domingo, 1 de octubre de 2023

Los Setenta Y Cinco Folios Y Otros Manuscritos Ineditos MARCEL PROUST PRÓLOGO




 En 1949, Suzy Mante-Proust encomendó a Bernard de Fallois la clasificación del fondo

manuscrito que había recibido en 1935 de su padre, el doctor Robert Proust, hermano

menor de Marcel Proust, de quien lo había heredado en 1922, a la muerte del escritor.

De allí extrajo Bernard de Fallois dos ediciones (Jean Santeuil, 1952; Contra Sainte-

Beuve, 1954), para emprender luego una tesis universitaria a la que acabó por

renunciar. Tras su muerte se hallaron en su domicilio los archivos proustianos que

aparecen en este volumen bajo el nombre «archivos Fallois», en especial los «setenta

y cinco folios», el manuscrito más antiguo de En busca del tiempo perdido, cuya

existencia había sido el primero en mencionar en el prólogo de su edición de Contra

Sainte-Beuve.

Los «setenta y cinco folios», joya proustiana, se incorporaron a la Biblioteca

Nacional de Francia.

El momento sagrado

Aquí están, pues, esos setenta y cinco folios tanto tiempo

escondidos, ¡tan esperados que se han convertido en legendarios!

En Le Peuple, Michelet se lamentaba de que los genios borraran las

huellas de la génesis de su creación: «Es raro que conserven la

serie de esbozos que la gestaron». El historiador trata de capturar el

momento único de la concepción, el «momento sagrado» en que la

gran obra brota por primera vez. Estamos cerca, ahora, de ese

«momento sagrado». Uno de los grandes méritos de estas páginas

del libro futuro es que son las primeras que se escribieron, aunque

sean las últimas que lleguen a nosotros. Cuando intentaban

establecer la historia del texto proustiano a través de sus estratos

materiales, sus rastros sucesivos, los editores de la Pléiade y los

investigadores del ITEM-CNRS no contaban con esta primera etapa.

Como los arqueólogos buscan una pequeña iglesia merovingia o

romana bajo una catedral gótica.

El primer editor de Jean Santeuil y Contra Sainte-Beuve ya había

señalado su existencia. Se refería a la lista de «Páginas escritas»

que Proust había hecho en el primero de los carnets que utilizó en

1908 —especialmente para bosquejar los comienzos del relato—, y

que no abarca exactamente el contenido de estas páginas, sino que

describe una de sus etapas. Estamos, en efecto, a finales de 1907 o

en el primer semestre de 1908. Proust no ha vuelto a abordar el

género novelesco desde 1899, cuando abandonó definitivamente

Jean Santeuil. Le toca entonces atravesar un desierto. Hasta 1905

solo trabaja en dos traducciones de Ruskin. Tras la muerte de su

madre hay un año en blanco, o en negro (aunque su amigo René

Peter afirme, en Une saison avec Marcel Proust, haberlo visto

escribir sin parar en Versalles, en el otoño de 1906), en el que

aparecen, sin embargo, su traducción de Sésamo y lirios y un

artículo sobre Las piedras de Venecia de Ruskin. Venecia,

«cementerio de la felicidad», que reencontramos en estos folios.

En 1907 hay un artículo extraordinario en el que explica su

concepción del complejo de Edipo, «Sentimientos filiales de un

parricida», otro sobre la «muerte de una abuela», unas

«Impresiones de viaje en automóvil»; es decir, páginas en las que el

pensamiento teórico se combina con el relato autobiográfico, y

algunas notas de lectura. Temas que reaparecerán en la obra futura

pero que no alcanzarán por sí solos a imponer el nombre de su

autor. De pronto, a finales de 1907 o principios de 1908, las puertas

de la creación novelesca vuelven a abrirse. Un abanico de caminos

que abandonó antes de recorrerlos del todo. Ideas y temas que

surgieron y se desvanecieron, como después de la visita de

extraños fantasmas.

Porque Proust hará al menos dos intentos antes de escribir no el

propio En busca del tiempo perdido, sino «Combray», sus dos

partes y una temporada a orillas del mar, y deberá esperar aún más

para contar un viaje a Venecia. ¿Qué había de bueno en esos

setenta y cinco folios para que los escribiera, qué de malo para que

los abandonara, como esos programas informáticos que se

autodestruyen una vez usados? ¿Se trata de la forma fragmentaria,

que todavía le recuerda demasiado a las páginas de Los placeres y

los días? ¿Ha dado con la trama, que solo puede ser la historia de

una vocación? En efecto, ¿qué contar? ¿Qué tipo de recuerdos?

¿La historia de qué personajes? ¿La de un hermano que

desaparecerá? ¿La de la vida familiar en una casa de campo

ubicada no en Illiers sino en Auteuil? ¿La de los dos lados de su

territorio mental? ¿La de los nobles de provincias o de París? ¿La

de las muchachas a orillas del mar? ¿Dónde está el amor? ¿Dónde

están Sodoma y Gomorra? Y sobre todo, ¿dónde está la memoria

involuntaria? Nathalie Mauriac responde a estas preguntas en su

reseña. Pues la novela no existirá hasta que Proust haya hecho de

la memoria involuntaria no solo un acontecimiento psicológico

capital, sino también el principio organizador del relato, es decir, el

día en que imaginó que escribiría que todo Combray había salido de

una taza de té.

El mismo Proust describió esas escenas en que descuidamos un

espectáculo, un rostro, una impresión sobre la que habríamos

podido y debido profundizar: los campanarios de Martinville, los tres

árboles de Hudimesnil, la lechera de Balbec. En su vida, Proust

abandonó a seres amados como si fueran textos: para empezar

Reynaldo Hahn, Henri Rochat para terminar, bocetos eternos,

borradores eternos, de un hombre digno de ser amado y nunca

conocido. Presentar estos inéditos es contar la historia de un

abandono, de una novela abandonada, como «La mujer

abandonada» de Balzac, como la «mujer que pasa» de Baudelaire.

Hay en Proust una inteligencia y un corazón sorprendentemente

inquietos; es el Querubín o el Don Juan de la página escrita.

Llegará a ser Penélope. Presentar sus inéditos es también contar

la historia de resurrecciones sucesivas. Descartadas, deshechas y

rehechas noche y día, estas páginas regresan. Y su retorno es una

reanudación y una superación, una Erlebnis: aquello que Proust no

hizo con Jean Santeuil y que le llevará tiempo y muchas tentativas

abortadas con Por la parte de Swann. Estas páginas, por cierto, no

tienen título. Hay novelistas que empiezan por un título y escriben

luego el libro; Balzac, por ejemplo, dejó listas de títulos de libros aún

no escritos. El título es un elemento de unidad, un motor, un ideal,

más que un motivo de gloria. Sin título el libro no existe, es solo una

sombra, una marioneta dislocada, Disjecti membra poetae, según la

expresión de Horacio.

La sensación de «ya leído» es muy injusta: obedece a que lo que se

lee al final se escribió al principio. Esa es la paradoja del aficionado

a los inéditos: busca precisamente lo que el autor descartó, admira

lo que se tachó, eliminó, rehízo, porque es diferente. La diferencia

se vuelve novedad: un nuevo Proust, que es el más antiguo. Se

abre la esperanza de hallar ahí un secreto, el secreto mismo de la

obra, la imagen en el tapiz, los papeles de Aspern. El milagro de los

manuscritos radica en que permiten ese retorno a la infancia que en

la vida real es imposible. Solo en las obras de arte, y en especial en

el cine, puede un niño aparecer en un flashback después de ser el

adulto en el que se convirtió. Invirtamos la conocida imagen según

la cual seríamos enanos encaramados a hombros de gigantes. El

gigante está encaramado a hombros de un enano: él mismo.

