convenza de lo que nunca hemos cuestionado seriamente.

También en la Introducción a su edición crítica de 1992, Barber y

Walter reconocieron que, en tanto que mero libro de popularización, los

Elementos estaban destinados a disfrutar de una vida más que breve: «Las

popularizaciones [escribieronJ son normalmente las más efímeras de todas

las obras, pues una vez que han servido su propósito se olvidan, mientras

que las obras maestras a las que sirvieron de vehículo continúan siendo

admiradas».5 Pero si en este caso la firma de Voltaire ha posibilitado la

publicación de lo que en otros contextos no aparecería más que como una

obra de ocasión, dependiente de una coyuntura específica y ligada

irremediablemente a los destinos de aquello que predica, sorprende, sin

XIII

PROLOGO

embargo, que allí donde la historia de la ciencia ha encontrado razones

más que sobradas para defender la publicación de una obra de este tipo,

quizá también bajo el pretexto de que se trata en última instancia de una

obra «de Voltaire», la historia intelectual del pensamiento haya sido en

apariencia incapaz de entender qué es lo que esta obra nos cuenta sobre

su autor más que sobre su asunto. No es sólo que se haya renunciado a

explicar de antemano cuánto de Voltaire hay en nosotros, sino que

también, al contrario, se ha evitado sistemáticamente preguntar cuánto

de nosotros ha habido siempre en Voltaire.

Es imprescindible recordar, sin embargo, que la biografía de Voltaire no

sólo se ha escrito desde puntos de vista tan variados como variados han

sido los públicos dispuestos a vilipendiarlo o a ensalzarlo, sino que la

historia de su historia, ligada inextricablemente a los avatares políticos de

los últimos doscientos años, nos ha mostrado que la esfera de la opinión

no es sólo el lugar en el que se cotejan las ideas, sino el espacio político en

el que el ejercicio de la historia sanciona o condena las conductas. La

historia del mundo, ya se sabe, parece ser también su tribunal de justicia.6

Y de esta guisa, la cuestión no debería consistir tanto en si nos representamos

a Voltaire en el Panteón antes que en la Cloaca o si hacemos de

él un santo o un hereje. Ni siquiera, por cierto, si tomamos los Elementos

como un libro «de Voltaire» o «sobre Newton». Al reflexionar sobre los

mecanismos que hacen posible la relación entre historia intelectual e

historia social o, si se prefiere, entre la propaganda política y la política que

toda historia contiene, lo que se establece es una relación de implicación

recíproca entre Voltaire, por un lado, y el surgimiento de una esfera de

opinión pública burguesa, por el otro. Una relación además que quizá no

pueda ni deba simplificarse hasta el extremo de representar a Voltaire tan

sólo como el «transmisor» de una inspiración filosófica dirigida hacia un

público desinformado. Más bien al contrario, si se nos permite hablar de

los Elementos de la Filosojla de Newton como parte integrante de un

proceso genérico de formación de corrientes de opinión pública, es porque

hablar de la formación y consolidación de esa esfera de lo político es

necesariamente hablar del triunfo de Voltaire. Su historia debería consistir

menos en la reconstrucción de su crítica o de su hagiología, -en la

voltairomanie con la que Deshampes y otros intentaron encerrar su

nombre o en el Te Voltairium Laudarom que se cantó en las tullerías

después de la restitución de la familia Calas-, que en la explicitación de los

XIV

JAVIER MOSCOSO

mecanismos por los que el «gran poeta de Francia» fue capaz de modificar

y de crear corrientes de opinión pública que, por su parte, reconocieron en

Voltaire a alguien más que al «gran poeta de Francia», La pregunta básica,

desde este punto de vista, consistiría en establecer hasta qué punto los

Elementos constituyeron no sólo una forma más, entre otras, de

popularización científica, sino de qué modo participaron en la carrera

intelectual de Voltaire en lo que tiene que ver tanto con su aceptación

social como en lo que respecta a su consideración pública.

Sabemos, por ejemplo, que Voltaire retiró el manuscrito de los Elementos

de las manos del impresor holandés, Ledet, a principios de 1737, en

parte como procedimiento diplomático para obtener el favor del Canciller

Daguessau, y en parte para contrarrestar la aparición clandestina de Le

Mondain. Más tarde, en 1738, cuando intentó establecer amistad con Le

Franc de Pompignan, fue también una copia de los Elementos lo que le

mandó Voltaire por medio deThieriot. Y lo mismo sucedió en 1745, cuando

comenzó sus relaciones con la zarina Isabela Petrovna, que en última

instancia conducirían a su admisión en la Academia de Ciencias de San

Petersburgo. Al contrario de lo que sucederá con otras ramas del conocimiento,

la mecánica y la óptica no sólo aparecieron para Voltaire, o para

otros, como el prototipo de la ciencia o el modelo de racionalidad, sino

como una forma de razonamiento desprejuiciado que, pese a algunas

conclusiones peligrosas, resultaba en un principio «políticamente correcto».

Al contrario que esa curiosidad mundana y populista por desvelar los

secretos más íntimos de la naturaleza, casi cien años después de la

condenación de Galileo las leyes del movimiento planetario seguían

apareciendo como modelo de ciencia «elitista», esotérica y físico-matemática,

opuesta a una ciencia natural de interés creciente y que enfatizará la

observación por encima del experimento. 7 Porque la mecánica no es la

contemplación de los insectos, ni los experimentos de regeneración, ni la

anatomía de esa parte ... propia quafeminis de donde surgirá una ciencia

verdaderamente materialista en sus implicaciones tanto como en sus

presupuestos, Voltaire podía escribir a sus editores de Holanda que «había

que ser un vendedor de orbetán para pensar que la filosofía del gran

Newton pudiera estar al alcance de todo el mundo».

