miércoles, 11 de octubre de 2023

Voltaire Cuentos completos en prosa y verso PRÓLOGO MAURO ARMIÑO

 




Voltaire

 

 

 

Cuentos completos en prosa y verso

 

 

 

Título original: Romans et contes

Voltaire, 2015

Edición y traducción: Mauro Armiño


TIEMPO DE CLÁSICOS

Los clásicos son esos libros de los cuales suele oírse decir: «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy leyendo…».

Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.

Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.

Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.

Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).

Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.

Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.

Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes.

Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.

Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía.

Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

Por qué leer los clásicos, Italo Calvino


Prólogo

Si hay un término que unifique la visión que del siglo XVIII en Europa se tiene, ése es el de Razón, hasta el punto de que fue convertida en diosa cuando la Revolución francesa derrocó viejos altares. Y a la cabeza de los philosophes que combatieron en todos los frentes, desde el industrial hasta el ideológico, figuró Voltaire, que dio su nombre a ese siglo XVIII, también llamado el «Siglo de Voltaire». La Enciclopedia, d’Alembert, Voltaire, Diderot, Rousseau y un largo etcétera, emprendieron la tarea de reescribir el mundo, y la visión que de él se tenía, desde la lógica y el pensamiento racional; hasta entonces, eran fuerzas extraterrestres, un Dios que regía el Universo con reglas y normas contrarias al sentido común, las que ordenaban la existencia del hombre en la tierra, y, por otro lado, cimentaban un orden social injusto. Con la Razón por linterna, los philosophes se encaminaron hacia la búsqueda de la Verdad; había que explicar el mundo de nuevo, porque la teología, rígida conductora de mentes y de comportamientos sociales hasta entonces, hacía aguas e imponía un dogmatismo contrario a lo que los propios ojos, sin necesidad de más luces, veían, sometiendo los fenómenos naturales y la ordenación social a lo sobrehumano.

Todos los philosophes —D’Alembert, Diderot, Voltaire, Rousseau y un largo etcétera de compañeros tanto literarios como científicosse lanzaron a reescribir el mundo y dejaron sentados, en el trabajo mayor de la historia contemporánea, la Enciclopedia, los fundamentos de esa visión nueva. Esa generación ha pasado a la historia marcada por esa primacía. Voltaire, por ejemplo, es el razonador y polemista infatigable, el filósofo de su tiempo por su radical antimetafísica, el historiador que escudriña con detalle la realidad de su propia época olvidando voluntariamente las viejas historias y los cuentos para viejas, el redactor de panfletos, el articulista furibundo. Pero ¿dónde estaba la loca de la casa, la imaginación, la fantasía? El peso de los citados philosophes consistía en esa agitación permanente del espíritu a que sometieron su época en todos los planos del pensamiento y la acción: punto por punto asestaron sus lentes de aumento sobre todos los oficios, desde los más prácticos a los menos prensiles, desde los más concretos a los más abstractos: estudios y tratados que analizan oficios manuales como la carpintería o el vidrio y su aplicación a objetos suntuarios o medicinales —anteojos para la vista, para la investigación científica—, o sutiles paradojas sobre hechos más abstractos, con su séquito de circunstancias sociológicas o filosóficas: por ejemplo, la Paradoja sobre el comediante, de Diderot, que expone los rudimentos teatrales a su protagonista: el actor.

No son la Belleza ni la Fantasía las que rigen el concepto de lo Ilustrado ni lo que persiguen los philosophes: y sin embargo, en el caso de Voltaire, son las que han salvado su nombre durante tres siglos: con sonrisa sardónica unas veces, con virulencia otras, aplicó la crítica a todos los problemas que se planteaban al hombre del siglo XVIII, empleando para ello todas las armas a su alcance: el panfleto, el artículo, los libros de filosofía o de historia, una correspondencia ingente… No hay obra más enorme que la de Voltaire en la literatura francesa: a los cincuenta volúmenes que abarca su obra completa, ha venido a añadirse una docena más de una correspondencia que cada día se revela más abrumadora e importante: por sus casi veinte mil páginas pasa completo el siglo XVIII, con todos los temas que le habían interesado desde la infancia, hasta el punto de constituir una unidad con el resto de esa gigantesca obra que, en la nueva edición en marcha, iniciada en 1968, tiene previstos 150 volúmenes. Todo lo que salió de su pluma apunta, si dejamos a un lado sus iniciales intentos de escritor cortesano, a un fin «social», a un objetivo: cambiar el mundo.

De la imaginación a la Razón

Y sin embargo, tanto en Diderot como en Voltaire, por citar sólo a dos, la loca de la casa trabajó arduamente; en el primero, con unas novelas que, pese al sustrato filosófico que las alienta, pertenecen al mundo de la ficción: desde El sobrino de Rameau o Jacques el fatalista pasando por La religiosa; en el caso de Voltaire, con aquello que precisamente lo mantiene vivo fuera del mundo académico: sus cuentos y novelas son los únicos textos que permiten darle hoy el calificativo de «nuestro contemporáneo».

No había sido la «filosófica» la inclinación primera de Voltaire, niño prodigio, famoso a los diez años por unos versos y a los doce por una tragedia. Eran el teatro y la poesía los que daban y quitaban en esos inicios del siglo XVIII la inmortalidad, y Voltaire se lanzó a la escritura de numerosas tragedias, Edipo, Marianne, Brutus, Zaïre y un largo etcétera, que sustentaron su prestigio en vida; de toda esa obra hoy no queda nada sobre ninguna candileja; seguía, junto a los celebrados actores del Théâtre Français (la Comédie Française), la engolada tradición de Corneille y de Racine, a la que Molière había asestado casi medio siglo antes el golpe de gracia: la expresión ampulosa de grandes sentimientos en versos de sonoridad retumbante había muerto a los pies de Tartufo y de las comedias en que Molière —desde dentro del sistema de Luis XIV— se burlaba de la realidad que rodeaba a la corte, de los «caracteres» humanos de todos los tiempos: los avaros, los hipócritas, los pretenciosos, las ridiculeces de hombres y mujeres, en un marco social que, con su falsedad, ayudaba, si no potenciaba, a esa exhibición de los defectos personales.

Literariamente, Voltaire arranca de unos presupuestos dictados por Boileau y su Arte poética —que él consideraba superior a la de Horacio—, y se aplica a la escritura, como orfebre, de epigramas, madrigales, sonetos y tragedias, convencido de que «la poesía es la elocuencia armoniosa»; ese oropel —timbre de gloria para Voltaire en su centuria— es la causa de su olvido fuera de los ámbitos académicos. Pero la Belleza así dictaminada era contraria al motor que iba a animar su adolescencia y el resto del siglo; tras tanta palabrería habían de llegar los inicios de la ciencia y el conocimiento de la naturaleza como medios para hacer del futuro de la humanidad algo más habitable, y para explicar el pasado desde presupuestos que se movían con los avances del siglo y no con las fábulas propaladas por la Religión. Los mitos griegos y los héroes romanos que pueblan las obras de Racine y de Corneille —y del propio Voltaire en su apartado teatral y en algunos de sus cuentos en verso—, las religiones con sus dogmas y sus leyendas, de nada servían para esa búsqueda de progreso. Tres años tenía Voltaire cuando se publicó el Dictionnaire historique et critique de Bayle, que iba a inspirar el paso de la sociedad absolutista a la racionalista: el siglo XVIII no precisa ya de héroes emblemáticos, sino de un número lo más amplio posible de ciudadanos que, mediante el sentido común y unas normas de comportamiento regladas, sienten la base de la «civilización» nueva a la que aspiran, la «civilidad», el ciudadano civil, servidor y usuario de una comunidad hecha para beneficio de todos. Voltaire no renunciará a incrustar, entre los alejandrinos de sus tragedias romanas, griegas u orientales, la píldora útil, la moraleja que enuncia verdades relacionadas no con los grandes sentimientos, sino con la vida inmediata, con la realidad en que se movía el espectador. Había que buscar la Verdad, no la Belleza, de la mano de la Razón: para que Voltaire se dé cuenta hubo de producirse un hecho que cambió el sentido de su escritura.

Hacia el conocimiento

La Bastilla, la cárcel más famosa del Antiguo Régimen, ayudó a más de un ilustrado a seguir pensando las ideas que lo habían llevado hasta sus mazmorras. Voltaire las visitó brevemente por primera vez en 1717, por unos versos insolentes sobre el Regente; la segunda, en 1726, por haber hecho gala de su ingenio en el foyer del Théâtre Français, o en el palco de la actriz más celebrada de su tiempo, Adrienne Lecouvreur, contra el caballero de Rohan; firmaba entonces el filósofo con el doble apellido Arouet de Voltaire, prueba de un origen plebeyo que trataba de disimular. Interpelado con sorna y virulencia sobre esos apellidos por el aristócrata el 6 de febrero de 1726, Voltaire respondió: «Señor, yo empiezo mi apellido, y vos, vos acabáis el vuestro». Rohan mandó a una cuadrilla de sus criados que vapulearan al joven bravucón días después. El apaleado reclamó justicia ante el rey, pero todo el mundo aristócrata que celebraba con estruendo sus éxitos teatrales le dio la espalda. Cuando ya se había armado de dos pistolas para vengarse o batirse, fue arrestado y encarcelado de nuevo en la Bastilla; la situación no parecía demasiado injusta en una sociedad estamental, pero sí molesta: terminó adoptándose la solución propuesta por el filósofo para recobrar la libertad: dejaría voluntariamente Francia rumbo a un exilio en Inglaterra. De Londres trajo escritas, dos años más tarde, sus Cartas filosóficas; una de ellas, la número XXIV, lleva por título: «Sobre la consideración que se debe a los hombres de letras».

Esas Cartas inglesas suponen un cambio radical tanto para la carrera de Voltaire como para la cultura francesa, ya que, a partir de ese momento, pondrá toda su energía y su inteligencia al servicio del combate contra el oscurantismo y las tinieblas que impedían el avance de la Razón: poemas, obras de teatro, folletos, estancias, cuentos, sátiras, epístolas. Voltaire vuelve, además, convencido de que «nunca veinte volúmenes in folio harán revoluciones: son los libritos portátiles a treinta sous los que hay que temer. Si los Evangelios hubieran costado 1.200 sestercios, la religión cristiana nunca se habría asentado».

Pese a este convencimiento, Voltaire continuará escribiendo obras de teatro —el mismo año de su muerte, a los ochenta y cuatro años, estrena Irène—. Para el discípulo de Boileau, la poesía era forma y norma; en cambio, en la retórica particular de Voltaire no entra nada que no concuerde con la definición de la prosa: orden, racionalidad y claridad meridiana de sentido, para disipar cualquier sombra y convertirse en transporte de la primera ley exigible de la poesía: enseñar la virtud, la indulgencia y el amor al prójimo, además de servir, en caso de ataque, de arma arrojadiza.

La carrera de un filósofo

Es ya un tópico consagrado, no por ello menos cierto, que el tiempo se ha encargado de reducir todo ese esfuerzo «evangelizador» de la buena nueva de la civilización a polvo, lo mismo que el de sus compañeros de generación —desde el Rousseau del Contrato social hasta Diderot y la Enciclopedia—, que sentaron las bases que desgastaron los cimientos del Antiguo Régimen y acabaron con ellos en 1789. Así lo reconoció la Revolución francesa, dando cabida, durante una ceremonia grandiosa el 11 de julio de 1791, en el recién inaugurado «Panteón francés» para hombres ilustres, a las cenizas de Voltaire, a las que treinta años más tarde se unirían las de Jean-Jacques Rousseau.

Pero ¿quién se acuerda de aquella Enríada, feroz requisitoria que lanzó contra la noche de San Bartolomé y las guerras de religión, por más que demuestre su odio al fanatismo? Aunque La Pucelle (La Doncella), sobre uno de los mitos mayores de la historia de Francia, Juana de Arco, fue piedra de escándalo en su tiempo, y el poema Le Mondain (El mundano) se convirtió en un breviario de epicureísmo religioso, hoy sólo los historiadores de la literatura leen esos poemas grandilocuentes. Si algo queda de Voltaire en el capítulo de la lírica es lo que escribió cuando, convencido de su inutilidad para fines de progreso, se tomaba la poesía como una diversión y hacía epigramas y poemillas de circunstancias a distintas mujeres, sobre temas intranscendentes; de todo ello queda tal o cual pasaje furibundamente sentimental de una tirada trágica o algún poema de coloración más personal, por ejemplo, las Stances à Mme. du Châtelet (Estancias a Mme. du Châtelet) (1746) cuyos versos

Si vous voulez que j’aime encore

Rendez-moi l’âge des amours

resonarán dos siglos más tarde en la literatura española.

Aún así, hay dos poemas que tienen una importancia capital: el ya citado El mundano (1738) levantó ampollas en el partido devoto, que vio en el culto rendido al desarrollo de la ciencia a través de Newton y en su elogio del lujo un ataque a la Iglesia; y sobre todo, el Poème sur le désastre de Lisbonne (Poema sobre el desastre de Lisboa): el terremoto de la capital portuguesa sumió a Voltaire en una angustia que proyectará en varios de sus cuentos de manera obsesiva[1].

Poco más interés tienen en la actualidad sus incursiones por los campos de la ciencia, los Elementos de la filosofía de Newton, por ejemplo, salvo el haber convertido a Voltaire en un discípulo del sistema newtoniano, cuya grandeza fue uno de los primeros en captar; y, corolario de tal comprensión, el rechazo de Descartes, que seguía dominando el pensamiento filosófico francés con su teoría de los torbellinos, la materia sutil y los átomos ganchudos o curvados. En su tiempo, ese trabajo cumplió una función determinante para el progreso del siglo: eran textos de divulgación de la ciencia reciente, como lo fue el Discurso sobre el hombre, cumbre en el terreno de la moral filosófica de las teorías científicas newtonianas.

En el ámbito de la historia, sus voluminosas obras, que llegan a pretenderse historia universal de Europa y Asia desde el Medievo hasta el siglo XVIII, como el Ensayo sobre las costumbres, le valieron persecuciones y motivaron sus huidas, lo mismo que el Diccionario filosófico. Eran lo que Voltaire pretendía que fueran: textos portátiles —aunque sea poco «portátil» el primero de los títulos—, de lucha contra el fanatismo y la intolerancia, cuyos horrores enumera desde la Alta Edad Media. Con mirada crítica, Voltaire decide denunciar los mitos —peor que las mentiras—, acabar con las fantasías, nacidas de la superstición y madres del terror impuesto durante siglos por las religiones y, en particular, por la Iglesia católica. La libertad se convertía así en la primera de las metas; para alcanzarla se precisaba el triunfo de la Razón, que, a pesar de todos los accidentes de la historia, debía regir la vida de los hombres, acompañada por la «benevolencia natural» de los seres humanos entre sí; eso cree Voltaire, al menos hasta los años cincuenta, cuando, tras la muerte de su amiga Mme. du Châtelet, se refugie en la corte de Federico II, que lo llama a su lado; pero esa relación resultará un fracaso capaz de poner en cuestión todo el sistema de creencias volterianas, empezando por la amistad.

Si la creencia en la bondad natural del hombre —Voltaire sostendrá, por ejemplo, que los antropófagos se comen a sus parientes para darles «una tumba en el seno filial, en lugar de dejar que se los coman los vencedores»— hace a nuestro autor compañero de su gran adversario, J.-J. Rousseau, por lo menos hasta mediados de siglo su confianza y fe en el progreso tuvo asiento más sólido: lo demuestra su Siglo de Luis XIV, que aparece en 1751 completando el Ensayo sobre las costumbres, justo en el momento en que se publica el primer volumen de la Enciclopedia, auténtico golpe de timón para la historia de la humanidad.

Setenta años de escritura

Puede parecer paradójico que el máximo representante del siglo de la Razón se recuerde, casi tres centurias más tarde, precisamente por las obras que salieron de un hemisferio del cerebro distinto del lógico y racional: sus cuentos y novelas; y también que los productos de la imaginación hayan pervivido junto al uso común del adjetivo «volteriano», entendido como un espíritu, el «espíritu Voltaire»: primero, una forma de agitar la realidad para cambiarla, de enfrentarse al mundo, a costumbres y modos de pensar anclados en la Edad Media, que pervivían en medio de los vistosos ropajes y la «modernidad» que Luis XIV había impuesto durante la centuria anterior para consolidar, bendecido por la Iglesia, el orden sagrado que representaba la monarquía; y, en segundo lugar, una figura siempre tensa, crítica y burlona que toca todos los temas y géneros, pasa de uno a otro con su punta de ironía o con la lanza de una crítica despiadada: el panfleto y la tragedia, el ensayo filosófico y el informe jurídico, el análisis científico e histórico, la novela y el cuento, e incluso la poesía, a la que se acercó con un espíritu racionalista y moralizante que le cerró los caminos a cualquier hallazgo. En vida y tras su muerte, la persona y la obra oscilaron entre los elogios ampulosos y los insultos más sectarios: el término «volteriano» se convirtió en el denuesto más cercano al insulto descalificador, un cúmulo de todas las maldades y perversidades posibles —salvo la del erotismo, que ha tenido en el marqués de Sade su propietario exclusivo—. ¿Qué queda hoy, además de la rebeldía permanente como encarnación del espíritu volteriano, de esa ingente cantidad de volúmenes?