El torrente inagotable de recuerdos de infancia y de duelo aún no

ha sido controlado y fluye sin interrupción. Por una sencilla razón:

ese monólogo sin fin es el de la confesión, la autobiografía, no el de

la novela. Eso es lo que Proust comienza a finales de 1907. Lo

demuestra un fenómeno capital: el autor utiliza los nombres

verdaderos de su familia. La abuela se llama Adèle (Berncastell-

Weil), la madre Jeanne (Weil-Proust), el narrador Marcel. La abuela,

la madre: es siempre al hablar de ellas cuando Proust resulta más

conmovedor. La expresión del sufrimiento infantil, tan distinto del de

los adultos, en pos del beso demasiado rápido o negado, adquiere

un carácter casi insoportable; pues muchos niños se conformarían

con saber que sus padres están presentes, no lejos de ellos, en el

jardín o el comedor. Las páginas sobre la orilla del mar dan fe del

deseo desesperado de ser reconocido, igual que las que conciernen

a la aristocracia. ¿Qué le ocurrió al pequeño Marcel, qué injusticia o

qué golpe del destino hicieron que sufriera tanto?

Un niño llora en Auteuil. Esa es la herida en carne viva que la

literatura enmascarará progresivamente, en Contra Sainte-Beuve y

luego en las sucesivas etapas de Por la parte de Swann. El estudio

magistral de Nathalie Mauriac muestra el progreso de la creación

desde estos folios hasta sus prolongaciones, y como sus tentáculos,

en los cuadernos siguientes, que se acumulan para ocultar la herida

bajo el peso de las páginas. Las involuciones de la frase larga

disfrazan la queja. Tras el inicio autobiográfico, Proust recurre al

ensayo crítico. Y después del ensayo, siempre insatisfecho,

comienza su novela. Con la última frase de estos setenta y cinco

folios (o setenta y seis) y la escritura de los pastiches brotará la idea

del Contra Sainte-Beuve, o más bien la conversación con Mamá

sobre Sainte-Beuve. Resucitar a la madre es también una manera

de separarse de ella. Solo cuando lo haya logrado podrá Proust

realmente dar comienzo a su novela.

El recurso a la técnica de la novela conferirá al monólogo proustiano

una forma, límites y procedimientos, la densidad y también el pudor

que aún no tenía en ese comienzo de 1908. Sin embargo, ahora

tenemos la impresión de comprender mejor la obra, y sentimos que

se nos explica todo lo que estaba oculto. Habríamos querido más de

eso en el texto final. Aquí, en cambio, lo sabemos todo, y

experimentamos una suerte de impudicia. Pero el genio se alimenta

de los sacrificios que el talento no hace. Un niño llora en Combray y

surge una obra maestra.

JEAN-YVES TADIÉ

El manuscrito

Cuando fueron descubiertos en el domicilio de Bernard de Fallois,

los «setenta y cinco folios» —setenta y seis, para ser exactos— se

encontraban en una carpeta de cartón granate de tamaño estándar

etiquetada de su puño y letra «Dosier 3». Esa etiqueta cubría una

inscripción anterior.

Estaban repartidos en cinco grupos, a su vez ordenados en

carpetas que Fallois había titulado respectivamente «Veladas de

Combray», «La parte de Villebon», «Las muchachas», «Nombres

nobles» y «Venecia». Los títulos también se indicaban en los

separadores que encabezaban las páginas. Salvo «La parte de

Villebon», todos incluían un breve resumen del contenido, que

Fallois había agregado en hojas sueltas. La presente edición solo

conserva parcialmente esos títulos (véase más abajo).

Había numerosas páginas dañadas: bordes rasgados (ff. 70, 83),

un pequeño resto pegado de otro folio (f. 83), arreglos improvisados

(cinta adhesiva en el f. 53v), manchas diversas; la parte inferior del f.

84 había sido recortada, muy probablemente por Proust.

El manuscrito de los «setenta y cinco folios» se compone de 43

folios dobles (u hojas dobles), o sea 86 folios o 172 páginas de

papel vitela, sin pauta, sin filigrana, de 360 × 230 mm. Se trata de un

formato mediano, ya que el plegado de los folios es irregular.

Setenta y seis páginas fueron escritas con tinta por Proust, tres de

las cuales también en el reverso (ff. 41v, 83v, 85v). Salvo en una

decena de ellas, el espacio se cubrió por completo, sin dejar

margen. No llevan paginación alguna del autor. Se advierten ciertos

dibujos: pequeños bocetos abstractos (f. 36), perfil femenino (f. 39),

iglesia (f. 43).

Quedaron en blanco los folios 8, 38, 42, 44-50, 52, 66 y 84. Los

pliegos 44 y 49, 45 y 48, 46 y 47 estaban originalmente

ensamblados en cuaderno en los pliegos 43 y 50.

La numeración de los folios sigue el orden en que el manuscrito

llegó hasta nosotros, salvo en el caso de los ff. 27-43, que fueron

reordenados (véase más abajo). Hemos adoptado la división y los

títulos siguientes, que difieren parcialmente de los de B. de Fallois:

– ff. 1-26: [Una noche en el campo]. 13 folios dobles, o sea 26

folios, 25 páginas escritas en el anverso. El f. 8 está en blanco.

Las dos últimas páginas (ff. 25-26) fueron publicadas en

forma anónima, con el título «Separación», en el Bulletin de la

Société des Amis de Marcel Proust et des Amis de Combray

(n.º 1, 1950, pp. 7-8). Las siete últimas (ff. 20-26) fueron

publicadas por B. de Fallois en Contra Sainte-Beuve (CSB, cap.

XV, «Regreso a Guermantes», pp. 291-297).

– ff. 27-52: [La parte de Villebon y la parte de Meséglise]. 13 folios

dobles, o sea 26 folios, 17 páginas escritas, todas en el anverso

salvo el f. 41, escrito también en el anverso. Los ff. 38, 42, 44-

50, 52, están en blanco.

Apoyándonos en indicios materiales y genéticos, hemos

reordenado este conjunto, que nos había llegado en el orden

siguiente: ff. 27-30, 39-41v, 43, 37-38, 35-36, 33-34, 31-32.

Hemos comprobado que, salvo en el primer grupo, este orden

es inverso al que se obtuvo después de la reordenación. Es

probable, pues, que los folios dobles hayan sido mal ubicados

tras haber sido manipulados. El f. 51 es de difícil clasificación.

– ff. 53-65: [Temporada a orillas del mar]. 7 folios dobles, o sea,

14 folios, 13 páginas escritas en el anverso. El f. 66 quedó en

blanco. En las notas al final de este volumen explicamos la

razón por la que, a diferencia de la clasificación de B. de Fallois,

separamos este «capítulo» del siguiente (véase).

– ff. 67-74: [Muchachas]. 4 folios dobles, o sea 8 folios, 8 páginas

escritas en el anverso.

– ff. 75-82: [Nombres nobles]. 4 folios dobles, o sea 8 folios, 8

páginas escritas en el anverso.