No bastará con decir, por tanto, que estamos ante una obra de

popularización científica, como si sólo hubiera una ciencia que pudiera

volverse, en un único sentido, «popular». Más bien al contrario, puesto que

XV

PROLOGO

la expresión unlversalizante «toute le monde» no comprendió de hecho a

«todo el mundo», habrá que observar la instrumentalización voltairiana de

la ciencia en esa visagra que separa Le grand monde de La société o el

hombre de esprit del esprit grossier. Después de todo, el drama intimo de

los Elementos radica en que fueron escritos a medio camino entre la caída

en desgracia del «gran poeta de Francia» en Versalles y el descubrimiento

de una nueva forma de diplomacia y de politesse vinculada, en este caso,

al mundo de la Academia. Fue después de todo a raíz de la publicación de

los Elementos que Voltaire fue nombrado miembro de la Academia de las

Ciencias de Bordeauxy de la Academia de Lyon en 1745; o de la Academia

de La Rochelle en 1746. Fue también por algunos otros de sus escritos

científicos, como sus Réponse á toutes les objectíons contre la philosophie

de Newton de 1739, que Voltaire entró en contacto con Martin Folkes, de

Ja Royal Society de Londres, quien de hecho apoyó su candidatura junto

con el Duque de Richmond, the earl de Macclesfield y James Jurin, a quien

Voltaire había enviado también en 1741 una copia de sus Doutes sur la

mesure des forces motrices et sur leur nature. 8 Lo mismo, en última

instancia, que sucedió con la Academia de Ciencias de Edimburgo, con el

Instituto di Bologna, para el que Voltaire compuso su Saggio,9 con la

Academia Etrusca di Cotoma, con la Academia Florentina y, obviamente,

con la Academia de Prusia, en donde fue elegido al mismo tiempo que La

Condamine «par des suffrages unánimes» . 10

Es imprescindible recordar que incluso después de su regreso de

Inglaterra en 1728, Voltaire era tan sólo el autor de una comedia, Indiscret

(1725), de tres tragedias, Oedipe (1718), Artémire (1720) y Hérode et

Narianne (1724), así como, sobre todo, de un poema épico. La Henriade,

que se publicó por primera vez en 1723 con el nombre de La Ligue. No es

de extrañar, por tanto, que después de la publicación en Francia de las

Cartas Filosóficos en 1734, se extendiera la idea de un Voltaire que,

habiendo«Nacido para el poema épico y para lo dramático» parecía haberse

«preparado para llegar a ser sucesivamente Critico, Filósofo, Matemático,

Historiador y Político»,[l o que las críticas se sucedieran hasta el punto de

que una parte considerable de sus contemporáneos encontrara

enormemente ridículo el ver «al autor de La Henriade ejerciendo el papel

de físico» , 12 Pero es que ía distancia que separa al Voltaire «poeta» del

Voltaire «filósofo», como la misma distancia que separa a Voltaire de

Arouet, no es ni podría consistir tan sólo en el espacio comprendido entre

XVI

JAVIER MOSCOSO

la publicación deLaHenriadeo Las Cartas Filosóficas o entre el nacimiento

de Frangois-Marie Arouet en 1694 y el mes de Junio de 1718 en el que el

poeta francés comenzará a firmar su correspondencia primero como

«Arouet de Voltaire» y después simplemente como «Voltaire». Es mucho

más que de un pseudónimo o de un cambio de oficio de lo que estamos

hablando. Lo que tenemos en la cabeza es una concepción puramente

teatral de la sociedad francesa en la que el desarrollo del tema se hace

depender de la correcta dramaüzación de los distintos carácteres y, en

última instancia, también de la elección de sus nombres. Lo que tenemos

delante es la dramatizadón como principio. No necesariamente la máscara

o la ocultación, sino la pasión burguesa por el decoro, por la politesse

y, por qué no, también por el ennoblecimiento. Un proceso recurrente de

«self-fashioning», habilidad inopinable por la que uno es capaz de ponerse

a sí mismo de moda que, antes como ahora, requiere de un conocimiento

considerable de las reglas y de los mecanismos del teatro del mundo por

el que uno se mueve y cuya existencia hace la propia posible. 13 El conjunto

de la Ilustración, después de todo, abunda en este procedimiento dramático,

en esta sistematización de la impostura, que explica hasta la saciedad el

drama de Rousseau y su filosofía construida sobre la lógica implacable del

«j’avoue» . 14 Voltaire, por el contrario, «imbuido en una noción teatral de la

existencia, compone su apariencia en función del auditorio delante del

cual existe y, puede ser, por el que es capaz de existir» . 15 Se trataba, sobre

todo, de «distinguirse y no ser confundido»; «hubiera sido tan infeliz con

el nombre de Arouet que he tomado otro, sobre todo para no ser

confundido con el poeta Roué» . 16

La distancia que separa a Voltaire de sí mismo, esa permanente

reconstrucción pública de su historia y de su persona, ese lado de

intangibilidad que no nos permite siquiera determinar a ciencia cierta la

fecha de su nacimiento o las circunstancias de su muerte, tampoco nos

servirá por sí misma para establecer nuestra competencia en asuntos de

mecánica o comprobar nuestra maestría en las cuestiones más intrincadas

de la óptica. Lo que hayan podido contribuir los Elementos a eliminar ese

espacio comprendido entre el filósofo y el poeta Voltaire quizá sirva de poco

a la hora de comprender su prosa. Con todo, al menos será posible

comenzar a entender que las razones que hacen de este libro un clásico del

pensamiento no dependen tan sólo de la circunstancia notable de que se

trate de un libro sobre Newton, ni siquiera de que sea un libro de Voltaire,

XVII

PROLOGO

sino de que también es un libro que a su modo nos cuenta parte de la

historia del autor del Candide cuando todavía no lo era y cuando todavía

era muy poco «nuestro Voltaire».

J a v i e r Moscoso

Harverd University, 1995

viernes, 13 de octubre de 2023

VOLTAIRE -OPÚSCULOS SATÍRICOS Y FILOSÓFICOS . PREFACIO DEL TRADUCTOR. Carlos R. de Dampierre

 


PREFACIO DEL TRADUCTOR

Cuando Claudio Guillen me propuso traducir un tomo de esta colección de clásicos, de la que es director, me pareció como si un imposible, o a! menos improbable, se hubiese realizado. Mi vocación de traductor iba a verse colmada. El desconocido que me visitaba me proponía que yo mismo escogiera el autor que prefería traducir, me ofrecía una generosa retribución por mi trabajo, y me dejaba fijar el plasmo para realizarlo.

Pronto nos pusimos de acuerdo sobre el autor: Voltaire. Yo pensé en el sobre todo por su Tratado sobre la Tolerancia, esa virtud de la que tan necesitados andábamos en este país. También pensaba en sus luchas con ¡a rígida censura de su época, que le obligó varias veces a desterrarse, que dio con sus huesos en la Bastilla, que le bizp ser apaleado por ¡os esbirros del caballero de Roban. Pensaba además en la delicia —y en el reto— de traducir su ágil y brillante estilo, tan moderno y periodístico, y al propio tiempo tan comprometido con los problemas de la sociedad de la época.

Las condiciones del contrato establecían que la traducción llevase una serie de notas, clasificadas en distintos grupos, cada uno con una llamada diferente en el texto.

Esto me pareció una idea oportuna, ya que de esta Jor- ma el lector, al conocer por el tipo de la llamada ¡a materia de la nota, podía consultarla o pasarla por alto según le interesase o no, agilizando así la lectura del texto. También me permitiría extenderme en las notas pensando en los diversos tipos de posibles lectores.

Así pues, las notas que se han puesto a estos opúsculos de Vol taire van al final del texto, clasificadas en distintos grupos, a cada uno de los cuales corresponde una llamada distinta en el texto, según se explica con más detalle en ¡o que sigue.

XVI VOLTAIRE

a) Notas del Autor

Son las que puso Voltaire a sus propios textos. La mayor parte de ellas son referencias que autentifican sus frecuentes citas de textos bíblicos y evangélicos. He tenido la curiosidad de verificarlas y be comprobado su exactitud. Aunque estas notas hubieran podido distribuirse en los otros grupos, con la indicación de (N. de Voltaire) como se hace en las ediciones francesas que be manejado, considero más acertado agruparlas, ya que en realidad forman parte de! texto volteriano y permiten apreciar el cuidado con que este escritor justificaba sus citas o aclaraba las menciones que hacía de personajes poco conocidos.

Estas notas del autor aparecerán entre paréntesis en números romanos, por ejemplo (V).

b) Notas del Traductor

Son tas referentes a la traducción en sí. En ellas he incluido las principales variaciones semánticas qut han experimentado muchas palabras francesas del siglo XVIII. Cuando, al hacer esta traducción, buscaba el sentido moderno de las mismas, pensé que mi trabajo podría tener cierto interés para tos estudiosos del francés clásico ya que, además, no se hace en las ediciones francesas que conozco.

Figura también la explicación de ¡os juegos de palabras intraducibies al español, la de los matices de pensamiento que no ha sido posible dar en la versión al castellano. Creo interesante resaltar el hecho curioso de la utilización que hace Voltaire más de una vez de palabras españolas (algunas actualmente en desuso) sin dar su traducción a! francés. Esto permite suponer que Voltaire tenia un conocimiento más que superficial del español. Pienso, por ejemplo, en la palabra española cantonera, que Voltaire desistía en su texto como si tal cosa, tal vez Para evitar la crudeza del vocablo equivalente francés (Las preguntas de Zapata, p. 392), o por considerar más expresiva y más fuerte ¡a palabra española.

Estas notas aparecerán en el texto entre paréntesis y con numeración arábigp, ejemplo (5).

c) Notas del Encargado de la Edición

En este grupo se reúnen las notas informativas relativas a referencias o alusiones en el texto de carácter histórico, mitológico, literario, etc., que hace Voltaire y que por su relativa poca importancia no tiene por qué conocer un lector no especializado, aunque su conocimiento sea necesario para la mejor comprensión de! texto.

PREFACIO DEL TRADUCTOR XVII

Estas notas aparecerán en números arábigos voladitos, ejemplo*.

d) Variantes

Creo que ¡a inclusión en nota de las principales variantes al texto fijado como definitivo es importante, ja que permite ver en unos casos la evolución del pensamiento de Voltaire j admirar en otros su minuciosidad en la corrección de las pruebas de las sucesivas ediciones.

Estas notas se citarán en el texto con asteriscos voladitos, ejemplo*; al final del libro, pág. 403, aparecerán haciendo referencia a la página que corresponden.

e) Traducción de citas

La mayoría de las citas son de autores latinos j su traducción creo que es un acierto de esta edición. Las ediciones francesas que be manejado las dejan sin traducir, aunque su significado no se desprenda de! contexto, por Jo que el lector que no conozca el latín quedaría en la ignorancia de lo que dice la cita con la que el autor apoya o refuerza lo que expresa en el texto. Estas citas aparecerán señaladas con un asterisco entre paréntesis, e irán a pie de págna. Aprovecho esta ocasión para dar las gracias a las personas que me han ayudado en esta labor,ya que sin su colaboración no hubiera podido llevarla a cabo.

Aunque la ordenación de estos textos sea cronológica, en general, se ha preferido colocar a! principio, y por lo tanto futra de este orden, considerando su importancia tanto en extensión como en pensamiento, el Tratado sobre la tolerancia y El filósofo ignorante.

Como no me gusta vestirme con plumas ajenas, quiero dejar constancia de que ¡a selección de estos textos se debe a Claudio Guillen. Creo que su selección es acertadísima, ya que permite conocer en pocas páginas todo el prisma de este polifacético y polémico escritor, con sus defectos y sus virtudes, pero siempre rebosante de entusiasmo y sinceridad, dispuesto a luchar por la libertad de pensamiento y de expresión contra molinos o gigantes. Imagino que sus virulentos ataques contra la Iglesia de Roma no lo. habrían sido tanto de haber llegado a vivir en esta época posconciliar.