Entre 1706-1707, presumible fecha de su primer texto conocido —una epístola a Monsieur, título del hermano del rey—, o 1709, año de su primer poema —una Oda a Santa Genoveva—, y 1778, cuando los Diálogos de Evémero, El sistema verosímil y una Carta del señor Hude cierran su ciclo de vida, hay setenta años de escritura total.

La década de los años cincuenta es decisiva, tanto para Voltaire como para Europa, tanto para la historia de los pueblos centrales del continente como para la vida personal e intelectual del philosophe: el inicio de la Guerra de los Siete Años ensombrece la época feliz de la riqueza y de la hegemonía de Francia: sobre Versalles y el esplendor dejado por Luis XIV se avecina un nubarrón que descargará sobre el país derrota tras derrota, haciendo que el gobierno se vuelva hacia el pasado y se refuerce la reacción clerical a medida que avanza la amenaza del enciclopedismo. Refugiado en la finca de Ferney, junto a Ginebra, pero en territorio francés, Voltaire inicia la última etapa de su vida: cuando en 1755 había comprado Les Délices, se había felicitado esperando que esa finca le diera lo que su nombre prometía y le permitiese vivir, en su retiro, su viejo «sueño del huerto»: no tarda en comprender que ese retiro, a sus sesenta y tres años, se ha convertido en una especie de cárcel que lo aísla del mundo y de los valores que quería defender: «pretendidas Delicias» las llama ya en agosto de 1755. Seis años más tarde, en 1761, Voltaire declara haber «pasado el Rubicón». En esa última etapa, desarrollará una actividad constante en la que desaparecen todas las veleidades literarias: los últimos veinte años de su vida se dedican al combate, a textos «portátiles» contra el fanatismo y las ideas religiosas, porque el resultado de la Guerra de los Siete Años —victoria de los poderes protestantes sobre los poderes católicos— no sólo no le ofrece ninguna garantía, sino que parece volverse contra él: el partido devoto, más débil, se torna más agresivo, y Voltaire ha de convertirse entonces en defensor de las víctimas de la intolerancia y la intransigencia religiosa. Surgen así sus textos «de defensa»: del pastor protestante Rochette, de un comerciante llamado Jean Calas, del caballero de La Barre: no pudo impedir la ejecución de ninguna de las víctimas de la intransigencia religiosa, pero desde Ferney, con pluma y papel como únicas armas, consiguió demostrar el poder de un «intelectual» y enarbolar un concepto nuevo, el de «tolerancia», que es el que también hace de Voltaire nuestro «contemporáneo».

Crece en esos últimos veinte años el número de Mélanges, de folletos y opúsculos de lucha, de «portátiles» contra el fariseísmo, la injusticia, la hipocresía, contra los ídolos más visibles sobre los que se asentaba la organización social del siglo XVIII. Pero, si colaboraron a labrar la estatua del personaje Voltaire, de la «idea volteriana», lo cierto es que hoy, si dejamos a un lado las Cartas inglesas, el Tratado sobre la tolerancia y el Diccionario filosófico, apenas resultan legibles todos estos textos salvo para expertos, historiadores y eruditos. El concepto mismo de literatura ha cambiado, y aquellos títulos —sobre todo los de teatro y poesía— en los que Voltaire basaba sus esperanzas de inmortalidad son pasto de los eruditos y del polvo en las bibliotecas.

Como en otros casos, lo que el escritor considera efímero es lo que perpetúa su nombre. Cervantes confiaba en Los trabajos de Persiles y Segismunda como en el «bronce perenne» horaciano; pero no fue esa novela escrita con un pie en el estribo, sino otra, Don Quijote, objeto de la rechifla —desde luego envidiosa— de las gentes de letras de su tiempo y de las burlas y risas de todos, la que hace de Cervantes un escritor universal y vivo. ¿Cómo podía imaginar Voltaire que sus sesudas obras históricas, escritas tras penosos esfuerzos de investigación y lectura, sus trabajados poemas de duro verso neoclásico, serían despreciados por haber perdido actualidad, por vacuos y retóricos, mientras sus cuentos, escritos un poco por pasar el rato y que, como primer defecto, tenían el de ser personales, el de destilar sus propios humores, los subjetivos vaivenes de su carácter, y el de dar cuenta de la evolución de sus intereses ideológicos, serían los que perpetuarían su nombre? Sus obras eruditas, compendio didáctico de muchas observaciones hechas por otros, se ven ahora como testimonio de una época superado, con abundantes anotaciones en los márgenes demostrando errores, descubriendo fuentes, etc. Lo más personal que Voltaire escribió —y, por lo tanto, lo menos transferible, desde su punto de vista, como valor universal—, la Correspondencia, es, junto con sus Novelas y cuentos, la parte más viva, la escritura más natural, más sobria y menos retórica que dejó.

La modernidad de un pensador

Era impensable para Voltaire; pero los caminos de la creación tienen poco que ver con la erudición y la retórica; como cualquier tarea erudita, al cabo de unos años, con la viva marcha que a partir del siglo XVIII respecto a épocas anteriores tomaron los estudios de investigación, esa obra volteriana ha quedado superada, amortajada. Sin embargo, en la Correspondencia encontramos a un hombre que habla por él y desde él, que late como individuo ante los hechos, que emite opiniones que no ha encontrado en ninguna summa theologica o pagana; y todo ello, para lo mejor y para lo peor; al lado de una inteligencia soberana, de una generosidad poco frecuente, encontramos mezquindades increíbles, venganzas infantiles y tan fanáticas como el fanatismo contra el que predicaba: todo está en el individuo llamado François-Marie Arouet de Voltaire, un carácter lleno de manías, de lo que en moral se llamarían defectos, pero que constituyen la parte más propia, y por lo tanto más apreciable, de quien las posee.

En la Correspondencia y en sus Novelas y cuentos, Voltaire respira en cada línea, con un sentido de la justicia —y también de la injusticia—, con noblezas e infamias —contra Rousseau de modo especial, contra Maupertuis, contra el jesuita Berthier, etc.—, con acusaciones justificadas o ajustes de cuenta personales, como esos nombres que a lo largo de los cuentos perpetúan —pueden verse en las notas a la traducción— apellidos de ilustres desconocidos que, en un momento dado, se cruzaron, para bien o para mal, con Voltaire; y éste los anota pacientemente, inscribiendo el de los amigos o personas adictas a él o a sus causas, para bautizar con ellos a personajes positivos, mientras los nombres de los enemigos, con leves deformaciones, quedan adjudicados a jesuitas hipócritas, a esbirros y alguaciles, a malhechores. Venganza pobre, porque nadie se acuerda ya de esos personajes: quizá el hecho más «notorio» de sus vidas fue, sin pretenderlo, haberse cruzado con este escritor de memoria larga para ofensas y malquerencias, y de pluma aguda. Ahí radica la modernidad de Voltaire, en algunos conceptos que enuncia por encima del polvo de las pelucas versallescas; en su conciencia, heredada del barroco, de que el hombre es nada. Pero, a diferencia de los barrocos —que hacían misticismo con ese y otros conceptos—, en Voltaire se produce la ironía:

El hombre es un animal negro con lana en la cabeza, que anda sobre dos piernas, manteniéndose erguido casi como un mono, menos fuerte que otros animales de su tamaño, con un poco más de ideas que ellos y mayor facilidad para expresarlas; sujeto por lo demás a las mismas necesidades, nace, vive y muere igual que aquéllos.

Este pensamiento no es producto sólo de una época de amor a la naturaleza, de un ecologismo avant la lettre ya activo en ese «hombre natural» de los enciclopedistas, en Las ensoñaciones del paseante solitario de Rousseau, por ejemplo, o en la educación que recibe el joven ideal de la Ilustración, Emilio. La constatación que Voltaire hace de los opuestos naturaleza/sociedad llega a la burla; no es tan sencillo acabar con el hombre social; hasta el propio Rousseau sabía imposible su «hombre de naturaleza».

Si éste es una meta imposible, también puede ironizarse contra él, a la vez que el dardo de la sátira hiere al otro, al ser que ha alcanzado el grado de conocimiento que en el siglo XVIII tenía la sociedad francesa:

Siempre el pueblo más culto, más rico, más refinado, a la larga debió ceder en todas partes ante el pueblo salvaje, pobre, robusto.

Es esa ironía, esa sensibilidad que se desgarra con los sufrimientos del ser humano, esa esperanza en el progreso —pero ¿hacia dónde tiene que ir el progreso?, parece preguntarse Voltaire—, la fe en la naturaleza humana, el rechazo de cualquier coacción intelectual y la denuncia de la intolerancia, lo que emparenta a un escritor de finales de la Edad Media con nuestro «progresado» siglo XXI.

En pleno Siglo de las Luces, Voltaire va a emplear uno de los recursos que en la Edad Media había expresado mejor que ningún otro la irritación frente al estado de cosas: la burla. Si Rabelais se había reído a mandíbula batiente y había mostrado la sociedad desde una perspectiva que también había hecho desternillarse de risa a sus lectores, Voltaire va a emplear la ironía para alertar y excitar sensibilidades. Y no es que sea medieval en pleno siglo XVIII, sino que fue transmisor del testigo de la risa de la Edad Media a la contemporánea, cuando ya los intelectuales no pueden ser felices, por retomar la expresión con que Roland Barthes calificó a Voltaire: «el último intelectual feliz». Frente a la fragmentación y al amontonamiento de las contradicciones actuales, Voltaire, más «natural», lucha contra la intolerancia y el dogmatismo, y termina riéndose porque, para él, las cosas van por ciclos: «La tierra es un vasto teatro donde la misma tragedia se representa bajo títulos distintos». El escepticismo de sus pullas le evita hacer de ingenuo, le impide «creer»: «Nacemos completamente desnudos. Nos entierran con una sábana ordinaria que no vale cuatro cuartos. ¿Qué mejor cosa podemos hacer que regocijarnos de nuestras obras durante los dos momentos en que gateamos sobre este globo o glóbulo?», escribirá utilizando el punto de vista de Micromegas.

Una máquina de guerra

Pero ¿qué papel desempeñaron los cuentos? Fueron, en principio, un capricho, un juego de sociedad con el que Voltaire entretenía a los invitados en los salones de París, de Versalles y, sobre todo, del palacio de Sceaux entre 1744 y 1750, aunque ya antes de esta última data esté arrepentido, según manifiesta en un carta, de haber perdido su tiempo en cortesanías. Fue, sin embargo, uno de sus trabajos iniciales: como gentilhombre de cámara del rey gracias al favor de Mme. de Pompadour, estaba obligado a proveer al entretenimiento de la corte. En el estrado de Mme. du Maine, Anne Louise de Bourbon-Condé, Voltaire había leído a la dama, muy aficionada a las historias y decorados orientales, algunos de sus cuentos, y a instancias suyas hubo de leerlos el filósofo en círculos cortesanos más amplios. Los primeros que cronológicamente escribió no eran más que eso, la aportación de Voltaire a las diversiones del selecto círculo que se reunía en torno a la duquesa, un ramillete de flores del cortesano pagado para entretener.

Voltaire frecuentó esa selecta sociedad literaria —y también política— en dos épocas de su vida: de joven, entre 1714 y 1718, y más tarde, poco antes de su «paso del Rubicón», o abandono definitivo de las pompas mundanas. En los años 1714-1715, la duquesa du Maine intentó remedar los antiguos «placeres de la Isla Encantada» con que Luis XIV se divertía en Versalles con «guiones» de Molière, y organizaba espectáculos y brillantes fiestas de iluminación suntuosa, ballets, justas poéticas, etc., en las que Voltaire lució sus primeras galas en el mundo cortesano. Refiriéndose a esa «corte» de Mme. du Maine, puede leerse en el Journal des Dames (marzo de 1774): «En esa sociedad, toda falta debía ser reparada por un cuento escrito inmediatamente»; cuando desaparece la corte de Sceaux —el descubrimiento de una conspiración llevó a los duques al exilio—, Voltaire se dedica a cultivar, en compañía de Mme. du Châtelet, estudios más «serios»: alta literatura, tragedias, trabajos históricos, o se entrega a experimentos de física; quiere la leyenda que más de diez años después, tras permanecer encerrado en su habitación durante tres días, entregó a su sobrina y amante desde 1744, Mme. Denis, el manuscrito de Cándido con estas palabras cortesanas: «Tomad, curiosa, esto es para vos».

Ante el conjunto de los relatos, la crítica se ha visto obligada a rechazar ese carácter galante e improvisado de unos textos que no habrían sido otra cosa que florones de salón: son ya relatos «filosóficos», porque la obra de Voltaire, aunque fragmentaria en apariencia, es en realidad indivisible; su propósito era el mismo, fuera el que fuese el género que escribía: divulgar las nuevas ideas, exponer cierto materialismo, combatir la ineptitud y la mentira religiosas, luchar por la tolerancia. Pese a esa unidad final, nunca el espíritu de Voltaire fue tan libre como en sus cuentos. En ellos, mediante una escritura que sólo tiene por objetivo quod erat demostrandum, «lo que se quería demostrar», la originalidad del pensador se une al encanto y a la ironía del literato sin someterse a ninguna otra regla. Todo sirve, con tal de que sea útil a sus fines; todo procedimiento y toda licencia narrativa pueden ser válidos: anacronismos, saltos temporales, acumulación de efectos sorpresa, ciencia ficción, eliminación de las distancias, encuentros y reencuentros más o menos verosímiles. Igualmente diversos pueden resultar los encuadres y los marcos: así, sus cuentos pueden ser falsamente orientales —dejándose llevar por la admiración, sin que falte una punta de ironía, de los modelos clásicos de Las mil y una noches—, bizantinos o contemporáneos, o de protagonistas ingleses, o puramente franceses; y pueden estar redactados en distintos registros: en forma de carta, de diálogo, o de relato que arranca casi con el clásico «Érase una vez».

Desde luego, el mundo pasa por el individuo. Pero Voltaire no se cree ni se quiere otra cosa que espectador que apostilla, lucha, combate, se burla o rechaza: sus cuentos y su correspondencia son una permanente toma de posición sobre los temas más diversos; Flaubert llegaría a calificar todo lo que salió de la pluma de Voltaire como «una máquina de guerra», que tiene por dardos favoritos la burla, la risa y la ironía.

Es la sátira lo que sustenta las aventuras de todos sus personajes, desde el célebre e ingenuo Cándido, vapuleado protagonista que terminará convertido en auténtico militante del volterianismo —porque ha viajado y ha visto mucho, porque ha sufrido los ridículos caprichos de los que a sí mismos se llaman Grandes—, hasta Zadig, que sólo cosecha males donde sembró bienes, arrastrado por la rueda de la fortuna; ése es el mayor absurdo de la realidad, la mayor injusticia de la vida. Pero todos los personajes volterianos, después de verse arrastrados por una riada de acontecimientos aparentemente caóticos y faltos de sentido, terminan «triunfando» porque aplican la filosofía de la experiencia. Aunque no resulte muy convincente hablar de triunfo, por ejemplo en ese final de Cándido cultivando su huerto y convertido, tras sus muchas desgracias, en dueño independiente y libre en una realidad bastante lamentable, a la que no le queda otro remedio que resignarse; la moraleja ilustrada —como todas las moralejas—, una vez hecha la sátira del desorden del mundo, aplica la vara mágica de los cuentistas sobre su ficción: un final inverosímil, que no deja de ser otra ironía más de este «último intelectual feliz»; pero el autor también carga sobre las espaldas de sus personajes confidencias personales, sin olvidarse en ningún momento de ajustar cuentas contra sus enemigos, contra sus críticos: en la ficción de Voltaire cabe todo.

Hoy pueden hacer sonreír las querellas en que se engolfaban en el siglo XVIII los ilustrados, en danza con los inventores, los teólogos y los filósofos; los anacronismos de la Biblia provocaban, sin embargo, agrias disputas bien surtidas de ataques no sólo ideológicos sino personales, sazonados de insultos o calumnias; y las páginas de las publicaciones de sociedades y círculos científicos se llenaban, por centenares, con la explicación de los inventos más peregrinos, desde la forma de medir la velocidad del agua hasta la creación de seda mediante telarañas. Voltaire no renuncia a ningún tema, por más deleznable que pueda hoy parecer, y los cuentos sirven de soporte a sus ironías entreveradas con posiciones sobre el mundo, la religión y las costumbres francesas, que distinguen precisamente el pensamiento de Voltaire.