Las 7 primeras páginas (ff. 75-81) fueron publicadas por B. de

Fallois en Contra Sainte-Beuve (CSB, cap. XIV, «Nombres de

personas», pp. 273-283).

– ff. 83-86: [Venecia]. 2 folios dobles, o sea 4 folios, 5 páginas

escritas, dos de ellas en el reverso (ff. 83v, 85v). Un pequeño

fragmento de la esquina superior derecha de otro folio ha

quedado pegado al margen izquierdo del f. 83, a la altura de la

segunda y tercera líneas; aún se pueden leer dos letras de la

mano de Proust. Falta la parte inferior del f. 84, que Proust dejó

en blanco.

El manuscrito de los «setenta y cinco folios» se conserva hoy en las

colecciones de la sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional

de Francia bajo la signatura NAF 29020.

Nota sobre esta edición

Esta edición de Los setenta y cinco folios retoma casi al pie de la

letra la primera edición de Gallimard de 2021. Solo se ha apartado

de ella al eliminar la primera de las tres series de notas incluidas en

la edición original, señalada con letras a pie de página, que

determinaban, por un lado, las diferencias entre la versión

manuscrita del texto de Proust y la versión publicada (que en la

traducción al español dejan de ser pertinentes), y, por otro, los

cambios del texto con respecto a la versión establecida por Bernard

de Fallois en su edición del Contra Sainte-Beuve (que, valiosas pero

quizá demasiado especializadas, habrían dificultado la lectura más

de la cuenta).

Nota sobre la edición de Gallimard

Criterios para la fijación del texto

La redacción de los «setenta y cinco folios» se produjo de manera

escalonada, entre los primeros meses y el otoño de 1908; quizá

empezaran a elaborarse a finales de 1907. Dado que no sabemos

cómo habría organizado Marcel Proust estas páginas, las

presentamos en el orden que corresponde al texto En busca del

tiempo perdido, que es también el orden en que fueron halladas.

Los títulos de los «capítulos» no son de Proust. Son puramente

informativos, y se han elegido para proporcionar al lector puntos de

referencia familiares.

Hemos aligerado la transcripción del manuscrito de tachaduras, lo

que permite una lectura más fluida. Damos a continuación los

criterios que hemos seguido para el establecimiento del texto.

En la página web gallimard.fr se puede descargar una

transcripción diplomática completa, es decir, fiel página por página a

la topografía de la escritura y restitutiva del conjunto de tachaduras y

añadidos de Proust, y compararla con el facsímil de los «setenta y

cinco folios» cuando esté disponible en gallica.fr.

Esa transcripción fue la base para la transcripción corriente.

Ambas se enriquecieron con la relectura de Bertrand Marchal.

Además de la transcripción corriente, existen otros documentos

(«Otros manuscritos de Marcel Proust») que iluminan, a su vez, la

génesis de los «setenta y cinco folios» y su papel en la de En busca

del tiempo perdido. Dichos documentos proceden del fondo Proust

de la Biblioteca Nacional de Francia, así como de los archivos

Fallois.

La escritura de los borradores de Proust incluye numerosas

rectificaciones y añadidos. En la transcripción simplificada que

sigue, los añadidos se han incorporado al texto, y las tachaduras

solo aparecen señaladas por medio de una nota cuando se trata de

algún pasaje significativo, que podrá consultarse en la transcripción

diplomática o en las notas críticas.

Dado que Proust escribía muy rápido, es lógico que omita alguna

palabra o caiga en errores de continuidad entre las versiones

sucesivas. Hemos efectuado, en consecuencia, los ajustes de

detalle que se imponían cada vez que resultaban necesarios para la

corrección sintáctica y la inteligibilidad de la frase. Hemos puesto

entre corchetes rectos los fragmentos restituidos en los casos en

que el manuscrito, dañado, presentaba lagunas; se trata, pues, de

una restitución conjetural.

Proust no siempre señala con claridad el lugar donde deben

insertarse los añadidos, de modo que hemos tenido que tomar

nuestras decisiones.

La puntuación del manuscrito es muy parca y a veces irregular; la

hemos completado para facilitar la lectura salvo en los diálogos,

donde la economía contribuye al estilo oral, y en los casos en que

una modificación habría alterado de manera manifiesta la

interpretación. Hemos corregido la ortografía cuando ha sido

necesario, y normalizado la presentación tipográfica (abreviaturas,

títulos de obras). Asimismo, hemos respetado la disposición en

párrafos en la medida de lo posible.

Este «aseo» del manuscrito no oculta su carácter inacabado. A

veces la redacción se interrumpe in medias res, cosa que indicamos

mediante un breve comentario editorial entre corchetes rectos. La

conexión entre páginas redactadas en momentos diferentes no

siempre es prolija: hemos conservado las repeticiones. Cada vez

que aparecen varias versiones de un mismo pasaje, las ofrecemos

en el orden de redacción más probable, con la versión más antigua

en primer término.

Notas

Hay dos tipos de notas:

– a pie de página, indicadas con números, las notas explicativas

que proporcionan brevemente una información esencial para

esclarecer el texto en una lectura diagonal, por ejemplo la

variación de la identidad de un personaje dentro de un mismo

fragmento;

– al final del volumen, después de la «Nota» y la «Cronología»,

las notas críticas que intentan esclarecer la génesis y/o las

referencias, citas y alusiones del texto de Proust. Para no

entorpecer la lectura de los «setenta y cinco folios», estas notas

no tienen llamadas; aparecen por folio, precedidas por el

fragmento o el final del fragmento al que remiten.

Abreviaturas y siglas

col. columna

f. folio (sin otra indicación, se trata por defecto de un

folio recto)

ms. manuscrito

NAF Nuevas Adquisiciones Francesas (signatura de la

sección de Manuscritos, Biblioteca Nacional de

Francia)

v folio vuelto

[ ]

intervención del editorfolio vuelto

*

lectura conjetural

/

punto y aparte, o separación entre las dos partes de

una enmienda, es decir, entre la parte tachada y su

sustituto

//

paso al folio siguiente

La bibliografía general y las abreviaturas de las ediciones utilizadas

aparecen en las pp. 457-466. Cuando remitimos a una obra o a un

artículo, consignamos el nombre del autor seguido del año de

publicación.

En el aparato crítico, salvo indicación contraria, la transcripción de

los manuscritos ha sido aligerada y simplificada. Los pasajes

tachados aparecen bajo tachaduras y los añadidos entre corchetes

angulares (<>). Una raya oblicua (/) separa las dos partes de una

enmienda, es decir la parte tachada de su sustituto.

sábado, 30 de septiembre de 2023

Espejo de Alquimia Roger Bacon

 






 

Espejo de Alquimia

 

Roger Bacon

 

 

En sus escritos los Filósofos se han expresado de muchas maneras diferentes pero siempre enigmáticas. Nos han legado una ciencia noble entre todas, pero completamente velada para nosotros por su lenguaje nebuloso, enteramente oculta bajo un impenetrable velo. Y, sin embargo, han tenido razón para obrar asi. De suerte que os conjuro para que ejercitéis con perseverancia vuestra mente sobre estos siete capituos que encierran el arte de transmutar los metales, sin inquietaros por los escritos de los demás filósofos Repasad mentalmente y con frecuencia su comienzo, su medio y su final, y hallaréis en ellos invenciones tan sutiles que vuestra alma se sentirá llena de alegría.