Y sólo me queda esperar el juicio de! lector sobre mi trabajo como traductor. Mi propósito —que desde luego no tengo la pretensión de haber conseguido— ha sido lograr ese difícil equilibrio entre la calidad literaria y ¡a fidelidad a! texto. Si alguna pequeña libertad

XVIII VOI.TAIRE

me be tomado coa éste, que me ¡a perdone Volt aire, ya que él mismo me parecía autorizármelas cuando exclama en sus Lettrcs philosophi- ques (Lcttrc XVIII, Sur la tragédie, Ed. de La Pléiadc, 1961, pág. 83), para justificar las que se tomaba en sus propias traducciones: Malheur aux faiseurs de traductions littéraires qui, en traduisant chaqué parole énervent le sens! C’est bien lá qu’on peut dire que la lettre tue et que l’esprit vivifie.

Carlos R. de Dampierre

jueves, 12 de octubre de 2023

Un encuentro lejano con Thomas Mann por Carlos Fuentes

 



Un encuentro lejano con Thomas Mann

por Carlos Fuentes
1.
A principios de 1950, acababa de cumplir 21 años cuando llegué a Suiza para continuar sus estudios, tanto en la Universidad de Ginebra como en el Instituto de Altos Estudios Internacionales. Trabajaba en la misión de México ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y le servía de secretario al miembro mexicano de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU, el embajador Roberto Córdova. Todo esto le daba a mi arribo en Suiza un tono sumamente formal. Ginebra, como siempre, era una ciudad muy internacional.
Me hice amigo de estudiantes extranjeros, diplomáticos y periodistas. Conocí a una bellísima estudiante suiza y me enamoré de ella, pero nuestros encuentros clandestinos fueron interrumpidos por dos casualidades.
Primero, fui expulsado de la estricta pensión donde vivía en la Rue Emile Jung por razón de la clandestinidad ya dicha. Segundo, los padres de mi novia le ordenaron que dejase de frecuentar a un joven proveniente de país oscuro e incivilizado, cuyos hábitos, según se contaba, comían carne humana.
El día en que mi novia me cortó, me consolé yendo a un cine de la Rue Mollard
a ve la famosa película de Carol Reed, “El tercer hombre”, que en ese momento era la más grande atracción fílmica en todo el mundo. La protagonizaba una de las más bellas mujeres que jamás se dejaron ver en la gran pantalla, Alida Valli (años más tarde mi vecina en San Angel Inn). En “El tercer hombre”, la Valli era una perfecta máscara de helada sensualidad y ojos claros, llameantes, vengativos.
Lo más importante, sin embargo, era que en la película actuaba Orson Welles, cuyo “Ciudadano Kane” yo había visto de niño en Nueva York y que me impresionó –desde entonces y hasta el día de hoy- como la máxima película sonora jamás realizada en Hollywood. Su belleza formal, la audacia de su iluminación, los ángulos de la cámara, la atención al detalle, eran valores todos que convergían para narrar La Gran Historia Norteamericana. El dinero, cómo ganarlo y cómo gastarlo. La felicidad, cómo buscarla sin jamás encontrarla. El poder, cómo alcanzarlo y cómo perderlo. Kane era al mismo tiempo el sueño americano y su reverso, la pesadilla norteamericana.
Ahora, en el cinema Mollard, Welles emergió de las sombras de los alcantarillados de Viena como el cínico negociante del crimen, Harry Lime, quien justificaba sus actividades ilegales con una frase que se hizo universalmente famosa y que afectaba, directamente, a Suiza.
Italia, dijo Harry Lime-Orson Welles, la tierra de los Médicis, la corrupción y el asesinato político, había producido a Miguel Ángel. Suiza, el país de la paz, el orden y las vacas, había producido el reloj de cuco.
No recuerdo cómo fue recibida esta línea por el público ginebrino. Sé que yo me había mudado de la puritana pensión a una buhardilla bohemia en la Place du Buorg du Four y desde allí, junto con un condiscípulo holandés, empecé a explorar el lado oscuro de la tierra de los cucos, la vida nocturna de Ginebra.
En ella abundaban los sub-Harry Lime en cabarés de mala reputación, prostitutas oxigenadas eternamente sentadas con su perritos “poodle” en el Café Canónica y un par de lindas bailarinas que el holandés y yo rápidamente convertimos en amigas íntimas. Mi felicidad se vio un tanto empañada, sin embargo, cuando perdí una cita sabatina con la bailarina, quien me dio la respuesta siguiente: “No, el sábado es el día de mi marido”.
Ah, el espectro de Calvino. ¿Ni siquiera las bailarinas de cabaré eran más que relojes de cuco animados? Después de todo, ¿tendría razón Harry Lime? Había leído la novela de Joseph Conrad, “Bajo la mirada de Occidente”, antes de venir a Ginebra. El libro evocaba para mí una ciudad de intriga política, hormigueante de exiliados rusos y temibles anarquistas. Pero aún en la atmósfera de imvernadero trágico descrita por Conrad, había una similitud con la tierra del cuco; la protagonista Sofía Antonovna, le dice al traidor Razumov:
“Recuerda, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios detestan la ironía”.
¿Pudo haber añadido, y los suizos también? Como mexicano no me gustaban las generalizaciones sobre mi país o cualquier otro (salvo los Estados Unidos:
soy puro mexicano). Leyendo a Conrad en Ginebra, sólo pude repetir con él que hay fantasmas vivos así como los hay muertos.
2.
Entonces, en el verano de 1950, fui invitado por unos viejos y queridos amigos germano-mexicanos, los Wagenecht, a visitarlos a Zúrich. Nunca había estado en ese ciudad y tenía la idea preconcebida de que era la corona misma de la
prosperidad suiza que tan brutalmente contrastaba con la otra Europa, la convaleciente de la guerra; Londres sujeta aún a racionamientos de los artículos básicos; Viena ocupada por las cuatro potencias vencedoras, colonia bombardeada; Italia, sin calefacción, sus trenes de tercera colmados de hombres con pantalones raídos cargando maletas atadas con mecates; los niños recogiendo colillas de cigarros en las calles de Génova, Nápoles, Milán.
Era una bella ciudad, Zúrich. Los dulces días de junio dejaban escapar el aliento moribundo de mayo y anunciaban el inminente calor de julio. Era difícil separar al lago del cielo, como si las aguas se hubiesen transformado en aire
puro, y el firmamento en un espejo más del lago. Era imposible resistir el sentimiento de tranquilidad, dignidad y reserva que hacía resaltar aún más la belleza física del entorno. Me pregunté, ¿dónde están los gnomos, dónde
tienen escondido el oro, en esta ciudad donde se suponía que los nibelungos se hacían visibles, vestidos de chaqué y con sombreros de copa, como en las caricaturas de George Grosz?
He de admitir que mi ironía potencial, bien fundadas en las riberas del lago Leman, se vino abajo una noche en que mis amigos me invitaron a cenar en el hotel Baur-au-Lac junto al lago. El restaurante era una balsa, una terraza flotante sobre el lago. Se llegaba a él por una pasarela. lo iluminaban con linternas chinas y velas trémulas. Desdoblé mi tiesa servilleta blanca entre el tintineo apacible de plata y vidrio, levanté la mirada y vi al grupo sentado en la mesa de al lado.
Tres damas cenaban con un caballero maduro, un hombre de más de 70 años, tieso y elegante como las servilletas almidonadas, vestido con saco blanco cruzado e inmaculadas camisa y corbata. Sus dedos largos y delicados rebanaban un faisán frío con minuciosa cortesía. Aún mientras comía, parecía envergado como una vela, con una rigidez militar. Su rostro mostraba una fatiga creciente. Pero el orgullo fijo en sus labios y mandíbulas desesperadamente trataba de ocultar el cansancio. Sus ojos brillaban con el fogoso fuego del capricho.
Mientras las luces de carnaval de esa noche de verano en Zúrich jugaban con luces propias sobre las facciones que al fin reconocí, el rostro de Thomas Mann era un teatro de emociones calladas, implícitas. Comía y dejaba que las
señoras hablasen; él era, ante mi fascinada mirada, el creador de tiempos y espacios en los que la soledad es la madre de una belleza poco familiar y peligrosa, pero también el alma de lo perverso e ilícito.
No supe medir la verdad de mi intuición, esa noche de mi juvenil y distante encuentro con un autor que, literalmente, había dado forma a los escritores de  mi generación. De “Los Buddenbrook” a las grandes novelas cortas a “La montaña mágica”, Thomas Mann había sido el amarre más seguro de nuestra atracción literaria latinoamericana hacia Europa. Porque si Joyce era Irlanda y la lengua inglesa y Proust, Francia y la lengua francesa, Mann era más que Alemania y la lengua alemana. Como jóvenes lectores de Broch, Musil, Schnitzler, Joseph Roth, Kafka, Lernert-Hollenia, sabíamos que la lengua alemana era algo más que Alemania; era la lengua de Viena y Praga y Zúrich, y a veces hasta de Trieste y Venecia. Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la imaginación de Europa, algo más que sus partes. A nuestros jóvenes ojos latinoamericanos, Mann era ya lo que un día Jacques Derrida habría de llamar la Europa que es lo que ha sido prometido en nombre de Europa. Mirando esa noche a Mann cenando en Zúrich, se fundieron para siempre en mi cabeza los dos espacios del espíritu, Europa y Zúrich. Gracias a este encuentro desencuentro, esa misma noche coroné a Zúrich como la verdadera capital de Europa.
3.
Era curioso. Era impertinente. ¿Me atrevería a acercarme a Thomas Mann, yo, un estudiante mexicano de 21 años con muchas lecturas entre pecho y espalda, pero con todas las inhabilidades de una sofisticación social e intelectual muy lejos de mis manos? En un ensayo memorable Susan Sontag ha recordado cómo ella, aún más joven que yo, penetró el santo de los santos de la casa de Thomas Mann en Los Ángeles en los años cuarenta y descubrió que tenía bien poco que decir, pero mucho que observar. Yo no tenía nada que decir, pero, como Sontag, mucho que observar.
Allí estaba él, la mañana siguiente, en el hotel Dolder donde se hospedaba, vestido todo de blanco, digno hasta un punto menos que la rigidez, pero con ojos más alertas y horizontales que la noche anterior. Varios hombres jóvenes
jugaban tenis en las canchas, pero él sólo tenía ojos para uno de ellos, como si éste fuese el Elegido, el Apolo del deporte blanco. Ciertamente, era un joven muy bello, de no más de 20 años, 21 acaso; mi propia edad. Mann no podía
quitarle de encima los ojos al muchacho y yo no podía quitarle la mirada a Mann. Estaba presenciando una escena de “La muerte en Venecia”, sólo que 38 años más tarde, cuando Mann ya no tenía 37 (su edad al escribir la novela
maestra sobre el deseo sexual), sino 75, más viejo aún que el afligido Aschenbach enamorando de lejos al joven Tadzio en la playa de Lido –donde 20 años de ver a Mann en Zúrich, vi a Luchino Visconti, en compañía de Carlos Monsiváis, filmar “La muerte en Venecia” con una mujer que asumía todas las bellezas y todos los deseo, incluso los de la androginia, Silvana Mangano-.