Novelas y cuentos

Según la lista establecida por Beaumarchais, Condorcet y Decroix en su edición de las Œuvres complètes de Voltaire (setenta volúmenes, 1784-1789), son quince los escritos volterianos que pertenecen al género narrativo; sin embargo, la lista canónica establecida una vez recuperada la obra de ficción por los estudiosos eleva ese número a veintiséis[2]; en total, el conjunto incluye textos redactados a lo largo de sesenta años, aproximadamente desde 1714-1715 (El mozo de cuerda tuerto) hasta 1775 (Historia de Jenni). Pero esa lista canónica no quedó cerrada: con posterioridad a los trabajos de René Pomeau, Frédéric Deloffre y Jacques Van den Heuvel, se han agregado varios textos más que tienen el mismo derecho que otros adscritos a ese género a figurar entre los cuentos: empezando por los escritos en verso, pese a que una tradición que se remonta al propio autor nunca tuviera en cuenta este apartado precisamente por ser poemas y, de acuerdo con el canon de Boileau, pertenecer al género poético[3]. La jerarquía de géneros establecida por el clasicismo no avaloraba los cuentos, y menos si estaban escritos en prosa; y si lo estaban en verso, correspondía al campo de la poesía. Eran entretenimientos casi inconfesables con arreglo a las normas dictadas en la centuria anterior por Boileau. Las ediciones de Œuvres de Voltaire aparecidas en vida tampoco ayudan a resolver el problema, porque bajo esa rúbrica sólo se recogen unos pocos textos, algunos de adscripción imposible al género. Para delimitar el campo semántico del término conte en la época, hemos de remitirnos al Dictionnaire de Furetière, con entradas significativas (de las que elimino, por innecesarios, los ejemplos):

Conte: historia, relato agradable. // Se dice a veces de cosas fabulosas o inventadas. // Significa también maledicencias, burlas. // Se dice también de todas las palabras vanas y despreciables, que no están fundadas en ninguna apariencia de verdad o de razón. // Se dice proverbialmente en estas frases: son «cuentos» de viejas con que se entretiene a los niños…

No sabemos qué es lo que Voltaire consideraba «cuento», dado que ni siquiera utiliza esa palabra para designarlos: «obritas» o «breves escritos» son los términos que emplea. El texto más cercano a una posible «definición» del cuento de su parte, lo pone en labios de la princesa Amasida, en El toro blanco (capítulo X):

Todos esos cuentos me aburren, respondió la bella Amasida, que tenía inteligencia y buen gusto. Sólo sirven para ser comentados entre irlandeses por ese loco de Abbadie o entre welches por ese charlatán de Houteville. Los cuentos que podían contarse a la retatarabuela de la retatarabuela de mi abuela a mí no me entretienen, porque he sido educada por el sabio Mambrés y he leído el Entendimiento humano del filósofo egipcio llamado Locke, y La matrona de Éfeso. Quiero que un cuento se base en la verosimilitud, y que no parezca siempre un sueño. Deseo que no tenga nada de trivial ni de extravagante. Quisiera sobre todo que, bajo el velo de la fábula, dejase entrever a los ojos expertos alguna verdad sutil que escape al vulgo. Estoy harta del sol y de la luna de los que dispone a su capricho una vieja, y de las montañas que bailan, de los ríos que remontan a su fuente y de los muertos que resucitan; pero, sobre todo, cuando esas tonterías están escritas con un estilo ampuloso e ininteligible, me repugnan horriblemente. Comprendéis que una joven que teme ver tragado a su amante por un gran pez, y verse ella misma cortar el cuello por su propio padre necesita ser entretenida; pero tratad de entretenerme a mi gusto[4].

En las veintiséis narraciones canónicas, seis apólogos, parábolas y fabulaciones, y catorce cuentos en verso, hay varios de cierta extensión, entre los que Zadig, Cándido y El Ingenuo son las piezas mayores; las acompañan cuentos de una extensión menor, amparados en ocasiones bajo el paraguas de lo «filosófico» o lo «moral», que enhebran una levísima trama narrativa a una consideración ética y social, a una idea surgida sólo del contacto directo con un autor, como por ejemplo el Sueño de Platón, escrito por Voltaire tras una relectura del filósofo griego. Otras sirven de marco a cualquier idea.

La investigación ha demostrado que en Voltaire el cuento no es cosa de sus años maduros, sino que lo cultiva desde la juventud más temprana, adaptándose a las inquietudes que obsesionan al philosophe en cada momento. Se pensaba que El mozo de cuerda tuerto y CosiSancta pertenecían, por los datos externos, a su estancia en la corte de la duquesa Du Maine, en los años 1746-1747; sin embargo, los investigadores han demostrado que tanto esos dos relatos como los cuentos en verso El cabronismo, El candado y La mula del papa pertenecen a una época muy anterior, a los años 1714-1716, cuando Voltaire era «cortesano» en Sceaux, y estaba obligado, cuando no «castigado», a entretener con aportaciones divertidas al selecto grupo de aristócratas con quien, en ese momento, compartía su idea sobre la literatura. Cuentos olvidados por el propio Voltaire, que terminará sacándolos mucho más tarde de entre sus papeles, casi pidiendo perdón por haber «perdido el tiempo» en estas chanzas y burlas. Pero desde esa primera etapa ya está prendido Voltaire en las redes de lo maravilloso por un lado, de lo burlesco por otro, y remitiéndose a la vieja tradición satírica medieval y a Boccaccio con guiños eróticos que luego desaparecerán del resto de los cuentos.

Los cuentos orientales

El primero de ellos, El mozo de cuerda tuerto, tiene una particularidad que va a ser la constante más notoria de toda su dedicación al género: es un cuento oriental. Por hacer estadística, entre los canónicos, los cuentos «orientales» son once de un total de veintiséis; entre los cuentos en verso, tres de un total de catorce; el conjunto resulta un abanico de propuestas ideológicas y de burlas, de pullas y de razonamientos; pero también un rechazo de las formas narrativas habituales que empleó el siglo XVIII, volcado hacia la novela epistolar y la novela-memoria o confesión. Si es cierto que en tres de esos once relatos se utiliza la primera persona y la forma epistolar —habría que observar incluso que la Carta de un turco está escrita por un testigo del suceso—, en las novelas consideradas fundamentales (Zadig, Micromegas, Cándido, El Ingenuo). Voltaire busca como narrador a una tercera persona que le permita reflexionar sobre lo que ocurre a los protagonistas, para, desde esa distancia, ejercitar su ironía, introducir sus propias ideas por el bies de la burla ante los acontecimientos, pasos y desventuras de los personajes.

No era mucho lo que la época conocía de Oriente; pero quedó fuertemente impresionada por la famosa traducción francesa de Galland de Las mil y una noches, aparecida entre 1704 y 1717. Bastó este libro para inundar muchas de las imaginaciones más claras del siglo, desde la de Crébillon a la de Diderot y Montesquieu, desde la de Voltaire a la de Goethe. Había, desde luego, antecedentes en algunas obras narrativas y teatrales, por ejemplo en El burgués gentilhombre de Molière, que había jugado, y no fue el único, a las «turquerías» en esa pieza, encargo hecho al cómico por Luis XIV para festejar la llegada de un nuevo embajador del Gran Turco, tras una etapa de ruptura de relaciones diplomáticas entre aquel país, muy poderoso en el Mediterráneo de entonces, y Francia.

Puede parecer extraño y paradójico, como ya se ha dicho, que el máximo exponente, tal vez, de ese siglo de la Razón se alimente de mentiras y relatos fabulosos; pero es el propio Voltaire quien, en carta a Mme. du Deffand, del 17 de septiembre de 1759, escribe: «Os confesaré que no leo más que el Antiguo Testamento, tres o cuatro cantos de Virgilio [de la Eneida], todo Ariosto, una parte de Las mil y una noches, y, en cuanto a la prosa francesa, releo sin cesar las Cartas Provinciales [de Pascal]». Otra epístola, a Chamfort, del 16 de noviembre de 1774, resulta más explícita todavía sobre los motivos de fascinación que ejerce sobre él todo ese mundo mentido e inventado que, a primera vista, podría parecer ajeno a uno de los padres de las Luces: «… Porque Ariosto es superior a él [La Fontaine] y a todo lo que siempre me ha encantado, por la fecundidad de su genio inventivo, por la profusión de sus imágenes, por el profundo conocimiento del corazón humano, sin dárselas nunca de doctor, por esas burlas tan naturales con las que sazona las cosas más terribles. Ahí he encontrado toda la gran poesía de Homero con más variedad, toda la imaginación de Las mil y una noches; la sensibilidad de Tibulo, las burlas de Plauto, siempre maravilloso y simple. ¡Los exordios de sus cantos son de una moral tan sencilla y tan festiva! ¿No os asombra que haya podido hacer un poema de más de cuarenta mil versos en el que no hay un solo fragmento aburrido, ni una línea que peque contra la lengua, ni nada forzado, ni una palabra impropia? ¡Y encima todo el poema está en estancias!».

Esos once relatos «orientales» pertenecen a todas las épocas de Voltaire, que, ya anciano, seguía cultivando un género que practicaba desde la segunda década del siglo con intenciones siempre muy claras: desde hacer un diseño de la tipología humana hasta el análisis de las convenciones sociales y las costumbres de las naciones, pasando por el ataque a la religión —a la que en términos volterianos habría que denominar más exactamente «superstición». El mozo de cuerda tuerto, cuya redacción se ha fechado a mediados de la segunda década (1714-1715), como se ha dicho, cuando frecuentaba en Sceaux el salón de la duquesa du Maine, es el primero de todos y el primero «oriental». El segundo cuento oriental pertenece a una etapa posterior al paso de Voltaire por los salones de la alta nobleza: Zadig, relato clave, aparece en 1747; Voltaire prescinde de una intriga rígida: la primera redacción del cuento se convierte en un recipiente en el que, andando el tiempo, podían volcarse otros episodios enhebrados casi sobre cualquier final de capítulo. En Zadig hay una fabulación narrativa que se vuelve hacia el lector, con el relato de esos amores del protagonista y las desventuras y vagabundeos que la pareja de amantes sufre, semejantes a las del propio Voltaire, como luego veremos. Dos años más tarde, Así va el mundo permite que se transparenten las preocupaciones de Voltaire por regresar a una Persépolis que es París, y que no tarda en convertirse para él en centro de envidias y supersticiones; es en este cuento donde Voltaire admite por primera vez la existencia del mal como algo derivado de la misma naturaleza, como algo con lo que hay que contar. Memnón, escrito casi al mismo tiempo que Zadig, formaba parte, como los dos anteriores, de esos regalos manuscritos que Voltaire hacía a la señora de Sceaux y que leía al surtido de notables que frecuentaban su salón; pero si hay paralelismos evidentes con Zadig, también puede afirmarse que el desenlace de Memnón es bastante más pesimista; la ironía del subtítulo: «o la Sabiduría humana», no aparecerá hasta las ediciones posteriores a 1756, cuando Voltaire empiece a corregir el racionalismo optimista que hasta mediada la época de los cuarenta había presidido su obra; nada parece depender del hombre, que no puede dominar sus pasiones ni dirigir a capricho su vida ni su felicidad.

Carta de un turco (1750) responde al interés de Voltaire por la historia, y la anécdota, de desenlace pesimista, pone en entredicho el formalismo de los ritos religiosos, a los que el autor opone una moral sencilla, suficiente para alcanzar el «decimonoveno cielo», con el que se conforma el brahmín Omrí. Historia de un buen brahmín (1760) se convierte en el análisis que Voltaire hace del divorcio radical existente entre la felicidad y las Luces, tema recurrente en su pensamiento y crucial para su crítica de la metafísica: en esa fecha, el autor de Cándido ya ha abandonado su vieja idea de la época de Cirey, cuando quería remitir la metafísica a la moral. En la carta adjunta a Mme. du Deffand cuando le envía ese relato, Voltaire habla de la dificultad práctica de ser felices: «Pienso que somos muy despreciables, y que no hay más que un pequeño número de hombres esparcidos por la tierra que se atrevan a tener sentido común. […] Pero ¿para qué sirve el sentido común? Absolutamente para nada. […] Os exhorto a gozar cuanto podáis de la vida, que es tan poca cosa, sin temer a la muerte, que no es nada». (Correspondencia, 13 de octubre de 1759).

Difusión del conocimiento

Pasarán más veinte años hasta que vuelva al género del cuento; pero ahora Voltaire es otro: se ha formado en la filosofía experimental tras su exilio en Inglaterra, y en Cirey, al lado de Mme. de Châtelet, se entrega a la literatura teatral y a la historia, pero, sobre todo, al estudio de los adelantos científicos que están cambiando la percepción del mundo, regida hasta entonces por los «datos» que sobre la historia del hombre aportaba la Biblia. Desde Galileo, y pese a hogueras y mordazas, la investigación científica había avanzado mucho para la época, y los hallazgos de Newton daban un vuelco a la historia del hombre: para entretener a la ilustre tropa de Ilustrados a los que daba cobijo en Cirey Mme. du Châtelet, Voltaire escribe en 1738-1739 dos relatos «científicos» en los que incrusta las preocupaciones de ese momento. Si el Sueño de Platón arremete contra la metafísica encarnada en el pensador griego, El viaje del barón de Gangán, que más adelante se transformaría en Micromegas, novela el método experimental de Newton aplicando sus conclusiones al universo; el tono satírico de este viaje interplanetario arranca de una mirada situada al margen de la esfera humana; el ojo nuevo que Montesquieu predicaba en sus Cartas persas sirve a Voltaire para dar carta de naturaleza narrativa a intuiciones científicas de Newton sobre el espacio y el mundo, a la vez que se burla de «todas las tonterías de este pequeño globo», como pretendía hacer en su Tratado de física (1734).

Aunque los avatares de la ciencia nunca dejen de interesar a Voltaire, en los cuentos escritos entre 1739 y 1747 se produce un giro casi copernicano: ahora se transforman en ficciones vestidas de orientalismo que, por supuesto, se refieren a la vida política francesa y, sobre todo, se convierten en confidencias personales de Voltaire: en los ya citados Así va el mundo, Zadig, o el Destino, Memnón, o la Sabiduría humana, Carta de un turco, disimulado bajo turbantes está el Voltaire que, después de su retiro en Cirey, retorna a la vida social creyendo que puede desempeñar un papel en el mundo de los poderosos. Durante un breve instante (1740-1745) consigue el favor cortesano para caer luego en desgracia (1748): el mundo epicúreo y pragmático que había soñado en su poema El mundano diez años antes se desmorona y el «todo está bien» carece de sentido para un Memnón que buscaba ser «perfectamente sabio». Es en esta etapa, mientras Voltaire investiga para escribir su Ensayo sobre las costumbres, cuando apunta por primera vez la comparación entre las distintas religiones, que será una constante de toda su obra.

Hacia una obra maestra: Cándido

Pero Voltaire aún no había tocado fondo: la década de los cincuenta verá destrozadas todas sus posibilidades: tres años bastan, de 1750 a 1753, para que el idilio con Federico II de Prusia, que avalaba su sueño del philosophe, de guía de un déspota ilustrado, se conviertan en la humillación más profunda con que Voltaire fue herido en toda su vida, con el catastrófico resultado de que quien creía conducir con la Razón el espacio europeo se veía perseguido por su antiguo amigo a la vez que expulsado de París. Fin del sueño: «Este mundo es un vasto naufragio. Sálvese quien pueda», escribe a su amigo Cideville en 1754, año en el que reanuda la escritura de cuentos: Historia de los viajes de Escarmentado es la primera piedra de toda la etapa última, que Frédéric Deloffre bautizó con acierto: «los cuentos del exilio y del huerto», y que abarcan con variantes el resto de su obra de ficción: Voltaire ya no saldrá de su exilio sino para morir, y, como Cándido, cultivará en sus dos residencias últimas, Les Délices y Ferney, un huerto que es una «corte» intelectual; aunque, a pesar del aislamiento y las barreras que Voltaire pone entre él y el mundo, no tarda en convertirse en centro de todas las disputas intelectuales —y personales incluso— que mueven el pensamiento de una época que camina ya hacia la Revolución francesa.

A esta etapa pertenecen Cándido y El Ingenuo, considerados obras maestras, y a los que acompañan piezas de no menor calado, como Popurrí, La princesa de Babilonia, El hombre de los cuarenta escudos, Las cartas de Amabed y El toro blanco, por citar únicamente cuentos en prosa.