 

I
Definiciones de la Alquimia

En algunos manuscritos antiguos, se encuentran varias definiciones de este arte, de las cuales interesa que hablemos aquí: Hermes dice: “La Alquimia es la ciencia inmutable que trabaja sobre los cuerpos con ayuda de la teoría y de la experiencia, y que, por una conjunción natural, los transforma en una especie superior más preciosa”. Otro filósofo ha dicho: "La Alquimia enseña a transmutar toda especie de metal en otra, esto con ayuda de una Medicina particular, como puede verse por los numerosos escritos de los filósofos". Por eso digo: "La Alquimia es la ciencia que enseña a preparar una cierta Medicina o elixir, la cual, proyectada sobre los metales imperfectos, les da la perfección en el instante mismo de la proyeccion”.

II
De los principios naturales y de la generación de los metales

Voy a hablar aquí de los principios naturales y de la generación de los metales. Ante todo, tomad nota de que los principios de los metales son el Mercurio y el Azufre; estos dos principios han dado nacimiento a todos los metales y a todos los minerales, de los que existe un gran número de especies diferentes. Digo además, que la naturaleza tuvo siempre por fin y se esfuerza sin cesar, para llegar a la perfección, al oro. Mas a consecuencia de diversos accidentes que dificultan su marcha, nacen las variedades metálicas, como lo han expuesto claramente varios filósofos. Según la pureza o impureza de los dos principios componentes, es decir, del Azufre y del Mercurio, se producen metales perfectos o imperfectos: oro, plata, estaño, plomo, cobre, hierro. Ahora, recoge piadosamente estas enseñanzas sobre la naturaleza de los metales, sobre su pureza o impureza, su pobreza o su riqueza en principios:

Naturaleza del Oro:

El Oro es un cuerpo perfecto, compuesto de un Mercurio puro, fijo, brillante, rojo, y de un Azufre puro, fijo, rojo y no combustible. El Oro es perfecto.

Naturaleza de la Plata:

Es un cuerpo puro, casi perfecto, compuesto de un Mercurio puro, casi fijo, brillante, y blanco. Su Azufre tiene las mismas cualidades. No le falta a la Plata sino un poco más de fijeza, de color y de peso.

Naturaleza del Estaño:

Es un cuerpo puro, imperfecto, compuesto de un Mercurio puro, fijo y volátil, brillante, blanco en el exterior, rojo en el interior. Su Azufre tiene las mismas cualidades. Sólo le falta al estaño ser un poco más cocido y digerido.

Naturaleza del Plomo:

Es un cuerpo impuro e imperfecto, compuesto de un Mercurio impuro, inestable, terrestre pulverulento, ligeramente blanco al exterior, rojo al interior. Su Azufre es semejante y además combustible. Al plomo le falta la purza, la fijeza y el color; no está bastante cocido.

Naturaleza del Cobre:

El cobre es un metal impuro e imperfecto, compuesto por un Mercurio impuro, inestable, terrestre, combustible, rojo y sin esplendor. Igual es su Azufre. Le falta al cobre la fijeza, la pureza y el peso. Contiene demasiado color impuro y partes terrosas incombustibles.

Naturaleza del Hierro:

El hierro es un cuerpo impuro, imperfecto, compuesto por un Mercurio impuro, demasiado fijo, que contiene partes terrosas combustibles, blanco y rojo, pero sin brillo. Le faltan la fusibilidad, la pureza y el peso; contiene demasiado Azufre fijo impuro y partes terrosas combustibles.

Todo alquimista debe tener en cuenta lo que precede.

III
De dónde debe extraerse la materia próxima al elixir

En lo que antecede se ha determinado suficientemente la génesis de los metales perfectos e imperfectos. Ahora vamos a trabajar para volver pura y perfecta la materia imperfecta. De los capitulos precedentes se desprende que todos los metales están compuestos de Mercurio y de Azufre, que la impureza y la imperfección de los componentes se vuelve a encontrar en el compuesto; como a los metales no se les puede agregar sino sustancias sacadas de ellos mismos, se deduce que ninguna materia extraña puede servirnos, pero que todo lo que se halla compuesto de los dos principios, basta para perfeccionar y hasta transmutar a los metales. Es muy sorprendente ver a personas, hábiles sin embargo, trabajar sobre los animales, que constituyen una materia muy alejada, cuando tienen a mano en los minerales una materia suficientemente próxima. No es imposible que un filósofo haya colocado a la Obra en esas materias alejadas, pero lo habrá hecho por alegoría. Dos principios componen todos los metales y nada puede agregarse, unirse a los metales o transformarlos, si en sí mismo no está compuesto de dichos dos principios. Por eso el razonamiento nos obliga a usar como Materia de nuestra Piedra al Mercurio y al Azufre. El Mercurio solo o el Azufre solo no pueden engendrar metales, pero por su unión dan nacimiento a los diversos metales y a numerosos minerales. Por tanto, es evidente que nuestra Piedra debe nacer de esos dos principios. Nuestro secreto último es muy precioso y muy oculto: ¿sobre qué materia mineral, próxima entre todas, debe obrarse directamente? Estamos obligados a escoger con cuidado. Supongamos, ante todo, que sacamos nuestra materia de los vegetales: hierbas, árboles y todo lo que nace de la tierra. Habrá que extraer de ellos el Mercurio y el Azufre por medio de una prolongada cocción, operaciones que rechazamos, puesto que la Naturaleza nos ofrece Mercurio y Azufre hechos. Si hubiéramos elegido los animales, nos sería menester trabajar sobre la sangre humana, cabellos, orina, excrementos, huevos de gallina, en fin, todo aquello que se puede sacar de los animales. Además, en tal caso, nos haría falta extraer por la cocción el Mercurio y el Azufre. Recusamos esas operaciones por nuestra primera razón. Si hubiésemos elegido los minerales mixtos, tales como las diversas especies de magnesias, marcasitas, tutias, caparrosas o vitriolos, alumbres, bórax, sales, etc., sería igualmente necesario extraer de ellos el Mercurio y el Azufre por cocción, lo cual rechazamos por las mismas razones ya citadas. Si eligiéramos uno de los siete espíritus, como el Mercurio solo, o el Azufre solo, o bien el Mercurio y uno de los dos azufres, o bien el azufre vivo, o el oropimente o el arsénico amarillo, o el arsénico rojo, no podríamos perfeccionarlos, porque la naturaleza no perfecciona más que la mezcla determinada de los dos principios. No podemos actuar mejor que la naturaleza, y necesitamos extraer, de esos cuerpos el Azufre y el Mercurio, lo cual rechazamos como se dijo más arriba. Finalmente, si tomamos los dos principios mismos, nos haría falta mezclarlos según una cierta proporción inmutable, desconocida a la mente humana, y en seguida cocerlos hasta que estuviesen coagulados en una masa sólida. Por esto rechazamos la idea de tomar los dos principios separados, es decir, el Azufre y el Mercurio, porque ignoramos su proporción y porque hallaremos cuerpos en los cuales los dos principios están unidos en justas proporciones, coagulados e incorporados según las reglas. Oculta bien este secreto: El Oro es un cuerpo perfecto y macho sin superfluidad ni pobreza. Si perfeccionase a los metales imperfectos fundidos con él, seria el elixir rojo. La plata es un cuerpo casi perfecto y hembra, y si por simple fusión hiciera casi perfecto a los metales imperfectos, seria el elixir blanco. Lo cual no es, ni puede ser, porque esos cuerpos son perfectos en un solo grado. Si su perfección fuese comunicable a los metales imperfectos. estos últimos no se perfeccionarían y los metales perfectos resultarían manchados por el contacto de los imperfectos. Pero si fuesen más que perfectos, el doble, el cuádruplo, el céntuplo, etc., entonces podrían perfeccionar a los imperfectos. La naturaleza obra siempre sencillamente, y por eso en ellos la perfección es sencilla, indivisible y no transmisible. No podrían entrar en la composición de la Piedra como fermentos para abreviar la obra; en efecto, se reducirán a sus elementos, porque la cantidad de volátil sería mayor que la de lo fijo. Y a causa de que el oro es un cuerpo perfecto compuesto de un Mercurio rojo y brillante y de un Azufre semejante, no lo tomaremos como materia de la Piedra para el elixir rojo; porque es demasiado simplemente perfecto, sin perfección sutil; es demasiado bien cocido y digerido naturalmente, y apenas si podemos trabajarlo con nuestro fuego artificial: lo mismo sucede con la plata. Cuando la naturaleza perfecciona alguna cosa, no sabe, sin embargo, purificarla y perfeccionarla íntimamente, porque obra con sencillez. Si escogiésemos el oro o la plata, podríamos con mucho trabajo encontrar un fuego capaz de obrar en ellos. Aunque conozcamos ese fuego, no podemos, a pesar de todo, llegar a la purificación perfecta, debido a la potencia de sus lazos y a su armonía natural; de suerte que rechazamos el oro para el elixir rojo, y a la plata para el elixir blanco. Encontraremos cierto cuerpo compuesto de Mercurio y de Azufre suficientemente puros, sobre los cuales la naturaleza haya trabajado poco. Nos alabamos de perfeccionar semejante cuerpo con nuestro fuego artificial y el conocimiento del arte. Lo someteremos a una cocción conveniente, purificándolo, coloreándolo y fijándolo de acuerdo a las reglas del arte. Por tanto, es menester elegir una materia que contenga un Mercurio puro, claro, blanco y rojo, no del todo perfecto, mezclado igualmente, en las requeridas proporciones y según las reglas, con un Azufre semejante a él. Esta materia debe ser coagulada en una masa sólida y tal que con la ayuda de nuestra ciencia y nuestra prudencia, podemos llegar a purificarla íntimamente, a perfeccionarla con nuestro fuego, y transformarla de tal modo que al final de la Obra sea millares de miles de veces más pura y más perfecta que los cuerpos ordinarios cocidos por el calor natural. Sé, pues, prudente; porque si has ejercido la sutileza y diafanidad de tu mente en estos capitulos donde te he revelado manifiestamente el conocimiento de la Materia, ahora posees esa cosa, inefable y deleitable, objeto de todos los deseos de los filósofos.