En Zúrich aquella mañana, la situación se repetía, asombrosa, famosa, dolorosa. El circunspecto hombre de letras, el Premio Nobel de Literatura, Mann el septuagenario, no podía esconder ni de mí ni de nadie más, su deseo apasionado por un muchacho de 20 años que jugaba tenis en una cancha del hotel Dolder una radiante mañana de junio del lejano 1950 en Zúrich. Entonces, una mujer joven llegó hasta donde se encontraba su padre, pareció regañarlo cariñosamente, lo obligó a abandonar su apasionada avanzada y regresar con ella a la vida de todos los días, no sólo la del hotel, sino la de este autor inmensamente disciplinado cuyos impulsos dionisiacos eran siempre controlados por el dictado apolíneo de gozar la vida sólo a condición de darle forma.
Para Mann, lo vi esa mañana, la forma artística precedía a la carne prohibida. La belleza se encontraba en el arte, no en el prematuro cadáver de nuestros deseos informes, pasajeros, al cabo corruptos. Fue para mí un momento dramático, inolvidable: un comentario verdadero sobre la vida y la obra de Thomas Mann, el arribo de su hija Erika, visiblemente burlona ante las debilidades eróticas de su padre, suavemente empujándolo de regreso, no al orden de “cucolandia”, sino al orden del espíritu, de la literatura, de la forma artística, donde Thomas Mann podía tener el 20 y las chanchas, ser el dueño, y no el juguete, de sus emociones.
Me senté a almorzar con mis amigos germano-mexicanos en el comedor del Dolder. El joven que nos sirvió la mesa era el mismo al cual Mann había estado admirando esa mañana. No había tenido tiempo de bañarse y olía ligeramente a sudor saludable y deportivo. El capitán de meseros se dirigió, imperiosamente, a él, Franz, y el muchacho corrió hacia otra mesa.
4.
De manera que había un misterio en Zúrich, algo más que relojes de cuco. Había ironía. Y rebelión. Había el Café Voltaire y el nacimiento de Dada, en medio de la más sangrienta guerra jamás librada en suelo europeo. Había
Tristán Tzara pintándole un violín al racionalismo: el pensamiento proviene de la boca. Y Francis Picabia convirtiendo las tuercas en arte. Zúrich diciéndole a un mundo hipócrita, decadente y manchado de sangre en las trincheras en aras
de una racionalidad superior: “Todo lo que vemos es falso”. De tan sencilla premisa, murmurada desde el Café Voltaire por el impertinente Tzara y su monóculo, surgió la revolución de la vista y el sonido y el humor y el sueño y el escepticismo que al cabo enterraron la autosatisfacción de la Europa decimonónica, pero no pudieron enterrar la barbarie por venir. ¿No era aún Europa, no lo sería jamás, lo que había sido prometido en nombre de Europa?
¿Sería Europa tan sólo la noche y niebla de Treblinka y Dachau? Sólo si aceptamos que todo lo que vino de Zúrich –Duchamp y los surrealistas, Hans Richter y Luis Buñuel, Picasso y Max Ernst, Arp, Magritte, Man Ray- no eran lo
que había sido prometido en el nombre de Europa. Pero lo era. Lo que siempre fue prometido en el nombre de Europa fue la crítica de Europa, la advertencia contra de Europa contra su propia arrogancia, su complacencia y su confusa
sorpresa cuando al cabo caían los golpes de la adversidad. Fue la advertencia que hicieron los artistas de Zúrich en 1916. Debería, de nuevo, ser la advertencia, hoy que los fantasmas del racismo, la xenofobia, el antisemitismo,
y el antiislamismo levantan la cabeza y nos recuerdan las palabras de Conrad en “Bajo la mirada de Occidente”: “Hay fantasmas de los vivos así como fantasmas de los muertos”.
¿Quién había visto a estos espectros, quién los había pintado, quién les había dado horror corpóreo? Otro ciudadano de Zúrich, Fussli, el más grande de los pintores prerrománticos, Fussli que había encarnado, desde el siglo XVIII,
todos los temas de la noche oscura del alma romántica tal y como lo describió Mario Praz en su celebrado libro, “La agonía romántica”. Fussli y “La Belleza Dame Sans Merci”, Fussli y “La Belleza de la Medusa”, Fussli y las
“Metamorfosis de Satanás”, Fussli y la advertencia de André Gide: “No creer en el Diablo es darle todas las ventajas de sorprendernos”. El agua bautismal del romanticismo –la belleza de lo horrible- proviene de Fussli, ciudadano de
Zúrich. Las tinieblas desbaratadas por una luz inalcanzable. La alegría del crimen practicada por el anticuco Harry Lime. El Hombre Fatal y la Mujer Fatal que han fascinado nuestras imposibles imaginaciones, de Lord Byron a James
Dean, de Salomé a Greta Garbo.
Zúrich, ¿urna de los arquetipos del mundo moderno? ¿Por qué no, desde un amplísimo punto de mira? James Joyce cantó canciones coloradas en el Café Terrasse, jugando con las palabras con la anticipatoria alegría de “Ulises”, su
“work in progress”. Lenin asistió asiduamente al Café Odeón antes de partir a Rusia en un vagón de ferrocarril famosamente sellado. ¿Se conoció la pareja sólo en la obra de Tom Stoppard, sólo en la memoria de Samuel Beckett? ¿No caminaron todos estos fantasmas sobre las agua  del lago de Zúrich? Y sin embargo, para mí, tan deslumbrante como la pintura de Fussli y tan asombrosas como las bromas de Dada, tan tensamente opuestas como la vida
de Zúrich y las de Joyce y Lenin puedan serlo, es siempre Mann, Thomas Mann, el buen europeo, el europeo contradictorio, el europeo crítico, quien regresa a mi emoción y a mi cabeza como la figura que más asocio con la
ciudad de Zúrich.
5.
¿Cuántas veces estuvo allí? ¿Cómo separar a Mann de Zúrich?  Qué larga fue
su vida allí, yendo y viniendo de su vida en Kusnacht a sus casas en Erlenbach y Kilchberg; los lugares de reposo, los sitios del trabajo. Pero también hay que recordar a Zúrich en las cumbres de la vida de Mann. La visita de 1921, cuando
el autor se atrevió a aumentar a mil marcos sus honorarios por dar una conferencia. La lectura a los estudiantes, en 1926, de pasajes de “Desorden y penas tempranas”. La festiva celebración en 1936 de sus 60 años, cuando Mann escogió a Zúrich no como sitio extranjero, sino como patria para un alemán de mi condición. Zúrich como antigua sede de cultura germánica, allí donde lo germánico se junta con lo europeo. La inquietante visita en 1937, al filo de la noche y niebla nazis, preparando la “Carlota en Weimar” como el desesperado intento de una nueva “Aufklärung”, una nueva Ilustración, pasando por alto la negativa de Gerhard Hauptmann de saludarlo con una filosófica espera de “otros tiempos”, acaso tiempos mejores. Tratando de salvar a su hijo Klaus Mann del mundo de las drogas, un mundo, escribió, “donde el esfuerzo moral… no recibe gratitud alguna”.
Y luego el Thomas Mann que regresa a Zúrich después de la guerra y empieza una actividad incesante, como si la edad y la fatiga no contasen. El cuarto de hotel en el Baur-au-Lac constantemente invadido por el correo, las solicitudes
de entrevistas, los pedruscos de la gloria en las botas del escritor, acumulándose hasta constituir un estorbo insoportable. Y el reposo en la  belleza de un muchacho anhelado, la espera de una sola palabra del joven y la
convicción de que nada, nada en este mundo, puede devolverle el poder del amor a un viejo…
Y cuando, el 15 de agosto de 1955, el trono quedó vacío, yo miré de vuelta hacia aquel encuentro fortuito en Zúrich durante la primavera de 1950 y escribí:
“Thomas Mann había logrado, a partir de su soledad, el encuentro de la
afinidad anhelada entre el destino personal del autor y el de sus
contemporáneos”. A través de él, yo había imaginado que los productos de su
soledad y de su afinidad se llamarían arte (creado por uno solo) y civilización
(creada por todos). Habló con tanta seguridad, en “La muerte en Venecia”,
acerca de las tareas que le imponían su propio ego y el alma europea que yo, paralizado por la admiración, lo vi de lejos aquella noche en Zúrich sin poder imaginar una afinidad comparable en nuestra propia cultura latinoamericana,
donde las exigencias extremas de un continente saqueado, a menudo silenciado, a menudo también matan las voces del ser y convierten en un monstruo político hueco la de la sociedad, a veces matándola, o pariendo a un enano sentimental y, a veces, lastimoso.
No obstante, cuando recordaba mi apasionada lectura de todo lo que Thomas Mann escribió, de “La sangre de los Walsung” al “Doctor Fausto”, no podía sino sentir que, a pesar de las vastas diferencias entre su cultura y la nuestra, en
ambas –Europa, la América Latina; Zúrich, la ciudad de México- la literatura al cabo se afirmaba a sí misma a través de una relación entre los mundos visibles e invisibles de la narrativa, entre la la nación y la narración. Una novela, dijo
Mann, debería recoger los hilos de muchos destinos humanos en la urdimbre de una sola idea. El Yo, el Tú y el Nosotros estaban secos y separados por nuestra falta de imaginación. Entendí estas palabras de Mann y pude unir las
tres personas para escribir, años más tarde, una novela, “La muerte de Artemio Cruz”.
6.
Entonces los años cincuenta se extraviaron en los sesenta y nos hicimos cargo de otro ciudadano de Zúrich, Max Frisch y “Yo no soy Stiller”. Nos enteramos de Friederich Dürrenmatt y su “Visita”. Incluso nos dimos cuenta de que hasta
Jean-Luc Godard era suizo y de que el proverbial cuco estaba tan muerto como el también proverbial pato anglosajón por el igualmente proverbial clavo hispánico. Harry Lime salió de las alcantarillas y se volvió gordo y complaciente, anunciando “wine before its time”. Pues incluso él, Welles, había sufrido la suerte de Kane, indulgente pero trágico. Acaso dejó trazos de su inmenso talento en manos de los duros, trágicos, implacables escritores suizos como Frisch y Dürrenmatt, aquellos que para Harry Lime habían sido ni más ni menos que relojes de cuco.
7.
Tengo dos finales distintos para mi historia de Zúrich. Uno es más cercano a mi edad y a mi cultura. Es la imagen del escritor español Jorge Semprún, republicano y comunista, enviado a edad de 15 años al campo de concentración nazi de Buchenwald y que, al ser liberado por las tropas aliadas en 1945, no fue capaz de reconocerse a sí mismo en el joven demacrado, salvado de la muerte, que no hablaría de su dolorosa experiencia hasta que su rostro le dijese: “Puedes volver a hablar”.
Lo que hace Semprún en su notable libro, “La escritura o la vida”, es esperar pacientemente hasta que una vida plena le sea restaurada, aunque le tome décadas (y se las toma) antes de hablar sobre el horror de los campos.
Entonces, un día en Zúrich, se atreve a entrar a una librería por primera vez desde de su liberación años atrás y se sorprende mirándose a sí mismo en la vitrina del comercio. Zúrich le ha devuelto su rostro. No necesita recobrar el
horror. Recuperar el rostro ha bastado para contarnos toda la historia. La vida de Zúrich le rodea.
El otro final está más cerca de mi propia memoria. Sucedió esa noche de 1950 cuando, sin que él lo supiera, dejé a Thomas Mann saboreando su “demi-tasse” mientras la medianoche se aproximaba y el restaurante flotante del Baur-au- Lac se bamboleaba ligeramente y las linternas chinas se iban apagando lentamente.
Siempre le quedaré agradecido a esa noche en Zúrich por haberme enseñado, en silencio, que en la literatura sólo se sabe lo que se imagina.
[publicado en el diario El País, España, 24 de junio de 1998]