Cándido es la obra maestra del período 1754-764, que arranca con la Historia de los viajes de Escarmentado y remata la revisión y escritura definitiva de Popurrí, cuento iniciado tres años antes. Tras el grito de desolación que es Los viajes de Escarmentado y la anécdota ligera de Los dos consolados —donde, sin embargo, aparece un personaje, Citófilo, que ya anuncia a Pangloss—, Voltaire empieza a gestar Cándido en 1755; lo escribirá tres años más tarde, en 1758, cuando todavía no había pasado el Rubicón, como él mismo dice en 1761. Acaba de comprar Les Délices y se cree a salvo de desgracias durante un soplo, porque en agosto del mismo año de la compra, ya las llama, como hemos visto más arriba, «pretendidas Delicias». Además van a ocurrir hechos capitales que sacuden a Voltaire en su refugio. A finales de noviembre de 1755 le llega la noticia del terremoto que había asolado Lisboa el primer día del mes, provocando una matanza espantosa, cuarenta mil víctimas: «Ahí tenéis, señor —escribe en la primera carta en que aborda el terremoto—, una física muy cruel. Ha de costar mucho trabajo adivinar cómo las leyes del movimiento provocan desastres tan espantosos en el mejor de los mundos posibles. Cien mil hormigas, nuestro prójimo, aplastadas de golpe en nuestro hormiguero, y la mitad pereciendo sin duda en angustias inexpresables en medio de cascotes de los que no se las puede sacar. […] ¡Qué triste juego de azar! […] ¿Qué dirán los predicadores?».

No tarda en escribir el Poema sobre el desastre de Lisboa, que resume la consternación de Voltaire y su ataque a los portavoces de la teoría del «todo esta bien». «Hay que confesarlo: el mal existe sobre la tierra». La cursiva es de Voltaire, que convierte esa frase en nudo del poema. Es cierto que en Zadig Voltaire ya había dado cuenta de la existencia del mal, pero en el poema esa conciencia del mal adquiere una intensidad mayor, camino de las conclusiones de Cándido, que van a marcar al Voltaire anciano. La serie de analogías entre los temas que obsesionan a Voltaire en su correspondencia y en Cándido han servido para datar el inicio de la escritura definitiva en las primeras semanas de 1758. A un lado queda la leyenda de que fue escrito en cuatro días; la redacción del cuento tuvo tres etapas: se inició en el invierno de 1757-1758, se continuó en la primavera y se concluyó en el otoño, hasta el punto de que Van den Heuvel habla de un Cándido «de invierno», de un Cándido «de verano» y de un Cándido «de otoño», que no serían otra cosa que la «expresión mítica del itinerario personal a lo largo del año 1758».

Lo que Voltaire hace en ese momento es dar forma a tres años terribles: al terremoto de Lisboa de 1755 le siguió en 1756 otro hecho espantoso que va a menguar todavía más la «frágil esperanza» —así la califica por su mano en una copia del Poema sobre el desastre de Lisboa, después de que, presionado por su amiga, la leibniziana duquesa de Saxe-Gotha, y por sus amigos los pastores suizos, hubiera incrustado el término «esperanza» en el último verso del poema. Ese acontecimiento es el inicio de la Guerra de los Siete Años, que lo sume de nuevo en la angustia y le despierta definitivamente del sueño «delicioso», casi virgiliano, que buscaba. El orden de la Providencia, cacareado por teólogos y predicadores, y respaldado por la teoría leibniziana del «todo está bien» no es más que una calamidad que contiene un hormiguero de destrucciones para los seres humanos, «átomos atormentados sobre este montón de barro / que la muerte engulle y de los que el destino se burla».

Tras la ciudad en escombros con sus cadáveres, la carnicería y los ríos de sangre en que la guerra ha convertido los campos de batalla de Alemania, la correspondencia del período rezuma horror y calamidades. Mientras pasa el año 1757, desde primavera, Voltaire, todavía en Les Délices, sueña con un lugar en el mundo donde poder vivir libre de las convulsiones del espanto; aunque en la Historia de los viajes de Escarmentado ya había llegado a la conclusión de que para el hombre no hay lugar, comarca ni país donde pueda esconderse del horror. Y no son únicamente los valores y los poderes universales los que angustian a Voltaire, la Inquisición en España y Portugal, la república jesuita en Paraguay, las luchas religiosas en Holanda, país tradicionalmente tolerante en cuanto a religiones, el fusilamiento en Inglaterra del almirante Byng, por quien se había interesado personalmente, o el infierno de la guerra en el centro de Europa. También están sus intereses económicos: Voltaire mira hacia Cádiz, y a los barcos que parten rumbo a América para hacer pingües tratos comerciales, porque los fletes de esos barcos preocupaban personalmente a un Voltaire que había colocado sus rentas en distintas inversiones, entre ellas en ese comercio de España con la América conquistada, preocupación que aparece reflejada, por ejemplo, en la correspondencia con su médico, Théodore Tronchin. Además, la guerra, de prolongarse, puede acabar con su fortuna, una de las obsesiones más radicales de Voltaire, que la consideraba garantía de su libertad. Bajo su pluma se repite una y otra vez en la correspondencia la fórmula latina: Ubi calculus ponis, naufragium invenies [«Donde haces un cálculo, encuentras el naufragio»]. Había cavilado mucho para invertir sus capitales de modo que siempre quedase a salvo de un desastre. De ahí su preocupación por los fletes hacia América; de ahí también su amargura ante una guerra que ponía en un brete la economía francesa y amenazaba con arruinar sus inversiones europeas, que se traduce en una frase sobre la Guerra de los Siete Años: «Alemania se convirtió en un abismo que engullía la sangre y el dinero de Francia». (Compendio del siglo de Luis XIV).

Si Cándido va gestándose desde el desastre de Lisboa, y si otras referencias personales van perfilando algunos personajes, faltaba el de Cándido para enhebrar y organizar con un sentido todos los datos: «Me parece que no pudo tomar cuerpo más que el día en que de una manera particularmente violenta Voltaire sintió hasta la exasperación su propio candor. Eso fue lo que ocurrió exactamente en el otoño de 1757». Para Van den Heuvel, en el enfrentamiento entre Federico II de Prusia y Voltaire, que había terminado con el filósofo maltratado, humillado y encarcelado momentáneamente por los esbirros del prusiano, las derrotas iniciales de los ejércitos de Federico II y la enemistad de toda Alemania hacia el emperador suponían para Voltaire una revancha; por eso reanuda su correspondencia con él dándose la satisfacción de consolarle. Pero en noviembre de 1757 se produce la victoria de Rossbach: «Cuando hay que rendirse a la evidencia, admite que Federico acaba de cubrirse de gloria. Voltaire se desmorona; la nueva humillación viene a despertar la pasada de Francfort. Sus tentativas de mediación, sus consolaciones hipócritas le parecen retrospectivamente ridículas. […] Todo ha vuelto al orden: el príncipe ha recobrado la gloria y el filósofo su mediocridad»[5].

Ese desastre de 1758, que viene a sumarse a los que han seguido al terremoto de Lisboa cuando el filósofo esperaba encontrar las delicias del descanso y un futuro seguro, acaba con su candidez, con todas las ilusiones que se había forjado, y con el providencialismo del «todo está bien»: el único sentido de la vida es el absurdo prometeico, y, frente al encarnizamiento del destino, la única respuesta del hombre se concreta en un encarnizamiento análogo; análogo y absurdo, porque no resuelve nada. Cándido se refugia en los confines del mundo civilizado y se unce al yugo del trabajo para labrar las tierras de su huerto —símbolo de su independencia y de su libertad—, rodeado por los desechos en que la realidad ha convertido las lecciones de su maestro Pangloss y los valores en que creía en el palacio de Thunder-trantronchk, desde el poder y la autoridad a la belleza de una Cunegunda convertida por la peripecia en un pingajo de carnes roídas.

Cándido es, en primer lugar, una novela de aprendizaje: a diferencia de Zadig o de Memnón, que, en cierto modo, anticipan a Cándido —aunque ellos sospechan desde el principio de las teorías que les han imbuido sobre la armonía universal—, nuestro personaje es un optimista en quien Pangloss ha sembrado todo el providencialismo leibniziano; lo lleva grabado en la mente y cree a pies juntillas que el mundo es un paraíso; desde la primera línea la realidad niega ese optimismo que aparece citado en el título completo de la novela: el entusiasmo de la época por la filosofía de Newton y la ciencia en general había difundido la confianza en un presente halagüeño y en un futuro radiante basado en el desarrollo científico, que respaldaba las teorías providencialistas. Para Voltaire, en cambio, esas teorías debían nacer de su contraste con la vida menuda, cotidiana y material, sin teodiceas, para resolver la realidad inmediata; por ejemplo, la de Ferney, que él mismo describe en una carta del 18 de noviembre de 1758 a su médico Tronchin: «La mitad de los habitantes perece de miseria, la otra mitad en los calabozos. El corazón se desgarra cuando uno es testigo de tantas desgracias. Únicamente compro la tierra de Ferney para hacer en ella un poco de bien».

El término «optimismo» tenía más connotaciones en la época de los filósofos que en la actualidad. El Dictionnaire de Trévoux, de 1771, lo define así: «Término didáctico. De la palabra optimus, “el mejor”. Es el nombre que se da al sistema de los que pretenden que todo está bien, que el mundo es el mejor de los que Dios habría podido crear; que lo mejor posible se encuentra en todo lo que existe y lo que pasa. Hasta los crímenes son accesorios de la perfección y la belleza del mundo moral, porque de ellos resultan bienes. El crimen de Tarquino, que violó a Lucrecia, produjo la libertad de Roma y por consiguiente todas las virtudes romanas». En este sistema, en esta respuesta cristiana al problema del mal en la tierra, con sus injusticias, sus religiones y sus catástrofes, se ha criado el joven cándido, que protagoniza una trama de hilo conductor claro: el viaje; pero se trata de un viaje sin fin predeterminado; los vientos de la vida llevan de aquí para allá al héroe que da tumbos entre los hechos concretos y las teorías que se debaten en la época: en su búsqueda de Cunegunda, Cándido se convierte en juguete del destino, pero un destino que resume los envites por los que habían apostado los filósofos para cambiar el mejor de los mundos, estragado por catástrofes naturales, por designios humanos y, sobre todo, por las religiones —con la intolerancia, el fanatismo, los abusos de la colonización europea en América, los engaños y artificios sociales, las matanzas de las guerras con los mayores matarifes convertidos en héroes—; la utopía de Eldorado sirve de contraste irónico a las costumbres europeas, regidas por la pasión por la riqueza y el oro.

Desde el inicio al final de la novela, Cándido pasa por múltiples peripecias y episodios —algunos marcados en su forma narrativa por la novela picaresca—, para terminar como ha empezado: unido a Cunegunda, que era el grial que buscaba. Pero de la Cunegunda del castillo de sus padres no queda más que una piltrafa a la que le faltan incluso trozos de carne; y nada queda tampoco de las iniciales lecciones de su maestro Pangloss, porque la realidad ha ido liberando a Cándido de todo lo aprendido hasta enseñarle una filosofía propia, contrastada, esta vez, con la vida real e inmediata; es lo que permite a Voltaire hacer una relectura de las posiciones filosóficas de la Ilustración. Tras el fracaso de las ilusiones iniciales, Cándido se refugia en una expresión que se ha convertido en axioma: «Tenemos que cultivar nuestro huerto»: un ideal de paz y de orden económico que el propio autor realizaba en Ferney: hasta la misma Cunegunda se ha convertido en excelente pastelera. A un lado quedan, despreciados, los debates filosóficos y políticos: la paz, aunque mediocre, y la medianía del siglo barroco, heredada a su vez de Horacio, se imponen sin entusiasmos ni ilusiones en la pequeña sociedad rural que los protagonistas constituyen en un rincón perdido de «otro» mundo, lejos de la civilización europea.

En el entorno de Cándido es de capital importancia un cuento como Historia de los viajes de Escarmentado (escarmentado: «el que se ha vuelto sabio a sus expensas», traduce Voltaire), cuyo protagonista viaja por un mundo desquiciado ante el que no cabe otra cosa que la resignación. Cierra el período un «apéndice» de Cándido: la Historia de un buen brahmín, parábola que vuelve a vestir de orientalismo el desaliento volteriano ante la inutilidad del saber.

También acompañan a Cándido otro tipo de piezas, cuentos en verso (El pobre diablo), y chanzas (Relación de la enfermedad, confesión, muerte y aparición del jesuita Berthier) que unen la maldad a la calumnia, ante la que Voltaire no va arredrarse en la última etapa de su vida, cuando alterne la diversión con la propaganda, la defensa con el ataque.

Virulencia contra el fanatismo

De hecho, entre 1759, fecha de publicación de Cándido, y 1764 hay un vacío en la escritura de ficción de Voltaire, entregado en ese período a la defensa de víctimas del fanatismo religioso, de donde saldrá su Tratado sobre la tolerancia (1763). En aquella última fecha, 1764, aparece una recopilación bajo el título de Contes de Guillaume Vadé (Cuentos de Guillaume Vadé), que recoge seis cuentos en verso (Lo que agrada a las damas, La educación de un príncipe, Gertrudis, o la Educación de una niña, Telema y Macario, Azolán, El origen de los oficios), dos en prosa, y catorce opúsculos, además de otro poema que no parece caber en una definición de cuento, Les Trois Manières; y todo ello amparado por la invención volteriana de un Guillaume Vadé al que el anónimo autor real, para borrar más las pistas y proseguir la burla, no duda en darle parientes: un hermano y una sobrina que se encarga de la edición de los escritos de su «difunto tío», etc. «Estoy tan asqueado desde hace poco de lo que se llama las cosas serias que me he puesto a hacer cuentos de viejas», escribía Voltaire a d’Alembert el día de fin de año de 1763. Textos que son improvisaciones, donde lo absurdo se mezcla a lo maravilloso, y donde parece rebrotar el joven Voltaire de los cuentos picantes de su juventud: por ejemplo, en Lo que agrada a las damas o El origen de los oficios, y que tienen por objeto hacer «las delicias de nuestra familia». Voltaire se permite caminar sobre lo irracional y lo prodigioso para revestir con distintos exotismos a unos personajes que hablan de la formación de la persona humana, del despertar de los sentidos, del matrimonio…, sin olvidarse de lanzar indirectas a diestro y siniestro tanto en los cuentos en verso como en los dos relatos en prosa, El blanco y el negro y Jeannot y Colin: la gobernación de la sociedad, el maniqueísmo, la moda, los excesos de la fiscalidad; entre burlas y veras va dibujando una mapa de quejas y agravios.

Voltaire no duda en presentar los cuentos en verso «para ser contados al amor de la lumbre», haciendo incluso en uno de ellos una apología de la fábula: la traducción textual de las dos últimas estrofas de Lo que agrada a las damas empieza exaltando el género: «¡Oh, feliz tiempo el de estas fábulas, / de los demonios buenos y los espíritus familiares, / de los trasgos, compasivos de los mortales!», para terminar reconociendo Voltaire que la Razón, con su imperio, «a la insipidez ha entregado nuestros corazones. / El razonar tristemente se propala; / se corre, ¡ay!, detrás de la verdad. / ¡Ah!, creedme, el error tiene su mérito», versos que no son poco aval para el género de la ficción en la pluma del paladín de la Razón del siglo XVIII.

Pero la moraleja de la estrofa no iba a entretener mucho a Voltaire; en la primavera de 1764, justo cuando aparecen los Cuentos de Guillaume Vadé, da la impresión de arrepentirse de los divertimientos —término que debe entenderse en su acepción de recreo, entretenimiento agradable y maravilloso, y en la pascaliana de distracción momentánea—. Vuelve a ponerse a la tarea prioritaria para él de lucha contra la Infame y redacta el Diccionario filosófico portátil, adjetivo éste que subraya la necesidad de combatir en todo tiempo y lugar las defensas que los secuaces del fanatismo oponen a la Razón. Sólo desde esta perspectiva puede leerse Popurrí, cuento extraño en el que Voltaire alcanza el máximo de libertad en la estructura del cuento, con rupturas y cambios de enfoque que serán una constante en su última etapa de narrador, hasta el punto de que algunos estudiosos volterianos se han preguntado si llega a serlo, si cumple con las normas mínimas del género —entendido incluso en el sentido lato en que Voltaire lo asume—, de las que parece haberse liberado; las cumple rompiendo con todas ellas, para ofrecer un argumento enigmático, misterioso, que precisa ir acompañado de notas para su comprensión; el relato directo habla al lector del teatro de marionetas que hace en la Feria —y en las ferias donde puede— un tal Polichinela, de sus andanzas de una parte a otra, de sus éxitos, hasta el punto de conseguir el monopolio del personaje escénico, así como honores y dinero a manos llenas. Pero todas esas aventuras y desventuras calcan, en sentido alegórico, la historia de Cristo y la Iglesia: cada línea, cada palabra, cada episodio remite a un pasaje de los Evangelios o de la historia eclesiástica, hasta esbozar un panorama burlesco de «la Infame», calificativo inventado al parecer por Federico II, aplicándolo, no tanto a la religión en sí, sino a la superstición y al fanatismo.