IV
Del modo de regular el fuego y mantenerlo

Si no tienes la cabeza demasiado dura, si tu mente no se ha envuelto completamente con el velo de la ignorancia y de la ininteligencia, puedo creer que en los precedentes capítulos has encontrado la verdadera Materia de los Filósofos, materia de la Piedra bendita de los sabios, en la cual la Alquimia va a actuar con el fin de perfeccionar los cuerpos imperfectos con ayuda de cuerpos más que perfectos. Como la naturaleza no nos ofrece más que cuerpos perfectos o imperfectos, nos es preciso convertir con nuestro trabajo en indefinidamente perfecta la Materia nombrada más arriba. Si ignoramos el modo de obrar, ¿cuál es la causa, si no es que no observamos cómo perfecciona cada día la naturaleza a los metales? ¿No vemos que en las minas los elementos groseros se cuecen de tal modo y se espesan tanto por el calor constante que existe en las montañas, que con el tiempo se transforman en Mercurio? ¿Que el mismo calor, la misma cocción, transforma las partes grasas de la tierra en Azufre? ¿Que este color, aplicado largo tiempo a esos dos principios, engendra, según su pureza o su impureza, todos los metales? ¿No vemos que la naturaleza produce y perfecciona todos los metales sólo por la cocción? ¡Oh, locura infinita!, ¿quién os lo preguntó, quién os obliga a querer hacer la misma cosa con ayuda de procedimientos raros y fantásticos? Por eso ha dicho un filósofo: "Desdichados de vosotros que deseáis sobrepasar a la naturaleza y hacer más que perfectos los metales por un nuevo procedimiento, fruto de vuestra insensata testarudez, Dios ha dado a la Naturaleza leyes inmutables, es decir, que debe obrar por cocción continua, y vosotros, insensatos, la despreciáis o no sabés imitarla". Dijo también: "El fuego y el azoth deben bastarte". Y en otro pasaje: "El calor perfecciona todo". Y también: “Es preciso cocer cocer y recocer y no cansarse de ello". Y en diferentes pasajes: "Que vuestro fuego sea tranquilo y suave, que se mantenga así todos los dias, siempre uniforme, sin debilitarse, si no eso causará gran perjuicio. Sé paciente y perseverante. Muele siete veces. Sabe que todo nuestro Magisterio se hace de una cosa: la Piedra; de una sola manera: cociendo y en un solo recipiente. El fuego desmenuza. La Obra es semejante a la creación del hombre. En la infancia se le nutre con alimentos ligeros después, cuando sus huesos se han fortalecido, el alimento es más fortificante; del mismo modo, nuestro Magisterio es sometido primeramente a un fuego ligero con el cual hay que obrar siempre durante la cocción. Pero aunque hablemos sin cesar de fuego moderado, no obstante, queremos decir implícitamente que en el régimen de la Obra hay que aumentarlo poco a poco y por grados hasta el fin.

V
Del recipiente y del hornillo

Acabamos de determinar el modo de obrar, ahora hablaremos del recipiente y del hornillo, o sea cómo y con qué deben ser hechos. Cuando la naturaleza cuece los metales en las minas con ayuda del fuego natural, no puede llegar a ello si no es empleando un recipiente adecuado a la cocción. Nos proponemos imitar a la naturaleza en el régimen del fuego, entonces imitémosla también para el recipiente. Examinaremos el lugar donde se elaboran los metales. Ante todo, vemos manifiestamente en una mina, que bajo la montaña hay fuego, que produce un calor igual y cuya naturaleza es de aumentar sin cesar. Al elevarse, deseca y coagula el agua espesa y grosera contenida en las entrañas de la tierra, y la transforma en Mercurio. Las partes untuosas minerales de la tierra, son cocidas, reunidas en las venas de la tierra y corren a través de la montaña, engendrando el Azufre. Como puede observarse, en los filones de las minas, el azufre nacido de las partes untuosas de la tierra, encuentra al Mercurio. Entonces tiene lugar la coagulación del agua metálica. Como el calor continúa actuando en la montaña, los diferentes metales aparecen después de un tiempo muy largo. En las minas se observa una temperatura constante; de ello podemos deducir que la montaña que encierra minas está perfectamente cerrada con rocas por todos sus lados; porque si el calor pudiese escaparse, no nacerían jamás los metales. Por tanto, si queremos imitar a la naturaleza, es absolutamente preciso que tengamos un hornillo semejante a una mina, no por su tamaño, sino por una particular disposición, de modo que el fuego colocado en el fondo no halle salida para escaparse cuando suba, de suerte que el calor sea reverberado sobre el recipiente, cuidadosamente cerrado, que encierra la materia de la Piedra. El recipiente debe ser redondo, con un pequeño cuello. Ha de ser de vidrio o de una tierra tan resistente como el vidrio; se le cerrará herméticamente con una tapa y asfalto. En las minas, el fuego no está en inmediato contacto con la materia del Azufre y del Mercurio; ésta se encuentra separada por la tierra de la montaña. De igual modo el fuego no debe ser aplicado directamente al recipiente que contiene la Materia, sino que hay que colocar dicho vaso en otra vasija cerrada con tanto cuidado como la primera, de tal modo que un calor igual actúe sobre la Materia, por arriba, por abajo, y en todos los sitios en que sea necesario. Por eso Aristóteles dice en la Luz de las luces, que el Mercurio debe ser cocido en un triple recipiente de vidrio muy duro, o, lo que es mejor aún, de tierra que posea la dureza del vidrio.