ESTUDIO PRELIMINAR por Martín Caparrós (FRAGMENTO) VOLTAIRE FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

 



ESTUDIO PRELIMINAR

por Martín Caparrós

LA HISTORIA EN FRANCIA EN TIEMPOS DE VOLT AIRE

Analistas y novelescos

A fines del siglo xvn, cuando Franqois-Marie Arouet se aprestaba a hacer su aparición, la escena de la historiografía francesa estaba dominada todavía por dos grandes corrientes: los analistas y los historiadores novelescos.

Los más conspicuos miembros de la escuela de los anales eran monjes benedictinos de la congregación de Saint-Maur: Rivet, Sainte-Marthe, Mont- faucon y, sobre todo, Mabillon (Anuales ordinis S. Benedicti, 1703) constituyen, junto con Tillemont (Histoire des empereurs..., 1693), lo más granado de esta tendencia, que continúa, perfeccionándola, la reacción surgida hacia fines del siglo anterior contra el tratamiento literario y desprejuiciado que daban a sus escritos los llamados historiadores humanistas.

El rigor erudito, la preocupación por la exactitud de citas y referencias, que constituyen las características principales de la escuela de Saint-Maur parecen provenir del ámbito de las querellas teológi-

[XI]

XII MARTÍN CAPARRÓS

cas y de la historia eclesiástica, donde la autoridad de la fuente invocada es definitoria para probar la verdad del discurso. En sus anales sobre la historia de Francia, o de su propia orden, los benedictinos se limitaron sin embargo a establecer la autenticidad de cuantos documentos les fuera posible y yuxtaponerlos en ordenada cronología, desprovista de todo artificio de estilo, constituyendo un corpus que aún sigue siendo utilizado pero sin intentar sistematizaciones, análisis o interpretaciones de los datos establecidos. Intentaban cristalizar —por la sola vía de la crítica documental— la verdad histórica, en el convencimiento de que, una vez comprobada, esta verdad confirmaría por sí misma las doctrinas de la Iglesia.

Los historiadores novelescos —Fueter, en su Historia de la historiografía moderna, los llama «galantes»— representaron la tendencia opuesta: tomando de sus predecesores renacentistas la idea de la historia como hecho literario, se dedicaron a pergeñar gran copia de historias, memorias y biografías en las que una base histórica real servía de marco para una serie de situaciones marcadamente aventureras, que rozaban la ficción, o la abordaban de lleno. Antoine de Varillas, con su Histoire de la mino- rité de Saint-Louis (1690), o su maestro el abate de Saint-Réal, con la Histoire de don Carlos (1672), fueron algunos de sus cultores más pertinaces, acompañados en general por notable éxito de público.

Bossuet, Simón, Bayle

Contra este telón de fondo se perfilan tres personajes: Bossuet, Simón y Bayle.

«Todo su trabajo consiste en pulir lo que la Antigüedad le ha dado, en confirmar lo que ha sido suficientemente explicado, en conservar lo que ha

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sido confirmado y definido», dice de su propia tarea el obispo de Meaux, Jacques-Bénigne Bossuet, en una carta de 1673. Es lo que haría en su Discurso sobre la historia universal, publicado en 1681 para la instrucción del delfín de Francia, su alumno.

El programa aparece cercano al de la escuela analista, aunque aplicado al conjunto de las edades del mundo hasta el reino del emperador Carlomag- no. Pero la diferencia básica —además de la introducida por el estilo de Bossuet, considerado como uno de los grandes orfebres de su lengua, y por la tensión casi narrativa que imprime a su texto— está en el restablecimiento (casi) triunfante de la providencia como motor de la Historia, el plan divino como un hilo conductor visible a posteriori que los acontecimientos siguen con precisión. «Conclusión del discurso, en la que se demuestra la necesidad de referirlo todo a la providencia» es el título prístino del epílogo de su obra.