Pertenece la escritura de Popurrí a una etapa en la que Voltaire no duda en escribir a su amigo d’Argental: «Cuanto más envejezco, más audaz soy. Tengo que declarar la guerra y morir sobre un montón de santurrones aplastados a mis pies» (marzo de 1761). Es en esa década cuando Voltaire, una vez pasado su Rubicón, se arrebata en una lucha casi enfermiza y obsesiva contra la superstición y el fanatismo religioso, repitiendo por activa y por pasiva, en cuentos y panfletos, los mismos argumentos que culminarán en el arma arrojadiza y portátil que es su Diccionario filosófico. Escrito entre 1761 y 1764, publicado al año siguiente, Popurrí resulta el proyectil más audaz y osado, más todavía que ese Diccionario, por su pretensión de atacar al fanatismo y a la superstición en su raíz, golpeando en la cabeza más visible de la Infame; llega tan lejos que «incluso a quien está habituado a las actitudes antirreligiosas de Voltaire, Popurrí le deja una impresión de malestar. Queda uno sorprendido por esa prodigiosa incomprensión del mensaje evangélico y de la acogida que recibió. Vamos más lejos: choca la perfidia de esa “puñalada” que apunta, no sólo al cristianismo, sino a la persona de Cristo. Sin duda, todo lo que se puede hacer es situar de nuevo esta llamarada de odio en la evolución de los sentimientos de Voltaire en esa época»[6].

Este popurrí de temas viene envuelto, ante todo, en una oscuridad propiciada por la alegoría; la confusión aumenta porque esa alegoría, puesta en boca de un tal Merry Hissing (en inglés, «jovial burlón»), alterna de manera irregular con las aclaraciones y comentarios que otro tal Señor Husson ofrece a un narrador indeterminado sobre los párrafos alegóricos; comentarios que más que esclarecer confunden porque derivan hacia temas como la tolerancia y los abusos eclesiásticos en capítulos (IV, V, VI, y los tres últimos) que nada tienen que ver ni con la alegoría marionetista de Hissing ni con los comentarios de Husson. La maraña se complica con dos adiciones[7]: la primera es un ataque a Jean-Jacques Rousseau, que Voltaire suprimió en el último momento, quizá por la parte de elogio que conlleva hacia el autor del Contrato social, y que Voltaire no quiere concederle cuando prepara su texto para darlo a las prensas; nada de concesiones al autor del Emilio, ni tampoco a la Iglesia en un momento en que Voltaire, a punto de editar el Diccionario filosófico, teme las persecuciones y ataques que han de lloverle sobre sus espaldas: en ese momento se exalta en sus ideas replicando lleno de furia a las ejecuciones en la rueda o en la hoguera de varios protestantes (por ejemplo, en 1762, la de Jean Calas, que le llevó escribir el Tratado sobre la tolerancia) de los que lo menos que puede decirse es que no habían hecho nada. De hecho, esos temores se vieron confirmados: los ejemplares del Diccionario filosófico son embargados nada más aparecer y los intermediarios detenidos, mientras Voltaire se refugia en Suiza y multiplica cartas de ataque pese a que sus amigos le recomiendan silencio.

Pero si Voltaire morirá teniendo a Rousseau por un loco peligroso, a partir de 1767 vuelve a sentir por el personaje de Cristo una simpatía que lo impulsa a reconocer su importancia en la historia de la humanidad y a declarar que lo toma por su único maestro[8]; simpatía que empieza, curiosamente, tras la hostilidad iniciada en los años juveniles, en un texto de este período como es el Diálogo del dudador y del adorador, donde son otros los que han corrompido la religión «simple y natural» que transmiten los Evangelios, y que declara la suya: «Ésa es la ley eterna de todos los hombres, ésa es la mía; así es como soy amigo de Jesús; así es como soy cristiano. Si ha habido un adorador de Dios, enemigo de los malos sacerdotes, perseguido por canallas, me uno a él, soy su hermano»[9]. Tampoco duda en declarar a Cristo «modelo de la razón y de la virtud». En esa dirección van también los sentimientos de un texto recogido en Cuestiones sobre la Enciclopedia bajo la signatura de «Religión II», escrito en 1771: introducido en los Campos Elíseos, después de hablar con distintos filósofos, encuentra a Cristo, «hombre de una figura dulce y sencilla», que ha vivido, «él y los suyos, en la pobreza y en la miseria», resumiendo en una sola frase el concepto de la religión que predica: «Amad a Dios y a vuestro prójimo como a vosotros mismos, eso es todo el hombre». A lo que responde Voltaire. «Bien, si es así, os tomo por mi único maestro»[10]. La secuencia de los distintos sentimientos de Voltaire, desde la hostilidad inicial hasta la postrera admisión de Cristo como maestro, hace preguntarse a Deloffre y Jacqueline Hellegouarc’h: «¿Fue Popurrí otra cosa que uno de los últimos reniegos antes de cierta forma de conversión?»[11].

Hacia El Ingenuo

Pasan luego tres años sin que Voltaire toque apenas el cuento, nombre que se ha dado, en primer lugar, a dos breves textos con decorado oriental, como en Pequeña digresión y Aventura india: ambos arremeten contra la ignorancia, denunciada como madre de todos los fanatismos —en el último resuena además la ejecución inquisitorial del caballero de La Barre—; y, en segundo lugar, a varios textos de burla no incluidos en la edición Kehl, pero que tienen el mismo derecho al calificativo de «cuento» que El blanco y el negro y Jeannot y Colin, y que una visión más amplia que la canónica admite como tales aunque quizá les cuadraría mejor el calificativo de parábolas o apólogos: el Diálogo del Capón y la Pularda, Del horrible peligro de la lectura y Conversación de Luciano, Erasmo y Rabelais en los Campos Elíseos.

El blanco y el negro, nuevo cuento oriental, es el último relato onírico de Voltaire, aunque el recurso al sueño sólo sea formal para presentar un problema filosófico: el del maniqueísmo, muy socorrido y polémico en la época, y atractivo para Voltaire porque planteaba de forma distinta a como lo hacía la Iglesia católica el problema del mal. Voltaire, por supuesto, no da respuestas sobre el mundo, la conducta del hombre, Dios, etc.; al contrario: envuelve el problema en un nuevo misterio, más inextricable todavía.

El período 1766-1770 culmina la dedicación de Voltaire a la ficción; después de esa fecha sólo escribirá algunos interesantes cuentos en verso y, como despedida, un relato en prosa que es un ataque contra el ateísmo en la línea de los cuentos filosóficos de combate. Pero en esos cuatro años que arrancan en otoño de 1766, cuando Voltaire empieza a escribir El Ingenuo, y concluyen en 1770, con la escritura de El toro blanco, hay tres obras mayores del género, además de las ya citadas: La princesa de Babilonia, El hombre de los cuarenta escudos y Las cartas de Amabed.

Quizá sea El Ingenuo la novela que, junto con Cándido, ha asentado el prestigio de Voltaire como narrador; ambas son novelas en las que se opera una demolición sistemática de lo establecido, de las costumbres aceptadas, de la sociedad del momento como culminación del progreso. La génesis de la trama de El Ingenuo parece remontarse a 1766, fecha en que Voltaire queda impresionado por la ejecución del caballero de La Barre, muchacho de 19 años, y última persona quemada la hoguera en Francia por blasfemia (1766), tras ser sometido al tormento que una sentencia por ese delito conllevaba: lengua y manos cortadas, cabeza cercenada, cuerpo quemado, privación de sepultura. Pero la sentencia implicaba directamente a Voltaire: en la misma hoguera, junto al cuerpo despedazado del joven, debía quemarse su Diccionario filosófico, libro encontrado en el cuarto del ajusticiado. El año anterior, enzarzado en otro episodio contra el fanatismo, Voltaire había logrado la rehabilitación de otra víctima inquisitorial ya ejecutada, Jean Calas, gracias a su Tratado sobre la tolerancia y a las gestiones que el filósofo hizo para intentar salvar a ese hugonote, víctima de los rumores populares que no dudaron en señalarlo, basándose en suposiciones y apariencias, como asesino de su propio hijo, que había renegado de la fe calvinista para convertirse en oveja del rebaño católico. En el caso del caballero de La Barre se unía la ingenuidad de esta víctima del fanatismo a la red que el aparato judicial y religioso había tejido en torno a una minucia.

Un año, del verano de 1766 al verano de 1767, tarda en gestarse El Ingenuo, reflexión sobre el choque entre una naturaleza salvaje y una sociedad civilizada, con la burla, la risa y la ironía por armas. En ese momento, Voltaire se ocupa también de otro caso, el de Pierre-Paul Sirven, a quien, por orden del obispo, le fue raptada de su casa de Castres, para ser encerrada en un convento, la segunda de sus tres hijas, todas ellas educadas en la religión protestante. Como en el convento la joven se negara a convertirse, fue devuelta a sus padres siete meses después en un estado de angustia mental cercano a la locura. El 15 de diciembre de 1761, la joven, cuyas facultades mentales habían seguido deteriorándose, desaparecía; veinte días más tarde se hallaba su cuerpo flotando en un pozo: se había suicidado. Pero desde los púlpitos y la grey católica, que había venido difundiendo maltratos del padre para explicar su deteriorada salud —la familia querría impedir que la joven abandonase la fe protestante, mentira utilizada también en el caso Calas, según demostró Voltaire en su Tratado sobre la tolerancia—, empezó a proclamarse que el padre era el asesino. Los Sirven, escarmentados en la cabeza ajena de los Calas, no se quedaron a esperar el juicio y huyeron a Ginebra; su miedo estaba justificado, porque en 1764 eran condenados a muerte y ejecutados en efigie, dada su ausencia. En febrero del año siguiente, una vez liberado del caso Calas, Voltaire se interesa e interviene en el de los Sirven, resuelto en 1771 con la rehabilitación de esa familia.

Entre la agitación y la economía

No se ve libre la redacción de El Ingenuo de esta agitación de Voltaire, que denuncia el fanatismo contra los Calas, La Barre, Sirven, etc. Si en Cándido cargaba las tintas sobre la disparidad entre los hechos y la palabrería inútil —que daban lugar a un pesimismo sobre la condición del hombre—, en El Ingenuo Voltaire se muestra más pragmático y menos filosófico. La denuncia contra los jesuitas —con una inmediatez tan puntual que está desfasada, porque la Compañía de Jesús ya había sido disuelta en Francia (1762-1764)— posee un valor que está por encima de las épocas; hoy, mañana, pasado, cualquier día, ese papel jesuítico tendrá que desempeñarlo alguien, según Voltaire; de hecho, encarna en ellos la hipocresía del poder como fin exclusivo y exclusivista: la hipocresía al servicio de unos intereses personales.

Al mismo tiempo, Voltaire hace una crítica de esa sumisión al poder de la mayoría, poniendo de manifiesto las ridiculeces de las costumbres —hipocresía de la vida provinciana, mezquindad de los nobles y personajes notables—, y burlándose de una sociedad que se cree perfecta e inmejorable. La Razón queda invalidada, sometida a una cotidianidad que, aprendidos los hábitos, la expulsa o la orienta hacia derroteros mercantilistas o interesados. Es radical también la crítica que en nombre de la tolerancia hace del jansenismo, puesto al desnudo por el Ingenuo en su contacto con el compañero de celda: los debates y discusiones de Gordon y el Ingenuo no son más que el pretexto para satirizar contra la teología de la gracia eficaz. Esa crítica de unos «razonadores» tiene sentido para la época y para Voltaire, que por otra parte anotará los defectos de un uso desmedido de la Razón cuando deriva hacia el fanatismo.

Cuando aún no había terminado Cándido, Voltaire volvía a adentrarse por medio de otro viaje ilustrado a un más allá: de la India y las riberas del Ganges deberían sacar las Luces las bases de su civilización; en este viaje utópico conjuga de nuevo el divertimiento —en su acepción de entretenimiento— con el sentido de lo maravilloso; las escenas se suceden sin más propósito que fascinar al lector con ficciones libres, de verosimilitud imposible: La princesa de Babilonia, de éxito inmediato, contó con siete ediciones desde el 25 de marzo de 1768 a finales del mismo año. Voltaire no sólo utiliza lo maravilloso para su cuento, sino que lo parodia, desmitifica lo épico y lo histórico, y de paso se venga de algunos enemigos y contradictores, como Larcher, que había defendido, frente a Voltaire, la teoría no fundamentada de la prostitución sagrada en la antigüedad; ahora puede parecer pueril, pero en ese tema había cristalizado una de las polémicas mayores del momento: la credibilidad que merecían los escritos de los antiguos cuando éstos chocaban con la verosimilitud.

Acto seguido, Voltaire da un giro de timón, abandona lo maravilloso para embarcarse en un tema árido como es la economía y las teorías fisiocráticas, que, mezcladas a otros temas, consiguen vertebrar El hombre de los cuarenta escudos, cuya redacción inicia en noviembre 1767 y que empieza a divulgar sin nombre de autor a principios del año siguiente entre sus amigos; también en este caso el éxito fue inmediato: diez ediciones en 1768 y una condena del parlamento en septiembre; tres años más tarde, el cuento era incluido por la Iglesia en el Índice de libros prohibidos. Voltaire alancea en él a enemigos muy distintos a los que protagonizaban Popurrí. Fue la aparición de un libro de Le Mercier de La Rivière, L’Ordre essentiel et naturel des sociétés politiques (junio de 1767), lo que le hizo enristrar una pluma furibunda:

En París se ha formado una nueva secta llamada los Economistas: son filósofos políticos, que han escrito sobre las materias agrarias o la administración interior, que se han reunido y pretenden hacer un cuerpo de sistema que debe acabar con todos los principios recibidos en materia de gobierno, e instaurar un nuevo orden de cosas. Al principio, estos señores quisieron entrar en competencia con los enciclopedistas y levantar altar contra altar; se han acercado de manera insensible; varios de sus adversarios se han unido a ellos, y las dos sectas parecen confundidas en una.

Y en la continuación de este párrafo de las Memorias secretas (diciembre de 1767), aparecen los nombres de Quesnay, «corifeo de la banda»; del señor de Mirabeau —«lepra del género humano», lo llamará Voltaire en otro texto—; del abate Baudeau, de Mercier de La Rivière, de Turgot; en total «unos diecinueve o veinte» que forman la plana mayor de los fisiócratas y pasan por ser los inventores de una ciencia nueva: la economía política, que pretendía aplicar por primera vez métodos teóricos a un mundo económico dominado por la tendencia mercantilista. Todos esos nombres habían ido formándose al amparo de la Enciclopedia y de los artículos que redactaron en varios casos para la obra revolucionaria de d’Alembert y Diderot. Y fue ese año de 1767 cuando la nueva «secta» divulgó el término «fisiocracia» para bautizar el nuevo camino que hacía de la naturaleza, de la agricultura, el eje principal de las relaciones económicas. Los productos de la tierra son «el orden natural» que debe guiar el destino del hombre. Voltaire está personalmente interesado, además, en la solución que los fisiócratas plantean sobre la tierra: desde 1758, y tras la compra de las fincas de Ferney y de Tournay, se había convertido en un gran terrateniente al que las propuestas de Le Mercier de la Rivière cargaban con el «impuesto único» que su hombre de los cuarenta escudos no entiende y rechaza: el impuesto sobre la tierra exoneraba de tasas al resto de trabajos y negocios, desde comerciantes a manufactureros, e incluso, para colmo de la paradoja, a los intermediarios de esos mismos productos; la Hacienda francesa cargaba la mano sólo contra la tierra y, por tanto, exclusivamente contra los agricultores.