VI
De los colores accidentales y esenciales que aparecen durante la Obra

Habiendo elegido ya la Materia de la Piedra, conoces además la manera segura de obrar, y sabes con la ayuda de qué método se hace que aparezcan los diversos colores al cocer la Piedra. Un filósofo ha dicho: "Tantos colores como nombres. Para cada nuevo color que aparece en la Obra, los Alquimistas han inventado un nombre diferente. Asi, a la primera operación de nuestra Piedra, se le ha dado el nombre de putrefacción, porque nuestra Piedra es entonces negra . Cuando hayas encontrado la negrura, -dice otro filósofo-, sabe que en esa negrura se oculta la blancura, y es preciso que la extraigas". Después de la putrefacción, la piedra enrojece y acerca de ello se ha dicho: "Con frecuencia la piedra enrojece, amarillea y se licúa, coagulándose después, antes de la verdadera blancura. Se disuelve, se putrifica, se coagula, se mortifica, se vivifica, se ennegrece, se blanquea, se adorna de rojo y de blanco, y todo esto por sí misma. También puede ponerse verde, porque un filósofo ha dicho: "Cuece hasta que aparezca un niño verde, es el alma de la piedra". Otro dijo: "Sabed que es el alma lo que domina durante el verdor". También aparecen antes de la blancura los colores del pavo real; un filósofo habla de eso en estos términos: "Sabed que todos los colores existentes en el Universo o que uno pueda imaginar, aparecen antes de la blancura, sólo después viene la verdadera blancura. El cuerpo será cocido hasta que se vuelva brillante como los ojos de los pescados y entonces la piedra se coagulará en la circunferencia: "Cuando veas aparecer la blancura en la superficie del recipiente -dice un sabio- puedes estar seguro de que bajo la blancura se oculta el rojo; tienes que extraerlo, y para eso cuece hasta que todo esté rojo." Finalmente, hay entre el rojo y el blanco un cierto color ceniciento, del cual se ha dicho: "Después de la blancura, ya no puedes engañarte, porque aumentando el fuego llegarás a un color grisáceo". "No desprecies la ceniza -dice un Filósofo-, porque con la ayuda de Dios, se licuará." Por fin, aparece el Rey, coronado con la diadema roja, si Dios lo permite.

VII
De la manera de hacer la proyección sobre los metales imperfectos

Como había prometido, he trabajado hasta el fin nuestra Gran Obra, Magisterio bendito, preparación de los elixires blanco y rojo. Ahora hablaremos de la manera de hacer la proyección, complemento de la Obra, esperado y deseado con impaciencia. El elixir rojo pone amarillos hasta el infinito y transforma en oro puro a todos los metales. El elixir blanco blanquea hasta el infinito y da a los metales la blancura perfecta. Pero es menester saber que hay metales mas alejados que otros de la perfección, e inversamente, los hay más próximos. Aunque todos los metales son igualmente llevados a la perfección por el Elixir, los que están más próximos a ella se vuelven perfectos más rápidamente, más completamente, más íntimamente que los otros. Cuando hayamos encontrado el metal más próximo, apartaremos los demás. Ya he dicho cuáles son los metales cercanos y alejados, y cuál es el más próximo a la perfección. Si eres suficientemente sabio e inteligente, lo encontrarás en un capítulo precedente, indicado sin rodeos, señalado con certeza. Está fuera de duda que quien ha ejercitado su mente en este Espejo, encontrará por medio de su trabajo la verdadera Materia, y sabrá sobre qué cuerpo conviene hacer la proyección del Elixir para llegar a la perfección. Nuestros precursores, que han encontrado todo en este arte sólo por su filosofía, nos enseñan suficientemente y sin alegoría el camino recto, cuando dicen: "Naturaleza contiene a Naturaleza, Naturaleza se alegra con Naturaleza, Naturaleza domina a Naturaleza y se transforma en las demás Naturalezas". Lo semejante se acerca a lo semejante, porque la similitud es una causa de atracción; hay filósofos que acerca de eso nos han transmitido un secreto notable. Aprende que la naturaleza se difunde rápidamente en su propio cuerpo, y en cambio no se le puede unir con un cuerpo extraño. De igual modo el alma penetra rápidamente en el cuerpo que le pertenece, mas sería en vano si tú quisieras hacerle entrar en otro cuerpo. La similitud es bastante chocante; los cuerpos en la Obra se hacen espirituales, y recíprocamente los espíritus se vuelven corporales; el cuerpo fijo se ha vuelto espiritual. Ahora bien, como el Elixir, rojo o blanco, ha sido llevado más allá de lo que su naturaleza permitía, no es asombroso que no sea miscible con los metales en fusión, cuando uno se contenta con proyectarlo. De este modo seria imposible transmutar mil partes por una. Voy entonces a comunicaros un grande y raro secreto: hay que mezclar una parte de Elixir con mil de metal más próximo y encerrarlo todo en un recipiente adecuado a la operación, sellar herméticamente y ponerlo en el hornillo para fijarlo. Primeramente calentad con lentitud, y aumentad gradualmente el fuego durante tres días hasta una perfecta unión. Es obra de tres días. Entonces puedes repetir proyectando una parte de este producto sobre mil de metal próximo, y se efectuará la transmutación. Para esto te bastará un día, una hora, un momento.

Alabemos, por tanto, a nuestro Dios, siempre admirable, en la Eternidad.

viernes, 29 de septiembre de 2023

Wilkie Collins Ioláni, o Tahití tal como era PRÓLOGO

 

 

 

Aunque William Wilkie Collins (Londres 1824-1889) no publicó su primera novela, «Antonina or the Fall of Rome», hasta 1850, llevaba años escribiendo y poniendo a punto su estilo literario. A esa época de juventud pertenece «Ioláni, o Tahití tal como era», la primera novela escrita por Wilkie Collins, cuyo manuscrito, tras innumerables subastas y peripecias, acaba de ver la luz este año, siglo y medio después de haber sido escrita. Wilkie Collins había crecido leyendo las novelas de Ann Radcliffe, gusto que compartía con su madre, y disfrutaba recitando en familia los párrafos más escabrosos de libros como «El Monje» o «Frankenstein», de modo que a los veinte años, cuando escribió «Ioláni», su imaginación se hallaba imbuida de literatura gótica, tan popular en aquel tiempo.