Pero Bossuet se debate en un círculo vicioso: la legitimidad de los hechos históricos que relata está basada en la autoridad literal de la Biblia, que, a su vez, está basada en la autoridad de la Iglesia y, por consiguiente, en el valor de la tradición eclesiástica, es decir, en los mismos hechos referidos por el obispo de Meaux, sin confrontación posible ni deseable con otras fuentes históricas. (De hecho, Bossuet había llegado a denunciar como concupiscencia la «insaciable avidez de conocer la historia».) Así, el sistema de Bossuet es absolutamente cerrado, cerrazón que él mismo utilizó como argumento contra las críticas de la Reforma: si todas las piezas de la doctrina se sostienen mutuamente, no se puede rechazar algunas de ellas sin llegar hasta la negación absoluta de la creencia. Para derrumbar el edificio no era siquiera necesario negar todo, sino simplemente demostrar algunos errores en el corpus del dogma.

XIV MARTIN CAPARRÓS

La crítica histórica del Antiguo Testamento ya se había ejercido abundantemente en la tradición hebrea desde principios del segundo milenio (Mai- mónides, Ben Esra), pero fue definitivamente relanzada al ruedo europeo por Spinoza cuando propuso «interpretar la Biblia con un método semejante al que sirve para estudiar la Naturaleza». Allí estaba la idea fuerza. Es cierto que los diversos refor- mismos ya habían trabajado esta crítica, e incluso algunos cristianos conflictivos, como Grocio; pero en lengua francesa, para el público en general y con la pretensión de una independencia crítica absoluta, el primero en publicar una Historia crítica del Antiguo Testamento será Richard Simón, en 1678. La tentación de la crítica y la inteligibilidad universal está empezando a meter el rabo en la sacristía, y Simón, un sacerdote de la orden del Oratorio que sigue creyendo en la verdad revelada, intenta descubrir en las escrituras los errores y adiciones sucesivas que las han falseado, sin por eso desvirtuar la inspiración de los diversos autores sagrados. Simón iguala en cuanto a sus posibilidades críticas la Biblia con La Iliada, medidas ambas por un criterio de autenticidad documental —en la medida de lo comprobable— mediante la filología y otras técnicas auxiliares. Richard Simón termina por publicar también un Nuevo Testamento en francés, en versión crítica. Para entonces ya había sido expulsado de su orden, y sus libros estaban prohibidos por las autoridades seculares y eclesiásticas. En esos años, Pierre Bayle llevaría la pretensión de la crítica absoluta a su nivel más exacerbado.

«Hacia el mes de noviembre de 1690 concebí el proyecto de componer el diccionario crítico que contendría una colección de los errores que han sido cometidos tanto por los que han hecho diccionarios como por los demás escritores, y que reuniría, bajo cada nombre de persona o ciudad, los errores refe-

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rentes a esa persona o esa ciudad», escribe Bayle en una carta de mayo de 1692. Y así lo hace, en unas tres mil páginas en cuarto publicadas en 1697 en su exilio holandés, sin categorizar según la importancia del error o, incluso, cebándose en lo insignificante porque, al no haber nada en juego, el error histórico surge más claramente como concepto puro, independiente de la materia que lo conforma. Esta pretensión necesita de un soporte sólido: un aparato de erudición rigurosa, que no libre al azar ni la más pequeña cita, ni el dato más banal: se instituye allí una forma «positivista» de trabajar la historia que es tal vez el aporte más interesante de Bayle, una forma de cruzada contra todo aquello que ha sido constantemente falseado por el dogma y la superstición o, simplemente, por la ignorancia.

Cassirer, en su Filosofía de la Ilustración, llega incluso a hablar de «revolución copemicana» de Pierre Bayle, quien preparó las nuevas armas metodológicas que utilizaría la razón ilustrada para liberar la conciencia histórica. Aunque Bayle solicite también en el prólogo a su Diccionario histórico y crítico una cierta actitud del historiador, que debe ser «semejante a un estoico sin patria ni rey ni religión ni familia, habitante del mundo al servicio exclusivo de la verdad». Sería difícil postular que Vol- taire y su escuela historiográfica hayan cumplido con un requisito que habría de esperar un siglo para ver redorados sus blasones.

La Ilustración

Sería difícil, porque los filósofos historiadores de la Ilustración, aun cuando son honestos en su búsqueda de la verdad histórica, la buscan desde un sitio perfectamente determinado: desde el foco de la razón, de esas luces que han de iluminar al géne-

XVI MARTÍN CAPARRÓS

ro humano, sustrayéndolo de las tinieblas de la ignorancia y la superstición. Pasando por encima del ascetismo y la prescindencia requeridos por Bayle, los historiadores iluminados retoman la función pedagógica y moral que sus predecesores «oscurantistas» habían dado a la historia: «La historia es la filosofía que nos enseña por medio de ejemplos cómo debemos conducirnos en todas las circunstancias de la vida pública y privada; por tanto, debemos enfrentarla con espíritu filosófico», escribía lord Bolingbroke, el amigo británico de Voltaire, en sus Cartas sobre el estudio y uso de la historia (1751), requiriendo ese mismo espíritu que encabeza la Filosofía de la Historia, que empieza diciendo: «Querríais que la historia antigua hubiese sido escrita por filósofos, porque queréis leerla como filósofo. No buscáis sino verdades útiles, y apenas habéis encontrado [...] poco más que inútiles errores.»

Lo que sí, ciertamente, había cambiado era la moraleja: el Medioevo había sido un tiempo sin historia y, en el Renacimiento, la historia funcionaba como el objeto de deseo, el relato de la edad dorada. Pero, para los filósofos de la Ilustración, el de la historia fue otro territorio por conquistar, por arrebatar a los falsarios. Después de Copérnico, Galileo y Kepler, Newton había abierto definitivamente el camino que devolvería a la verdad el terreno de las ciencias físicas y naturales: faltaba reconquistar la historia. «Vivimos en un siglo que ha destruido casi todos los errores de la física. Ya no está permitido hablar de empíreo, ni de los cielos cristalinos, ni de la esfera de fuego en el círculo de la Luna. ¿Por qué se permitirá a Rollin, por otra parte tan estimable, que nos acune con todos los cuentos de Herodoto, que nos dé como una historia verídica un hecho presentado ya por Jenofonte como un cuento?», se pregunta Voltaire en El pirronismo de la Historia. Porque, además, Newton había estableESTUDIO

PRELIMINAR XVII

cido sobre todo un principio: todo puede ser explicado, todo tiene razones y razón. El principio de inteligibilidad universal es el arma con que parten los filósofos a la conquista de la historia, para hacerla una «ciencia», para hacerla un arma. Porque si todo es pasible de ser explicado queda en principio fuera del campo de la historia razonada lo sobrenatural, lo religioso, lo inexplicable de todos los dogmas.

Así, si algo define y diferencia a la historiografía iluminista, es su afán por inteligir, por descubrir en ,1a concurrencia o sucesión de los hechos de los hombres una concatenación causal interna, alejada de las causas primeras de la teología, que permitiera estructurar un sistema explicativo y —por momentos— ejemplarizador. Es probable que el Ensayo sobre las costumbres... volteriano sea el momento más distintivo de esa corriente. A Voltaire, pues, y a su obra histórica, nos referiremos.

VOLTAIRE HISTORIADOR

Entre una tragedia y un amorío, un cuento filosofía) y un exilio, Voltaire nunca dejó de escribir historia. Sus obras en este campo podrían dividirse en dos grandes grupos: el de los textos teóricos o polémicos, y el de los escritos de historia aplicada.

Entre los primeros, las Observaciones sobre la Historia (1742), las Nuevas consideraciones sobre la Historia (1744), el artículo «Historia» de la Enciclopedia (1756), varios artículos del Diccionario filosófico (1764) y la Defensa de mi tío (1767) son algunos ejemplos. Muchos de estos textos fueron escritos al calor de una circunstancia particular, en un tono altamente polémico, en medio de cuyas ironías y exabruptos se va dibujando una concepción del trabajo del historiador y la función de la historia, a la que se hará referencia en páginas siguientes.

XVIII MARTÍN CAPARRÓS

Entre los segundos, además de la Historia de la guerra de 1741 (1755), la Historia de Rusia (1760) y la Historia del Parlamento de París (1769), destacan tres obras: Historia de Carlos XII, rey de Suecia (1732), El siglo de Luis XIV (1751) y el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones (1753).

La Historia de Carlos XII, rey de Suecia es la primera tentativa histórica de Voltaire. La obra, centrada como su nombre lo indica en una biografía, carece todavía del impulso totalizador, de la búsqueda de una lógica interna de los hechos referidos. Fueter, en su Historia de la historiografía..., la considera tributaria de la historia novelesca, aunque le reconoce diferencias en estilo y composición y, sobre todo, en el establecimiento de una base de información más amplia, que no excluye una cuidadosa información sobre la situación económica de Suecia en el período tratado. La intención del libro es claramente moralizadora: la descripción de las desgraciadas empresas guerreras del rey sueco debería actuar como antídoto contra pretensiones semejantes: «Se ha pensado también que esta lectura podría ser útil a algunos príncipes si por ventura el libro cayera en sus manos: ciertamente, no hay soberano que, al leer la vida de Carlos XII, no deba curarse de la locura de las conquistas», escribe Voltaire en el «Prefacio», definiendo de paso al Príncipe como destinatario privilegiado de sus intentos pedagógicos, todavía.