Pero lo que impulsa a Voltaire a coger la pluma para crear el personaje del francés medio —es su renta la que lo determina, dividiendo la renta anual del reino por el número de habitantes del paísque protagoniza El hombre de los cuarenta escudos, son dos proposiciones del libro de Le Mercier de La Rivière, a quien el cuento supone, como al resto de los fisiócratas, en el control del poder: la primera proposición saca a luz la idea de que el poder legislativo y ejecutivo, en otras palabras, el rey, es, por derecho divino, copropietario de todas las tierras; ésa es su razón última para cobrar impuestos únicamente a la agricultura: y el francés medio nunca podrá salir de la pobreza si alguna vez los fisiócratas ocupan el poder; el señor André, nuestro protagonista, lo consigue, pero gracias a elementos «externos» a la economía: hereda, y gracias al dinero que recibe puede casarse, tener una familia, formar una buena biblioteca, leer, comprender, crearse un círculo de prestigio, hechos todos que lo convierten en anfitrión de personalidades. Pero, antes de que, gracias al dinero, haya conseguido alcanzar las capas sociales donde la Razón empieza a perfeccionarse, cuando era el hombre de los cuarenta escudos, mísero tanto en dinero como en posibilidades de conseguirlo, desnudo casi de entendimiento, André —que todavía no tiene ni ese título de señor ni nombre— interroga a un geómetra vestido de filósofo universal y capaz de responder a toda clase de cuestiones, así como a diversos personajes con los que topa —desde un carmelita a un interventor general de finanzas—, sobre temas de biología y de economía política, de religión, de demografía y de estadística; cuestiona así los temas más debatidos del momento, referidos tanto a la religión —la vida monástica, su inutilidad para el Estado— como a la física del mundo —la formación de las montañas—, la generación del hombre y de los animales —sometida a presupuestos teológicos en un momento en que la ciencia empezaba a descubrir los espermatozoides—, la sífilis, la proporcionalidad que debe haber entre pena y delito…

Construye Voltaire para ese nuevo ataque contra sus enemigos de siempre un esquema de cuento que él mismo califica de «rapsodia»; la libertad con que pasa de un tema a otro tiene un carácter de pincelada que lo emparenta con la modernidad, sin perder por ello su esencia de «máquina de guerra» portátil.

Nuevos cuentos orientales

Si en el anterior cuento oriental, La princesa de Babilonia, había una alegría de la narración por la narración, los dos cuentos orientales siguientes, Las cartas de Amabed y El toro blanco, van a tener el mismo movimiento viajero y prodigioso, pero no la misma intencionalidad; en el primero es más fuerte la denuncia y el ataque contra la Inquisición, eligiendo como ejemplo una de sus sucursales que más fama había conseguido por su fanatismo, la Inquisición de Goa. Poco antes Voltaire ha escrito una pochade, en la que escenifica un diálogo entre dos personajes históricos ya desaparecidos, la mariscala de Grancey y el abate de Châteauneuf, y hace una reflexión burlona por un lado, seria por otro, sobre la situación social de la mujer en función de las religiones.

Las cartas de Amabed recupera la ironía como arma feroz, tanto que puede retirársele ese sustantivo de ironía y dejar el adjetivo de feroz: es una denuncia sin paliativos, es decir, una sátira brutal que reaparecerá en El toro blanco, aunque en este cuento Voltaire vuelva a la burla antibíblica y anticlerical; pero el tono pierde la virulencia entre los prodigios de los animales que hablan como en La princesa de Babilonia. Las cartas de Amabed nace de los enfrentamientos de Voltaire y Federico II de Prusia, novelando algunas de sus peripecias; pero si ése es el origen, con el tiempo Las cartas de Amabed se convirtieron, mediante acumulación de elementos distintos y ampliación del plan general, en un nuevo ataque contra la Infame, sus jerarquías, sus sacerdotes, sus monjes, contra los enfrentamientos entre franciscanos y dominicos, a los que acusa de libertinos —en el doble sentido que el término tiene en la época: religioso y sexual—, al tiempo que, como hacía en otros textos, Voltaire se niega a admitir los hechos narrados por la Biblia desde un punto de vista histórico, remitiéndose a fuentes anteriores de la India, que son, para el autor, el origen de toda civilización: de las artes, de los números, de los juegos y, especialmente, de la religión.

En El toro blanco —el cuento oriental más tardío—, Voltaire fantasea y se entretiene partiendo del Libro de Daniel (4, 22 y 29-30) para tejer una fábula que escribe al mismo tiempo que sus Cuestiones sobre la Enciclopedia (1770-1772), libro de propaganda ideológica donde el Antiguo Testamento sirve de blanco constante a su crítica; en este nuevo «cuento», Voltaire va a divertirse con un material en el que había trabajado de modo riguroso durante varios años; prosigue, pero en tono burlón, sus chanzas y críticas mediante una ficción sustentada en las contradicciones y excesos de la Biblia, y escribe un cuento de hadas donde lo maravilloso pertenece al mismo mundo de creencias absurdas de que están llenas las Escrituras: la metamorfosis del rey Nabucodonosor, convertido en buey durante siete años, sirve de eje. Lo que pretende el filósofo es rebajar el nivel de ese libro, sagrado para los católicos, poniéndolo a la misma altura de otras fábulas —y por tanto mentiras—: a la altura de las metamorfosis mitológicas de Ovidio, tanto valen unas como otras, las de los dioses del Olimpo y las inventadas por la Biblia; queda negado por tanto su valor «sagrado», su origen transcendente, si, además, como el divino Mambrés arguye: «Daniel cambió a este hombre en buey, y yo he cambiado a este buey en dios». Todo ello insertado en apariciones, traídas por los pelos, de las religiones más variopintas: desde ese nuevo buey Apis que es Nabucodonosor, hasta la aparición de profetas bíblicos o la resurrección literaria que se hace de la serpiente que tentó a Eva, con metamorfosis y supersticiones que parecen querer demostrar que los datos de la historia bíblica no son más que camelos que nada tienen de realidades históricas.

Por otro lado, en el capítulo XII del Tratado sobre la tolerancia, Voltaire había tomado en serio la metamorfosis del rey Nabucodonosor, lo cual le había ganado la crítica y la descalificación de, por ejemplo, el abate Guénée, quien, en sus Lettres de quelques juifs (Cartas de algunos judíos, 1772), le reprochó ese exceso de imaginación que lo había llevado a creer a pies juntillas la letra del texto bíblico.

La fascinación de Voltaire por el mundo oriental, por Egipto, está mediatizada en este cuento por el blanco al que apunta: la religión de los antiguos egipcios, que tanto le había interesado, también estaba dominada por un Dios único, e iba acompañada por un ritual de supersticiones que, como en la Escritura, desembocaban en el absurdo más extravagante. En textos como La Biblia al fin explicada (1776) y La defensa de mi tío había abordado Voltaire ese mundo y había dejado ya alguna observación sobre los personajes que recoge El toro blanco: de su lectura de las Historias de Herodoto, Voltaire había sacado la idea de que Amasis había sido un rey de Egipto cruel y afeminado, rodeado de sacerdotes ridículos, que, a las primeras de cambio, ante un jefe etíope con cierto grado de valentía había sido derrotado. En cuanto a Mambrés, sumo sacerdote tan imbécil como para adorar en serio a cocodrilos, chivos, monos y gatos, era hijo del mago de Balaam, autor de milagros, el menor de los cuales no era haber nacido de un padre eunuco. Pero en El toro blanco utiliza a Mambrés de guía para sortear el mundo de las supersticiones bíblico-egipcias, presididas por Apis, el dios-buey. Es otro buey sacado directamente del Libro de Daniel el que se convierte en nudo y problema del cuento; de paso, Voltaire se burla de la ingenuidad de una persona con la que había mantenido relaciones amistosas, de Dom Calmet, en cuyos comentarios a la Biblia había encontrado trece páginas dedicadas a la metamorfosis de Nabucodonosor, hecho que la mayoría de los comentaristas bíblicos consideraba un ejemplo de licantropía.

La intención de Voltaire al escribir El toro blanco fue manifestada por el autor en las Memorias secretas: «Su objetivo es ridiculizar los acontecimientos extraordinarios de que está llena la historia sagrada, asimilándolos a un gran número de fábulas de la Antigüedad de las que parecen derivadas las de la Biblia». Para demostrar la superioridad de la civilización egipcia frente a la de un pueblo vecino formado por bandidos errantes, los «palestinos», es decir, los judíos habitantes de la Palestina antigua, Voltaire saca la batería de temas habituales exhibiendo su incredulidad sobre el diluvio, su burla de los milagros, su desprecio por la Inquisición y los jesuitas, y elogiando a los monarcas esclarecidos que llevan a sus pueblos hacia un mundo más racional (como la zarina Catalina de Rusia).

En el momento de la aparición de El toro blanco, los objetivos a los que apuntó Voltaire fueron alcanzados, y las críticas se produjeron por la burla del texto sagrado y su equiparación con las fábulas de la cultura griega y romana o con las fantasías de Las mil y una noches. Pero el número de ediciones demuestra que los contemporáneos de Voltaire apreciaron El toro blanco por su carácter de cuento de «maravillas», por la ironía del estilo, suavemente templado y levemente anacrónico para que ningún exceso en la descripción del marco extrañe o moleste en la lectura: ironía que se percibe en la carta de Mambrés al sumo sacerdote de Menfis, calcada sobre el estilo de la cancillería de Luis XIV, o en el fino y cortesano diálogo que mantienen la serpiente y la princesa Amasida.

Los cuentos finales: nueva arma de guerra

En los últimos cuentos de Voltaire se produjo un cambio de encuadre, de decorado: vuelve primero al marco francés en dos relatos breves, Aventura de la memoria y Elogio histórico de la Razón, para luego retornar a Inglaterra en sus dos últimos cuentos: Las orejas del conde de Chesterfield y el capellán Goudman y la Historia de Jenni, o el Sabio y el Ateo, el postrero de todos sus cuentos en prosa, iniciado a finales de 1774, concluido en la primavera de 1775, y publicado casi de inmediato. Para Voltaire, desde su primera estancia en Londres, Inglaterra suponía el triunfo de la razón práctica —Newton, Clarke— y, en materia religiosa, un deísmo bien entendido, al que se suma con la misma pasión con que atacaba a la Infame. No son producto del azar las tres etapas del viaje iniciático que realizan los protagonistas del último: si la representación española encarna la devoción fanática y supersticiosa, y la londinense la crítica del ateísmo que desemboca en el libertinaje, América —que siempre había fascinado a Voltaire por sus posibilidades de «mundo nuevo»— se convierte en el campo privilegiado del teísmo, donde la religión natural coincide con la religión del sabio: el indígena Paruba asiste al diálogo que concluye con la derrota del ateo tras la demostración de la existencia necesaria de Dios. Para ello Voltaire no utiliza sólo la demostración de argumentos filosóficos, sino que termina apelando a la voz de la conciencia individual.

Desde mediados de los años sesenta, Voltaire había visto ascender, entre sus amigos philosophes, la idea del ateísmo como única solución religiosa para una sociedad presidida por la Razón. Por encima de sus ataques a la religión dominante, Voltaire siempre se declaró «teísta», término que desde 1751 prefiere al de «deísta». Y cuando su teísmo fue considerado un ateísmo disfrazado —por Jean-Jacques Rousseau, entre otros—, no dejó de responder con la misma virulencia con que atacaba a la Iglesia: «Creo el ateísmo tan pernicioso como la superstición», escribe en marzo de 1769 a Mme. Denis.

Y en la Historia de Jenni, o el Sabio y el Ateo serán esos dos frentes los que reciban el grueso de sus ataques, utilizando para ello personajes reales: Freind se enfrenta por un lado al bachiller español y a Salamanca —una Salamanca teológicamente inútil—, que encarnan la superstición de la Iglesia más rancia, y por otro a Birton, símbolo de los ateos que encuentran en su negación de Dios la justificación de su libertinaje y su maldad. La geografía del cuento lleva al lector de la Guerra de Sucesión de España —que, extenuados los Austrias, puso en el trono a los Borbones (1705)— a las praderas de Maryland, pasando por Londres, de la mano de un protagonista histórico, como muchos de los datos y referencias que contiene el cuento; y arranca precisamente ahí, en la Barcelona ocupada por las tropas inglesas, como símbolo del viaje iniciático que Jenni recorre, desde la amenaza de las hogueras inquisitoriales hasta el deísmo individual del indio americano Paruba: Sherlock, a quien Voltaire convierte en su testaferro, fue en vida un obispo anglicano defensor de la tolerancia; y en otras existencias reales encarna el resto de los personajes, bien con su propio nombre, como el conde de Peterborough, el abate de la Caille —traductor de la relación escrita en inglés por Sherlock—, o William Penn; bien con nombre ficticio, como Birton, para cuyo retrato Voltaire toma por modelo a un poeta y militar libertino del siglo XVII, de vida breve y calavera, el inglés Jean Wilmor, conde de Rochester. Al lado de la historia, la ficción de personajes cuyo nombre indica la «profesión»: barcelonesas como Las Nalgas y Boca Bermeja, la malvada Clive-Hart («Rompecorazones»), una silueta del amor novelesco llamada Primerose…

Voltaire llevaba más de una década rondando en sus escritos el tema; veía con ojos distantes las implicaciones ateas de Diderot —expuestas sobre todo en sus Pensamientos filosóficos, Carta sobre los ciegos y La interpretación de la naturaleza—, de Holbach —El cristianismo desvelado (1766), El sistema de la naturaleza (1770)—, y atribuía ese avance del ateísmo a una sola razón: a las «estupideces» de los teólogos. Es la aparición de un libro del filósofo citado en último lugar, Le Bon Sens, ou Idées naturelles opposées aux idées surnaturelles (El Buen Sentido, o Ideas naturales opuestas a las ideas sobrenaturales), lo que le impulsa a enfrentarse definitivamente al problema: el libro de Holbach «es un verdadero catecismo de ateísmo», y lo peor es que está al alcance de todos, de las gentes más ignorantes, de mujeres, de niños, porque sus razonamientos son muy sencillos y su lectura agradable: Holbach ponía el ateísmo a tiro del pueblo, cosa que no hacían textos más eruditos ni sus contradictores. Porque ése es el verdadero blanco de la Historia de Jenni bajo su envoltura de ficción historicista, como declaran las Memorias secretas: «El verdadero objetivo es introducir una larguísima disertación, también dialogada, “Sobre el ateísmo”, en la que se agotan el pro y el contra, y donde la conversación, en forma de controversia, concluye de la forma más edificante, porque el Ateo cree en Dios, conmovido menos por el razonamiento de su adversario que por el pathos en que lo apoya». La existencia de Dios es producto de una necesidad, de un anhelo del corazón humano; de ahí que Voltaire se declare adorador «de un Dios amigo de los hombres», al que disculpa del escándalo que supone la existencia del Mal en el mundo, y a quien cree «el único freno para los hombres».

En este final de partida, desde 1770, cuando se entrega a la considerable tarea de las Cuestiones sobre la Enciclopedia, Voltaire no va a abandonar la redacción de textos de ficción; en algún caso, de esas Cuestiones deriva un texto, Providencia, que figura entre los relatos porque de hecho prolonga los últimos capítulos de Zadig y repite los acentos de la etapa del Poema sobre el desastre de Lisboa; pero, curiosamente, el filósofo octogenario también se entretiene escribiendo varios poemas; «Cuando estoy apenado, me entretengo escribiendo cuentos», escribe a Chabanon en mayo de 1772; en el caso de La displicente, el propio Voltaire lo subtitula «cuento moral», cuento algo cínico, eso sí, sobre la educación femenina, con un desenlace brutal que necesitó ser suavizado en varios pasajes cuando a finales de 1772 lo publicó el periódico Le Mercure de France. No hay magia en Las rentas de una monarquía, sino memorial de agravios, como también lo es El domingo, o las hijas de Mineo, que, tomando como pretexto el descanso dominical, arremete contra los misterios y dogmas del cristianismo. Si en Sesostris vuelve Voltaire al ambiente mitológico con un apólogo, el último de los poemas, escrito en 1773, responde a un período de crisis moral y de enfermedad en el autor, que «huele la muerte» y ve, en decasílabos, la Nada sobre todo: El sueño vano, aunque todavía Voltaire no haya escrito su defensa del teísmo en la Historia de Jenni, deja abierta la pregunta que otros Ilustrados ya habían cerrado. Por eso concluye aquí la obra narrativa de Voltaire.

Debo agradecer a Gregorio Solera la ayuda bibliográfica que generosamente me ha prestado en la búsqueda de la versión española de los cuentos en verso.

Mauro Armiño

martes, 10 de octubre de 2023

Voltaire Tratado sobre la tolerancia Título original: Traité sur la Tolerance à l’ocassion de la mort de Jean Calas Voltaire, 1763 Edición y traducción: Mauro Armiño Guía de lectura: Francisco Alonso

 




Voltaire

Tratado sobre la tolerancia

Título original: Traité sur la Tolerance à l’ocassion de la mort de Jean Calas

Voltaire, 1763

Edición y traducción: Mauro Armiño

Guía de lectura: Francisco Alonso


INTRODUCCIÓN

Las diferencias religiosas surgidas en Francia poco después de que Lutero diera inicio a la Reforma protestante habían ido estragando el tejido social francés durante el siglo XVII. La revocación del edicto de Nantes decretada por Luis XIV y el papel preponderante que ese monarca otorgó a la Iglesia católica hicieron que el 1 de septiembre de 1715, día de la muerte del Rey Sol, las cárceles francesas estuvieran llenas de jansenistas. Aunque el Regente, el cardenal de Fleury, abrió las puertas de la Bastilla, la presión religiosa siguió subsistiendo: en primer lugar, porque desde 1685, fecha de la revocación del edicto de Nantes, habían sido muchos los partidarios de la religión reformada en sus distintas variantes que habían tenido que convertirse —de manera ficticia, o por compra, o por la fuerza: las compañías de dragones cometieron saqueos, violaciones y robos entre la población no adepta a la religión oficial, la católica—; las leyes habían excluido a los protestantes del ejercicio de numerosas profesiones y oficios, además de medidas puntuales como en el caso de los «billetes de confesión»: al arzobispo de París no se le ocurrió otro sistema para acabar con los jansenistas que exigir de los agonizantes un «billete de confesión» firmado por un sacerdote católico; en caso contrario, morían sin el auxilio de los últimos sacramentos, eran sepultados fuera de tierra cristiana y corrían el riesgo de la condenación eterna. Hubo de intervenir el parlamento ante las protestas.