El autor de inolvidables novelas como «La dama de blanco» o «La piedra lunar» definió su primera obra, «Ioláni», como “una mezcla de romance gótico y aventuras en los mares del Sur, a medio camino entre Radcliffe y Stevenson”. Cabría añadir que esta novela, por su tema —una mujer es condenada y perseguida por un pérfido patriarca religioso y huye penosamente de él, poniendo a salvo su amor e independencia—, tan querido al género gótico, se emparenta con otras dos de la misma época: una anterior, «El Italiano, o el confesionario de los penitentes negros» (1797), de Ann Radcliffe, y otra posterior, «La letra escarlata» (1850), de Nathaniel Hawthorne.

 


 

 

 




Wilkie Collins

 

 Ioláni, o Tahití tal como era

 

 

 

 


Título original: Ioláni; or, Tahíti as It Was

 

Wilkie Collins, 1999

 

Traducción: Óscar Palmer & Santiago García

 

Ilustración de cubierta: Paul Gauguin “El espíritu vela” (1897)

 

Editor digital: Oxobuco

 

ePub base r1.2

 

 

 

 


 PRÓLOGO

 

Sacerdotes guerreros, brujos, guerras fratricidas, persecuciones góticas, sacrificios rituales, hombres salvajes, Tahití… Es posible que al encontrarse con todos estos elementos los aficionados a la literatura de Wilkie Collins se llamen a despiste, ya que, sin lugar a dudas, el libro que en estos momentos tienen entre las manos es uno de los más atípicos de la carrera de su autor. Entre otras cosas, porque se trata del primero que escribió.

Aunque William Wilkie Collins (Londres, 1824-1889) no publicó su primer libro, una biografía de su padre, hasta 1848, y una novela, Antonina or the Fall of Rome, hasta 1850, lo cierto es que llevaba tiempo haciendo sus pinitos literarios. Su interés por la escritura se había despertado a muy temprana edad, por una parte derivado de la lectura de sus autores favoritos, entre los que se encontraban Sir Walter Scott, Lord Byron, Cervantes o Marryatt, y por otra de la relación en primera persona con escritores como Wordsworth o Coleridge, amigos personales de sus padres y presencias habituales en la casa que la familia tenía en Hampstead. Sin embargo, no fue hasta 1851 cuando Collins conoció al autor que mayor influencia iba a ejercer sobre su vida literaria, Charles Dickens: amigo, consejero, mentor, coautor de varias de sus obras y fundador y director de Household Words, un semanario publicado ininterrumpidamente entre 1851 y 1859 en el que Collins colaboró activamente, curtiéndose como escritor de seriales. En 1859, Household Words fue sustituido por All the Year Around otro semanario dirigido por Dickens hasta su muerte en 1870, en el que vieron la luz las mejores novelas de Collins: La dama de blanco (1860), Sin Nombre (1862), Armadale (1866) y La piedra lunar (1868, «la primera, la más extensa, y la mejor de las modernas novelas inglesas de detectives», según T. S. Eliot), obras que le convirtieron en uno de los escritores más populares de su tiempo, de fama inferior únicamente a la de su maestro. Habilidoso tejedor de enrevesadas tramas y perfecto cultivador del Continuará…, Collins se benefició al máximo del ritmo impuesto por las entregas de la revista, logrando que jugara a su favor, no contra él, y consiguiendo cumplir en la mayoría de los casos con el lema que se había impuesto: «Hazles reír; hazles llorar; hazles esperar». A partir de 1870, en todo caso, su estrella empezó a declinar: el fallecimiento de Dickens le privó de uno de sus mejores amigos y, presumiblemente, del mejor crítico que había tenido su trabajo. Ninguna novela ni anterior ni posterior al periodo de su colaboración tiene la misma intensidad y garra que las escritas entre 1850 y 1870. Por otra parte, su mala salud, agravada por su adicción al láudano y por los vericuetos de su vida privada (vivía con dos amantes, aparentemente en la misma casa), repercutió negativamente en su ficción, aunque siguió escribiendo con asiduidad hasta el momento de su muerte, acumulando más de treinta voluminosas novelas, una cincuentena de cuentos, al menos 15 obras de teatro (además de participar en adaptaciones de obras suyas al escenario) y decenas de artículos periodísticos.

Collins empezó a escribir el manuscrito de Ioláni en 1844, mientras remoloneaba en la oficina de Antrobus & Company, una compañía de importadores de té para la que trabajó entre enero de 1841 y mayo de 1846 como aprendiz sin sueldo, puesto que le había conseguido su padre, el pintor William Collins, gracias a las amistades que tenía en común con el patriarca de los Antrobus, quien llegó a encargarle un retrato de sus tres hijas. Mientras permaneció allí, Wilkie dedicó el tiempo, según le dijo a su amigo Edmund Yates, a escribir «tragedias, comedias, poemas épicos y demás basura literaria invariablemente producida por los jóvenes principiantes». El 25 de enero de 1845, William Collins envió el manuscrito definitivo de Ioláni; or, Tahíti as It Was a los responsables de la editorial Longmans, quienes le propusieron editarlo a cambio de que costeara la mitad de los gastos de imprenta. Posteriormente, tras una reseña no excesivamente positiva de su lector, ampliaron sus peticiones hasta solicitarle que se hiciera cargo de la totalidad de los gastos, algo a lo que el padre de Wilkie se negó mediante una carta fechada el 8 de marzo de 1945. A continuación, envió el manuscrito a Chapman & Hall, pero éstos lo rechazaron directamente y Ioláni pasó a dormir el sueño de los justos, quizá en lo más profundo de algún cajón. La primera noticia que los lectores pudieron tener de esta primera novela fue la mención que de ella hizo Wilkie Collins en una entrevista aparecida el 3 de septiembre de 1870 en el Appleton’s Journal, en la que recordaba la obra como una mezcla de romance gótico y aventuras en los mares del Sur, a medio camino entre Radcliffe y Stevenson. A finales de 1878 o principios de 1879, Collins le entregó el manuscrito a August Daly, un empresario teatral norteamericano con el que mantenía buena relación y que se había responsabilizado de adaptar con notable éxito para los escenarios americanos algunas obras de Collins, como Man & Wife (1870) y The New Magdalen (1873), lo que contribuyó a otorgarle cierta fama al escritor británico, permitiéndole llevar a cabo un tour de lecturas por Estados Unidos. Las colaboraciones y la buena relación entre ambos continuó cimentándose a lo largo de la década, pero según Ira B. Nadel, introductor y anotador de la edición original de Ioláni, no es probable que Collins le entregase el manuscrito con anterioridad a la fecha mencionada, ya que en octubre de 1878 Daly subastó gran parte de su librería para sufragar algunas deudas, y Ioláni, evidentemente no formó parte del lote. Sí lo hizo, sin embargo, en 1900, cuando efectuó una segunda subasta de sus propiedades. Dado que visitó a Collins en su casa de Londres poco después de haber realizado la primera, es de suponer que lo recibiera de sus propias manos en aquella ocasión, quizá con vistas a una adaptación teatral. La primera noticia pública y notoria de la existencia del manuscrito de Ioláni, en todo caso, fue la mencionada subasta, celebrada en marzo de 1900. Tras ser adquirido al precio de 23 dólares por un joven agente literario, George D. Smith, quien inmediatamente lo puso en su catálogo a un precio de 100 dólares, recomendando su publicación, el manuscrito fue comprado por un coleccionista privado de Filadelfia, Howard T. Goodwin, cuyo inesperado fallecimiento en 1903 provocó que saliera una vez más a subasta. Ioláni quedó entonces en poder de un abogado de esa misma ciudad, Joseph M. Fox, junto a cuya familia encontró acomodo hasta 1991. Aquel año el manuscrito apareció en el mercado de libros raros de Nueva York, causando una conmoción en el mundillo literario, ya que muchos ignoraban su existencia y otros tantos daban la obra por perdida. Su adquisición por parte de un coleccionista anónimo añadió velos al misterio que hasta entonces había rodeado esta primera novela de Collins; velos que no han sido descubiertos hasta este mismo 1999, en el que el desconocido comprador prestó el manuscrito a la Universidad de Princeton para su publicación, calificada de inmediato por los críticos como uno de los acontecimientos literarios del año; acontecimiento que, aunque en menor medida, afectará también al número cada vez mayor de aficionados españoles a Wilkie Collins gracias a esta edición.