El siglo de Luis XIV se plantea objetivos mucho más ambiciosos. Sus primeras palabras, tantas veces referidas, lo exponen claramente: «No se pretende solamente en esta vasta obra relatar la vida de Luis XIV, sino algo más importante. Se procura describir para la posteridad no las acciones de un solo hombre, sino el espíritu de los hombres en el siglo más ilustrado que jamás existió.» Fueter califica

ESTUDIO PRELIMINAR XIX

este trabajo como «el primer libro de la Historia moderna». Montana, en Una Historia por escribir, dice que «es el gran libro que debería haber escrito Herodoto, si hubiese sido Tucídides, y viceversa».

Dejando totalmente de lado las reglas cronográ- ficas que primaban en la composición de tratados históricos, Voltaire intenta en El siglo... un cuadro abarcador de la vida de la época: religión, política, artes, ciencias, finanzas, guerra, industria, comercio, personajes significativos tienen su lugar según su concatenamiento intrínseco, independiente muchas veces de la sucesión temporal de los hechos.

El siglo... es el trabajo más riguroso de Voltaire desde el punto de vista de la tarea del historiador. Una década dedicada intermitentemente a la recopilación y procesamiento de todo tipo de documentos —incluyendo manuscritos como las propias memorias del rey, o estados de cuentas de la administración Colbert— avalan un trabajo al que la admiración por el monarca y sus circunstancias no le impide hacerlo objeto de críticas feroces en el terreno religioso, o desposeerlo de sus méritos en favor de alguno de sus ministros.

El Ensayo sobre las costumbres...

El Ensayo sobre tas costumbres... suele considerarse como menos perfecto, desde el punto de vista historiográfico, que la obra precedente. No podía ser menos: es quizás la obra más descabellada, más desmesurada del razonable maestro de la desmesura. La tentativa de aplicar a la historia del mundo el método inaugurado por el siglo tenía por fuerza que adolecer de numerosos fallos: en un momento en que el mundo ni siquiera había completado su configuración —Nueva Zelanda y buena parte de África y Asia eran todavía desconocidas para los europeos

XX MARTÍN CAPARROS

de la época—, era cuanto menos complicado pretender establecer razonablemente su historia.

Sin embargo, por encima de sus defectos de realización, la tentativa —y algunos de sus logros— sigue siendo fundamental. El establecimiento de una historia del mundo como historia de sus diversas culturas, del «espíritu de las naciones» terminó de cristalizar el giro que la Ilustración estaba dando al sentido de la historia. Barnes, en su Historia de la escritura histórica, la considera «la real fundación de la historia de la civilización, en el sentido moderno del término». Y Voltaire, en las primeras palabras de su prólogo al Ensayo..., dirigidas a su amante Mme. du Chátelet, define con claridad su apuesta: «Queréis por fin vencer el fastidio que os causa la historia moderna, desde la decadencia del imperio romano, y lograr una idea general de las naciones que habitan y desoían la Tierra. No buscáis en esa inmensidad sino aquello que merece que lo conozcáis: el espíritu, las costumbres, los usos de las naciones principales, apoyados por los hechos que es imposible ignorar. El objetivo de este trabajó no está en saber en qué año un príncipe indigno de ser conocido sucedió a un príncipe bárbaro en una nación grosera. Si se pudiera tener la desgracia de meterse en la cabeza la sucesión cronológica de todas las dinastías, no se conocerían sino palabras.»

Al componer el Ensayo..., como en tantas otras ocasiones, Voltaire funcionó por reacción. En ese momento, el gran monumento histórico francés seguía siendo el Discurso de Bossuet. Voltaire escribe contra Bossuet: retoma el hilo de la historia en el lugar en que lo dejó el obispo, en un aparente homenaje, que rinde también a su estilo famoso. Así, el Ensayo... obvia toda la historia antigua, y comienza en el imperio de Carlomagno; pero la aparente continuación se desvía en dos líneas fundamentales: Voltaire no tiene la menor intención,

ESTUDIO PRELIMINAR XXI

como lo hace Bossuet, de limitar su historia al mundo mediterráneo y, menos todavía, de aceptar la providencia como causa primera de todas las cosas.

El Ensayo... empieza narrando la historia de la cultura de la antigua China; de allí pasa a la India, Persia, Arabia, y recién llega a Europa trae un vasto rodeo que, sin embargo, no muestra sus vínculos orgánicos con el relato posterior de la historia europea entre Carlomagno y Luis XIII —completado también con frecuentes retornos a las regiones más alejadas del globo—. Aunque en ningún momento deja de ocuparse de esos «hechos que es imposible ignorar» y da cuenta de los avatares políticos de cada coyuntura, el texto incluye permanentes descripciones y reflexiones sobre las diversas culturas y sociedades: «El Corán y la ley musulmana», «El origen del poder de los Papas», «Usos, gobierno y costumbres en tiempos de Carlomagno», «Ciencias y bellas artes en los siglos xm y xiv», «Impuestos y monedas», son los encabezamientos de algunos capítulos.

La primera versión del Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones apareció en 1753, bajo el título de Abrégé de Vhistoire universelle de- puis Charlemagne jusques á Charles-quint, par Mon- sieur de Voltaire (Jean Neaulme, La Haye). Y, bajo su título y conformación prácticamente definitivos, en la edición Cramer (Genéve, 1769) de las Obras completas. La Filosofía de la Historia, que en esta edición aparecía ya como Discours préliminaire al resto de la obra, había visto la luz como libro independiente en Amsterdam en 1765.

LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

La Filosofía de la Historia (Amsterdam, 1765) fue firmada en su primera edición por un supuesto

XXII MARTIN CAPARRÓS

abate Bazin, difunto sacerdote cuyo sobrino daba a la prensa un manuscrito inconcluso aparecido entre sus papeles.

En La defensa de mi típ (1767), opúsculo con el que Voltaire tuvo que defender su Filosofía... de los ataques de Larcher (Supplément á la Philosophie de l’Histoire de feu M. Vabbé Bazin, Amsterdam, 1767), el filósofo, todavía travestido en sobrino, definía a su tío putativo: «Era un profundo teólogo, que fue capellán de una embajada que el emperador Carlos VI envió a Constantinopla tras la paz de Belgrado. El tío conocía perfectamente el griego, el árabe y el copto. Viajó a Egipto y por todo el Oriente, y por fin se estableció en Petersburgo en calidad de intérprete de chino. El gran amor a la verdad no me permite disimular que, pese a su gran piedad, a veces era un poco burlón [...].» Hasta aquí el retrato de un autor imaginado. Voltaire, que nunca ha salido de Europa, que comprende el inglés no sin esfuerzo y se pierde en los vericuetos de más de un hexámetro latino, Voltaire, el comecuras, se pinta a sí mismo como un religioso que ha viajado por el Oriente, traductor de chino y copto. Menos mal que, siquiera, el tío Bazin era un poco burlón.

Pero la impostura duró poco. Cuando Voltaire, revisando su Ensayo... para la edición de Cramer, terminó de convencerse de que debía completarlo con alguna aproximación a la historia de la antigüedad, no encontró mejor solución que recuperar de manos del abate Bazin su Filosofía de la Historia y , tras leves retoques, incluirla como Discurso preliminar a ese texto.

La Filosofía... no era quizás la mejor forma de cubrir ese vasto período de la historia antigua que va desde los orígenes hasta Carlomagno. De hecho, no lo cubre, y su sistema expositivo, bastante laxo, la diferencia claramente del corpus principal del Ensayo... Tras unos primeros capítulos en los que se

ESTUDIO PRELIMINAR XXIII

encara de manera general el sustrato material (los cambios del globo, las diferentes razas humanas, la antigüedad del hombre), el texto emprende un recorrido por las diferentes culturas antiguas, de las que da una visión muy sucinta, centrada sobre todo en el problema del surgimiento de la religiosidad y las cuestiones de organización social que de ella se derivan —incluyendo también, pero de forma casi tangencial, asuntos tales como la aparición de la escritura o el proceso de constitución de las comunidades organizadas, y haciendo frecuente referencia al espíritu y la naturaleza humanas como constantes estructurales—.

El estudio de las creencias pacifistas y metempsi- cóticas de la India, la religión de Estado china, los precursores caldeos y persas, los oráculos y misterios griegos, preceden el gran ataque volteriano contra la historia y tradiciones judías, consideradas en su papel de fundadoras del canon dogmático cristiano. Desde el punto de vista de la información y reflexión históricas, la Filosofía puede no justificar su inclusión como introducción al Ensayo...; es probable que sí lo haga desde el punto de vista de su operatividad y eficacia como arma Contra el oscurantismo de la «Infame». Ya que los orígenes de los pueblos, tan teñidos de leyenda y mito, eran el fundamento sobre el que se asentaba toda la superstición de la época, Voltaire no podía atacarla sin intentar minar sus bases, sus cimientos. Pero la Filosofía..., aun dentro de lo que tiene de panfleto, ofrece innumerables datos sobre el estado de la cuestión religiosa en pleno Siglo de las Luces y, fundamentalmente, sobre la formación de una idea de la historia y la naturaleza humanas que marcaría decisivamente su centuria.