Cuando Luis XIV revoca el edicto de Nantes, en Francia no hay ningún protestante; todo lo más existen los llamados «nuevos católicos», conversos forzosos en su mayoría que, en su interior, seguían profesando la religión reformada: como resultado, Francia sufrió una de las grandes desgracias de su historia, porque esa exigencia supuso la salida de un gran número de artesanos excelentes, la quiebra de las manufacturas y el éxodo de buena parte de la riqueza francesa que emigra, con sus propietarios, a Holanda, a Alemania, a Inglaterra, donde la tolerancia y la razón han progresado mucho, según Voltaire. Mas, pese al éxodo, la Reforma sigue perviviendo en Francia, aunque a escondidas, y provocando tensiones, algunas tan famosas como el caso de los convulsionarios de Saint-Médard, que brotó desde 1730 y vivió rebrotes intermitentes hasta la Revolución Francesa. En ese barrio parisiense de Saint-Médard las tensiones eran a la vez sociales y religiosas; el jansenismo no se correspondía ya con la religión aristocrática de los tiempos de Pascal, sino con la de las clases bajas; y ese suburbio parisiense, poblado por las capas más miserables, aunó hambres físicas y espirituales en las conmociones de marcado carácter fundamentalista y femenino que se produjeron en su cementerio; sobre la tumba de un asceta, un diácono apellidado Pâris —hermano de un consejero del parlamento—, se congregaba la muchedumbre de Saint-Médard en medio de crisis histéricas; pronto se habló de milagros, de sanamientos por intercesión del cielo, etc. Las simpatías de que gozó el movimiento —en el que participaban un hermano y un primo de Voltaire— en los medios parlamentarios suponía la complicidad de una institución del Estado con las revueltas fanáticas: el hecho no dejó de escandalizar a Voltaire, para quien los convulsionarios suponían el fanatismo más extremo.

En 1724, Luis XV y Fleury —este actuaba como primer ministro; en la práctica, el rey no gobernó de manera efectiva hasta la muerte del cardenal en 1743— volvieron a poner en vigor las antiguas ordenanzas contra los protestantes, con penas de muerte, galeras a perpetuidad para los varones cogidos in fraganti en el ejercicio de sus ritos y cárcel perpetua para las mujeres. Había, además, una medida discriminatoria que perturbaba la vida familiar y social por su contenido económico: como la Iglesia católica no reconocía los matrimonios de los jansenistas, los hijos de estas parejas eran considerados bastardos; la secuela más inmediata y dura llegaba en el momento de la muerte, ya que los padres no podían transmitir a sus «bastardos» la herencia. De ahí también la conversión formal al cristianismo, como veremos en el caso de Jean Calas, obligado, para sobrevivir, a formalizar todos los ritos a que le obligaba la religión oficial: Calas bautizó a sus seis hijos y los envió a estudiar con los jesuitas.

Fleury, ayudado por el parlamento, combatió el jansenismo, pero tratando de atraerse a los elementos moderados del campo jansenista y católico; fue un respiro que se volatilizó a su muerte: de nuevo volvió la angustia con su secuela de ajusticiamientos: según Voltaire, entre 1745 y 1762 habían sido ahorcados ocho pastores protestantes.

En esa última fecha, Voltaire ya había «pasado el Rubicón» y estaba preparado para enfrentarse con todas sus armas al Infame: rechazó, sin embargo, la primera escaramuza que en ese plano se le ofreció: el 14 de septiembre de 1761, el joven pastor Rochette fue detenido por una patrulla de gendarmes en los alrededores de Caussade, llevado a Cahors y a Toulouse, cuyo parlamento lo condenó a ser ahorcado el 19 de febrero de 1762 bajo la acusación de haber incumplido las leyes que prohibían el ejercicio de su ministerio sacerdotal: desde el primer interrogatorio Rochette no había ocultado ni su ministerio ni su nombre. Detención y juicio no dejaron de provocar algunos amotinamientos en Caussade, y tres jóvenes hermanos de religión protestante, que habían intentado liberarlo, fueron ajusticiados junto con él, aunque estos merecieron el honor de la decapitación, dada su condición social de gentilhombres. Fue un comerciante de Montauban, autor de algunos folletos sobre higiene, comercio y agricultura, Jean Ribotte-Charron (1733?-1805), quien llamó la atención de Voltaire y de Jean-Jacques Rousseau sobre el caso, pidiéndoles su mediación ante el duque de Richelieu. El autor del Contrato social se refugió en sus principios para no intervenir: «Siempre ha sido ley para mí atenerme a las verdades generales, sin fijarme en los casos particulares»; según Rousseau, convenía obedecer a las leyes, aunque fuesen injustas, y Rochette no podía desconocer que a los protestantes les estaba prohibido reunirse o predicar.

No es mucho más lo que Ribotte-Charron consigue de Voltaire: este, enfrentado a los pastores protestantes de Ginebra, no veía en el juicio ningún misterio, ningún error: los jueces se habían limitado a aplicar las leyes existentes, y al fin y al cabo las leyes eran las leyes: «Considero que el parlamento debe condenarle a ser colgado, y que el rey le otorgue gracia». Se limitó, por tanto, a solicitar gracia del duque de Richelieu para Rochette cuando ya era demasiado tarde, y por motivos más bien políticos, porque si el duque conseguía gracia para Rochette —argumentaba Voltaire—, se ganaría el apoyo de la facción hugonote. Pero en ese mismo momento, el 22 de marzo de 1762 —veinte días después de enterarse Voltaire del ahorcamiento de Rochette y la decapitación de sus tres amigos— Ribotte-Charron le pide ayuda en otro caso: el 13 de octubre de 1761 había sido arrestado en su ciudad Jean Calas, comerciante de tejidos de Toulouse.

JUICIO Y EJECUCIÓN DE JEAN CALAS

La noche de ese 13 de octubre, los Calas tenían accidentalmente un invitado a cenar, el joven Gaubert Lavaysse, hijo de un abogado de la ciudad; Lavaysse acababa de llegar de Burdeos, donde trabajaba en casa de un armador, para despedirse de su familia antes de partir hacia Santo Domingo; pero su familia no se encontraba en Toulouse. Faltaban a la mesa cuatro de los seis hijos de Calas: las dos hijas, Rosine, de veinte años, y Nanette, de diecinueve, acababan de irse ese mismo día a vendimiar al campo. El menor de ellos, Donat, vivía en Nîmes, donde trabajaba como aprendiz; otro, Louis, que después de abjurar de la religión protestante de sus padres se había convertido al catolicismo, vivía fuera del hogar paterno, en el que solo estaban dos hijos, el mayor, Marc-Antoine, y Pierre. Además de la madre, Anne Rose Cabibel, también se encontraba bajo el techo del primer piso de la casa —encima de la tienda de paños y telas— una criada católica, Jeanne Viguière, que servía a la familia desde hacía casi treinta años y a la que se debía en parte la conversión al catolicismo de Louis.

A los postres, Marc-Antoine Calas abandona la mesa y baja del primer piso para dar, como suele, una vuelta; es lo que todos suponen. Una hora más tarde, cuando Lavaysse se despide, el hijo menor, Pierre, lo acompaña con una bujía hasta la puerta. Al llegar a la planta baja, en la tienda, tropiezan con el cadáver de Marc-Antoine, tirado en el suelo según las primeras declaraciones, con huellas de una cuerda en el cuello. A los gritos no tardan en acudir numerosos vecinos, de religión católica, que rápidamente establecen las causas del crimen: según los rumores, Marc-Antoine quería abjurar de la fe protestante y convertirse al catolicismo: por ello, su padre le habría estrangulado. Las pruebas no podían estar más claras: las hijas de los Calas habían sido alejadas de la casa ese mismo día, para cometer el crimen sin testigos; el joven Lavaysse sería el ejecutor enviado por los hugonotes de Burdeos, que, tras juicio secreto, habrían condenado a muerte a Marc-Antoine, acusado de intentar abandonar la religión en la que se había criado; él habría cometido el crimen, con la anuencia, si no con la colaboración directa, de un padre que ya había tenido que soportar la deserción de uno de sus hijos de la religión familiar.

No tarda en presentarse el capitoul o jefe de policía de Toulouse, David de Beaudrigue, que da crédito a los rumores del vecindario y arresta a todos los que se hallaban en la casa en el momento de la muerte de Marc-Antoine, desde el padre hasta la criada Jeanne Viguière, de ardiente fe católica. Los interrogatorios no hacen sino confirmar lo que hoy llamaríamos prueba circunstancial: en primer lugar, Marc-Antoine, que pretendía ser abogado, tenía que renegar del calvinismo porque para conseguir su título de derecho debía exhibir un título de catolicidad; en segundo lugar, Jean Calas ya había pasado por el trance de ver a un hijo abandonar sus creencias, y había tenido que pagar las consecuencias legales de semejante conversión: la ley obligaba al padre a pagar las deudas de su hijo y a pasarle una pensión.

En los primeros momentos, Pierre Calas declaró haber encontrado a su hermano tendido en el suelo; su padre, sin embargo, ya con el abogado presente, dice haber visto a su hijo colgado de la cuerda, que él mismo cortó para depositar el cuerpo en tierra. La diferencia entre el estrangulamiento y el suicidio suponía mucho más que un juicio: en primer lugar, el enterramiento del cadáver, que en caso de suicidio debería realizarse en un vertedero, y no en tierra santificada por cualquiera de las creencias en litigio. Pero la muy católica Toulouse no esperó a que los investigadores emitiesen una decisión: la cofradía de los penitentes blancos agitó al pueblo tolosano, se apoderó del cuerpo, lo llevó con gran pompa en procesión y lo enterró en la iglesia de Saint-Étienne como si se tratase de un mártir que había perecido defendiendo la fe de Roma. Por orden de la jerarquía eclesiástica, en todas las iglesias se leyó un monitorio donde se daba por sentado que el crimen se debía a razones de fe calvinista y se conminaba, so pena de excomunión, a declarar cuanto supiesen sobre la conversión de Marc-Antoine y su asesinato por motivos religiosos.

La primera investigación de David de Beaudrigue orientó sus búsquedas por las pistas que le marcaban los rumores populares, llegando a despreciar, por ejemplo, una que convertía la muerte de Marc-Antoine en asesinato puro y simple, por robo: esa misma tarde, Jean Calas había enviado a su hijo a cambiar dinero en luises de oro, luises que no aparecieron por ninguna parte, y cuya falta abría, por tanto, todo un abanico de posibilidades distintas que De Beaudrigue apenas vislumbró: desde que la víctima los hubiese perdido, en el juego o de otra forma, hasta que alguien ajeno a la familia estuviese acechando su vuelta para apoderarse de ese dinero a título de ladrón o como enviado de otras personas: se hicieron algunas pesquisas, muy pocas, entre las relaciones femeninas del joven.

Pero Beaudrigue, enemigo declarado de los protestantes, desechó todas esas pistas durante la instrucción del caso y se reafirmó en el motivo de religión como causa del, por lo tanto, «asesinato». Hasta el punto de que la instrucción, cuando llegó a los jueces del parlamento de Toulouse, se rechazó, y fue menester empezar de nuevo; pero las rodadas de la instrucción anterior estaban abiertas y siguieron por ellas: no había pruebas para explicar la muerte, pero sí indicios, empezando por la presión de la opinión y siguiendo por las declaraciones contradictorias de Jean Calas y su hijo Pierre sobre la situación del cadáver en el momento en que fue hallado la noche del 13 de octubre. Para saber la verdad, y para que los reos se declarasen convictos, se sometió a tormento al matrimonio Calas y a su hijo, mientras a Lavaysse y a la criada solo se les amenazaba con él.

Por ocho votos contra cinco, Jean Calas fue condenado a la pena capital el 9 de marzo de 1762; al día siguiente, llevado a la plaza pública, se le sometió a tortura ordinaria en la rueda —es decir, a ser roto en vivo mediante un sistema de poleas que tiraban de los cuatro miembros—, y a la «extraordinaria» —se le obligó a ingerir por la fuerza gran cantidad de agua con la esperanza de conseguir que se confesase autor de la muerte de su hijo; acto seguido fue estrangulado y luego quemado en la hoguera; si tortura y muerte castigaban el asesinato, el fuego era, según la propia sentencia, «una reparación a la religión, porque el feliz cambio que hacia ella había hecho su hijo ha sido verosímilmente la causa de su muerte»—. Se ejecutaba, por tanto, según el propio tribunal, a alguien que «verosímilmente» era autor de la muerte de Marc-Antoine Calas. Pero la sentencia iba más lejos: como el crimen era de religión, y estaba implicada toda la familia, el fiscal pidió —y así lo sentenciaron los jueces del parlamento de Toulouse—, además del ajusticiamiento del padre y de Pierre Calas, el ahorcamiento de la madre, dejando para una sentencia posterior el castigo que merecían el joven Lavaysse y la criada Jeanne Viguière por su complicidad.

Se había decretado la tortura, estrangulamiento y quema de Jean Calas de manera «provisional», porque todos esperaban que confesase en medio del tormento; pero en vez de hundirse, en la rueda se mostró magnánimo con sus torturadores y puso a Dios por testigo de su inocencia. Este último rasgo desconcertó a los jueces que, por fin, dieron la impresión de creerle: eso parece demostrar que dejasen sin efecto el resto de la sentencia: Pierre Calas fue desterrado a perpetuidad mientras el resto de los sentenciados, empezando por la madre que había sido condenada a la horca, eran puestos en libertad. El juicio de Jean Calas según las leyes había concluido; ahora iba a empezar el juicio «literario» de Voltaire.

EL «JUICIO» DE VOLTAIRE

Diez días después del ajusticiamiento de Calas, un comerciante de Marsella de religión protestante de paso por Ginebra, Dominique Audibert, cuenta a Voltaire lo que califica de «horrible aventura». El filósofo, después del caso Rochette, se muestra escéptico ante las palabras del marsellés y las instancias que le formula su amigo Ribotte-Charron, que también vuelve a informar a Rousseau de los hechos; el autor de Las confesiones alega primero su mal estado de salud; luego, el 27 de abril, responde: «Si estuvierais en condición de reunir, junto con relaciones bien circunstanciadas, piezas auténticas y justificativas y pudieseis hacerme llegar todo por alguna otra vía que no sea el correo, trataré de hacer en tiempo y lugar buen uso de ello; aunque no pueda comprometerme a nada, respondo únicamente de mi buena voluntad». Pero Rousseau, que por esas fechas siempre se sentía a punto de muerte —una de sus obsesiones—, estaba engolfado en la impresión de su Emilio, que fue una carrera de obstáculos y dificultades. Sin embargo, en la Lettre à Christophe de Beaumont, tras la condena del Emilio por el parlamento de París, el 9 de junio de 1762 —dos días más tarde era quemado su libro en plaza pública—, no dejará de recordar a Calas, aunque pro domo sua: «No hay más inconveniente en quemar a un inocente en el parlamento de París que en torturar con la rueda a otro en el parlamento de Toulouse». Esta fue toda la aportación de Rousseau al caso Calas.

No ocurrió lo mismo con Voltaire, que en enero de 1761 declaraba haber «pasado el Rubicón» y animaba al resto de los filósofos a hacer la guerra sistemáticamente al monstruo, a la bestia inmunda, al Infame, es decir, cualquier religión, pero sobre todo la católica de Roma. El lema Écrasez l’Infame de Voltaire queda recogido en los diccionarios de época: Infame sería un «substantivo masculino singular, de valor neutro», con el que Voltaire habría designado la superstición y la intolerancia. A lo largo de su vida, Voltaire lo aplicaría a distintos «objetos», desde los convulsionarios de Saint-Médard a los jesuitas, los regicidas fanáticos, las disputas teológicas y la Inquisición, para ir apuntando sobre todo a la religión católica en su calidad de encarnación de poder y vocación de perdurar y dominar, en su calidad de «Verdad» revelada que sustentaba todos los poderes, empezando por el de los reyes, y el orden de la vida cotidiana, desde el bautismo a los últimos sacramentos. Voltaire saca ese término del propio cristianismo, que califica de infame a todo lo que transgrede la Ley con mayúscula, es decir, la ley divina: desde los pecados a los cómicos, los amores homosexuales y los «malos» libros. Y lo vuelve contra la Iglesia misma, para subvertir la orden misma del dogma.