Al contrario de lo que suele pasar con otros textos misteriosamente recuperados, en el caso de Ioláni no cabe la menor duda acerca de la paternidad de Collins. Además de las referencias publicadas y confirmadas en vida del autor (algunas de ellas nada oscuras, ya que vienen recogidas incluso en sus dos biografías más importantes: La vida secreta de Wilkie Collins, de William M. Clarke, y The King of Inventors: A Life of Wilkie Collins de Catherine Peeters), resulta evidente al leer el texto que la mayoría de sus constantes ya están presentes en la obra pese a haberla escrito con tan sólo veinte años: el abuso de poder, la victimización de las mujeres a cargo de figuras patriarcales, la integración del suspense como elemento clave de la trama y a menudo como motor de la acción, la fascinación por la mente criminal y las contradicciones de ésta (pocas veces se encontrará el lector con un villano tan decididamente malo y a la vez tan dubitativo como este Ioláni, que además se hace con el título del libro), mujeres independientes que desafían el dominio masculino aunque eso las ponga en peligro mortal… Incluso la estructura en libros, y esas divisiones teatrales que enmascaran abruptas elipsis temporales (anticipando claramente la división por escenas utilizada en Sin Nombre) son típicas de la posterior producción de Collins. La posición del narrador, moralista, completamente implicado en la acción, entusiasta hasta la exasperación, más proclive a las descripciones que al diálogo y a la trama lineal que a la enrevesada, es lo único que desvela la bisoñez de un autor que, no obstante, desvía su atención de los personajes en apariencia principales hacia un nutrido reparto de secundarios, creando una novela casi coral que anticipa el interés por las subtramas tan elaboradas de las que posteriormente gozaron sus más celebradas novelas.

Por otra parte, el interés por lo exótico que destilan las páginas de Ioláni no resulta en absoluto ajeno a otras obras de Collins: baste recordar Antonina, su primera novela publicada, ambientada en la Roma del siglo V, las escenas de La Dama de blanco que acontecen en Honduras o el terrible asedio de Seringapatam, en la India, narrado durante el inicio de La piedra lunar. De hecho, el escritor retomó la Polinesia en un cuento de 1877, The Captain’s Last Love, en el que un capitán de barco británico se enamora, precisamente, de la hija de un sacerdote.

El interés por la Polinesia, en todo caso, se había despertado en el joven escritor a raíz de la lectura de la edición ampliada de Polynesian Researches, una obra en dos volúmenes escrita en 1829 por William Ellis y reeditada con información adicional en cuatro volúmenes aparecidos entre 1832 y 1834. Ellis había sido misionero en Tahití entre 1816 y 1822, y había recogido sus experiencias en la citada obra, dedicando capítulos a temas como el infanticidio, la brujería, y la poligamia, que sin duda encendieron la imaginación del joven Collins. De esta obra extrajo la mayor parte de la información utilizada en su novela: el paisaje, las costumbres religiosas, la heiva o la brutalidad en la guerra (aunque prescindió de los detalles más escabrosos, como la costumbre de hacer rodar las canoas hacia el agua sobre los cuerpos de los vencidos o la de hacer agujeros en los troncos de los caídos para poder pasar la cabeza a través de ellos y utilizarlos como ponchos). También los nombres de sus personajes principales comparten la misma fuente: Idía había sido en realidad la madre de Pomare, un rey tahitiano obligado a exiliarse y que regresó triunfante para retomar el poder; Aimáta era la hija única de Pomare; Mahíné fue el jefe de los clanes de Eiméo y Huahine; y Ioláni era en realidad el sobrenombre con el que se conocía a Kamehameha II, rey de las islas Sandwich fallecido durante una visita oficial a Inglaterra. Ellis hablaba en su libro incluso de la existencia de hombres salvajes, huidos de las guerras y los sacrificios, y llegaba a afirmar que había visto uno. Por otra parte, Collins tenía también en su biblioteca libros como The Island, de Byron, o Christina of the South Seas, de Mary Russel Mitford (en el que aparecía un personaje llamado Iddeah, que en inglés comparte la pronunciación de Idía), ambos inspirados por los sucesos del motín de la Bounty y probablemente origen de su curiosidad por la Polinesia.

Wilkie Collins había crecido leyendo los novelones de Ann Radcliffe (su madre era una enfebrecida seguidora de la autora de Los misterios de Udolfo), y disfrutando enormemente al recitar ante sus parientes los párrafos más escabrosos de libros como El Monje o Frankenstein. No es de extrañar, por tanto, que la literatura gótica apareciese representada, en mayor o menor medida, a lo largo de toda su carrera, y que su influencia resulte completamente evidente en esta primera novela, escrita cuando aún se hallaba inmerso en su radio de acción. Hay que tener en cuenta que el título original completo de este libro que tiene entre las manos es Ioláni; or, Tahíti as it was. A romance. La inclusión del término romance en el título, recurso utilizado a menudo por Radcliffe en obras como El Italiano; o el confesionario de los penitentes negros. Un romance (novela que comparte además con la de Collins la presencia de una mujer oprimida por los representantes de la religión que se dedica a huir del peligro), es significativa, ya que ambos autores compartían la definición de romance utilizada por Walter Scott para su entrada correspondiente en la Encyclopedia Britannica: «narrativa de ficción en prosa o verso, cuyo interés se centra en incidentes maravillosos y extraordinarios». Collins añadió el término A romance a varias de sus posteriores novelas, como Antonina, La piedra lunar, o The Two Destinies. También de Scott proviene con toda probabilidad el interés por mezclar los hechos imaginarios con otros reales, casi documentales, que otorguen verosimilitud al texto.

Sin llegar a ser una de las grandes obras de Collins, lo cierto es que Ioláni o Tahití tal como era reúne en su interior los suficientes elementos como para interesar tanto a los aficionados a la obra del escritor, quienes por fin podrán disfrutar de la evolución de uno de los mejores escritores en lengua inglesa del siglo pasado, como a los lectores habituales de novela gótica, quienes encontrarán los rasgos habituales de este género tamizados por una sensibilidad muy particular y enfocados desde una inusual perspectiva que los aleja de sus habituales escenarios, diseminados a lo largo y a lo ancho de la fría Europa, para trasladarlos hasta las cálidas y acogedoras costas de la dorada Polinesia. Disfruten del viaje.

ÓSCAR PALMER

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