XXIV MARTÍN CAPARRÓS

La «filosofía de la historia»

La expresión «filosofía de la historia» no parece haber sido utilizada —de forma deliberada y repetida— antes de la publicación del texto de Voltaire. La conjunción resultó afortunada. Sin embargo, en la pluma de Voltaire, poco tenía que ver con el sentido que darían pocos años más tarde a la Philoso- phie der Geschichte Herder (Hacia una Filosofía de la Historia, 1774), Kant (Idea de una Historia universal, 1784), Fichte (Características de la edad presente, 1806), Schlegel (La Filosofía de la Historia, 1828) y, sobre todo, Hegel (Filosofía de la Historia, 1837).

Para Voltaire —y sus discípulos, como Condor- cet— la noción y la expresión tenían un significado mucho más concreto, un alcance mucho más restringido que el que podrían darle —en sus diversas vertientes— los pensadores alemanes. Hacer «filosofía de la historia» consistía para él en considerar la historia «en filósofo», oponer las luces de la razón humana a las supersticiones y prejuicios del oscurantismo y adoptar una actitud crítica y escéptica con respecto a la religión y las verdades establecidas, una actitud «científica»: «Este sentimiento razonable puede ser adoptado hasta que se encuentre uno más razonable aún», escribe Voltaire en la página 153 de la Filosofía..., al refutar una supuesta coexistencia de los imperios sirio, asirio y caldeo.

En su mínima expresión, Voltaire sintetizó esta actitud al definir su concepto de historia: «Historia es la relación de los hechos que se consideran verdaderos, así como fábula es la relación de los hechos que se tienen por falsos» (Diccionario filosófico, art. «Historia»). La definición, por supuesto, no se limita a semejante escasez. En próximos apartados intentaremos ver qué otros elementos componen la filosofía de la historia de la Filosofía de la Historia.

ESTUDIO PRELIMINAR XXV

De todas formas, la definición, por parca que sea, condiciona al menos la forma de trabajo, la actitud historiográfica de Voltaire.

EL MÉTODO HISTORIOGRÁFICO

Si El siglo de Luis XIV fue el trabajo en que la metodología volteriana fue más ortodoxamente histórica, para cuya composición reunió abundante material de primera mano, además de una gran documentación impresa, para el Ensayo..., en cambio, la lejanía y amplitud del tema lo obligaron a recurrir a compilaciones, cronologías, historias, material ya elaborado. Lo mismo ocurrió con la Filosofía de la Historia.

(Voltaire no era un «investigador». Los filósofos, en general, de la Ilustración, no eran investigadores. El saber era para ellos más un medio que un fin, y debían saber demasiadas cosas, conocer demasiados terrenos como para permitirse el lujo de los monjes benedictinos. En muchos sentidos, el filósofo iluminista es más un publicista que un arqueólogo, más un propagador que un buscador. La gran obra de la Ilustración es La Enciclopedia: allí, el filósofo centra su intervención en proporcionar a los saberes ya acumulados —fundamentalmente en los dos siglos precedentes—, o en vías de surgimiento, una articulación nueva, diferente.)

Sin embargo, pese a no trabajar con material de primera mano, se sabe por cartas y otros escritos que Voltaire se preocupó de verificar sus fuentes todo lo que su tiempo y lugar le permitían. En su búsqueda de información acudió a muchas de las grandes bibliotecas —fundamentalmente principescas o eclesiásticas— de Francia, Alemania y Bélgica: entre ellas, las de más de un convento benedictino o colegio jesuítico.

XXVI MARTÍN CAPARRÓS

Así, en la Filosofía..., Voltaire basa la mayor parte de sus datos en citas comprobables: muchas de ellas remiten a historiadores (paganos, en su mayoría) de la antigüedad; otras, a viajeros y eruditos que le son más o menos contemporáneos. La legitimación, la protección de la cita es necesaria para internarse en terrenos comprometidos. Lo cual no impide que, en varias ocasiones, la cita esté falseada, la atribución equivocada, como cuando atribuye a Josefo o al Antiguo Testamento palabras que allí no se encuentran, o al Éxodo una referencia del Génesis, o cuando retuerce con bastante saña párrafos bíblicos o equivoca una cita latina. Apresuramiento o mala fe, es imposible dar una respuesta que no sería sino subjetiva, y revisable en cada uno de los casos; la mayor parte de estas confusiones aparecen, de todas maneras, anotadas en el texto de esta edición.

René Pomeau, en su excelente edición del Ensayo... (París, 1963), ha estudiado meticulosamente el problema de las citas: en la Filosofía... hay 176 citas, de las cuales 146 son correctas, 20 parcialmente incorrectas, 5 falsas, 3 «retocadas» y otras 2 no han sido identificadas. El promedio, finalmente, no alcanza como para condenar a Voltaire por falta de escrúpulos.

En contadas oportunidades, Voltaire utiliza información de primera mano, proveniente de observaciones y experiencias personales. Esto lo lleva por momentos a extremos risibles, como cuando, discutiendo los orígenes de la circuncisión, rechaza que se deban a la excesiva longitud del prepucio de los pueblos semitas: «Si se puede juzgar a una nación por un individuo, yo he visto a un joven etíope que, nacido lejos de su patria, no había sido circuncidado: puedo asegurar que su prepucio era precisamente como los nuestros» (Filosofía..., p. 114). El conocimiento directo no es siempre suficiente, en la meESTUDIO

PRELIMINAR XXVII

dida en que la observación es un proceso ideologiza- do de adecuación de lo percibido a las expectativas de percepción. Por eso Voltaire puede constatar, al ver a unos albinos, que se trata de una raza diferente de las demás, que «tiene otra cabellera, otros ojos, otras orejas; y sólo tiene del hombre la estatura del cuerpo, junto con la facultad de la palabra y del pensamiento en un grado muy alejado del nuestro. Así son los que yo he visto y examinado» (p. 8).

En realidad, los errores más notorios no provienen de una utilización ligera de las fuentes, sino del empleo de la verosimilitud como criterio básico de juicio. Voltaire razona por verosimilitud, y la verosimilitud —en el mismo sentido que la observación, pero de forma mucho más descamada— es una operación de la razón que consiste en asimilar un dato a aquello que se considera normal, integrarlo dentro del campo de lo probable, según ciertos esquemas de la doxa: de lo que Voltaire llamaría lo natural, el orden natural de las cosas.

Pero la verosimilitud, por su propio anclaje en sus condiciones culturales, suele equivocarse. «El orden natural de las cosas parece, pues, demostrar invenciblemente que Egipto fue una de las últimas tierras habitadas», dice Voltaire (p. 100): un ejemplo entre muchos otros. Se equivoca cuando supone la antigüedad desmesurada de los caldeos, la existencia de unos cafres casi marsupiales, o la longevidad de los ancestros. Los errores del trabajo histórico volteriano son los que crean la distancia que se instaura entre nosotros y un discurso que nos resulta cercano en sus reflexiones e inflexiones, pero no en la imagen que presenta de su mundo, y del mundo antiguo sobre todo. (Es curioso intentar ver dónde estamos con respecto a alguien que escribe en un lenguaje que nos resulta tan próximo en un momento en que los jeroglíficos no se habían descifrado y la historia egipcia aún no había nacido, por ejemplo.)

XXVIII MARTÍN CAPARROS

Y, con respecto a su propio mundo, impresiona la cantidad de «no dichos» que, fundamentalmente en el terreno religioso, deoía dejar librados a la complicidad del lector con los guiños que su ironía se empeñaba en prodigar.

Entre las opciones historiográficas de Voltaire • que lo acercan a nosotros están, entre otras, la utilización incipiente de la demografía, cuando critica los cálculos del jesuíta Petau acerca del crecimiento del pueblo de Israel en tiempos de Moisés basándose en los registros parroquiales de «nuestras mayores ciudades» (p. 120). La extrapolación estadística es una forma más sofisticada de la verosimilitud.

O el empleo de la crítica filológica para determinar que el alfabeto debía de ser fenicio, puesto que su nombre lo era (p. 166, n. 1), o que el mito de Adán y Eva debía de tener alguna relación con la antigua religión hindú, porque los Vedas hablan de un primer hombre llamado Adimo, y una primera mujer llamada Procriti, que significa «la vida», lo mismo que Eva «entre los fenicios y entre sus imitadores los hebreos» (p. 191), o en varios otros casos.

O en el uso prudente del «casi» como moderador de afirmaciones absolutas: casi no hay en todo el texto un «todo» que no llegue escoltado por su «casi»; la duda, ahora, se ha puesto contra el dogma.

Y, fundamentalmente, lo ya apuntado: su avidez por desentrañar la historia de la formación de la cultura y de la creencia en las primeras sociedades, unida a su incredulidad, su espíritu crítico, su rechazo tajante de las verdades canonizadas.

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