Con el Rubicón pasado, Voltaire, a diferencia de Rousseau, no quiere atenerse a las verdades generales: pretende pasar de una oposición meramente intelectual a una lucha activa centrada en los casos particulares. El de Jean Calas iba a ser la primera aplicación de esa consigna que daba al resto de los filósofos: «Aplastad al Infame». Pero Jean Calas era jansenista, y para Voltaire, al lado de los «fanáticos papistas» figuraban, en igualdad de condiciones, los «fanáticos calvinistas […] amasados en la misma m[ierd]a empapada en sangre corrompida». Las relaciones de Voltaire con Ginebra desde su instalación en la república calvinista habían empezado con una inicial «luna de miel» —compra el territorio de Les Delices en 1755— en la que el gobierno calvinista ginebrino le parece algo ilustrado, y donde no hay monjes ni procesiones; hasta el pueblo le parece un pueblo de filósofos. Pero no tarda en declararle guerra abierta por tres motivos de enfrentamiento: la religión, el teatro y la política. Una alusión de Voltaire al «alma atroz» de Calvino y a la muerte en la hoguera del médico Miguel Servet por sus opiniones teológicas acabaron con esa luna de miel; el futuro se encargó de empeorar esas relaciones, sobre todo tras el enfrentamiento de d’Alembert y Voltaire con la ciudad a raíz del artículo Ginebra de la Enciclopedia.

El caso de Jean Calas surge en medio de esas tensiones con el calvinismo; si después de la ejecución de Rochette, Voltaire no había podido contener su ironía: «Todo por haber cantado los cantares de David. Al parlamento de Toulouse no le gustan los versos malos», tampoco lo hará en el caso de Calas, de quien se burla tildándolo de «santo reformado que quería hacer como Abraham». Además, dice Voltaire desde la perspectiva católica, «nosotros no valemos gran cosa, pero los hugonotes son peores que nosotros, y encima arremeten contra el teatro». Pero, dejando a un lado su odio calvinista, Voltaire se da cuenta enseguida de que la ejecución de Calas es una exhibición del poder del Infame. No deja de lado la importancia de que sea inocente y por eso pide a sus amigos e informantes calvinistas datos, hechos, piezas del proceso, etc., que examina, «en calidad de historiador», concienzudamente, llegando incluso a solicitar la presencia en su palacio de Ferney del joven Donat Calas, que se había refugiado en Ginebra tras el desastre familiar; no contento con esos interrogatorios, Voltaire hizo que agentes suyos espiasen a Donat durante varios meses.

En la correspondencia que en ese momento mantiene con d’Alembert —que sigue hostigado por los calvinistas ginebrinos, con el «impertinente curilla» del pastor Jean Vernet a la cabeza—, Voltaire le pide ayuda: ambos comprenden que no pueden desaprovechar una oportunidad tan clara para aplastar al Infame, resida este en Toulouse o en Ginebra, y aunque Voltaire tenga que invertir los papeles que adjudica a la religión de Roma y a la de Calvino: porque la «infame» Ginebra de los calvinistas va a convertirse en este caso en la víctima de la «infame» por excelencia, la Iglesia católica. No tarda en quedar íntimamente convencido de la inexistencia de pruebas de la culpabilidad de Jean Calas y de que el proceso no ha sido otra cosa que una consecuencia del más horrible fanatismo que reina en la muy católica ciudad de Toulouse.

Tres meses después de la ejecución, Voltaire se pone en campaña activa hasta que, tres años más tarde, el 12 de marzo de 1765, logra la rehabilitación de Jean Calas, el otorgamiento de gratificaciones por parte del rey a Mme. Calas y a sus hijas —treinta mil libras de indemnización e intereses—, y la restitución de los bienes requisados; Voltaire exige, además, que el parlamento de Toulouse pida perdón y él mismo lanza una suscripción popular para grabar una estampa de la familia en la cárcel, que el filósofo pondrá a la cabecera de su cama. El error debía de ser mayúsculo y evidente para que el parlamento reconociese sus errores y se volviera atrás, rompiendo una de las leyes más absolutas de la historia: la Justicia no rectifica nunca. Para conseguirlo, Voltaire hubo de mover amistades y voluntades, redactar informes y protestas que llegaban hasta Versalles; pero, sobre todo, utilizando consumadas campañas de estrategia periodística avant la lettre, elevó a juicio literario el caso: escribió diferentes «piezas» a cuyo pie ponía la firma de la viuda y los hijos de Calas, etc., para airear una especie de versión «humana» y fidedigna —por venir de sus «protagonistas»— de unos hechos que el filósofo no deja de manipular a su manera. El remate de esas piezas, cuando la victoria esté conseguida, el TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA CON OCASIÓN DE LA MUERTE DE JEAN CALAS, sigue siendo una de las obras fundamentales de Voltaire y de la lucha que llevaron las Luces en su intento de reformar la sociedad. Su éxito fue inmenso y se ha supuesto que jugó un papel en las medidas que a finales del reinado de Luis XVI se tomaron en favor de los protestantes. Nada hay menos seguro; sí lo es, en cambio, que la Iglesia de Roma incluía el TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA en el Índice de libros prohibidos el 3 de febrero de 1766, menos de un año después de que, gracias a las maniobras de Voltaire y a su TRATADO, la memoria de Calas fuese rehabilitada y condenado, por tanto, el fanatismo de la devota ciudad de Toulouse que lo había llevado al cadalso y a la hoguera.

Después de enfrentarse a numerosos «casos» personales, de polemizar contra enemigos, de dar rienda a sus odios y manías —sus folletos y ataques le habían convertido en el más terrible y temido de los polemistas—, Voltaire encuentra un caso en el que todas sus armas apuntan contra un enemigo no personal, sino general, ideológico: los hechos del caso Calas se ajustaban a sus ideas sobre la intolerancia de la religión como un guante, y Calas era no un ejemplo literario ni una referencia histórica, sino un ser de carne y hueso, un contemporáneo que suponía el último eslabón de la historia del fanatismo que tanto había atacado. La elevación del ejemplo a valor universal daba al TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA un alcance que no habían tenido sus polémicas personalistas con Maupertuis o Fréron, ni sus líneas de historiador cuando citaba las muertes de Jan Hus o de Miguel Servet como ejemplos de esa superstición fanática.

Una vez asegurado de que la instrucción del caso hacía aguas, Voltaire organiza los datos de que dispone en una estrategia de combate sin antecedentes en la historia y que solo puede compararse con una moderna campaña de prensa. El obstáculo más espinoso de superar era la contradicción de las declaraciones de los Calas, porque aquel cadáver «tendido en el suelo» del primer momento, difícilmente podía haberse suicidado. La argumentación volteriana va a dejar de lado esa circunstancia y a insistir en algo capaz de conmover a la opinión pública y aprovechar el tirón del sentimentalismo, dejando de lado un pormenor de primera magnitud: ¿por qué se habían equivocado o, mejor, mentido los Calas en el primer momento? El suicidio conllevaba para la familia la verguenza pública, además de un castigo post mortem y el vertedero como tumba para el suicida: no dejaban de ser consecuencias del fanatismo religioso. Por eso, arrancando de la imposibilidad de que el cariño familiar haya matado a Marc-Antoine, Voltaire carga las tintas sobre esa religión que habría orientado el caso con rumores, desde el primer momento, y llevado a los Calas a la confusión de sus primeras declaraciones y luego a la acusación de asesinato del hijo y hermano por motivos religiosos.

Antes de llegar al TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA, Voltaire redacta unas cartas y documentos supuestos, cuya autoría adjudica a los actores del drama, para convertir en rumor capaz de mover a la opinión pública la versión que quiere defender. Así salen de su pluma y se difunden, en un estilo llano que podría creerse propio de los supuestos autores, las PIEZAS ORIGINALES, en las que Voltaire va dando la palabra a la viuda (Extracto de una carta de la señora viuda Calas), para referir las penalidades sufridas desde la muerte de su hijo Marc-Antoine, su propio encarcelamiento y tortura, la ejecución del marido y la pérdida de sus dos hijas, que le fueron arrebatadas para ser metidas en un convento; a su hijo (Carta de Donat Calas, hijo de la señora viuda Calas, a su madre), en la que Donat razona y pone de relieve las contradicciones y absurdos que han llevado a su familia al desastre, y al que Voltaire adjudica además una Carta a Monseñor Canciller y una Demanda al rey en su consejo, así como un Memorial en el que los tintes con que vuelve a contar los hechos son dramáticos y explican el suicidio de su hermano en el marco de la lucha por la supervivencia de la religión reformada a pesar de las leyes. En la Declaración de Pierre Calas, que no descubre hechos nuevos, Voltaire apunta al mismo objetivo: sentimentalizar el caso, demostrando la unidad de la familia, incapaz de creer, ni por un momento, en la culpabilidad del padre y en su autoría de los hechos1.

En la historia de los Calas, con que Voltaire abre el TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA, hay una manipulación leve de los hechos: detalles nimios, pero idóneos para captar la simpatía del lector por la víctima. Es la misma táctica que Voltaire emplea en la Histoire d’Elisabeth Canning, hablando, por ejemplo, de nueve condenados cuando de hecho solo había uno, y describiendo a Elisabeth embarazada cuando no lo estaba. También aquí altera pormenores: envejece en seis años a la víctima del proceso cuando Jean Calas tenía únicamente sesenta y dos; de este modo, no solo suscita compasión, sino que, al envejecerlo, abona una de las tesis de su defensa: un hombre de sesenta y ocho años tiene todavía menos probabilidades de matar a un joven fornido. Voltaire carga en la balanza del amor paterno la pensión que daba a su hijo Louis, que había renegado de la fe calvinista para convertirse en oveja del rebaño católico; pero no solo le obligaba a esa pensión la ley —que también forzaba al padre a pagar las deudas del hijo—, sino que Jean Calas se enfrentó cuanto pudo a la conversión, hasta el punto de que un informe del Intendente de Languedoc le describe como «un hombre riquísimo, y no puedo ocultar que muy duro con su hijo», que terminaría abandonando el hogar familiar.

Del mismo modo, el elogio de la amplitud de miras y tolerancia religiosa de Jean Calas, basado en la presencia bajo su techo, desde hacía casi treinta años, de una criada católica, es ambiguamente falso: fuera cual fuese la relación de Jeanne Viguière con la familia Calas —intervino activamente, al parecer, en la conversión de Louis—, su presencia en la casa venía impuesta por la ley, como secuela de la revocación del edicto de Nantes, que obligaba a las familias protestantes a emplear como servidumbre, y de forma exclusiva, a adeptos de la Iglesia de Roma.

Evidentemente, estos pormenores así manipulados se ordenan a la mayor eficacia del alegato en el ánimo del lector, para quien Voltaire pinta un cuadro idílico de bondad, afecto, amor filial y abnegación, de esa familia calvinista, una familia de justos que va a ser presa de los lobos de la superstición y del fanatismo, representados, no por los jueces y los parlamentarios de Toulouse, con los que Voltaire tiene miramientos para no perjudicar su defensa, sino por el «populacho» y la maquinaria de un poder difuso: detrás del populacho está la estupidez humana, movida por los intereses de la religión y la Iglesia católica, capaz de organizar la canonización de un suicida como si se tratase de un mártir para sacar partido de ello.

A los hechos reales, Voltaire suma los efectos literarios precisos para convertirlos en una tragedia —que lo eran—; esas posiblidades teatrales que Voltaire utiliza no tardaron en ser vistas por algunos dramaturgos: en 1778, en Berlín se imprime el drama en tres actos Les Calas, de M. de Brumore; y ese mismo año, en Francia aparece, firmado por el mismo autor, Les Salver, ou la Faute reparée, drama en tres actos y en verso. Entre 1790 y 1791 se estrenaron e imprimieron tres obras firmadas por M. J. Chénier, Lemière d’Argy y M. Laya, así como La Veuve Calas en Paris, de Pujoulx.

Pero la historia de los Calas no es, en el Tratado sobre la tolerancia, más que el trampolín para hacer el juicio del fanatismo: de los detalles particulares Voltaire se eleva a las alturas bíblicas, históricas, metafísicas y conceptuales sin olvidar el recurso a los detalles del sentimiento personal: en sus momentos líricos, Voltaire, tantas veces perseguido, parece encarnarse en los perseguidos para buscar el triunfo final de la filosofía y de las luces sobre el Infame.

Cuando Voltaire concluye la redacción del TRATADO —20 de enero de 1763—, los Calas acaban de ser rehabilitados; pero hay un nuevo caso en marcha, el de los Sirven. Dos meses después de la muerte de Marc-Antoine, la historia de Pierre-Paul Sirven, agrimensor y feudista, sale a la luz pública: una de sus tres hijas, de facultades mentales algo trastornadas, había pretendido convertirse en el pasado. El obispo de Castres, su ciudad de residencia, había ordenado, el 6 de marzo de 1760, que la enclaustrasen en un convento; pero, dada su alienación mental, las monjas del convento de las Damas Negras la devolvieron a su padre siete meses después. El 3 de enero de 1762, pese a la reclusión en que se la tenía debido a su locura, con las ventanas y las puertas tapiadas, y tras varias escapadas, el cuerpo de Elisabeth fue hallado, sin señales de golpes, en el fondo de un pozo. El caso Calas volvía a repetirse en esta familia protestante que, para no correr los riesgos que habían llevado a Pierre Calas a la hoguera, puso tierra de por medio y se refugió en Ginebra y Lausana; su cálculo resultó acertado: en 1764 eran ejecutados en efigie.

No tardaron los amigos de la familia en reclamar, ante la parcialidad demostrada por la instrucción, la intervención de Voltaire. Con el proceso Calas a punto de resolverse definitivamente, Voltaire se lanza de lleno a este utilizando los mismos procedimientos de defensa y ataque, aunque la fuga de los Sirven y su no ejecución debilitaban la eficacia de sus proclamas. Aun así, la familia terminaría siendo rehabilitada en 1771.

Fue su entrada en el caso Sirven lo que aconsejó a Voltaire retener la publicación del TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA, que en la fecha antes citada —20 de enero de 1763— estaba listo para la imprenta: su defensa de la tolerancia a la inglesa, ese pluralismo religioso que Voltaire había conocido durante su exilio en Inglaterra y que en alguna ocasión había merecido de su pluma el calificativo de «isla de la razón», se convierte ahora en solicitud de una política positiva que relaje el decreto de revocación del edicto de Nantes y restituya a los protestantes su derecho a la situación civil anterior a esa operación de política religiosa de Luis XIV: validez de sus matrimonios, legitimidad de los hijos, derechos de herencia, etc. Además, no quería asustar a jueces ni autoridades cuando en el parlamento de Toulouse estaban zanjándose las indemnizaciones de la viuda Calas.

Pero si Voltaire consiguió «salvar» y rehabilitar a los Calas y a los Sirven, no lograría su objetivo último sino después de muerto, en 1787, cuando Luis XVI decreta el edicto de tolerancia para sus súbditos no católicos. Veinticuatro años después de que lo pidiera Voltaire, el derecho a un estado social igual para católicos y protestantes era consagrado por la ley; serviría de poco esa firma de un monarca que hasta entonces se había mostrado impotente para realizar esa y otras reformas por más obvia que fuese su necesidad. Pocos meses después de la salida de ese edicto se convocaban los Estados Generales: la Revolución Francesa había empezado, y sería ella la que decretaría la Declaración de los derechos del hombre, que en 1789 promulgaba: «Todos los ciudadanos […] son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos […] sin más distinciones que las de sus virtudes y sus talentos». La exclusión por motivos religiosos desaparecía de las leyes francesas, por estipulación del artículo X: «Nadie debe ser inquietado por sus opiniones, incluso religiosas, con tal de que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley»; y del XI: «La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre».

Con ello, el TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA, que solo pedía esta por discreción volteriana ante las circunstancias, quedaba superado. Que las premisas se hayan llevado a la práctica y cumplido en Francia y otros países de cultura occidental y religión católica en estos doscientos y pico de años es otra cosa; y que se haya cumplido el mensaje que subyace en el tratado, «la libertad de pensar», parece más dificultoso de creer en los inicios del siglo XXI, que sigue obligado a mantener esa lucha secular contra supersticiones y fanatismos religiosos, ideológicos, raciales, nacionales…

MAURO ARMIÑO

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